EL Rincón de Yanka: DENUNCIA

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viernes, 22 de agosto de 2025

CRÓNICA: "TODO POR EL ORO": MIGRACIÓN, VIOLENCIA Y ECOCIDIO EN LA TRIFONTERA DEL RÍO NEGRO (VENEZUELA, COLOMBIA Y BRASIL) 🌎



Crónica

Todo por el oro: migración y violencia 
en la trifrontera del Río Negro

A lo largo del río Negro, la arteria que conecta a Colombia, Venezuela y Brasil en la Amazonía, numerosos pueblos indígenas y distintas comunidades ribereñas sobreviven entre la minería ilegal y los grupos armados, dos poderes de facto que dominan ese eje con el peso de un metal innoble: el plomo.
Durante la madrugada del 3 de agosto en el caño Pimichín, un afluente del río Negro ubicado junto al municipio de Maroa, en la amazonía venezolana, combatientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) atacaron a integrantes del Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), una disidencia de las antiguas Farc, en una maniobra para aniquilar el liderazgo del grupo. Hubo muertos y heridos, inclusa de varios mandos, pero hasta la publicación de esta crónica su número no se ha podido confirmar.

Los dos grupos se repartían el control territorial de la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, pero la búsqueda del dominio total rompió esa alianza, un matrimonio de conveniencia basado en acuerdos para dividir las minas, compartir las rutas de narcotráfico y repartir las ganancias. Ahora, cuentan los líderes indígenas locales, varios mineros y fuentes de las fuerzas de seguridad, el acceso y el tránsito por esta zona está controlado y prohibido por el ELN como la nueva autoridad única. Los civiles han sido arrastrados a un miedo mayor y podrían desplazarse en masa hacia Inírida, la capital del departamento de Guainía. Las fuentes reportaron ayer movilizaciones de tropas en territorios indígenas, lo que podría marcar el inicio de una nueva ola de violencia en la región.
Esta noticia y la incertidumbre frente a sus consecuencias viajaron rápido hacia las poblaciones aledañas, río arriba y abajo, entre comunidades cuyo destino está ligado al vaivén caprichoso de la violencia armada.

MUERTE EN BUSCA DEL FULGOR

Hace algunas semanas, seis lanchas de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), decenas de soldados y varios drones vigilaban el río Cunucunuma, ubicado en la Amazonía venezolana, sobre un cauce donde abundan piedras que los indígenas yekuanas consideran sagradas. Hablamos del granito y de otras formaciones; pero no del oro, un metal blando que carece de utilidad en su cultura. Fuera del universo yekuana, entre los mineros mestizos, ese desinterés muta en un afán que sortea la persecución, la extorsión y la muerte en busca del codiciado fulgor amarillo.

Dairo Pertuz*, 41 años y 13 en la minería, llevaba diez días escondido entre los márgenes del Cunucunuma, donde prendía su teléfono solo unos minutos para evadir a los drones; mientras su balsa, una estructura de 200 millones de pesos colombianos (casi USD 50 mil) que horada el lecho del río, permanecía enterrada en pedazos. 
“Dicen que este operativo va a durar 40 días. Toca esperar pa’ poder trabajar”, contaba.
La Guardia vuelve cada tanto a ese lugar, pero los mineros están habituados. “Desarmamos las balsas, escondemos las piezas y nos movemos entre las bocas del río. Cambiamos de lugar todos los días mientras esa gente se va”.

Dairo vive en Inírida, la pequeña capital del departamento de Guainía, en el extremo suroriental de Colombia, pero pasa meses en Cunucunuma buscando la veta dorada. Desde su casa viaja tres días en lancha, y en el camino atraviesa varios peajes que los indígenas imponen a quienes explotan la selva. Hasta la semana pasada, antes del conflicto, cuando llegaba a la mina en el río, tenía que pagar 25 gramos de oro mensuales para el Frente José Pérez Carrero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y para el Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), un grupo liderado por Iván Márquez, jefe negociador por las antiguas FARC en el Acuerdo de Paz de 2016, que tiempo después desertó del acuerdo. Los dos grupos ahora se disputan el control, pero difícilmente eso genere alguna ventaja para Dairo.

Dairo también debe comprar agua, comida y mucho combustible para el motor de la draga. Después el beneficio se reparte: 40 por ciento para los buzos y 60 para el dueño de la balsa, que debe invertir en averías y repuestos. Los mineros gastan fortunas en su operación, pero consiguen un buen retorno, a una tasa de 400 mil pesos colombianos por gramo (unos USD 100). 
“Mínimo sacamos 20 o 30 gramos de oro en un día, y ya eso es rentable. A veces salen 200, 400. Una vez sacamos 930 gramos en diez horas de trabajo”, contó Dairo. Es una vida azarosa, pero en tierra firme no abundan las opciones. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (Dane), en Guainía padecen un desempleo del 13,6% y la mitad de los jóvenes no estudia ni trabaja.

Dairo escapó de ese panorama y se fue a buscar oro en el río Inírida, en el Atabapo y en muchos meandros donde la veta a veces pinta y a veces no. Ahora en su balsa emplea hasta 12 personas, pero hace unos años tuvo que empezar de nuevo cuando la Armada colombiana le incendió otra. 
“Ellos nos queman cinco, pero a los pocos días salen diez”, dijo confiado.
Varias minas ya vivieron su auge, y seguro vendrán otras después. Pero hoy Cunucunuma concita el mayor interés en el Alto Orinoco: hasta 200 balsas en producción permanente, calculó Dairo. Cunucunuma yace en Venezuela, pero su influencia viaja hasta Colombia y Brasil, donde irriga las economías de muchas comunidades por una arteria común: el extenso y sinuoso río Negro.

UN CASERÍO FANTASMA

En San Carlos de Río Negro, la segunda población del Amazonas venezolano, hubo un aeropuerto con vuelos diarios; un hospital que atendía a locales y vecinos; dos escuelas para estudiantes de aquí y de los asentamientos indígenas cercanos; siete tanques que suministraban gasolina barata a los tres países; una casa de la cultura donde se reunía la multitud en las fiestas patronales; una antena que daba telefonía hasta el lado colombiano; una pequeña flota mercante con grandes bongos de hierro; y varios expendios donde vendían los víveres que llegaban desde la capital, Puerto Ayacucho, por la vía fluvial.

San Carlos fue el mayor centro poblado de toda esta zona. Tres mil personas vivían aquí en los buenos tiempos, pero la ruina de Venezuela dejó a solo 800 y convirtió esto en un caserío fantasma. 
“Muchos jóvenes se fueron a las minas, y el resto cogió pa’Brasil”, contó Daniel Abreu en las ruinas de su negocio. Donde antes hubo un almacén bien surtido, hoy se degradan un horno industrial y una amasadora en desuso, junto a dos vitrinas que exhiben galletas con marcas en portugués.

Ese día no había casi nadie en San Carlos: dos señoras vendían loterías de animalitos, un juego de azar informal y populachero; una chica se protegía del sol con su sombrilla; dos hombres en moto vendían un cerdo despiezado; otros cinco esperaban frente a la casa del alcalde en busca de ayudas; y dos militares de la Guardia Nacional, que al pasar provocaron el silencio precavido de Daniel. Cuando se alejaron, el comerciante, un indígena baré mestizo, retomó la charla y dijo que la infraestructura del pueblo se había hecho en democracia, antes de que Venezuela escorara.

Pese a todo, su local sigue bien ubicado frente a la Plaza Bolívar, un parche verde con grandes árboles en el centro de San Carlos. En diagonal está el muelle, adonde muchas veces llegó Daniel con su bongo cargado de comida y licores que traía en siete días de viaje por el río. 
“Había que pagarle 4% al ELN, pero quedaba plata”, dijo. Aquella mañana solo navegaban los pequepeques: unas canoas con motores mínimos que cruzan pasajeros hacia el pueblo de San Felipe, en Colombia.
Hoy la energía en San Carlos llega intermitente, y la gasolina dejó de fluir desde Puerto Ayacucho el año pasado. Ahora esta comunidad la importa costosa desde Brasil en barcos de 20 mil litros. Daniel tenía uno similar, pero hoy yace oxidado entre la maleza junto al patio de su casa. Se subió a la proa como si todavía navegara.
“De la gente que conocí cuando llegué hace 25 años, solo quedan mis vecinos. Los demás murieron o se fueron. Hasta los perros se acabaron: no había comida pa’ uno, menos pa’ellos”. Daniel Abreu, 61 años, comerciante.
Pero Daniel nunca pensó en irse. 
“Que se vaya el que esté joven”, dijo. Y unos cuantos lo están haciendo. 
“Se van a las minas que hay por estos lados: Siapa, Moya, Cunucunuma, Camello, Carioca. Ahorita varios están esperando que pase un operativo de la Guardia pa’ irse”.
Aunque la riqueza del oro fluye en suelo venezolano, sus ganancias no se ven en poblaciones como San Carlos porque las familias beneficiadas cruzaron la frontera hace rato. Incluso la guerrilla se fue: aquí el ELN usaba a los jóvenes como informantes y como bestias de carga. Ya no. Entre los pocos rezagados quedan varios que también quieren irse, pero no tienen los medios. A algunos, como única salida, les ha quedado sólo la muerte: durante los últimos años ha habido varios suicidios aquí. En el patio de su casa, un poco desanimado después del recorrido, Abreu aventuró una tesis: 
“Pa’evadir la realidad, pa’no sufrir lo que está pasando, se matan”.

UNA BANDERA DE LA AMAZONÍA

Navegar durante horas y días por estas aguas exige conciliar el esplendor y la monotonía del río, la vegetación y el cielo abierto en las dos orillas: tres franjas horizontales que transcurren paralelas por centenares de kilómetros. Esta podría ser una bandera de la Amazonía: abajo la banda oscura de la superficie, que sostiene la embarcación y permite el viaje; más arriba la franja verde de los árboles tupidos; y en lo alto la faja azul, iluminada por el sol como una gran lámpara incombustible. Mientras navegábamos en un pesado bongo de hierro, sobre la margen venezolana surgían comunidades indígenas que fueron abandonadas en los años recientes.

A 130 kilómetros de San Carlos y San Felipe, en Puerto Colombia, hace algunas semanas nos reunimos puertas adentro para evitar a hombres armados de las disidencias de las FARC, que a las siete de la noche deambulaban a sus anchas por el caserío. En el patio de una vivienda, varios indígenas curripacos compartían una sopa de pescado con ají y casabe mientras charlaban en su lengua a un ritmo veloz; hasta que cambiaron al castellano para exponer sus urgencias. 
Primero habló Gilberto Elías*, dueño de una tienda: 
“Aquí no hay seguridad. Los grupos armados pretenden vivir en el pueblo. Ellos antes hacían sus cosas en el monte; ahora patrullan aquí con fusiles y nos ponen en riesgo. Mañana vienen otros y nos acusan de colaboradores”, dijo con los labios apretados.

En este punto medio viven 70 personas en casas de tablas, sobre un borde alto del río, ubicado a 186 kilómetros de Inírida en lancha. Este solía ser un pasadizo útil para los viajeros y los comerciantes que transportan mercancías: 30 kilómetros por un atajo rudo en territorio venezolano acortaban el viaje hasta Maroa, un pueblo ubicado frente a Puerto Colombia, al otro lado del río. Pero la Guardia Nacional, dicen los pobladores en ambas orillas bajo estricto anonimato, empezó a extorsionar y a detener viajeros, y el tránsito paró. Ahora la única opción es viajar tres días o más, siempre en suelo colombiano, por una zona llamada Huesitos, donde la carga vadea arroyos y barriales en tractores para comunicar el río Inírida con el Negro.

Callada durante la reunión, Mariela*, otra comerciante indígena, por fin habló: 
“¿Por qué tengo que compartir con esa gente el fruto de mi trabajo?”. 
El Acacio Medina les cobraba una vacuna a quienes producen dinero en Puerto Colombia y lo mismo hacían los hombres del ELN, acampados en una finca vecina. Ambos grupos han llegado a convivir durante periodos en la zona. Sin embargo, como confirman los hechos recientes, la dinámica entre bandos es cambiante y volátil, y puede conducir a conflictos violentos. En el medio siempre queda atrapada la población civil. 
“Yo soy de aquí y aquí quiero vivir. Si no, ya me hubiera ido”, dijo Mariela resignada.

Desde 2023 la Defensoría del Pueblo de Colombia advirtió el riesgo que corren los indígenas en esta región por la amenaza de los grupos armados que se alimentan del oro. “Esa explotación ilegal y violenta ha incrementado su capacidad financiera, y les posibilita robustecer sus estructuras e imponer el control territorial. Bajo este contexto la población civil está expuesta a graves vulneraciones de sus derechos”, dijo el defensor de entonces, Carlos Camargo. El lecho del río Negro ya no se explota, pero su cauce sirve para transportar el oro extraído hacia distintos destinos en Colombia, Venezuela y Brasil.
Las ondas de la minería viajan así desde los yacimientos hacia las comunidades. Aunque Puerto Colombia no mostraba una actividad comercial importante, los víveres y el combustible sólo se venden por la demanda de oro. 
“El pueblo indígena no es minero. Lo que pasa es que los extranjeros contratan a nuestros jóvenes, y ellos se van para las minas”, dijo desde un extremo de la mesa Edson Meregildo, un joven que representa a 14 comunidades y casi 1800 indígenas de Guainía.

Varios de sus paisanos se fueron hace meses o años a Cunucunuma, algunos volvieron rígidos en congeladores conectados a plantas de energía, en voladoras que cruzan los ríos hasta la comunidad de origen, donde las familias reciben sus cadáveres derrotados.
De allí mismo, sin demora, siempre sale alguien más como reemplazo.

Aquella noche la conversación se extendió hasta tarde, y Edson, por seguridad, recomendó dormir en una hamaca bajo ese mismo techo. Por la mañana, decenas de niños indígenas que estudian y viven en el internado de Puerto Colombia saltaron al río para bañarse y jugar un rato antes de las clases. Después se acercaron a la cocina de la escuela y recibieron allí una ración de galletas y café con leche.
Los chicos se divertían sin angustias, pero en el pueblo flotaba una atmósfera inquietante: los vecinos cruzaban miradas de sospecha o cautela; casi nadie hablaba. De pronto, una lancha rápida apareció con un sujeto de pie sobre el casco, vestido de civil, con gorra y gafas oscuras. El hombre bajó de un salto y abordó otra lancha amarrada en la orilla. Cuando se inclinó para encender el motor, en su cinto asomó una pistola. 
“Ese era el comandante de la guerrilla, el que manda en la zona”, dijo un motorista más tarde, cuando nos alejábamos río abajo a toda velocidad.

Confluencia del Río Guainía y el Casiquiare del Orinoco, juntos forman el gran Río Negro. Foto: Sinar Alvarado.

ECONOMÍA DE ORO

Desde Inírida, en 45 minutos de vuelo sobre la selva hacia el sur, pequeñas aeronaves transportan pasajeros y carga ligera hasta una pista de tierra en San Felipe, la nueva capital comercial del río Negro en su tramo colombo-venezolano. Lo que no vuela hasta aquí, llega a través del cauce oscuro por toneladas: pasajeros, alimentos, bebidas, herramientas, ladrillos, cemento, gasolina y un sinfín de mercancías esenciales que sostienen la vida en las comunidades aledañas. El 80 por ciento de esa carga sigue hacia las minas. El resto se consume en este pueblo que apenas supera el millar de habitantes.

Juvenal Herrera*, dueño de un negocio en la calle principal, llegó hace 20 años y no puede quejarse: compró casas afuera y educó a sus hijos con el dinero que produce en este lugar. 
“He tenido días de 20 y 30 millones. Esto aquí es bueno”, dijo satisfecho en su negocio repleto. “Entre diciembre y enero metí 120 tambores de gasolina. En febrero ya no había”. Cada tambor —60 galones— cuesta en Inírida 1,2 millones de pesos colombianos (casi USD 300), y se vende al doble en San Felipe. Si el oro aquí es el rey, la gasolina es la reina: con ella se encienden las dragas y los motores de las embarcaciones, las plantas de energía y los equipos de sonido en los comercios, los ventiladores en los hoteles y las luces que iluminan el pueblo cada noche. Aunque a veces, cuando el combustible se retrasa, los vecinos pasan varios meses apagados.

San Felipe no vive desprotegido como Puerto Colombia: aquí el Ejército y la Armada tienen puestos permanentes, y los soldados patrullan con sus fusiles al hombro. Pero hay mucho dinero y los grupos ilegales también controlan aquí su flujo. Varios comerciantes, transportistas, líderes indígenas y hasta la Defensoría confirman que sí están presentes, que las tiendas pagan sus extorsiones y los comandantes frecuentan el pueblo vestidos de civil. Pero el miedo promueve la autocensura: en San Felipe no se habla del asunto fácil ni espontáneamente. En las charlas entre vecinos se comparten anécdotas de viajes pasados, se debate sobre política, fútbol y mujeres. Pero el tema grueso permanece callado. 
“Eso no es conmigo”, es la respuesta que se repite cuando uno pregunta por ese control territorial.

El pueblo consiste en dos calles pavimentadas donde vive una minoría de prósperos comerciantes blancos, algunos de ellos mineros en retiro; rodeados por tres comunidades con piso de tierra donde conviven centenares de indígenas yerales, puinaves y curripacos en casas de tablas y techos de palma. El apogeo que disfrutan los primeros lo padecen los últimos. 
“Aquí es caro. Muchos mineros vienen con oro, y todo sube. Esta es una economía minera, de puro oro. Pero no todos tenemos”, se quejó Carlos Dos Santos, sentado bajo un árbol en una mañana calurosa a las afueras del pueblo.

Dos Santos, un flaco de 38 años, es la máxima autoridad de la comunidad Primero de Agosto, donde 43 familias indígenas subsisten precarias. 
“Vivimos del conuco, de la caza y la pesca. Aquí siempre hubo pescado, pero con la minería ha bajado mucho, por el ruido y la contaminación. Ahora nos toca comprar pollo y carne, pero es muy caro”, dijo Dos Santos, mientras habla, sus manos se posan cruzadas sobre la mesa como en una plegaria. Aislados en el último rincón de Colombia, los habitantes de San Felipe sienten que los gobiernos se han olvidado de ellos.

“Aquí se han muerto varias personas. La última fue hace dos meses: una muchacha embarazada murió porque no la pudimos sacar a tiempo. Murió con el hijo adentro”.Carlos Dos Santos, autoridad indígena.

El pueblo tiene un puesto de salud, pero el suministro de medicamentos falla con frecuencia, y sólo quienes pueden pagan millones para traer en avión sus pastillas. También hay una escuela que recibe a todos los niños de la zona, incluidos los que cruzan desde San Carlos. 
“A veces la comida dura un mes viajando desde Inírida. Se pierde en el viaje, o llega mojada. Pero nos toca aceptarla así, porque no hay más. A veces la comida se retrasa y los profesores tienen que esperar hasta dos meses para empezar clases”, contó Dos Santos, cuyos hijos estudian también allí.

El capitán, que poco antes hablaba del oro como un asunto ajeno a su cultura y aseguraba con convicción que los indígenas no son mineros, admitió después que muchos hombres de las comunidades alrededor de San Felipe se han ido a la selva venezolana en busca del sueño dorado. 
“Aquí es muy escaso el trabajo para los jóvenes; no hay oficios. Muchos se van a las minas y no vuelven. Pero entendemos que aquí no encuentran cosas para hacer”.

UNA DESESPERANZA COMÚN

Cuando quedaron atrás los últimos bordes de Colombia y Venezuela, la lancha navegó frente a la inmensa Piedra del Cocuy, cruzó la frontera brasileña y el cauce cambió: la corriente suave encontró rocas y se erizó entre raudales que recordaban el lomo de un animal hirsuto. Después de 12 horas de navegación río abajo, frente a São Gabriel da Cachoeira, en el Amazonas brasileño, cambió también el paisaje: entre la selva surgieron edificios y la inusitada agitación urbana. Pero antes de desembarcar, lo agreste persistía: sobre el agua, trepados como cangrejos encima de las rocas, medio centenar de indígenas moraban bajo carpas y expuestos a la corriente que podría barrerlos sin esfuerzo. Venían de distintas comunidades a cobrar subsidios oficiales, y acampaban varios días mientras los recibían. Antes de irse iban a enrollar sus lonas plásticas; pero dejarían los palos sembrados para otros que llegarían al mismo campamento.

Aquí la gasolina sigue mandando: en el puerto Padre Cícero, a principios de abril, centenares de indígenas hacían fila para llenar tanques plásticos financiados por la alcaldía. El combustible viaja en camiones cisternas a bordo de barcos desde Manaos; y desembarca en Camanaos, un puerto mayor ubicado a 30 kilómetros de São Gabriel. La fila reptaba despacio aquella mañana, y muchos indígenas dormían hacinados en un barracón mientras llegaba su turno para cargar.

Alexánder Moura*, un flaco venezolano de origen brasileño, veía la rebatiña junto al muelle y explicaba: “Usan una parte de la gasolina para sus motores, y el resto lo venden a los mineros. De aquí sale mucha gasolina para las minas de Brasil y de Venezuela”. Es un largo vaivén a través del río: hacia el norte viaja el combustible, y hacia el sur el oro que extraen con él.
Alexánder nació y creció en Venezuela, pero sus abuelos son de aquí, y decidió emigrar cuando allá recrudeció la crisis. En São Gabriel sobrevive con una esposa y un hijo, como cientos de migrantes que enfrentan a diario la xenofobia. 
“Tenemos un chat y somos muchos, la mayoría albañiles y caleteros (cargadores). Aquí hay jefes que nos tratan mal, nos pagan menos que a los brasileños. Pero entre todos nos apoyamos”, dijo con la mirada fija en el río.

Según el último censo realizado en Brasil durante el 2022, en São Gabriel viven más de 50 mil habitantes, y 48 mil son indígenas de 23 etnias diversas: banivas, curripacos, barés, yanomamis y un largo etcétera. El corazón comercial, unas pocas calles con tiendas que se disputan la clientela una junto a la otra, prospera en la parte alta; y no se ven locales donde vendan oro, pues la ciudad es solo un lugar de paso hacia el enorme mercado brasileño. Abajo, sobre la orilla, una fila de casas y establecimientos mira hacia una playa vacía. Es el lugar más atractivo de la ciudad, pero no recibe mayor atención. Al frente, ancho y proceloso, el río Negro se alborota entre cascadas que nombran a este puerto: las cachoeiras.

El resto del área urbana y más allá pertenece a la jurisdicción militar. Casi toda São Gabriel está bajo su control y los soldados abundan en los cafés, en las panaderías, en los hoteles. El predominio viene desde la dictadura que vivió el país desde 1964 hasta 1985, cuando en 1968 esta zona fronteriza fue declarada área de seguridad nacional. Aún así fluye lo ilícito: la legislación brasileña prohíbe explotar oro en áreas indígenas o reservas naturales, pero la ciudad es un eslabón clave en el tráfico. En 2023 un juez del municipio le pidió al Ministerio de Justicia abrir con urgencia una comisaría de la Policía Federal. Según dijo, la ubicación de la ciudad en el corredor que viene de Colombia y Venezuela la vuelve estratégica para el trasiego ilegal. Por aquí entra el oro que viaja hasta Itaituba, donde el metal de origen ilegal entra a la economía en torrente.
São Gabriel es un escampadero: una playa donde se refugian los migrantes desfavorecidos antes de buscarse la vida tierra adentro. La venta de gasolina y la economía informal, que prospera en ventorrillos sobre los andenes, apenas disimulan la precariedad, y debe ser común la desesperanza cuando los suicidios entre los jóvenes indígenas se han convertido en un problema de salud pública. 

Otro vínculo que conecta a este lugar con San Carlos de Río Negro.

En un recorrido por la ciudad, Alexánder, el albañil venezolano, contó que la agricultura también ha decaído en los cuatro años que lleva aquí. Las etnias locales reciben los subsidios y completan sus ingresos con el negocio de la gasolina. Aunque la mayoría no participa en el comercio del oro, sí pellizcan la torta y subsisten con esa migaja. 
“Ya no cazan, no siembran, no pescan. Con esa plata compran carne y pollo que viene de Manaos”, dijo.
Al día siguiente, en el puerto de Camanaos, varios venezolanos y brasileños sudorosos descargaban barcos llenos de materiales traídos desde esa ciudad, donde el Negro y el Amazonas se juntan. En varios de esos cascos la Policía Federal de Brasil ha decomisado cargamentos de oro ilegal que llegarán por el río Tapajós hasta Itaituba.

Un par de días antes, durante el viaje hacia São Gabriel, la voladora zigzagueaba por el río Negro en busca de zonas más profundas, así se alargó el recorrido y el sol de la tarde empezó a caer por el occidente. Las nubes se arremolinaron y los rayos amenazaban con lamparazos repentinos. Cirilo, un indígena con la cara arrugada, aminoró la marcha y puso la proa hacia una playa donde el casco encalló con el motor apagado. 
“Está fea esa tormenta, muy peligroso seguir así. Yo he visto lanchas que se voltean llenitas de gente”, dijo.
Cirilo trepó una ladera y caminó entre las casas de una comunidad que parecía abandonada. Gritó varias veces, pero nadie respondió: los indígenas que habitaban esas chozas huyeron quién sabe cuándo y adónde. 
“Aquí dormimos. Apenas amanezca, nos vamos”, dijo Cirilo.

Renny, su yerno y ayudante, otro indígena a quien todos llaman Pequeño, armó un cambuche en la lancha y descolgó varias lonas para proteger el espacio donde ambos pasarían la noche. Después nos sentamos en la playa para hablar de su oficio anterior, apenas iluminados por los relámpagos. 
“Ahora estamos llevando mercancía a las minas, y nos pagan con oro; pero yo empecé como caletero: cargando gasolina, víveres. Después trabajé en varias minas de tierra, y lo máximo que saqué fueron 39 gramitos. Ahí me cansé y aprendí a bucear. Estuve en Cunucunuma y en otras. Ahí sí sacaba 70, 80 gramos. Allá abajo uno se excita y se queda pegado”, acotó complacido. 

“Yo me salvé de varias piedras grandes. En la oscuridad del río no se ve, por más que uno lleva linterna. Varios compañeros salieron muertos. Los amarraban en el fondo y los sacaban con grúa, chorreando agua. Hasta ahí llegaban”.
Pequeño miraba el tránsito apaciguado del río y reflexionaba sobre su función como proveedor y vehículo de una riqueza incalculable. 
“El oro viaja por el río pa’ los dos lados: pa’Inírida y pa’Brasil. Igualito que el mercurio, que lo llevan escondido pa’evitar a la ley”. 
Pequeño dijo que en su breve temporada como minero le cogió miedo al ambiente violento de las minas y por eso dejó el oficio. Sentado en la orilla recordó peleas que se resolvieron a machetazos y muertos anónimos que fueron sepultados en algún lugar de la selva. Hombres que dejaron sus pueblos y sus familias para jugarse la vida en busca de una prometedora y elusiva veta dorada. 

“Todo por el oro”.

Algunos nombres de esta historia fueron cambiados por seguridad de las fuentes.


Donde el oro vale más que la vida

lunes, 11 de agosto de 2025

LOS CATÓLICOS ANTE EL SIONISMO por JUAN MANUEL DE PRADA 🔯

LOS CATÓLICOS 
ANTE EL SIONISMO

Las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, han elegido como diana a Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial
Una vieja amiga me confiesa que se queda muy turbada ante las muestras de odio furibundo y espumeante hacia mi persona que percibe en los ambientes 'católicos' en los que trabaja, por la posición que he mantenido desde hace años, en defensa de los palestinos que ahora están siendo masacrados en Gaza.

No me pilla por sorpresa este odio furibundo y espumeante, a fin de cuentas expresión de esa aberración llamada fariseísmo, que se sirve hipócritamente de una cáscara o fachada religiosa para encubrir los más sórdidos fanatismos ideológicos. Por los mensajes que mi vieja amiga me enseña en su móvil, donde estos 'católicos' profesionales que la rodean exhortan a boicotear mis novelas y a escribir a este periódico reclamando mi despido, entendí además que se trataba de fariseísmo en sus grados más extremos y diabólicos, cuando –como nos explica Leonardo Castellani– el fariseo se vuelve activamente cruel y persigue a los verdaderos creyentes con saña ciega y fanatismo implacable hasta lograr su muerte (o siquiera su muerte civil). Pero, sobrecogiéndome los mensajes de móvil que aquella amiga me enseñó (como siempre me sobrecogen las expresiones de lo preternatural adueñándose del alma humana), me sobrecogió todavía más el sionismo desaforado y energúmeno de aquellos 'católicos', todos ellos muy fachitas y valentones y envueltos en banderas (la rojigualda en dulce himeneo con la sionista), cuya 'forma mentis' ya en nada se distingue del evangelismo yanqui, que identifica con el «pueblo elegido» de la Antigua Alianza al estado de Israel (olvidando que esa Alianza ha sido renovada por la redención de Cristo) y defiende como si fuese un dogma de fe su política exterior. Sólo que el evangelismo yanqui, al actuar como cancerbero del sionismo, espera desquiciadamente que la condición de «pueblo elegido» se contagie por lazos de sangre y de pólvora a los Estados Unidos, mientras que nadie sabe qué oscuros manejos mueven a nuestros 'católicos' sionistas; aunque sospechamos que, siquiera entre sus elementos rectores, no sea otro sino aquel «poderoso caballero» al que Quevedo dedicó una célebre letrilla.

En cualquier caso, como señalaba Charles Péguy, el fariseísmo es a la postre un «traspaso de la mística en política», que en estos 'católicos' sirve para disfrazar su sionismo desgañitado con una fachada meapilas que ampara todo tipo de desvaríos, a la vez que tapa traumas notorios. Y es que, después de las matanzas de judíos perpetradas por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, la maltrecha sensibilidad occidental asumió una suerte de auto-inculpación que el mundo judío azuzó hasta convertir en acusación manifiesta. Así, se ha conseguido que, ochenta años después de aquella hecatombe, Occidente arrastre un complejo de culpa que lo empuja no sólo –como es de justicia– a recordarla y execrarla, sino también a cargar con un sambenito que no cesa de golpear su conciencia. Esta acusación lanzada por el mundo judío contra Occidente se recrudece y hace más ensañada contra la Iglesia católica, a la que se dirigen anatemas delirantes y protestas de connivencia con el antisemitismo nazi. No dudo que la hubiera en algunos 'católicos' de la época, como ahora la hay con las matanzas sionistas en sus descendientes y discípulos fachitas (quienes, exacerbando patológicamente su sionismo, tapan las miserias de sus antepasados y maestros), pero lo cierto es que la Iglesia condenó magisterialmente el nazismo y su divinización idolátrica del pueblo y de la raza en fecha temprana, a través de la encíclica 'Mit Brenneder Sorge' (1937) de Pío XI; en cuya redacción, por cierto, participó activamente Eugenio Pacelli, futuro Pío XII. Para demostrar que, institucionalmente, la Iglesia católica no ha mantenido connivencias con el nazismo bastaría con señalar que más de diez mil sacerdotes y cientos de miles de seglares católicos fueron internados en prisiones y campos de concentración por el Tercer Reich, muchos de los cuales no salieron de su encierro con vida.

Pero acaso las acusaciones más ensañadas que desde la órbita sionista se han lanzado contra la Iglesia, para azuzar entre los católicos los complejos traumáticos, hayan elegido como diana al mencionado Pío XII, a quien se acusa de simpatías con el nazismo y de desapego ante la tragedia judía, confundiendo torticeramente la naturaleza de actos o palabras guiados por un criterio prudencial. El historiador y rabino David Dalin, autor del libro 'El mito del Papa de Hitler', desmiente tales asertos, demostrando que Pío XII se sirvió de su experiencia como nuncio apostólico en Alemania durante los años veinte, y luego como Secretario de Estado de Pío XI, para salvar infinidad de vidas judías durante la guerra. Así se explica que en Italia, donde Pío XII tuvo un mayor margen de maniobra, el 85 por ciento de los judíos sobreviviera a las deportaciones y matanzas, incluyendo el 75 por ciento de la comunidad judía de Roma, que se benefició de su ayuda directa. Los judíos fueron acogidos secretamente por indicación de Pío XII en 155 monasterios, conventos e iglesias de Italia; y hasta tres mil de ellos hallaron refugio en Castelgandolfo. El escritor judío Pinchas Lapide, en su obra 'Tres Papas y los judíos', cifra el número de «israelitas» (así se les llamaba entonces) salvados directamente por la diplomacia vaticana en ochocientos mil. Tales actividades las realizó Pío XII lo más discretamente posible, lo cual no fue óbice para que fuera amenazado de muerte por los nazis, que hasta llegaron a planear su secuestro.

A la muerte de Pío XII, en 1958, Golda Meir escribió: «Durante los diez años del terror nazi, cuando el pueblo sufrió los horrores del martirio, el Papa elevó su voz para condenar a los perseguidores y para compadecerse de las víctimas». Y el gran rabino de Roma durante los años de la Segunda Guerra Mundial, Israel Anton Zoller, que se había librado de la deportación gracias a las diligencias de Pío XII, se convirtió a la fe católica, adoptando como nombre de bautismo, en honor del Papa que había salvado a tantos hermanos suyos, el de Eugenio Pío. Aunque se trata de una historia sistemáticamente ocultada por la propaganda anticatólica, constituye un monumento clamoroso e incontestable a favor de Pío XII y en contra de quienes pretenden cargarle el sambenito de antisemita.
Sin duda. hubo 'católicos' infestados de ideo­logías perversas que, a título particular, aplau­dieron la persecución a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, como ahora hay otros 'católicos' que aplauden las acciones crimina­les de Israel contra los palestinos; pero no hay razón por la que la Iglesia deba culpabilizarse institucio­nalmente por aquellos hechos pretéritos.

Otra cosa distinta es que la Iglesia mantenga des­de sus orígenes una tensión o conflicto religioso con el judaísmo. La existencia de la Iglesia, según el dogma católico, supone la renovación de la alianza que Dios entabla con Israel, de tal modo que el Israel bíblico subsiste en la Iglesia, que es su continuación a efectos de la Historia de la Salvación. En este sentido resulta muy ilustrativa una audiencia que el  papa Pío X concedió en 1904 a Theodor Herzl, que buscaba el apoyo de la Santa Sede al proyecto sionista. Pío X rechazó tal apoyo, declarando que no podía reconocer las aspiraciones  sionistas en Palestina, que estaban guiadas por criterios políticos, en tanto que la respuesta del papa se fundaba en criterios teológicos.

Fue el propio Herzl quien después escribiría la crónica del encuentro, narrando la escena en primera persona y dedicando a Pío X una etopeya poco favorecedora, donde lo pinta como rústico y rudo. Las palabras que Herzl pone en boca de Pío X son netamente católicas y perfec­tamente razonadas, realistas e históricamente responsables, aunque Herzl trate de presentarla como imperiosas o híspidas: «No podemos favorecer vues­tro movimiento. No podemos impedir a los Judíos ir a Jerusalén, pero no podemos jamás favorecer vuestras pretensiones. La tierra de Jerusalén, si no ha sido sagrada, al menos ha sido santificada por la vida de Jesucristo. Como jefe de la Iglesia no puedo daros otra contestación. Los judíos no han recono­cido a Nuestro Señor. Nosotros no podemos reco­nocer vuestro movimiento».

Herzl le replica que los sionistas que acaudilla fundan su movimiento «en el sufrimiento de los ju­díos, y queríamos dejar al margen todas las inciden­cias religiosas», tratando de convertir el asunto en una mera cuestión política. A lo que Pío X respon­de: «Bien, pero Nos, como cabeza de la Iglesia, no podemos adoptar la misma actitud. Se produciría que, o bien los judíos conservarán su antigua fe y continuarán esperando al Mesías (que nosotros, los cristianos, creemos que ya ha venido), en cuyo caso no los podemos ayudar, pues ustedes niegan la di­vinidad de  Cristo; o bien irán a Palestina sin profe­sar ninguna religión, en cuyo caso nada tenemos que hacer con ellos. La fe judía ha sido el fundamento  pero ha sido superada por las enseñanzas de Cristo».

Pío X no hacía sino formular la posición católica tradicional ante el sionismo, vigente hasta que el mundo católico se infecta de ideologías de cuño protestante que siguen viendo en Israel un pueblo elegido. ¿Y qué sucedería en la Iglesia posconciliar?

Sesenta años después de aquel encuentro infructuoso entre Herzl y Pío X que resumíamos en nuestro anterior artículo, la Iglesia quiso cerrar (en vano) la herida que supuraba entre católicos y judíos a través de la declaración 'Nostra Aetate' (nº 4). Allí se establecía que «el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham», pues «la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios»; y se ponderaba el gran patrimonio espiritual común a cristianos y judíos. También se afirmaba taxativamente que, si bien «las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, […] no puede ser imputada ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras». Además, 'Nostra Aetate' deploraba «los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos».

A renglón seguido, sin embargo, 'Nostra Aetate' recordaba que es «deber de la Iglesia en su predicación anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia», en alusión velada a la necesidad de predicar el Evangelio también a los judíos. Pero lo cierto es que los papas posconciliares renunciaron a este mandato divino («… en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra», Act 1, 8), o siquiera lo relajaron, como muestra de 'buena voluntad' hacia los judíos (pero ninguna 'buena voluntad' puede contrariar un mandato vigente sin solución de continuidad desde los tiempos apostólicos). Indudablemente, en el polaco Juan Pablo II y el alemán Benedicto XVI la influencia del trauma al que nos hemos referido en anteriores entregas actuaba como una losa sobre sus conciencias; pues, sin haber participado en ella, ambos eran contemporáneos y testigos de la persecución nazi a los judíos, lo que se tradujo en una actitud acusadamente deferente y sensible hacia ellos que a veces desembocó en excesos retóricos o incluso en muy discutibles zurriburris teológicos. Pero, en su mayoría, fueron gestos de caridad y cordialidad sinceras, superadores de atavismos cerriles; pues, como señalaba Bloy, el odio a los judíos en un católico es «el bofetón más horrible que Nuestro Señor haya recibido jamás en su Pasión que dura siempre, el más sangriento y más imperdonable, pues lo recibe sobre el rostro de su Madre».

Tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI fueron hombres marcados por acontecimientos históricos que explican ciertos énfasis en la proclividad judía, que en Francisco (quien ya no había sido contemporáneo de la persecución nazi a los judíos) resultaron también muy notorios y un pelín cargantes. Aunque –lo cortés no quita lo valiente– en los meses previos a su fallecimiento, Francisco condenó sin ambages la respuesta del ente israelí al atentado de Hamás de octubre de 2023, llegando incluso a sugerir que «lo que está sucediendo en Gaza podría tener las características de un genocidio». Y es que la superación de odios y heridas históricas no puede amparar el silencio ante la inicua actuación del ente israelí con los palestinos, desposeídos violentamente y privados contra todo derecho de una patria y un hogar; y mucho menos ante las matanzas execrables que en los últimos años se han perpetrado en Gaza, así como ante las hambrunas y éxodos obligados que se están imponiendo a los palestinos supervivientes, despojados de hogar y de medios de vida y amputados de sus diezmadas familias. Estas matanzas constituyen una piedra de escándalo que interpela gravemente a los católicos.

Desde luego, un católico debe abominar de las matanzas de judíos perpetradas durante la Segunda Guerra Mundial y debe contribuir a mantener viva su memoria, para que no se repitan; y del mismo modo debe actuar ante otras matanzas que, misteriosamente, han sido envueltas en la nebulosa del olvido, sin memoriales ni museos que las recuerden, sin prensa ni historiadores que las denuncien. Y entre esas matanzas aberrantes debe prestar especial atención, antes que a las matanzas pretéritas en las que las generaciones presentes ninguna culpa tuvieron, a las matanzas que se desarrollan en nuestro tiempo, empezando por la matanza de inocentes en el vientre de sus madres, convertida en abyecto derecho de bragueta amparado por leyes democráticas, así como las matanzas silenciosas de católicos que grupos islamistas (por lo común promovidos y hasta patrocinadas por el anglosionismo) están perpetrando en diversos arrabales del atlas. Y entre esas matanzas actualísimas que deben interpelar a los católicos mucho más que las matanzas pretéritas con las que se les trata de traumatizar se cuenta, desde luego, la matanza que están padeciendo los palestinos.

Ningún católico tiene por qué cargar sobre su conciencia con un lastre de crímenes en el que la Iglesia no estuvo institucionalmente implicada (salvo como víctima, pues muchos hijos suyos fueron masacrados), por mucho que algunos 'católicos' los apoyaran, como ahora otros 'católicos' (acaso los hijos y nietos de aquéllos, o sus discípulos) apoyan otros crímenes actualísimos que han sido notorios desde el primer día y que demandan atención y justicia perentoriamente. Y, por supuesto, un católico puede mantener firme la opinión de que la invención del estado de Israel es una iniquidad, sin que por ello se le pueda tachar de antisemita ni parecidas calumnias que tanto gustan de divulgar los 'católicos' que hoy apoyan y aplauden las matanzas de palestinos, como sus maestros y abuelitos aplaudieron las matanzas de judíos. Y es que el fariseísmo, en sus grados más extremos y diabólicos, siempre ha gustado de aplaudir los crímenes más aberrantes, mientras señala y persigue a los verdaderos creyentes.

Juan Manuel de Prada


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jueves, 17 de julio de 2025

CARTOGRAFÍA DEL HORROR: DESAPARICIONES EN LA FRONTERA COLOMBO-VENEZOLANA. UNA LÍNEA QUE OCULTA Y SILENCIA CUERPOS HUMANOS 👥💥💀💀💀


PERDIDOS EN LA RAYA 

Hace más de 25 años que la violencia del conflicto armado en Colombia desbordó la frontera con Venezuela dejando su cuota de desplazamientos forzados, secuestro, muerte y también de desaparecidos: personas que vivían en la frontera común, en ese ir y venir que caracteriza su dinámica y que un día como cualquier otro, tras anunciar el cruce a sus familiares, parece que se los tragó la tierra...


Desapariciones en la frontera colombo-venezolana. Una línea que oculta y silencia cuerpos.



Aunque las desapariciones ocurren en ambas naciones, y a pesar de que en 2023 los gobiernos de Gustavo Petro y Nicolás Maduro activaron lo que se recuerda como el único y más claro esfuerzo oficial para la búsqueda de decenas de ciudadanos desaparecidos en la convulsa frontera colombo venezolana, Colombia avanza sola para dar respuesta, con sus altibajos burocráticos y políticos, a la interrogante sobre sus paraderos. En Venezuela impera el silencio y el desinterés de las autoridades, cuando no la burla.

Sometidos a la incertidumbre de unos familiares desaparecidos por años, los deudos en territorio venezolano sufren otra pena que inflige un Estado indolente. Los parientes buscadores a veces enfrentan el sarcasmo de las autoridades a las que acuden para solicitarles que investiguen alguna desaparición: 
“Ay, señora, su hija es mayor de edad y seguro se fue con el novio”. Pero la mayoría de las veces ni siquiera merecen el esfuerzo de la burla. Solo reciben indiferencia.

“Pusimos la denuncia y nada”, “nunca nos llamaron”, “nunca nos ayudaron”: estas frases recurrentes corresponden a madres de venezolanos desaparecidos en la frontera binacional, que se ayudan entre sí para buscar a sus seres queridos y suplen de ese modo la ayuda ausente del Estado venezolano. Aunque pueda resultar burocrática y lenta, la única autoridad oficial que les presta oídos y, a menudo, les brinda respuestas es la colombiana.

La violencia interna en Colombia entre grupos guerrilleros y paramilitares a finales de la década de los 90 rebasó la línea fronteriza y se derramó hacia territorio venezolano. La dinámica de tránsito se tornó peligrosa en la pugna por el control de las zonas y comenzó el goteo de noticias sobre colombianos y venezolanos asesinados o desaparecidos en uno y otro lado de “la raya”. Aquello, con los años, terminó por volverse parte del paisaje, sobre todo con la proliferación de trochas y pasos que grupos armados controlan para llenar los vacíos que ambos Estados dejan a su merced.

Los colombianos, sin duda, han llevado la peor parte en el conteo de víctimas. Cifras actualizadas del Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (Sirdec) de Colombia contabilizan 178.429 colombianos desaparecidos por el conflicto interno -no solo fronterizo- hasta mayo de este año.

Pero la cuota de venezolanos desaparecidos en la frontera es también muy alta. Según el mismo Sirdec entre 1993 y hasta 2024 se registraron 3.338 venezolanos desaparecidos en territorio colombiano, de los que 660 (432 hombres y 228 mujeres) desaparecieron en los departamentos fronterizos de La Guajira, Cesar, Norte de Santander, Boyacá, Arauca y Vichada; no había registros en el también fronterizo departamento de Guainía, junto al estado Amazonas de Venezuela. Hasta la fecha, de estos 660 casos han aparecido con vida 140 individuos, mientras otros 17 fueron encontrados ya hechos cadáveres.




En la progresión anual, el 2018 despunta como un hito especial por haber sido el año pico de la migración impulsada desde Venezuela por la crisis humanitaria compleja que, ya para entonces, atravesaba el país. Una migración a pie, desesperada, que al escapar chocó con la ausencia del Estado venezolano en el resguardo de las fronteras, cuyo control ahora se reparten grupos armados irregulares.
Desde 2018, solo en el departamento colombiano de Norte de Santander se contabilizan más de 50 personas desaparecidas cada año, con Cúcuta como la ciudad con más casos registrados, unos 384 en total.

La política prende y también apaga

Un año después de la asunción de Gustavo Petro como presidente de Colombia, el drama de las desapariciones transfronterizas se visibilizó como nunca antes. Las declaraciones entonces del jefe paramilitar desmovilizado, Salvatore Mancuso, sobre fosas comunes tanto en Venezuela como en Colombia, ofreció una oportunidad de oro para abordar el tema. En julio de 2023 se creó el Comité Técnico Binacional para la Búsqueda, Recuperación y Abordaje Forense de los Cuerpos de las Personas dadas por Desaparecidas en las Zonas de la Frontera Venezolana-Colombiana.

El mecanismo tenía dos objetivos: procesar, con ayuda de la Cruz Roja, la búsqueda e identificación de cuerpos en sitios señalados como lugares de enterramientos, y la elaboración de un Manual Operativo para regular los procedimientos de “búsqueda, recuperación y abordaje forense de los cuerpos de las personas dadas por desaparecidas” en la frontera binacional. Este sería revisado por las cancillerías de ambos países, encabezadas en ese momento por Yván Gil, de Venezuela, y Álvaro Leyva, por Colombia.

“Recuerdo que allá [refiriéndose a Venezuela] estaban con toda la disposición de hacer algo”, comenta Helena Urán, una de las asesoras en esta materia del gobierno colombiano. Por ser un conflicto armado interno de larga data, Colombia cuenta con mecanismos institucionales preparados para la atención de las consecuencias, como el conteo y búsqueda de los desaparecidos, que recae en Medicina Legal, la Fiscalía y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD).

De cara al comité, del lado venezolano estaban a cargo el mayor general Gerardo Izquierdo Torres (sancionado por la Oficina de Control de Activos Extranjeros del Departamento del Tesoro estadounidense en 2018), entonces director general de la Oficina de Fronteras, y Render Peña, viceministro para América Latina de la Cancillería venezolana. El embajador de Colombia en Venezuela en ese momento, Milton Rengifo, fungía como vaso comunicante entre ambos gobiernos.

Urán relata que durante varios meses hubo avances, reuniones constantes entre las representaciones de ambos gobiernos, pero ese intercambio se enfrió. Las razones no las sabe precisar. Señala que el año siguiente, 2024, entre la disminución de los contactos y el intenso proceso electoral de las presidenciales venezolanas, el trabajo del comité se detuvo, aunque se había logrado elaborar un borrador de acuerdo diplomático para abordar el tema de los desaparecidos. Asegura que hasta se había logrado involucrar a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y al Ministerio de Justicia de Colombia. “Quedamos super frustrados”, se lamenta.

La indolencia por lápida

“Cadáver masculino que mide 1.60 cm, en edo [sic] de carbonización a un 90% de la superficie corporal”, se lee en una ficha escrita a mano con fecha del 18 de julio de 2005. El nombre del difunto es “no identificado” y el cuerpo fue traído desde San Antonio del Táchira, ciudad cercana a la frontera, hasta el Cementerio Municipal de San Cristóbal, la capital del estado.

Como ese hay decenas de casos que llegaron al principal cementerio de la capital tachirense entre 2000 y 2005, uno de los puntos a los que han ido a parar los cuerpos de desaparecidos transfronterizos. A veces de a uno, a veces en grupo, a veces con algo de ropa o en pedazos, algunos cuerpos pudieron ser identificados y otros no, pero ninguno sobre los que había alguna pista de identificación llegó a ser reclamado y terminaron como los otros -anónimos hasta ahora- depositados en una fosa común en el propio cementerio.

“Esa fosa común se llama el restero. Es una capillita donde se recolectaron todos esos huesitos”, cuenta Alba Villamizar, secretaria del Cementerio Municipal de San Cristóbal. Hace dos años, en 2023, un grupo de funcionarios colombianos revisó la documentación sobre los cuerpos que habían llegado desde finales de los 90 y hasta 2005. Sin embargo, recuerda Villamizar, no se llevaron nada, ni documentos ni algún resto.

“Hay miles de huesitos en esa capilla, para mover todo eso, imagínese. Es impresionante hacer ese trabajo. Porque todo estaba así, una capillita así, todo se echaba allí, hasta que llegó un momento en que se selló completamente. Ya no ingresaban más bolsas de esas de huesos. Era demasiado. Y se selló ese restero municipal”, recuerda Villamizar.

Un esfuerzo forense de esa envergadura solo podrá tener lugar cuando exista una voluntad política semejante. Pero del lado venezolano no hay una entidad, oficina o institución oficial que se dedique a procesar estos casos. Los familiares suelen poner las denuncias ante el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (Cicpc), que cuenta con una unidad especializada en investigaciones de personas desaparecidas. Sin embargo, no hay datos públicos que reflejen el número de casos recibidos por esa entidad, y menos, de los resueltos.

La Fiscalía del régimen chavista no cuenta con alguna división especializada para atender el tema de desapariciones en frontera, como tampoco la Defensoría del Pueblo, que recibe denuncias de familiares pero no muestra data alguna. El último informe publicado por la Defensoría, del año 2021, menciona la palabra “desaparecidas” apenas cinco veces, y solo para referirse a casos de personas que fallecieron por crecidas de ríos; en una ocasión, se refiere un caso de posible trata de personas. Se envió un correo solicitando información a la oficina de la Defensoría en San Antonio del Táchira, sin que se recibiera respuesta.

La falta de información del lado venezolano se hizo aún más ostentosa a partir de 2017, cuando la migración masiva de venezolanos por la vía fronteriza con Colombia disparó los números de desaparecidos transfronterizos. Wilfredo Cañizares, director de la organización no gubernamental colombiana, Fundación Progresar, destaca que de los 650 casos documentados que tienen de personas desaparecidas entre 2016 y 2024, 120 corresponden a ciudadanos venezolanos.

Que el número no sea igual al del conteo que hacen las instituciones de Colombia se debe a que la Fundación Progresar lleva el registro en correlato con acción de grupos violentos, excluyendo casos de quienes podrían haber cortado relación con sus familias voluntariamente.

“Esos 120 casos los tenemos documentados en el sentido de que un grupo armado ilegal los detuvo, o que la última vez que vieron a la persona fue cruzando una trocha de control de la guerrilla o de control de una banda paramilitar o de control de una banda criminal”, especifica Cañizares.

“La crisis migratoria lo que hizo fue poner en una dimensión escandalosa lo de los desaparecidos (...) Aún hoy en día el gobierno colombiano no tiene una cifra cierta de cuántos venezolanos o venezolanas desaparecieron y en qué contextos transfronterizos, y aún menos el venezolano”, afirma, aunque destaca que con la llegada del gobierno de Petro y la reapertura de la frontera, han descendido drásticamente los casos de desapariciones forzadas transfronterizas.

Sonia Rodríguez Torrente, coordinadora para el departamento de Norte de Santander de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), institución oficial colombiana, señala que entre los obstáculos para concretar alguna cooperación en materia de búsqueda e identificaciones de los desaparecidos transfronterizos se hallan las visiones diferentes de ambos estados a la hora de abordar los casos. “En Colombia lo hacemos desde la extrajudicialidad”, es decir, se hacen las búsquedas sin que medien la participación u orden de tribunales o jueces, mientras que en Venezuela, según señala, es todo lo contrario: “La búsqueda en Venezuela está enmarcada en todo un ejercicio judicial y penal y eso pone las lógicas de la relación en posiciones distintas”.

Villamizar, la secretaria del cementerio, afirma lo mismo. “Para hacer algo hay que mover un organismo”, dice, en alusión directa a la Fiscalía venezolana o a los tribunales. “Tiene que ser orden de un tribunal porque si no es una profanación, eso es una tumba”.

En Colombia, Rodríguez Torrente explica que la UBPD tiene en total 94 planes de búsqueda de desaparecidos, de los que 11 corresponden a zonas fronterizas con Venezuela: en la media y alta Guajira uno, otro al sur de La Guajira, otro en el norte del departamento del Cesar y uno más al centro; y uno en Sarare, Tame, Sabanas de Arauca y el departamento de Vichada. Tres más responden a los planes de búsqueda que cubren los 40 municipios en Norte de Santander.

Los buscamos nosotras

En Venezuela, en cambio, a los desaparecidos solo los buscan sus familiares.

La desaparición de Wilmer Jair Cáceres Salamanca, funcionario de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), ocurrió el 25 de enero de 2016 en San Antonio del Táchira. Su madre, Blanca Salamanca, comenzó a buscarlo al notar que no llegó a su puesto de trabajo en San Cristóbal, la capital del estado.

Al ingresar a la sede de PoliTáchira, la policía regional, para poner la denuncia, se encontró con otra mujer que también tenía a su hijo desaparecido y estaba dando el retrato hablado de un joven que había salido con él. Ese retrato hablado, recuerda la señora Blanca, era el de Wilmer. “En ese momento, las dos nos conocimos y nos unimos por la búsqueda de nuestros hijos. Ella me contó que mi muchacho había ido ese lunes 25 a buscar a su hijo, Kevin Rodríguez, funcionario de 22 años de PoliTáchira, a su casa en el barrio Miranda, de donde salieron, sin dar explicaciones”. La madre de Kevin Rodríguez se llama Belén Botello.

El de las señoras Blanca y Belén es el ejemplo clásico de cómo funciona en Venezuela la búsqueda de desaparecidos en la frontera colombovenezolana: a pulso entre las familias y con apoyo del otro lado, en Colombia.

Acompañándose, con sus propias indagaciones encontraron que sus hijos habían sido vistos por última vez en San Antonio del Táchira, lo que les hizo pensar que probablemente habían cruzado la frontera. “Comenzamos a buscar los enlaces para presentar la denuncia ante las autoridades competentes de Colombia”, señaló la señora Salamanca.

Ocho meses después, el 26 de septiembre de 2016, Salamanca y Botello formalizaron la denuncia de desaparición forzada ante la Fiscalía de Colombia. Al caso fue asignado un investigador. “Fueron dos años y tres meses de ir a Colombia, con una frontera cerrada. Nos tocaba, en la mayoría de los casos, atravesar las trochas. Una vez, nos agarró de retorno una balacera y nos lanzamos al piso. Fue horrible y peligroso”.

Las visitas a Cúcuta, la capital de Norte de Santander, se dividían entre la Fiscalía y Medicina Legal. “Hicimos varias amigas que nos tendieron la mano y pusieron todo el empeño hasta conseguir que el caso se esclareciera. Al final, toda la búsqueda se centró en Colombia, no volvimos al Cicpc. Tenemos cierta rabia con ellos. Nunca nos ayudaron y ni siquiera hemos ido a cerrar el caso”.

La ayuda del lado colombiano rindió frutos de la forma más inesperada, con la captura de un delincuente en Cúcuta que reveló la ubicación de cinco fosas comunes en la trocha La Playita, donde finalmente se encontraron los restos de Wilmer Cáceres Salamanca y Kevin Rodríguez. Tras una espera de año y medio para confirmar la identidad mediante pruebas de ADN, recibieron los restos en septiembre de 2019 y organizaron una sepultura digna en el cementerio municipal de San Antonio, cerrando una dolorosa etapa para sus familias.

Así como las madres de Wilmer y Kevin, en Venezuela existe el grupo Esperanza de Madre, creado por Lisbeth Zurita, la madre de Emisael Contreras, desaparecido en 2019 cuando se disponía a volver a su casa en el estado Bolívar, sureste de Venezuela, tras haber pasado a Colombia para trabajar en minas del departamento de Guainía. Además de la organización no gubernamental Fundaredes, que ha visibilizado los casos de las desapariciones en los estados fronterizos -en su último informe de 2023 contabilizan 133 personas, la mayoría venezolanos habitantes de los estados Bolívar y Táchira-, Esperanza de Madre es el único grupo que trata de apoyar a familiares de venezolanos desaparecidos en la frontera, de los que hasta la fecha contabilizan 74.

“Cuando viajé a Colombia a buscar a mi hijo, regresarme [a Venezuela] con las manos vacías me hizo crear el grupo Esperanza de Madre en Facebook, porque decía: tengo que hacer algo, no puedo quedarme de brazos cruzados, no puedo esperar que las autoridades busquen a mi hijo. Ahí empecé a interactuar con otras mamitas que también están pasando por lo mismo, buscando a sus hijos, ahí empecé a darme cuenta de esta pesadilla (...) Todavía me cuesta creer cómo hay tantos desaparecidos”, explica Zurita.

Aunque Emisael Contreras no aparece todavía, algunas madres del grupo han encontrado a sus hijos. Algunos vivos -no dice cuántos- y 17 fallecidos.

En el caso de Colombia, las madres también se han configurado como un motor de búsqueda fundamental, ya más organizado por lo antiguo del fenómeno allá. Las Tejedoras de Moiras, Las Tejedoras de Juan Frío y las Guardianas de la Memoria son algunos de los grupos que, como la Fundación Progresar, apoyan a la UBPD y también a las familias venezolanas con desaparecidos transfronterizos. A la par, cada vez documentan más casos de ciudadanos colombianos desaparecidos en Venezuela.

Yolanda Montes, una líder social que documentó hasta 240 casos de desaparición forzada en la zona de Arauca, fronteriza con el estado venezolano de Apure, describe la complejidad de la búsqueda del lado venezolano.

“En nuestro grupo hay madres colombianas a quienes les han dicho que sus hijos fueron a parar en Venezuela, y de ahí no sabemos más. Eso es más complejo, porque ir a buscarlos es prácticamente imposible. Nos hablaron alguna vez de tres puntos donde han sido enterrados colombianos: Los Bancos, Las Charcas y Tumeremo, en el Arco Minero [del río Orinoco, en territorio venezolano], y que en el cuarto frío de la morgue de San Cristóbal había cinco cuerpos de colombianos, pero el reconocimiento de ese proceso allá es muy complejo. También nos han hablado de fosas comunes o lugares de interés forense en los cementerios, que podrían revelar muchas verdades, pero no hay voluntades políticas de ambos países para buscar a estas personas”.

Pero, más allá de recabar sus casos y apoyarlos con contactos institucionales, la búsqueda de los desaparecidos en la frontera binacional también está atravesando un momento de parálisis en Colombia, y no precisamente por falta de esfuerzo de las instituciones.

La falta de voluntad política a la que Montes alude también la menciona el magistrado de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia, Gustavo Adolfo Salazar, quien además advierte que no son suficientes las declaraciones de Mancuso sobre la existencia de fosas comunes para emprender una búsqueda, pues se trata de afirmaciones generales, sin coordenadas paras su ubicación, que deben ser ratificadas por paramilitares de menor rango para llegar a lugares más específicos.

Recuerda que todavía ese proceso de ubicación no ha terminado y advierte su ralentización. “En este momento no hay nada porque estamos absolutamente parados en la frontera. No hay ninguna posibilidad de que en el corto y mediano plazo active una comisión”, asegura, argumentando que no cuenta con las suficientes condiciones de seguridad para proteger a los informantes y testigos. La posibilidad de obtener ayuda de las autoridades del Poder Ejecutivo en Colombia, prefiere descartarla: “Con el canciller Luis Gilberto Murillo y con la nueva, Laura Sarabia, ese tema no se ha vuelto a abordar”.



En la frontera que comparten Venezuela y Colombia yacen decenas de historias ocultas bajo un mismo rótulo, la ausencia. La cartografía del horror y del olvido da fe de lugares, en ambos países, donde los grupos violentos mataron gentes y abandonaron sus cuerpos. Allí estarían las huellas de un delito silencioso que desde hace un cuarto de siglo oculta tumbas y borra nombres, pero que nadie investiga: la desaparición forzada transfronteriza. Un sinnúmero de testimonios constituye el único rastro que deja.

A Breliacnis, venezolana, se le escurre como agua entre las manos el recuerdo de su mamá. Dejó de verla desde muy niña. Un conjunto de huesos y una lápida con el nombre que había dejado de escribir, el de Brenda María Marín Lara, acaban de poner punto final a esta historia de desaparición en territorio colombiano.

El reciente 10 de marzo, Breliacnis y el hombre que crió a su madre, Benigno Teherán Monsalve, acudieron a la “entrega digna” de los restos de Brenda que hizo la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD) de Colombia en la población de Arauca.

“Simplemente les agradezco, se tomaron su tiempo y la encontraron”. El relato de Breliacnis, que al menos tuvo un cierre, no es común entre cientos de familias venezolanas y colombianas que saben de la desaparición de sus seres queridos en la raya limítrofe. En la línea divisoria de 2.219 kilómetros entre ColombiaVenezuela pervive la desaparición forzada transfronteriza, un delito cometido de manera sistemática por diversos actores: paramilitares, guerrillas, bandas criminales, mafias de trata de personas y hasta efectivos regulares de las fuerzas armadas.

El excomandante paramilitar colombiano, Salvatore Mancuso, declaró en 2023 ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que en la frontera quedaban todavía sin descubrir fosas comunes con, al menos, 200 cuerpos sepultados. Las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la denominación principal de los paramilitares, se había desmovilizado a finales de 2006. Algunos de sus comandantes estuvieron en la cárcel, incluso en penales en Estados Unidos -como el propio Mancuso-, y desde allí comenzaron a hacer declaraciones públicas que al fin arrojaron pistas sobre cómo fue la trastienda de la violencia en los años más crudos de la guerra interna.

Mancuso fue extraditado a Estados Unidos en 2008, regresó a su país natal en febrero del 2024, y fue declarado Gestor de Paz por parte del gobierno del presidente Gustavo Petro Urrego. Se comprometió a colaborar con la JEP para esclarecer crímenes que permanecen silenciados, como la desaparición forzada en la frontera con Venezuela.

Reporteros de Armando.info, de Venezuela, y Vorágine, de Colombia, visitaron algunos puntos calientes a ambos lados de la frontera, tan porosa como peligrosa, donde constataron que la desaparición de ciudadanos, tanto venezolanos como colombianos en, al menos, el segmento de la franja limítrofe que se extiende desde La Guajira hasta el río Arauca, es un fenómeno de larga data frente al que poco o nada se ha hecho para detenerlo o siquiera mitigarlo durante los últimos 25 años.

Para completar la presente serie, Perdidos en la raya, del que este reportaje forma parte, los periodistas entrevistaron a decenas de sobrevivientes del conflicto, sepultureros, investigadores sociales, líderes comunitarios, mujeres buscadoras, periodistas regionales, fuentes oficiales y victimarios. También revisaron la data oficial de las entidades en Colombia que llevan las denuncias de las desapariciones de ciudadanos venezolanos y colombianos. La interacción con esas fuentes generó datos y pistas para construir un mapa con las posibles localizaciones donde habrían abandonado o sepultado los cadáveres de personas de ambos países.

Los indicios recabados dan fe de cómo esas víctimas han sido objeto de tres desapariciones en secuencia: primero, cuando los grupos delincuenciales las asesinaron y ocultaron sus cuerpos; luego, cuando las autoridades binacionales dejaron de buscarlas o no las buscaron del todo; y, finalmente, cuando el silencio impuesto en las localidades extermina la palabra para, con ello, volver a los desaparecidos pura ausencia y olvido.

Esta investigación, que recoge múltiples testimonios sobre casos diversos del primer cuarto del s. XXI, confirma que la desaparición transfronteriza dejó de ser un fenómeno ocasional para convertirse en una práctica criminal a lo largo de la frontera binacional.


A César le hicieron cavar su tumba

César Tulio Cijanes Mendoza era un hombre nacido en Colombia en 1949 que emigró a Venezuela y adquirió la nacionalidad siendo muy joven. Su hija, Vivian, relata hoy que Cijanes fue a trabajar en una empresa y tiempo después lo despidieron. Con el dinero de la liquidación se compró una tierra cerca de Machiques, capital del municipio del mismo nombre del estado Zulia, noroccidente de Venezuela. A partir de entonces se dedicó a la actividad agropecuaria: sembró aguacates, plátano, y también compró ganado.

“Con el pasar del tiempo se presentan estos problemas de desplazamientos por los enfrentamientos [en Colombia]”, dice Vivian Cijanes. En sus palabras explica que el conflicto que había en el Catatumbo colombiano cruzó la frontera y llegó al vecino Zulia, donde su padre tenía la finca. “En el 2000 es que se lo llevan a él de la finca… Y a mí me llega la noticia al pueblo [Machiques] donde yo estoy. Lo primero que me dicen es que se llevaron a un poco de gente detenida y mataron al señor César.”

Vivian preguntó entonces a la gente de Machiques si sabía quiénes se habían llevado a su papá. “Yo voy a la casa de mi padre, que estaba a tres horas de Machiques, y me encuentro con unas tablas arrancadas a la fuerza… Y empiezo a indagar con los vecinos si sabían qué grupo había estado por ahí”. Solo alcanzaron a decirle que el grupo se identificó como "contraguerrilla".

Wilfredo Cañizares, director de la Fundación Progresar, una oenegé con sede en Cúcuta, Norte de Santander, que ha documentado las desapariciones transfronterizas, asegura que “en el año 1999 llegaron los paramilitares al territorio [del binacional río Catatumbo, que desemboca en el venezolano Lago de Maracaibo] y se hicieron sentir con la masacre de La Gabarra [jurisdicción municipal de Tibú, nombrada así por un río tributario del Catatumbo, en territorio colombiano], en la que a varios los asesinaron y arrojaron al río. En adelante todo fue un río de sangre”. Sobre esta masacre en territorio colombiano los pobladores siempre han dicho que los muertos fueron más, que el subregistro se tragó a muchas víctimas.

Vivian Cijanes pensó que el caso de su padre era un secuestro y esperó que le pidieran dinero por el rescate. Pero solo fue veinte años después de la desaparición cuando le llegó la información de que en el Catatumbo colombiano habían encontrado pistas del paradero final de su padre. “Me dicen que ubicaron al niño que se habían llevado con él, en ese entonces de 12 o 14 años. Él corrobora las versiones de que entonces [a César Cijanes] lo amarraron, que él fue el último que le dio un cigarro [a César Cijanes] para que se lo fumara. Y que [al padre de Vivian, César] lo hicieron cavar su tumba. Y ahí mismo fue que le dieron unos tiros y ahí mismo lo enterraron… A mí me habían amenazado de que no fuera más por allá, que dejara de estar buscando”, cuenta.

La UBPD de Colombia lleva el caso de Víctor Cijanes, pero aún no hay resultados concluyentes. Vivian dice que espera que algún día tenga lugar una "entrega digna", aunque admite que tiene pocas esperanzas porque le dijeron que el ADN de los restos encontrados, que podrían corresponder a su padre desaparecido, se deterioró, lo que dificulta su identificación. Nunca se atrevió a poner la denuncia ante autoridades venezolanas y tan solo acudió al diario Panorama de Maracaibo, capital de Zulia, para brindar su testimonio. Hoy vive en un pueblo de Colombia y es una entre las 2,8 millones de personas forzadas a migrar desde Venezuela al país vecino.

⁠De 1993 a 2024, se tiene el registro de 3.338 venezolanos desaparecidos en toda Colombia, según datos históricos del Sistema de Información Red de Desaparecidos y Cadáveres (Sirdec). De esa cifra, 660 desaparecieron en departamentos fronterizos con Venezuela, como La Guajira, Cesar, Norte de Santander, Boyacá, Arauca y Vichada. No hay registros en el departamento de Guainía.

A Reinaldo lo lanzaron al río Catatumbo

"La muerte se ensañó conmigo", repite Socorro Durán, mientras abraza una fotografía de Reinaldo, su hijo. A sus 81 años, ella no ha podido cumplir la promesa de dar santa sepultura a Reinaldo, o a lo que haya quedado de él.

A Reinaldo Méndez Durán se lo llevaron los paramilitares hace 24 años de la vereda Pedregales, municipio de El Zulia, en el departamento colombiano de Norte de Santander, noreste de Colombia, contiguo a la frontera con Venezuela. A los pocos días supo que lo habían lanzado al río Catatumbo en Colombia. “No hay cuerpo. No hay tumba. No hay justicia, pero yo sigo esperando respuestas”, dice, cabizbaja.

Esa herida que le abrió la guerra en el 2001 fue creciendo. El Ejército de Colombia mató a su segundo hijo, Florentino, quien fue sepultado como no identificado en Ocaña, Norte de Santander. Tuvieron que pasar diez años para que Socorro recibiera un sobre con la correspondiente acta de defunción. “Cuando abrí el sobre sentí que la tierra se abría bajo mis pies”, recuerda.

En 2006, otra vez la violencia le arrebató al padre de sus hijos y a un nieto. Incansable, llena de dolor y de incertidumbre, no renuncia a la búsqueda de Reinaldo, que es el único de sus muertos que no tiene tumba. Entre tanto, a ella misma la han amenazado de muerte. “Sé que su cuerpo pudo ir a parar al Lago de Maracaibo [en Venezuela], pero no me importa, hasta allá iré a buscarlo”, sostiene Socorro mientras empuña su mano derecha.

La historia de esta mujer es una entre cientos que configuran un delito atroz, crónico e invisible entre ColombiaVenezuela: la desaparición forzada transfronteriza. Son 25 años de registros desde que se dio la primera incursión paramilitar.
A Elvis lo intuyen en las riberas del Torbes

El 6 de abril del 2002, Elvis Luis Vargas, de 17 años, salió de su casa en el barrio Rosal del Norte, en Cúcuta, capital de Norte de Santander, rumbo al taller de su tío en el pueblo fronterizo de Juan Frío, al sureste de la localidad venezolana de San Antonio del Táchira. Nunca volvió. Su madre, Gladys Vargas, lo buscó en los hospitales con familiares, amigos. Su hijo adolescente llevaba puesto un overol de mecánico.

Días después, los hermanos de Gladys se reunieron para buscar la forma de contarle lo que, según averiguaron, habría pasado con Elkin: los paramilitares se lo llevaron a Venezuela, lo asesinaron y allá estaba enterrado. “Yo siento que mi hijo está allá, en el cementerio de San Cristóbal [capital del estado Táchira, a la vera del río Torbes]. Mi corazón me lo dice”, afirma con los ojos llorosos.

En su búsqueda de respuestas sobre el destino de Elvis, Gladys Vargas llegó a carearse con los excomandantes paramilitares. Durante el proceso de la Comisión de la Verdad en Colombia consiguió hablar con Jorge Iván Laverde Zapata, El Iguano, un temido exlíder paramilitar. “A su hijo y a otros muchachos los mataron en Venezuela, hay que buscarlos allá”, recuerda Gladys que le dijo el exparamilitar.

Muchos cuerpos eran arrojados a los ríos o del lado venezolano para “borrar evidencias”, afirmó Laverde Zapata en entrevista para este reportaje: “Si no hay cadáver, no hay delito”. Según su testimonio, tal fue la “solución” que las fuerzas paramilitares adoptaron en la zona para acatar órdenes de un superior, con las que explícitamente procuraba disminuir las cifras de asesinatos en Colombia y colaborar, de ese modo, con las inquietudes del Ejército. “Para nadie es un secreto que algunos militares, yo no digo que todos porque realmente había gente que nunca quiso tener relaciones con nosotros… [Pero] para ellos no era conveniente que aparecieran muchos cuerpos”, dijo Laverde Zapata.

Laverde Zapata comandó el Frente Fronteras del Bloque Catatumbo de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que se desplegó en Norte de Santander. Para este reportaje dijo que los paramilitares entregaron a Justicia y Paz, de la Fiscalía, listados de personas desaparecidas en frontera. También enumeró las cuatro formas mediante las cuales, según él, los paramilitares se deshacían de sus víctimas mortales: las arrojaban en fosas comunes del lado colombiano, como pudo haber pasado con César Cijanes Mendoza, el padre de Vivian; las lanzaban a los ríos, como relata Socorro Durán que habrían hecho con su hijo Reinaldo Méndez; las incineraban, como lo confirman las investigaciones sobre los hornos crematorios descubiertos en Juan Frío, Norte de Santander; y los ejecutaban en territorio venezolano, de modo que fueran las autoridades de ese país las encargadas de recoger los cuerpos y no quedaran registros en Colombia, como tal vez habría sucedido con Elvis, el hijo de Gladys Vargas.

Aunque después de emitir su declaración Acto de fe por la paz en octubre de 2004, los paramilitares iniciaron una serie de desmovilizaciones que se extendieron hasta abril de 2006, el retiro de esas tropas irregulares abrió paso en Norte de Santander para otros grupos criminales, como Las Águilas Negras y Los Rastrojos, que continuaron la práctica de asesinar a personas en la frontera y ocultar cuerpos en Venezuela, según relatan los familiares buscadores de los desaparecidos en el Catatumbo.

El exparamilitar Laverde Zapata menciona un sector conocido como La Isla, en Puerto Santander, donde grupos que llegaron luego de los paramilitares mataron personas y abandonaron sus cuerpos. Lo describe como un sitio donde “el río se parte en dos, un lado coge para Venezuela, el otro lado coge para Colombia”.

Manuel le daba sepultura “a puros huesos”

Manuel Manjarrés tiene 56 años de edad y desde los 16 ha trabajado como sepulturero en el Cementerio Municipal de San Cristóbal, capital del estado Táchira, en Los Andes suroccidentales venezolanos. Si bien no sabe de Elvis, tiene mucho para contar sobre los cadáveres que llegaban desde la frontera con Colombia.

Explica Manjarrés para este reportaje que “eran cuerpos que llegaban de Ureña, de San Antonio, de varios lados donde los encontraban, pero la PTJ [siglas de la Policía Técnica Judicial, nombre hasta 2001 del organismo detectivesco de investigaciones científicas, auxiliar del Ministerio Público en Venezuela, hoy CICPC] decía que los mataban en un lado y los dejan tirados en otro. Los mataban casi todos a tiros y los dejaban al margen del río Táchira, en la frontera. A veces los traían en los puros huesos y cómo uno iba a saber de qué murió. Esos huesos permanecían un mes en espera, para que el doctor los revisara. Se llevaba un diente o un hueso para al menos saber si era hombre o mujer”.

“Algunos llegaban descuartizados, parecían un rompecabezas”, sigue rememorando Manjarrés. “El doctor dejaba ahí [los restos] y a nosotros nos tocaba armarlo [al cadáver] y se le echaba la tierra. En esa época llegaban de cinco a seis cuerpos semanales. En 2007 nos llegó una misma camada de seis y eran muchachos jóvenes. Eso se metió en una fosa común, luego apareció el papá de uno, pero no lo podía identificar ya. Me mandó a hacerle una cruz para ponerla ahí, pero después ya no volvió”.

Por su parte, Wilfredo Cañizares, de la colombiana Fundación Progresar, le pone contexto al escalofriante relato de Manjarrés “[En 2002 comenzaron] a tener los primeros casos de venezolanos que habían sido retenidos de manera ilegal por los paramilitares, algunos de ellos asesinados en territorio colombiano, cuyos cuerpos fueron arrojados o abandonados en territorio venezolano. En otros casos fueron llevados vivos a Venezuela y asesinados allá. En algunos otros casos, pocos pero que se dieron, la acción fue coordinada con la Guardia Nacional [Bolivariana, GNB] de ese país, con quien estuviera en territorio. Ellos hacían el levantamiento y los cuerpos eran sepultados en los cementerios más cercanos donde había ocurrido el homicidio”.

Paola Andrea nunca llegó con el regalo

Paola Andrea Quiñonez Roa tenía 17 años, ojos verdes y cabellos rubios que su madre lavaba con manzanilla. Era su "princesa", su "mona". El 16 de septiembre de 2011, Día del Amor y la Amistad en Colombia, Paola llamó a su mamá para decirle que iba a visitarla con un regalo. Esta, María Braulia Roa, preparó la comida preferida de su hija y fue a recogerla a las 11:30 de la mañana a la cancha del barrio San Martín, en Cúcuta, pero pasaron las horas y su única niña nunca llegó.

La última vez que Paola fue vista cruzaba el puente peatonal de Villa del Rosario, rumbo a San Antonio del Táchira. Esa noche su madre recibió una llamada: le dijeron que su hija había sido decapitada y arrojada en una bolsa en El Piñal, capital del municipio Fernández Feo del estado Táchira, Venezuela.

Sin todavía poder creerlo, con el corazón desgarrado, María Braulia Roa salió a buscar a su “princesa”, sin importarle que no tenía papeles para pasar a territorio venezolano. Al llegar allá pidió ayuda a las autoridades locales pero, tras buscar por muchos puntos de esa población, no encontró nada. Fue “como si la tierra se la hubiera tragado”.

Buscó en cementerios, en morgues, en calles. Nadie le dijo nada. A los pocos días alguien afirmó haber visto a Paola llorando, golpeada y al parecer con signos de abuso en un lugar del sector de San Antonio del Táchira llamado Mi Pequeña Barinas, pero cuando esa persona volvió para prestarle apoyo, ya no estaba. María Braulia lleva 14 años en ese calvario.

A Iván lo agarraron al pasar el puente

Las guerrillas colombianas también son responsables de la desaparición forzada transfronteriza. Arauca, un territorio hoy en garras del Ejército Popular de Liberación (ELN), control que en otro tiempo también ejercieron las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), es una provincia colombiana plagada de muertos sin nombres. En la zona divisoria con el estado Apure, en Venezuela, hay campamentos guerrilleros con decenas de niños reclutados en contra de su voluntad, según fuentes de organismos humanitarios que, consultadas, pidieron reserva de sus nombres por encontrarse sobre el territorio en conflicto.

El río Arauca, la frontera natural entre el departamento colombiano de Arauca y el estado venezolano de Apure, fue cementerio de decenas de personas en los años más convulsos de la violencia, según lo confirma la Defensora del Pueblo de Arauca, Grace Serrato Salazar. “Nuestro analista de datos en la entidad, el padre Deison Mariño, nos dijo que el río era el cementerio de Arauca, porque uno veía los cuerpos flotando y muchas veces ya en avanzado estado de descomposición. 
¿Y cómo saber dónde lo mataron, si fue en Venezuela o si fue en Colombia?”.

Ese río es hoy un pasadizo peligroso. Señal de ello fue, por ejemplo, que los lancheros se negaran a transportar a una de las periodistas de este reportaje, para conocer de primera mano las historias de los venezolanos que fueron testigos de cómo la violencia colombiana se deslizó hasta invadir sus tierras. Está prohibido hacer el cruce. Y para los colegas de Venezuela, moverse por los pueblos donde ocurrieron estos hechos resulta impensable por miedo al control represivo que ejerce el régimen que gobierna el país.

De hecho, en Arauca se habla de colombianos que fueron retenidos por las autoridades migratorias venezolanas una vez cruzaron el río y de quienes, hasta el día de hoy, sus familiares no saben nada.

Dolly García Briceño, que vive en Cúcuta, dice que a su hijo de 34 años de edad, Iván Colmenares García, lo detuvieron el primero de noviembre de 2024 en El Amparo, Apure, al cruzar el puente internacional de Arauca.

Iván es abogado y trabajaba para la ONG Corpodrinco, que atiende y orienta a migrantes venezolanos en Colombia, pero que en mayo pasado tuvo que cerrar su programa en Arauca por el recorte de presupuesto de los programas de la cooperación estadounidense a través de Usaid (siglas en inglés de la Agencia para el Desarrollo Internacional de Estados Unidos). “Me dijeron que estaba detenido en El Helicoide [un antiguo proyecto de centro comercial, reconvertido en sitio de reclusión de los organismos de inteligencia del chavismo en Caracas] pero no hay claridad de por qué”, dice su madre, quien confirmó hace unos días a VORÁGINE que, tras cinco meses sin saber su paradero, le llegó una información de que Iván en realidad se encontraría recluido en El Rodeo 1, una cárcel espeluznante al este de la capital venezolana. Todavía siguen sin decirle las razones de su detención.

Con él son 18 los colombianos en esta misma situación. Sus familiares han acudido al Ministerio de Relaciones Exteriores, en Colombia, para que les ayuden a buscarlos, pero poco han logrado.

A Raúl se lo llevaron los guerrilleros

Del otro lado de la frontera fluvial ocurrió hace 19 años una desaparición que habría sido perpetrada por la guerrilla de las FARC. A Raúl Esneider Morales Quiroga se lo llevaron hombres armados que iban a bordo de una camioneta en la localidad de El Amparo, en el municipio Páez del estado de Apure, Venezuela, cuando acababa de cruzar el río. Eso ocurrió en 2006, según cuenta su hermana, Clara Leydi Morales, quien desde entonces busca cualquier información que dé con el paradero de su familiar.

“Con mi papá fuimos a un campamento de la guerrilla de las FARC [en territorio venezolano] a hablar con esa gente varias veces. A los seis meses avisaron que lo habían mandado a agarrar [a Raúl]. No nos dijeron nada más. Mi papá recurrió entonces al ejército de nuestro país, fue hasta un puesto de control militar en La Charca, sector de El Nula, estado Apure, y contó lo ocurrido esperando una respuesta. No pasó nada”.

Los padres de Clara Leidy son ciudadanos colombianos nacidos en Boyacá -departamento del altiplano central de Colombia- que se fueron a buscar un mejor futuro en Venezuela. “Todos, los siete hermanos, nacimos aquí en Venezuela. Mi papá murió sin volver a ver a su hijo [Raúl], y mi mamá de 77 años está enferma y depresiva desde entonces”. Raúl, el desaparecido, tenía una cooperativa de servicios de soldadura y dejó dos hijos.

“En toda esta frontera el conflicto armado va y viene. Los armados están allá, están aquí. Tuvimos paramilitares, el temible Bloque Vencedores de Arauca. Esa dinámica violenta se exacerbó en los años 2005, 2006 y 2010, cuando se enfrentaron las FARC con el ELN por el control territorial. Hubo un éxodo de gente de Colombia hacia Venezuela. Los grupos se dieron cuenta de eso y empezaron a extorsionar y a coger gente por la fuerza en la frontera. Hay muchas personas que desaparecieron haciendo ese recorrido”, dice la defensora local, Serrato Salazar.

Los restos de Brenda por fin aparecieron

Como se dijo al comienzo de esta entrega, Breliacnis Lara culminó hace poco una búsqueda que le robó 13 años de su vida. El 10 de marzo de 2025 recibió los restos de su madre, Brenda María Marín Lara, quien tenía 38 años cuando desapareció.

“Ella siempre se movía entre ColombiaVenezuela, atravesaba la frontera con Arauca permanentemente. Yo estaba pequeña cuando ella se fue. Nos dijo que iba a trabajar, y a mi hermano y a mí nos llevaron a vivir con el abuelo. Después nos mudamos a Oriente, al estado Monagas. Desde muy pequeños nos comenzaron a amenazar. Yo tenía como 14. No sabíamos qué pasaba. Ya cuando estábamos más grandes nos dijeron que era que mamá se había ido a la guerrilla colombiana y se movía por los lados de Pueblo Nuevo, más abajo de Tame, en Arauca. Con el tiempo migramos a Colombia. Vivir en Venezuela con tanta pobreza no era posible. Entonces, [en Colombia] reactivé la búsqueda de mi mamá”, cuenta Breliacnis.

La información de que en unos combates en Arauca habían muerto varios guerrilleros, entre quienes estaba su madre, y que los cuerpos habían sido enterrados sin identificar, llegó a Breliacnis. “Yo fui a Bogotá y empecé los contactos con la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD). Un día me llamaron porque la habían identificado y nos iban a entregar sus restos”.

El reciente 10 de marzo, Breliacnis y demás familiares acudieron a la “entrega digna”, como la UBPD llama a estas ceremonias. Elba Sánchez Rosas, coordinadora de la unidad en Arauca, dijo que el reconocimiento de los restos se hizo tras la intervención del cementerio principal. “Ha sido un trabajo complejo pero es el proceso a seguir. La búsqueda debe comenzar por ahí, por los campos santos a donde trasladaron durante décadas cuerpos sin identificar. Yo quisiera que los gobiernos de ambos países acordaran una estrategia de búsqueda humanitaria también en los cementerios de Venezuela, donde seguro hay colombianos sepultados sin nombre”.

“Donde hubiese un espacio vacío metíamos los cuerpos”

Un hombre que fue sepulturero en Apure cruzó el puente limítrofe sobre el río Arauca que comunica ese estado llanero de Venezuela con la capital araucana, en Colombia, el 14 de mayo del 2025. Lo hizo para compartir con los reporteros la historia que le tocó vivir. “A nosotros nos tocó enterrar gente en el cementerio. Donde hubiese un espacio vacío metíamos cuerpos sin preguntar por qué aparecían abandonados. Si allá [en Venezuela] hicieran lo que andan haciendo acá en este país [Colombia], seguro muchos familiares tendrían respuestas”, dijo.

El sepulturero pidió que no se publicara su nombre. Es un hombre mayor que todavía asume riesgos y se rebela contra el confinamiento impuesto por la guerrilla en algunos puntos fronterizos de ambos países. “Ellos se pasan de aquí para allá. Hay un campamento allá [y señala hacia Venezuela]. Tienen controlado el uso del internet, por eso no pudimos hablar por ahí. Dicen hasta a qué hora la gente tiene que encerrarse. Ellos mandan. Ahora es peor”.

El sepulturero deja ver el miedo instalado en el territorio y también pone sobre la mesa un tema caliente del que nadie quiere ocuparse, el hecho de que el grupo guerrillero ELN delinque en ambos países por igual.

Kleiver Andrey se esfumó hace poco

Kleiver Andrey Ramírez Acuña cruzó el río Arauca desde Colombia hacia la localidad de El Amparo, para visitar a su novia venezolana. Horas después, la muchacha llamó a la abuela de su novio para decirle que él no había llegado. Desde el 6 de marzo de 2025 nadie sabe nada del joven de 17 años, que se acababa de graduar de bachiller en 2024.

Kiara Acuña, mamá de Kleiver, cuenta desde la humilde casa de la abuela del joven, en el barrio Libertadores de Arauca, que los últimos mensajes que su hijo le escribió a la novia eran confusos. 
“Daba a entender que estaba en peligro. Se estaba como despidiendo de ella. Ella me envió las capturas de pantalla. Yo hablé con el amigo con el que mi hijo estuvo por última vez. Es un muchacho al que le dicen El gordo, quien me dijo que había dejado a Andrey en el puesto de la canoa para cruzar a Venezuela, pero yo siento que él sabe algo más”.

La mujer dio a conocer en redes sociales la desaparición de su hijo “y comenzaron a llegarme mensajes al celular de un número desconocido. Me decían que si seguía publicando no iba a encontrar ni el cuerpo de mi hijo. Me dijeron que eliminara todo y que, si no, me iban a apretar”. Kiara extiende el celular para mostrar los mensajes amenazantes que guarda con celo.

Un par de días después de lo sucedido con Kleiver, otro joven de Arauca desapareció. En el barrio hay varias historias de ausencias obligadas que las madres no quieren reportar a las autoridades porque tienen miedo. Todos son jóvenes, todos iban a cruzar el río. Los rumores en el barrio de atmósfera pesada aseguran que a los muchachos los está reclutando la guerrilla, a la que se refieren como “el actor armado”, así, sin nombre propio, para evitar represalias.

Kiara fue hasta Saravena, un municipio del departamento de Arauca. Desde allí “mandé mensajes a la guerrilla de que si tienen a mi muchacho que me lo devuelvan. El día que fui se habían llevado a dos jóvenes”. Cruzó varias veces el río Arauca para ir a El Amparo. “Fui hasta Guasdualito, que queda a 30 minutos de El Amparo, hasta que alguien se acercó a decirme que no me siguiera arriesgando tanto”.

El miedo manda

“En esta capital tenemos un reporte, desde el 2022, de más o menos 120 personas desaparecidas, sobre las que al día de hoy no sabemos. Es un número alto”, refiere la defensora local, Grace Serrato. Los números, la estadística del horror.

En Arauca el miedo borbotea como sangre por la herida. Llegar a la ciudad y recorrerla es como viajar en el tiempo y sentir que nuevamente se está habitando aquella época en que mataban hasta a cinco personas por día. La gente en la calle saluda con cuidado cuando se trata de un foráneo y recomienda a los periodistas hablar bajito en los hoteles, porque no se sabe quiénes son los huéspedes de los cuartos contiguos. La desconfianza es absoluta.

Las entidades colombianas -UBPD, JEP y Unidad de Víctimas- han insistido en un plan binacional entre Colombia y Venezuela para buscar en cementerios fronterizos y acceder a registros forenses. Pero la falta de voluntad política ha detenido toda posibilidad de trabajo conjunto. Mientras tanto, las madres siguen buscando. Porque aún sin cuerpo, sin respuestas y sin justicia, hay algo que ningún grupo armado ha podido desaparecer: la esperanza.


escrito por una persona.
NO por la I.A.

Donde termina el olvido: lápida y memoria