Este año 2017 se cumple el 400º aniversario del carisma recibido y extendido por San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac, que la Familia Vicenciana está conmemorando con el lema “Fui Forastero y me recibiste...”. Uno de los hitos más mediáticos de la celebración ha sido el estreno de la película Red de Libertad el 20 de octubre de 2017.
Como Oskar Schlinder, también Sor Helena Studler elaboró una lista para salvar a los perseguidos de las garras nazis. El drama biográfico Red de Libertad -de la mano de la distribuidora Proyec Film-, último trabajo del joven y laureado director de cine salmantino de 42 años, Pablo Moreno (Pablo de Tarso, el último viaje; Un dios prohibido, Poveda, Luz de Soledad).
La historia se ambienta en Francia, a principios de la II Guerra Mundial. Helena Studler es una religiosa que desde joven se dedica al cuidado de los huérfanos y los abandonados. Pero los tiempos han cambiado, el pueblo vive toda una revuelta, los alemanes han entrado en su ciudad y la realidad a la que ahora se enfrenta supera con creces la dureza a la que está acostumbrada:
Helena descubre que cerca de su localidad los nazis han instalado un campo de concentración. Junto a algunos hombres de la ciudad, varias de sus Hermanas, Hijas de la Caridad, traman todo un plan para liberar a los cautivos de su trágico final.
Pablo Moreno, que ha ido ganando en experiencia tanto en la dirección como en el guión de cine, presenta un lúcido biopic sobre Sor Helena Studler (1891-1944), una monja francesa que trabajó para mejorar las condiciones de vida de los presos de guerra en la ciudad de Metz y así liberó de las garras nazis a más de 2.000 personas.
No en vano, se va corriendo la voz de que esta religiosa está al mismo nivel de heroicidad que Oskar Schlinder, el empresario alemán que salvó a unas 200.000 personas del holocausto nazi y que el cine reflejó con sabiduría en La lista de Schlinder, el popular y oscarizado drama de Steven Spielberg.
Lo que más llama la atención de esta película es su tono humanizador a todos los niveles, de tal modo que sus personajes resultan creíbles. Esto no quiere decir que el filme bendiga ni justifique las acciones de los militares nazis, pero Moreno sí consigue que se dé carta de naturaleza a la crisis humanitaria de los refugiados, eso que a los mortales no nos gusta tanto mirar.
En realidad, cuanto acontece no está tan lejos del problema con Siria en estos momentos, por ejemplo. Y este trabajo de Red de Libertad ha sido posible gracias a la habilidad, tiento y sabiduría que el director ha puesto en la escritura del guión: ofrece una estructura nítida de cada acto, los perfiles de cada personaje están hechos a medida, los diálogos suponen la otra parte más enriquecedora del filme, si bien se encuentran apoyados por un elenco coral de lujo donde cada uno interpreta el suyo como cualquier don permita.
Red de Libertad no es, pues, sólo una historia bonita de una monja que hace el bien hacia sus semejantes, casi en línea con su vocación, porque eso lo podríamos hacer perfectamente todos con algo más de voluntad.
Pablo Moreno va mucho más allá, no sólo al ser el primer director en el mundo en dar a conocer este episodio nazi, sino en el recordatorio de que la vida en sí misma, hay que saber vivirla, cada uno tiene un objetivo en ella y tiene que aprender a defenderlo con abrazos y caricias, a pesar de los reveses que las circunstancias nos presenten.
Por tanto, esta película supone un resorte en la vida del ser humano donde se recuerda que no hay que juzgar las apariencias y donde queda al margen cualquier discusión teológica. El filme no propone pedagogía en ese sentido, la película despliega un amplio abanico donde poder encajar el mundo de los valores, en todas sus facetas y dimensiones.
Dirige de nuevo Pablo Moreno, que recibió el encargo tras sus exitosas experiencias con Un Dios prohibido, Poveda, Luz de Soledad y Fátima, el último misterio. El director de Ciudad Rodrigo ha ido configurando un creciente y compenetrado equipo de profesionales (“como una familia”, asegura él) que han dando vida a Three Columns Entertainment, la marca comercial de la compañía creada por Moreno: Contracorriente Producciones.
Con un limitado presupuesto de unos 480.000 euros, Red de Libertad se centra en la heroica labor de la hermana Helena Studler, Hija de la Caridad francesa nacida en Amiens en 1891. En 1918 comenzó a vivir en Metz, donde atendía el Asilo de San Nicolás. En 1940 la ciudad fue ocupada por los nazis y Sor Helena se implica de tal modo en la atención y rescate de los prisioneros franceses, que compromete su vida y la de quienes le ayudan. Una tarea desproporcionada y agotadora, que realizó movida por su compasión, apoyándose en la oración y poniendo en juego el coraje que Dios le había dado. Con su “red” salvó a más de 2.000 prisioneros −algunos de ellos judíos−, entre los que se encontraba, por ejemplo, François Mitterrand, futuro presidente de Francia.
Desde el punto de vista interpretativo, la “reina de la función” es Assumpta Serna, que compone a una Sor Helena creíble y convincente, algo que quizá tiene que ver con las propias vivencias actuales de la actriz:
“El personaje fue un regalo −ha declarado−. Para mí, ha significado reivindicar la figura de una mujer que quiso, con su obra y con su vida, dejar un mensaje muy claro: necesitamos amarnos los unos a los otros. Es algo que parece evidente pero hay que recordarlo de tanto en tanto”. Mención especial merece también Luisa Gavasa, ganadora de un Goya en 2016 en el papel de Sor Luisa.
Las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, han elegido como diana a Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial
Una vieja amiga me confiesa que se queda muy turbada ante las muestras de odio furibundo y espumeante hacia mi persona que percibe en los ambientes 'católicos' en los que trabaja, por la posición que he mantenido desde hace años, en defensa de los palestinos que ahora están siendo masacrados en Gaza.
No me pilla por sorpresa este odio furibundo y espumeante, a fin de cuentas expresión de esa aberración llamada fariseísmo, que se sirve hipócritamente de una cáscara o fachada religiosa para encubrir los más sórdidos fanatismos ideológicos. Por los mensajes que mi vieja amiga me enseña en su móvil, donde estos 'católicos' profesionales que la rodean exhortan a boicotear mis novelas y a escribir a este periódico reclamando mi despido, entendí además que se trataba de fariseísmo en sus grados más extremos y diabólicos, cuando –como nos explica Leonardo Castellani– el fariseo se vuelve activamente cruel y persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega y fanatismo implacable hasta lograr su muerte (o siquiera su muerte civil). Pero, sobrecogiéndome los mensajes de móvil que aquella amiga me enseñó (como siempre me sobrecogen las expresiones de lo preternatural adueñándose del alma humana), me sobrecogió todavía más el sionismo desaforado y energúmeno de aquellos 'católicos', todos ellos muy fachitas y valentones y envueltos en banderas (la rojigualda en dulce himeneo con la sionista), cuya 'forma mentis' ya en nada se distingue del evangelismo yanqui, que identifica con el «pueblo elegido» de la Antigua Alianza al estado de Israel (olvidando que esa Alianza ha sido renovada por la redención de Cristo) y defiende como si fuese un dogma de fe su política exterior. Sólo que el evangelismo yanqui, al actuar como cancerbero del sionismo, espera desquiciadamente que la condición de «pueblo elegido» se contagie por lazos de sangre y de pólvora a los Estados Unidos, mientras que nadie sabe qué oscuros manejos mueven a nuestros 'católicos' sionistas; aunque sospechamos que, siquiera entre sus elementos rectores, no sea otro sino aquel «poderoso caballero» al que Quevedo dedicó una célebre letrilla.
En cualquier caso, como señalaba Charles Péguy, el fariseísmo es a la postre un «traspaso de la mística en política», que en estos 'católicos' sirve para disfrazar su sionismo desgañitado con una fachada meapilas que ampara todo tipo de desvaríos, a la vez que tapa traumas notorios. Y es que, después de las matanzas de judíos perpetradas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la maltrecha sensibilidad occidental asumió una suerte de auto-inculpación que el mundo judío azuzó hasta convertir en acusación manifiesta. Así, se ha conseguido que, ochenta años después de aquella hecatombe, Occidente arrastre un complejo de culpa que lo empuja no sólo –como es de justicia– a recordarla y execrarla, sino también a cargar con un sambenito que no cesa de golpear su conciencia. Esta acusación lanzada por el mundo judío contra Occidente se recrudece y hace más ensañada contra la Iglesia católica, a la que se dirigen anatemas delirantes y protestas de connivencia con el antisemitismo nazi. No dudo que la hubiera en algunos 'católicos' de la época, como ahora la hay con las matanzas sionistas en sus descendientes y discípulos fachitas (quienes, exacerbando patológicamente su sionismo, tapan las miserias de sus antepasados y maestros), pero lo cierto es que la Iglesia condenó magisterialmente el nazismo y su divinización idolátrica del pueblo y de la raza en fecha temprana, a través de la encíclica 'Mit Brenneder Sorge' (1937) de Pío XI; en cuya redacción, por cierto, participó activamente Eugenio Pacelli, futuro Pío XII. Para demostrar que, institucionalmente, la Iglesia católica no ha mantenido connivencias con el nazismo bastaría con señalar que más de diez mil sacerdotes y cientos de miles de seglares católicos fueron internados en prisiones y campos de concentración por el Tercer Reich, muchos de los cuales no salieron de su encierro con vida.
Pero acaso las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, hayan elegido como diana al mencionado Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo y de desapego ante la tragedia judía, confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial. El historiador y rabino David Dalin, autor del libro 'El mito del Papa de Hitler', desmiente tales asertos, demostrando que Pío XII se sirvió de su experiencia como nuncio apostólico en Alemania durante los años veinte, y luego como Secretario de Estado de Pío XI, para salvar infinidad de vidas judías durante la guerra. Así se explica que en Italia, donde Pío XII tuvo un mayor margen de maniobra, el 85 por ciento de los judíos sobreviviera a las deportaciones y matanzas, incluyendo el 75 por ciento de la comunidad judía de Roma, que se benefició de su ayuda directa. Los judíos fueron acogidos secretamente por indicación de Pío XII en 155 monasterios, conventos e iglesias de Italia; y hasta tres mil de ellos hallaron refugio en Castelgandolfo. El escritor judío Pinchas Lapide, en su obra 'Tres Papas y los judíos', cifra el número de «israelitas» (así se les llamaba entonces) salvados directamente por la diplomacia vaticana en ochocientos mil. Tales actividades las realizó Pío XII lo más discretamente posible, lo cual no fue óbice para que fuera amenazado de muerte por los nazis, que hasta llegaron a planear su secuestro.
A la muerte de Pío XII, en 1958, Golda Meir escribió: «Durante los diez años del terror nazi, cuando el pueblo sufrió los horrores del martirio, el Papa elevó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecerse de las víctimas». Y el gran rabino de Roma durante los años de la Segunda Guerra Mundial, Israel Anton Zoller, que se había librado de la deportación gracias a las diligencias de Pío XII, se convirtió a la fe católica, adoptando como nombre de bautismo, en honor del Papa que había salvado a tantos hermanos suyos, el de Eugenio Pío. Aunque se trata de una historia sistemáticamente ocultada por la propaganda anticatólica, constituye un monumento clamoroso e incontestable a favor de Pío XII y en contra de quienes pretenden cargarle el sambenito de antisemita.
Sin duda. hubo 'católicos' infestados de ideologías perversas que, a título particular, aplaudieron la persecución a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, como ahora hay otros 'católicos' que aplauden las acciones criminales de Israel contra los palestinos; pero no hay razón por la que la Iglesia deba culpabilizarse institucionalmente por aquellos hechos pretéritos.
Otra cosa distinta es que la Iglesia mantenga desde sus orígenes una tensión o conflicto religioso con el judaísmo. La existencia de la Iglesia, según el dogma católico, supone la renovación de la alianza que Dios entabla con Israel, de tal modo que el Israel bíblico subsiste en la Iglesia, que es su continuación a efectos de la Historia de la Salvación. En este sentido resulta muy ilustrativa una audiencia que el papa Pío X concedió en 1904 a Theodor Herzl, que buscaba el apoyo de la Santa Sede al proyecto sionista. Pío X rechazó tal apoyo, declarando que no podía reconocer las aspiraciones sionistas en Palestina, que estaban guiadas por criterios políticos, en tanto que la respuesta del papa se fundaba en criterios teológicos.
Fue el propio Herzl quien después escribiría la crónica del encuentro, narrando la escena en primera persona y dedicando a Pío X una etopeya poco favorecedora, donde lo pinta como rústico y rudo. Las palabras que Herzl pone en boca de Pío X son netamente católicas y perfectamente razonadas, realistas e históricamente responsables, aunque Herzl trate de presentarla como imperiosas o híspidas: «No podemos favorecer vuestro movimiento. No podemos impedir a los Judíos ir a Jerusalén, pero no podemos jamás favorecer vuestras pretensiones. La tierra de Jerusalén, si no ha sido sagrada, al menos ha sido santificada por la vida de Jesucristo. Como jefe de la Iglesia no puedo daros otra contestación. Los judíos no han reconocido a Nuestro Señor. Nosotros no podemos reconocer vuestro movimiento».
Herzl le replica que los sionistas que acaudilla fundan su movimiento «en el sufrimiento de los judíos, y queríamos dejar al margen todas las incidencias religiosas», tratando de convertir el asunto en una mera cuestión política. A lo que Pío X responde: «Bien, pero Nos, como cabeza de la Iglesia, no podemos adoptar la misma actitud. Se produciría que, o bien los judíos conservarán su antigua fe y continuarán esperando al Mesías (que nosotros, los cristianos, creemos que ya ha venido), en cuyo caso no los podemos ayudar, pues ustedes niegan la divinidad de Cristo; o bien irán a Palestina sin profesar ninguna religión, en cuyo caso nada tenemos que hacer con ellos. La fe judía ha sido el fundamento pero ha sido superada por las enseñanzas de Cristo».
Pío X no hacía sino formular la posición católica tradicional ante el sionismo, vigente hasta que el mundo católico se infecta de ideologías de cuño protestante que siguen viendo en Israel un pueblo elegido. ¿Y qué sucedería en la Iglesia posconciliar?
Sesenta años después de aquel encuentro infructuoso entre Herzl y Pío X que resumíamos en nuestro anterior artículo, la Iglesia quiso cerrar (en vano) la herida que supuraba entre católicos y judíos a través de la declaración 'Nostra Aetate' (nº 4). Allí se establecía que «el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham», pues «la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios»; y se ponderaba el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos. También se afirmaba taxativamente que, si bien «las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, […] no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras». Además, 'Nostra Aetate' deploraba «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos».
A renglón seguido, sin embargo, 'Nostra Aetate' recordaba que es «deber de la Iglesia en su predicación anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia», en alusión velada a la necesidad de predicar el Evangelio también a los judíos. Pero lo cierto es que los papas posconciliares renunciaron a este mandato divino («… en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra», Act 1, 8), o siquiera lo relajaron, como muestra de 'buena voluntad' hacia los judíos (pero ninguna 'buena voluntad' puede contrariar un mandato vigente sin solución de continuidad desde los tiempos apostólicos). Indudablemente, en el polaco Juan Pablo II y el alemán Benedicto XVI la influencia del trauma al que nos hemos referido en anteriores entregas actuaba como una losa sobre sus conciencias; pues, sin haber participado en ella, ambos eran contemporáneos y testigos de la persecución nazi a los judíos, lo que se tradujo en una actitud acusadamente deferente y sensible hacia ellos que a veces desembocó en excesos retóricos o incluso en muy discutibles zurriburris teológicos. Pero, en su mayoría, fueron gestos de caridad y cordialidad sinceras, superadores de atavismos cerriles; pues, como señalaba Bloy, el odio a los judíos en un católico es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre».
Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI fueron hombres marcados por acontecimientos históricos que explican ciertos énfasis en la proclividad judía, que en Francisco (quien ya no había sido contemporáneo de la persecución nazi a los judíos) resultaron también muy notorios y un pelín cargantes. Aunque –lo cortés no quita lo valiente– en los meses previos a su fallecimiento, Francisco condenó sin ambages la respuesta del ente israelí al atentado de Hamás de octubre de 2023, llegando incluso a sugerir que «lo que está sucediendo en Gaza podría tener las características de un genocidio». Y es que la superación de odios y heridas históricas no puede amparar el silencio ante la inicua actuación del ente israelí con los palestinos, desposeídos violentamente y privados contra todo derecho de una patria y un hogar; y mucho menos ante las matanzas execrables que en los últimos años se han perpetrado en Gaza, así como ante las hambrunas y éxodos obligados que se están imponiendo a los palestinos supervivientes, despojados de hogar y de medios de vida y amputados de sus diezmadas familias. Estas matanzas constituyen una piedra de escándalo que interpela gravemente a los católicos.
Desde luego, un católico debe abominar de las matanzas de judíos perpetradas durante la Segunda Guerra Mundial y debe contribuir a mantener viva su memoria, para que no se repitan; y del mismo modo debe actuar ante otras matanzas que, misteriosamente, han sido envueltas en la nebulosa del olvido, sin memoriales ni museos que las recuerden, sin prensa ni historiadores que las denuncien. Y entre esas matanzas aberrantes debe prestar especial atención, antes que a las matanzas pretéritas en las que las generaciones presentes ninguna culpa tuvieron, a las matanzas que se desarrollan en nuestro tiempo, empezando por la matanza de inocentes en el vientre de sus madres, convertida en abyecto derecho de bragueta amparado por leyes democráticas, así como las matanzas silenciosas de católicos que grupos islamistas (por lo común promovidos y hasta patrocinadas por el anglosionismo) están perpetrando en diversos arrabales del atlas. Y entre esas matanzas actualísimas que deben interpelar a los católicos mucho más que las matanzas pretéritas con las que se les trata de traumatizar se cuenta, desde luego, la matanza que están padeciendo los palestinos.
Ningún católico tiene por qué cargar sobre su conciencia con un lastre de crímenes en el que la Iglesia no estuvo institucionalmente implicada (salvo como víctima, pues muchos hijos suyos fueron masacrados), por mucho que algunos 'católicos' los apoyaran, como ahora otros 'católicos' (acaso los hijos y nietos de aquéllos, o sus discípulos) apoyan otros crímenes actualísimos que han sido notorios desde el primer día y que demandan atención y justicia perentoriamente. Y, por supuesto, un católico puede mantener firme la opinión de que la invención del estado de Israel es una iniquidad, sin que por ello se le pueda tachar de antisemita ni parecidas calumnias que tanto gustan de divulgar los 'católicos' que hoy apoyan y aplauden las matanzas de palestinos, como sus maestros y abuelitos aplaudieron las matanzas de judíos. Y es que el fariseísmo, en sus grados más extremos y diabólicos, siempre ha gustado de aplaudir los crímenes más aberrantes, mientras señala y persigue a los verdaderos creyentes.
¿Sabías que buena parte de la tecnología moderna tiene su origen en el sueño protestante de reconstruir el Paraíso? ¿O que desde el siglo XIX han profetizado anualmente el cumplimiento del Apocalipsis y el fin del mundo?
Apenas somos conscientes de cómo la reforma protestante ha influido en nuestras vidas. Tras el atormentado antihéroe de las películas americanas, la autoimposición de la felicidad como un deber absoluto, la necesidad imperiosa de un triunfo profesional o las angustias de la soledad y el individualismo que nos abaten, podemos descubrir los ecos de una nueva antropología que trajo la Reforma protestante. La eclosión espiritual que implicó, llevó a innumerables grupos y congregaciones a buscar la pureza espiritual pero reflejada una moral y control público que hoy nos asustaría. En ciudades como la Ginebra de Calvino se prohibieron los juegos, se cerraron las tascas e incluso se impidió celebrar la Navidad. No fue extraño que, en países como Inglaterra, y en determinadas sectas, se llegara a reglamentar el número de platos permitidos o prohibir postres y dulces. Buena parte del protestantismo vivió bajo el terror del inminente fin del mundo. Isaac Newton fue uno, entre muchos, de los que escudriñó el Apocalipsis para profetizar la fecha exacta del esperado acontecimiento. Por su parte, los Wasp (Whites, Anglosaxons and Protestantes), quisieron configurar una América racial donde otras razas y religiones no tendrían cabida. Y en los lands alemanes, donde dominaba el protestantismo, es donde el partido Nazi consiguió obtener su mayor apoyo. La mujer, en el mundo protestante, creyó que podía encontrar su liberación, pero a la postre se vio sumergida en un mundo donde la sospecha recayó sistemáticamente sobre ella, convirtiéndose en una potencial bruja o adúltera. En paralelo, en la Alemania luterana estallaron como nunca las persecuciones contra los judíos o en América se recluían los Amish huidos de Europa, deteniéndose para ellos el tiempo. Este libro invita al lector a un apasionante recorrido a través de estos acontecimientos que dejaron una marca perdurable en el mundo contemporáneo.
«Los tres grandes elementos de la civilización moderna
son la pólvora, la imprenta y el protestantismo», (Thomas Carlyle).
«Un aspecto de la libertad moderna
-el aislamiento y el sentimiento de impotencia
que ha aportado al individuo- tiene
sus raíces en el protestantismo», (Erich Fromm).
«Fingid una ilusión cualquiera,
contad la visión más extravagante,
forjad el sistema más desvariado;
pero tened cuidado de bañarlo todo
con un tinte religioso y estad seguros
que no os faltarán prosélitos entusiastas
que tomarán a pecho el sostener vuestros dogmas,
el propagarlos, y que se entregarán a vuestra causa
con una mente ciega y un corazón de fuego: es decir,
tendréis bajo vuestra bandera
una porción de fanáticos», (Jaime Balmes).
Un marco de comprensión
a modo de introducción
Nace el siglo XVI. La tan denostada, por algunos, Edad Media parecía agonizar ante un nuevo movimiento intelectual y artístico que se vendría a llamar Renacimiento y que había arrancado un siglo antes. El optimismo de los Erasmo y Thomas Moro, se vería truncado por una convulsión espiritual que nadie esperaba: el protestantismo. Esta sacudida parecía un revival de las tormentosas agitaciones que habían estremecido Europa un siglo antes, en forma de crueles guerras religiosas como la de los husitas en Bohemia (1419-1434) o la de los campesinos en Alemania (1424-1425). Ambas provocaron miles de muertos y terrible desolación, a la par que miseria y hambrunas, poniendo en duda las viejas estructuras políticas en torno de las cuales había descansado la sociedad durante siglos. Ello no impidió que ese siglo viera florecer a genios como Donatello, Leonardo Da Vinci o Miguel Ángel. En 1506, por orden del papa Julio II, un pontífice más que peculiar por su carácter y afanes políticos, guerreros y artísticos, se iniciaba de manos del arquitecto Bramante la hercúlea basílica de San Pedro. Pronto le faltó dinero, mucho dinero ante tal colosal Iglesia. Su sucesor León X heredó el problema económico y la necesidad de acabar el proyecto. Para ello se comerció abusivamente con la compraventa de indulgencias en toda la cristiandad con tal de conseguir fondos para tan magna empresa.
Este comercio fue especialmente abusivo en las zonas alemanas del Sacro Imperio Romano Germánico, donde tradicionalmente se protestaba contra los impuestos pontificios. La causa es que estos se sumaban a los gravámenes ya abusivos de los príncipes y señores alemanes. Hasta el siglo XV la práctica de la compra de indulgencias estaba rigurosamente regulada y limitada por la Iglesia a casos concretos. Paradójicamente, fue el deseo de convertir a Roma en una ciudad renacentista, la que llevaría al pretexto que desencadenaría el origen formal del protestantismo. La cuestión de las indulgencias fue la excusa para que un fraile católico alemán, Martín Lutero, hiciera llegar a su obispo 95 tesis teológicas, al respecto, para su discusión pública. La creencia popular dice que las clavó en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg, en 1517. Todo esto forma parte de una leyenda áurea que se fue construyendo posteriormente en torno a Lutero, pero no pasa de un mito. Este era monje católico, fraile agustino para más inri, y la propuesta se hizo por escrito y por la vía reglamentaria a su obispo, como era costumbre.
No se puede desdeñar que la venta de indulgencias también causaba entusiasmos inenarrables en una parte de los creyentes, especialmente en Alemania, donde los fieles hacían lo imposible por adquirirlas. Ejemplo de ello es la figura del fraile dominico Johann Tetzel, fallecido en 1519, que fue conocido por sus prédicas entusiastas y aplaudidas a favor de las indulgencias. Sus seguidores se contaban a miles. Incluso frente a las tesis de Lutero, se publicaron las llamadas 50 tesis de Tetzel para rebatir sus opiniones sobre el asunto. Ciertamente, la cuestión de las indulgencias, la corrupción y decadencia del clero, la acumulación excesiva de bienes por parte de la Iglesia, fue un mal habitual que periódicamente provocaba descontento. Había levantado críticas, movimientos de protesta más o menos violentos y también intentos de reforma en el seno de la Iglesia. De ello queda constancia en innumerables concilios convocados para intentar resolver estas cuestiones. Pero, por este tipo de asuntos, nunca se produjo una fractura como la que viviría la cristiandad en el siglo XVI, exceptuando el Cisma de Oriente del siglo XI en la que la Iglesia oriental se separó de la latina.
Lutero encendió una llama que prendió porque las sociedades europeas del siglo XVI habían cambiado notablemente respecto a las anteriores épocas. Surgen entonces las nuevas aspiraciones del poder secular (que poco a poco e iban encaminando al despotismo ilustrado que vería su culmen en el siglo XVIII ) o la emergencia de nuevas fuerzas sociales y políticas que configurarán -a la larga- la modernidad. En el siglo XVI había emergido una potente clase comercial y productiva, urbana y necesitada de una espiritualidad, que legitimara la ruptura con las formas productivas gremiales medievales cristianas. El hundimiento de la cristiandad forjará la Europa de las naciones, que tuvo su trágico esplendor en las revoluciones del siglo XIX y las guerras mundiales del XX. En el surgimiento de ciertas formas radicales de protestantismo, tuvieron también incidencia las crisis endémicas del campesinado que llevarían a que Europa estallara en un sinfín de convulsiones. A diferencia de las crisis de siglos anteriores, las consecuencias espirituales y materiales que trajo la Reforma serían irreversibles y llevarían a finiquitar la Edad Media. Esa revolución espiritual que inicialmente se circunscribía a las fronteras del viejo Sacro Imperio Romano Germánico, inesperadamente desbordaría sus fronteras. Si bien Lutero quiso presentar una alternativa al catolicismo romano, pronto tuvo que competir a su vez con decenas de reformadores, cada uno con su propia doctrina e intenciones políticas. Desde su origen, el protestantismo se tornó un movimiento complejo y multiforme del que manaban divisiones y más divisiones.
No hay que engañarse. En el siglo XVI no emergió propiamente una reforma de la Iglesia católica, sino una revolución político-espiritual que convulsionaría el viejo mundo. Algunos han interpretado que la Reforma fue la continuidad del Renacimiento. En cierta manera sí y en cierta manera no. En ambos movimientos hubo una actitud de ruptura frente a la vieja cristiandad. Y en ambos se planteaba una superación por regresión. El Renacimiento quería beber en las olvidadas fuentes de griegos y romanos, mientras que el protestantismo proponía, como excusa, el regreso al espíritu de la Iglesia primitiva. Ambos, no obstante, se presentaron de forma opuesta: el primero como un movimiento optimista y humanista; y el segundo como una actitud pesimista, por considerar la naturaleza humana como absolutamente corrompida por el pecado original. Antes de proponer el protestantismo como la continuación del Renacimiento, sería más propio decir que abortó el Renacimiento. El humanismo fue sustituido por un pensamiento teocrático que fundía lo religioso con lo político, o invertía la tradicional relación de poderes forjada en la Edad Media. Igualmente, lo que aparentemente era un movimiento de regeneración eclesial, se convirtió en una nueva praxis de espiritualidad que partía de una peculiar antropología negativa. Por ello, el protestantismo acabó siendo algo ontológicamente distinto a las habituales crisis eclesiales vividas en los siglos anteriores.
El actualmente institucionalizado nombre de protestantes, tuvo su propia historia. Un jovencísimo Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, convocó a Lutero a la Dieta de Worms, en 1521, para que se retractara de las tesis teológicas que tanto revuelo estaban causando. Ni el emperador ni muchos eran conscientes de la magnitud del problema que se les venía encima. Para Carlos V y sus teólogos este encuentro tenía como intención una reconciliación que se les antojaba fácil, pues ¿cómo un fraile se iba a enfrentar a la máxima autoridad secular de la cristiandad? Pero Lutero no se retractó y se mantuvo altivo. Dicen que lanzó frases que han pasado a la hagiografía protestante como: «¡No puedo hacer otra cosa; esta es mi postura! ¡Que Dios me ayude!». No en vano, un año antes, en 1520, había recibido una bula papal, la Exsurge Domine del papa León X, en la que, sin pelos en la lengua, definía al reformador con estos términos: «un cerdo salvaje ha entrado en la viña del Señor». Y se ordenaba que las obras de Lutero fueran quemadas, dándole 60 días para retractarse y someterse a la autoridad de Roma. En respuesta, Lutero quemó públicamente la bula. Este acto de rebeldía solo lo pudo ejecutar porque se sentía protegido por algunos príncipes alemanes, especialmente el de Sajonia que lo tenía acogido. Ya desde sus inicios, la Reforma tendría este sutil carácter político, pues encontraría protección en aquellos poderes que se oponían al del emperador o al estado de cosas presente. Como la disidencia iba progresando, Carlos V decidió convocar otra dieta, la primera de Spira (1526). En ella se llegó a un acuerdo provisional para evitar una guerra civil, en las lindes interiores del Imperio, entre los partidarios de Lutero y sus adversarios. En espera de la convocatoria de un concilio que estableciera la doctrina cristiana ortodoxa, se permitió que, en función de las creencias o intenciones de cada príncipe elector, se pudiera enseñar y practicar el luteranismo o el catolicismo. El lema rector que ha pasado a la historia fue: Cuius regio, eius religió («de quien rija, la religión»). Tres años después, en 1529, se volvería a convocar en Spira una segunda dieta. Carlos V, queriendo zanjar definitivamente el tema, lanzó un edicto por el que se anulaba la tolerancia religiosa provisional que se había concedido a los principados alemanes. Ello provocó un documento en el que seis príncipes y catorce ciudades libres alemanas del Sacro Imperio Romano Germánico protestaban por el edicto. Nacía así, en su terminología, el protestantismo. El término en principio era despectivo, pero luego fue asumido con orgullo por los acusados. Más adelante se expondrá cómo el protestantismo se fue dividiendo en cientos de confesiones diferentes y opuestas entre sí. Pero algo siempre las mantuvo unidas: la protesta contra Roma. El pensador español Jaime Balmes quiso sintetizar así este fenómeno: «Mirando el globo del protestantismo, sólo se descubre en él un conjunto de innumerables sectas, todas discordes entre sí, y acordes en un solo punto: en protestar contra la autoridad de la Iglesia».
¿EL PROTESTANTISMO COMPARADO
CON EL CATOLICISMO?
"El protestantismo comparado con el catolicismo", es una de las obras más idiosincráticas de Balmes y quizá una de las primeras en lanzar un análisis sobre el protestantismo más allá de lo meramente teológico. Al contrario que la obra de Balmes, en este libro que el lector tiene entre sus manos, no se pretende establecer una comparativa entre protestantismo y catolicismo. Y tampoco este quiere ser un texto de profundidades teológicas y filosóficas. Estas páginas son de divulgación histórica, pero es inevitable establecer ciertas comparativas, realizar ciertas reflexiones más allá de la historia y, eso sí, constatar los efectos que ha producido el protestantismo sobre la cultura y la organización política occidental. Especialmente a esto se dedicarán los dos últimos capítulos de la obra. El protestantismo, evidentemente, fue analizado, criticado y combatido desde el catolicismo. Pero también lo fue desde el marxismo, que distinguía muy bien las implicaciones del fenómeno protestante respecto al catolicismo. Se encuentra en la doctrina marxista una curiosa interpretación que enlaza muy bien con fenómenos parejos a la revuelta religiosa. Así, se puede leer en el Diccionario filosófico marxista, de 1946, la siguiente curiosa y contundente definición: «El protestantismo es una variante burguesa del cristianismo».
El juicio del marxismo pone el acento en tres dimensiones del protestantismo que se irán revisando en diversos capítulos. Por un lado, las iglesias nacionales creadas por el luteranismo prefiguraron los estados nacionales modernos cada uno con su propia religión nacional. Allí donde triunfaba el protestantismo moría la idea de la universalidad de la fe para circunscribirse a una doctrina permitida en una jurisdicción, reino o Estado. En resumidas cuentas, las iglesias nacionales imponían fieles nacionales. Por otro lado, el protestantismo, a la larga, provocaría una secularización religiosa que permitiría la concepción del ciudadano como un sujeto ligado primeramente al Estado y no tanto a una confesión religiosa. Pero antes de este proceso, por obra y gracia del protestantismo, se produjo una teocratización de la sociedad. Marx acusaba a Lutero en estos términos: «Lutero derrotó la fe en la autoridad, porque restauró la autoridad de la fe. Convirtió a los frailes en laicos, porque convirtió los laicos en frailes». Así, desde la doctrina marxista se reconocía que la reforma protestante fue causante de la divinización del Estado moderno, en cuanto que paso previo a su profunda secularización. Una ley universal de la historia es que la pérdida del sentido de lo religioso, siempre viene antecedido de una sobredimensión o hipertrofia de lo sacro que pretende anular lo natural. Y esto es lo que significó el protestantismo para el cristianismo.
En el protestantismo también se descubre que, contra la universalidad del cristianismo, se identifican ciertas espiritualidades con ciertos grupos sociales. Por ejemplo, el calvinismo, una forma de protestantismo distinta del luteranismo y menos conocida para el gran público, sería, en boca de Engels, la doctrina apropiada para «los más intrépidos burgueses de la época». Para él, el calvinismo era «la expresión religiosa del hecho de que en el mundo comercial, en el mundo de la competencia, el éxito o el fracaso no dependen de la actividad o de la aptitud del individuo, sino de circunstancias independientes de él». Engels se refería al dogma de la predestinación a la salvación (nuclear en la teología protestante) como un condicionante que determinaba quién debía ser rico y quién pobre. No es de extrañar que las burguesías nacientes en potencias comerciales como Holanda se acogieran al calvinismo como una espiritualidad ajustada a su idiosincrasia. También, para el marxismo, las expresiones más radicales de protestantismo, los llamados movimientos disidentes, prefiguraron los posteriores movimientos revolucionarios en los que se reflejaba el marxismo. Estos grupos revolucionarios, bajo forma de sectas radicales enfrentadas a las propias formas de protestantismo institucionalizado, querían purificar la Reforma y alcanzar el cristianismo primitivo más originario.
La obra referida de Balmes, diametralmente opuesta al análisis marxista, es una respuesta a la obra del protestante calvinista Françrois Guizot, titulada: Historia de la civilización en Europa. Desde la caída del Imperio romano hasta la Revolución francesa. Guizot fue ministro de finanzas, tras la revolución burguesa de 1830 en Francia, protagonizada por Luis Felipe de Orleans, un miembro de la realeza a la par que liberal revolucionario. A Guizot se le atribuye aquella frase lanzada a los franceses tras la instauración de la monarquía constitucional-liberal: «¡Enriqueceos!». Para algunos, amanecía ahí el espíritu del capitalismo moderno. La tesis que defendía Guizot en su obra era muy sencilla: el protestantismo había traído a Europa el progreso y la prosperidad. Por el contrario, el catolicismo había sido una rémora para el bienestar de Occidente. El clérigo y apologeta Balmes, no pudo menos que escribir su ya inmortal texto para rebatir esa tesis. Es interesante leer en paralelo ambas obras pues ofrecen una perspectiva interesante de cómo se autoanalizaban y comparaban, en el siglo XIX, el protestantismo y el catolicismo.
Naciendo el siglo XX, se hicieron famosas dos obras de Max Weber, editadas juntas y tituladas "Ética protestante" y "El espíritu del capitalismo" (1904-1905). La tesis defendida ha llenado páginas y páginas de comentarios en libros y artículos. Según Weber, el calvinismo, bajo el arbitrario dogma de la existencia en la voluntad divina de una predestinación a la salvación para unos y a la condenación de otros, provocó terribles angustias en sus seguidores sobre su destino final tras la muerte. Si bien para Lutero la salvación no dependía de las obras, sólo de la fe, para el calvinismo ya ni siquiera la fe podía salvar al creyente. Para el calvinismo, el destino eterno del alma estaba predestinado antes de su creación. Según Max Weber, el éxito profesional podría ser un predictor de estar entre los elegidos a la salvación y ello habría causado una ética necesaria para la aparición del capitalismo. Esta breve explicación es evidentemente una burda simplificación, pues la exposición de Weber incluye elementos más complejos que normalmente son obviados. También se suele olvidar que la obra de Weber fue respondida por otro gran sociólogo alemán, Werner Sombart, con su libro El burgués (1913). Sombart propone otros elementos explicativos de la aparición del capitalismo, aparte del calvinismo, ya arraigados incluso en la Edad Media. En otra obra suya, Los judíos en la vida económica, explica que el enriquecimiento de Holanda en la época calvinista sólo fue posible por la llegada unas décadas antes de los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos y no tanto por la ética calvinista. Con esto se significa que la discusión sobre la relación entre protestantismo y capitalismo, sigue abierta.
El protestantismo es un fenómeno complejo, extremadamente complejo, y todo intento de simplificarlo en estereotipos llevaría a una falsificación interpretativa. Por ello, y debido a la naturaleza de este texto de aproximación, tampoco se ha querido descartar reflexiones que permitan comprender mejor el presente de Occidente como fruto de la Reforma protestante y su secularización. Tras la redacción y relectura de estas líneas, el autor llega a la conclusión de que este es un libro de pistas sobre el protestantismo para que el interesado en algunas cuestiones pueda tener un cabo del que tirar e investigar por su cuenta. La inmensidad del fenómeno, el espacio y tiempo que enmarcan los límites del escritor y exigen las editoriales, obligan a esbozar más que a elaborar una obra de profundidades explicativas. Aun así hay que plantear las paradojas que suscita el fenómeno de la Reforma, en la medida que han tenido una profunda trascendencia para explicar nuestro presente.
Hay que explicar por qué, con los siglos, las sociedades protestantes generaron lo contrario que soñaban. Allí donde se pretendió establecer una teocracia, el gobierno del pueblo de los escogidos, la Nueva Jerusalén, será donde surgirán las revoluciones liberales laicizantes. La sublimación de lo religioso acabó en su esterilización. Y esta es la paradoja que se plantea el famoso psicólogo Erich Fromm en su obra El miedo a la libertad: «el hombre moderno [fruto del protestantismo] parece impulsado, no por una actitud de sacrificio y de ascetismo, sino, por el contrario, por un grado extremo de egoísmo y por la búsqueda del interés personal. ¿Cómo podemos conciliar el espíritu del protestantismo y su exultación del desinterés, con la moderna doctrina del egoísmo?». Hay que explicar por qué donde se negó la libertad y la necesidad de buenas obras como indispensables para la salvación, es donde siglos después florecerá la exaltación de la libertad cívica o el voluntarismo, expresado en la obcecación por el trabajo y el éxito. En el mundo protestante, en general, el deseo de una vida austera acabaría siendo sustituida por el ansia del enriquecimiento y el materialismo más procaz. Donde reinó la intransigencia moral puritana más insoportable para cualquiera que la experimentase en nuestros días, se convirtió, a la postre, en el foco de la doctrina de la tolerancia y la libertad de pensamiento.
Igualmente, donde se afirmó que la naturaleza humana estaba muerta por el pecado, acabaron surgiendo las teorías del hombre «bueno por naturaleza» que permitieron la construcción de la arquitectónica política moderna. El pacto de los escogidos con Yahvé, acabó siendo sustituido por el pacto de las voluntades individuales con una voluntad general y suprema que constituía el pueblo. Por otro lado, la divinización del pueblo,. propia de la modernidad, tiene un antecedente en la doctrina del derecho divino de los reyes. Esta tesis es defendida por John Figgis, en su obra El derecho divino de los reyes. En ella demuestra cómo los teólogos ingleses partidarios de la separación de Inglaterra de la Iglesia romana, pergeñaron esta teoría. La intención era dotar al poder político de una sacralidad que lo igualara con el del Papa. Aunque esta tesis existiera antes de los Tudor y Enrique VIII, Figgis expone que fue en su época cuando se defendió y articuló con mayor furor. Sólo así pudo justificarse que la cabeza de la Iglesia fuera el rey y no el papa. Pero, como escribiría en el siglo XIX el anarquista Max Stirner, la modernidad consistiría en sustituir el inventado derecho divino de los reyes, por el derecho divino de los pueblos. La posmodernidad, por el contrario, acabaría sustituyendo el derecho divino de los pueblos, por el inmanente absoluto derecho a todo del individuo inmerso en su propia soledad.
En el siglo XIX, surgió de los ambientes protestantes alemanes un extraño filósofo panteísta y pesimista, Eduard von Hartmann. Se hizo famoso por su primera obra La filosofía del inconsciente (1869). En ella se encuentra el intento de resolver el drama que tres siglos antes habían planteado los primeros reformadores: la soledad de una conciencia liberada a sí misma. Según su argumento, la felicidad individual era imposible, pero el autor deseaba encontrar un mecanismo por el que liberar al inconsciente de su perpetuo sufrimiento existencial. Pará él, y a diferencia de Schopenhauer que propuso buscar la felicidad en burdos placeres, el hombre debía abandonar la terrible sensación de soledad y dejarse mecer por el orden moral social. Este «orden social» no le daría la felicidad, pero le aliviaría existencialmente (un orden social protestante, claro está). En otro escrito, titulado La religión del porvenir, presenta el protestantismo como una fase agotada y muerta del cristianismo, pero necesaria para que devenga una nueva civilización. Así, sentencia: «El protestantismo no es más que la estación de descanso en la travesía del cristianismo auténtico, muerto decididamente para las ideas modernas. Es un tejido de contradicciones desde su nacimiento a su muerte, porque en cada fase de su vida se tortura por conciliar lo inconciliable». Entre estas contradicciones psíquicas anunciadas está la ruptura entre la conciencia individual y el comportamiento colectivo. La necesidad de pertenecer a una comunidad de escogidos, con unos códigos morales y públicos manifiestos, combinada con la profundidad de una conciencia sin otro límite que la sola fides, sólo podía llevar a paradojas vitales. En la medida que agoniza el carácter comunitario de la fe, el protestantismo parece prefigurar la posmodernidad en su insoportable soledad subjetiva y el rechazo de la objetividad universal de la razón. No en vano, escribía Nietzsche: «El protestantismo es la hemiplejía del cristianismo y de la razón».
El Deus absconditus («Dios escondido») que exalto Calvino, contribuyó a ello. El protestante pasó, de sentirse miembro de una Iglesia universal (como los católicos), a sentirse miembro de una comunidad o congregación de escogidos. Pero aun viviendo entre la comunidad de santos, nada garantizaba su salvación pues existía una predestinación -a la salvación o a la condenación- previa de la que ignoraba su contenido. Se hace difícil entrar en esas psiques, pero todo apunta, y así lo argumenta Erich Fromm, que fueron las primeras en sentir el individualismo moderno. En su clásico tratado sobe el suicidio, Émile Durkheim intenta explicar por qué las tasas de suicidios son siempre más altas entre protestantes que entre católicos. Una causa que apunta es el individualismo más exacerbado en los primeros: «si el protestantismo -explica Durkheim- da mayor importancia al pensamiento individual que el catolicismo es porque cuenta con menos creencias y prácticas comunes. [...] cuanto más se abandona un grupo confesional al juicio de los individuos, más ausente está de la vida de estos y menos cohesión y conferencia tiene». Son muchos los análisis de otros tantos autores que han sabido entrever las consecuencias del protestantismo en la elaboración de una psique especial y algo se traslucirá a lo largo de los próximos capítulos.
El individualismo será al abono sobre el que fermentará otra de las características principales del protestantismo: la ausencia de un principio de autoridad. Ello llevará a que, irremisiblemente, la Reforma estuviera condenada a perpetuos procesos de división y enfrentamientos. Jaime Balmes ya describió el hecho: «Llevados los primeros reformadores de su espíritu de oposición a la Iglesia romana, reclamaron a voz en grito el derecho a interpretar las Escrituras conforme el juicio particular de cada uno [...] proclamado este derecho sin explicación ni restricciones, las consecuencias fueron terribles». La cuestión no era tanto el cómo interpretar las Escrituras, sino afirmar que no había más principio que el no tener principio de interpretación. En potencia, y llevando esta postura a su último extremo, cada cristiano se podía llegar a convertir en una Iglesia en sí mismo. La naturaleza social del ser humano llevó a que no se llegara a ese extremo, pues siempre se buscan complicidades, incluso en lo espiritual. Si la Reforma buscaba pretendidamente volver a la Iglesia originaria, su propia lógica la llevó a constituir innumerables, contradictorias e incompatibles entre sí «Iglesias de Cristo». Sólo en Estados Unidos, hoy en día, hay registradas más de 1500 confesiones y congregaciones protestantes diferentes. Se cumple así lo que Balines profetizara: «El principio esencial del protestantismo es un principio disolvente; ahí está la causa de sus variaciones incesantes».
EXTRAVAGANCIAS, PACIFISMO Y RADICALISMO
Las variaciones del protestantismo llevaron a que este, a lo largo de los siglos, adoptara las más diversas y contradictorias formas. Muchas veces se llegará a la extraña situación de que los reformadores acabaron defendiendo lo que previamente criticaron. Erasmo de Rotterdam, humanista, católico pero simpatizante con la causa protestante, no podía menos que criticar: «Según parece, la Reforma viene a detener la secularización de algunos frailes, y al casamiento de algunos sacerdotes; y esta tragedia termina al fin por un suceso muy cómico pues que todo se desenlaza, como en las comedias, por un casamiento». Con estas palabras se refería a muchos sacerdotes católicos que criticaban q.e la Iglesia la corrupción del clero, su escandalosa vida en concubinato, pero luego abandonaban ellos mismos el sacerdocio para casarse. No debe extrañar este hecho pues, nuevamente, Balmes enseña una ley universal de la naturaleza humana: cuando la razón quiere moverse sin sujetarse a ninguna autoridad, entonces el ser humano adopta posturas que van «desde el fanatismo a la indiferencia».
Extraña ver cómo se incluyen en el protestantismo desde movimientos pacifistas, como los cuáqueros, a violentos revolucionarios como los anabaptistas. Actualmente se asocia el protestantismo a comunidades prósperas y modernas, pero, como señala Weber: «El protestantismo de Lutero, Calvino, Knox y Voet, en sus inicios, casi nada tenía en común con lo que ahora se conoce por progreso. Indudablemente, era contrario a muchos aspectos de la sociedad moderna».
Si bien algunas confesiones protestantes, como los mormones, quedan asociadas a clases altas y tecnológicas, otras congregaciones como los amish parecen haberse quedado detenidas en el siglo XVII. En lo teológico, hay Iglesias reformadas unitaristas -que rechazan la existencia de la Santísima Trinidad- y otras que han conservado la doctrina trinitaria, como el anglicanismo. Unas conservan la Jerarquía episcopal y a otras les repugna toda estructura jerárquica. La disparidad teológica es tal que incluso se dan todas las variaciones posibles en el número de sacramentos aceptados por las diferentes confesiones.
Lo que en un principio, por parte de los primeros reformadores, fue una búsqueda de la verdad, que había sido sustraída al cristianismo por parte de Roma, se terminó convirtiendo en la defensa de la primacía de la subjetividad. La búsqueda de la verdad, se convirtió en la búsqueda de mi verdad. Y, ¿cómo crear una fe común si cada reformador estableció un credo ajeno al de los otros? En definitiva, la unidad del protestantismo sólo pudo consistir en la protesta contra Roma. De ahí que Balmes señalara como casi esencial a la Reforma una constante tendencia a ciertas explosiones de fanatismo en el seno de esa pluralidad de creencias. Escribe que, esta tendencia a la radicalidad, anida latente en el corazón de la naturaleza humana. El problema se presenta cuando se producen las circunstancias para que se manifieste. Así, sentencia:
«Fingid una ilusión cualquiera, contad la visión más extravagante, forjad el sistema más desvariado; pero tened cuidado de bañarlo todo con un tinte religioso; y estad seguros que no os faltarán prosélitos entusiastas que tomarán a pecho sostener vuestros dogmas, el propagarlos y que se entregarán a vuestra causa con una mente ciega y un corazón de fuego: es decir, tendréis bajo vuestra bandera una porción de fanáticos». Esta reflexión encaja perfectamente con lo que representó el protestantismo en sus primeras fases. Pero, también sirve para entender a los telepredicadores que salpican el territorio de los Estados Unidos o extrañas sectas cristianas, incluso destructivas, que siguen surgiendo en pleno siglo XXI como por arte de magia.
Por mucho que en la actualidad se quiera presentar una visión ecuménica de las diferentes confesiones cristianas y se quiera dulcificar la imagen de algunos grandes reformadores, no se puede negar la realidad. Entre los reformadores y fundadores de confesiones religiosas, tenemos abruptas personalidades, ímpetus descontrolados, muchas veces mentes obstinadas, por no decir obsesivas, arranques de genio y malgenio o toques de humanitarismo mezclados con actitudes, muchas veces, profundamente tiránicas. Y, posiblemente, sin esas características hubiera sido imposible crear casi de la nada una confesión religiosa que luego, durante siglos, seguirían millones de fieles. Es absurdo ocultar los arranques histriónicos de Lutero que llegó a lanzar un tintero contra el diablo que le acosaba en su habitación o que proclamaba sus filípicas contra los campesinos alemanes llamando a los príncipes electores a exterminarlos como a perros rabiosos. O cómo Calvino, en un arranque de ¿celos? mandó enviar a Miquel Servet a la hoguera. Ni la historia puede olvidar la obsesión casi enfermiza de Cromwell contra lo católico, expresada en sus sangrientas campañas en Irlanda, o contra la monarquía a cuyo representante mandó cortar la cabeza. O resalta, ya entrados en el siglo XIX, la trágica historia del fundador de los mormones, Joseph Smith. Según él se le habría aparecido Juan el Bautista confiriéndole el sacerdocio bíblico de Aaron, pero ello no impediría que muriera asesinado a mano de otros protestantes que lo consideraban un loco peligroso y polígamo.
Se podría argumentar que en el seno del catolicismo también hubo muchos personajes, incluso papas, que adolecían de los mismos resortes histriónicos. A la mente vienen rápidamente los Borgia. Calixto III, el primer papa Borgia, dejó preparado el terreno para que su sobrino Rodrigo le sucediera. Este, siendo cardenal, ya contaba con al menos siete hijos conocidos con más de una mujer. Consiguió ser elegido como papa con el nombre de Alejandro VI. De él dijo Maquiavelo: «no hizo nunca otra cosa que engañar al prójimo». Sin lugar a dudas era ambicioso, traicionero, manipulador y cruel. De paso escandalizó a los romanos montando una corrida de toros a la española en la Ciudad Santa. Sus degeneraciones, que le llevaron a su supuesto envenenamiento, sin embargo no derivaron en arbitrarios cambios doctrinales del credo católico, ni en la intención de reformular lo que debía ser la Iglesia o los sacramentos. Y mucho menos defender que su palabra estaba por encima de las Escrituras.
Por el contrario, hombres y mujeres virtuosísimos en su comportamiento externos, como Ellen G. White, una de los sostenes del Adventismo del Séptimo Día, casta, vegetariana y madre ejemplar (todo lo contrario que los Borgia) y que decía tener visiones sobre el final de los tiempos, fundó una nueva iglesia según sus criterios. Sus escritos, para ella y sus fieles, pasaron a rango de inspirados, estando al mismo nivel que los libros de la Biblia. Con esa autoridad, un buen día decidió que el precepto cristiano debía cumplirse el sábado y no el domingo. Ningún Borgia, con su poder, crueldad y desmedidos vicios, se hubiera atrevido a parecidas transformaciones en las creencias y tradiciones cristianas. Baste analizar la figura de san Francisco de Asís para descubrir en él a un potencial loco, sectario o hereje. Fundada ya su orden, camino de Tierra Santa, quiso convertir al sultán de Egipto al cristianismo. Para ello invitó a sus imanes a entrar con él en una gran hoguera, para así demostrar qué religión era la verdadera. Los mulás rechazaron horrorizados la propuesta. Entonces se ofreció al sultán a entrar solo y le retó que, si salía ileso, se convirtiera al cristianismo. Una propuesta que el sultán le prohibió ejecutar. El poderío del de Asís y sus seguidores, los poverellos, era más que suficiente para haber montado su propia reforma y separarse de la Iglesia, pero nunca se le pasó por la cabeza. Eso lo harían posteriormente muchos de autoproclamados seguidores del espíritu de san Francisco, como los Hermanos Apostólicos de Dulcino (1250-1307) o los fraticelli que en nombre de san Francisco y su pobreza, agitaron las aguas espirituales de Europa con sus actividades revolucionarias, allá por los siglos XIV y XV. De estas agitaciones beberían también muchos reformadores protestantes.
La historia del protestantismo es una historia compleja y apasionante, pues es el relato de las pasiones del espíritu que, queriendo volar a veces demasiado alto, cayeron en algunas profundidades insondables; queriendo vencer al mundo, a veces se adaptaron perfectamente a él e incluso lo impulsaron con una eficacia inusitada. El protestantismo en cuanto tamiz espiritual que adoptó mil formas, acompañó desde su origen a la modernidad en una extraña relación. Decía Gustavo Bueno que el protestantismo quedó atrapado en la conciencia subjetiva que conduce al pietismo y al nihilismo, y que de Lutero se va a Hegel, Nietzsche y Hitler (pasando por Lessing, Herder, Fichte, Bismarck y su Kulturkampf). Con esta última reflexión, se iniciará un recorrido por su historia, advirtiendo de antemano que sólo se podrán revisar algunos de sus pliegues y otros quedarán en el tintero. Pero la intención última es un primer conocer y sorprenderse con la realidad del protestantismo y esbozar cómo este fenómeno, que quebró la vieja cristiandad, ha influido de manera insospechada en la forja de nuestros días.
Este libro está dirigido fundamentalmente a personas con formación y vida religiosa. No solamente sacerdotes sino también a religiosos y religiosas, a seminaristas y demás personas que tengan inquietudes por encontrar mejores vasos comunicantes entre la racionalidad económica y la visión inspirada en el cristianismo del hombre y la vida en sociedad.
No es un libro introductorio a la economía entendida en sentido técnico, como econometría y análisis estadístico. Tampoco es una especie de manual introductorio a la administración, las finanzas y la contabilidad, pensado para orientar al religioso en la administración de la parroquia u otra institución eclesial.
El libro constituye una aproximación a la racionalidad económica para enriquecer la comprensión del creyente respecto de algo tan simple como maravilloso: la acción de los hombres en el mercado, la «institución económica que permite el encuentro entre las personas» (Benedicto XVI, Caritas in veritate, nº 35). Al mismo tiempo, se intenta analizar este fenómeno a la luz de la vida de Fe, y de la visión del hombre y de la sociedad que ofrece la sabiduría cristiana. De este modo, la lectura del libro aspira a iluminar un ámbito de crucial importancia para entender la complejidad de la vida social en sociedades extensas, a la luz de la vida de fe.
En efecto, tener un mínimo conocimiento de estas interacciones de mercado resulta crucial para que el estudio y el discurso moral del religioso sea realista y eficaz ante el laicado y la sociedad en su conjunto. Una formación sólida en estos temas permitirá una sana distancia crítica del mensaje de fe, impidiendo así que este caiga víctima del populismo, de los intereses político partidistas y de proclamas simplistas, a menudo falaces.
NOTA ACLARATORIA
Este no es un libro para la administración de la parroquia, el episcopado o el estado del Vaticano. Tampoco es un libro que suponga que el sacerdote deba hablar de economía en tanto sacerdote, aunque como ciudadano tiene todo el derecho a opinar lo que quiera como cualquier otro ser humano.
Pero los sacerdotes sí deben hablar sobre una moral que se deriva de las Escrituras, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Y en esa moral entran cuestiones económicas.
Pero entonces, cuando el sacerdote habla de temas económicos desde la moral (por ejemplo, la indignante miseria que sufren muchos pueblos), puede surgir el siguiente problema: ¿cuál la diferencia entre un tema de ética social y una cuestión “técnica” de ciencia económica?
Si no se hace la distinción, se corren dos peligros que se retroalimentan:
a) negar la esfera de autonomía propia de la ciencia económica y absorberla en una moral que luego resulta ingenua frente a los economistas preparados;
b) negar una esfera de razonamiento moral que no se reduce tampoco a la oferta y la demanda.
Pero entonces, ¿cuál es el criterio de demarcación? Que las acciones humanas, libres y voluntarias, que se encuentran en el mercado (en la oferta y la demanda) tienen consecuencias no directamente intentadas y ese es el ámbito de la ciencia económica. El salario de tal o cual jugador de futbol es muy alto porque son millones y millones de personas las que miran sus partidos. El salario alto es la consecuencia no intentada de los millones de espectadores. Luego viene la pregunta moral: ¿está bien que sea así? Posiblemente sí, posiblemente no, pero la consecuencia no intentada sigue siendo la misma.
Tener un mínimo conocimiento de estas interacciones de mercado es necesario para que el discurso moral del sacerdote sea realista y eficaz ante el laicado y la sociedad en su conjunto. Que los salarios sean en general muy bajos es muy injusto pero ignorar que ello tiene que ver con la inflación –por ejemplo– no permitirá al clérigo hacer, precisamente, un juicio moral correcto.
Todo esto es muy importante porque de lo contrario se sigue creyendo que de un lado está la moral y del otro la economía, como dos seres que se miran distantes, con recelo y desconfianza mutua. Sacerdotes, obispos, conferencias episcopales y pontífices hablan desde la moral y los economistas “contestan” desde la economía y viceversa, produciéndose un diálogo de sordos que conduce a muchas cosas excepto al bien común y a la solución de la pobreza.
Para que esto no ocurra, ofrecemos estas breves reflexiones, con la esperanza de colaborar de este modo, también, con un mundo más justo, más humano, con mayor interdisciplinariedad, y menos malentendidos entre personas cuyas intenciones, esta vez sí directamente intentadas, es que todos puedan vivir en una sociedad más justa, más digna del hombre, a pesar del pecado original.
Gabriel J. Zanotti
1 de diciembre de 2015
INTRODUCCIÓN
El libro está dirigido a personas con formación y vida religiosa. No solamente sacerdotes sino también a religiosos y religiosas, a seminaristas y jóvenes que estén en su período de formación y que tengan inquietudes por encontrar mejores vasos comunicantes entre la racionalidad económica y la visión inspirada en el cristianismo del hombre y la vida en sociedad.
Como se ha indicado en la Nota Aclaratoria, no se trata de texto que sea un manual de microeconomía o de macroeconomía. Tampoco se trata de un manual científico sobre la historia del pensamiento económico. En este sentido se ha intentado, a lo largo del texto, reducir el aparato crítico y de referencias al estricto mínimo necesario. No obstante, el texto supone abordar en clave diáfana problemas que requieren, para su mejor comprensión, de la sistematización de una cierta conceptografía (vocabulario específico y técnico) propia del análisis económico. La adquisición de este marco conceptual resulta inevitable si se pretende comprender mejor un ámbito tan complejo del horizonte de lo humano como es el vinculado a la vida económico-social.
Sin duda la crisis económico-financiera de 2008 y el escenario posterior –conocido como la época de la gran recesión– han servido de acicate para volver a cuestionar muchos implícitos de la ciencia económica. El religioso sabe distinguir entre “la teología” y “las teologías”, en el sentido de que una cosa es el saber teológico, genéricamente entendido, y otro, la impronta específica que pueda tener determinada corriente teológica: la teología de los Padres, la teología agustiniana, la teología franciscana, la teología tomista, la teología escolástica, la teología moderna, la teología rahneriana, la teología de Balthasar, la teología ratzingeriana, la teología del pueblo, y otras son distintas expresiones y desarrollos del saber teológico, y ninguna de ellas se identifica con “la teología”. El religioso, cuando aborda problemas epistémicos de otras ciencias también debe tener presente esta distinción. En el caso concreto de la economía sucede lo mismo, aunque haya un modo de estudiar la economía que esté muy extendido en los claustros universitarios de los principales centros de Europa y América, ello no significa que esta aproximación sea sinónimo de “la economía”. Peter Boettke, profesor de economía en la George Mason University (EE.UU.) señala que conviene distinguir entre “la economía de la corriente principal” (mainstream economics) o, dicho en otros términos, la economía que está de moda en un momento histórico concreto (de modo análogo a como a las distintos modos de hacer teología podríamos denominar como el modo de hacer teología en un tiempo determinado) de lo que constituiría el núcleo sustantivo –allende las modas– del análisis económico, compartido a lo largo del tiempo por distintos pensadores que se introdujeron en el estudio de la racionalidad económica, y que no siempre coincide en el tiempo con “la economía de la corriente principal”. A esta segunda aproximación –que se identificaría en el ámbito de la teología con la noción de teología como ciencia con relativa independencia de los signos de familia de una escuela teológica concreta– Boettke la denomina “economía de la línea troncal” (mainline economics). La aproximación a la racionalidad económica que se ofrece en este texto se inscribe en la línea de reflexión vinculada a “la economía de la línea troncal”, que según Boettke y otros historiadores del pensamiento económico, hunde sus raíces en el pensamiento proto-económico presente en algunos teólogos medievales y en la segunda escolástica. Esta aproximación guarda una distancia crítica respecto de la tendencia tan extendida en la corriente principal a reducir el análisis económico a la econometría (la formalización y matematización de los problemas económicos), así como de la reacción posmoderna presente en muchas líneas heterodoxas de reducir el análisis económicos a problemas de imposición ideológica de modos arbitrarios de ver el mundo. Frente a ello, un rasgo de identidad de los economistas de la línea troncal es la convicción en que puede haber un ejercicio robusto de la racionalidad que no suponga la reducción de la razón a la tecno-ciencia ni la huida al irracionalismo o subjetivismo propio de las aproximaciones posmodernas.
El texto conserva un registro divulgativo especialmente pensado para que resulte fácilmente comprensible a personas no versadas en economía. Sin embargo, el texto también expone con cierto rigor los ejes característicos de la racionalidad económica, es decir, un modo particular de ejercer la racionalidad no divorciado de la racionalidad moral pero no idéntico a esta. Se trata de lo que en la literatura anglosajona se denomina como el “economic way of thinking” o modo de pensar desde la economía. Bien entendida, esta peculiar aproximación a los problemas de la coordinación y cooperación intersubjetiva no implica caer en el reduccionismo del economicismo sino adquirir un tipo particular de análisis conceptual que permite desarrollar en la racionalidad humana un hábito mental particular. El libro aspira a que el lector paciente, al seguir el hilo de los desarrollos argumentales expuestos en cada capítulo, consolide este particular hábito analítico, especialmente útil para comprender con mayor rigor algunos de los problemas más difíciles a los que se enfrenta el hombre en sociedades complejas y extensas. Como se puede intuir, desde esta perspectiva, la confluencia de horizontes entre la racionalidad moral y la racionalidad económica, y ello en un contexto de armonía fe razón, resulta una tarea tan apasionante como fecunda y, lamentablemente, todavía no muy extendida en los currículos de los centros de formación de inspiración cristiana.
Al final de cada apartado se incluye una propuesta didáctica en la que se ofrece un sumario de las ideas más relevantes expresadas en el capítulo. También se incluyen algunas definiciones que pueden resultar útiles para una mejor comprensión de los conceptos operativos incluidos en cada capítulo.
Finalmente, a modo de ejercicio de comprensión lectora o en caso que el texto se utilice en sesiones grupales de discusión, se incorporan algunas preguntas para la reflexión y el análisis. Las preguntas pretenden ayudar en la consolidación de las nociones centrales de cada capítulo así como ofrecer pistas para una mayor profundización entre las conclusiones de cada capítulo y las implicancias que se siguen para quienes tienen una visión trascendente del sentido de la vida humana.
La economía de la línea troncal expresa una firme confianza en la razón pero, al mismo tiempo, mantiene la convicción de hacer un ejercicio humilde de la razón: el hombre puede ir aprendiendo mediante ensayo y error, y de modo colaborativo, en diálogo y discusión con otros hombres. Al mismo tiempo, el análisis que se hace supone asumir que la utopía no es una opción.
La historia de la humanidad tiene una dolorosa experiencia de épocas en las que en nombre de la utopía, pretendiendo traer el cielo a la tierra se terminaron creando condiciones de vida infernales para millones de seres humanos. Un ejercicio confiado, humilde y riguroso de la racionalidad constituya tal vez uno de los desafíos de nuestra hora más importantes.
Finalmente, conviene destacar que muchas de las ideas presentes en el texto son fruto de las conferencias, grupos de análisis y discusión en los que participaron los autores durante los últimos años. Muchos de estos encuentros tuvieron lugar en contextos donde el auditorio compartía una común visión respecto de la posibilidad y fecundidad de analizar los problemas socio-económicos contemporáneos desde la armonía fe-razón, si bien ello no impedía el debate y la legítima diferencia de opiniones en temas de suyo contingentes y abiertos a la libre opinión.
Si al finalizar la lectura de este texto, el religioso, la religiosa, el seminarista, sacerdote o laico interesado en estos asuntos incorpora una visión más informada del saber económico y de su complejidad, se habrá cumplido uno de los objetivos del libro. Si esto impulsa al lector a experimentar un renovado asombro ante la maravilla que supone la cooperación de los hombres en el mercado, en contextos de paz, justicia y libertad, el objetivo se habrá superado con creces.
Los autores agradecen el apoyo del Acton Institute (EE.UU.), del Instituto Acton (Argentina) y del Centro Diego de Covarrubias (España).
Mario Šilar y Gabriel J. Zanotti
8 de diciembre de 2015
CAPÍTULO I:
LA ESCASEZ
La economía para sacerdotes, religiosos y religiosas no es diferente de la economía para todos los seres humanos. Excepto, claro, porque los economistas rara vez hablan teniendo en cuenta la formación teológica del sacerdote, de las religiosas y de los religiosos católicos y su visión cristiana del mundo. Es la intención de esta serie de escritos cubrir ese vacío y contribuir a que las personas con sensibilidad religiosa tengan mejores elementos para analizar y discernir algunos de los problemas que padecen las sociedades contemporáneas, vinculados a la vida económica.
Comencemos con la escasez. El cristianismo es una religión de la abundancia, no de la escasez. ¿Por qué? Porque el cristianismo es, precisamente, una religión que se nutre de la Gracia infinita de Dios, a través de su Segunda Persona encarnada, Cristo. La gracia de Dios es abundante e infinita, como la fuente de la cual procede, el mismo Dios. El Antiguo Testamento nos habla del maná del cielo; el Nuevo, de la multiplicación de los peces, del agua que se convierte en vino, siempre en una abundancia que es figura de la gracia y la misericordia infinita de Dios.
Ante eso, es obvio que un tema como la escasez resulte extraño. Tal vez no había escasez antes del pecado original. Sí, es cierto que los hombres moraban en el paraíso originario, en armonía total con Dios, “para trabajar”, pero era un trabajo que no tenía mucho que ver con la pena del trabajo posterior. Tampoco es razonable suponer que nuestros primeros padres sufrieran pobreza, desnutrición o desocupación.
¿Será entonces la escasez un mal intrínseco del mundo al cual fuimos arrojados después del pecado original? No, si por “mal” se entiende propiamente la herida que ese pecado original dejó en el corazón del hombre. El hombre, sencillamente, se enfrenta con la naturaleza, una naturaleza física que es entre indiferente y hostil ante los reclamos de la naturaleza cultural que caracteriza al ser humano.
El hombre no satisface sus necesidades como los demás animales, donde sus necesidades están satisfechas por plantas u otros animales, en el reino animal cuando de un bien X “no hay” lo suficiente, solo la lucha despiadada entre las diversas especies animales (o entre individuos de la misma especie) es la “solución”.
El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios –Imago Dei que no se perdió después del pecado original– tiene inteligencia, voluntad libre, y por ende cultura e historia. Desde la tribu aparentemente sencilla hasta las civilizaciones modernas de entramados más complejos, el hombre no encuentra los bienes que necesita y desea tal como si fueran frutos que caen de los árboles. Ni las lanzas, ni las flechas, ni los talismanes, ni las vestimentas, ni el agua, ni nada, y menos aún el tiempo ilimitado para vivir los usos, costumbres y ritos de cada cultura, están allí “disponibles” como el maná del cielo. Sencillamente, NO están. NO los hay. Eso es la escasez. Y como solo Dios puede crear, el hombre tiene que transformar, aplicar su inteligencia y sus brazos para obtener un “producto” que satisfaga sus necesidades culturales. Y todo ello es escaso: escasos son los bienes que consumimos y escasos son los medios para producirlos (así como escaso es el tiempo del que disponemos en nuestra vida).
¿Es malo todo ello? No, en la medida en que hemos visto que, el ser humano, al ser “arrojado al mundo” es arrojado en parte al mundo como mundo físico creado, creado por Dios, que en ese sentido nunca puede ser malo (ontológicamente hablando), sino bueno, aunque escaso a efectos de las necesidades humanas que antes, tal vez, nos eran sobrenaturalmente satisfechas.
¿Es este escenario fruto de un pérfido capitalismo? Ya tendremos tiempo de hablar del capitalismo, pero ya hemos observado que la escasez, como la hemos visto, es una condición natural de la humanidad, tal vez no sobrenatural, pero sí intrínseca a toda cultura humana, sea maya, sumeria, romana, incaica, mapuche, norteamericana, árabe o china.
¿Es esto fruto de que la riqueza “allí está” pero no está bien distribuida? No, porque ya hemos visto que “no está allí”, aunque obviamente pueda haber males en la justicia distributiva.
Conclusión: la escasez como tal no es mala, y el cristianismo como tal implica la sobreabundancia de la gracia pero NO de los bienes que cada cultura determina como necesarios en el marco de su horizonte histórico-temporal. Claro, el pecado original implica que los problemas ocasionados por la escasez sean peores. Si dos santos estuvieran en un desierto y no tuvieran más para beber, si Dios no hace un milagro, ¿cómo morirían? Santamente. Se darían el uno al otro hasta la última gota de agua. Pero morirían. Cualquiera de nosotros, en cambio, moriría también, pero no tan santamente, sino que posiblemente nos terminemos peleando por la última gota de agua. Pero que el agua sea escasa no es el mal; el mal está en el corazón del hombre.
¿Pero entonces? ¿Cómo hacemos para minimizar la escasez? ¿Cómo hacemos para que alguien que tiene sed vaya a un grifo, abra la canilla y beba? El agua de la vida eterna ya la tenemos, e infinitamente, como regalo de Dios misericordioso. El agua de la vida natural, no. ¿Cómo hacemos entonces? De eso trata, precisamente, la economía. Ver el fenómeno de la escasez, no negarlo, ni condenarlo, es el primer paso.
PROPUESTA DIDÁCTICA:
I. Sumario
En este capítulo se ha presentado el concepto de “escasez” y se ha señalado la importancia que tiene una adecuada comprensión de la condición natural de escasez humana a la hora de analizar la acción de los seres humanos. Esta condición de escasez, obviamente, no niega la gran riqueza de bienes que existen en el orden natural. Sin embargo, en categorías aristotélicas, se puede afirmar que a la luz del horizonte cultural del ser humano, esta riqueza y abundancia del orden natural solo se encuentra en un estado “potencial” en el mundo físico, como si estuviera esperando de la agencia creativa humana (cultura) para actualizarse. El capítulo también ofrece las pistas para comprender la no contradicción entre la bondad ontológica del mundo en tanto creado por Dios y la condición natural de escasez respecto del ser humano.
II. Definiciones
1. Capitalismo:
Sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción; de la libre creatividad humana en el sector de la economía (Juan Pablo II).
2. Justicia distributiva:
Dentro de la división clásica de la justicia, se entiende por justicia distributiva aquella que va desde el bien común a los particulares.
3. Economía:
Ciencia que estudia la acción humana en el mercado desde el punto de vista de las consecuencias no intentadas de la interacción de oferentes y demandantes de bienes escasos.
III. Para reflexionar
1. ¿Qué idea de economía tenía antes de leer este texto? ¿En qué medida la lectura de este capítulo ha contribuido a modificar o confirmar esa visión previa de la economía que tenía?
2. ¿Por qué es tan importante no olvidar la noción de escasez a la hora de pensar en los problemas económicos? ¿Qué consecuencias cree que se siguen de no prestar atención o ignorar el drama de la escasez?
3. ¿Ha pensado alguna vez en este carácter bifronte de las nociones de escasez y abundancia respecto del orden natural y el orden de la Gracia?
4. ¿En qué medida cree que los problemas generados en el mundo post-pecado original agravan el drama de la escasez?
5. ¿En qué medida la noción de escasez es relativamente independiente respecto de la bondad o maldad moral de los agentes que actúan en el mundo?
6. Según el texto leído, las condiciones de escasez constituyen el escenario “natural” de la especie humana. ¿Qué opina al respecto? ¿Qué implicancias se siguen de ello respecto de la distribución y redistribución de bienes?
7. Redacte con sus propias palabras un párrafo en el que explique la relación entre el principio de bondad ontológica del mundo creado y la situación de escasez natural de la especie humana (intente mostrar en qué medida ambas ideas no son contradictorias sino compatibles).
CONCLUSIÓN FINAL
Bien, mi querido sacerdote, religioso o religiosa que has tenido la paciencia de llegar hasta aquí: hemos visto que luego del pecado original, la escasez, los precios, el mercado, las consecuencias no intentadas de los que interactúan en el mercado, el ahorro, la inversión, etc., son aspectos fundamentales de una naturaleza humana que ha pedido los dones preternaturales. Y en ese estado estamos desde que hemos sido arrojados al mundo y contamos con la promesa de un redentor. Por lo tanto esos temas deben formar parte de una cosmovisión cristiana del mundo, no porque hayan sido revelados, no porque no sean opinables en relación a la Fe, sino porque no debemos ignorarlos so pena de hablar de todo ello como malo, despreciable o casi inexistente, o sin reconocerle su justa autonomía como ciencia.
Porque, aunque sea una condición posterior al pecado original, no por ello está fuera de la ética. Permanentemente hemos visto que no. La autonomía de la ciencia económica tiene que ver con las consecuencias no intentadas de las acciones humanas en el mercado: ese ese margen de análisis el que tiene autonomía “relativa” de una moral que juzga según los fines de las acciones humanas directamente intentados. Pero aún así, decimos “relativa” porque las consecuencias no intentadas son en sí mismas buenas cuando se producen dentro de un marco institucional que respeta los derechos de las personas y da la paz y estabilidad necesarias para el ahorro y la inversión. No es malo que un precio sea alto y un salario sea bajo, si ello es fruto de la escasez. Lo importante es cómo hacer para que los precios tiendan a la baja y los salarios al alza: con el ahorro, la inversión y las condiciones institucionales que lo hace posible.
La economía es por ello una de las ciencias con mayor compromiso moral. La miseria indignante en la que viven millones y millones de personas, los que mueren tratando de huir de todo ello, los que llegan a países supuestamente libres y son deportados de vuelta al infierno del cual intentaron salir. Son injusticias que claman al cielo, que no son fruto de sunamis, terremotos o tornados, sino de malas instituciones económicos que tienen su origen en nuestra ignorancia o, casi siempre, en nuestra indolencia para estudiar y luego para mantenerse firme en la defensa de verdades que no gustan ni al político demagogo ni a las masas alienadas.
Hay en la economía, verdaderamente, una auténtica opción preferencial por el pobre. Ha llegado el momento de que esa opción preferencial se llene de estudio y comprensión de una ciencia económica que verdaderamente libere a las masas de la ignorancia de sepulcros blanqueados que dan pie a la verdadera denuncia profética.
LA IDEOLOGÍA SOCIALISTA DE
LA DOCTRINA SOCIAL ECLESIÁSTICA
JESÚS HUERTA DE SOTO
EL SEÑOR DEL LIBRE MERCADO
Economía para Sacerdotes con Mario Šilar & Fray Gonzalo Irungaray | BIA En Vivo
Las sabias lecciones económicas en las enseñanzas de Jesús
Las parábolas del Nuevo Testamento siguen siendo omnipresentes. Muchas de estas narraciones didácticas con las que Cristo predicaba el Evangelio han trascendido al imaginario popular y al lenguaje cotidiano y, sin embargo, pocos han percibido las enseñanzas de una de las analogías más frecuentes de Cristo: el dinero.
En La economía de las parábolas, Robert Sirico detecta los propósitos económicos universales de las trece parábolas —la del tesoro escondido, los talentos, los trabajadores de la viña, el rico insensato, los dos deudores y el hijo pródigo, entre otras— configuradas a partir de las realidades económicas y la vida comercial de la época de Jesús.
La fuerza de estos relatos perdura porque los ejemplos del Mesías son atemporales, como también lo son los dilemas sobre la distribución de los recursos. De estas alegorías, que tienen un significado espiritual más profundo, pueden extraerse múltiples lecciones prácticas sobre el cuidado de los pobres, la administración de la riqueza, la distribución de herencias, el manejo de las desigualdades o la resolución de las tensiones familiares.
Creo en el Dios de Jesús y de María, el Dios de los bienaventurados, sencillos y sabios humildes como Abraham y Sara; Isaac y Rebeca; Jacob y Raquel. Y no el de los expertos racionalistas e ideologistas teólogos y entendidos escribas de todos los tiempos, El Mismo JesuCristo nunca los eligió ni como apostóles ni como discípulos. Ni antes ni ahora. Soy Venezolano, Maracucho/Maracaibero, Zuliano y Paraguanero, Falconiano; Soy Español, Gallego, Coruñés e Fillo da Morriña; HISPANOAMÉRICANO; exalumno marista y salesiano; amigo y hermano del mundo entero.
La Línea Editorial de este Rincón es la Veracidad y la Independencia imparcial.
¡¡¡ Que El Señor de La Comunicación, de La Amistad, de La Paz con Justicia, te bendiga, te guarde, te proteja, siempre... AMÉN !!! ________________________________
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#YoTambiénSoyCristianoPerseguido
#NoEstánSolos: Ya estamos hartos de que los criminales exterminen a los cristianos solo por su fe. Ha llegado la hora de movilizarse y defenderlos. Basta de cobardía. Se valiente y osado frente a los asesinos y defiende con ardor tu fe y a los que son perseguidos por la horda. Coloca en tu página el símbolo creado por el movimiento en defensa de los cristianos perseguidos para la campaña mundial que se ha iniciado para que no nos olvidemos de todos aquellos que están siendo perseguidos y masacrados por ser cristianos. El símbolo del centro es la letra N del alfabeto árabe, con la que los yihadistas están marcando las casas de los Nazarenos, que es como ellos llaman a los cristianos. Juntos hagamos que no se olviden aquellos hermanos perseguidos en todo el mundo por amar a su Dios. #NoEstanSolos #PrayForthem #ن #YoTambiénSoyCristianoPerseguido #Iglesia #Kenya #Siria #Irak #Afganistán #ArabiaSaudí #Egipto #Irán #Libia #Nigeria #Pakistán #Somalia #Sudán #Yemen y otros...
EL SILENCIO CULPABLE
QUE LA LUZ BRILLE SOBRE TI, TIERRA FÉRTIL #SOSVENEZUELA
VENEZUELA UN PAÍS PARA QUERER Y PARA LUCHAR
“Nací y crecí en un lugar donde dicen ” Pa’lante es pa’llá”, donde se pide la bendición al entrar, al salir, al levantarte y al acostarte, donde se comen arepas, cachapas y espaguetti con diablito, donde se menea el whisky con el dedo, donde se respira alegría aún en las adversidades, donde se regalan sonrisas hasta a los extraños, donde todos somos panas, donde aguantamos chalequeos, donde se trata con cariño sincero, donde los hijos de tus amigos son tus sobrinos, donde la gente siempre es amable, donde los problemas se arreglan hablando y tomando una cervecita, donde no se le guarda rencor a nadie y donde nadie se molesta por tonterías, donde hasta de lo malo se saca un chiste, donde besamos y abrazamos muchísimo, donde expresamos con cariño nuestros sentimientos, donde hay hermosas playas, ríos, selvas, montañas, nieve, llanos, sabana y desierto, un país de gente bella, cariñosa y alegre donde se mezclaron armoniosamente las razas, donde el extranjero se siente en casa y donde siempre encontramos cualquier motivo para celebrar con los amigos. Nací y crecí en VENEZUELA, me siento orgulloso de ser venezolano y seguiré manteniendo mi espíritu venezolano en cualquier lugar del mundo”
¡NO TE RINDAS!
♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥ Si la angustia te seca, si la ansiedad te asfixia, si la tristeza te ahoga, si el pesimismo te ciega... llora, grita, comunícate, exterioriza tu dolor.... pero JAMÁS te rindas.
Levanta tu mirada, respira hondo... ¡LUCHA..! amig@...lucha ... PORQUE Sí hay salida. Sí hay sentido. Sí hay ESPERANZA. Levanta tus manos y pide ayuda.
No te des por vencid@...y poco a poco verás La Luz. NO te rindas amig@, lucha. NO ESTÁS SOL@.
PORQUE VERÁS QUE SÍ VALIÓ LA PENA... ♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥♥
LA FUERZA INVENCIBLE DE LA FE
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
"Ya veis que no soy un pesimista, ni un desencantado, ni un vencido, ni un amargado por derrota alguna. A mí no me ha derrotado nadie, y aunque así hubiera sido, la derrota sólo habría conseguido hacerme más fuerte, más optimista, más idealista, porque los únicos derrotados en este mundo son los que no creen en nada, los que no conciben un ideal, los que no ven más camino que el de su casa o su negocio, y se desesperan y reniegan de sí mismos, de su patria y de su Dios, si lo tienen, cada vez que le sale mal algún cálculo financiero o político de la matemática de su egoísmo.
¡Trabajo va a tener el enemigo para desalojarme a mi del campo de batalla! El territorio de mi estrategia es infinito, y puedo fatigar, desconcertar, desarmar y doblegar al adversario, obligándolo a recorrer por toda la tierra distancias inmensurables, a combatir sin comer, ni beber, ni tomar aliento, la vida entera; y cuando se acabe la tierra, a cabalgar por los aires sobre corceles alados, si quiere perseguirme por los campos de la imaginación y del ensueño. Y después, el enemigo no podrá renovar su gente, por la fuerza o por el interés., que no resisten mucho tiempo, y entonces, o se queda solo, o se pasa al amor, que es mi conquista, y se rinde con armas y bagajes a mi ejército invisible e invencible...."
(Fragmento de una página del discurso de Joaquín V. González "La universidad y alma argentina" 1918). ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
COMBATE Y DENUNCIA A LOS PEDÓFILOS (PEDERASTAS)
SEÑOR, TE PEDIMOS QUE PROTEJAS A L@S NIÑ@S, TE LO PEDIMOS EN EL NOMBRE DE JESÚS. AMÉN. ¡Ay de aquel que escandalice a uno de estos pequeñitos! Mejor le fuera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos....... Lc 17,1-2 -- ÚNETE Y DENUNCIA --
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OBSOLESCENCIA ES LA planificación o programación del fin de la vida útil de un producto o servicio de modo que este se torne obsoleto, no funcional, inútil o inservible tras un período de tiempo calculado de antemano, por el fabricante o empresa de servicios, durante la fase de diseño de dicho producto o servicio, nos conduce al CONSUMISMO exacerbado, por culpa de algo evitable, destruimos recursos, planeta y dinero por algo que podríamos tener durante mucho tiempo.