EL Rincón de Yanka: agosto 2021

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martes, 31 de agosto de 2021

"LOS NOMBRES DE LAS COSAS" Y "SIGUE ENFERMA": EL PUEBLO VASCO JUNTO CON LA IGLESIA, CÓMPLICES COMPLACIENTES DE ETA 👿💣💀


Los nombres de las cosas

La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA. El terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo juega un papel

Los fenómenos sociales de cierto alcance desbordan las explicaciones monocausales y rara vez pueden condensarse en una fórmula de condiciones suficientes. Sin embargo, sí deben cuidar los analistas no dejar fuera las condiciones necesarias. Entre las condiciones necesarias para el despliegue de la violencia figura el componente simbólico de legitimación, su idealización para convertirla en práctica noble.
Coincide la publicación de 'La lucha hablada. Conversaciones con ETA' con el cuarto aniversario del 17-A (17 muertos; 21 en el atentado de Hipercor). Uno de los protagonistas razona así: «El típico discurso que hacen es que en ETA nos gustaba matar. Los que dicen que a la gente le gusta matar demuestran que no saben qué es eso. (...) Lo nuestro fue otra cosa. La sociedad en Euskal Herria sabe que (...) hicimos lo que hicimos (...])por una sociedad mejor». 'Lo nuestro', pues, no fue terrorismo. La declaración da para mucho. Primera observación: ¿Cómo se puede esperar una rehabilitación, un reconocimiento cabal del daño desde esa perspectiva? Segunda, para el contraste: ¿Cómo se compagina esa fobia a matar con la celebración con champán o no de los asesinatos, la quema de libros o los homenajes a los asesinos? En el documento interno de 18 folios de 2018, ETA afirma que sus motivaciones fueron «el amor y la lealtad a Euskal Herria».

La apreciación apologética desborda ese espacio ideológico. El asesinato es una cesura moral, pero opera en un continuum social que se refleja, por ejemplo, en la evitación del término terrorismo por el etnopacifismo y sus metamorfosis. Miren Arzalluz defiende la posición de su padre sobre ETA apuntalando el continuum: «No era defensa, era contextualización»; ETA era pues un elemento no disonante del contexto. La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA; otros lo sufrieron más. Por eso, volviendo al principio, el terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo también juega un papel. Los costes de movilización se reducen cuando los conflictos se formulan en marcos étnicos.

El asesinato es una quiebra moral, pero opera en un 'continuum' social que se refleja en la evitación del término terrorismo

Los asesinados lo eran por ser enemigos, no del pueblo (demos), sino del pueblo vasco (etnos). Este elemento étnico explica un aspecto singular: las prácticas de antimovilización, el empeño de silenciar a la oposición a ETA (Foro de Ermua, ¡Basta Ya! y cualquier figura destacada a título personal), en considerar apestados a los escoltados. Citaré unos ejemplos: el Gobierno vasco llegó a pedir a Gesto por la Paz que cambiara su ubicación para evitar incidentes y a igualar el derecho de manifestación de los pacifistas con el de los abertzales que trataban de boicotearlo; la contramanifestación nacionalista tras los asesinatos de Fernando Buesa y Jorge Díez; o la intervención de la Policía autonómica para disolver una concentración pacifista en protesta por el atentado contra José Ramón Recalde en la que fue detenida su hija.

Tampoco la componente identitaria completa la explicación. En 'La violencia como fuerza generativa', Max Bergholz critica la reificación que comportan los enfoques macro (etnoidentitarios) y recomienda fijarse en las dinámicas de la microviolencia que dan cuenta de procesos sutiles de interacción más determinantes en los que el eje es la violencia, no la identidad. La perspectiva micro, ausente en la lente de tantos informes de encargo, es la asignatura pendiente de la memoria reciente. Las sutiles formas de la espiral del silencio, la lógica del miedo, la neutralización de la voz de los considerados otros o no-nosotros, son campos por explorar; como el de sus beneficiarios. El enfoque micro pone en tela de juicio la perspectiva de los perpetradores que patrimonializan la representatividad étnica e ilumina diferentes formas de oportunismo competitivo. Un ejemplo: el 16 de junio de 1994, ETB fue escenario de un debate electoral entre Gregorio Ordóñez (PP), Fernando Buesa (PSE) y Joseba Egibar (PNV). Hoy ni Egibar ni Otegi tienen que preocuparse por esos competidores.

El enfoque étnico tiene la función de difuminar la responsabilidad, de negar el papel de los perpetradores e invisibilizar a las víctimas; desdibujados ambos en el magma narrativo del conflicto. Los beneficiarios directos e indirectos de la violencia tienen tanto interés en arrancar esa página de la memoria que la existencia del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo les resulta insoportable. Por eso, alguien significado pide su destrucción bajo un título chocante: «El emblemático papel de las víctimas». De forma más sutil, ciertas iniciativas de organizaciones que abusan del tótem léxico de la paz son más bien sucedáneos de negacionismo. Decía el corresponsal de 'Libération' sobre el rito de despedida de ETA: «Un mea culpa demasiado teatral para ser honesto». Ni terrorismo (Hipercor), ni nacionalismo (Lizarra), ni microviolencia (Lagun). «Lo nuestro fue otra cosa»; exquisito gudarismo. La misma plantilla retórica de los predicadores de la Cruzada el siglo pasado.


"Sigue enferma"

Los ongi etorri se topan con el rechazo frontal de la sociedad», titula EL CORREO (29-08-21). ¿De verdad? ¿De la sociedad misma? ¿O de los portavoces de los partidos y de otras instancias oficiales? ¿En dónde y cómo se ha manifestado ese rechazo frontal? ¿'Wishful thinking'? ¿Hemos asistido a expresiones mínimamente colectivas de rechazo tales como las que nuestra sociedad prodiga espontánea cuando se agrede a mujeres, niños, animales o diferentes de cualquier clase? ¿Dónde y cuándo fueron?

Establecer lo que hace o no hace ese ente que llamamos 'sociedad' no es fácil, probablemente porque no tiene una plasmación homogénea y concreta, pero usted, amigo lector, que percibe como yo en su derredor el eco y el runrún de los actos de bienvenida y homenaje a los asesinos abertzales puede atestiguar que no es el de un rechazo indignado, sino el de un encogerse de hombros muy cercano a la indiferencia (omito como es obvio contar a la parte de la sociedad que los aplaude, que no es moco de pavo): 'Bueno, hombre, no está del todo bien, pero tampoco es para tanto'.

Fue Juan Pablo Fusi el historiador que escribió lapidariamente que lo de la sociedad vasca ante el terrorismo solo podía calificarse como de «enfermedad moral». Porque, dejando a salvo casos muy limitados como el de los movimientos pacifistas, «la sociedad vasca pareció mayoritariamente acostumbrada y resignada ante la violencia, bien por la comprensión que el mundo nacionalista pudiera tener para con las aspiraciones independentistas de ETA, bien por la 'dictadura del miedo' impuesta por la organización terrorista y su entorno, bien por la necesidad de acomodación a las circunstancias -por execrables e inaceptables que estas sean- que toda sociedad parece requerir». La sociedad vasca ha sido de siempre muy pragmática y el terrorismo que le tocó vivir fue un 'terrorismo del bienestar', añado yo, de manera que es hasta lógico que aquella sociedad se acomodase sin demasiado problema a convivir con él, instalada, como insiste Fusi, «en una estupefaciente contradicción moral». Estupefaciente pero cómoda, ¡se vivía tan bien!

¿Se ha curado la sociedad vasca de esa su enfermedad moral? Urkullu parecía creerlo hace unos años cuando enfatizaba que la nuestra era una «sociedad modélica», admirable por sus valores éticos, su ejemplaridad, su esfuerzo y su rectitud. Ahora no debe de tenerlo tan claro, porque califica de «repulsivos» los actos en cuestión. Y no es fácil explicar cómo en una sociedad modélica pueden ocurrir entre el silencio generalizado tales actos si de verdad se perciben como repulsivos. En realidad el lehendakari no es sino un ejemplo de esa contradicción esencial que caracteriza desde hace mucho al nacionalismo hegemónico: la de compatibilizar una valoración superlativa de la trayectoria secular de la sociedad vasca con el comportamiento mayoritario que ha observado y observa esa sociedad ante el fenómeno terrorista, que fue y es el de mirar para otro lado y hacer como que esas cosas no pasaban en realidad, o disculparlas mediante el cómodo recurso a una genérica equidistancia: cada cual tiene sus víctimas, qué le vamos a hacer. Y, no nos engañemos, en eso seguimos, la lepra moral no ha desaparecido, simplemente se ha hecho menos llamativa porque ya no se mata.

La semántica tiene cosas sorprendentes: desde hace años el modelo de memoria histórica que se ha impulsado desde el Gobierno vasco ha sido el de una 'historia terapéutica', un relato que persigue el objetivo concreto de la reconciliación, la integración, la paz social, más que una historia que cuente las cosas con la mayor fidelidad posible a como sucedieron. En esa historia terapéutica se perseguía tranquilizar a la sociedad en una cómoda visión del pueblo vasco como víctima perpetua de violencias de todo tipo, unas malintencionadas como las que vinieron de fuera, otras equivocadas como las que surgieron de dentro, pero siempre víctima inocente. Lo expone otro historiador, Luis Castells: era y es un relato blando y acomodaticio de la historia reciente del País Vasco que obvia proyectar una imagen crítica que suponga cualquier culpa de la población vasca. Muy al contrario, se la presenta como «resistente frente a ETA».

«Desde los noventa, probablemente ninguna sociedad en Europa o en el mundo se ha movilizado tanto contra la violencia como la vasca», escribía Jonan Fernández en 2006. Sic. Así hemos llegado a una situación en la que, como muestra el Euskobaróometro, la sociedad cree mayoritariamente que fue su movilización la que acabó con ETA, al tiempo que la mayoría no es capaz de concretar o recordar ningún acto de movilización en el que participara realmente. Así ha superado su particular 'síndrome de Vichy' y se ha absuelto de toda culpa.

Esa era la terapia. Y así sigue de enferma. Pero vive bien como pocas.



lunes, 30 de agosto de 2021

TEORÍA PARTICULAR DE LA ÉTICA DE LA DESOBEDIENCIA por JOSÉ VICENTE PASCUAL 🙈🙉🙊


La ética de la desobediencia

Para llevar una vida más ética quizás sea más adecuado empezar por preguntarnos qué normas estamos cumpliendo que merecen ser desafiadas.

A pesar de lo mucho que se alaba la democracia de dientes para afuera, lo cierto es que la autoridad, entendida como una supremacía incuestionable, sigue siendo uno de los pilares fundamentales -aunque a veces implícito- de nuestra sociedad. No hay más que echar un vistazo a las escuelas y colegios, en donde la arquitectura suele parecerse más a una cárcel que a un espacio de colaboración y aprendizaje, y en donde el número de reglas a menudo sobrepasa el número de preguntas exploradas.
Quizás como resultado de una educación más bien autoritaria y poco crítica, tendemos a asociar la ética con el cumplimiento de una lista de reglas, con obedecer a la autoridad de turno; como si ser una buena persona fuera equivalente a seguir las reglas impuestas, como si actuar correctamente fuera tan fácil como dejar que otros piensen por nosotros, como si se pudiera rendir la responsabilidad individual a una lista de normas.

Un vistazo rápido por la historia evidencia que muchas de las más grandes inmoralidades se han cometido precisamente por obedecer a la autoridad de turno. ¿Cuántas veces se habrá escuchado la vieja excusa de "yo sólo estaba siguiendo órdenes" de los labios de asesinos y torturadores? Es la obediencia ciega y la adecuación maquinal a una autoridad o un sistema infame lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la banalidad del mal. La cultura popular retrata lo malvado como algo externo, ajeno, profundamente satánico, inherentemente perverso, rebosante de malas intenciones, insensible, frío, calculador, psicópata.
Sin duda ese mal existe, pero es siempre minoritario. Lo que permite que el mal maléfico se extienda y cobre proporciones titánicas (considera la inquisición o el nazismo) es el mal banal: el mal perpetrado de manera cotidiana por el ciudadano de a pie que se cuadra, de buena o mala gana, ante una supremacía que al reclamar su responsabilidad moral lo despoja de humanidad. No nos engañemos, el enemigo está dentro y no se parece nada a los cuentos de niños.

Ya lo dijo Marguerite Yourcenar en su magnífica novela histórica Memorias de Adriano: "Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas".
A todos nos gusta pensar que, de haber vivido en Alemania en la época del nazismo, por ejemplo, sin duda habríamos tenido una actuación heroica; a la mayoría de nosotros nos es inconcebible imaginarnos como nazis. Lamentablemente, la evidencia empírica no está de nuestra parte. Inspirado por el juicio del nazi Adolf Eichmann (el mismo juicio que inspiró a Arendt para desarrollar su teoría de la banalidad del mal), el psicólogo social Stanley Milgram diseñó un experimento en los años sesenta para poner a prueba la voluntad moral de las personas comunes y corrientes.

El experimento se compone de tres personas: el experimentador, un maestro (un participante voluntario) y un alumno (un experimentador que se hace pasar por un sujeto voluntario). El experimentador le informa al maestro de que el experimento busca entender los mecanismos relacionados con el aprendizaje, la memoria, y el castigo. El trabajo del maestro consiste en leerle una lista de palabras al alumno para que éste las memorice y se las pueda repetir al maestro. Cada vez que el alumno se equivoque o no responda, el maestro debe administrarle una dosis creciente de descargas eléctricas. Las descargas empiezan por ser de 15 voltios (equivalente a un cosquilleo desagradable) y pueden llegar a ser de 450 voltios (una descarga letal). Las etiquetas de las descargas indican la magnitud de la descarga, que oscila entre descarga leve, descarga de extrema intensidad, peligro: descarga severa, y xxx. A los 75 voltios el alumno empieza a quejarse, a los 150 voltios grita de dolor y pide que le dejen ir, que ya no quiere participar en el experimento, a los 285 informa que tiene un padecimiento cardiaco y se encuentra mal, a los 330 voltios el alumno deja de responder.

En realidad las descargas son ficticias (al igual que las quejas), pero el participante no lo sabe, pues una pared opaca lo separa del alumno, a quien solamente puede escuchar. Los resultados del experimento son estremecedores: un 65% de los participantes llegaron a descargas letales de 450 voltios. El 100% de los participantes (algunos nerviosos, sudando, quejándose, planteando dudas, y otros tranquilamente) llegaron a dar descargas intensas de 300 voltios.
Si bien hay una distancia considerable entre este experimento y un fenómeno como el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, el experimento no deja de ser sugerente. Muestra lo difícil que es desobedecer abiertamente, de frente, a la autoridad, incluso cuando la presión es leve, y nos alerta sobre los peligros de la obediencia.

Hoy en día el autoritarismo no siempre es fácil de identificar. Los poderes del mundo han comprendido que, la mayoría de las veces, la estrategia de la seducción publicitaria es más efectiva que la dominación por la fuerza. Aunque los titanes de nuestro mundo no pierden ocasión para recordarnos la fuerza bruta que poseen, la mayoría de nosotros nunca llegamos a recibir una orden o amenaza clara y contundente. Las órdenes y normas -seductoras, sutiles, engañosas, barnizadas con un lenguaje eufemístico- nos llegan en cambio por todos los medios de comunicación por los cuales se propagan la ideología, la moda, el conformismo, el egoísmo, el miedo, la sumisión, y las justificaciones clichés (que normalmente se basan en una falta de perspectiva histórica y usan como excusas la complejidad de la vida moderna y la omnipresencia inescapable de una manera u otra de hacer las cosas). A su vez, nuestra complicidad con un sistema nefasto puede no ser tan obvia como dar descargas eléctricas o usar un fusil; puede ser tan sutil como comprar ciertos productos o aceptar sumisamente leyes injustas.

¿La moraleja? Tal vez estamos viviendo en el mundo al revés. En vez de rompernos la cabeza por las supuestas normas morales (o sociales, o estéticas) que estamos infringiendo, para llevar una vida más ética quizás sea más adecuado empezar por preguntarnos qué normas estamos cumpliendo que merecen ser desafiadas.

Bibliografía de interés

El reporte de Hannah Arendt del juicio de Adolf Eichmann y su teoría sobre el mal se encuentran en su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.
El experimento de Stanley Milgram, con sus muchas variaciones posteriores, se encuentra en su libro Obediencia a la autoridad: Un punto de vista experimental.


Teoría particular de la desobediencia

I – Cómo no hacer las cosas a conciencia

Los animales hacen las cosas tenazmente, a conciencia, por completo absortos en cualquier actividad a la que se dediquen. Si beben agua, beben agua y no se permiten desaplicación en la tarea: abrevan como si tuviesen el tiempo contado y el agua se fuera a agotar en el mundo. Cualquiera que haya tenido o tenga una mascota convencional, es decir, perro o gato, sabe de lo que hablo. Cualquiera que haya visto animales en el campo, trabajando o priscando, conoce esa bruta determinación: activan el “modo alerta”, por si otros animales o cualquier humano intentasen depredarlos, y emprenden la faena con voluntad inquebrantable. Si buscan comida, si acechan, si tiran del arado, si comen o duermen, lo hacen con absoluta determinación, incansables, con paciencia telúrica, la misma perseverancia con que crece la hierba y se marchitan los frutos en los árboles, hasta que las condiciones del entorno varían, impulsan un mecanismo instintivo, programado en su naturaleza, y les aconsejan cambiar de finalidad. Los pájaros construyen su nido ramita a ramita sin que lo ímprobo, fatigoso y tedioso de la tarea los desanime, y ponen la última brizna con la misma minucia con que llevaron la primera al que será refugio de su descendencia. Las hormigas hacen hormiguero y nada más, las abejas se centran en el panal y vuelta a lo mismo… Y nos dejamos de descriptiva barata y vamos al núcleo del relato: los animales saben hacer muchas cosas, pero hacen lo que hacen porque no pueden dedicarse a algo distinto ni introducir matices en su protocolo. Los seres humanos, al contrario, somos capaces de distraernos mientras nos empleamos en faenas diversas. Incluso somos capaces de hacer dos o tres cosas al mismo tiempo. “En todos los trabajos se fuma”, decía el castizo, y decía bien. Podemos (con perdón) trabajar y bromear en la misma tanda, vaguear, disimular, estar con la cabeza en las nubes y las manos en la masa, conducir y recordar la frase amable que nos dedicó el cajero de la gasolinera o la mala educación con que nos despidió el funcionario del registro civil, lo simpática que es la mujer del vecino y lo extraño del desenlace de la última película que vimos. Somos una especie abocada a la ambigüedad porque sabemos gestionar lo ambiguo de la realidad. Por eso tenemos sentido del humor y tendencia a la ficción, y estamos biológica y psicológicamente capacitados para idear mitologías, seducir al prójimo, engañar y dejarnos engañar, amar y ser amados, traicionar y ser traicionados.

Aparte de los humanos, la única especie animal, que se sepa, capaz de engañar en su conducta socializada, en concreto aparearse con otros ejemplares sin que su pareja se entere —o sea: ponerle cornamenta—, son los delfines. Parece ser que la hembra de esta familia cetácea, de vez en cuando, siente el imperativo biológico de concebir con ADN distinto al de su acompañante estable. Para ejecutar la maniobra procede de manera inteligente —nada extraño en un delfín hembra—: con reiterados cabeceos aleja a la cría que suele nadar protegida entre padre y madre, hasta que el novatillo emprende senda propia en la distancia; el macho, muy preocupado, persigue al hijo díscolo para hacerle regresar a la seguridad de los adultos, momento que ella aprovecha para el rápido y furtivo retoce con otro macho joven que seguía prudentemente a la pareja. Cuando la cría y el macho protector regresan del paseo, ella pone cara de “aquí no ha pasado nada”. Esta escena, probablemente, viene determinada por un instinto poderoso, recóndito en el cifrado genético del animal: cuanto más variado ADN incorpore a su progenie, más prevalencia y posibilidades de subsistir tendrá el suyo propio, en el complicado y a veces duro mundo delfinario. Así son y así trabajan los animales, seres predeterminados por el mandato de la cualidad genética, la condición biológica y las circunstancias de su entorno, tres factores determinantes de su idóneo desarrollo y acomodo en el proceso evolutivo.

El ser humano, de nuevo al contrario, a partir de indeterminado momento de su devenir sobre el planeta, ha cimentado su capacidad evolutiva en un principio que contradice todas las reglas conocidas. Ha luchado con todas sus fuerzas contra los imperativos genéticos y biológicos, y superado la exigencia circunstancial del entorno, para constituirse en especie dominante. Se ha hecho a sí mismo contra la naturaleza. Y al perfeccionamiento de estos individuos fugitivos del orden nativo de las cosas, lo llamamos civilización. Lloramos y reímos, amamos y odiamos, prometemos fidelidad a nuestra pareja y lealtad a los amigos, acatamos las leyes, respetamos la propiedad ajena y cuidamos de nuestros padres y abuelos porque hacemos las cosas no a conciencia sino refutando el mandato ingénito de concentrarnos en nuestros intereses inmediatos y en nada más. Nos rebelamos ante la ley suprema que rige la existencia de los demás animales, nacer, crecer, reproducirse y morir, para incorporar a la ecuación otros elementos que consideramos superiores, como el conocimiento, el progreso material y el avance ético en nuestras relaciones sociales. Queremos sobrevivir a nuestro entorno, cierto, y aborrecemos la idea de que otros individuos, especialmente humanos, se dediquen a depredarnos, pero ese beneficio nos consuela bastante poco y resulta insuficiente, casi frustrante. Queremos, por encima de todo, tener más y ser mejores.

Desde esta perspectiva, y si un salto inesperado —milagroso— en la evolución humana no cambia la tendencia, estamos vocacionalmente condenados a la insatisfacción, un empeño y una visión contradictoria sobre nosotros mismos que siempre, históricamente, nos ha conducido al campo de batalla, el esplendor de los imperios y la consulta de psiquiatría. La tragedia humana es la grandeza de la especie, y viceversa.

Me dirán algunos y algunas que nada tiene que ver la ambición de los poderosos y sus consecuencias sangrientas, en el decurso de la humanidad, con el afán civilizador de las buenas ideas y los buenos principios; que la codicia por ser más y tener más ha causado enormes desdichas a nuestra estirpe, mientras que el énfasis benefactor del espíritu humano ha sido causa de felicidad y liberación de las masas. Ante lo cual sólo hay que remitirse al océano de desdichas que han originado las ideas perfeccionistas sobre la humanidad y la manera ideal en que deberíamos, en efecto, permanecer sobre la tierra. José Saramago, en las páginas de cortesía de su novela Alzado del suelo, introduce una cita de Almeida Garrett, muy puesta en razón: “Y yo pregunto a los economistas políticos, a los moralistas, si han calculado el número de individuos que es necesario condenar a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, a la infancia, a la ignorancia crapulosa, a la desgracia invencible, a la penuria absoluta, para producir un rico”. Nobles palabras que describen la mitad del problema. Seguro que Almeida Garrett, y seguramente el buen Saramago, no se preguntaron nunca a cuántos individuos fue necesario condenar a muerte para producir el mito de un revolucionario, y a cuántos a la miseria, al trabajo desproporcionado, a la desmoralización, la puerilidad, el fanatismo, la desgracia y la penuria, para hacer una buena revolución.

Cierto: renunciar a la condición puramente “natural” de la estirpe humana aparejó la instauración de una complicada índole personal y colectiva, dramática para todos los integrantes de la especie. Mas observemos cómo todas —casi todas— las ideas que se proponen redentoras, conducen al absurdo idealizado de una bondad innata que, por incurias de la historia, ha sido ominosamente amordazada y sojuzgada a lo largo de los siglos. De ilusión también se vive, pero tonterías… las justas. El buen salvaje de Rousseau nunca existió; por el contrario: el buen salvaje, naturalmente, es un sujeto que propende a obtener lo que desea por cualquier método, incluido el homicidio, y que obedece el mandato de su ADN sobre crecer y multiplicarse hasta el extremo de la violación. El ser humano civilizado, con sus guerras médicas y sus pirámides de Egipto, sus esclavos y esclavas, su revolución industrial y su explotación de las masas, su Gioconda y su Arte de la Prudencia, su contaminación del planeta y su Greta Thunberg, nació opuesto al viejo orden natural/biológico del mundo, creció en medio de inmensas tempestades, destripó a cuantos oponentes pudo, trazó la única senda conocida para el progreso de la especie, y uno de cada cien acaba suicidándose (datos de la OMS, 2019).
Y todas esas desdichas nos acaecen porque, en tiempos de quiénseacuerda, nos negamos a hacer las cosas a conciencia, como los animales.

II – El capitalismo amigable

Si un millonario con empresas afincadas en España, aunque no tribute en España, pide a sus empleados que se hagan autónomos, se paguen ellos mismos la seguridad social y demás gastos laborales y fiscales, los compensa con una nómina miserable y además los tiene sujetos al régimen de despido sin explicaciones (no “despido libre”, no: por whatsApp y si te he visto no me acuerdo), tal individuo será denostado públicamente, considerado paradigma del capitalista explotador y tal y cual… a menos que el tinglado sea simpático como Amazon, o como Netflix, o HBO, Microsoft, Apple e ingenios parecidos. Se meriendan al personal lo mismo que los demás tiburones, pero, como dirían mis admirados Los Meconios, “por lo menos no son fachas”.
El capitalismo amigable es así: un artista español forrado gracias a las ayudas oficiales (del Estado español), naturalmente con residencia fiscal en Miami, te dice a quien debes votar para frenar a la “extrema derecha” (en España); y otro espabilado, titular de una de las mayores inmobiliarias (de España), aboga por una ley antidesahucios justa y equitativa mientras él, por su cuenta y a capítulo de ejemplaridad, desahucia entre sesenta y cien familias al año. Haz lo que yo te diga, pero no lo que yo haga, sería el lema.

El asunto es de sobra conocido, no creo que sea necesario poner muchos ejemplos, ni unos pocos siquiera, porque la gente está al cabo de la calle sobre estas situaciones. Ni siquiera términos como “hipocresía”, “incoherencia”, “doble rasero” o “doble moral” tienen ya mucho sentido. Esta disociación entre supuestos “principios” y hechos escandalosos es marca de la casa, algo innato, estructural por así decirlo, en el capitalismo amigable. Muchas veces he leído, sobre todo en redes sociales, el célebre aserto: “no hay nada más tonto que un obrero votando a la derecha”; error de apreciación que se subsana al comprobar lo lamentable de gente humilde (proletarios o no proletarios) votando a millonarios que lo único que quieren de ellos (en realidad lo necesitan), es que sigan pagando impuestos, para que el gasto público se mantenga, las élites biempensantes continúen agarradas al timón y la orgía no decaiga.
Creo, sin embargo, que hay un elemento de autodefensa en el capitalismo amigable. Como tontos no son, han vislumbrado el alcance de la última revolución tecnológica, la que concierne a la comunicación. Saben que donde hoy se encuentran masas desaforadas clamando contra el cambio climático (por decir algo), y desgañitándose con pamplinas del estilo “El capitalismo es incompatible con la vida”, dentro de un tiempo, mañana mismo si mañana despertaran las conciencias modorras que mean en twitter, puede haber millones de personas que se pregunten por el verdadero trasfondo de todo esto. Un negocio que les iría fatal de necesidad.

Sinceramente lo creo: es autodefensa. “La revolución de las azoteas”, los “Activistas de la salud”, las series de tv embutidas de ideología woke, la filosofía de las cajas de ahorros, la religión climático-animalista predicada desde el Boletín Oficial del Estado, a cargo de un ministro que no reconoce un gorrión de un pollo de perdiz… Toda esa bambolla, esa impostura, ese teatrillo de bondades y farsas, se vendría abajo como castillo de naipes (con perdón por el lugar común), en el momento en que algunos sectores de las masas, ahora narcotizadas, empezaran a replantearse seriamente la situación.
“Han pasado dos años de revolución y ya se ven los frutos con satisfacción”, decía una canción militante castrista, en 1959. Sesenta años después, los famosos frutos de la revolución cubana siguen sin dar el paso definitivo, más bien todísimo lo contrario. Mas en Europa y en occidente no va resultar tan sencillo dar contento a las buenas gentes que esperan nuevos tiempos. Recuerden, nuestro sistema de enseñanza y nuestros dogmas de igualdad y solidaridad han engendrado generaciones hipersensibles respecto a su propio bienestar; gente que no va a esperar sesenta y más años para ver los frutos de “la revolución de las azoteas”, ñoñeces parecidas y parecidas mentiras.
No me cabe duda: el capitalismo amigable es una estrategia autodefensiva de los de siempre para seguir haciendo lo de siempre: mangonear a la clientela, que somos todos los demás.

A ver hasta cuándo.

¿Guerra cultural?

En un formidable artículo publicado en Éléments y reproducido en España por El Manifiesto, Alain de Benoist sobrevuela el panorama de la cultura de la cancelación y la civilización secuestrada entre los muros de la dictadura woke. Mediante una serie de ejemplos, por desgracia muy reales, describe las condiciones del manicomio autogestionado en que se están convirtiendo las sociedades occidentales. Escribe:
«… la compañía L’Oréal anunció que retiraba de todos sus productos“las palabras ‘blanco’ y ‘blanqueador’”. La firma Lockheed Martin ha creado cursillos para que sus ejecutivos deconstruyan su “cultura de hombres blancos” y se les ayude a expiar“su privilegio blanco”. Coca-Cola exhorta a sus trabajadores a que sean “menos blancos”. En Chicago, la alcaldesa negra y lesbiana Lorl Lightfoot ha decidido dejar de dar entrevistas a periodistas blancos. La lucha contra la “blanquidad” se extiende también a la “blanquidad alimenticia”, la cual consiste en “refutar las costumbres alimenticias que fortalecen la blanquidad como identidad racial dominante” (Mathilde Cohen). También se pide a los blancos que se prosternen y pidan perdón…
… quieren que desaparezca el estudio de la Antigüedad, al que se tilda de “nocivo”. La Howard University ya ha suprimido su departamento de estudios clásicos. La de Princeton ha renunciado a que sean obligatorios. Los profesores entonan su mea culpa. Dan-el Padrilla Peralta, profesor de historia romana en Stanford, espera que “la asignatura muera lo antes posible”, pues “la blanquidad se halla incrustada en las entrañas mismas de los clásicos”. Donna Zuckerberg, de la universidad de Princeton, hace un llamamiento para que “las llamas lo destruyan todo”. 
La universidad de Wake Forest lanza un curso de “rectificación cultural” para deconstruir“ los prejuicios según los cuales los griegos y los romanos eran blancos”…
… después de derribar estatuas, toca “descolonizar” las bibliotecas y la edición. Por solicitud de los “sensivity readers”, encargados de corregir los manuscritos para que “no ofendan a ningún lector”, se colocan “trigger warnings” (avisos de alerta) en las escenas problemáticas. Ahora las películas y las series de novelas policíacas tienen que dar los papeles principales a las minorías raciales y sexuales, mientras que los malos son invariablemente hombres blancos racistas y misóginos…».

Hasta aquí la cita.

No sé —nadie puede saberlo, por ahora— si los ejemplos anotados por Benoist marcan una tendencia irreversible de la civilización occidental en busca de su auto-exterminio, o acaso puedan considerarse casos extremados, disparates puntuales aunque numerosos en esta larga polémica social, esa incómoda y desigual pugna entre racionalidad y fanatismo instalada también, desde hace tiempo, en los ámbitos académicos y políticos. El desenlace no parece previsible —no nos pongamos apocalípticos—, pero, seamos realistas: toda esta estupidez dolosa, esta bambolla ideológica, estas baratijas doctrinarias, las sobras del festín pseudoteórico inaugurado en 1968 por Beauvoir, Faucault, Wilhelm Reich y otros delirantes con o sin diagnóstico —con su medicación o sin ella—, penetran en el ideario colectivo en su forma destilada, asumibles sin incomodidad ni compromiso; no generan doctrina universal pero acotan el terreno por así decirlo. Lo preparan para que cuando a un/a ministro/a de género fluido le entre el capricho de restablecer la asignatura de matemáticas, embadurnándola con “conocimientos emocionales” y “perspectiva de género”, no se alteren ni protesten las buenas gentes, convencidas de que sus hijos van a la escuela para aprender, no para ser cobayas en frenéticos experimentos psicosociales,.

La política es filosofía aplicada. De su consecuencia, toda filosofía, por muy demente que parezca, tiene posibilidades de trascenderse en mandato legal. Por más que los filósofos —más bien filósofas— inspiradores de la ideología de género, cultura de la cancelación, etc, fueran un gremio profundamente afectado por la enfermedad mental, nunca estaremos exentos de que sus alucinaciones lleguen a figurar, en letra impresa, en el Boletín Oficial del Estado.
Se habla por ahí de “guerra cultural”. Puede ser. El término no es lo importante y, en realidad, no define nada en concreto. Lo que se juega en estos tiempos —al menos esa impresión dan las circunstancias—, no es un debate entre contertulios, ni entre medios de comunicación, ni siquiera entre representantes políticos; es la supervivencia de una cultura, una forma de entender la convivencia y el progreso de la humanidad, y también la tradición en el sentido schpenhaueriano: la conexión productiva del presente con los saberes ancestrales de la humanidad. O somos descendientes de Atenas y Jerusalén, de Roma y Córdoba, o seremos —culturalmente— herederos de una élite mimada y tarambana, farmacodependiente, de esquizofrénicos, pederastas, charlatanes y sociópatas.

Por mi parte, no hay más debate. Ni más guerra cultural que la desobediencia continua a las ideas pervertidas, convertidas en perversos valores más o menos oficiales.

Quehaceres

Tened hijos, cuantos más mejor, porque ellos no quieren que tengáis hijos: han elevado la interrupción voluntaria del embarazo a la categoría de sacramento cívico, propagan la estupidez de que una mujer libre no alcanza su plenitud personal si no ha recurrido al aborto, al menos una vez, en consciente reivindicación de su albedrío, y sugieren que los niveles de natalidad en occidente sean mantenidos por masas de inmigrantes, con origen en países subdesarrollados, en cuyo ideario cultural aún no se contempla el “empoderamiento” femenino absoluto, como en occidente. Aquí, la liberación de género consiste en entregar la vida al mercado y olvidarse de uno mismo y de la realidad, de la biología (una ciencia reaccionaria), la maternidad (una antigualla), y el sexo (una invención del patriarcado ). Por eso hay que tener hijos, y exigir al Estado que cuide de ellos desde el momento de la concepción: atención durante el embarazo, primeros cuidados, infancia, escuela, sanidad… Pedidlo todo para vuestros hijos, porque son vuestros hijos. Pedidlo todo menos la educación. No dejéis su educación en manos de la ingeniería psicosocial; educadlos vosotros, en casa, enseñadles quiénes son y de dónde vienen, quiénes fueron sus abuelos y sus bisabuelos, cuál la historia de vuestras familias y la historia del país donde nacieron y viven, qué es lo importante de la vida y qué es accesorio y banal, qué sentimientos son decorosos y admirables y cuáles tóxicos; y sobre todo, enseñadles a pensar pero nunca les digáis lo que tienen que pensar. Ya les dirán en la escuela cómo tienen que pensar. Enseñadles también, por tanto, a sacar la lengua, desde pequeños, a los mercenarios del sistema.

Buscad un buen sitio para vivir y colaborad con vuestros vecinos. Ayudadles y, si es necesario, dejaos ayudar. Ellos no quieren que nos ayudemos: han convertido a “la gente” en una amalgama de individuos sin yo, gentes diseminadas y almas dispersas que sólo deberían alcanzar identidad y sentido en función de su pertenencia a algún colectivo embadurnado de ideología dominante, uniones histérico-sentimentales en el desierto de la lamentación y la reivindicación paroxística de cualquier tontería. No, desde luego que no quieren que nos ayudemos unos a otros. Lo que quieren es ayudarnos ellos, a cambio de nuestra fidelidad en las urnas y de que les mantengamos el privilegio vitalicio. Ayudaos de verdad, no de boquilla. Ayudad a vuestro vecino si necesita que alguien cuide la puerta de su casa, de su perro, de sus macetas —a lo mejor de su jardín—, y quedad a la recíproca. Ayudad al comercio local, exigid escuelas con profesores capacitados, centros médicos, espacios cívicos, servicios sociales para los enfermos, los ancianos y personas dependientes, y transportes públicos eficaces y seguros. Mantened limpias vuestras calles en todos los sentidos, porque ellos no quieren calles limpias sino calles atiborradas de contenedores que rebosan la basura consumista, atestadas de gente sin nada que hacer, en espera de que lleguen ellos para ayudarles. Ayudaos vosotros. Id a la asociación de vecinos, presentaos, decid vuestro nombre y declarad: “Estoy aquí para ayudar y aprender”. Buscad un buen lugar para vivir y hacedlo vuestro, porque es vuestro.

Organizad redes sociales de verdad. Ellos han inventado las letrinas sociales, los meaderos públicos en internet, porque saben que el universo virtual es justamente un universo: infinito y con infinitas posibilidades. Saben que si las personas empiezan a organizarse por su cuenta, en redes sociales libres, y empiezan a compartir información por su cuenta, y empiezan a moverse por su cuenta, y a proponer por su cuenta, lejos de la ñoñería de facebook, la vomitona de twitter y la estupidez gregaria de tantísimos otros sitios controlados por el sistema, y se descubre que no era tan complicado estar en contacto para compartir ideas y propósitos, y que no necesitáis a Bill Gates ni a Zuckerberg para ser libres y manteneros activos en la virtualidad, y que la virtualidad sirve, en efecto, para invocar la realidad y organizar un futuro en el que ellos no pinten nada… En tal caso, se saben perdidos. Por eso invierten ingentes cantidades de dinero y oceánicos medios de toda índole en el mantenimiento de sus tinglados cibernéticos. Sí, organizad redes sociales de verdad, hablad entre vosotros, comunicaos, compartid vuestro sueño y vuestra queja. Pensad en mañana, que nadie os arrebate la convicción de que mañana es lo que viene después de hoy, y el hoy nunca fue eterno. Y mañana no es de nadie.

Ayudaos. No dejéis que ellos os ayuden.

Ayudaos.

domingo, 29 de agosto de 2021

👉 LAS SINRAZONES DE LA RAZÓN Y DE LA FE DE NIETZSCHE 👈


LAS SINRAZONES DE LA RAZÓN Y DE LA FE  DE NIETZSCHE


Son falsas dichas frases: "El mayor enemigo de la verdad no es la mentira, sino la convicción". "Fe es el deseo de no saber lo que es verdadero". F. Nietzsche

"Lo que el hombre ha perdido en el siglo XX no es la Fe, sino la razón". 
G.K. Chesterton

En la última obra de Nietzsche, "La voluntad de poder", la ausencia de un propósito o meta parece demoníaca y refleja el carácter demoníaco de la mente moderna. Sin un Dios, un Cielo, una Verdad y una Bondad absolutas a que aspirar, el sentido de la vida se convierte simplemente en "la voluntad de poder". El poder se convierte en su propia meta, no en un medio. La vida es como una burbuja, vacía por dentro y por fuera, pero su significado es la autoafirmación, el egotismo, explotar la burbuja y expandir el yo sin sentido en un vacío sin sentido. "Sólo la voluntad" es el consejo de Nietzsche. No importa cuál es tu voluntad ni por qué.
Ahora estamos en condiciones de entender por qué Nietzsche es un pensador de crucial importancia, no a pesar de su demencia, sino debido a ella. Nadie en la historia, excepto el Marqués de Sade posiblemente, ha formulado de una manera tan clara, franca y coherente la alternativa completa al cristianismo.
Las sociedades y filosofías precristianas (o sea las paganas) fueron como vírgenes. Las sociedades y filosofías poscristianas (o sea las modernas) son como divorciadas. Nietzsche no es precristianismo pagano, sino el esencial poscristianismo y anticristianismo modernos. Veía a Cristo precisamente como su principal enemigo y rival. El espíritu del anticristo nunca recibió una formulación tan completa. Nietzsche no sólo fue el filósofo favorito de la Alemania nazi, sino que también es el filósofo favorito del infierno.

Podemos agradecer la estupidez que cometió Satanás al "desenmascararse" en este hombre. Como el nazismo, Nietzsche puede hacernos asustar y ayudarnos a salvar a nuestra civilización e incluso a nuestras almas, apartándolas aterrorizadas antes de que sea demasiado tarde.

sábado, 28 de agosto de 2021

PELÍCULA "EL SECRETO DE VIVIR" DE FRANK CAPRA, 1936 🎬💕🎬


El Secreto de Vivir. 
Frank Capra, 1936
Trabajan tan duro para vivir que olvidan cómo vivir. Anoche, después de dejarte, estaba caminando y mirando los altos edificios, y me puse a pensar en lo que dijo Henry David Thoreau: "Mientras que la civilización ha ido mejorando nuestras casas, pero no han mejorado igualmente a los hombres que han de habitar en ellos. Ha creado palacios, pero se olvidó de crear nobles y caballeros...". Me quedo con mi pueblecito de Ohio.
Louise "Babe" Bennett: [Llevando al Sr. Deeds a ver la tumba de Grant] Para la mayoría de la gente, es una tremenda decepción... Para la mayoría de la gente, es un fracaso.
Longfellow Deeds: Bueno, eso depende de lo que vean.
Louise "Babe" Bennett: ¿Qué ves ahora?
Longfellow Deeds: ¿Yo? Oh, veo a un pequeño granjero de Ohio convirtiéndose en un gran soldado. Veo a miles de hombres marchando. Veo al general Lee rindiéndose con el corazón roto. Y puedo ver el comienzo de una nueva nación, como dijo Abraham Lincoln. Y puedo ver a ese chico de Ohio tomando posesión como presidente. Cosas así solo pueden suceder en un país como Estados Unidos.

Frank Capra. Su nombre es sinónimo de maestro del cine. Del cine de toda la vida, de cine muy americano pero muy universal, y de películas que, aunque estén hechas en otra época, resultan tremendamente actuales. Guiones chispeantes, comedia, drama y tragedia ensamblados de forma magistral, y un profundo sentido cristiano de la realidad. Ahí es donde reside el verdadero valor de esta cinta, cuyo título inglés no tiene nada que ver con lo que le pusieron aquí. Se titula en realidad “Mr. Deeds goes to town” (El Señor va a la ciudad), y, en el fondo, es una revisión de aquel cuento del ratón de campo y el ratón de ciudad, pero con una trama de fondo que toca puntos esenciales para el director: la humildad, la autenticidad, la misericordia, la justicia social y una crítica mordaz al capitalismo salvaje y a la modernidad inhumana. Temas que se repiten en “Qué bello es vivir”, “Vive como quieras”, “Caballero sin espada” o “Un gángster para un milagro”. Por supuesto, todas con el Evangelio como fondo, y ninguna con ese típico formato pío del cine “oficialmente católico”, que normalmente, y por desgracia, carece de suficiente calidad artística. Con 

El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town) es una comedia cinematográfica de 1936 basada en el cuento de 1935 de Clarence Budington Kelland (1881 - 1964) Opera Hat (Scattergood Baines), publicado por entregas en el periódico The Saturday Evening Post. 
La película fue dirigida por Frank Capra y contó con Gary Cooper y Jean Arthur en sus primeros papeles principales. El guion fue escrito por el propio Kelland y por Robert Riskin (1897 - 1955) en su quinta colaboración con Capra.
Frank Capra ocurre todo lo contrario: varias de las películas nombradas están entre las mejores de la historia del cine. Lo que cuenta. El multimillonario Marcus W. Semple ha muerto en un accidente de coche. Ha dejado todo su dinero, veinte millones de dólares, a Longfellow Deeds, un hombre joven que vive en Mandrake Falls, un pequeño pueblo. Es una persona sencilla que toca la tuba en la orquesta municipal y escribe poemas para postales. Viaja a la ciudad para hacerse cargo de la fortuna, preguntándose para qué le ha dejado su tío tanto dinero, si él no lo necesita. En Nueva York, todos, comenzando por los abogados del difunto Semple, quieren aprovecharse de él, creyendo que es un cateto estúpido. Pero pronto comienza a mostrar que es un personaje muy peligroso para todos los buitres de la alta sociedad…

Los valores. Hay que tener en cuenta que justo en mitad de la película se produce un quiebro de guión que cambia la perspectiva de lo que ocurre en la primera mitad, y que su profundo americanismo tradicional es, al mismo tiempo, una honda crítica al “american way of life” urbano, liberal y de clase alta. También influye mucho en la cinta la crisis social de la época, que se muestra con claridad.
La primera reflexión que plantea es el sentido del dinero. Desde la primera conversación, en la que los abogados de Cedar, Cedar, Cedar & Budington (“Supongo que Mr. Budington tiene que sentirse muy solo”, responde Deeds al leer la tarjeta) y Mr. Cobbs, que ha estado ayudando a Semple a manejar sus asuntos, y se ofrece a ayudarlo a él, se muestran dos mundos opuestos: el dinero como un dios al que se rinde culto, o como algo que se debe emplear para el bien: él quiere repartir la riqueza recibida desde el principio, pero no sabe con quién.

También está la justicia social como otro valor remarcable. Su conversación con los miembros de la ópera, con los abogados, con la supuesta novia de su tío que quiere extorsionarlo, con los sirvientes de la mansión o con el granjero que le echa en cara su estilo de vida son una muestra excelente de una visión de la justicia social que pone patas arriba las claves del capitalismo salvaje.
La amistad es también otro de los puntos para la reflexión. Cuando Lonfellow está abandonando su pueblo en el tren, reconoce que tiene muchos amigos, y no por su dinero. En la ciudad todo se le complica, porque la autenticidad deja paso a los juegos de poder. La periodista Babe Bennet, que se hace pasar por una desempleada pobre para poder hacerle un reportaje sin que se entere, llega a esta conclusión: “es una persona fresca, sencilla, abierta, muy bondadosa. A nosotros nos parece un freak, porque nos hemos vuelto unos listillos: estamos embarcados en una loca competición para nada”.

La crítica a las clases altas urbanas y modernas es demoledora. Todos reciben palos: poetas famosos, abogados de renombre, psiquiatras con ínfulas, culturetas de tres al cuarto, periodistas sin escrúpulos… Una gran crítica, que se puede resumir en dos frases: “La gente aquí es extraña. Trabaja para vivir, y se olvida de vivir”, y una cita de Thoureau: “La gente ha construido grandes palacios, pero se ha olvidado de crear a los caballeros que deben habitarlos”.
También es importante un hecho que sucede a lo largo de la trama: todo aquel que se relaciona con Deeds, una persona buena, se va transformando. Babe Bennet, la periodista, es el ejemplo más claro, pero también están su jefe del periódico, los servidores de la mansión o Mr. Cobbs. La bondad hace sufrir, pero transforma la sociedad.

La estructura económica injusta de la sociedad capitalista es otro de los temas centrales, sobre todo en la segunda parte de la película. Es algo muy común en Frank Capra. Como ejemplo, esta es la razón que da Longfellow Deeds al querer repartir su dinero dando granjas para la autogestión entre las familias que están pasando más necesidad (hoy en día, esto sería igualmente revolucionario…): “Suponga que usted vive tranquilo en su pueblo, y le caen veinte millones. Suponga que ese dinero le está destrozando, que atrae a su alrededor un montón de buitres, que empieza a desconfiar de todo el mundo. Ese dinero es como una patata ardiendo en sus manos, y se debe desprender de él. ¿A quién hay que ayudar: al que no lo necesita, o al que está pasando hambre? ¿Al que tiene una barca y se ha cansado de remar, o al que está ahogándose a su lado?”.

Por último, el amor de verdad es otro valor importante. La declaración de Deeds a Bennet, “Mary Dawson”, es emocionante por lo sencilla, graciosa y, al mismo tiempo, dramática.
Poco más que añadir. Es una de esas películas que hay que ver casi obligatoriamente y, simplemente, disfrutar. Con final feliz incluido, como suele pasar con Capra, pero con un camino que echa por tierra muchas cosas que hoy, como entonces, creemos inamovibles. Y todo desde la fe profunda de este bondadoso amante del cine, apasionado director, reconocido como uno de los mejores de todos los tiempos.

CON GARY COOPER Y JEAN ARTHUR. PELICULA COMPLETA.

He recorrido la tierra con un ritmo desesperado, 
buscando en vano un atisbo de ti. 
Entonces el cielo te arrojó a mis pies, 
un ángel encantador, demasiado hermoso para cortejar. 
Mi sueño ha sido respondido, 
pero mi vida es igual de sombría. 
Estoy esposado y sin palabras, 
en tu presencia divina. 
Porque mi corazón anhela gritar, si pudiera hablar. 
Te amo, mi ángel, sé mía, sé mía.


Mr. Deeds es una película cómica estrenada en 2002, dirigida por Steven Brill y protagonizada por Adam Sandler y Winona Ryder. Se trata de un remake de la película de 1936 El secreto de vivir, dirigida por Frank Capra.
Fue producida por Happy Madison y New Line Cinema y distribuida por Columbia Pictures.
 

viernes, 27 de agosto de 2021

LIBRO "ESO NO ESTABA EN MI LIBRO DE HISTORIA DEL BOXEO" por JORGE LERA 🏆


Eso no estaba en mi libro de 
historia del boxeo

El boxeo está repleto de historia e historias. Detrás de su aparente brutalidad se esconden una épica y unos códigos propios de la novela caballeresca, que han hecho posible que de las mayores rivalidades surgieran amistades imposibles.
¿Sabías que el campeón mundial del peso pesado, Gene Tunney, fue un intelectual y llegó a dar conferencias sobre Shakespeare en Yale? ¿Y que Nelson Mandela fue el mayor impulsor del boxeo surafricano? ¿Cómo fueron las relaciones de Max Schmeling con el régimen nazi? ¿En qué forma se infiltró la Mafia en el boxeo? El boxeo es el deporte más rico en historia y en historias. Detrás de su aparente brutalidad se esconden una épica y unos códigos propios de la novela caballeresca, que han hecho posible que de las mayores rivalidades surgieran las más sinceras amistades.
Durante más de un siglo, los personajes más populares del planeta fueron el presidente de los Estados Unidos de América, el papa y el campeón del mundo del peso pesado. Jack Johnson, Joe Louis o Muhammad Ali no solo destacaron como enormes boxeadores sino que transcendieron la esfera de lo deportivo para convertirse en personajes históricos que marcaron la sociedad de su época.
El campeonato mundial entre Jack Johnson y Jim Jeffries, en 1910, provocó los mayores disturbios raciales vividos en América hasta el asesinato de Martin Luther King. De igual modo, el combate por el título de peso pesado entre Joe Louis y Max Schmeling, simbolizó un choque de civilizaciones, antesala de la Segunda Guerra Mundial, con Hitler y Roosevelt pendientes del resultado. En este libro conoceremos la interrelación del Noble Arte con la sociedad y el influjo de sus campeones. Descubriremos curiosidades de figuras históricas como Daniel Mendoza, Bill Richmond, John L. Sullivan, George Dixon, Joe Gans, Jack Johnson, Benny Leonard, Primo Carnera, Max Baer, Max Schmeling, Joe Louis y otros grandes campeones. Pero, también, sabremos de otros personajes cruciales en la evolución del boxeo: de benefactores como el marqués de Queensberry o lord Lonsdale a gánsteres como Owney Madden o Frankie Carbo.

PRÓLOGO

¿Desde cuándo existe el boxeo? Desde el principio de los tiempos. Es junto al atletismo y la lucha uno de los deportes más antiguos. En sus formas primitivas y en su concepción más general de lu­cha con los puños y con reglas, es un deporte milenario que res­ponde a la naturaleza competitiva del ser humano. Es tan antiguo como la propia humanidad y forma parte integral de las más anti­ guas civilizaciones. Es imposible establecer cuáles fueron las pri­meras formas de combates reglados con los puños, pero allá donde se han encontrado restos arqueológicos habitualmente han aparecido representaciones de este tipo de competición. Desde al menos el tercer milenio antes de Cristo puede compro­barse su existencia y su relevancia. 

Los primeros vestigios que se conocen, en forma de relieves, pertenecen a la cultura sumeria, en lo que hoy es Iraq, considerada como la primera civilización del mundo. Vestigios también se han encontrado en las civilizaciones de Mesopotamia, Asiria y del Imperio hitita. Existen tam­bién relieves en Tebas, en Egipto, que datan de 1350 a. C. La pri­mera representación de un combate en el que se utilizan guantes es del año 1700 a. C. aproximadamente, el fresco de los jóvenes boxeadores de Akrotiri, en la isla de Thera, perteneciente a la civi­lización minoica de Creta, primera civilización europea de la Edad de Bronce. Otra de las evidencias más importantes se encuentra plasmada en Los boxeadores del ritón de Hagia Triada (1600- 1450 a. C.).

Boxeo hubo en Grecia y fue parte fundamental de los Juegos Olímpicos antiguos y sus campeones eran venerados como hé­roes por el pueblo. El pugilista de la Antigüedad clásica quedará plasmado a la perfección en una de las obras más bellas y realistas de la escultura helenística, el conocido como Boxeador en reposo o Boxeador del Quirinal o de las termas, de aproximadamente dos­ cientos años antes de Cristo, con los rasgos característicos del ve­terano profesional, con su nariz chata y las orejas de coliflor. Para­ lelamente, hay evidencias en diversas partes de África, donde el pueblo Hausa practicaba el Dambe, su forma autóctona. Según se va avanzando en el tiempo, especialmente en Grecia y Roma, em­pezaremos a encontrar vestigios de una competición mucho más sofisticada y definida y también de gimnasios o palestras que ya incluían elementos que a día de hoy se siguen utilizando, como sacos, guantes y protecciones de entrenamiento.

Fresco de Los boxeadores de Akrotiri, 
primera representación conocida de boxeo con guantes. 
Data de la Edad de Bronce, hacia 1700-1650 a. C.

En cualquier caso, no ahondaremos en estas formas primitivas puesto que no podemos trazar desde ellas una línea de continui­dad con el boxeo actual. Son formas ancestrales de boxeo inde­pendientes en el tiempo y el espacio y, en la mayoría de los casos, sin relación entre ellas. Para encontrar el punto de origen que nos lleva al boxeo que vivimos en el presente nos dirigiremos a la In­glaterra del siglo XVII. Allí, James Figg se erigirá como primer campeón, el que iniciará una larga dinastía que se prolongará de forma clara hasta bien entrado el siglo xx, hasta que la lamenta­ble proliferación de organismos empiece en gran parte a alterar y emborronar tan precioso legado. Eso sí, como veremos, la crea­ción de las reglas del marqués de Queensberry supondrá a finales del XIX un cambio drástico y una gran revolución. El cambio de reglamento marcará un antes y un después claramente diferenciables en el boxeo, pero sin dejar de ser el mismo deporte, con los mismos protagonistas y la misma comunidad. Para entendernos mejor, denominaremos «boxeo antiguo» a todas las manifestacio­nes ancestrales previas, «boxeo moderno» al que nace de la acade­mia de James Figg en Inglaterra y que transcurre en los siglos XVIII y XIX y «boxeo contemporáneo» al que surge tras la acepta­ción universal de las reglas del marqués de Queensberry y llega hasta la actualidad.


El púgil se convirtió en una cuestión nacional para Estados Unidos y hasta Jack London invocó, para derrotarlo, a “la gran esperanza blanca”

Jack Johnson, el «gigante de Galveston», uno ochenta y pico de estatura, manos como excavadoras y una pegada reservada para los hijos de los titanes. Aunque había nacido libre, provenía de una familia de esclavos y, como muchos antes de que él, encontró en el boxeo una adecuada escalera social para erigirse sobre la miseria de alrededor y escapar de la pobreza. Sonriente, provocador, chulesco, divertido, bohemio, pero de esos refinados y con gustos caros, Johnson, uno de esos hombres que quiso probar las mieles del Paraíso antes de alcanzar el cielo, deambuló por las ciudades y pueblos de Estados Unidos, aceptando combates de medio pelo y prestándose de sparring hasta que encontró un tipo que lo sentó en el suelo y le dejó con la mirada colgada del limbo (aunque jamás sería como Floyd Patterson, claro, que llegó a encontrar en las profundidades del KO la remansada paz que no encontraba en la realidad). El fulano aquel era judío, se llamaba Joe Choynski y, después de haberle enseñado el sabor de la derrota, le inculcó la técnica que le faltaba a un hombre que lo poseía todo para triunfar: envergadura, agilidad, reflejos, unos puños con la contundencia del cemento armado y un sentido del espectáculo que luego heredaría Ali.

A la luz de lo que sucedió después, está claro que Choynski desconocía lo que hacía. Acababa de darle munición al mismo Billy El niño. Johnson, con el acerado instinto de la competitividad a flor de piel y la inteligencia ajedrecística que requiere el cuadrilátero, asumió esas lecciones y puso en jaque a todo un imperio: el racismo blanco que regía su país. Comenzaba una biografía digna para un mito, trufado de épicas y de duelos, de excesos y arrepentimientos que lo conducirían en un peculiar exilio/huida hasta la Barcelona de 1916, donde disputaría una pantomima de combate con un supuesto sobrino de Oscar Wilde: Arthur Cravan, al que tumbó en el cuarto asalto y casi antes de que él rompiera a sudar (dos años después, su rival se lanzaría a navegar por el Golfo de México, y hasta hoy: no se ha vuelto a saber de él). Es en la Ciudad Condal donde Denise Duncan lo sitúa con su obra «El combate del siglo», una pieza teatral que se representará a partir del 28 de abril en el Teatro Valle-Inclán, donde relata sus logros, pero que también enfrenta al púgil a sus propios temores y fantasmas, igual que ya sucedió con un éxito anterior, «Urtain», que catapultó a la fama al actor Roberto Álamo. Pero la oportunidad de esta historia excede el boxeo, sobre todo, al tenor de los altercados raciales que estremecen en estos momentos al llamado país de las oportunidades.

El boxeo fue el primer deporte que permitió competidores de color entre sus filas, como prueba ya la temprana presencia de campeones negros en el siglo XIX y que disfrutaron en su tiempo de la popularidad reservada hoy para los jugadores de fútbol. La afroamericanos jamás tuvieron el ring cerrado. Se ve que los actos de valentía abolen las barreras xenófobas. Al contrario que el resto de los deportes (o sea, todos los demás), un negro podía alcanzar en el pugilismo el título mundial. Pero había una raya que nadie podía traspasar: la categoría de los pesos pesados. Ese era un reino prohibido, reservado solo para los blancos, como explica Jorge Lera, excelentemente bien, en un gran libro, «Historia del boxeo» (Almuzara), que a todos los que les interese este asunto, y otros muchos del ring, deberían leer.

El problema es que a Johnson le gustaba la pasta, le molaban los trajes bien cortados y el alcohol de calidad, una tendencia común entre muchos héroes de la lona, y decidió romper la baraja por en medio. Aprovechó un patrocinio para dejar secándose al sol, igual que a un bacalao, al supuesto campeón de los blanquitos, Tom Burns, del que pocos ya guardan recuerdo, y se proclamó campeón. Tal cual. El sur de EE UU, ese lugar donde todos los hombres son iguales menos los de color, sintió un escalofrío. Entonces es cuando Jack London, al que todos hemos admirado por sus relatos y novelas, quedó en evidencia y se vio de qué pie cojeaba su conciencia con su célebre llamada a «la gran esperanza blanca» y ese texto titulado «El combate del siglo». No todos los escritores, por mucho que los admiremos, tienen que resultar ejemplares.

Las oraciones del novelista tomaron cuerpo en un viejo peleador ya retirado que debía tener las mismas ganas de regresar al cuadrilátero de que le cortara la cabellera un Sioux. Se llamaba Jim Jeffries, estaba entregado a la descansada vida que supone el retiro y gozaba del saludable sobrepeso de los deportistas que lo han logrado todo, incluso sobrevivir a la Prensa. No fue el orgullo, ni la defensa de la nación blanca, ni una cuestión de honor, ni tampoco un prurito de clase lo que lo sacó de su cabaña. Lo que hizo que se anudara los guantes de nuevo fue el dinero, la guita (esto tampoco ha cambiado con los años). El enfrentamiento, más que un combate, fue un baile de Jack Johnson, que se permitió algunas monerías (la psicología en el ring no es ninguna broma) y que acabaría derribando a su oponente varias veces hasta que todos se convencieron de que Jeffries, aunque se mantuviera en pie, hacía tiempo que besaba la lona.

Esa victoria resultó imperdonable para el público. Desencadenó, como ya es conocido, disturbios por EE. UU., pero estaba protagonizados por los blancos, o sea, los descendientes de los elegantes caballeros de «Lo que el viento se llevó». Jack Johnson, que disfrutaba de un sentido del placer que pasaba por la provocación, se paseaba trajeado, dibujaba una sonrisa en el rostro de las mujeres blancas con las que se acostaba y abría negocios. Las autoridades, como sucede con la gente de medianías, no le perdonaron el insulto que suponía su título ni esa vidorra de excesos (se desconoce qué les irritaba más). Así que tomaron un atajo y, como nadie lo vencía, le acusaron injustamente de un delito y le invitaron a pasar una temporada a la sombra. Johnson, antes de pasar por penitenciaría, tomó las de Villadiego y se fugó a Europa. Empezaba de esta manera un exilio que acabaría siendo penoso. Una pendiente que le conduciría por nuestro país y que lo devolvería exhausto al suyo, ya agotado, más deteriorado que una estatua griega, pero eso sí, con su sempiterna sonrisa de dientes de oro. Fallecería en un accidente de tráfico en 1946. Así que al final murió como en realidad vivió: a toda velocidad.

Epilogo:
¿se está muriendo el boxeo?

En una entrevista en 1972, a l excampeón mundial del semipe­sado Archie Moore, uno de los más grandes boxeadores de la historia, le preguntaron si el boxeo se estaba muriendo. Moore, un filósofo del ring y de la vida, con su particular ironía respondió: «Sí, eso debe de ser. Ya me dijeron que se estaba muriendo cuando comencé como profesional en 1936. Creo que el boxeo lleva muriéndose desde el principio de los tiempos. Así que me imagino que todavía sigue muriéndose». El viejo sabio tenía ra­zón, lo de la muerte del boxeo es algo que se viene profetizan­do prácticamente desde sus comienzos, siglos atrás, pero ahí si­gue por mucho que digan algunos agoreros. Y todo ello a pesar de que el boxeo es el deporte peor estructurado y organizado y de que nunca tuvo un mando único o un único organismo que diera validez y legitimara los títulos. Desde James Figg, a principios del siglo XVIII, el reconocimiento de los campeones procedía del prestigio, la tradición y la aclamación popular. El campeón es quien derrota al campeón; el hombre que gana al hombre que ganó al hombre... Había en ocasiones diferencia de pareceres y podían surgir dos o más pretendientes al trono, especialmente después de que algún campeón se retirara corno tal sin perder su título. Pero habitualmente el boxeo se autorre­gulaba y el público exigía el enfrentamiento entre los distintos aspirantes para determinar quién era el auténtico campeón. El proceso solía ser custodiado por algún medio que ejercía su autoridad moral al respecto. Pero siempre bajo la supervisión so­berana del aficionado, del pueblo. Durante años. esa autoridad la ejerció The Police Gazette, pero cuando se desvió del cometi­do, como cuando quiso reconocer unilateralmente como cam­peón a Jake Kiltrain, al que fabricaron un cinturón especial de campeón. el pueblo se rebeló porque entendía que el campeón auténtico era John L. Sullivan y con una suscripción popular le regalaron un cinturón todavía más valioso, como vimos en el capítulo tercero. En cualquier caso, Sullivan y Kilrain se aca­barían enfrentando, como no podía ser de otra manera, y el triunfo del Stongboy de Boston dejó zanjada la polémica. Si solo existe un mundo, solo puede haber un campeón mundial.

En los años veinte, la Ley Walker supuso la legalización de­finitiva del boxeo y la creación de las comisiones atléticas que en cada estado velarían por el buen funcionamiento del boxeo. La estructura federal de Estados Unidos impidió la creación de un organismo único a nivel nacional que dirigiera el boxeo y ahí empezarían gran parte de los problemas que aún padece­mos. Cada estado tenía una comisión y cada una veía las cosas a su manera, aunque tampoco esto influía en gran medida en el reconocimiento generalizado de la mayoría de campeones. En 1921 se creó la National Boxing Association (NBA) con la inten­ción de asemejarse a un organismo nacional que regulara el boxeo. El principal problema radicaba en que Nueva York, capital mundial del boxeo, su comisión atlética (NYSAC), no estaban dispuestos a que su voto valiese lo mismo que el de otros estados en los que apenas había actividad pugilística. En un principio, ni Nueva York, ni California, ni Nevada, los tres principales estados en lo que a boxeo se refería, estaban dentro. Antes, en 1913, en Europa se creó la lnternational Boxing Union, con el mismo ob­jetivo y que años más tarde contó con el apoyo, aunque no espe­cialmente decidido ni entusiasta, de la Comisión de Nueva York. La NBA no nombraba oficiales y tan solo cobraba un simbólico dólar por campeonato. No tenia realmente mucha fuerza ejecutiva y lo normal es que tanto la NBA corno la NYSAC reconocieran a los mismos campeones. Cuando no, generalmente se hacía un combate entre los dos pretendientes. En realidad. como en su día fue The Police Gazette, a partir de su fundación en 1922, la revista The Ring, con su fundador y director Nat Fleischer, se erigió como la voz de la autoridad. En 1924 empezaron a elaborar listas, a reconocer campeones y a entregarles sus prestigiosos cinturones. El liderazgo moral de The Ring junto a la poca capaci­dad ejecutiva de la NBA y que la comisión de Nueva York solía regirse con criterios serios y desinteresados facilitaron un cierto orden en el boxeo mundial hasta bien entrados los setenta, en los que los errores de The Ring, ya sin Nat Fleischer, y la conso­lidación de los primeros organismos internacionales fue el ger­men del caótico desorden que ensombrece hace años este noble deporte. 

En 1981, la prestigiosa revista Sports Ilustrated publicó un profundo trabajo de investigación sobre los dos principales organismos sancionadores del boxeo que operaban en ese mo­mento, en el que reflejaba lo que todo el mundo en realidad ya sabía: arbitrariedades, clasificaciones parciales, tráfico de in­ fluencia, todo rayano en la corrupción. Por si no tuviera suficien­te, a los dos organismos nacidos en los sesenta, se unieron otros dos en los ochenta que al final acabaron también por consolidar­ se y que actuaban bajo parámetros similares. Un caos, un desor­den que se ha ido disparando con los años, con multiplicación de títulos, organismos y divisiones hasta llegar a la situación ac­tual en la que el término «campeón mundial» está absolutamen­te desvirtuado. Si en su día había un solo campeón en 8 categorías clásicas, hoy existen 4 organismos internacionales con 17 divisiones. Es decir, de 8 campeones mundiales, 8 figuras inter­nacionalmente reconocidas, se pasó con la multiplicación de tí­tulos y divisiones a 68. Desde 1892 a 1980, casi un siglo, solamente 4 boxeadores consiguieron proclamarse campeones del mundo en 3 divisiones: los inmortales Bob Fitzsimmons, Barney Ross, Tony Canzoneri y Henry Armstrong. Incluso los títulos en el peso superligero de Ross y Canzoneri no tenían un recono­cimiento universal. Desde 1980 hasta 2020, menos de la mitad de años, se sumarían 47 nuevos casos. Lo que en su día era una gesta insólita solo al alcance de los más grandes, ahora, con tanto título, se puede conseguir con relativa facilidad. En los últi­mos años, además, cada organismo ha ido incorporando más campeones en una misma división: regulares, interinos, super­ campeón, franquicia, diamante, gold... 

La imaginación es ilimi­tada y con cada uno de estos engendros se ha ido devaluando cada vez más el concepto de campeón y se ha incrementado la confusión y el caos. La voracidad financiera de estos organis­mos y su propio afán de autoperpetuar se es el principal  proble­ma del boxeo actual. Y aun así. el boxeo sobrevive y cuando se enfrentan sus máximas figuras, aquellas que no necesitan siglas para ser reconocidas por el público, como ocurrió cuando Floyd Mayweather se  enfrentó a Manny Pacquiao, el mundo se detiene y se baten todos los récords económicos. Nadie sabía muy bien qué títulos había en juego, ni que siglas lo sancionaban, pero todo el mundo sabía que eran los mejores, como en los viejos tiempos. Hubo un tiempo en que los títulos daban prestigio al boxeador. Ahora son los mejores boxeadores los que dan presti­gio al título. Eso sí, lo que ocurre en el boxeo ya no tiene tanta importancia como lo tuvo en sus épocas doradas por culpa de todos estos. Quizá le sorprenda al lector que, en este libro, que está llegando a su fin, en ningún de sus páginas aparece nin­guna de las malévolas combinaciones de tres letras que usur­paron y pisotearon el concepto de campeón. Está hecho a pro­pósito. Pero el boxeo es tan grande que ni todas estas patrañas logran acabar con él. Le dejan muy tocado, eso sí, y lo debilitan. Cualquiera sería capaz de recitar por orden todos los campeo­nes mundiales del peso pesado hasta que los organismos internacionales entraron en acción  y lo hicieron  ya imposible. Pero, aun así, como ya ocurría cuando Tom Cribb se enfrentó a Tom Molineaux en 1810, cada vez que se encierran en un ring los me­jores púgiles, el planeta se detiene y todo el mundo quiere ver­lo. 

Cuando, a finales de los setenta, la figura de Muhammad Ali se iba  desvaneciendo se acercaba  a su  retirada, los agoreros, no sin su parte de lógica, vaticinaban de nuevo la muerte del boxeo.  La figura de Ali  era demasiado grande como para que el boxeo pudiera sobrevivir sin ella. El hueco que dejó El Más Grande parecía irrecuperable, pero entonces surgió  una nueva figura, recién  coronado como campeón olímpico en  los juegos de 1976, Sugar Ray Leonard, que con su personalidad y su exquisito boxeo se encargó de tirar del carro y protagonizar memora­bles combates con otros tres ases como Roberto Durán, Thomas Hearns y Marvin  Hagler, enfrentamientos que batieron  todos los récords económicos. Después vendría Mike Tyson, Óscar de La Hoya, Floyd Mayweather y Manny Pacquiao. Como antes lo fueron Jack Dempsey o Joe Louis, el boxeo siempre  encuentra un moneymaker, un generador de dinero, un buque insignia que lidera cada generación. Y así seguirá siendo.

Lo que hace mágico al boxeo es que detrás de cada combate hay una historia, y conocerla significa ver ese combate  desde  otra dimensión. Entender  por  qué y cómo  han   llegado  hasta ahí.  Lo que han sufrido, lo que han trabajado, todo por lo que han pasado. El boxeo es el deporte más rico en historia y en historias, fuente inagotable de sueños. con sus dosis de tragedia griega, con sus conflictos, con sus riesgos, sus dramas y con sus códigos. Y a día de hoy, en pleno siglo XXI, sigue brindando oportunidades a  todo aquel que tenga los arrestos necesarios para dedicarse a una de las
profesiones más duras que se conoce. Ocurrió ya en siglos anteriores con John  Guly, con el judío  Mendoza o con d negro Richmond y así ha seguido hasta hoy. A principios de los años treinta, Tony Zale era un joven de origen polaco,  huérfano  de  padre, que de niño tenía que dejarse la salud en  las minas de acero  en  Gary, Indiana. Odiaba la mina y el infernal aire que allí se respiraba. Un sábado, cuando tenía 15 años, acompañó a su hermano a un gim­nasio de boxeo. Era la primera vez que veía uno. El gimnasio era muy humilde, estaba viejo, pero tenía algo especial: "Comparado con la mina, el olor a sudor que impregnaba los sacos y el ring eran para mí como Chanel número 5. Supe que en esas cuerdas, la lona y los sacos iba a estar mi salida». Tony Zale fue campeón mundial del peso medio y protagonizó con Rocky Graziano tres combates que aún  se recuerdan.  Combatió en la Segunda Guerra  Mundial en la US Navy y cuando se retiró, dedicó su vida en enseñar el Noble Arte a los más jóvenes y a transmitirles sus valores. La magia de los gimnasios... 

La  misma  que hechizó a los hermanos Ruelas, Gabriel y Rafael, dos niños mexicanos que emigraron con su fa­milia a California. Los dos, con la ingenua intención de ayudar a sus padres, salían todos los días a patear las calles para vender caramelos. Un día Gabriel, que tenía 12 años, entró en un llamativo edificio para intentar vender alguna golosina. Era el gimnasio que tenían los hermanos Joe y Dan Goosen en Los Ángeles. Se quedó embelesado. "¿Puedo hablar con el entrenador?". Joe Goosen estaba dispuesto a echarlo, tan solo se dedicaba a profesionales, no trabajaba con principiantes ni amateurs y no  tenía tiempo para perderlo con un niño. Pero uno de los profesio­nales, Alonzo Strongbow, se adelantó: «Entrenador, no le eches, ¿has visto esos ojos?». Goosen, de mala gana, accedió a darle una oportunidad. pero no sin antes advertirle que quería toda su de­dicación y que no faltara ni un solo día al gimnasio. Pocos días después se presentó con su hermano Rafael: «Señor, él también quiere ser boxeador», le dijo a un absorto Goosen. ¿Pero ¿cuán­tos años tiene? ¡Si no es más que un crío enclenque y malnutrido!», ex­clamó el entrenador. Pero, de nuevo, había algo en esas miradas que le hicieron saltarse sus propias normas y darles una oportuni­dad. Tal y como habían prometido, no faltaron jamás a entrenar. Años más tarde, en 1994, Rafael se proclamó campeón mundial del peso ligero y Gabriel en el superpluma. 

La historia del boxeo está llena de casos así. Hoy las condiciones de vida han cambia­do en gran parte. Tampoco tiene que ser siempre la necesidad la que hace al campeón, aunque ayude. Los habrá también de fami­lia acomodada, estudiantes, amateurs, los que lo practiquen única­mente para mantenerse en forma... Pero un deporte milenario, que nació con la propia civilización y que se ha mantenido has­ta nuestros días, jamás desaparecerá. Podrá transformarse, como la materia, pero siempre habrá jóvenes deportistas, bien entrena­dos y cuidados, dispuestos a subir a un ring y dedicar su vida a un deporte en el que la inteligencia, la destreza, la maestría y la téc­nica se imponen siempre a la fuerza bruta. Un deporte que, por su carga simbólica, por su fuerza icónica, por su belleza, que en­cierra un drama pero con los códigos de una novela caballeresca, siempre atraerá, servirá de inspiración, fascinará, y enganchará a las personalidades más sensibles y artísticas. La incorporación generalizada y normalizada de la mujer a la competición del boxeo ha supuesto también un gran impulso a todos los niveles. En la ac­tualidad, los países más avanzados siguen teniendo una importantísima actividad y la industria boxística sigue moviendo ingentes cantidades de dinero en Reino Unido, Alemania, Japón o Estados Unidos. El boxeador, para el resto de mortales, es mucho más que un deportista. Es un héroe, como lo eran hace tres mil años Epeo y Euríalo en la Ilíada.
Y los héroes jamás pasan de moda. 



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Entrevistamos a Jorge Lera