EL Rincón de Yanka: VIOLENCIA

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viernes, 29 de agosto de 2025

LIBRO "UN SIGLO DE CRÓNICA ROJA (1894 - 1984): QUINCE HISTORIAS SOBRECOGEDORAS DE VENEZUELA 💥💀 por PEDRO REVERTE y MARIANA ALARCÓN

 
UN SIGLO DE
CRÓNICA ROJA
1894 - 1994

QUINCE HISTORIAS SOBRECOGEDORAS

PEDRO REVERTE y MARIANA ALARCÓN

«Un siglo de crónica roja», de Pedro Revete y Mariana Alarcón, es una obra que sumerge al lector en el fascinante y a menudo perturbador mundo de la crónica de sucesos en Venezuela. Este libro, publicado como un compendio de historias que abarcan cien años de crímenes y tragedias que marcaron la memoria colectiva del país, destaca por su rigor investigativo y su narrativa envolvente.
Los autores, con una trayectoria destacada en la investigación de la crónica roja, logran tejer un relato que no solo documenta los hechos, sino que también explora las complejidades humanas detrás de cada caso.
Desde asesinatos que conmocionaron a la sociedad hasta misterios sin resolver, el libro ofrece una mirada cronológica que refleja cómo la violencia y el crimen han evolucionado en paralelo con los cambios sociales, políticos y económicos de Venezuela.
Esta obra equilibra el detalle periodístico con un estilo literario accesible y atrapante. Los autores no se limitan a relatar los eventos; también contextualizan las motivaciones de los protagonistas —víctimas, victimarios y testigos—, así como el impacto de estos sucesos en la opinión pública. Además, la inclusión de fotografías, enriquece la experiencia, dotando al texto de una dimensión casi tangible.

Un siglo de crónica roja es una pieza imprescindible para los amantes del periodismo narrativo. Revete y Alarcón no solo preservan un archivo histórico, sino que invitan a reflexionar sobre la naturaleza humana y el peso de la memoria en un país marcado por la turbulencia. Una lectura tan inquietante como reveladora.

¿Qué casos contiene?

Las dos muertes de Madame Balou
El asesinato del gobernador de Caracas Luis Mata Illas
El puñal que mató a Juanita Vega
El crimen de El Silencio: la maestra del Bloque 7
El mito del negro Antonio
El secuestro de Vallita
La muerte de Pancho López. (Actor de Radio Rochela)
Señuelo mortal: el caso de la hija de Eva Blanco
El crimen de la bañera
El carnicero de Maracay
El bulto macabro
El monstruo de Guarenas
El monstruo de Carayaca
La descuartizada de Pipe
La viuda negra de Santa Fe

Razones para adquirir este libro

Exploración histórica única: El libro ofrece un recorrido por cien años de crónica roja, un género periodístico fascinante que combina investigación, narrativa y hechos reales, permitiéndote entender cómo han evolucionado los crímenes y su cobertura a lo largo del tiempo.
Narrativa envolvente: Los autores, reconocidos por su habilidad para contar historias, transforman casos reales en relatos que enganchan, haciendo que la lectura sea tanto informativa como entretenida.
Perspectiva cultural: A través de las crónicas, se refleja la sociedad, sus valores, miedos y cambios a lo largo de un siglo, ofreciendo una ventana a la historia desde un ángulo poco convencional.
Trabajo riguroso: Pedro Revete y Mariana Alarcón son investigadores experimentados, lo que garantiza un enfoque detallado y bien documentado sobre los casos más emblemáticos.
Atractivo para amantes del true crime: Si disfrutas de historias de crímenes reales, este libro promete satisfacer tu curiosidad con casos que han marcado época.
Relevancia contemporánea: Al analizar un siglo de crónica, el libro conecta eventos del pasado con cuestiones actuales sobre justicia, crimen y medios de comunicación.

¿A qué esperas? Haz clic en el botón COMPRAR AHORA y sumérgete en este viaje en el tiempo. Conoce en detalle 15 crímenes que impactaron a la sociedad venezolana.

Prefacio

En 1972 durante una de mis incursiones infantiles por la casa tropecé con una caja llena de viejos libros. Entre un montón de novelas, que ha­bría de devorar con fruición, estaba un ejemplar de la Historia Mundial de la Prensa que 20 o 30 años atrás se usara en los cursos de Periodismo, impartidos a distancia, por academias asentadas en los Estados Unidos. De tapa dura, impreso en papel glasé y con abundantes ilustraciones ese libro despertó en mí el gusto por la comunicación, del tipo que toda­ vía se hacía en aquella época: 
la del tecleo en las máquinas, la del plomo fundido, la del olor a tinta y papel y la del estrépito de las rotativas. 
Este sentimiento se afianzó cuando al poco tiempo tuve la suerte de visitar con mi madre, en un mismo día, el taller donde imprimían el diario La Religión y el local en el que Distribuidora Continental encuadernaba las revistas extranjeras.

Quizás por eso entre mis precoces y desordenadas lecturas nunca llegó a faltar la prensa, sobre todo la dominical, tan copiosa y variopinta. Allí conocí a Max Haines, escritor canadiense que desde hacía poco producía Crime Flashback, columna que en América Latina conocimos con el nombre de «Los crímenes más sonados», y en la que Haines reconstruía con singular destreza sucesos ocurridos en décadas anteriores. Aunque ya para entonces había disfrutado de las aventuras de los héroes y heroínas de la literatura policial, me incliné en favor de la crónica por lo que tenía de no ficción. Al crecer además en un período particular­ mente estremecido por la violencia, con casos como el de Vegas Pérez, León Taurel o la masacre de la calle Páez quedó sembrado en mí el inte­rés por este género. Con el paso de los años la vida me regaló la dicha de conocer a mi alma gemela, mi par en el apego por la investigación rigu­rosa. Con ella, hace doce años, inicié la feliz aventura de crear Crónicas del Tánatos, revista digital que trajo a la memoria casi un centenar de los más sensacionales crímenes cometidos en Venezuela.

Ahora, tras un intenso trabajo de clasificación, arqueo, verificación y composición queremos presentarles Un Siglo de Crónica Roja, obra que rescata de polvorientos archivos quince casos, que pese a ser hoy poco o nada conocidos, causaron en su tiempo un fuerte impacto. Le adver­timos que los crímenes que vamos a narrar y algunas de las imágenes que los ilustran podrían llegar a perturbarle, por lo que recomendamos cautela.

Aclarado ese punto dejamos abierta para usted, la puerta de acceso que le llevara a un viaje por el tiempo. Los relatos reconstruidos aquí arran­can con la llegada de un tren a Turmero en 1894 y terminan cien años después con el asesinato de un joyero húngaro, en el momento justo en que abordaba un taxi con la intención de salir del país.

Crónicas del Tánatos, 
crímenes que se convirtieron en Historia. 
Caracas, 20 de septiembre de 2023.

Hoy en la Biblioteca del Crimen te hablamos de los libros 
y otras publicaciones que se realizaron por el caso del padre Biaggi.

VER+:


viernes, 22 de agosto de 2025

CRÓNICA: "TODO POR EL ORO": MIGRACIÓN, VIOLENCIA Y ECOCIDIO EN LA TRIFONTERA DEL RÍO NEGRO (VENEZUELA, COLOMBIA Y BRASIL) 🌎



Crónica

Todo por el oro: migración y violencia 
en la trifrontera del Río Negro

A lo largo del río Negro, la arteria que conecta a Colombia, Venezuela y Brasil en la Amazonía, numerosos pueblos indígenas y distintas comunidades ribereñas sobreviven entre la minería ilegal y los grupos armados, dos poderes de facto que dominan ese eje con el peso de un metal innoble: el plomo.
Durante la madrugada del 3 de agosto en el caño Pimichín, un afluente del río Negro ubicado junto al municipio de Maroa, en la amazonía venezolana, combatientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) atacaron a integrantes del Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), una disidencia de las antiguas Farc, en una maniobra para aniquilar el liderazgo del grupo. Hubo muertos y heridos, inclusa de varios mandos, pero hasta la publicación de esta crónica su número no se ha podido confirmar.

Los dos grupos se repartían el control territorial de la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela, pero la búsqueda del dominio total rompió esa alianza, un matrimonio de conveniencia basado en acuerdos para dividir las minas, compartir las rutas de narcotráfico y repartir las ganancias. Ahora, cuentan los líderes indígenas locales, varios mineros y fuentes de las fuerzas de seguridad, el acceso y el tránsito por esta zona está controlado y prohibido por el ELN como la nueva autoridad única. Los civiles han sido arrastrados a un miedo mayor y podrían desplazarse en masa hacia Inírida, la capital del departamento de Guainía. Las fuentes reportaron ayer movilizaciones de tropas en territorios indígenas, lo que podría marcar el inicio de una nueva ola de violencia en la región.
Esta noticia y la incertidumbre frente a sus consecuencias viajaron rápido hacia las poblaciones aledañas, río arriba y abajo, entre comunidades cuyo destino está ligado al vaivén caprichoso de la violencia armada.

MUERTE EN BUSCA DEL FULGOR

Hace algunas semanas, seis lanchas de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB), decenas de soldados y varios drones vigilaban el río Cunucunuma, ubicado en la Amazonía venezolana, sobre un cauce donde abundan piedras que los indígenas yekuanas consideran sagradas. Hablamos del granito y de otras formaciones; pero no del oro, un metal blando que carece de utilidad en su cultura. Fuera del universo yekuana, entre los mineros mestizos, ese desinterés muta en un afán que sortea la persecución, la extorsión y la muerte en busca del codiciado fulgor amarillo.

Dairo Pertuz*, 41 años y 13 en la minería, llevaba diez días escondido entre los márgenes del Cunucunuma, donde prendía su teléfono solo unos minutos para evadir a los drones; mientras su balsa, una estructura de 200 millones de pesos colombianos (casi USD 50 mil) que horada el lecho del río, permanecía enterrada en pedazos. 
“Dicen que este operativo va a durar 40 días. Toca esperar pa’ poder trabajar”, contaba.
La Guardia vuelve cada tanto a ese lugar, pero los mineros están habituados. “Desarmamos las balsas, escondemos las piezas y nos movemos entre las bocas del río. Cambiamos de lugar todos los días mientras esa gente se va”.

Dairo vive en Inírida, la pequeña capital del departamento de Guainía, en el extremo suroriental de Colombia, pero pasa meses en Cunucunuma buscando la veta dorada. Desde su casa viaja tres días en lancha, y en el camino atraviesa varios peajes que los indígenas imponen a quienes explotan la selva. Hasta la semana pasada, antes del conflicto, cuando llegaba a la mina en el río, tenía que pagar 25 gramos de oro mensuales para el Frente José Pérez Carrero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y para el Frente Acacio Medina de la Segunda Marquetalia (SM), un grupo liderado por Iván Márquez, jefe negociador por las antiguas FARC en el Acuerdo de Paz de 2016, que tiempo después desertó del acuerdo. Los dos grupos ahora se disputan el control, pero difícilmente eso genere alguna ventaja para Dairo.

Dairo también debe comprar agua, comida y mucho combustible para el motor de la draga. Después el beneficio se reparte: 40 por ciento para los buzos y 60 para el dueño de la balsa, que debe invertir en averías y repuestos. Los mineros gastan fortunas en su operación, pero consiguen un buen retorno, a una tasa de 400 mil pesos colombianos por gramo (unos USD 100). 
“Mínimo sacamos 20 o 30 gramos de oro en un día, y ya eso es rentable. A veces salen 200, 400. Una vez sacamos 930 gramos en diez horas de trabajo”, contó Dairo. Es una vida azarosa, pero en tierra firme no abundan las opciones. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística de Colombia (Dane), en Guainía padecen un desempleo del 13,6% y la mitad de los jóvenes no estudia ni trabaja.

Dairo escapó de ese panorama y se fue a buscar oro en el río Inírida, en el Atabapo y en muchos meandros donde la veta a veces pinta y a veces no. Ahora en su balsa emplea hasta 12 personas, pero hace unos años tuvo que empezar de nuevo cuando la Armada colombiana le incendió otra. 
“Ellos nos queman cinco, pero a los pocos días salen diez”, dijo confiado.
Varias minas ya vivieron su auge, y seguro vendrán otras después. Pero hoy Cunucunuma concita el mayor interés en el Alto Orinoco: hasta 200 balsas en producción permanente, calculó Dairo. Cunucunuma yace en Venezuela, pero su influencia viaja hasta Colombia y Brasil, donde irriga las economías de muchas comunidades por una arteria común: el extenso y sinuoso río Negro.

UN CASERÍO FANTASMA

En San Carlos de Río Negro, la segunda población del Amazonas venezolano, hubo un aeropuerto con vuelos diarios; un hospital que atendía a locales y vecinos; dos escuelas para estudiantes de aquí y de los asentamientos indígenas cercanos; siete tanques que suministraban gasolina barata a los tres países; una casa de la cultura donde se reunía la multitud en las fiestas patronales; una antena que daba telefonía hasta el lado colombiano; una pequeña flota mercante con grandes bongos de hierro; y varios expendios donde vendían los víveres que llegaban desde la capital, Puerto Ayacucho, por la vía fluvial.

San Carlos fue el mayor centro poblado de toda esta zona. Tres mil personas vivían aquí en los buenos tiempos, pero la ruina de Venezuela dejó a solo 800 y convirtió esto en un caserío fantasma. 
“Muchos jóvenes se fueron a las minas, y el resto cogió pa’Brasil”, contó Daniel Abreu en las ruinas de su negocio. Donde antes hubo un almacén bien surtido, hoy se degradan un horno industrial y una amasadora en desuso, junto a dos vitrinas que exhiben galletas con marcas en portugués.

Ese día no había casi nadie en San Carlos: dos señoras vendían loterías de animalitos, un juego de azar informal y populachero; una chica se protegía del sol con su sombrilla; dos hombres en moto vendían un cerdo despiezado; otros cinco esperaban frente a la casa del alcalde en busca de ayudas; y dos militares de la Guardia Nacional, que al pasar provocaron el silencio precavido de Daniel. Cuando se alejaron, el comerciante, un indígena baré mestizo, retomó la charla y dijo que la infraestructura del pueblo se había hecho en democracia, antes de que Venezuela escorara.

Pese a todo, su local sigue bien ubicado frente a la Plaza Bolívar, un parche verde con grandes árboles en el centro de San Carlos. En diagonal está el muelle, adonde muchas veces llegó Daniel con su bongo cargado de comida y licores que traía en siete días de viaje por el río. 
“Había que pagarle 4% al ELN, pero quedaba plata”, dijo. Aquella mañana solo navegaban los pequepeques: unas canoas con motores mínimos que cruzan pasajeros hacia el pueblo de San Felipe, en Colombia.
Hoy la energía en San Carlos llega intermitente, y la gasolina dejó de fluir desde Puerto Ayacucho el año pasado. Ahora esta comunidad la importa costosa desde Brasil en barcos de 20 mil litros. Daniel tenía uno similar, pero hoy yace oxidado entre la maleza junto al patio de su casa. Se subió a la proa como si todavía navegara.
“De la gente que conocí cuando llegué hace 25 años, solo quedan mis vecinos. Los demás murieron o se fueron. Hasta los perros se acabaron: no había comida pa’ uno, menos pa’ellos”. Daniel Abreu, 61 años, comerciante.
Pero Daniel nunca pensó en irse. 
“Que se vaya el que esté joven”, dijo. Y unos cuantos lo están haciendo. 
“Se van a las minas que hay por estos lados: Siapa, Moya, Cunucunuma, Camello, Carioca. Ahorita varios están esperando que pase un operativo de la Guardia pa’ irse”.
Aunque la riqueza del oro fluye en suelo venezolano, sus ganancias no se ven en poblaciones como San Carlos porque las familias beneficiadas cruzaron la frontera hace rato. Incluso la guerrilla se fue: aquí el ELN usaba a los jóvenes como informantes y como bestias de carga. Ya no. Entre los pocos rezagados quedan varios que también quieren irse, pero no tienen los medios. A algunos, como única salida, les ha quedado sólo la muerte: durante los últimos años ha habido varios suicidios aquí. En el patio de su casa, un poco desanimado después del recorrido, Abreu aventuró una tesis: 
“Pa’evadir la realidad, pa’no sufrir lo que está pasando, se matan”.

UNA BANDERA DE LA AMAZONÍA

Navegar durante horas y días por estas aguas exige conciliar el esplendor y la monotonía del río, la vegetación y el cielo abierto en las dos orillas: tres franjas horizontales que transcurren paralelas por centenares de kilómetros. Esta podría ser una bandera de la Amazonía: abajo la banda oscura de la superficie, que sostiene la embarcación y permite el viaje; más arriba la franja verde de los árboles tupidos; y en lo alto la faja azul, iluminada por el sol como una gran lámpara incombustible. Mientras navegábamos en un pesado bongo de hierro, sobre la margen venezolana surgían comunidades indígenas que fueron abandonadas en los años recientes.

A 130 kilómetros de San Carlos y San Felipe, en Puerto Colombia, hace algunas semanas nos reunimos puertas adentro para evitar a hombres armados de las disidencias de las FARC, que a las siete de la noche deambulaban a sus anchas por el caserío. En el patio de una vivienda, varios indígenas curripacos compartían una sopa de pescado con ají y casabe mientras charlaban en su lengua a un ritmo veloz; hasta que cambiaron al castellano para exponer sus urgencias. 
Primero habló Gilberto Elías*, dueño de una tienda: 
“Aquí no hay seguridad. Los grupos armados pretenden vivir en el pueblo. Ellos antes hacían sus cosas en el monte; ahora patrullan aquí con fusiles y nos ponen en riesgo. Mañana vienen otros y nos acusan de colaboradores”, dijo con los labios apretados.

En este punto medio viven 70 personas en casas de tablas, sobre un borde alto del río, ubicado a 186 kilómetros de Inírida en lancha. Este solía ser un pasadizo útil para los viajeros y los comerciantes que transportan mercancías: 30 kilómetros por un atajo rudo en territorio venezolano acortaban el viaje hasta Maroa, un pueblo ubicado frente a Puerto Colombia, al otro lado del río. Pero la Guardia Nacional, dicen los pobladores en ambas orillas bajo estricto anonimato, empezó a extorsionar y a detener viajeros, y el tránsito paró. Ahora la única opción es viajar tres días o más, siempre en suelo colombiano, por una zona llamada Huesitos, donde la carga vadea arroyos y barriales en tractores para comunicar el río Inírida con el Negro.

Callada durante la reunión, Mariela*, otra comerciante indígena, por fin habló: 
“¿Por qué tengo que compartir con esa gente el fruto de mi trabajo?”. 
El Acacio Medina les cobraba una vacuna a quienes producen dinero en Puerto Colombia y lo mismo hacían los hombres del ELN, acampados en una finca vecina. Ambos grupos han llegado a convivir durante periodos en la zona. Sin embargo, como confirman los hechos recientes, la dinámica entre bandos es cambiante y volátil, y puede conducir a conflictos violentos. En el medio siempre queda atrapada la población civil. 
“Yo soy de aquí y aquí quiero vivir. Si no, ya me hubiera ido”, dijo Mariela resignada.

Desde 2023 la Defensoría del Pueblo de Colombia advirtió el riesgo que corren los indígenas en esta región por la amenaza de los grupos armados que se alimentan del oro. “Esa explotación ilegal y violenta ha incrementado su capacidad financiera, y les posibilita robustecer sus estructuras e imponer el control territorial. Bajo este contexto la población civil está expuesta a graves vulneraciones de sus derechos”, dijo el defensor de entonces, Carlos Camargo. El lecho del río Negro ya no se explota, pero su cauce sirve para transportar el oro extraído hacia distintos destinos en Colombia, Venezuela y Brasil.
Las ondas de la minería viajan así desde los yacimientos hacia las comunidades. Aunque Puerto Colombia no mostraba una actividad comercial importante, los víveres y el combustible sólo se venden por la demanda de oro. 
“El pueblo indígena no es minero. Lo que pasa es que los extranjeros contratan a nuestros jóvenes, y ellos se van para las minas”, dijo desde un extremo de la mesa Edson Meregildo, un joven que representa a 14 comunidades y casi 1800 indígenas de Guainía.

Varios de sus paisanos se fueron hace meses o años a Cunucunuma, algunos volvieron rígidos en congeladores conectados a plantas de energía, en voladoras que cruzan los ríos hasta la comunidad de origen, donde las familias reciben sus cadáveres derrotados.
De allí mismo, sin demora, siempre sale alguien más como reemplazo.

Aquella noche la conversación se extendió hasta tarde, y Edson, por seguridad, recomendó dormir en una hamaca bajo ese mismo techo. Por la mañana, decenas de niños indígenas que estudian y viven en el internado de Puerto Colombia saltaron al río para bañarse y jugar un rato antes de las clases. Después se acercaron a la cocina de la escuela y recibieron allí una ración de galletas y café con leche.
Los chicos se divertían sin angustias, pero en el pueblo flotaba una atmósfera inquietante: los vecinos cruzaban miradas de sospecha o cautela; casi nadie hablaba. De pronto, una lancha rápida apareció con un sujeto de pie sobre el casco, vestido de civil, con gorra y gafas oscuras. El hombre bajó de un salto y abordó otra lancha amarrada en la orilla. Cuando se inclinó para encender el motor, en su cinto asomó una pistola. 
“Ese era el comandante de la guerrilla, el que manda en la zona”, dijo un motorista más tarde, cuando nos alejábamos río abajo a toda velocidad.

Confluencia del Río Guainía y el Casiquiare del Orinoco, juntos forman el gran Río Negro. Foto: Sinar Alvarado.

ECONOMÍA DE ORO

Desde Inírida, en 45 minutos de vuelo sobre la selva hacia el sur, pequeñas aeronaves transportan pasajeros y carga ligera hasta una pista de tierra en San Felipe, la nueva capital comercial del río Negro en su tramo colombo-venezolano. Lo que no vuela hasta aquí, llega a través del cauce oscuro por toneladas: pasajeros, alimentos, bebidas, herramientas, ladrillos, cemento, gasolina y un sinfín de mercancías esenciales que sostienen la vida en las comunidades aledañas. El 80 por ciento de esa carga sigue hacia las minas. El resto se consume en este pueblo que apenas supera el millar de habitantes.

Juvenal Herrera*, dueño de un negocio en la calle principal, llegó hace 20 años y no puede quejarse: compró casas afuera y educó a sus hijos con el dinero que produce en este lugar. 
“He tenido días de 20 y 30 millones. Esto aquí es bueno”, dijo satisfecho en su negocio repleto. “Entre diciembre y enero metí 120 tambores de gasolina. En febrero ya no había”. Cada tambor —60 galones— cuesta en Inírida 1,2 millones de pesos colombianos (casi USD 300), y se vende al doble en San Felipe. Si el oro aquí es el rey, la gasolina es la reina: con ella se encienden las dragas y los motores de las embarcaciones, las plantas de energía y los equipos de sonido en los comercios, los ventiladores en los hoteles y las luces que iluminan el pueblo cada noche. Aunque a veces, cuando el combustible se retrasa, los vecinos pasan varios meses apagados.

San Felipe no vive desprotegido como Puerto Colombia: aquí el Ejército y la Armada tienen puestos permanentes, y los soldados patrullan con sus fusiles al hombro. Pero hay mucho dinero y los grupos ilegales también controlan aquí su flujo. Varios comerciantes, transportistas, líderes indígenas y hasta la Defensoría confirman que sí están presentes, que las tiendas pagan sus extorsiones y los comandantes frecuentan el pueblo vestidos de civil. Pero el miedo promueve la autocensura: en San Felipe no se habla del asunto fácil ni espontáneamente. En las charlas entre vecinos se comparten anécdotas de viajes pasados, se debate sobre política, fútbol y mujeres. Pero el tema grueso permanece callado. 
“Eso no es conmigo”, es la respuesta que se repite cuando uno pregunta por ese control territorial.

El pueblo consiste en dos calles pavimentadas donde vive una minoría de prósperos comerciantes blancos, algunos de ellos mineros en retiro; rodeados por tres comunidades con piso de tierra donde conviven centenares de indígenas yerales, puinaves y curripacos en casas de tablas y techos de palma. El apogeo que disfrutan los primeros lo padecen los últimos. 
“Aquí es caro. Muchos mineros vienen con oro, y todo sube. Esta es una economía minera, de puro oro. Pero no todos tenemos”, se quejó Carlos Dos Santos, sentado bajo un árbol en una mañana calurosa a las afueras del pueblo.

Dos Santos, un flaco de 38 años, es la máxima autoridad de la comunidad Primero de Agosto, donde 43 familias indígenas subsisten precarias. 
“Vivimos del conuco, de la caza y la pesca. Aquí siempre hubo pescado, pero con la minería ha bajado mucho, por el ruido y la contaminación. Ahora nos toca comprar pollo y carne, pero es muy caro”, dijo Dos Santos, mientras habla, sus manos se posan cruzadas sobre la mesa como en una plegaria. Aislados en el último rincón de Colombia, los habitantes de San Felipe sienten que los gobiernos se han olvidado de ellos.

“Aquí se han muerto varias personas. La última fue hace dos meses: una muchacha embarazada murió porque no la pudimos sacar a tiempo. Murió con el hijo adentro”.Carlos Dos Santos, autoridad indígena.

El pueblo tiene un puesto de salud, pero el suministro de medicamentos falla con frecuencia, y sólo quienes pueden pagan millones para traer en avión sus pastillas. También hay una escuela que recibe a todos los niños de la zona, incluidos los que cruzan desde San Carlos. 
“A veces la comida dura un mes viajando desde Inírida. Se pierde en el viaje, o llega mojada. Pero nos toca aceptarla así, porque no hay más. A veces la comida se retrasa y los profesores tienen que esperar hasta dos meses para empezar clases”, contó Dos Santos, cuyos hijos estudian también allí.

El capitán, que poco antes hablaba del oro como un asunto ajeno a su cultura y aseguraba con convicción que los indígenas no son mineros, admitió después que muchos hombres de las comunidades alrededor de San Felipe se han ido a la selva venezolana en busca del sueño dorado. 
“Aquí es muy escaso el trabajo para los jóvenes; no hay oficios. Muchos se van a las minas y no vuelven. Pero entendemos que aquí no encuentran cosas para hacer”.

UNA DESESPERANZA COMÚN

Cuando quedaron atrás los últimos bordes de Colombia y Venezuela, la lancha navegó frente a la inmensa Piedra del Cocuy, cruzó la frontera brasileña y el cauce cambió: la corriente suave encontró rocas y se erizó entre raudales que recordaban el lomo de un animal hirsuto. Después de 12 horas de navegación río abajo, frente a São Gabriel da Cachoeira, en el Amazonas brasileño, cambió también el paisaje: entre la selva surgieron edificios y la inusitada agitación urbana. Pero antes de desembarcar, lo agreste persistía: sobre el agua, trepados como cangrejos encima de las rocas, medio centenar de indígenas moraban bajo carpas y expuestos a la corriente que podría barrerlos sin esfuerzo. Venían de distintas comunidades a cobrar subsidios oficiales, y acampaban varios días mientras los recibían. Antes de irse iban a enrollar sus lonas plásticas; pero dejarían los palos sembrados para otros que llegarían al mismo campamento.

Aquí la gasolina sigue mandando: en el puerto Padre Cícero, a principios de abril, centenares de indígenas hacían fila para llenar tanques plásticos financiados por la alcaldía. El combustible viaja en camiones cisternas a bordo de barcos desde Manaos; y desembarca en Camanaos, un puerto mayor ubicado a 30 kilómetros de São Gabriel. La fila reptaba despacio aquella mañana, y muchos indígenas dormían hacinados en un barracón mientras llegaba su turno para cargar.

Alexánder Moura*, un flaco venezolano de origen brasileño, veía la rebatiña junto al muelle y explicaba: “Usan una parte de la gasolina para sus motores, y el resto lo venden a los mineros. De aquí sale mucha gasolina para las minas de Brasil y de Venezuela”. Es un largo vaivén a través del río: hacia el norte viaja el combustible, y hacia el sur el oro que extraen con él.
Alexánder nació y creció en Venezuela, pero sus abuelos son de aquí, y decidió emigrar cuando allá recrudeció la crisis. En São Gabriel sobrevive con una esposa y un hijo, como cientos de migrantes que enfrentan a diario la xenofobia. 
“Tenemos un chat y somos muchos, la mayoría albañiles y caleteros (cargadores). Aquí hay jefes que nos tratan mal, nos pagan menos que a los brasileños. Pero entre todos nos apoyamos”, dijo con la mirada fija en el río.

Según el último censo realizado en Brasil durante el 2022, en São Gabriel viven más de 50 mil habitantes, y 48 mil son indígenas de 23 etnias diversas: banivas, curripacos, barés, yanomamis y un largo etcétera. El corazón comercial, unas pocas calles con tiendas que se disputan la clientela una junto a la otra, prospera en la parte alta; y no se ven locales donde vendan oro, pues la ciudad es solo un lugar de paso hacia el enorme mercado brasileño. Abajo, sobre la orilla, una fila de casas y establecimientos mira hacia una playa vacía. Es el lugar más atractivo de la ciudad, pero no recibe mayor atención. Al frente, ancho y proceloso, el río Negro se alborota entre cascadas que nombran a este puerto: las cachoeiras.

El resto del área urbana y más allá pertenece a la jurisdicción militar. Casi toda São Gabriel está bajo su control y los soldados abundan en los cafés, en las panaderías, en los hoteles. El predominio viene desde la dictadura que vivió el país desde 1964 hasta 1985, cuando en 1968 esta zona fronteriza fue declarada área de seguridad nacional. Aún así fluye lo ilícito: la legislación brasileña prohíbe explotar oro en áreas indígenas o reservas naturales, pero la ciudad es un eslabón clave en el tráfico. En 2023 un juez del municipio le pidió al Ministerio de Justicia abrir con urgencia una comisaría de la Policía Federal. Según dijo, la ubicación de la ciudad en el corredor que viene de Colombia y Venezuela la vuelve estratégica para el trasiego ilegal. Por aquí entra el oro que viaja hasta Itaituba, donde el metal de origen ilegal entra a la economía en torrente.
São Gabriel es un escampadero: una playa donde se refugian los migrantes desfavorecidos antes de buscarse la vida tierra adentro. La venta de gasolina y la economía informal, que prospera en ventorrillos sobre los andenes, apenas disimulan la precariedad, y debe ser común la desesperanza cuando los suicidios entre los jóvenes indígenas se han convertido en un problema de salud pública. 

Otro vínculo que conecta a este lugar con San Carlos de Río Negro.

En un recorrido por la ciudad, Alexánder, el albañil venezolano, contó que la agricultura también ha decaído en los cuatro años que lleva aquí. Las etnias locales reciben los subsidios y completan sus ingresos con el negocio de la gasolina. Aunque la mayoría no participa en el comercio del oro, sí pellizcan la torta y subsisten con esa migaja. 
“Ya no cazan, no siembran, no pescan. Con esa plata compran carne y pollo que viene de Manaos”, dijo.
Al día siguiente, en el puerto de Camanaos, varios venezolanos y brasileños sudorosos descargaban barcos llenos de materiales traídos desde esa ciudad, donde el Negro y el Amazonas se juntan. En varios de esos cascos la Policía Federal de Brasil ha decomisado cargamentos de oro ilegal que llegarán por el río Tapajós hasta Itaituba.

Un par de días antes, durante el viaje hacia São Gabriel, la voladora zigzagueaba por el río Negro en busca de zonas más profundas, así se alargó el recorrido y el sol de la tarde empezó a caer por el occidente. Las nubes se arremolinaron y los rayos amenazaban con lamparazos repentinos. Cirilo, un indígena con la cara arrugada, aminoró la marcha y puso la proa hacia una playa donde el casco encalló con el motor apagado. 
“Está fea esa tormenta, muy peligroso seguir así. Yo he visto lanchas que se voltean llenitas de gente”, dijo.
Cirilo trepó una ladera y caminó entre las casas de una comunidad que parecía abandonada. Gritó varias veces, pero nadie respondió: los indígenas que habitaban esas chozas huyeron quién sabe cuándo y adónde. 
“Aquí dormimos. Apenas amanezca, nos vamos”, dijo Cirilo.

Renny, su yerno y ayudante, otro indígena a quien todos llaman Pequeño, armó un cambuche en la lancha y descolgó varias lonas para proteger el espacio donde ambos pasarían la noche. Después nos sentamos en la playa para hablar de su oficio anterior, apenas iluminados por los relámpagos. 
“Ahora estamos llevando mercancía a las minas, y nos pagan con oro; pero yo empecé como caletero: cargando gasolina, víveres. Después trabajé en varias minas de tierra, y lo máximo que saqué fueron 39 gramitos. Ahí me cansé y aprendí a bucear. Estuve en Cunucunuma y en otras. Ahí sí sacaba 70, 80 gramos. Allá abajo uno se excita y se queda pegado”, acotó complacido. 

“Yo me salvé de varias piedras grandes. En la oscuridad del río no se ve, por más que uno lleva linterna. Varios compañeros salieron muertos. Los amarraban en el fondo y los sacaban con grúa, chorreando agua. Hasta ahí llegaban”.
Pequeño miraba el tránsito apaciguado del río y reflexionaba sobre su función como proveedor y vehículo de una riqueza incalculable. 
“El oro viaja por el río pa’ los dos lados: pa’Inírida y pa’Brasil. Igualito que el mercurio, que lo llevan escondido pa’evitar a la ley”. 
Pequeño dijo que en su breve temporada como minero le cogió miedo al ambiente violento de las minas y por eso dejó el oficio. Sentado en la orilla recordó peleas que se resolvieron a machetazos y muertos anónimos que fueron sepultados en algún lugar de la selva. Hombres que dejaron sus pueblos y sus familias para jugarse la vida en busca de una prometedora y elusiva veta dorada. 

“Todo por el oro”.

Algunos nombres de esta historia fueron cambiados por seguridad de las fuentes.


Donde el oro vale más que la vida

viernes, 8 de agosto de 2025

"HABLEMOS EN SERIO DE INMIGRACIÓN" por JUAN MANUEL DE PRADA


Hablemos en serio de inmigración

«La izquierda caniche denuncia el auge del racismo y la islamofobia, mientras insiste en su política de fronteras abiertas; o sea, en su defensa del libre tráfico de esclavos. La derechita valiente reclama 'deportaciones masivas', pero se olvida siempre de denunciar un orden económico ávido de mano de obra barata»
Las revueltas recientes en Torre Pacheco han presentado elementos inconfundibles de operación de falsa bandera –¡esos agitadores «ultras» venidos de otras regiones!– y han sido mediáticamente engordadas por orden monclovita, para hacer olvidar a las masas cretinizadas los oprobiosos vínculos del doctor Sánchez con el proxenetismo. Pero, dejando aparte estos extremos, han vuelto a mostrarnos cómo la izquierda caniche y la derechita valiente se retroalimentan, bajo la mirada complaciente del partido de Estado. La izquierda caniche denuncia el auge del racismo y la islamofobia, mientras insiste en su política de fronteras abiertas; o sea, en su defensa del libre tráfico de esclavos, que es lo que interesa a la plutocracia a la que sirve. En cuanto a la derechita valiente, reclama «deportaciones masivas» y mete a los «menas» en todos los guisos, pero se olvida siempre de denunciar un orden económico ávido de mano de obra barata. Y, ¡vaya por Dios!, también se olvida de mencionar que Mujamé, responsable de desviar alevosamente hacia España la purrela de indeseables que no quiere en su país, es el niño mimado e intocable de Israel, faro moral de nuestra derechita valiente.

En realidad, a la izquierda caniche y a la derechita valiente sólo los mueve el común afán por pescar votos en río revuelto, fingiendo antagonismos mientras sirven al mismo amo. Para poner freno a la inmigración inmoderada haría falta, en primer lugar, devolver la dignidad a los oficios manuales, creando las condiciones para que los trabajos en el campo, en la hostelería o en la industria estén dignamente remunerados y resulten apetecibles para la población autóctona. Y, por supuesto, habría que acabar paralelamente con un sistema educativo mórbido, dopado de becas y saturado de universidades de la señorita Pepis, que es el refugio de toda la vagancia juvenil autóctona y la fábrica de una muchedumbre de zoquetes con titulitis que prefieren amueblar el paro juvenil antes que remangarse y doblar el espinazo. Pero las fallidas economías europeas (con la española a la cabeza) prefieren abastecerse de una mano de obra siempre más barata; y así las avalanchas inmigratorias y el paro juvenil no harán sino hipertrofiarse, hasta la metástasis final.

Sin embargo, para combatir las avalanchas inmigratorias no bastaría con una reforma económica copernicana como la que acabamos de describir (reforma que, misteriosamente, ni la izquierda caniche ni la derechita valiente mencionan en sus soflamas). Según un estudio reciente de Eurostat, sólo el 23,6 por ciento de los hogares del pudridero europeo cuenta entre sus ocupantes con menores de edad (y casi la mitad de ese exiguo porcentaje cuenta sólo con un único menor de edad). En el 76,4 por ciento de los hogares europeos, pues, sólo viven adultos (muchos de ellos, por cierto, completamente solos). Nos hallamos, pues, ante una sociedad atrincherada en los sótanos más inmundos de la infecundidad, sumida en la más cenagosa bancarrota demográfica y moral. La tasa de fertilidad entre las mujeres españolas, por ejemplo, se halla en un exiguo 1,12 (muy lejos de la tasa mínima de reemplazo generacional, que se sitúa en el 2,1), un mínimo histórico que sitúa a España como uno de los países con menor fecundidad del pudridero europeo, sólo por encima de Malta. Y esa cifra no hace sino descender año tras año, pues nuestra población joven ha sido formada en esa religión avizorada por Chesterton, que a la vez que exalta la lujuria prohíbe la fecundidad; y, en consecuencia, se aferra a la promiscuidad y a los derechos de bragueta, toma anticonceptivos como si fuesen gominolas, rehúye los compromisos fuertes y abomina de la institución familiar. Y, en caso de que algún joven no haya sido moldeado en esta religión proterva, el Régimen del 78 se encarga de dificultarle al máximo el acceso a la vivienda y de condenarlo a la precariedad laboral. Y es que la reducción de la natalidad es un plan sistémico puesto en marcha hace muchas décadas, en obediencia a las consignas plutocráticas.

Entretanto, las mujeres marroquíes residentes en España tienen casi tres veces más hijos que las autóctonas. En apenas dos o tres décadas, los 'españoles viejos' sólo seremos mayoría en los arrabales de la senectud, convirtiéndonos en una carga insoportable para el Estado, que no podrá pagar jubilaciones con las cotizaciones exiguas de los inmigrantes que han trabajado por sueldos ínfimos; y que tal vez tenga que ofertar suicidio asistido a todo quisque, como antes ofertaba viajes del Imserso. ¿Cómo evitar este futuro que nos aguarda a la vuelta de la esquina? Las 'ayudas a la natalidad' se han probado casi inútiles y de un coste exagerado allá donde se han arbitrado, porque las generaciones que han sido moldeadas en el culto a la religión avizorada por Chesterton no cambian su mentalidad hedonista a cambio de una limosna. Para evitar ese futuro previsible, tendría que producirse una completa 'metanoia' social que hiciese abominar a las generaciones futuras de las monstruosas ideas heredadas de sus padres. Sólo si esa radical 'metanoia' –que, en último término, es de naturaleza religiosa– se produce sería posible una reconstrucción política, económica y social y podría abordarse el problema inmigratorio seriamente.

De lo contrario, la izquierda caniche y la derechista valiente nos seguirán aturdiendo con sus impiedades desgañitadas y sus utopías malsanas, azuzando los bajos instintos de una población tan rabiosa como yerma, mientras los timoneles del pudridero europeo –aquí el partido de Estado, con los tontos útiles peperos poniendo parches cuando los estropicios lo exigen– nos llevan al barranco. Recordemos aquella lúcida afirmación de Will Durant: «Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro»..

Juan Manuel de Prada

viernes, 30 de mayo de 2025

SI NO VAS VELADA, SERÁS VIOLADA: UN MILLÓN DE VIDAS ROTAS EN INGLATERRA CON LA COMPLACENCIA DE SU GOBIERNO E INSTITUCIONES DE M....👥



Si no vas velada, serás violada. 
Un millón de vidas rotas en Inglaterra


Esta investigación se remonta a 2020, pero sigue siendo trágicamente actual, por desgracia. En ella se aborda el fenómeno de las violaciones en grupo en su totalidad, revelando un sexocidio de una magnitud asombrosa. Tras los casos aislados que a veces han roto el muro del silencio, se dibuja un cuadro escalofriante: decenas de miles de jóvenes de la clase obrera blanca británica, sacrificadas en la indiferencia cómplice de un sistema paralizado por el miedo a ser acusado de racismo e islamofobia. La policía, los educadores, los medios de comunicación y los políticos han contribuido, por omisión y por cobardía, a mantener esta impunidad. Sarah Champion, diputada laborista, estima que podría haber una millón de víctimas, una estimación que subraya la magnitud industrial de estos crímenes. Nuestra investigación explora sin rodeos los mecanismos que permitieron este horror: el vergonzoso silencio de los responsables, la inversión de roles y la retórica antirracista desviada para exculpar a los verdugos, que sólo podían ser musulmanes buenos víctimas de discriminación. Finalmente, lo que revela nuestra investigación es que esta masacre de inocentes no sólo fue tolerada, sino facilitada por un silencio organizado. Como en el caso de la «banalidad del mal» estudiado por Hannah Arendt, la cadena de responsabilidad es global. Las principales culpables son las élites británicas en su conjunto. Hoy deben responder por su negación cómplice.

¿Conoce usted a Victoria Agoglia? ¡No, claro! ¿Por qué iba a conocerla? No fue violada por Harvey Weinstein, no es editora en Saint-Germain-des-Près, ni estrella de Hollywood ni feminista en Bloomsbury, nadie que defienda la cultura de la violación, según la cual todos los hombres blancos, y sólo ellos, son violadores en potencia. ¡No! Victoria no es más que una niña perdida de la desolada clase obrera blanca de Inglaterra, es decir, nada en absoluto, sólo un paquete de carne sustituible y placer consumible. ¿Su padre? Un desconocido con el que nunca se cruzó. ¿Su madre? Falleció cuando ella tenía 8 años. Una huérfana que podría haber salido de una novela de Dickens si tan sólo la hubieran pasado de hogares infantiles a familias de acogida. Pero resulta que a los 13 años cayó en las garras de una banda de pakistaníes que la drogaban, la golpeaban y la violaban sin parar. Una noche de terror que duró dos años. El tiempo que tardó en decidirse a alertar, en julio de 2003, a los servicios sociales de la ciudad de Rochdale, en vano (la policía no recibió mejor acogida por parte de su abuela). Dos meses después, con sólo 15 años, Victoria murió de una sobredosis de heroína inyectada a la fuerza por un Jack el Destripador de 50 años procedente de las montañas de Pakistán.

La muerte de Victoria fue el primer caso mediatizado de una serie de crímenes pedófilos y violaciones colectivas que, desde entonces, han aparecido regularmente en las portadas de los tabloides ingleses. Es el resumen escalofriante de un fenómeno cuyo alcance real sigue siendo desconocido, ya que ha sido institucionalmente silenciado. Un «holocausto de nuestros niños», dijo un portavoz del UKIP, Alan Craig. La lista de ciudades que fueron escenario de ello es interminable: al menos 27 municipios identificados hasta la fecha², que desgranan la toponimia de una Inglaterra, minera o textil, industrial o manufacturera, antaño floreciente, hoy transformada en un harén low cost, antesala del paraíso de Alá. Allí, 1.500 víctimas (en Rotherham); en otros lugares, 1.000 (en Telford). El mismo escenario del crimen en Newcastle, Oxford, Rochdale, Bradford, Sheffield, Birmingham, Bristol, Surrey, Leeds, Leicester, Middlesbrough, Peterborough, Gateshead, Aylesbury, Halifax, Burnley, Nelson, High Wycombe, Keighley, Banbury, etc.

¡A por las tiernas inglesitas!

Casi siempre, las víctimas se llaman Lucy Lowe, Becky Watson, Vicky Round. Adolescentes, a veces niñas de 11 años, socialmente vulnerables, seducidas por hombres de mediana edad de origen inmigrante, que se comportan como amables caballeros atentos antes de hacerlas adictas al crack, a la heroína o al alcohol, y convertirlas, bajo amenaza de represalias, en esclavas sexuales junto a las cuales Justine o los infortunios de la virtud, de Sade no es más que una broma galante.

Casi siempre, los verdugos se llaman Mohammed Imran Ali Akhtar, Nabeel Kurshid, Iqlaq Yousaf, Salah Ahmed El-Hakam; unos, taxistas y otros, dueños de kebabs y fast-foods. La serie de casos de violaciones colectivas llevados ante los tribunales entre 2005 y 2017 revela que las bandas están compuestas en un 84 % por paquistaníes, que representan sólo el 7 % de la población.. Todos buscaban intencionadamente a mujeres blancas, supuestamente más «fáciles», que tenían la ventaja de ser «impuras» según el Corán en lo que respecta a la sharia de los kebabs. «¡Mi principal agresor me citaba suras del Corán cuando me golpeaba!», confiesa una de ellas. . A los «no es no» que querían ocultar esta dimensión religiosa, dos de los violadores de Rotherham se la recordaron lanzando un resonante «Allahu akbar» al ser pronunciada su sentencia.

A falta de datos públicos (de acceso prohibido), es imposible estimar el número de víctimas, miles, más probablemente decenas de miles; vidas rotas, mancilladas, envilecidas, peor aún: negadas. Las estadísticas del Ministerio de Educación remitidas a los servicios sociales (NSPCC) indican, sin más detalles étnicos, que el número de presuntos casos de violencia contra niños ha aumentado considerablemente desde 2013, fecha en la que se empezó a tener en cuenta estadísticamente la «caza de menores» (3.300 casos registrados en ese momento). 18.700 víctimas en 2018-2019, algo menos que el pico alcanzado en 2017-2018 con 20.000 víctimas. Una evaluación muy por debajo de la realidad, según The Independent, que propone la cifra de… 76 204 víctimas, sólo en el Reino Unido. ¡Es decir, una media cada siete minutos! Una carnicería, como en la época de los burdeles militares de campaña. Después de todo, ¿no ha sido la violación un arma de guerra desde siempre?

La ley del silencio

Pero ¡chitón! Hablar de ello es hacer el juego de la extrema derecha, esa «mierda racista», como dijo la impagable Caroline de Haas tras las violaciones de Colonia. En el Reino Unido, como en otros lugares, no se nombran las bandas de violadores musulmanes paquistaníes: se les protege pudorosamente bajo la expresión «child grooming» y «Asian grooming gangs». «Grooming», el «acondicionamiento» o, más literalmente, el «acicalamiento» de niños y también de animales. En la neolengua antirracista, el «acicalamiento» de los niños, al igual que el de los perros (las «perras», en rigor ortográfico), consiste en «preparar» a los niños para abusar sexualmente de ellos. Una denominación utilizada por la clase política y complacientemente transmitida por la prensa, cuando todo el mundo sabe de quién se trata y lo que hacen. Las comunidades sij e hindú incluso se han indignado por el término «asiático», no queriendo ser asociadas con estos escándalos que afectan a poblaciones de origen pakistaní, a veces bangladesí o afgano, en todos los casos musulmanas.

No hay nada que hacer: la ley del silencio es la regla, y el embargo —mediático, jurídico, político— está sujeto a las rigurosas coacciones de la ley. No sólo la negación, como en Colonia, ¡sino el delito! El activista identitario Tommy Robinson, fundador de la English Defence League, pagó las consecuencias: fue condenado a diez meses de prisión incondicional por filmar en un Facebook Live la apertura del juicio del caso de violaciones colectivas de la banda «paki» de Huddersfield, en Leeds, ya que el tribunal había ordenado que el juicio se celebrara a puerta cerrada. Como si la mezquindad se sumó a la infamia, Robinson fue expulsado de Twitter, excluido de PayPal, expulsado de Facebook y de Instagram.

«Tommy Robinson no fue condenado por su documental, sino por difamar a un refugiado sirio», dicen por ahí. Taoufik Bouachrine, director de 'Ajbar al Youm', diario crítico contra el régimen de Mohamed VI, fue sentenciado por agresión sexual sin pruebas sólidas. Estos son solo algunos ejemplos de un vasto repertorio de casos donde se manipulan causas políticas para silenciar voces disonantes, incómodas o, más bien, justas. Cualquiera de nosotros podría ser el próximo si luchamos con determinación y sin reservas por hacer emerger la verdad. 
Desconfíen de los medios que reciben subvenciones del Estado. Critiquen las batallas políticas contra aquellos que intentan despertar a la sociedad, navegando contra la corriente de lo políticamente correcto. Y, en estos tiempos que corren, rechacen la severidad de las medidas cautelares y penas contra quienes defienden su país de la invasión que amenaza a Occidente.

Tommy Robinson y el vídeo "SILENCIADO" que Elon Musk ha vuelto VIRAL para que lo saquen de PRISIÓN


¡Ay de los denunciantes! En la ciudad de Rotherham, una antigua ciudad minera y siderúrgica de 255 000 habitantes, donde los verdugos llegaban a rociar a las adolescentes con gasolina amenazándolas con quemarlas, una de las pocas voces que pidió una investigación tuvo que asistir a «cursos de concienciación sobre la diversidad» por haber mencionado el origen pakistaní de los violadores. Uno se pellizca para creerlo. En Newcastle y sus alrededores, un informe desenterrado por los investigadores especifica que las autoridades tendían a «culpar a las víctimas por su comportamiento en lugar de a sus verdugos». ¿De qué se quejaban, si los policías de Rotherham no las trataban de «basura»?

Una regla invariable: en la inmensa mayoría de los casos, los trabajadores sociales, policías, médicos, políticos y asociaciones se han callado por miedo a ser acusados de racismo o islamofobia, y por qué no, de pakistanofobia. La policía de Telford incluso difundió un memorándum interno, en un espíritu «ciudadano», imaginamos, que recomendaba a los agentes ignorar las denuncias. Un informe de la inspección de la policía y los bomberos de Su Majestad no tendrá ningún problema en demostrar que Scotland Yard, donde la «cultura del resultado» ya no es lo que era, no ha tratado correctamente más del 90 % de los casos. Así, en el país de Sherlock Holmes y Conan Doyle, no se encontró a nadie para investigar.

El martirio de la clase obrera blanca

¿Y a este lado del Canal de la Mancha? Sin el periódico digital Fdesouche, no sabríamos casi nada sobre la magnitud de estas violaciones colectivas, salvo algunos casos que se cuelan aquí y allá en la crónica judicial entre un acto de transfobia y el culebrón de la Liga del LOL. «El escándalo de pedofilia de Telford es la miel de la fachosfera», pudo untar, con verbo apícola, L’Obs.

Por supuesto, las cosas están cambiando, lenta y tímidamente. Una miniserie británica, Three Girls, emitida en Francia por Arte, conmocionó a Inglaterra. La serie trata el caso de las violaciones de Rochdale: 47 chicas de entre 13 y 15 años, todas ellas víctimas (o debería decirse, acribilladas) debido a su vulnerabilidad social, golpeadas y abusadas sexualmente por «pakis». El mérito de esta serie es hacer un balance a su manera de los años de Thatcher y Blair, tras la liquidación de la clase obrera blanca. Y como conclusión del proceso, ahí están estas jóvenes mártires, el más espantoso avatar de la desindustrialización, violadas a un ritmo industrial, sacrificadas al tótem del crecimiento sostenido por el tabú de la inmigración, sin la menor reacción, o muy poca, de un Union Jack catatónico. El Reino Unido es en sí mismo un concentrado de esta decadencia. Reino del liberalismo, atomización de la sociedad, decadencia de los sistemas educativos y sanitarios… Paralelamente, el reemplazo de la población avanza a pasos agigantados: ¡oficialmente, un 20 % de extracomunitarios desde 2011!

Términos cuidadosamente elegidos para no herir a nadie, nuevas categorías de victimización cada semana para contentar a todos menos a los pueblos centrales, histerización de la palabra minoritaria, eufemización de la palabra mayoritaria, persecución de los discursos de odio en Internet, xenofilia morbosa…

Esta ocultación activa se repite al más alto nivel del Estado: hace años que las asociaciones de víctimas y varios políticos exigen un informe completo sobre estos asuntos. Nazir Afzal, exfiscal jefe de Inglaterra noroccidental, exigió en 2012 que se investigara el origen étnico de los delincuentes. Explicó sin reírse que «la desinformación y las anécdotas son explotadas por los defensores de la supremacía blanca». Afortunadamente para las ilusiones de Nazir Afzal, el gobierno británico se negó a publicar las investigaciones oficiales sobre las características de las pandillas de grooming, afirmando que no es «de interés público». A lo sumo, el anterior ministro del Interior, Sajid Javid, nacido en Rochdale en el seno de una familia anglo-pakistaní, dejó escapar que los casos más mediatizados incluían un «fuerte porcentaje de hombres de origen pakistaní». Pero todavía se espera la publicación de la investigación que él mismo inició (se cerró el pasado diciembre). Boris Johnson, diga lo que diga, nunca la hizo pública. Este multiculturalismo políticamente correcto queda ilustrado con el caso del agente Amjad Ditta, puesto de relieve por una campaña de comunicación en 2016 para promover la diversidad en la policía británica. En 2019, ¡se encontró entre los 16 acusados de una banda de violadores! ¿Anécdota o caso emblemático?

A la caza de estereotipos, no de violadores

Las fotos y los nombres de los violadores son casi indistinguibles, ya que son muy parecidos. El criminólogo Cesare Lombroso se habría deleitado con ello. Nos limitaremos a señalar que se trata de una población en la que los niveles de consanguinidad son los más altos del mundo. Un estudio sobre malformaciones congénitas en Gran Bretaña, publicado en 2013 por la revista médica The Lancet, reveló que de una muestra de 5.100 niños de origen pakistaní, el 37 % había nacido de padres primos hermanos. Los genetistas sugieren cifras cercanas al 60 % de consanguinidad para los matrimonios en Pakistán, un récord mundial en una sociedad en la que se entremezclan el tribalismo y el islamismo.

Sin duda, una de las peores pecados de la religión de la convivencia es el prejuicio o sus derivados: el estereotipo, la discriminación y la amalgama. Denotaría idiotez, una visión simplista y reductora que impide el pensamiento complejo. Hacer un diagnóstico es realmente sencillo. Una vez que uno se ha quemado con el fuego, ¿debe seguir metiendo la mano para no hacer amalgamas? Steve Sailer ha resumido esta forma de sentido común popular explicando que un prejuicio es una anécdota verificada tantas veces que se ha convertido en una estadística. Pero en Inglaterra, las estadísticas están prohibidas cuando desmienten los prejuicios de la élite.

Una investigación de 
François Bousquet y Thierry Dubois
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