EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL dios QUE FRACASÓ" por ANDRÉ GIDE y "MONARQUÍA, DEMOCRACIA Y ORDEN NATURAL" por HANS-HERMANN HOPPE

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lunes, 25 de agosto de 2025

LIBRO "EL dios QUE FRACASÓ" por ANDRÉ GIDE y "MONARQUÍA, DEMOCRACIA Y ORDEN NATURAL" por HANS-HERMANN HOPPE


El dios que fracasó



TESTIMONIO ANTIESTALINISTA Y ANTISOVIÉTICO del Premio Nobel de Literatura de 1947,  André Gide.

"Yo culpo a los comunistas de Francia y de todas partes, y no me refiero a los convencidos de buena fe, sino a los que sabían, o debían haber sabido, lo que iba a ocurrir, y, sin embargo, mentían a los trabajadores mientras buscaban únicamente fines políticos. Ya es hora de que los obreros de los países no soviéticos se den cuenta de que han sido miserablemente engañados por el Partido Comunista, del mismo modo que los obreros rusos lo fueron antes que ellos".
"Es un rasgo característico del despotismo ser incapaz de tolerar la independencia y permitir únicamente la actitud servil. ¡Ay del abogado que tenga que defender a un acusado al que las autoridades hayan decidido condenar! Por muy justa que sea su causa no podrá triunfar. Stalin solo permite alabanza y aprobación, y muy pronto estará rodeado únicamente por personas que nunca podrán contradecirle, simplemente porque no tendrán ninguna opinión".

El dios que fracasó es una obra clásica, un documento esencial de la Guerra Fría, que reúne los testimonios de algunos de los escritores más importantes del siglo XX acerca de su fascinación por el comunismo y su posterior desilusión. El premio Nobel francés André Gide; el poeta y narrador afroamericano Richard Wright, autor de Hijo de esta tierra, uno de los relatos más crudos sobre el racismo en su país; el luchador antifascista y novelista italiano Ignazio Silone; el poeta británico Stephen Spender; el narrador y ensayista Arthur Koestler, y el periodista estadounidense Louis Fischer, biógrafo de Lenin y Gandhi, cuentan cómo la búsqueda de un mundo mejor y el rechazo a las injusticias del capitalismo los llevó a abrazar el comunismo como una nueva religión, defendiéndola con el celo del converso.
Cada uno de ellos fue descubriendo, más tarde, la verdadera naturaleza del credo político al que habían consagrado su fe. Aquel amor inicial se transformó en rechazo y horror al descubrir que, tras los bellos ideales, se escondían crímenes atroces y retrocesos enormes en las libertades, de los que habían sido cómplices involuntarios. Sin abandonar la preocupación por la justicia, sus relatos apóstatas nos ayudan a entender la mentalidad fanática que puede carcomer una sociedad.
«Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata». Félix de Azúa.

La sombra de Dios es contrahecha

Revolviendo en los libreros de viejo encontré hace unos años una pieza estimable: The God That Failed, volumen editado por Richard Crossman en 1949 que contiene seis historias: las de seis conversos al comunismo que acabaron abominando del mismo. ¡Pero vaya conversos! Arthur Koestler, Stephen Spender, Louis Fischer, Richard Wright, André Gide e Ignazio Silone cuentan cómo entraron en el Partido y por qué lo abandonaron. 

El año de edición, en los comienzos de la Guerra Fría, hizo que la obediencia a Stalin lo determinara como panfleto de la CIA (hoy habrían dicho «facha»), de modo que solo ahora se puede leer sin gafas negras. Es fascinante y merece esta reedición. Puede parecer literatura arcaica y en cierto modo lo es, aunque en algunos países se mantenga vivo el comunismo más vetusto, como en Cuba o Corea del Norte. Sin embargo, es una lectura instructiva porque muestra la permanencia de un sistema manipulador y represivo, adaptado al medio actual español en partidos como Batasuna-Bildu, Podemos-Sumar, los nacionalistas periféricos y similares. 

Hay, además, una herencia de totalitarismo inconsciente que permanece intacta en España y Latinoamérica. Las seis historias son apasionantes. El húngaro apátrida, el señorito anglosajón, el periodista americano, el negro del Misisipi, la máxima celebridad literaria europea (entonces) y uno de los fundadores del Partido Comunista italiano no pueden ser más distintos y, sin embargo, la melodía de su canción es la misma. Aquello que los llevó al Partido fue un acto de generosidad y entrega, el dolor de una injusticia intolerable, el abuso depredador de los poderosos, la hipocresía y el egoísmo de los magnates, la inadmisible miseria de los desvalidos, el cinismo de los políticos, el ascenso del totalitarismo. 

Asombrosamente, esos fueron también los motivos que los llevaron a abandonar el Partido y en algunos casos a luchar denodadamente contra su influencia: el cinismo de los estalinistas, la criminalidad del sistema, el totalitarismo soviético, la corrupción de los cuadros, la inmoralidad de los camaradas… como ahora ocurre con el cinismo y la corrupción de Cuba. Y otro elemento que a veces se olvida: la beocia absoluta del ideario y la ineficacia colosal de su aplicación. De todos, el mejor armado para explicar la historia es Arthur Koestler, no solo por su calidad literaria (¡qué cursi queda el pobre Gide al lado del perfectamente actual Koestler!), sino sobre todo por la agudeza de su pensamiento. 

Koestler ha relatado luego sus años comunistas en los volúmenes autobiográficos, pero en este breve relato de apenas 60 páginas hay una frescura, una espontaneidad, admirables. Todavía estaba vivo el dolor de la ruptura, el abatimiento de la decepción. Aún vivían algunos amigos cuyo nombre no podía mencionar porque seguían en la URSS. Todos ellos acabaron siendo asesinados. Aunque es imposible dar cuenta de toda la información que ofrece Koestler, hay puntos relevantes para la política actual. 

El principal es que, como intuyó Dostoievski, no hay fuerza que induzca mayor unidad gregaria que el crimen compartido. Era precisamente el conocimiento de las monstruosidades de Stalin lo que mantenía la cohesión del grupo de cómplices. De no haber habido millones de víctimas, quizá en algún momento se habría podido proceder a la sustitución del tirano, pero los cuadros del Partido sabían que la desaparición de Stalin arrojaba una montaña de cadáveres sobre sus cabezas. Aplíquese el caso a ETA y se entenderá por qué es monstruosa la colaboración que les ha ofrecido Sánchez. 

El segundo punto es la fe como estupefaciente del alma atribulada. El sentimiento religioso de los comunistas es asunto conocido y sigue muy presente en los partidos de extrema izquierda. Crossman cree que el comunismo hizo estragos mayores en los países de tradición católica, habituados a la sumisión, que en los de tradición protestante, donde hay más recursos contra la arbitrariedad. De todos modos, no estoy seguro. 

En la Alemania del norte cundió el comunismo prebélico, aunque es cierto que estaba potenciado por el ascenso de los nazis de Colonia para abajo. El beneficio principal de la fe es que el atribulado puede dormir en paz porque sabe que hay un Ser Supremo que conoce con toda exactitud lo que debe hacerse. Y solo hay un pensamiento posible: el nuestro. Koestler habla con ironía de la distinción entre «pensamiento mecanicista y pensamiento dialéctico» que usaban los jefes de célula para adormecer a los acólitos. Todo lo que proponía el Partido era dialéctico, y cualquier argumento que se apartara un milímetro era mecanicista. 

Sobre todo, cuando lo que planteaba el Partido era idéntico a lo que proponían los nazis. El pensamiento de un nazi era mecanicista, pero el mismo pensamiento se convertía en dialéctico si lo decía un comunista. Lo único que aterra a quien vive sumido en una fe, dice Koestler, es perderla. El tercero es la convicción de haber sido iluminado por una verdad oculta que convierte a quienes la ignoran en social fascistas, pequeñoburgueses sin seso, lacayos del imperialismo, neocones o cualquier otro calificativo que se le dé al hereje: es la célebre superioridad moral de la izquierda. La bunkerización ideológica, tan feroz entre los etarras y los podemitas, expulsa del grupo a cuantos tengan la pretensión de pensar por sí mismos. 

Ese es el filtro que garantiza que todos los camaradas sean almas muertas sin cerebro ni voluntad, compañeros de viaje o tontos útiles, que de todos estos modos fueron calificados por sus jefes. Justificar la mentira, la deshonestidad o el crimen, compartir una fe gregaria y estar en posesión de la única verdad, me parecen elementos totalitarios que no han variado ni un milímetro desde 1950. Incluso entre tanta gente que se cree demócrata y se autodenomina «progresista». Pero es que la religión y la compasión por la desgracia ajena es eterna, pero solo porque permite la vida de unos clérigos que aprovechan esa debilidad para engordar sus barrigas y sus cuentas corrientes. El Partido es el parásito de un cristianismo cadáver.

Félix de Azúa, septiembre de 2023


Monarquía, democracia 
y orden natural


El núcleo de este libro es un análisis sistemático de la transformación histórica de Occidente de la monarquía a la democracia. De carácter revisionista, concluye que la monarquía es un mal menor que la democracia, pero señala las deficiencias de ambas. Su metodología, axiomático-deductiva, permite al autor derivar teoremas económicos y sociológicos y aplicarlos para interpretar acontecimientos históricos. Un capítulo convincente sobre la preferencia temporal describe el progreso de la civilización como una disminución de las preferencias temporales a medida que se construye la estructura del capital, y explica cómo la interacción entre las personas puede reducir el tiempo en general, con interesantes paralelismos con la Ley de Asociación Ricardiana. Al centrarse en esta transformación, el autor puede interpretar numerosos fenómenos históricos, como el aumento de la delincuencia, la degeneración de las normas de conducta y moralidad, y el crecimiento del megaestado. Al subrayar las deficiencias tanto de la monarquía como de la democracia, el autor demuestra cómo ambos sistemas son inferiores a un orden natural basado en la propiedad privada.

Hoppe deconstruye la creencia liberal clásica en la posibilidad de un gobierno limitado y aboga por la alineación del conservadurismo y el libertarismo como aliados naturales con objetivos comunes. 
Defiende el papel adecuado de la producción de defensa, tal como la realizan las compañías de seguros en un mercado libre, y describe el surgimiento del derecho privado entre aseguradoras competidoras. Tras establecer un orden natural como superior por razones utilitaristas, el autor evalúa las perspectivas de alcanzar dicho orden. Basándose en su análisis de las deficiencias de la socialdemocracia y con la ayuda de la teoría social de la legitimación, prevé la secesión como el futuro probable de Estados Unidos y Europa, que resultará en una multitud de regiones y ciudades-estado. 
Este libro complementa la obra previa del autor en defensa de la ética de la propiedad privada y el orden natural. Democracia: 
El dios que Falló será de interés para académicos y estudiantes de historia, economía política y filosofía política.


Prólogo

La mentalidad política, la visión de lo político que de ella se deduce y también las doctrinas e ideologías vigentes en una época histórica deben contemplarse en su relación existencial con la forma política, vieja categoría historiográfica referida a la ordenación concreta del vivir político de una comunidad. En ese orden geopolítico y cliopolítico (La influencia de la historia en la política) singular vienen trenzados los elementos políticos sustantivos de la convivencia humana: 
los modos del mando y la obediencia políticos; la regulación de lo público y lo privado; la designación de amigos y enemigos. También la representación política, una cierta idea del derecho -ligada al Bien común- y los expedientes de solución y neutralización de conflictos -condicionados por el empleo, como ultima ratio legis, de una fuerza reactiva cuya legitimidad se presupone- o Puesto que toda asociación humana está proyectada en la historia, la política tiene, en último análisis, una dimensión narrativa. 

La política es pues, en este sentido, la actualización permanente del hecho político fundacional, nunca exento de violencias. El recuerdo de los Patrum Patriae o los Foundíg Fathers está siempre presente, acompañando a las generaciones, en las divisorias históricas. Su herencia es vindicada o impugnada según las necesidades de la élite o partido discrepante. A la imagen especular que de todo ello nos ofrecen contemporáneamente la sociología, la filosofía o la ciencia políticas se la suele denominar «cultura política».

Liberalismo y pensamiento estatal Ahora bien, esta suele ser, al menos en Europa, una visión determinada radicalmente por la concepción excluyente de la política como actividad estatal. Se diría, a juzgar por cierta literatura, a la sazón vastísima, que no hay más politicidad que la conformada por el Estado. Suelen quedar así fuera del razonamiento académico que se estila entre los meridianos de Lisboa y Berlín tres realidades políticas del máximo interés: el Common Wealth como forma política; las constelaciones espaciales futuras que ya apuntan en algunas regiones de la tierra (Grossraume), a pesar incluso de las formas políticas de compensación, retardatarias de los procesos históricos (Unión Europea); y, por último, la idea de un «Anarquismo de la propiedad privada» u Orden natural, según reza en el título de este libro. Estos olvidos explican, tal vez, la frecuencia con que la visión liberal de lo político, consubstancial a la tradición occidental!, aparece desvirtuada o reducida interesadamente a una supuesta escolástica económica. 

El liberalismo no se agota en la visión que de él han ofrecido sus críticos, desde Sismondi [1773-1842l hasta las versiones actualizadas o disimuladas del neokeynesianismo, pasando por la Escuela histórica alemana, confundiendo generalmente el paradigma cataláctico con la tópica de la Economía neoclásica2. Mas la tradición liberal tampoco puede quedar circunscrita a las interpretaciones de las escuelas que después de la II Guerra Mundial le devolvieron su lustre secular, particularmente el Ordoliberalismo y la Escuela austriaca. Hay en esta última, bajo la inspiración de Ludwig van Mises [1881-1973l y Friedrich A. von Hayek [1899-1992l, una cierta prevención antipolítica, consecuencia de su crítica del constructivismo social, que, sin embargo, se resuelve equívocamente en la aceptación de una suerte de Estado mínimo, cuya magnitud espacial coincide, idealmente en el caso de Mises, con el Estado mundial, lo que no deja de resultar paradójico tratándose de un defensor del derecho colectivo de autodeterminación. 

La ambigüedad de esta posición política la han puesto de manifiesto precisamente los discípulos de Mises, haciendo cabeza Murray I\. Rothbard [1926-1995l, en cuyo «Manifiesto libertario»3 se abrió una nueva vía a la indagación ética y política apelando a lo que se ha llamado el «legado libertario» (the Libertarían Heritage)4.

Murray N. Rothbard como pensador político

Rothbard ha desarrollado axiomáticamente su sistema a partir de los postulados de la no agresión y de la propiedad privada, deducidos originariamente de una concepción realista del Derecho natural. El Estado, opuesto polarmente a la sociedad anarquista, debía ser a su juicio erradicado. Sin embargo, no puede decirse que el antiestatismo rothbardiano sea necesariamente antipolítico, al menos desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria liberal. 

En todo caso, convendría recordar ahora que ha habido antiestatismos políticos, es decir, no negadores de la centralidad de la políticas5, como demuestra el ejemplo de la Revolución americana, y claramente antipolíticos, como el socialismo utópico. Por otro lado, tampoco las ideologías antipolíticas son unívocas, pues las hay de raíz antiestatista, como el anarquismo clásico, y estatista, como el socialismo marxista y la socialdemocracia hoy predominante. El anarcocapitalismo que representan, entre otros, Rothbard y su discípulo Hans-Hermann Hoppe [1949] entraría, con ciertas reservas, dentro de la categoría del antiestatismo no necesariamente antipolític6. Si este detalle suele pasar inadvertido a los comentaristas, incluso a los propios libertarios, ello es debido a la confusión general entre los conceptos de Estado y Gobierno. Así lo reconocía el propio Rothbard: 
«Uno de los más graves problemas que se plantean en los debates acerca de la necesidad del gobierno es el hecho de que tales discusiones se sitúan inevitablemente en el contexto de siglos de existencia y de dominio del Estado»7.

Acostumbradas las gentes a la monopolizadora mediación del Estado, les resulta extraordinariamente difícil comprender que su concurso no es perse necesario para el sostenimiento del orden, incluso puede convertirse, como viene sucediendo desde 1945, en el mayor impedimento para la persistencia de un orden social sano. Sucede, en el fondo, que una cosa es el Estado -«forma política concreta de una época histórica»- y otra el Gobierno -«mando jurídicamente institucionalizado»8

El Estado es accidental, pero el Gobierno, al menos en términos de la durée humana, es eterno. Por eso, no sólo como economista teórico, sino como crítico de los sistemas políticos contemporáneos, escribió Rothbard que «el gran non sequitur en que han incurrido los defensores del Estado, incluidos los filósofos clásicos aristotélicos y tomistas, es deducir de la necesidad de la sociedad el Estadü»9. Esto ha sido así desde finales del siglo XV, fecha a partir de la cual esta forma política operó en etapas sucesivas la pacificación del continente, neutralizando los conflictos y sometiéndolos, si no había más remedio, al juicio de unas guerras limitadas, ante las que todos los Estados se presentaban como justus hostis. Pero ello no quiere decir que la estatal sea la forma definitiva de la convivencia política. 

El Estado sucedió a otras formas premodernas, incluso convivió con algunas de ellas10, y será sucedido por ordenaciones de los elementos básicos de la convivencia política desconocidas hasta ahora. La filosofía política de Hans-Hermann Hoppe El análisis en profundidad de estos asuntos, en el que las contribuciones de los saberes político y económico resultan imprescindibles por igual, se va abriendo camino en el pensamiento contemporáneo. De ahí el interés que tiene la publicación en España de los trabajos de Hoppe agrupados en su libro Monarquía, Democracia y Orden natural. 

La obra de Hoppe, economista alemán afincado en los Estados Unidos, en donde imparte clases de Economía política en la Universidad de Nevada-Las Vegas, no desmerece de las enseñanzas de sus dos maestros, Mises y Rothbard. Vale la pena que reparen en estas páginas los juristas y politólogos de formación europea. También cualquier persona preocupada como «ciudadano-contribuyente» por el derrotero de la política contemporánea, objeto que Hoppe examina siempre desde perspectivas insólitas para los lectores habituados a las categorías políticas estatales. 

Sin embargo, no puede decirse que al autor le resulten ajenas estas últimas. De hecho las ha estudiado con gran aprovechamiento, de ahí que sus planteamientos, particularmente los relativos al fenómeno bélico y a la destrucción del orden interestatal europeo -Jus gentium europaeum- a partir de la I Guerra Mundial coincidan con los de cualquier escritor de la tradición del realismo político, entendida en un sentido amplio: Carl Schmitt, Raymond Aran [1905-1983], Bertrand de Jouvenel [1903-1987] o Gianfranco Miglio [1918-2001]11. Con este libro pretende su autor ofrecer algunos de los argumentos definitivos en contra de la política estatista y sus consecuencias de todo orden: económicas y éticas particularmente -explotación fiscal y exclusión del derecho de autodefensa-, pero también culturales, pues el estatismo, que altera la preferencia temporal de los individuos, opera en su opinión como un elemento descivilizador. El Estado, en último análisis, es para Hoppe el gran corruptor.

Crítica de la mitología política del siglo XX

Por otro lado, al recorrer las vías incoadas por sus maestros, Hoppe aspira a introducir algunas rectificaciones en la benévola visión que estos tenían de la forma de gobierno democrática. Demostrará además, indirectamente, la potencia científica del método deductivo (teoría social a priori), que para evitar confusiones sería preferible denominar, con Eugen Bbhm-Bawerk [1851-1914], axiomático. «Me gustaría fomentar y desarrollar --escribe Hoppe en su introducción-la tradición de una gran teoría social, abarcadora de la Economía política, la Filosofía política y la Historia». El resultado es la revisión sistemática de tres grandes mitos del siglo XX:

a) la presunción de la bondad del proceso que, iniciado con la Revolución francesa, culminó después de la I Guerra Mundial con la liquidación del principio monárquico; 
b) la presunción de que la forma de gobierno democrático constituye la fórmula óptima de gobierno 
y c), la presunción de la legitimidad de la forma política estatal. El autor desmonta sistemáticamente estas creencias y profundiza en la concepción del gobierno como objeto de apropiación dominical. 
Ello le permite elaborar una sugestiva teoría de las formas de gobierno, pues, más allá de las clasificaciones tradicionales 12, desde el punto de vista de la propiedad los gobiernos pueden ser «privados» o «públicos».

La renovación de la teoría de las formas de gobierno: el Estado socialdemócrata.

En la práctica, las monarquías europeas tradicionales pertenecen a la primera categoría, a la de los gobiernos de titularidad privada, mientras que las democracias, generalizadas desde la nefasta intervención del presidente Woodrow Wilson [1856-19241 en la Gran guerra y universalizadas, bajo la égida de la mentalidad socialdemócrata, después de los acuerdos de Potsdam, pertenecen a la de los gobiernos públicos. Mas esta distinción, por otro lado, también le permite apuntar las diferencias de todo orden que marcó la injerencia norteamericana en los asuntos europeos. Su apología de los regímenes democráticorrepublicanos («gobiernos públicos»), mezclada con otros factores internos al continente europeo -crisis de civilización, debilidad de la tradición liberal, estrategia oportunista de la socialdemocracia-, abocó al modo de vida político a cuyo sostenimiento se intima a todo el mundo a contribuir, a saber: 
el Welfare State o Estado de bienestar, según la terminología despolitizada impuesta por los sociólogos, o el Sozialstaato Estado social y democrático, terminología acuñada en el siglo XIX pero naturalizada políticamente por el constitucionalismo de la II postguerra. 

En realidad, aunque el asunto no se ha estudiado como merece, las constituciones posteriores a la última contienda mundial no han disimulado su afiliación ideológica, pues al declararse «Estados sociales y democráticos de  derecho» apenas ocultan su verdadera naturaleza -la del «Estado socialdemócrata»)13-, rindiendo así homenaje al SocialdemokratFerdinand Lasalle [1825-1864], enemigo declarado, por cierto, del movimiento asociativo alemán de base liberal.

Una mentalidad política infleri

Toda la potencia de los conceptos austriacos, incluida la dimensión temporal de toda acción humana, está en estas páginas al servicio de una revisión sistemática de una tópica político-económica que reclama, con urgencia, ser puesta al día. Así procede Hoppe, denunciando las transformaciones de la guerra o la fiscalidad que han tenido lugar con la sustitución de los gobiernos privados por gobiernos públicos. Su examen de la guerra resulta particularmente oportuno, pues destaca que la democratización de los regímenes políticos ha operado como elemento totalizador de aquella. Las guerras de las monarquías, que respondían a la visión clásica de los conflictos interestatales del Derecho de gentes europeo, pero también, aunque a veces se olvide, a la racionalización y al buen sentido introducidos por el liberalismo decimonónico en estos asuntos14, fueron siempre guerras limitadas.

También la fiscalidad de las monarquías ha estado orientada por la prudencia, es decir, la «baja preferencia temporal» de la teoría austriaca. Así, al príncipe que posee como dueño su Estado no le interesa aumentar más allá de cierto límite la presión fiscal, pues eso, a medio plazo, empobrece a los súbditos y descapitaliza su patrimonio. En cambio, recuerda Hoppe, el custodio Ccaretaker) o representante democrático se desentiende del futuro, pues su cargo es provisional. Ello le aboca a maximizar sus utilidades, pues los beneficios que no pueda realizar a corto plazo aprovecharán a otro cuando sea removido de su cargo. Con esta óptica, elabora también el autor soluciones concretas para la regulación de los flujos migratorios internacionales, la proscripción de la corrupción democrática, el desmantelamiento del Estado nación, la devolución de las propiedades públicas a sus legítimos dueños, la reordenación política de los regímenes sucesores del Imperio soviético y, en última instancia, la transformación del Nuevo Orden Mundial en una agregación de pequeñas y pacíficas ciudades según el modelo de San Marino o Liechtenstein. 

Sería deseable que este libro contribuyera a la difusión en el mundo hispánico de la teoría político-social del liberalismo anarquizante, al que su autor, libre del prejuicio europeo de la forma de gobierno óptima15, se adscribe. Hoppe, presente ya en las bibliografías inglesa, alemana, francesa, italiana, rumana, checa, rusa o coreana, es uno de los representantes más brillantes de esa tradición intelectual, renovada por Rothbard en los años 70 y a la que él mismo ha aportado los notables desarrollos, en algún caso originales, comprendidos en estas páginas. De su lectura cabe esperar, en suma, un impulso para la renovación de la inteligencia de lo político.

Jerónimo Molina
Universidad de Murcia
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1 Es la tesis sostenida por Dalmacio Negro [1931] en su magnífico libro, hasta cierto punto heterodoxo en el planteamiento historiográfico, "La tradición liberal y el Estado". Madrid, Unión Editorial, 1995.
2 Una comparación sistemática de la Escuela austriaca y la Economía neoclásica en J. Huerta de Soto [1956], «El Methodenstreit, o el enfoque austriaco frente al enfoque neoclásico en la ciencia económica (997»>. Nuevos estudios de Economía política. Madrid, Unión Editorial, 2002.
3 Murray N. Rothbard, For a New Liberty. Tbe Libertarian Manifesto 09731'). San Francisco, Fax and Wilkes, 1996.
4 Los resultados de estas investigaciones aparecen sistematizados como una teoría ética en M.N. Rothbard, La ética de la libertad 09821'). Trad. Marciano Villanueva Salas. Madrid, Unión editorial, 1995.
5 Sobre la «centralidad» de lo político: Alessandro Campi [1961], el retorno (necesario) della politica. Roma, Antonio Pellicani, 2002.
6 Como ha recordado]. Huerta de Soto, «el sistema de Estados mínimos y ciudades libres concebido por Hoppe» tiene, «en última instancia, carácter gubernamental, por lo que podrían seguir coaccionando a sus ciudadanos mediante el sistema fiscal, las regulaciones intervencionistas, etc ...». Véase «El desmantelamiento del Estado y la democracia directa (2000)», op. cit., p. 244.
7 M.N. Rothbard, La ética de la libertad, p. 242.
8 Véanse sobre estos asuntos: Carl Schmitt [1888-1985], «Staat als ein konkreter, an eine geschichtliche Epoche gebundener Begriff (941)», en Velfassungsrechtliche Aufsatze. Berlín, Duncker und Humblot, 1958, pp. 375-85. Jerónimo Malina [1968], Ju/ien Freund, lo político y la política. Madrid, Sequitur, 2000, pp. 187-89. Dalmacio Negro, Gobierno y Estado. Madrid, Marcial Pons, 2002.
9 M.N. Rothbard, op. cit, p. 259. Cfr. Julien Freund [1921-19931, L'essence du politique 09651')' París, Sirey, 1992, p. 32: «Lo Político está en el corazón de lo social. En este sentido, lo Político es una esencia, es decir, un elemento constitutivo de la sociedad y no una simple institución inventada por la maldad de los hombres o por el designio de unos pocos».
10 Con la Monarquía austrohúngara hasta 1918 y con la Monarquía hispánica hasta 1931-36. Mientras que la sustitución de la primera por una pluralidad de Estados obedecía, según Hoppe, a la obsesión antiaustriaca de la elite norteamericana favorable a la intervención en la Gran guerra. la transformación de la segunda en Estado obedece. a nuestro juicio, a factores internos, genuinamente españoles.
11 Gianfranco Miglio, cultivador clásico de la teoría política, adquirió un enorme protagonismo en el panorama intelectual italiano al vincularse a principios de los 90 a la Lega Nord de Umberto Bossi [1941J, partidario de la secesión padana, y defender una visión de Europa como un gran espacio político constituido por las viejas ciudades europeas y sus respectivas áreas de influencia, liberadas finalmente de la dominación estatal que se impuso progresivamente a partir de la Baja Edad media. Véase G. Miglio, Le regolarita della politica. 2 tomos. Milán, Giuffre, 1988.
12 La teoría clásica de la formas de gobierno, de origen griego, nunca experimentó modificaciones sustantivas, pues su trilogía resulta praxeológicamente insuperable. Lo cierto es que o manda uno (monocracia), o mandan varios (aristocracia) o mandan casi todos o la mayoría (democracia). La elaboración de Hoppe, que contrapone «gobiernos públicos» y «gobiernos privados», no sólo resulta original, sino que además puede llegar a ser de mucha utilidad en el campo de la ciencia y la filosofía políticas.
13 El jurista alemán Ernst Forsthoff [1902-19741 ha explicado suficientemente la incompatibilidad del elemento liberal de las constituciones contemporáneas (<<Estado de derecho») con su elemento socializante (<<Estado social»). La experiencia constitucional demuestra que la ambigüedad constitucional se resuelve siempre, con raras excepciones, a favor de los elementos antiliberales. Véase Ernst Forsthoff, «Problemas constitucionales del Estado social», en Ernst Forsthoff et alii, El Estado social. Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986.
14 El liberalismo político del siglo XIX, cuyo espíritu reguló el concierto de las potencias europeas, haciéndose depositario de la visión estatal de lo político, nunca fue en realidad partidario de la teoría de las causas justas de las guerras. En rigor, todas las guerras europeas posteriores a las campañas napoleónicas y anteriores a la 1 Guerra Mundial fueron justas desde la óptica del Derecho de gentes. Si todos los enemigos estatales son justos y así mismo, por definición, son justas sus causas, ambos supuestos operan como factores moderadores de la violencia que los enemigos pueden recíprocamente aplicarse. En cambio, cuando la causa del enemigo es considerada injusta y el enemigo mismo reducido a un hors l'humanité, su propia existencia resulta odiosa. Se allana así el camino a las guerras de exterminio. Aquí han tropezado no pocas de las ideologías que durante el siglo XX han reivindicado para si la ascendencia liberal, pues han terminado defendiendo causas liberticidas como la del «progreso» frente a la «reacción». 
15 Expresión máxima de esta actitud intelectual es el esquemático enunciado de los artículos de una constitución genuinamente liberal, en la que no hay lugar para los principios orgánicos de las convenciones constitucionales. He aquí su contenido, recogido por Hoppe en el capítulo VI: «Todas las personas, además de ser los únicos propietarios de su cuerpo. tienen derecho a utilizar su propiedad como estimen oportuno mientras no perturben la integridad física o la propiedad de los demás. Todo intercambio de títulos de propiedad entre propietarios particulares debe ser voluntario (contractual). Estos derechos de una persona son absolutos. Cualquier persona que los infrinja podrá ser legítimamente perseguida por la víctima o por su mandatario y podrá ser procesada de acuerdo con los principios de proporcionalidad del castigo y de la responsabilidad absoluta».