EL Rincón de Yanka: LOS CATÓLICOS ANTE EL SIONISMO por JUAN MANUEL DE PRADA 🔯

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lunes, 11 de agosto de 2025

LOS CATÓLICOS ANTE EL SIONISMO por JUAN MANUEL DE PRADA 🔯

LOS CATÓLICOS 
ANTE EL SIONISMO

Las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, han elegido como diana a Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial
Una vieja amiga me confiesa que se queda muy turbada ante las muestras de odio furibundo y espumeante hacia mi persona que percibe en los ambientes 'católicos' en los que trabaja, por la posición que he mantenido desde hace años, en defensa de los palestinos que ahora están siendo masacrados en Gaza.

No me pilla por sorpresa este odio furibundo y espumeante, a fin de cuentas expresión de esa aberración llamada fariseísmo, que se sirve hipócritamente de una cáscara o fachada religiosa para encubrir los más sórdidos fanatismos ideológicos. Por los mensajes que mi vieja amiga me enseña en su móvil, donde estos 'católicos' profesionales que la rodean exhortan a boicotear mis novelas y a escribir a este periódico reclamando mi despido, entendí además que se trataba de fariseísmo en sus grados más extremos y diabólicos, cuando –como nos explica Leonardo Castellani– el fariseo se vuelve activamente cruel y persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega y fanatismo implacable hasta lograr su muerte (o siquiera su muerte civil). Pero, sobrecogiéndome los mensajes de móvil que aquella amiga me enseñó (como siempre me sobrecogen las expresiones de lo preternatural adueñándose del alma humana), me sobrecogió todavía más el sionismo desaforado y energúmeno de aquellos 'católicos', todos ellos muy fachitas y valentones y envueltos en banderas (la rojigualda en dulce himeneo con la sionista), cuya 'forma mentis' ya en nada se distingue del evangelismo yanqui, que identifica con el «pueblo elegido» de la Antigua Alianza al estado de Israel (olvidando que esa Alianza ha sido renovada por la redención de Cristo) y defiende como si fuese un dogma de fe su política exterior. Sólo que el evangelismo yanqui, al actuar como cancerbero del sionismo, espera desquiciadamente que la condición de «pueblo elegido» se contagie por lazos de sangre y de pólvora a los Estados Unidos, mientras que nadie sabe qué oscuros manejos mueven a nuestros 'católicos' sionistas; aunque sospechamos que, siquiera entre sus elementos rectores, no sea otro sino aquel «poderoso caballero» al que Quevedo dedicó una célebre letrilla.

En cualquier caso, como señalaba Charles Péguy, el fariseísmo es a la postre un «traspaso de la mística en política», que en estos 'católicos' sirve para disfrazar su sionismo desgañitado con una fachada meapilas que ampara todo tipo de desvaríos, a la vez que tapa traumas notorios. Y es que, después de las matanzas de judíos perpetradas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la maltrecha sensibilidad occidental asumió una suerte de auto-inculpación que el mundo judío azuzó hasta convertir en acusación manifiesta. Así, se ha conseguido que, ochenta años después de aquella hecatombe, Occidente arrastre un complejo de culpa que lo empuja no sólo –como es de justicia– a recordarla y execrarla, sino también a cargar con un sambenito que no cesa de golpear su conciencia. Esta acusación lanzada por el mundo judío contra Occidente se recrudece y hace más ensañada contra la Iglesia católica, a la que se dirigen anatemas delirantes y protestas de connivencia con el antisemitismo nazi. No dudo que la hubiera en algunos 'católicos' de la época, como ahora la hay con las matanzas sionistas en sus descendientes y discípulos fachitas (quienes, exacerbando patológicamente su sionismo, tapan las miserias de sus antepasados y maestros), pero lo cierto es que la Iglesia condenó magisterialmente el nazismo y su divinización idolátrica del pueblo y de la raza en fecha temprana, a través de la encíclica 'Mit Brenneder Sorge' (1937) de Pío XI; en cuya redacción, por cierto, participó activamente Eugenio Pacelli, futuro Pío XII. Para demostrar que, institucionalmente, la Iglesia católica no ha mantenido connivencias con el nazismo bastaría con señalar que más de diez mil sacerdotes y cientos de miles de seglares católicos fueron internados en prisiones y campos de concentración por el Tercer Reich, muchos de los cuales no salieron de su encierro con vida.

Pero acaso las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, hayan elegido como diana al mencionado Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo y de desapego ante la tragedia judía, confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial. El historiador y rabino David Dalin, autor del libro 'El mito del Papa de Hitler', desmiente tales asertos, demostrando que Pío XII se sirvió de su experiencia como nuncio apostólico en Alemania durante los años veinte, y luego como Secretario de Estado de Pío XI, para salvar infinidad de vidas judías durante la guerra. Así se explica que en Italia, donde Pío XII tuvo un mayor margen de maniobra, el 85 por ciento de los judíos sobreviviera a las deportaciones y matanzas, incluyendo el 75 por ciento de la comunidad judía de Roma, que se benefició de su ayuda directa. Los judíos fueron acogidos secretamente por indicación de Pío XII en 155 monasterios, conventos e iglesias de Italia; y hasta tres mil de ellos hallaron refugio en Castelgandolfo. El escritor judío Pinchas Lapide, en su obra 'Tres Papas y los judíos', cifra el número de «israelitas» (así se les llamaba entonces) salvados directamente por la diplomacia vaticana en ochocientos mil. Tales actividades las realizó Pío XII lo más discretamente posible, lo cual no fue óbice para que fuera amenazado de muerte por los nazis, que hasta llegaron a planear su secuestro.

A la muerte de Pío XII, en 1958, Golda Meir escribió: «Durante los diez años del terror nazi, cuando el pueblo sufrió los horrores del martirio, el Papa elevó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecerse de las víctimas». Y el gran rabino de Roma durante los años de la Segunda Guerra Mundial, Israel Anton Zoller, que se había librado de la deportación gracias a las diligencias de Pío XII, se convirtió a la fe católica, adoptando como nombre de bautismo, en honor del Papa que había salvado a tantos hermanos suyos, el de Eugenio Pío. Aunque se trata de una historia sistemáticamente ocultada por la propaganda anticatólica, constituye un monumento clamoroso e incontestable a favor de Pío XII y en contra de quienes pretenden cargarle el sambenito de antisemita.
Sin duda. hubo 'católicos' infestados de ideo­logías perversas que, a título particular, aplau­dieron la persecución a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, como ahora hay otros 'católicos' que aplauden las acciones crimina­les de Israel contra los palestinos; pero no hay razón por la que la Iglesia deba culpabilizarse institucio­nalmente por aquellos hechos pretéritos.

Otra cosa distinta es que la Iglesia mantenga des­de sus orígenes una tensión o conflicto religioso con el judaísmo. La existencia de la Iglesia, según el dogma católico, supone la renovación de la alianza que Dios entabla con Israel, de tal modo que el Israel bíblico subsiste en la Iglesia, que es su continuación a efectos de la Historia de la Salvación. En este sentido resulta muy ilustrativa una audiencia que el  papa Pío X concedió en 1904 a Theodor Herzl, que buscaba el apoyo de la Santa Sede al proyecto sionista. Pío X rechazó tal apoyo, declarando que no podía reconocer las aspiraciones  sionistas en Palestina, que estaban guiadas por criterios políticos, en tanto que la respuesta del papa se fundaba en criterios teológicos.

Fue el propio Herzl quien después escribiría la crónica del encuentro, narrando la escena en primera persona y dedicando a Pío X una etopeya poco favorecedora, donde lo pinta como rústico y rudo. Las palabras que Herzl pone en boca de Pío X son netamente católicas y perfec­tamente razonadas, realistas e históricamente responsables, aunque Herzl trate de presentarla como imperiosas o híspidas: «No podemos favorecer vues­tro movimiento. No podemos impedir a los Judíos ir a Jerusalén, pero no podemos jamás favorecer vuestras pretensiones. La tierra de Jerusalén, si no ha sido sagrada, al menos ha sido santificada por la vida de Jesucristo. Como jefe de la Iglesia no puedo daros otra contestación. Los judíos no han recono­cido a Nuestro Señor. Nosotros no podemos reco­nocer vuestro movimiento».

Herzl le replica que los sionistas que acaudilla fundan su movimiento «en el sufrimiento de los ju­díos, y queríamos dejar al margen todas las inciden­cias religiosas», tratando de convertir el asunto en una mera cuestión política. A lo que Pío X respon­de: «Bien, pero Nos, como cabeza de la Iglesia, no podemos adoptar la misma actitud. Se produciría que, o bien los judíos conservarán su antigua fe y continuarán esperando al Mesías (que nosotros, los cristianos, creemos que ya ha venido), en cuyo caso no los podemos ayudar, pues ustedes niegan la di­vinidad de  Cristo; o bien irán a Palestina sin profe­sar ninguna religión, en cuyo caso nada tenemos que hacer con ellos. La fe judía ha sido el fundamento  pero ha sido superada por las enseñanzas de Cristo».

Pío X no hacía sino formular la posición católica tradicional ante el sionismo, vigente hasta que el mundo católico se infecta de ideologías de cuño protestante que siguen viendo en Israel un pueblo elegido. ¿Y qué sucedería en la Iglesia posconciliar?

Sesenta años después de aquel encuentro infructuoso entre Herzl y Pío X que resumíamos en nuestro anterior artículo, la Iglesia quiso cerrar (en vano) la herida que supuraba entre católicos y judíos a través de la declaración 'Nostra Aetate' (nº 4). Allí se establecía que «el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham», pues «la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios»; y se ponderaba el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos. También se afirmaba taxativamente que, si bien «las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, […] no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras». Además, 'Nostra Aetate' deploraba «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos».

A renglón seguido, sin embargo, 'Nostra Aetate' recordaba que es «deber de la Iglesia en su predicación anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia», en alusión velada a la necesidad de predicar el Evangelio también a los judíos. Pero lo cierto es que los papas posconciliares renunciaron a este mandato divino («… en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra», Act 1, 8), o siquiera lo relajaron, como muestra de 'buena voluntad' hacia los judíos (pero ninguna 'buena voluntad' puede contrariar un mandato vigente sin solución de continuidad desde los tiempos apostólicos). Indudablemente, en el polaco Juan Pablo II y el alemán Benedicto XVI la influencia del trauma al que nos hemos referido en anteriores entregas actuaba como una losa sobre sus conciencias; pues, sin haber participado en ella, ambos eran contemporáneos y testigos de la persecución nazi a los judíos, lo que se tradujo en una actitud acusadamente deferente y sensible hacia ellos que a veces desembocó en excesos retóricos o incluso en muy discutibles zurriburris teológicos. Pero, en su mayoría, fueron gestos de caridad y cordialidad sinceras, superadores de atavismos cerriles; pues, como señalaba Bloy, el odio a los judíos en un católico es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre».

Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI fueron hombres marcados por acontecimientos históricos que explican ciertos énfasis en la proclividad judía, que en Francisco (quien ya no había sido contemporáneo de la persecución nazi a los judíos) resultaron también muy notorios y un pelín cargantes. Aunque –lo cortés no quita lo valiente– en los meses previos a su fallecimiento, Francisco condenó sin ambages la respuesta del ente israelí al atentado de Hamás de octubre de 2023, llegando incluso a sugerir que «lo que está sucediendo en Gaza podría tener las características de un genocidio». Y es que la superación de odios y heridas históricas no puede amparar el silencio ante la inicua actuación del ente israelí con los palestinos, desposeídos violentamente y privados contra todo derecho de una patria y un hogar; y mucho menos ante las matanzas execrables que en los últimos años se han perpetrado en Gaza, así como ante las hambrunas y éxodos obligados que se están imponiendo a los palestinos supervivientes, despojados de hogar y de medios de vida y amputados de sus diezmadas familias. Estas matanzas constituyen una piedra de escándalo que interpela gravemente a los católicos.

Desde luego, un católico debe abominar de las matanzas de judíos perpetradas durante la Segunda Guerra Mundial y debe contribuir a mantener viva su memoria, para que no se repitan; y del mismo modo debe actuar ante otras matanzas que, misteriosamente, han sido envueltas en la nebulosa del olvido, sin memoriales ni museos que las recuerden, sin prensa ni historiadores que las denuncien. Y entre esas matanzas aberrantes debe prestar especial atención, antes que a las matanzas pretéritas en las que las generaciones presentes ninguna culpa tuvieron, a las matanzas que se desarrollan en nuestro tiempo, empezando por la matanza de inocentes en el vientre de sus madres, convertida en abyecto derecho de bragueta amparado por leyes democráticas, así como las matanzas silenciosas de católicos que grupos islamistas (por lo común promovidos y hasta patrocinadas por el anglosionismo) están perpetrando en diversos arrabales del atlas. Y entre esas matanzas actualísimas que deben interpelar a los católicos mucho más que las matanzas pretéritas con las que se les trata de traumatizar se cuenta, desde luego, la matanza que están padeciendo los palestinos.

Ningún católico tiene por qué cargar sobre su conciencia con un lastre de crímenes en el que la Iglesia no estuvo institucionalmente implicada (salvo como víctima, pues muchos hijos suyos fueron masacrados), por mucho que algunos 'católicos' los apoyaran, como ahora otros 'católicos' (acaso los hijos y nietos de aquéllos, o sus discípulos) apoyan otros crímenes actualísimos que han sido notorios desde el primer día y que demandan atención y justicia perentoriamente. Y, por supuesto, un católico puede mantener firme la opinión de que la invención del estado de Israel es una iniquidad, sin que por ello se le pueda tachar de antisemita ni parecidas calumnias que tanto gustan de divulgar los 'católicos' que hoy apoyan y aplauden las matanzas de palestinos, como sus maestros y abuelitos aplaudieron las matanzas de judíos. Y es que el fariseísmo, en sus grados más extremos y diabólicos, siempre ha gustado de aplaudir los crímenes más aberrantes, mientras señala y persigue a los verdaderos creyentes.

Juan Manuel de Prada


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