LA LEY
"Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir". F.B."Yo, lo confieso, soy de los que piensan que la capacidad de elección y el impulso deben venir de abajo, no de arriba, y de los ciudadanos, no del legislador. La doctrina contraria me parece que conduce al aniquilamiento de la libertad y de la dignidad humanas". F.B.
Frédéric Bastiat (1801 - 1850) nació en Bayonne, en el sur de Francia. Tal vez no ha existido un escritor más hábil para articular el pensamiento económico y para exponer los mitos que plagan el debate político que Bastiat. Durante su corta vida, escribió ensayos clásicos como "La ley" y "Lo que se ve y lo que no se ve". Poseía una notable capacidad de desarmar los sofismas del proteccionismo, el socialismo y otras ideologías propias del Estado interventor y solía hacerlo con una impresionante claridad e ingenio.El ensayo famoso de Bastiat “La ley” muestra sus talentos como un activista a favor del libre mercado. Allí explica que la ley, lejos de ser el instrumento que permitió al Estado proteger los derechos y la propiedad de los individuos, se había convertido en el medio para lo que denominó “expoliación” o “saqueo”. De su ensayo “El Estado”, en el cual Bastiat argumenta en contra del socialismo, viene tal vez su cita más conocida: “El Estado es la gran ficción mediante la cual todo el mundo trata de vivir a expensas de los demás”.
¡La ley pervertida! ¡La ley —y con ella todas las fuerzas colectivas de la nación—, la ley, digo, no sólo desviada de su fin, sino aplicada a perseguir un fin directamente contrario al que le es propio! ¡La ley convertida en instrumento de todas las codicias en lugar de ser su freno! ¡La ley que perpetra por sí misma la iniquidad que tenía por misión castigar! Si realmente es así, se trata sin duda de un hecho grave, sobre el cual se me permitirá que llame la atención de mis conciudadanos.
Hemos recibido de Dios el don que los encierra a todos, la vida: la vida física, intelectual y moral. Pero la vida no se sostiene por sí misma. Quien nos la dio nos dejó el cuidado de mantenerla, desarrollarla y perfeccionarla.
Para ello nos ha dotado de un conjunto de facultades maravillosas; nos ha sumergido en un medio de elementos diversos. Mediante la aplicación de nuestras facultades a estos elementos se realiza el fenómeno de la asimilación, de la apropiación, por el que la vida recorre el círculo que le ha sido asignado.
Existencia, facultades, asimilación —en otros términos, personalidad, libertad, propiedad—, tal es el hombre. De estas tres cosas puede decirse, al margen de toda sutileza demagógica, que son anteriores y superiores a toda legislación humana. La personalidad, la libertad y la propiedad no existen porque los hombres hayan proclamado las leyes, sino que, por el contrario, los hombres promulgan leyes porque la personalidad, la libertad y la propiedad existen.
¿Qué es, pues, la ley? Como he dicho en otra parte, la ley es la organización colectiva del derecho individual de legítima defensa.
Cada uno de nosotros recibe ciertamente de la naturaleza, de Dios, el derecho a defender su personalidad, su libertad y su propiedad, puesto que estos son los tres elementos que constituyen y conservan la vida, elementos que se complementan entre sí y que no pueden comprenderse aisladamente. Pues ¿qué son nuestras facultades sino una prolongación de nuestra personalidad, y qué es la propiedad sino una prolongación de nuestras facultades?
Si cada hombre tiene derecho a defender, incluso por la fuerza, su persona, su libertad y su propiedad, varios hombres tienen derecho a ponerse de acuerdo, a entenderse, a organizar una fuerza común para atender eficazmente a esta defensa.
El derecho colectivo tiene, pues, en principio, su razón de ser, su legitimidad, en el derecho individual, y la fuerza común no puede tener racionalmente otro fin, otra misión, que las fuerzas aisladas a las que sustituye.
Así como la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases.
Esta perversión de la fuerza, tanto en un caso como en otro, estaría en contradicción con nuestras premisas. ¿Quién osará decir que la fuerza se nos ha dado, no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos? Y si esto no puede decirse de cada fuerza individual, que actúa aisladamente, ¿cómo podría afirmarse de la fuerza colectiva, que no es sino la unión organizada de las fuerzas aisladas?
Así pues, si hay algo evidente es esto: la ley es la organización del derecho natural de legítima defensa; es la sustitución de las fuerzas individuales por la fuerza colectiva, para actuar en el ámbito en que aquéllas tienen derecho a actuar, para hacer lo que las fuerzas individuales tienen derecho a hacer, para garantizar las personas, las libertades y las propiedades, para mantener a cada uno en su derecho, para hacer reinar entre todos la justicia.
Si existiera un pueblo constituido sobre esta base, creo que en él prevalecería el orden tanto en los hechos como en las ideas. Creo que este pueblo tendría el gobierno más simple, más económico, menos pesado, menos sentido, menos responsable, el más justo, y por consiguiente el más sólido que pueda imaginarse, sea cual fuere su forma política.
Porque, bajo un tal régimen, cada uno comprendería que tiene toda la plenitud, así como toda la responsabilidad, de su propia existencia. Dado que la persona sería respetada, que el trabajo sería libre y los frutos del trabajo estarían garantizados contra todo atentado injusto, nada habría que arreglar con el Estado. En caso de ser felices, en modo alguno tendríamos que agradecerle nuestra suerte; pero en caso de que fuéramos desgraciados, tampoco tendríamos que echarle la culpa de nuestras desgracias, del mismo modo que los campesinos no le hacen responsable del granizo o de las heladas. Sólo le conoceríamos por la inestimable ventaja de la seguridad.
Puede afirmarse también que, gracias a la inhibición del Estado en lo que respecta a los asuntos privados, las necesidades y las satisfacciones se desarrollarían en el orden natural. No se vería a las familias pobres buscar la instrucción literaria antes de tener pan. No se vería que las ciudades se pueblan a costa del campo o el campo a costa de las ciudades. No se producirían esos grandes desplazamientos de capitales, del trabajo, de la población, provocados por medidas legislativas y que hacen tan inciertas y tan precarias las fuentes mismas de la existencia y que agravan, por lo tanto, en tan gran medida, la responsabilidad de los gobiernos.
Por desgracia, la ley no se ha limitado a cumplir la función que le corresponde, y cuando se ha apartado de esta función, no lo ha hecho en asuntos neutros y discutibles. Hizo algo peor: obró contra su propio fin, destruyó su propio fin; se dedicó a aniquilar la justicia que habría debido hacer reinar, a borrar entre los derechos el límite que debería haber hecho respetar; puso la fuerza colectiva al servicio de quienes quieren explotar, sin riesgo y sin escrúpulos, la persona, la libertad y la propiedad ajenas; convirtió el despojo en derecho para protegerlo y la legítima defensa en crimen para castigarlo.
¿Cómo se ha perpetrado esta perversión de la ley? ¿Cuáles han sido sus consecuencias?
La ley se ha pervertido bajo la influencia de dos causas muy distintas: el egoísmo obtuso y la falsa filantropía.
Hablemos de la primera.
Conservarse, desarrollarse, es la aspiración común a todos los hombres, de tal forma que si cada uno gozara de la libre disposición de sus productos, el proceso social sería incesante, ininterrumpido e infalible.
Pero hay otra disposición que también les es común: vivir y desarrollarse, cuando pueden, a costa unos de otros. No es una imputación aventurada, lanzada por un espíritu malhumorado y pesimista. La historia nos ofrece abundantes pruebas en las guerras incesantes, las migraciones de los pueblos, las opresiones sacerdotales, la universalidad de la esclavitud, los fraudes industriales y los monopolios de los que los anales están llenos.
Esta funesta disposición brota de la constitución misma del hombre, de ese sentimiento primitivo, universal, invencible, que le impele hacia el bienestar y hace que evite el dolor.
El hombre no puede vivir y disfrutar sino por una asimilación, una apropiación continua; es decir, por una continua aplicación de sus facultades sobre las cosas, o por el trabajo. De ahí la propiedad.
Pero, de hecho, puede vivir y disfrutar asimilando, apropiándose del producto de las facultades de sus semejantes. De ahí la expoliación.
Ahora bien, como el trabajo es por sí mismo una carga y el hombre tiende naturalmente a evitar el dolor, se sigue —como lo demuestra la historia— que allí donde la expoliación es menos onerosa que el trabajo, prevalece la expoliación; y prevalece sin que ni la religión ni la moral puedan hacer nada, en este caso, para impedirlo.
¿Cuándo se detiene la expoliación? Cuando resulta más peligrosa que el trabajo.
Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación.
Pero lo normal es que la ley sea obra de un hombre o de una clase de hombres. Y como la ley no existe sin sanción, sin el apoyo de una fuerza preponderante, es lógico que, en definitiva, ponga esta fuerza en manos de los legisladores.
Este fenómeno inevitable, combinado con la funesta tendencia que hemos descubierto en el corazón del hombre, explica la perversión casi universal de la ley. Se comprende que, en lugar de ser un freno a la injusticia, se convierta a menudo en el instrumento más invencible de injusticia. Se comprende que, según el poder del legislador, destruya —en beneficio propio, y en grados diversos, en el de los demás hombres— la personalidad por la esclavitud, la libertad por la opresión, la propiedad por la expoliación.
Está en la naturaleza de los hombres reaccionar contra la iniquidad de que son víctimas. Así pues, cuando la expoliación está organizada por la ley, en beneficio de las clases que la hacen, todas las clases expoliadas tienden, por vías pacíficas o por vías revolucionarias, a participar de algún modo en la confección de las leyes. Estas clases, según el grado de ilustración a que han llegado, pueden proponerse dos fines muy distintos cuando persiguen por esta vía la conquista de sus derechos políticos: o bien quieren hacer que cese la expoliación legal, o bien aspiran a tomar parte de la misma.
¡Desdichadas, tres veces desdichadas las naciones en las que esta última actitud domina entre las masas, cuando se apoderan a su vez del poder legislativo!
Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia.
No podría someterse a la sociedad a un cambio mayor y a una mayor desgracia que convertir la ley en instrumento de expoliación.
¿Cuáles son las consecuencias de semejante perturbación? Se necesitarían varios volúmenes para exponerlas todas. Contentémonos con destacar las más notables.
La primera es que borra de las conciencias la noción de lo justo y lo injusto.
Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir.
Pertenece de tal modo a la naturaleza de la ley hacer reinar la justicia, que ley y justicia son la misma cosa en la conciencia popular. Todos tenemos una fuerte disposición a considerar todo lo que es legal como legítimo, hasta el punto de que son muchos los que, falsamente, hacen derivar toda justicia de la ley. Basta que la ley ordene y consagre la expoliación para que ésta parezca justa y sagrada a muchas conciencias. La esclavitud, el proteccionismo y el monopolio tienen sus defensores no sólo entre quienes se benefician de ellos, sino también entre quienes los padecen. Intentad avanzar ciertas dudas sobre la moralidad de estas instituciones, y se os dirá que sois un innovador peligroso, un utópico, un teórico, un denigrador de las leyes que quebranta el basamento en que se sustenta la sociedad. Si usted sigue un curso de moral o de economía política, se encontrará con multitud de cuerpos oficiales para transmitir al gobierno este ruego: Que, a partir de ahora, la ciencia se enseñe, no ya sólo desde el punto de vista del libre cambio (de la libertad, la propiedad y la justicia), como ha sucedido hasta ahora, sino también y sobre todo desde el punto de vista de los hechos y de la legislación (contraria a la libertad, la propiedad y la justicia) que rige la industria francesa. Que en las cátedras públicas, financiadas por el Tesoro, el profesor se abstenga rigurosamente de atentar lo más mínimo contra el respeto debido a las leyes vigentes, etc.
De modo que si existe una ley que sanciona la esclavitud o el monopolio, la opresión o la expoliación bajo cualquier forma, no se podrá siquiera hablar de ello, porque ¿cómo hablar sin quebrantar el respeto que la ley inspira? Más aún, habrá que enseñar la moral y la economía política desde el punto de vista de esta ley, es decir, desde el supuesto de que esa ley es justa por el simple hecho de que es ley.
Otro efecto de esta deplorable perversión es que da a las pasiones y a las luchas políticas, y en general a la política propiamente dicha, una preponderancia exagerada. Podría probar esta proposición de mil maneras. Me limitaré, a modo de ejemplo, a relacionarla con el tema que recientemente ha ocupado a todos los espíritus: el sufragio universal.
Al margen de lo que de él piensen los seguidores de la escuela de Rousseau, que se considera muy avanzada (aunque yo entiendo que lleva veinte años de retraso), el sufragio universal (tomado el término en su acepción rigurosa) no es en absoluto uno de esos dogmas sagrados respecto a los cuales el examen y la duda misma constituyen un crimen.
Contra él pueden formularse graves objeciones.
Ante todo, la palabra «universal» oculta un burdo sofisma. Hay en Francia treinta y seis millones de habitantes. Para que el sufragio fuera realmente universal, habría que reconocer ese derecho a treinta y seis millones de electores. Ahora bien, en el sistema más generoso, sólo se les reconoce a nueve millones. Así pues, tres de cada cuatro personas quedan excluidas, y lo más grave es que es la otra cuarta parte la que les niega ese derecho.
¿En qué principio se basa esta exclusión? En el principio de la incapacidad. Sufragio universal quiere decir: sufragio universal de los capaces. Pero cabe preguntarse:
¿Quiénes son los capaces? La edad, el sexo, las condenas judiciales, ¿son los únicos signos que nos permiten reconocer la incapacidad?
Si se mira con atención, se observa enseguida el motivo por el que el derecho de voto descansa en la presunción de capacidad, y que a este respecto el sistema más generoso sólo difiere del más restringido por la apreciación de los signos que denotan esta capacidad, lo cual no constituye una diferencia de principio sino de grado.
Este motivo es que el elector no decide para sí mismo sino para todos. Si, como pretenden los republicanos de tendencia griega o romana, el derecho de voto se otorga con la vida, sería inicuo que los adultos impidieran votar a las mujeres y a los niños. ¿Por qué impedírselo? Porque se presume que son incapaces. ¿Y por qué la incapacidad es un motivo de exclusión? Porque el elector no vota sólo para él, porque cada voto compromete y afecta a toda la comunidad; porque la comunidad tiene derecho a exigir ciertas garantías en cuanto a los actos de los que depende su bienestar y su existencia.
Intuyo la respuesta. Sé qué es lo que se puede replicar. No es éste el lugar para tratar a fondo esta controversia. Lo que quiero poner de relieve es que esta controversia (al igual que la mayoría de las cuestiones políticas), que agita, apasiona y conturba a los pueblos, perdería todo su mordiente y su importancia si la ley fuera lo que siempre debería haber sido.
En efecto, si la ley se limitara a hacer que sean respetadas todas las personas, todas las libertades y todas las propiedades; si sólo fuera la organización del derecho individual de legítima defensa, el obstáculo, el freno, el castigo de todas las opresiones, de todas las expoliaciones, ¿sería concebible una discusión apasionada entre los ciudadanos a propósito del sufragio más o menos universal? ¿Cabe pensar que se cuestionaría el mayor de los bienes, la paz pública? ¿Que las clases excluidas estarían impacientes por que les llegara su turno, y que las clases admitidas defenderían con uñas y dientes su privilegio? ¿No es evidente que, al ser idéntico y común el interés, los unos obrarían, sin mayor inconveniente, por los otros?
Pero si se introduce este funesto principio; si, so pretexto de organización, de reglamentación, de protección, de estímulo, la ley puede quitar a unos para dar a otros, tomar de toda la riqueza creada por todas las clases para aumentar sólo la de una de ellas, ya sea la de los agricultores, la de los industriales, la de los comerciantes, la de los armadores, la de los artistas, la de los comediantes, entonces ciertamente no hay clase que no pretenda, con razón, meter también la mano en la ley, que no reivindique con ardor su derecho a elegir y a ser elegido, que no ponga la sociedad patas arriba con tal de conseguirlo. Los propios mendigos y vagabundos os demostrarán que también ellos poseen títulos incontestables. Os dirán: «Nosotros jamás compramos vino, tabaco o sal sin pagar impuestos, y una parte de estos impuestos se concede legislativamente en primas, subvenciones y ayudas a gente menos menesterosa que nosotros. Otros son los que hacen que la ley sirva para elevar artificialmente el precio del pan, de la carne, del hierro, de la tela. Puesto que todos explotan la ley en beneficio propio, también nosotros queremos explotarla. Queremos que se reconozca el derecho a la asistencia, que es la parte de expoliación del pobre. Para ello es preciso que seamos electores y legisladores, a fin de poder organizar en grande la limosna para nuestra clase, como vosotros habéis organizado por todo lo alto la protección para la vuestra. No digáis que vosotros lo haréis por nosotros, que nos destinaréis, según la propuesta del señor Mimerel, 600.000 francos para taparnos la boca y como un hueso que roer. Nosotros tenemos otras pretensiones y, en todo caso, queremos estipular para nosotros mismos como las demás clases han estipulado para ellas».
¿Qué se puede responder a este argumento? Mientras se admita en principio que la ley puede ser apartada de su verdadera función, que puede violar la propiedad en lugar de protegerla, cada clase querrá hacer la ley, ya sea para defenderse de la expoliación, ya sea también para beneficiarse de ella. La cuestión política será siempre previa, dominante, absorbente; en una palabra, se luchará a las puertas del Palacio legislativo. La lucha no será menos encarnizada en el interior. Para convencerse de ello, apenas es necesario contemplar lo que sucede en las Cámaras francesa o inglesa; basta saber cómo se plantea la cuestión.
La Ley Frederic Bastian by Alison Salazar
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