EL Rincón de Yanka: LIBRO

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miércoles, 10 de septiembre de 2025

LIBRO "LOS CUATRO REYES DE LA BARAJA" por FRANCISCO HERRERA LUQUE 🃏🃏🃏🃏


LOS CUATRO REYES 
DE LA BARAJA

Francisco Herrera Luque


En esta obra Francisco Herrera Luque recrea, a través de la crónica novelada de la gestación, configuración y consolidación de la nación venezolana, la vida del dictador Antonio Guzmán Blanco, uno de "Los Cuatro Reyes de la Baraja" que mayor influencia ejercieron en la creación de la Venezuela actual. Estructurada en tres partes, la novela presenta una aguda crítica de los males comunes a otras muchas naciones hispanoamericanas: 
la incapacidad para asumir su esencia mestiza, la fascinación degradante por Europa -especialmente Francia-, el desprecio por las libertades, la falta de respeto por el adversario y el culto fanático por el amiguismo.

Los cuatro reyes de la baraja es la narrativa historiada y fabulada del uso y abuso del poder. Su figura central es Antonio Guzmán Blanco, quien se nos presenta como el arquetipo de la deformación a favor de intereses ególatras en sus diversas facetas: 
duplicidad del discurso, autocracia, favoritismo, corrupción, envilecimiento, eliminación física del adversario y la eclosión de presidentes títeres, cuyos hilos son manejados en la trastienda de la mala conciencia. 
A lo largo de la obra, el autor hace referencias a tres figuras paradigmáticas de la política venezolana-los otros reyes de la baraja: 
Páez, Gómez y Betancourt-, estimulando al lector a indagar en las anomalías del pasado patrio y a percibir que el porvenir de la democracia consiste en abolir círculos viciosos y viciados, trascendiéndolos mediante la lectura analítica de nuestra historia y el lúcido ejercicio del bien común por encima de los intereses personales. 
Francisco Herrera Luque (1927-1991) ha logrado en esta creación una obra madurada, sin concesiones, resultado de su incesante investigación en múltiples campos. Formado como psiquiatra y apasionado de la historia, enfrenta un arduo desafío en este documento, piedra angular de discernimiento y convocatoria a la legitimación entre la verdad histórica y política. 
Los cuatro reyes de la baraja es un libro indispensable para penetrar las entrañas de la historia política venezolana.


En estas páginas revive a Antonio Guzmán Blanco, el hombre que dominó Venezuela en el siglo XIX, símbolo del poder absoluto, el discurso doble y la política como juego de intereses.
La historia se cuenta como si estuviéramos en una tertulia. Allí, un personaje llamado el Viejecito —que representa a la propia Venezuela— recuerda con picardía e ironía a esos cuatro reyes que han marcado nuestra historia: 
Páez, Guzmán Blanco, Gómez y Betancourt. Cuatro líderes muy distintos… pero con algo en común: el personalismo, el control del poder y la repetición de viejas mañas políticas.
Herrera Luque, con su estilo directo y mordaz, nos muestra cómo, a lo largo de más de un siglo, el país ha caído en el mismo juego: 
caudillos carismáticos que prometen cambios, pero terminan repitiendo la misma partida… y ganando siempre para ellos mismos.

VER+:



Los Cuatro Reyes de La Baraja (Herrera Luque, Francisco) (1) by iba13072010


martes, 9 de septiembre de 2025

LIBRO "LA LEY" por FRÉDÉRIC BASTIAT

 LA  LEY

FRÉDÉRIC BASTIAT


"Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir". F.B.
"Yo, lo confieso, soy de los que piensan que la capacidad de elección y el impulso deben venir de abajo, no de arriba, y de los ciudadanos, no del legislador. La doctrina contraria me parece que conduce al aniquilamiento de la libertad y de la dignidad humanas". F.B.
Frédéric Bastiat (1801 - 1850) nació en Bayonne, en el sur de Francia. Tal vez no ha existido un escritor más hábil para articular el pensamiento económico y para exponer los mitos que plagan el debate político que Bastiat. Durante su corta vida, escribió ensayos clásicos como "La ley" y "Lo que se ve y lo que no se ve". Poseía una notable capacidad de desarmar los sofismas del proteccionismo, el socialismo y otras ideologías propias del Estado interventor y solía hacerlo con una impresionante claridad e ingenio.
El ensayo famoso de Bastiat “La ley” muestra sus talentos como un activista a favor del libre mercado. Allí explica que la ley, lejos de ser el instrumento que permitió al Estado proteger los derechos y la propiedad de los individuos, se había convertido en el medio para lo que denominó “expoliación” o “saqueo”. De su ensayo “El Estado”, en el cual Bastiat argumenta en contra del socialismo, viene tal vez su cita más conocida: “El Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás”.

¡La ley pervertida! ¡La ley —y con ella todas las fuerzas colectivas de la nación—, la ley, digo, no sólo desviada de su fin, sino aplicada a perseguir un fin directamente contrario al que le es propio! ¡La ley convertida en instrumento de todas las codicias en lugar de ser su freno! ¡La ley que perpetra por sí misma la iniquidad que tenía por misión castigar! Si realmente es así, se trata sin duda de un hecho grave, sobre el cual se me permitirá que llame la atención de mis conciudadanos.

Hemos recibido de Dios el don que los encierra a todos, la vida: la vida física, intelectual y moral. Pero la vida no se sostiene por sí misma. Quien nos la dio nos dejó el cuidado de mantenerla, desarrollarla y perfeccionarla.
Para ello nos ha dotado de un conjunto de facultades maravillosas; nos ha sumergido en un medio de elementos diversos. Mediante la aplicación de nuestras facultades a estos elementos se realiza el fenómeno de la asimilación, de la apropiación, por el que la vida recorre el círculo que le ha sido asignado.
Existencia, facultades, asimilación —en otros términos, personalidad, libertad, propiedad—, tal es el hombre. De estas tres cosas puede decirse, al margen de toda sutileza demagógica, que son anteriores y superiores a toda legislación humana. La personalidad, la libertad y la propiedad no existen porque los hombres hayan proclamado las leyes, sino que, por el contrario, los hombres promulgan leyes porque la personalidad, la libertad y la propiedad existen.

¿Qué es, pues, la ley? Como he dicho en otra parte, la ley es la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa.
Cada uno de nosotros recibe ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, puesto que estos son los tres elementos que constituyen y conservan la vida, elementos que se complementan entre sí y que no pueden comprenderse aisladamente. Pues ¿qué son nuestras facultades sino una prolongación de nuestra personalidad, y qué es la propiedad sino una prolongación de nuestras facultades?
Si cada hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen derecho a ponerse de acuerdo, a entenderse, a organizar una fuerza común para atender eficazmente a esta defensa.

El derecho colectivo tiene, pues, en principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual, y la fuerza común no puede tener racionalmente otro fin, otra misión, que las fuerzas aisladas a las que sustituye.
Así como la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases.

Esta perversión de la fuerza, tanto en un caso como en otro, estaría en contradicción con nuestras premisas. ¿Quién osará decir que la fuerza se nos ha dado, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no puede decirse de cada fuerza individual, que actúa aisladamente, ¿cómo podría afirmarse de la fuerza colectiva, que no es sino la unión organizada de las fuerzas aisladas?
Así pues, si hay algo evidente es esto: la ley es la organización del derecho natural de legítima defensa; es la sustitución de las fuerzas individuales por la fuerza colectiva, para actuar en el ámbito en que aquéllas tienen derecho a actuar, para hacer lo que las fuerzas individuales tienen derecho a hacer, para garantizar las personas, las libertades y las propiedades, para mantener a cada uno en su derecho, para hacer reinar entre todos la justicia.

Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, creo que en él prevalecería el orden tanto en los hechos como en las ideas. Creo que este pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, menos sentido, menos responsable, el más justo, y por consiguiente el más sólido que pueda imaginarse, sea cual fuere su forma política.
Porque, bajo un tal régimen, cada uno comprendería que tiene toda la plenitud, así como toda la responsabilidad, de su propia existencia. Dado que la persona sería respetada, que el trabajo sería libre y los frutos del trabajo estarían garantizados contra todo atentado injusto, nada habría que arreglar con el Estado. En caso de ser felices, en modo alguno tendríamos que agradecerle nuestra suerte; pero en caso de que fuéramos desgraciados, tampoco tendríamos que echarle la culpa de nuestras desgracias, del mismo modo que los campesinos no le hacen responsable del granizo o de las heladas. Sólo le conoceríamos por la inestimable ventaja de la seguridad.

Puede afirmarse también que, gracias a la inhibición del Estado en lo que respecta a los asuntos privados, las necesidades y las satisfacciones se desarrollarían en el orden natural. No se vería a las familias pobres buscar la instrucción literaria antes de tener pan. No se vería que las ciudades se pueblan a costa del campo o el campo a costa de las ciudades. No se producirían esos grandes desplazamientos de capitales, del trabajo, de la población, provocados por medidas legislativas y que hacen tan inciertas y tan precarias las fuentes mismas de la existencia y que agravan, por lo tanto, en tan gran medida, la responsabilidad de los gobiernos.

Por desgracia, la ley no se ha limitado a cumplir la función que le corresponde, y cuando se ha apartado de esta función, no lo ha hecho en asuntos neutros y discutibles. Hizo algo peor: obró contra su propio fin, destruyó su propio fin; se dedicó a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo.

¿Cómo se ha perpetrado esta perversión de la ley? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?
La ley se ha pervertido bajo la influencia de dos causas muy distintas: el egoísmo obtuso y la falsa filantropía.

Hablemos de la primera.

Conservarse, desarrollarse, es la aspiración común a todos los hombres, de tal forma que si cada uno gozara de la libre disposición de sus productos, el proceso social sería incesante, ininterrumpido e infalible.
Pero hay otra disposición que también les es común: vivir y desarrollarse, cuando pueden, a costa unos de otros. No es una imputación aventurada, lanzada por un espíritu malhumorado y pesimista. La historia nos ofrece abundantes pruebas en las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios de los que los anales están llenos.
Esta funesta disposición brota de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que le impele hacia el bienestar y hace que evite el dolor.

El hombre no puede vivir y disfrutar sino por una asimilación, una apropiación continua; es decir, por una continua aplicación de sus facultades sobre las cosas, o por el trabajo. De ahí la propiedad.
Pero, de hecho, puede vivir y disfrutar asimilando, apropiándose del producto de las facultades de sus semejantes. De ahí la expoliación.
Ahora bien, como el trabajo es por sí mismo una carga y el hombre tiende naturalmente a evitar el dolor, se sigue —como lo demuestra la historia— que allí donde la expoliación es menos onerosa que el trabajo, prevalece la expoliación; y prevalece sin que ni la religión ni la moral puedan hacer nada, en este caso, para impedirlo.

¿Cuándo se detiene la expoliación? Cuando resulta más peligrosa que el trabajo.
Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación.
Pero lo normal es que la ley sea obra de un hombre o de una clase de hombres. Y como la ley no existe sin sanción, sin el apoyo de una fuerza preponderante, es lógico que, en definitiva, ponga esta fuerza en manos de los legisladores.
Este fenómeno inevitable, combinado con la funesta tendencia que hemos descubierto en el corazón del hombre, explica la perversión casi universal de la ley. Se comprende que, en lugar de ser un freno a la injusticia, se convierta a menudo en el instrumento más invencible de injusticia. Se comprende que, según el poder del legislador, destruya —en beneficio propio, y en grados diversos, en el de los demás hombres— la personalidad por la esclavitud, la libertad por la opresión, la propiedad por la expoliación.

Está en la naturaleza de los hombres reaccionar contra la iniquidad de que son víctimas. Así pues, cuando la expoliación está organizada por la ley, en beneficio de las clases que la hacen, todas las clases expoliadas tienden, por vías pacíficas o por vías revolucionarias, a participar de algún modo en la confección de las leyes. Estas clases, según el grado de ilustración a que han llegado, pueden proponerse dos fines muy distintos cuando persiguen por esta vía la conquista de sus derechos políticos: o bien quieren hacer que cese la expoliación legal, o bien aspiran a tomar parte de la misma.

¡Desdichadas, tres veces desdichadas las naciones en las que esta última actitud domina entre las masas, cuando se apoderan a su vez del poder legislativo!

Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia.
No podría someterse a la sociedad a un cambio mayor y a una mayor desgracia que convertir la ley en instrumento de expoliación.

¿Cuáles son las consecuencias de semejante perturbación? Se necesitarían varios volúmenes para exponerlas todas. Contentémonos con destacar las más notables.
La primera es que borra de las conciencias la noción de lo justo y lo injusto.
Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir.

Pertenece de tal modo a la naturaleza de la ley hacer reinar la justicia, que ley y justicia son la misma cosa en la conciencia popular. Todos tenemos una fuerte disposición a considerar todo lo que es legal como legítimo, hasta el punto de que son muchos los que, falsamente, hacen derivar toda justicia de la ley. Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio tienen sus defensores no sólo entre quienes se benefician de ellos, sino también entre quienes los padecen. Intentad avanzar ciertas dudas sobre la moralidad de estas instituciones, y se os dirá que sois un innovador peligroso, un utópico, un teórico, un denigrador de las leyes que quebranta el basamento en que se sustenta la sociedad. Si usted sigue un curso de moral o de economía política, se encontrará con multitud de cuerpos oficiales para transmitir al gobierno este ruego: Que, a partir de ahora, la ciencia se enseñe, no ya sólo desde el punto de vista del libre cambio (de la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sucedido hasta ahora, sino también y sobre todo desde el punto de vista de los hechos y de la legislación (contraria a la libertad, la propiedad y la justicia) que rige la industria francesa. Que en las cátedras públicas, financiadas por el Tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de atentar lo más mínimo contra el respeto debido a las leyes vigentes, etc.

De modo que si existe una ley que sanciona la esclavitud o el monopolio, la opresión o la expoliación bajo cualquier forma, no se podrá siquiera hablar de ello, porque ¿cómo hablar sin quebrantar el respeto que la ley inspira? Más aún, habrá que enseñar la moral y la economía política desde el punto de vista de esta ley, es decir, desde el supuesto de que esa ley es justa por el simple hecho de que es ley.
Otro efecto de esta deplorable perversión es que da a las pasiones y a las luchas políticas, y en general a la política propiamente dicha, una preponderancia exagerada. Podría probar esta proposición de mil maneras. Me limitaré, a modo de ejemplo, a relacionarla con el tema que recientemente ha ocupado a todos los espíritus: el sufragio universal.

Al margen de lo que de él piensen los seguidores de la escuela de Rousseau, que se considera muy avanzada (aunque yo entiendo que lleva veinte años de retraso), el sufragio universal (tomado el término en su acepción rigurosa) no es en absoluto uno de esos dogmas sagrados respecto a los cuales el examen y la duda misma constituyen un crimen.

Contra él pueden formularse graves objeciones.

Ante todo, la palabra «universal» oculta un burdo sofisma. Hay en Francia treinta y seis millones de habitantes. Para que el sufragio fuera realmente universal, habría que reconocer ese derecho a treinta y seis millones de electores. Ahora bien, en el sistema más generoso, sólo se les reconoce a nueve millones. Así pues, tres de cada cuatro personas quedan excluidas, y lo más grave es que es la otra cuarta parte la que les niega ese derecho. 
¿En qué principio se basa esta exclusión? En el principio de la incapacidad. Sufragio universal quiere decir: sufragio universal de los capaces. Pero cabe preguntarse: 
¿Quiénes son los capaces? La edad, el sexo, las condenas judiciales, ¿son los únicos signos que nos permiten reconocer la incapacidad?
Si se mira con atención, se observa enseguida el motivo por el que el derecho de voto descansa en la presunción de capacidad, y que a este respecto el sistema más generoso sólo difiere del más restringido por la apreciación de los signos que denotan esta capacidad, lo cual no constituye una diferencia de principio sino de grado.

Este motivo es que el elector no decide para sí mismo sino para todos. Si, como pretenden los republicanos de tendencia griega o romana, el derecho de voto se otorga con la vida, sería inicuo que los adultos impidieran votar a las mujeres y a los niños. ¿Por qué impedírselo? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué la incapacidad es un motivo de exclusión? Porque el elector no vota sólo para él, porque cada voto compromete y afecta a toda la comunidad; porque la comunidad tiene derecho a exigir ciertas garantías en cuanto a los actos de los que depende su bienestar y su existencia.
Intuyo la respuesta. Sé qué es lo que se puede replicar. No es éste el lugar para tratar a fondo esta controversia. Lo que quiero poner de relieve es que esta controversia (al igual que la mayoría de las cuestiones políticas), que agita, apasiona y conturba a los pueblos, perdería todo su mordiente y su importancia si la ley fuera lo que siempre debería haber sido.

En efecto, si la ley se limitara a hacer que sean respetadas todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades; si sólo fuera la organización del derecho individual de legítima defensa, el obstáculo, el freno, el castigo de todas las opresiones, de todas las expoliaciones, ¿sería concebible una discusión apasionada entre los ciudadanos a propósito del sufragio más o menos universal? ¿Cabe pensar que se cuestionaría el mayor de los bienes, la paz pública? ¿Que las clases excluidas estarían impacientes por que les llegara su turno, y que las clases admitidas defenderían con uñas y dientes su privilegio? ¿No es evidente que, al ser idéntico y común el interés, los unos obrarían, sin mayor inconveniente, por los otros?

Pero si se introduce este funesto principio; si, so pretexto de organización, de reglamentación, de protección, de estímulo, la ley puede quitar a unos para dar a otros, tomar de toda la riqueza creada por todas las clases para aumentar sólo la de una de ellas, ya sea la de los agricultores, la de los industriales, la de los comerciantes, la de los armadores, la de los artistas, la de los comediantes, entonces ciertamente no hay clase que no pretenda, con razón, meter también la mano en la ley, que no reivindique con ardor su derecho a elegir y a ser elegido, que no ponga la sociedad patas arriba con tal de conseguirlo. Los propios mendigos y vagabundos os demostrarán que también ellos poseen títulos incontestables. Os dirán: «Nosotros jamás compramos vino, tabaco o sal sin pagar impuestos, y una parte de estos impuestos se concede legislativamente en primas, subvenciones y ayudas a gente menos menesterosa que nosotros. Otros son los que hacen que la ley sirva para elevar artificialmente el precio del pan, de la carne, del hierro, de la tela. Puesto que todos explotan la ley en beneficio propio, también nosotros queremos explotarla. Queremos que se reconozca el derecho a la asistencia, que es la parte de expoliación del pobre. Para ello es preciso que seamos electores y legisladores, a fin de poder organizar en grande la limosna para nuestra clase, como vosotros habéis organizado por todo lo alto la protección para la vuestra. No digáis que vosotros lo haréis por nosotros, que nos destinaréis, según la propuesta del señor Mimerel, 600.000 francos para taparnos la boca y como un hueso que roer. Nosotros tenemos otras pretensiones y, en todo caso, queremos estipular para nosotros mismos como las demás clases han estipulado para ellas».

¿Qué se puede responder a este argumento? Mientras se admita en principio que la ley puede ser apartada de su verdadera función, que puede violar la propiedad en lugar de protegerla, cada clase querrá hacer la ley, ya sea para defenderse de la expoliación, ya sea también para beneficiarse de ella. La cuestión política será siempre previa, dominante, absorbente; en una palabra, se luchará a las puertas del Palacio legislativo. La lucha no será menos encarnizada en el interior. Para convencerse de ello, apenas es necesario contemplar lo que sucede en las Cámaras francesa o inglesa; basta saber cómo se plantea la cuestión.


La Ley Frederic Bastian by Alison Salazar


lunes, 8 de septiembre de 2025

LIBRO "EL ARTE DEL TOREO": 🐂 ENCICLOPEDIA PRÁCTICA DE LA LIDIA Y DE SUS GRANDES MAESTROS por ANDRÉS AMORÓS

EL ARTE DEL 
TOREO
Enciclopedia práctica 
de la lidia y de sus grandes maestros
🐂

Tiene en sus manos un extraordinario compendio de la tauromaquia, una revisión profunda de la lidia como patrimonio cultural y popular, y también una completa aproximación didáctica al universo del toro.
Andrés Amorós, uno de los escritores y críticos taurinos más reconocidos, realiza en este ensayo un recorrido riguroso por la historia de la fiesta, desde los orígenes del toro como protagonista de ceremonias y celebraciones, hasta la evolución del festejo durante los siglos xx y xxi. Las ganaderías, la crianza y selección de los astados, las grandes plazas y las mejores faenas, un diccionario explicativo de las suertes y de los elementos de las corridas…

Este tratado enciclopédico recoge, así mismo, ejemplos de la impronta de la tauromaquia en la literatura, el cine y la pintura, y convierte sus páginas en un reconocimiento a los maestros más sobresalientes en sus más de dos siglos de vigencia: ochenta y cinco nombres de los que se recopila su trayectoria y su aportación a la lidia.
Una obra imprescindible para los nuevos aficionados y una referencia ineludible para los amantes del arte del toreo.

PRÓLOGO

A pesar de los continuos ataques de los animalistas y de los independentistas, la tauromaquia en España sigue gozando de bastante buena salud. Los datos y la experiencia lo demuestran: en 2023, la asistencia de público a las dos principales plazas españolas, la de Sevilla y la de Madrid, ha superado a la de todos los años anteriores. Sin bajar a estadísticas concretas, la tendencia está ahí, es indiscutible. También lo es la presencia creciente de grupos de mujeres y de jóvenes en los tendidos de las plazas españolas. 

El tópico que esgrimían los antitaurinos de que es una fiesta vieja, casposa, sin futuro, se está disolviendo como un azucarillo. Una de sus causas puede ser que, después del covid, la sociedad española se ha lanzado con entusiasmo a la calle, a los bares y restaurantes, a los viajes, a los conciertos, a disfrutar de la vida… Es cierto, pero eso no ha afectado por igual a todos los espectáculos. También es posible que una parte de la sociedad española esté reaccionando frente a tanta monserga seudoprogresista. 

En una sociedad urbana, no agrícola, como es la nuestra, muchos jóvenes desconocen el mundo de la tauromaquia. Es lógico que algunos no la entiendan o no les interese, pero no es disparatado pensar que otros, precisamente como reacción contra tantas exageraciones, sientan curiosidad por ver en qué consiste ese espectáculo y quieran forjarse su propia opinión. Por eso acuden a las plazas con sus amigos, dispuestos a pasarlo lo mejor posible. El resultado no puede ser unánime. Depende, ante todo, de la suerte que hayan tenido en esa primera experiencia. 

Por mucho que me gusten los toros, no puedo negar que hay corridas aburridas, exactamente igual que algunos partidos de fútbol, algunas películas y algunas obras de teatro. Pero hay tardes en las que en una plaza de toros se vive algo único, una experiencia extraordinaria, una comunión total. Si los jóvenes han tenido la suerte de vivir eso, o algo cercano, y si su sensibilidad conecta con ese arte, es casi seguro que querrán volver: presenciar otras corridas, comparar una tarde con otra, comentar con sus amigos… Cuando esa semilla ha prendido, no es fácil que se la lleve el viento, por muchas matracas antitaurinas que escuchen. Su asistencia a los toros dependerá de otras circunstancias: del precio de las entradas, sobre todo; de la facilidad para conseguir descuentos para jóvenes; del eco que tengan los toros en los medios de comunicación (por desgracia, hoy, tan escaso); del atractivo de los carteles; de la competencia con otras formas de diversión… 

Es decir, lo mismo que pasa con los demás espectáculos. Para el futuro de la fiesta, esta asistencia de jóvenes es decisiva. Exactamente igual sucede, por ejemplo, con los conciertos de música clásica. No todos los síntomas son negativos. 

Hace algunos años, ¿quién podría imaginar que muchos jóvenes europeos se iban a apasionar por la ópera, por la música barroca, por el canto gregoriano? Hoy es una realidad indiscutible. Para disfrutar con los toros, como con cualquier arte y espectáculo, hace falta una educación, un cierto conocimiento. Es muy fácil encontrar ejemplos: si a mí me aburre mortalmente un partido de béisbol, no debo pensar por ello que los millones de americanos a los que les apasiona son seres inferiores (ni tampoco superiores, claro está). 

Lo que me pasa es muy sencillo: yo desconozco por completo las reglas del béisbol, no sé apreciar una buena jugada, carezco de referencias, porque ese deporte es totalmente ajeno a la cultura en la que me he criado. Si yo viviera cierto tiempo en Estados Unidos, presenciara unos cuantos partidos y me lo explicaran bien, quizá acabaría gustándome. En otro terreno, a nadie le suele gustar un cuarteto de Beethoven la primera vez que lo escucha, ni un cuadro de Paul Klee, ni un poema de Góngora o Quevedo. Para apreciarlos, hace falta una familiaridad, cierto aprendizaje.

No estoy diciendo que la tauromaquia sea algo intelectual, todo lo contrario: es una fiesta popular que entra por los ojos, pero, para apreciarla de verdad, es necesario conocer sus reglas. Exactamente igual que sucede con cualquier arte o espectáculo. No es un problema de edad, sino de conocimiento. Me alegra ver llenos los tendidos de una plaza de toros, pero más de una vez me ha disgustado presenciar reacciones de una parte del público que no me parecían adecuadas. Y no es puritanismo: comportamientos que son habituales en un concierto de rock no serían admisibles, por ejemplo, en un partido de tenis. 

En los toros se aprende, entre otras muchas cosas, que cada uno debe estar en su sitio. En algunos públicos de toros, he advertido últimamente cierta desorientación, falta de criterio. No es extraño. Ya dijeron Ortega y Pérez de Ayala que en las plazas de toros se refleja claramente el clima social. Teniendo en cuenta cómo anda hoy la sociedad española, sería increíble que no viéramos algo semejante en la fiesta. 

Tuve la idea de este libro pensando en esos públicos, jóvenes o no, que acuden a una plaza de toros con más curiosidad que conocimientos. Para los que hemos visto bastantes corridas de toros y hemos escuchado y leído a unos cuantos maestros, resulta casi una obligación transmitir lo que ellos nos han enseñado. No solo necesitan orientación y criterio los nuevos aficionados. Como dice un refrán que me gusta mucho, «entre todos lo sabemos todo». Especialmente, en un mundo tan rico y tan complejo como es la fiesta de los toros. Hasta el muy sabio Marcial Lalanda hizo suya la frase de Goya: «Todavía aprendo». 

He intentado resumir en un libro manejable la información que puede querer cualquiera que asista a una plaza de toros. Eso incluye datos concretos sobre muchos aspectos: la historia de la fiesta, el toro bravo, la plaza, las reglas clásicas, los maestros del toreo, la relación con la sociedad y la cultura… He procurado explicar con claridad y sencillez, sin tecnicismos innecesarios, lo que yo considero básico. De cada uno de los temas, por supuesto, hubiera podido extenderme mucho más, pero no buscaba lucirme, sino ayudar al lector, sea cual sea su nivel de conocimientos taurinos. Me he dirigido tanto al espectador novel como al experto.

Pido perdón por los errores —me temo que habrá muchos— y por las omisiones, sobre todo, en la dificilísima selección de los toreros que comento. La extensión manda. También me disculpo por las repeticiones, inevitables en una obra de este tipo: una suerte (por ejemplo, la verónica o el natural) se menciona al hablar de la lidia, de la historia, del diestro que mejor la interpretó, de la obra literaria en la que se cita… 

He intentado que este libro se pueda leer seguido, como un ensayo sobre la fiesta; también, que pueda utilizarse como una obra de referencia para solucionar alguna duda. Recojo muchos datos objetivos y también ofrezco muchas valoraciones: inevitablemente, son subjetivas. 
En los públicos actuales, suelo echar de menos el criterio para discernir el arte auténtico de los efectismos; lo admirable de lo que es menos bueno. 

¿Cuál es mi criterio? El que aprendí de mis mayores en edad y sabiduría. No es difícil resumirlo: 
la tauromaquia nació como un rito sagrado; se convirtió luego en un juego caballeresco y popular del que derivó la corrida moderna con su equilibrio de belleza y emoción. Hoy en día, la tauromaquia es, sin duda alguna, un arte: se basa en una técnica; tiene unas reglas que es preciso conocer para cumplirlas o infringirlas, pero sabiendo que existen; expresa la personalidad del artista; agrada y consuela al que lo contempla. 

Es decir, que la fiesta reúne todas las condiciones necesarias, según los filósofos escolásticos, para ser considerada un arte. A la vez, las corridas de toros son, ahora mismo, un importante espectáculo de masas: algo que mueve mucho dinero, con todos los riesgos de comercialización y falsificación que eso comporta. Frente a los enemigos de la tauromaquia, resulta fácil mostrar su valor ecológico, su valor económico y su valor cultural. Para que ese arte no se degrade, es indispensable que se mantenga la casta brava del toro sin rebajarla. Sin eso, todo se vendría abajo. Como el toro es un animal peligrosísimo y cambiante, resulta imprescindible, ante todo, dominarlo. 

A partir de ese dominio, surgirá luego la estética personal de cada diestro. Para ser buen torero, es absolutamente necesario tener valor, pero no basta con eso ni con ponerse bonito. El dominio del toro exige mucha inteligencia: ver rápidamente las condiciones del toro y conocer las reglas clásicas de la tauromaquia. Cada toro tiene su lidia. Todo lo que se le haga a un toro ha de tener un porqué, un sentido. La lidia de cada toro plantea problemas diferentes, que el diestro ha de ver claro y resolver al instante. 

El buen aficionado disfruta viendo la manera en que los soluciona el diestro: cómo es capaz de convertir el mando en belleza; la técnica, en arte. Quiero agradecer a Ymelda Navajo, que ya había editado otros libros míos de tema taurino, el interés con que acogió este proyecto y la profesionalidad con la que lo ha realizado, como es propio de ella y de La Esfera de los Libros. También, el trabajo minucioso del editor, Carlos Alcelay, y la ayuda de Manuel Durán para seleccionar las fotografías. 

Nace este libro de haber visto unas cuantas corridas de toros a lo largo de los años, desde que de niño me llevó a una plaza por primera vez mi padre, Manuel Amorós, un buen aficionado. Debo dedicárselo a él y a algunos grandes maestros y amigos que me ayudaron a entender lo que iba viendo: 
Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Luis Miguel Dominguín y Manolo Vázquez. También a mi hijo, Antonio Amorós, que continúa nuestra afición. Y a mi mujer, Auxi, que me ha aguantado tantas latas por culpa de los toros. 
Deseo que este libro ayude a algunos lectores a entender mejor y a disfrutar más con el toreo, ese arte único.

EL TORO SAGRADO
«Viene el toro de Grecia 
por el Mediterráneo…». 
Agustín de Foxá

Desde hace cerca de 40.000 años, los hombres cazaban toros para alimentarse. Al abandonar el nomadismo y hacerse sedentarios, comenzaron a criar ganado vacuno. Se ha considerado al toro como un animal sagrado en muchas culturas del Oriente Próximo y del Mediterráneo: la India, Mesopotamia, Anatolia, Grecia, Roma… 
Se le ha identificado simbólicamente con muchas cualidades positivas: 
la luz, la fuerza, la agricultura, la fecundidad, la renovación de la vida… 
En la India, el toro y la vaca son sagrados, y el dios Siva cabalga sobre el toro Nandi. 
En Mesopotamia, se identifica con los cuernos de la luna (bucráneos). 
Según la leyenda babilónica, Gilgamés mata al toro celeste. 

En Egipto, el toro Apis encarna a Osiris, el dios solar: se le dedica un templo en Menfis. 
En la mitología griega, Dionisos aparece como toro. 
En la cultura helenística impera el culto a Mitra, la luz celeste. 

Sostienen algunos que la palabra «Italia» quiere decir ‘tierra de ganado vacuno’; son frecuentes en Roma los sacrificios rituales; Julio César introduce los uros en los espectáculos… Esta visión sagrada del toro da lugar a muchos mitos poéticos: Pasífae, enamorada del toro, se disfraza de vaca para unirse a él y concebir al Minotauro, mitad hombre, mitad toro, al que mata Teseo. 

Europa, robada por el toro (Zeus), ama a su raptor y da su nombre a un nuevo mundo, el nuestro. Surgen también ritos, como el taurobolio: sacrificio de un toro para conseguir un bautismo de sangre. En los frescos del palacio de Cnosos, en Creta, la taurocatapsia, en la que los jóvenes gimnastas —chicos y chicas— saltan sobre el toro… 

¿Tiene todo esto que ver con la tauromaquia actual? Los saltos cretenses recuerdan a los recortadores; los juegos romanos, como el de Urso, en Quo Vadis, a la suerte de mancornar o derribar a un toro, cogiéndolo por los cuernos, y a los forçados portugueses. En general, las diferencias son grandes, pero el vínculo parece evidente. El arte del toreo no es un deporte, sino que hunde sus raíces en una raíz mítica, sagrada: significa la proclamación de la vida frente a la muerte.



DOCUMENTAL | En la piel del toro

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viernes, 5 de septiembre de 2025

IN MEMORIAM por ANTONIO PÉREZ ESTÉVEZ, FILÓSOFO Y CATEDRÁTICO GALAICO-VENEZOLANO


ANTONIO PÉREZ ESTÉVEZ 
(1933-2008)

El día 1 de junio de 2008 falleció el profesor
Antonio Pérez Estévez en su residencia de El Escorial (Madrid). La triste noticia de la pérdida de un pensador de la talla de Antonio se ve compensada por su legado fi­losófico y humano del que siempre podremos extraer conocimientos, argumentos y, sobre todo, la vitali­dad suficiente para no cejar en el empeño de seguir en nuestra tarea filosófica. Antonio, modelo de filó­sofo emprendedor, entusiasta y comprometido, supo descubrir vetas de sabiduría tanto en la filosofía medieval como en la contemporánea, tratando figuras y pensamientos tan diversos como los de Duns Scoto, Nietzsche o John Rawls.

Gallego de nacimiento y venezolano de adopción, su vida docente y de investigación estuvo asocia­ da durante cuarenta años a la Universidad del Zulia situada en la cálida ciudad de Maracaibo, en Vene­zuela. Egresó, como dicen por esas tierras, es decir, se licenció en Filosofía en dicha Universidad a la que regresó como profesor y doctor en Filosofía después de haber obtenido su doctorado en la Universidad de Lovaina.

Introdujo el Plan de Estudios para Egresados en la Escuela de Filosofía de la Universidad del Zulia de la que fue director durante el período 1975-1978. Dicho plan sigue aún vigente. Este plan ha permiti­do la entrada en la Escuela de alumnos procedentes de otras profesiones y trabajos lo que ha facilitado la creación de una comunidad universitaria plural, tanto desde el punto de vista de las ideas como de las di­versas experiencias vitales. Yo misma, como profesora invitada de la Escuela en tres ocasiones, pude com­ probar a la hora de impartir mis cursos, la riqueza humana y académica que supone el tener en las aulas a alumnos procedentes de otros ámbitos científicos, desde el Derecho hasta la Ingeniería.

El profesor Pérez Estévez ha propulsado la investigación filosófica a través del Centro de Estudios Filosóficos que lleva el nombre del fundador de la Escuela de Filosofía, el Dr. Adolfo García Díaz. Os­tentó además el cargo de Director de la prestigiosa «Revista de Filosofía» desde 1986 hasta 1993.

El rector de la Universidad Católica «Cecilia Acosta» de Maracaibo, Ángel Lombardi, afirmó que, tanto para la Universidad del Zulia como para la suya, Antonio fue un profesor emblemático por el im­pulso que le dio a la Escuela de Filosofía y al pensamiento intelectual universitario del estado Zulia.

Maestro de futuros profesores e investigadores de las dos universidades citadas, se le concedió, por parte de la Universidad Católica «Cecilia Acosta» el título de profesor Honorario, en reconocimiento de sus méritos, entre los que está la creación del postgrado en Filosofía, especialidad de Pensamiento Cris­tiano Medieval.

Los trabajos de investigación del profesor Pérez Estévez corren paralelos a sus intereses vitales y a sus inquietudes humanas, sociales, morales y políticas.

Abarcó un amplio campo de asuntos y autores filosóficos que impresionan a todos los que se acer­can a sus escritos. Su profundo conocimiento de diversas épocas de la Filosofía, le llevó a escribir sobre una variada temática que, sin embargo, se ceñía a unas cuantas e importantes cuestiones. Así el tema de la materia y el individuo produjo abundantes estudios entre los que podemos señalar los siguientes artí­culos: «La materia en Enrique de Gante», «La materia en Averroes», «La materia prima como fundamento de la naturaleza en la Edad Media». «Materia y generación en Tomás de Aquino», «El individuo en Duns Escoto» y su excelente libro: «La Materia. De Avicena a la Escuela Franciscana», publicado en 1998 por la Universidad del Zulia.

Los problemas relacionados con los derechos humanos, la moral, le ley y el diálogo intercultural, los encontramos en artículos como: «Posición original y derechos humanos en John Rawls», »El diálogo como lectura en Gadamer», «Diálogo y alteridad (presupuestos para un verdadero diálogo)» y «hermenéuti­ca, diálogo y alteridad».

Pero lo que verdaderamente apasionó a Antonio fue el intentar hacer de la Filosofía algo vivo y así sobrepasar la razón fría y dominadora que aísla al individuo y todo lo vital. Para él, sólo la vida y la razón aunadas podrán engendrar un hombre y una cultura nuevos.

El resultado de estas reflexiones se concretiza en escritos como: «Marcuse y el pensamiento negati­vo», «El concepto de materia al comienzo de la Escuela Franciscana de París», «La noción de Vida en Nietzsche», «Feminidad y Racionalidad en el Pensamiento griego y en el Pensamiento Racional Medie­val» y »El individuo y la feminidad».

Su pensamiento es reconocido internacionalmente junto con el nombre de Venezuela en países como Alemania, Estados Unidos, Brasil y en otros muchos. En su nativa España colaboró con la Revista Espa­ñola de Filosofía Medieval, editada por La Sociedad de Filosofía Medieval (SOFIME) de la que fue miembro. Entre sus últimas colaboraciones en esta Revista, podemos citar: «Libertad en Duns Escoto», «De Duns Escoto a Martín Heidegger» y »La materia primera de Enrique de Gante vista por Duns Escoto».

Antonio Pérez Estévez poseía una fuerte personalidad, llena a la vez de vitalidad y de entusiasmo por la labor filosófica que llevaba a cabo. Profesor de una gran honestidad intelectual, supo unir el rigor de la investigación filosófica con una gran afabilidad y hospitalidad.

Su piso de Maracaibo, cerca del Lago que lleva el mismo nombre, fue lugar de encuentros de inte­lectuales. Fui testigo e invitada de uno de ellos, al calor de la acogida y de la buena mesa que tan bien pro­veía su esposa. De este modo y al igual que en el Banquete platónico, las ideas y las palabras se sucedí­an con rapidez.

Aunque mi trato con el profesor Pérez Estévez fue esporádico, no dejó de ser intenso y tengo que agradecerle su sencillez y el respeto que siempre manifestó hacia mis investigaciones, a pesar de la dis­ tancia académica que nos separaba. Me ayudó con sus consejos y su presencia en Congresos Mundiales de Filosofía como el de Boston en 1998 y el de Estambul en 2003. Compartí con él una sesión de Co­municaciones sobre el tema de la libertad (en Duns Escoto y en san Agustín) en el Congreso que la Uni­ versidad de Córdoba y la Sociedad de Filosofía Medieval organizaron en diciembre de 2004. Fue para mí uno de los encuentros más fructíferos y dialogantes en los que he podido participar.

Su legado filosófico servirá como punto de partida para seguir pensando y buscando nuevas vías en cuestiones tan cruciales como las del hombre, la moral, la ley y el diálogo con el otro. Del mismo modo, estoy segura de ello, no faltarán investigadores que buceen en su pensamiento y en sus ideas.

La Universidad Católica de Maracaibo, «Cecilio Acosta», como homenaje póstumo, tiene proyecta­do un libro para el segundo aniversario de su muerte en el que se recogerán muchos de sus artículos.

Descanse en paz y se lleve el agradecimiento de todos los que nos hemos beneficiado de su temple y de su tarea filosófica.


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Con la finalidad de entender la posición del Profesor Pérez-Estévez con respecto a la alteridad, es necesario entender cuál es el diagnostico que hace a la práctica de la alteridad en la modernidad; y, la vía de transición histórica filosófica que ha engendrado esta praxis.

Afirma, que en la modernidad, el sujeto objetiva lo alternante, y desde esta objetivación funda su relación con el entorno. Debido a esto, la naturaleza queda reducida a cosa a “algo”, de lo cual no sólo se tiene el derecho sino el deber de aprovechar con la finalidad de extraer algún beneficio, así signifique esto un detrimento en el ecosistema natural.

Bajo el planteamiento de la modernidad, no sólo la naturaleza es cosificada y explotada; el otro ser humano, el alternante, sufre también el proceso de cosificación, es igualmente es explotable, aprovechable. Así, las relaciones sociales quedan reducidas a la alternancia de aprovechamientos; se valorizan todo lo intercambiables: materia prima, poder de consumo, bienes y servicios; hasta las virtudes y sentimientos sufren una suerte de valoración que entran en el mercado de la demanda y oferta. En tal sentido, la crisis de la modernidad se convierte en una crisis de los valores; indudablemente en una crisis ética.

Ahora bien, Pérez- Estévez afirma que la concepción de alteridad dentro de la modernidad se comprende tras el estudio de los planteamientos filosóficos que la originaron. Por tanto, inicia un análisis del planteamiento filosófico del mundo romano, específicamente de Platón.

El pensamiento platónico, sin lugar a dudas, ejerció y ejerce influencia sobre el pensamiento del mundo occidental. Influyó marcadamente en las doctrinas de la Iglesia Católica, al ser San Agustín de Hipona uno de los intérpretes más representativos de Platón en el siglo I. San Agustín define la búsqueda de la verdad como escape de lo múltiple, de la diferencia y del otro. Afirma en “Vera Religione” que la verdad se encuentra dentro de cada persona, en la capacidad de comunión íntima con Dios, y no en lo múltiple, en la diferencia, en el otro.

Esa verdad absoluta, inmutable, divinizada, capital de unos pocos; es una verdad alejada de la cotidianidad humana, que no tolera disidencia; y por tal, se hace violenta; violencia que genera la barbarie que tanto desprecia.

Bajo esta influencia platónica-agustiniana la verdad, la verdad occidental, europea, deja de ser característica del conocimiento humano y adquiere estatus ontológico divino. Bajo esta premisa, el Profesor Pérez-Estévez (2008:67) señala que la cultura occidental deja de tener el mismo valor, derechos y deberes de otras culturas, pasando a ser una cultura de verdades absolutas; por tanto, la cultura que según sus defensores es superior, y todo lo diferente a ella no sólo es extraña: es bárbara.

La concepción de la tradición filosófica, distingue entre el “hombre escogido” del hombre común, al afirmar que el “el hombre escogido” que respondiendo a su “sustancia divina” posee en sí un alma encarnada que fue capaz de percibir la verdad con mayor claridad que el hombre común; discrimina a la generalidad humana, sobrevalorando la opinión emitida por unos pocos. Esta evidente discriminación, hace de la verdad el capital de unos pocos y refleja la incapacidad de los muchos de poder acceder a ella. Esto, abre las puertas de la discriminación social; pues, al ser la verdad capital de algunos seres especiales, la generalidad no posee los mismos derechos que los dueños de la verdad. De esta forma, al estratificar al hombre, se limita el derecho que la mayoría poseen en el proceso del diálogo... Así, el otro, el extraño, el no poseedor de la verdad, es obstáculo que habita en el mundo sensible y este sólo es capaz de ver sombras y reflejos perecederos y corruptos. Desde este punto de vista, es lícita la imposición de la verdad de los pocos escogidos a los muchos.

De igual manera, el Profesor Pérez- Estévez destaca que el cristianismo es la religión paradigmática de occidente, la cual se diferencia de otras posturas filosófica religiosas como el Mahometismo, el Hinduismo y el Budismo, porque el Cristianismo supone contener la verdad mientras las otras basan sus principios en actos jurídicos que aconsejan las actitudes de comportamiento más idóneos para conducir la vida.

Siguiendo la tradición platónica-agustiniana en el periodo medieval las religiones se impusieron a través del empleo de la coacción, violencia que generó crisis de legitimidad de todas las instituciones que conforman los Estados; a su vez, estas crisis generaron transformaciones dando paso a la modernidad. Y, la modernidad, también ha estado caracterizada por el absolutismo de la verdad. No es de extrañar que el siglo XX haya sido uno de los siglos más violentos de la historia, un siglo caracterizado por las guerras, polaridad mundial, regímenes totalitarios, que en nombre de la verdad sangraron al hermano y al extraño.

Cuando la verdad se eleva al mundo inteligible, deja de ser capital humano, deja de pertenecer al ámbito de la existencia humana para convertirse en divinidad inalcanzable; a la cual el hombre no sólo le debe respeto y anhelo, sino también, veneración y sumisión. Sumisión que exige todos los sacrificios, morir y matar son lícitos con la finalidad de proteger a la verdad de las aspiraciones del otro, del extraño, del ajeno; a decir de los griegos: el bárbaro.

Según el análisis del Profesor Pérez-Estévez se suma; en la modernidad se deshumaniza la verdad, se diviniza, se hace inaccesible para el común; además que le resta al diálogo las características propias de un diálogo constructivo. Por tanto, proponen que es necesario un proceso dialéctico donde los involucrados estén conscientes de sus derechos y deberes sociales, del reconocimiento del otro como distinto pero con iguales derechos; así, poseer y poner en prácticas las suficientes virtudes que permitan la manifestación de las realidades de alter.

El diálogo necesario es un diálogo de encuentro que permita determinar el común camino a seguir. Esto se propone con la finalidad de contrarrestar las consecuencias sociales derivadas de un monólogo cerrado, sin alteridad, de los hombres elegidos para sí mismos, que produce verdades divinas… El diálogo del reconocimiento del otro, es el diálogo de uso para el bien común de los hombres sobre la tierra; diálogo abierto, cónsono con la dignidad humana. Diálogo intercultural, a decir de Pérez-Estévez.

Tal vez, por lo expuesto anteriormente, en la actualidad no pocos pensadores, como el Profesor Pérez-Estévez, se muestran altamente críticos a las concepciones occidentales sobre diálogo, alteridad y verdad. De esta forma, destacan la necesidad del reconocimiento del otro, de la virtud de la escucha, de la alteridad en el proceso dialógico; de la necesidad de la puesta en práctica de la humildad en el diálogo intercultural, para así determinar las realidades tras el encuentro de las diversas subjetividades.

El diálogo existencial, es para el Profesor Pérez-Estévez la alternativa cónsona con la dignidad humana al fenómeno de monólogos alternados evidenciado en la praxis social de la modernidad. El diálogo existencial parte del hecho de que los entes no son sustancias sino existencia; de que la fenomenología deriva del requisito único de la existencia. De esta forma, queda invalidada la postura que afirma una distinción humana por origen; así, el hombre se encuentra con el otro entre iguales y no entre escogidos y segregados. La concepción del diálogo existencia para el Profesor Pérez-Estévez se evidencia cuando afirma (Pérez-Estévez: 2008):

“El dialogante lógico socrático platónico se fundamentaba en el poder racional-discursivo predominantemente de un sujeto y tenía como finalidad u objetivo alcanzar o bien la naturaleza de las cosas por medio de la definición o bien la verdad absoluta encerrada en el mundo inteligible de las ideas. El diálogo existencial por el contrario, se fundamenta en el diálogo real y efectivo de dos o más sujetos y tiene como finalidad u objetivo la interrelación, la comprensión y la realización de los sujetos que dialogan”.

Para la dialéctica existencial, basada en el reconocimiento y validación del alter, el diálogo es el medio que permite el encuentro social, en el cual el instrumento de comunicación es el lenguaje hablado y corpóreo de los interlocutores; el cual se da en un tiempo y espacio determinado. En el diálogo, el proceso permite la expresión de los pensamientos y sentimientos de los diversos Yo involucrados. En la concepción de diálogo que se opone a la concepción de la praxis moderna, la multiplicidad de personas, de opiniones, son necesarias para que después del proceso de argumentación alterna se logre la verdad común. Esto, exige del reconocimiento del otro con los mismos derechos; diferentes en características pero con iguales derechos. El diálogo exige de la suficiente humildad para reconocer el derecho del otro Yo, permitir que el otro se exprese libremente y poderlo escuchar en la finalidad de construir una realidad común.

Así, el momento de la escucha en el diálogo se convierte en el momento de aceptación y validación del alter. El momento en el que se habla es el momento de afirmación del Yo, de lo que se piensa, siente y cree, la manifestación de propia subjetividad. En el momento en el cual se escucha se permite la afirmación del otro, del alter; se valida al Yo alternante. Mas, escuchar va más allá de callar cuando el alter habla, más allá de guardar silencio y prestar atención a la manifestación de la subjetividad alterna; porque en los monólogos entre cordatos o por capítulos también se guarda silencio, es permitir que la subjetividad alternante pueda influir en mi Yo, modificarlo, hasta permitir el encuentro, la determinación de una verdad común.


“…La disposición de escuchar que significa apertura al otro, se tiene, cuando uno posee la convicción de que no está en posesión de toda la verdad y de que el otro tiene algo de verdad que ofrecerme y de la que yo puedo aprender…”

Para el Profesor Pérez-Estévez el diálogo intercultural es la alternativa válida ante la crisis de la modernidad; crisis que ha generado contradicciones sociales importantes; momento que exige la apertura del Yo, el reconocimiento del alter, para la construcción de un nosotros real, auténtico, que permita tras la construcción común, solventar las vicisitudes generada por la implementación de monólogos en lugar de diálogos sociales.

Antonio Pérez Estévez: 
el filósofo de la escucha


Antonio Pérez Estévez en sus años de trabajo entregado y constante en nuestro país, al que dedicó la mayor parte de su vida, se convirtió en el pensador de la Escuela de Filosofía de la Universidad del Zulia, más conocido fuera de nuestras fronteras, en países tan disímiles como Alemania, Estados Unidos, Brasil, Bélgica, la India o su nativa España, entre otros. Si con una palabra hubiese que definirlo, esa palabra sería, en nuestra opinión, diálogo, y quien dice diálogo, en el sentido que él mismo le da a la palabra, dice apertura, escucha, intercambio y enriquecimiento mutuo en la construcción del mundo que habitamos. Por eso nos dice en su artículo “Diálogo intercultural”, publicado en 1999, lo siguiente: “Todo ser humano —unos con mayor facilidad que otros— en función de su libertad racional y a pesar de sus condicionamientos y prejuicios culturales, puede salir al encuentro de otros seres humanos y construir, con ellos, un verdadero diálogo, lo que entraña construir un nuevo mundo común a todos los dialogantes”.[1] 

No sabemos si desde el principio Pérez Estévez estuvo consciente de su intención en cuanto tal, pero es innegable, para quien recorre su obra, que este ha sido el camino sistemático y coherente del que nunca se apartó. Este objetivo se fue concretando de manera cada vez más clara y madura a lo largo de su obra. Además del diálogo interior con los grandes filósofos de cada época, además del diálogo con colegas, amistades y alumnado. Porque en cumplimiento de la importancia que asignó siempre al momento de la escucha, para que se diese un verdadero logos a dos, un dia-logos, supo no solo hablar, sino también guardar silencio expectante, abrirse al otro, escuchar.   

Para dialogar es preciso, según nuestro autor, ser capaz de movernos constantemente de la posición del que habla (que es la que más cómodamente asumimos) a la posición del que escucha, y estar en constante apertura a la individualidad del otro u otra, y a su cultura. A ello debe ayudarnos la conciencia de nuestra finitud y nuestra carencia. Desde esta perspectiva, Pérez Estévez hace una fuerte crítica a la Modernidad occidental y a la religión cristiana, que se han sentido siempre en posesión de la Verdad absoluta y se han investido con la misión de transmitir a los demás esa verdad o de “convertirlos” a ella. Sabemos con pertinencia hoy en día que esa falla de la cultura occidental se encuentra también en otras culturas y religiones, pero este no es aquí nuestro tema.   

Todas estas ideas las explicita luego con más detalle al exponer los momentos del diálogo, el hablar y el escuchar, y la finalidad del mundo, dándonos numerosos ejemplos tomados de la cultura occidental, entre ellos los que muestran la incapacidad de los conquistadores para comprender a los pueblos indígenas, lo cual, como sabemos, es aplicable a cualquier tipo de conquista. En sus conclusiones a este artículo, nuestro pensador hace todo un interesante recorrido por el pensamiento occidental, desde los griegos y su concepción de la verdad como aquello que se deja ver, que se muestra y se adquiere por la visión, hasta las distintas posiciones de los medievales y la modernidad empirista, pasando, finalmente, por el rasero al mismísimo Gadamer, el padre de la hermenéutica contemporánea, otro de los pensadores por él estudiados, e incluso a Habermas y Apel, quienes, tomando el diálogo como acción comunicativa, en realidad plantean un diálogo imposible, pues: 

Los sujetos y la acción comunicativa de que hablan Ha- bermas y Apel son sujetos trascendentales y abstractos dotados de razón pura, totalmente desligados del sujeto humano histórico y concreto, de carne y hueso, que se abre a un mundo cultural específico, en una época determinada y en el que verdaderamente se en- cuentra la alteridad, la casi total alteridad. Y si la autén- tica alteridad, el otro concreto e histórico, encarnado en un ser humano que expresa en palabras su mundo particular, no entra en el diálogo y comparte su construcción, no existe posibilidad alguna de diálogo.[2]

Como ya hemos señalado hace años en el Prólogo que escribimos para su libro Religión, Moral y Política, Pérez Estévez ha defendido siempre los valores del individuo frente a lo totalizante y universal, lo cual confirma uno de los estudiosos más preclaros de su pensamiento, Pompeyo Ramis, profesor de la ULA, que en su libro Veinte filósofos venezolanos señala que ya desde su juventud tenía trazadas las constantes de su pensamiento, lo cual corrobora al elegir como tema de su tesis doctoral en la Universidad de Lovaina, “uno de los temas que requieren de mayor potencia especulativa: el concepto de materia”.[3]   

En efecto, Pérez Estévez hizo su tesis doctoral sobre “El concepto de materia al comienzo de la Escuela franciscana de París”,[4] en la cual, pone de relieve la estima que de lo individual hace la Escuela franciscana, de la cual nuestro pensador estudia particularmente dos autores, San Buenaventura y Ricardo de Mediavilla. Como señala Pompeyo Ramis: 

Pérez Estévez llega, por principio, casi a desconfiar de la razón. Y no porque la razón sea por sí misma un estorbo de la naturaleza humana —mal puede pensar así un filósofo (…) sino porque durante largas épocas la razón se ha impuesto como reina y señora de la facultad volitiva que le debería ser concomitante.[5]
   
Años después de esta tesis doctoral, nuestro autor publica otro libro sobre el mismo tema, esta vez profundizando y extendiendo más el arco de su estudio: La Materia de Avicena a la Escuela franciscana,[6] donde muestra el enfrentamiento entre el tomismo de raíz aristotélica, emergente, y la filosofía de raigambre platónico-agustiniana, cultivada y defendida por la Escuela franciscana. Al respecto, su comentarista Jorge Ayala, de la Universidad de Zaragoza, señala: 

Pérez Estévez invierte los términos: [7]vista la Escuela Franciscana desde el horizonte de la contemporaneidad, nos parece que, especialmente en Metafísica, sostenía doctrinas que van a ser la columna vertebral de la Modernidad. Sus doctrinas sobre el poder u omnipotencia divina, sobre la voluntad y libertad divinas, y humanas en la que se incluye su concepción sobre la providencia y la predestinación, sobre el individuo y la Persona humana, sobre la materia como entidad sólida con ser propio y su doctrina sobre la contingencia radical de todo lo creado que entraña la posibilidad de cambio de todo lo existente, me parece que constituyen el marco de una nueva cosmovisión que abre las puertas a la Modernidad que comenzaba a alborear.[8]   

Ayala señala además la importancia de este libro, ratificada por las buenas críticas que iba recibiendo, y por su carácter no simplemente erudito, sino práctico, que nos “hace caer en la cuenta de las repercusiones histórico-culturales que ha tenido el predominio de uno u otro concepto de materia, haciéndonos llegar hasta el que manejan en la actualidad la mecánica cuántica, la física nuclear y la astrofísica”.[9]   

Así pues, Pérez Estévez ha sido uno de esos pensadores que, como Umberto Eco, ha devuelto al tema de la filosofía de la Edad Media su tono y su importancia para comprender nuestro tiempo, mostrando toda la riqueza y variedad del pensamiento medieval, particularmente el cristiano, tantas veces menospreciado por quienes por pereza o por falta de una buena orientación, y en otros casos por la dificultad para acceder a los textos, despachan este pensamiento en unas cuantas lecturas superficiales, con las cuales justifican su rechazo y en todo caso demuestran su ignorancia.   

Pero el pensamiento de Pérez Estévez, como ya mostramos al principio, dialoga constantemente con los autores más importantes del escenario filosófico y maneja sin cesar los temas que van apareciendo en el tapete de la reflexión filosófica, generalmente puestos en ella por la fuerza de las cosas. Por eso, en dos de sus libros más conocidos, El individuo y la feminidad[10] y Religión, Moral y Política,[11] aborda una multiplicidad de autores y cuestiones. El primero de ellos recoge cuatro trabajos que nuestro pensador desarrolló durante los años setenta, tratando temas tan diversos como “El lenguaje en Merleau Ponty”, donde ya despunta el tema de lo lingüístico, que llegará a ser tan importante en su pensamiento; el concepto de pensamiento negativo en la filosofía de Herbert Marcuse; la noción de vida en Nietzsche, y, finalmente, “Feminidad y racionalidad en el pensamiento griego y medieval”, texto con el cual discutimos duramente en muchas ocasiones y que muestra la capacidad de nuestro autor para vislumbrar los problemas acuciantes de nuestro tiempo y acercarse a ellos con generosidad y con respeto por la posición del que es considerado otro(a), haciendo siempre gala de su capacidad de apertura y diálogo. Al respecto escribimos el final del artículo que le dedicamos, y en referencia a este trabajo sobre lo femenino en especial: 

… hemos de señalar que, a pesar de nuestras diferencias con el autor, que creemos son más de forma que de fondo, este trabajo, al igual que los anteriores, nos parece un valiosísimo aporte al estudio del aspecto ideológico que incide tan fundamentalmente en la “condición femenina” de subordinación y de sumisión que durante siglos ha sido, y aún es, el lote que el patriarcado ha atribuido a las mujeres.(…) En este sentido recomendamos la lectura y el análisis crítico de este texto tan especial.[12] 

En cuanto al segundo de estos libros, Religión, Moral y Política, nos correspondió, como ya señalamos, el honor de escribir su Prólogo. Ya en aquella ocasión indicamos que nos parecía ser este un punto culminante en la producción de su autor, manteniéndose en él la misma preocupación por la defensa de los valores del individuo, de lo particular, frente a todo aquello, universal y abstracto que pretende negarlo y ahogarlo en el monólogo de una palabra única. Encontramos en este libro artículos como “La Acción educativa I, II y III”; “Materia e individuo en Roger Marston”; “Medicina y Moral”; “Religión y Política en la Constitución de los Estados Unidos de América”; “Moral y Política”; también dialoga aquí con autores como Kant, Hegel o Lukacs, y mantiene su interés por el tema de lo femenino al mostrar la perspectiva hegeliana sobre este. Decimos también allí que Pérez Estévez sería uno de los representantes del pensamiento negativo, a lo marcusiano, en Iberoamérica, y destacamos la variedad y actualidad de los asuntos tratados en el libro, que van desde la liberación femenina, o la descomposición de nuestro sistema político, hasta la relación individuo-divinidad en nuestro tiempo, la ética médica, la masificación y el consumismo destructivo, la caída de los regímenes del Este y un largo etcétera.   

Y aunque ya lo señalamos al comienzo, hemos de insistir aquí en la etapa en la que al final de sus días se movió preferentemente nuestro autor, lo que podríamos llamar su etapa de interés por la hermenéutica, la cual estudia con profundo espíritu crítico, sin dejarse llevar por las modas, sino sometiendo el tema a la lupa de su reflexión y su fuerza creadora. Así, en revistas nacionales e internacionales encontramos artículos como “Hermenéutica, diálogo y alteridad”; “El diálogo como lectura en Gadamer”; “La acción comunicativa de Habermas como diálogo racional”; así como el que mencionamos al principio: “Diálogo intercultural”. No es preciso repetir que el eje organizador del pensamiento de Pérez Estévez es aquí el concepto de diálogo. Todos esos artículos, y algunos otros, dieron origen a un libro póstumo que se publicó en Brasil. La voz de Pérez Estévez resuena en estos textos; los leo como si le escuchase hablar. 

Y si para mí, y quizás para much@s que lo conocimos de cerca, Pérez Estévez nos sigue hablando con mucha fuerza en esos textos, ello quizás se debe precisamente a que lo conocimos y tenemos profundos sentimientos de amistad, admiración y respeto hacia él y su obra, pero probablemente también al hecho de que sus escritos están despojados de ese academicismo que obliga a quien investiga a expresarse de una manera forzada y estereotipada. Aún respetando las normas que impone la investigación académica, la voz de Pérez Estévez se escucha a través de sus obras, porque él supo escribir de forma vívida, traer la vida a la filosofía. Y de ese modo seguramente será percibido dentro de muchos años, o incluso ahora por quienes no lo conocieron, porque este pensador vivía la filosofía y escribía sobre lo que creía, o dialogaba para “ajustar” a su pensamiento aquello con lo que no concordaba, o incluso para corregirlo y liberar de ello a quienes lo leyesen. 

Mucho podríamos aún decir, comentando la obra de Antonio Pérez Estévez, autor pródigo y profundo, pero el tiempo no lo permite. Y así, aunque físicamente ya no esté aquí, seguirá dialogando con nosotros e interpelándonos en la medida en que, en su pensamiento, encontramos siempre una orientación bien fundada para movernos en nuestro complicado tiempo. 
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[1] Pérez Estévez, Antonio: “Diálogo intercultural”, en Utopía y Praxis Latinoamericana, número 6, Enero-Abril de 1999. Pág. 42. 
[2] Ibíd. Pág. 52. 
[3] Ramis, Pompeyo: “Antonio Pérez Estévez: Proyecto de un neovoluntarismo”, en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Universidad Católica Cecilio Acosta, Maracaibo, 2002, página 74. 
[4] Publicado por Ediluz en 1976. 
[5] Ramis, Pompeyo: “Antonio Pérez Estévez: Proyecto de un neovoluntarismo” en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Opus Citat, pág. 74. 
[6] Pérez Estévez, Antonio: La Materia, de Avicena a la Escuela Franciscana. Ediluz, Maracaibo, 1998. 
[7] Con ello se refiere al hecho de que, en su tiempo, los tomistas parecían los innovadores, frente al supuesto carácter conservador de la tradición platónico-agustiniana representada por la escuela franciscana. 
[8] Ayala, Jorge: “Recensión a: La Materia, de Avicena a la Escuela franciscana” en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Opus Citat, pág. 79. 
[9] Ibíd., pág. 80. 
[10] Pérez Estévez, Antonio: El individuo y la feminidad. Ediluz, Maracaibo, 1976. 
[11] Pérez Estévez, Antonio: Religión, Moral y Política. Ediluz, Maracaibo, 1991 . 
[12] Comesaña Santalices, Gloria: “El Individuo y la feminidad. Antonio Pérez Estévez”. En Revista de Filosofía. Vol.14. Centro de Estudios Filosóficos, LUZ, Maracaibo, 1992.


A partir de una evocación personal y biográfica de las raíces ibéricas de Antonio Pérez-Estévez, se expone, por una parte, la condición humana y moral del filósofo y, por la otra, el valor que éste le asigna a la libertad de pensar y expresar, como también a la de sentir, condiciones irrenunciables que Pérez Estévez defiende como las más auténticas de una vida con sagrada al saber y al diálogo.