EL Rincón de Yanka: EL RÉGIMEN DE LA VERDAD BUMER (OK BOOMER) por ADRIANO ERRIGUEL

inicio














jueves, 28 de agosto de 2025

EL RÉGIMEN DE LA VERDAD BUMER (OK BOOMER) por ADRIANO ERRIGUEL

El  régimen  de
la  verdad  Bumer

Nada es eterno, ni siquiera el régimen de la verdad bumer. Estamos en un momento óptimo para ajustar cuentas con este viejo conocido.
El régimen de la verdad bumer (OK BOOMER) es una forma de pensamiento en la que hemos nacido y crecido, el velo de Maya de un relato maniqueo, un marco mental obsoleto que se propone como explicación del mundo. El régimen de la verdad bumer es un piélago de mitos y de ilusiones, de ficciones y de mentiras, todas ellas más o menos conscientes. Por el régimen de la verdad bumer habla y piensa una condición, una posición, un orden social que es conservador en el peor sentido, el de aquél que sólo quiere conservarse a sí mismo. El régimen de la verdad bumer se creía la Última Palabra, pero hoy emprende – vanidad de vanidades – el camino sin retorno hacia el desván de la historia.

En tiempos de geopolítica revuelta el régimen de la verdad búmer nos conmina a sacrificarnos por él, es también una épica al servicio del Vacío. Es urgente por eso identificar sus matrices subterráneas, desenmascarar sus clichés, desgranar su máquina mitológica. Para evitar que nos arrastre en su caída.
La expresión «régimen de la verdad bumer” fue acuñada en los años 2020 por el teórico literario Neema Parvini, un académico británico de ascendencia iraní – especialista en Shakespeare – que, un buen día, decidió sacar los pies del tiesto (to go rogue). Las reflexiones que siguen abundan en esta línea abierta por Parvini y responden a su estímulo intelectual.[1]

Hay aquí dos elementos: “régimen de la verdad” y “búmer”. Vayamos por partes.

La verdad es de este mundo

“Toda era tiene su propio “régimen de la Verdad”. Este consiste en un conjunto de asunciones normativas que establecen los límites del pensamiento y vigilan los parámetros de las opiniones permitidas”.[2] En una de sus acepciones, la palabra “régimen” designa un sistema o conjunto de normas que regulan el desarrollo de algo. La expresión “régimen de la verdad” (régime de verité) fue acuñada en los años 1970 por Michel Foucault, con un significado preciso.
Sabido es que el autor de “Las palabras y las cosas” era, por encima de todo, un filósofo del poder. Lo que más interesaba a Foucault era diseccionar las formas en las que el poder – entendido fundamentalmente como “dominio” – se afianza y se reproduce en el seno de lo social. Por eso, al ocuparse de la idea de “verdad”, lo que Foucault hacía es situarla como un componente central del sistema de relaciones de poder. Foucault venía a decir, básicamente, que cada sociedad tiene su propio “régimen de la verdad”, su propia “política general de la verdad”. ¿Qué significa esto?

En un texto publicado en su obra “Vigilar y Castigar” Foucault venía a decir que la “verdad” no es algo externo y objetivo, sino que se imbrica en una relación circular en la que verdad y poder se retroalimentan, porque – según decía – “la verdad es de este mundo y se produce a través de múltiples imposiciones”.[3] La verdad se determina a través de los tipos de discurso que se hacen funcionar como “verdaderos”, de los mecanismos e instancias que distinguen los enunciados verdaderos y falsos, de las técnicas y procedimientos valorados para la obtención de la verdad, del estatuto que gozan los encargados de decir qué es lo verdadero. La verdad es un “régimen” – como lo son el “régimen político”, el “régimen jurídico” o el “régimen penal” – en la medida en la que consiste en un corpus de reglas y obligaciones que determinan las formas de su propia producción.
Hasta aquí Foucault. Conocemos las consecuencias de esta reducción posmodernista de la “verdad” al “discurso”, con sus corolarios de cuestionamiento de la racionalidad, deconstrucción compulsiva y relativismo absoluto. Pero el autor de “Vigilar y Castigar” – forzoso es reconocerlo – toca una fibra sensible cuando escudriña la maraña que forman la verdad y el poder. Hay aquí algo que nos interesa: su criba es perfectamente aplicable al consenso de la posguerra del siglo XX y a sus reglas de formación del conocimiento; a esa episteme (otra palabra foucaltiana) al servicio del poder establecido. Foucault es el definitivo “filósofo de la sospecha” y su fórmula “régimen de la verdad” nos sirve.

Lo que conviene ahora es continuar el trabajo donde él lo dejó. El peor reproche que puede hacerse a los posmodernistas atañe a su falta de congruencia. La crítica posmodernista quedó fijada en los remanentes del “viejo mundo” que eran (todavía) visibles en la segunda mitad del siglo XX, y ahí sigue. Los posmodernistas no se aventuraron a aplicarse sus propios métodos, no tuvieron la gentileza de deconstruirse a sí mismos. ¿Qué función desempeñan en el régimen de la Verdad bumer?
El posmodernismo de estirpe foucaltiana desembocó, paradójicamente, en un pensamiento institucional; es otra episteme o suprema astucia del poder (¿llegaría Foucault a entreverlo?) en la que los posmodernistas controlan los tipos de discursos que se hacen pasar como verdaderos y obtienen el reconocimiento social por ello. Ellos forman parte del régimen de la verdad búmer, del que conforman la fase terminal. De lo que se trata ahora es de extender la criba, de aplicarla a las “verdades” de una configuración cultural – la del capitalismo en su fase neoliberal y financiarizada – que ha conducido al hombre europeo al borde de la auto-anulación política, demográfica y civilizacional.

Sistema moral dualista

Conviene acotar el tema. Llamamos “régimen de la verdad bumer” al consenso político, social y cultural que, tomando pie en 1945, cristalizó en occidente en los años 1960, y que en sucesivas fases y adaptaciones ha pervivido hasta nuestros días. En una entrevista en un canal de youtube, Neema Parvini lo define con estas palabras:

“Básicamente, el régimen de la verdad bumer es el paradigma en el que hemos vivido a lo largo de todas nuestras vidas y que tomó forma tras la Segunda Guerra Mundial, según el cual el Mal supremo se identifica con los alemanes de mediados del siglo XX y un tipo con mostacho, y el Bien supremo es algo así como el “Imagine” de John Lennon, cuya letra decía: “imagina que no hay países, es fácil si lo intentas, toda la gente del mundo unida en paz y armonía, no hay religiones ni nada por lo que matar y morir” etcétera. El Bien supremo se asimila entonces a una capacidad de autoexpresión individual ilimitada (unlimited individual self-expression) de forma que, por ejemplo, si quiero auto-identificarme como una mujer o como cualquier otra cosa, nadie tiene el derecho de impedírmelo ni de juzgarme por ello”. Esto es, en esencia, el régimen de la Verdad bumer: “John Lennon por el lado positivo – el de la libertad de autoexpresión ilimitada – y Winston Churchill por el lado negativo, alguien cuya máxima misión en la vida es frenar a los nazis o algo parecido”.[4]

En otra entrevista, el autor británico define el régimen de la Verdad bumer como un sistema moral dualista cuyos lados están ocupados por dos ingleses paradigmáticos: Winston Churchill como el “no-Hitler” (lado negativo) y John Lennon como el símbolo de la revolución cultural de los 1960 y de la destrucción de los límites, de las jerarquías, de los sistemas de creencias, de los frenos y de los controles que coartan la libre expresión individual, considerada esta como el supremo Bien (lado positivo).[5]
Aunque parezca contraintuitivo, hay en esta definición cabida para casi todos: para demócrata-cristianos y para socialdemócratas, para progresistas y para conservadores, para posmodernistas y para neoliberales, para libertarios y para neocones. En resumen, para casi todas las familias ideológicas de derecha e izquierda que han conformado el mainstream político desde 1945. El régimen de la Verdad búmer es el campo de juego en el que todas ellas evolucionan. ¿Cómo es eso posible?

Generación de creyentes

La izquierda y la derecha bumer coinciden en una visión supremacista sobre la “misión” de occidente, aunque lo hacen por diversas vías. Escribe el filósofo político británico John Gray:

“la actual generación de liberales no se cansa de denunciar a occidente como la fuerza más destructiva que ha conocido la historia: racista, imperialista y sexista. Su educación debe ser “descolonizada” para exponer sus crímenes, la civilización occidental ha sido una maldición para la humanidad. Pero paradójicamente, esos mismos liberales insisten en que los valores occidentales – los derechos humanos, la autonomía personal y demás– deben ser proyectados a los últimos rincones de la tierra”. [6]

A sangre y a fuego si es preciso. Aquí entran los derechistas “sin complejos”, los “liberales realistas”, los neocones y eso que el historiador norteamericano Samuel Moyn denomina el “liberalismo de la guerra fría” (Cold War Liberalism).[7] Nos encontramos, por tanto, con un mesianismo de dos caras:La idea de que todas las sociedades del mundo están destinadas a experimentar el mismo proceso de deconstrucción que está en marcha en occidente: liberación sexual, ingenierías sociales, feminismo, LGTBIQ (mesianismo Lennon).
La idea de que, en virtud de su superioridad moral, occidente puede y debe imponer sus “normas y reglas” al resto del mundo: defensa del “mundo libre”, apología del Mercado, exterminio del Hitler de temporada, “judeocristianismo”, etcétera (mesianismo Winston).[8]

Estos son los dos polos del régimen de la Verdad búmer, el marco mental de una generación de creyentes en el excepcionalismo occidental. Conviene advertir que, contra lo que suele pensarse, la psicología del creyente no se limita a los integristas religiosos o a los adeptos a ideologías totalitarias, sino que afecta también al liberalismo como forma de pensamiento utópico. Ya en el siglo XIX advertía Alexander Herzen que el liberalismo secular occidental es la religión última, aunque su Iglesia no es del otro mundo sino de éste. Continúa al respecto John Gray:

“la psicología del creyente político no está confinada a los comunistas de entreguerras y a sus compañeros de viaje. Esa misma mezcla de autoengaño y de certeza a prueba de bomba puede también observarse en los liberales de la postguerra fría. Ellos tampoco pueden admitir el fracaso de la fe que ha dado sentido a sus vidas (…) los liberales del siglo XXI no pueden renunciar a su fe más de lo que podían renunciar los comunistas (…). Esta es necesaria para su supervivencia mental. Si el liberalismo tiene un futuro, lo será como terapia ante el miedo a la oscuridad”.[9]
El liberalismo de posguerra fría es el bunker mental en el que la bumerada se atrinchera frente al vacío de sentido. Sus Verdades absolutas se amalgaman en un “gran relato” que tiene en la segunda guerra mundial su kilómetro cero, con su Bien y con su Mal inalterables y con su visión de occidente como irradiador universal de la Verdad bumer.

Big bang bumer

La Segunda Guerra Mundial es el mito fundacional, el big bang bumer. Pero hay que lanzar aquí un aviso a navegantes: 
ajustar cuentas con el régimen de la Verdad bumer no significa subvertirlo, en el sentido de que aquello que se calificaba como Mal Supremo – los alemanes de mediados del siglo XX y el tipo con mostacho – pase a ser algo bueno o algo menos malo. Ajustar cuentas con el régimen de la Verdad bumer significa denunciar su impostura ideológica, significa desvelar su función tóxica en la deconstrucción de Europa.
Podemos expresarlo de otro modo. El mundo bumer no es otro que el del debilitamiento de los “dioses fuertes” – según la conocida expresión del norteamericano R. R. Reno – siendo los dioses fuertes esos “objetos de amor y devoción para el hombre, la fuente de las pasiones y lealtades que unen a las sociedades”. 
Por ejemplo, las patrias y las religiones tan denostadas por John Lennon. Inútil por tanto buscar saltos o rupturas entre 1945, 1968, 1989 y 2025. No hubo rupturas, sino continuidad y desarrollo coherente. Mayo de 1968 fue, como se sabe, el momento catalizador, la adecuación definitiva de las sociedades occidentales al hipercapitalismo de consumo.[10] Pero en 1945 el “viejo mundo” – el que podríamos identificar con la idea de “civilización europea” – estaba ya herido de muerte, aunque siguiera caminando durante algún tiempo.

Todo esto los bumer rehúsan verlo. Con la fe del carbonero siguen inmersos en la sempiterna querella derecha-izquierda, una querella interna del mundo bumer. ¿A dónde iría si no la legión de publicistas, comunicólogos y guerreros culturales que han hecho de la distinción derecha-izquierda su forma de vida?
Los bumer de derechas están convencidos de que sí hubo rupturas entre 1945 y 1968. O entre el 1989 (año de la gloria bumer) y los años 2020 con sus pompas woke y sus carruseles de tarados. Pero son incapaces de ir a la raíz de lo que tanto deploran, no extraen las consecuencias de lo evidente. El origen de wokismo se encuentra en los países anglosajones, allí donde más fuerte fue la impronta del liberalismo clásico. ¿Una casualidad? ¿No sería más bien el wokismo la fase terminal del liberalismo?

Los bumer de izquierdas, con un énfasis parecido, siguen inmersos en sus cruzadas “transgresoras”. Rehúsan ver que la gloria del capitalismo consiste en haber transformado las luchas de los trabajadores en desfiles en taparrabos, y a la izquierda occidental en el hazmerreír del resto del mundo.
Esta división izquierda-derecha – específica de la posguerra fría y su pax americana – es una querella de familia, un debate perfectamente manejable dentro del mundo bumer, una división entre las mismas élites liberales. Estas se identifican ya sea con formas “progresistas” (centradas en las transformaciones sociales) o con formas “clásicas” (centradas en la expansión del mercado). A través de las oscilaciones electorales ambas fuerzas promueven la misma agenda. Ambas coinciden – escribe el politólogo norteamericano Patrick J. Deneen – en “la fe en que la paz política solo puede ser alcanzada a través del progreso, lo que requiere que el control efectivo del orden político esté reservado a esas élites, tanto de derecha como de izquierda, las cuales aseguran las bendiciones del progreso ya sea económico o social”.[11]

Con lo cual llegamos a la cuestión básica: ¿cómo identificar a un bumer? ¿Se restringe esa categoría a los nacidos entre 1946-1965? ¿O debe entenderse por bumer – en sentido más amplio – a cierta forma de relacionarse con el mundo?

Generación dominante

Como es habitual en las llamadas “ciencias sociales”, la “teoría de las generaciones” tiene un carácter más orientativo que científico.[12] La pregunta básica es ¿cómo se delimita una generación?

Las generaciones se identifican por criterios cronológicos – cohortes demográficas nacidas cada veinte o treinta años – o por acontecimientos históricos que cristalizan en visiones comunes y en la “huella” que dejan en el tiempo. De esta segunda forma el criterio cronológico se flexibiliza: forman parte de una generación aquellos que encarnan el Zeitgeist de un momento histórico, y también, en cierto modo, los que pasado algún tiempo siguen encarnando ese Zeitgeist. En el caso de los bumer, su impronta ha perdurado hasta nuestros días a través del dominio de su régimen de la Verdad. La sombra de la generación bumer es alargada.[13]
Según un estricto criterio cronológico, llamamos “baby boomers” a los nacidos entre 1946 y mediados de los años 1960. Esta cohorte demográfica fue precedida por la generación de la segunda guerra mundial ­ – conocida en EEUU como la “generación grandiosa” (the greatest generation) – y por la conformista “generación silenciosa”. Tras los búmer discurren otras dos cohortes demográficas: la llamada “generación X” y los millennials.

Los búmer son generalmente descritos como los hijos privilegiados de una era de prosperidad y desarrollo tecnológico sin precedentes, lo que no les impidió pasar a la historia como la generación más contestataria, exigente y caprichosa de la historia. Los búmer inauguraron la fertilidad por debajo del nivel de reemplazo; gracias a eso han conformado el grupo demográfico más amplio hasta bien entrado el siglo XXI.

De forma autocomplaciente, los búmer se describen a sí mismos como una generación “idealista”. Si seguimos la teoría generacional desarrollada en los años 1990 por los norteamericanos William Strauss y Neil Howe (a la que, insistimos, no atribuimos valor científico) la generación bumer se correspondería con el arquetipo del “profeta”. Las “generaciones profeta” nacen en fases de sólidos lazos comunitarios y crecen en medio de un consenso sobre el orden social. Son los niños mimados de una era post-crisis, y entran en la madurez como los cruzados narcisistas de un “despertar” (Awakening). Este tipo de generación – según Strauss y Howe – se caracteriza por una mirada moral sobre el mundo. No es extraño, por tanto, que en su edad avanzada se postulen como los líderes y guías para nuevas épocas de crisis. Esto último es importante: la generación bumer es una generación dominante, como lo fue en su día la “gran generación” (asociada al arquetipo del “héroe”) y al contrario de la “generación silenciosa” y la “generación X”, ambas consideradas como “recesivas”.[14] ¿En qué momento nos encontramos ahora?

Si acompasamos nuestro análisis a esta teoría de las generaciones, nos encontraríamos ahora en el umbral de un cambio de ciclo. En este contexto acaece la crisis del “régimen de la Verdad” que ha regido las sociedades occidentales desde mediados del siglo XX. Esta crisis se conjuga en diferentes niveles – económico, demográfico, cultural, geopolítico – y marca el fin de un mundo. El sociólogo francés Enmanuel Todd la identifica con la “derrota de occidente”.[15] ¿Cómo reacciona el mundo bumer?
Según la conocida secuencia de las “fases del duelo”, tras la negación de la realidad llegan la rabia y la ira. Desafiado a todos los niveles y confrontado a su eclipse geopolítico, el régimen de la Verdad bumer oculta su lado Lennon y exhibe su lado Winston. Diríase que prefiere morir matando, como podría esperarse de una generación dominante. Pero se plantea aquí un problema (que veremos más adelante). Winston Churchill – la quintaesencia del héroe bumer – contaba con una sociedad no-bumer para defender sus objetivos. Es decir, el régimen de la Verdad bumer necesita para salvarse a gente no contaminada por el régimen de la Verdad bumer. De ahí que el mundo bumer tenga una querencia insuperable por los proxies, por gente sin desbastar que esté dispuesta a hacerle el trabajo sucio y que, a ser posible, no haya oído hablar de John Lennon. Los bumer son creyentes, pero no tontos.

Los extremos se soban

Entre los lugares comunes bumer destaca uno por encima de todos: los extremos se tocan. John Lennon y Winston Churchill – con Karl Popper como guinda doctrinal – son los vértices que componen el triángulo del “Centro”, y todo lo que queda fuera de él son extremos. ¿Y qué hacen los extremos en su tiempo libre? Se tocan, se soban, copulan en el lado oscuro de la historia. El bumer se ve asediado por una coyunda de populismos, de integrismos, de autocratismos, de islamo-fascismos y de roji-pardismos, todos al acecho del Centro y sus jardines. El bumer es el jardinero del Centro y todo lo demás es jungla. Sus contorsiones anímicas – por ejemplo, el tránsito de la juventud izquierdosa a la madurez derechosa – se resuelven en el Centro como síntesis hegeliana, como quintaesencia del alma bumer. El bumer es “centrista” por naturaleza, lo cual no significa que sea moderado. Todo lo contrario. El búmer es de extremo Centro y todo lo demás merece ser aplastado. Cualquier duda al respecto será denunciada como “síndrome de Múnich”. Lo que nos retrotrae al big bang bumer.

La Segunda Guerra Mundial es la historia ejemplarizante de derrota de los extremos y de la victoria del Centro. Una victoria solo que alcanzaría su plenitud cuarenta y tres años más tarde, cuando tras la caída del muro de Berlín se proclamó el fin de la historia. Pero algo falló. El tren descarriló. Y eso es algo que el mundo bumer no acaba de aceptar, y eso es lo que le hace peligroso.
El régimen de la Verdad bumer es un piélago de mitos y esperanzas, de ilusiones y de mentiras (el individuo es soberano, los sexos son constructos, las razas no existen, las fronteras son malas, las baladas de John Lennon, etcétera). Pero el mundo no funciona así, las mentiras no resisten el test de la realidad. Sostenido en el imperio feudal anglo-americano y sus prolongaciones planetarias, el mundo búmer se autoproclamaba el portavoz de la Humanidad y decía (probablemente pensaba) hablar por los otros. Pero en realidad solo hablaba de sí mismo. El mundo búmer creía en la conversión de las culturas rebeldes, creía en el Dominium mundi de su régimen de la Verdad, creía que la humanidad terminaría entrando – de buen grado o a bombazos– por las horcas caudinas de su globalización. Porque para el mundo búmer – en palabras del antropólogo francés Pierre Legendre – “las otras culturas no existen por ellas mismas, sino solo de forma condicional, en la medida en la que están convocadas a reenviar a occidente el discurso y las categorías de occidente”. Se desarrolla entonces “una capacidad estratégica de inclusión: a falta de destruir las otras culturas, occidente las incluye”.[16]

No tiene nada de extraño que la “inclusión” esté a la orden del día. Occidente debe ser inclusivo porque todo debe ser incluido en Occidente y su Vacío. El omnipresente culto al “Otro” – el ideal multicultural y diversitario – es una llamada a que el Otro se convierta en lo Mismo.
Por eso el auténtico “Otro” – el que se encuentra fuera del Centro y fuera del mundo bumer – ha de ser combatido, eliminado, aplastado. El recurso retórico para ello es la proyección anacrónica de la Segunda Guerra Mundial sobre todas las realidades presentes y futuras. Aquí los bumer se ponen las botas y la careta de Winston Churchill.[17]

______________________________

[1] Aparte de su producción académica sobre Shakespeare, Neema Parvini es autor de los siguientes ensayos políticos: The Defenders of Liberty. Human Nature, Individualism and Property Rights, Palgrave 2020; The Populist Delusion (Imperium Press 2022) y The Prophets of Doom (Societas 2023). Neema Parvini mantiene el canal de Youtube “Academic Agent” y prepara un libro sobre “El Régimen de la Verdad bumer”.
[3] Michel Foucault: Vigilar y Castigar, Siglo XXI, Madrid 1992, pp. 203-205. Citado en Remo Bodei: La Filosofía del Siglo XX (y más allá), Alianza Editorial 2024, p. 227.
[5] Neema Parvini, “Winston Churchill, Why So Important?” The Academic Agent.
[6] John Gray, The New Leviathans. Thoughts after Liberalism. Allan Lane 2023, p.69.
[7] Samuel Moyn, Liberalism against itself. Cold war intellectuals and the making of our times. Yale University Press, 2023.
[8] Sobre los usos y abusos del “judeocristianismo” como vehículo ideológico, conviene destacar el libro de la historiadora francesa Sophie Bessis: La Civilisation Judéo-Chrétienne. Anatomie d´une imposture. Les Liens qui Libèrent 2025.
[9] John Gray, Obra citada, pp. 102 y 108.
Sobre el carácter utópico del liberalismo: la estrategia metapolítica de Friedrich Hayek y su iniciativa de la sociedad Mont-Pelerin pasaba por arrebatar a los socialistas el concepto de “utopía”, con el objetivo de movilizar las energías utópicas y ponerlas al servicio de la “Gran Sociedad”, su modelo liberal a largo plazo (in the long run). A partir de los años 1970 la utopía liberal terminó desplazando a la utopía marxista, hasta conformar una hegemonía ideológica que ha durado hasta el siglo XXI. Michel Bourdeau: La Fin de L´Utopie Libérale. Introduction critique à la pensé de Friedrich Hayek, Hermann Éditeurs, 2023.
[10] Adriano Erriguel, “Para acabar con el siglo XX”. Prólogo a: R.R. Reno, El Retorno de los Dioses Fuertes. Homo Legens 2020, p. 18.
[11] Patrick J. Deneen, Regime Change. Toward a Postliberal Future. Forum 2023 (Introduction, xi-xi).
[12] Jean-Claude Michéa: “contrariamente a las ilusiones positivistas que todavía mantienen la mayor parte de los economistas de derecha y de los sociólogos de izquierda, las “ciencias sociales” se distinguen sobre todo de las llamadas ciencias exactas (matemáticas, física, geología, etcétera) por el hecho de que son estructuralmente indisociables de un cierto número de posiciones de partida filosóficas y políticas previas (lo que basta para invalidar de una vez por todas el mito del “experto” mediático neutro e imparcial)”. Jean-Claude Michéa, Notre ennemi le Capital, Climats Flammarion 2027, p. 259-260.
[13] Esta idea de la “huella” de las generaciones tiene sus raíces en el ensayo “el problema de las generaciones” (1928) del sociólogo judeo-húngaro Karl Mannheim (1893-1947).
[14] William Strauss, Neil Howe: Generations. The History of America´s future. 1584 to 2069. Morrow, 1992. The Fourth Turning. An American Prophecy. Crown, 1997.
Según Strauss y Howe, existe en Estados Unidos un sistema de “grandes ciclos” con cuatro fases o “estaciones” cada uno: fases “Alta” (primavera), “Despertar” (verano), “Desenvolvimiento” (otoño); y “Crisis” (invierno). Los años 1940-50 son los de la primera generación del “gran ciclo”: movilización de la población, optimismo, solidaridad y valores fuertes. El segundo ciclo son los años 1960-70 (“Despertar”) donde todo se centra en el mundo interior: hippies, psicotrópicos, búsquedas espirituales, individualismo espiritual y corrosión de la solidaridad social. Luego llegan las fases de la descomposición gradual: años 80-90 (“Desenvolvimiento”) de individualismo cotidiano y materialista, y los años 2000-2020 (“Crisis”): terrorismo, pandemia, guerras. En esta fase el tejido social se desintegra, el optimismo se desvanece y gobernantes incompetentes o abiertamente imbéciles llegan al poder. Es la época del wokismo, de las políticas de género, del posthumanismo y de la ecología profunda. Se aproxima un nuevo “gran ciclo”.
[15] Emmanuel Todd, La Défaite de l´Occident. Gallimard 2024.
[16] Pierre Legendre, Ce que l´Occident ne voit pas de l´Occident. Conférences au Japon. Mille et Une Nuits 2008, p. 60.
[17] Para un desarrollo sobre el “extremo centro” como régimen occidental: Tariq Ali, Heiner Flassbeck, Rainer Mausfeld, Wolfgang Streeck, Peter Wahl: Die Extreme Mitte. Wer die Westliche Welt Beherrscht. Eine Warnunng. Promedia 2020.

Hazañas bélicas

No se comprenderá el régimen de la Verdad bumer sin observar la política de la memoria creada en torno a la Segunda Guerra Mundial. 
¿Qué son los relatos sobre la Segunda Guerra Mundial sino la canción de cuna de la visión moral bumer? Una dieta cinematográfica de gloria norteamericana – memoria sentimental de la infancia – que el bumer proyecta sobre las generaciones que siguen, erigiéndola como explicación del mundo. La sombra del bumer es alargada.
El imaginario bélico bumer compone un paradigma: el de la victoria del Bien sobre el Mal, de la democracia contra la tiranía, de la virtud contra el vicio; se trata de un Bien ontológico, absoluto, sin contextualizaciones ni claroscuros. El Bien se identifica con la democracia y ésta no podía sino salir victoriosa. Estados Unidos salvó a Europa para la democracia y con ello salvó al mundo. Europa y el mundo están en deuda permanente con los marines.
La Verdad búmer se organiza entonces como “memoria histórica”, es decir, como transformación de la historia en relato edificante. De esta operación de brocha gorda emerge la visión salvífica del orden angloamericano como orden mundial definitivo. Su matriz ideológica última, si se escarba, es la moral protestante.
Pero si despojamos a la historia de su barniz “memorial”, este relato triunfal queda un tanto empañado. En la victoria sobre los nazis los angloamericanos jugaron un papel secundario. Por otra parte, sus métodos distaron de ser edificantes. Más bien todo lo contrario.

La industria de la memoria

El relato bumer de la Segunda Guerra Mundial se asienta sobre dos postulados básicos.

El primer postulado dice que esta guerra fue un “combate moral”, la “buena guerra” por excelencia, una “cruzada en Europa” (como decía el General Eisenhower). El segundo postulado atribuye a los angloamericanos el protagonismo en la victoria. Según esta narrativa el desembarco de Normandía habría sido en Europa el punto de inflexión, mientras el frente ruso habría sido poco más que un “side show” de hordas asiáticas dirigidas por carniceros incompetentes.[1] Ya lanzados por la pendiente del disparate, el cine se inventó un Auschwitz liberado por tanques americanos.[2]

El segundo postulado se da de bruces contra la realidad básica: la Unión Soviética fue el factor decisivo en la derrota de la Alemania nazi. Los Estados Unidos entraron en guerra a finales de 1941, y solo dos años y medio después abrieron un frente en la costa atlántica. Cuando los aliados desembarcaron en Normandía (junio de 1944) el 93% de las bajas del ejército alemán se habían producido en tres años previos de guerra contra la URSS. Durante los once meses de guerra restantes, dos tercios de las bajas alemanas tuvieron lugar en el Este, donde se concentraba el 75% de la Wehrmacht. Tan solo en el primer día de la batalla de Moscú (octubre 1941) hubo tres veces más víctimas que en la operación de Normandía. En el norte de África los alemanes desplegaron cuatro divisiones, mientras mantenían ciento noventa frente a la URSS. Durante casi dos años (1943-1945) los angloamericanos avanzaron penosamente en Italia, un frente que sólo se derrumbó tras la conquista de Berlín por los soviéticos.

Las cifras de muertos son elocuentes. De los cinco millones largos de alemanes que cayeron en combate, 80% lo hicieron frente a los soviéticos. Según los datos más reconocidos la URSS pagó un tributo de 25 millones de víctimas, militares y civiles. Un notable contraste con los 418.000 muertos norteamericanos y los 450.700 británicos. Todo esto no desmerece el esfuerzo de guerra angloamericano, pero la historia es sobre todo cuestión de contextos. Si la contemplamos en su contexto integral, la historia de esta guerra no encaja en la versión de Hollywood.[3]
¿Qué decir del frente en el Pacífico? Aquí se ningunea sistemáticamente la contribución de China. Según numerosos estudios, hasta un tercio del ejército japonés (cerca de dos millones de soldados) se mantuvo en ese país durante toda la guerra. Hay estimaciones que sitúan la cifra en un 65% del ejército japonés y sus aliados (manchús, mongoles, tailandeses y otros auxiliares). Esto significa – señala el historiador español Rubén Villamor – que un total de tres millones de soldados del Eje (cinco millones contando los sucesivos relevos) combatieron en China, mientras un 35% de la fuerza japonesa lo hacía en otras zonas del Pacífico. Según este mismo cálculo, de cada cuatro soldados movilizados por el Eje, uno combatía en China, dos combatían en Rusia y uno en el resto de los frentes (Europa Occidental, África, Italia, Balcanes, Oriente Medio, Oceanía, Subcontinente indio).[4]

Las cifras de muertos hablan también por sí solas. Las autoridades chinas estimaron en 1948 que sus víctimas – militares y civiles – ascendían a 15 millones. El historiador norteamericano John Dower las estima en 10 millones. Para la historiadora de Oxford Rana Mitter el número asciende a 14 millones. Otros estudios elevan la cifra hasta 22 millones de muertos. Son cifras solo superadas por las de la Unión Soviética.[5]
A la vista de estos datos, llama la atención que en Europa y América siga imperando una industria de la memoria tan centrada en occidente, tan insistente en el protagonismo angloamericano. Esta visión es producto de un occidente que es (todavía) epistemológicamente imperial. Si aplicáramos aquí el vocabulario woke (una vez no hace costumbre) podríamos decir que ha llegado la hora de “descolonizar” de una vez por todas la memoria de la Segunda Guerra Mundial.

¿El Tío Sam al rescate?

¿A qué viene tanto empeño en relegar el peso de la URSS en la victoria sobre Hitler? Hubiera podido proclamarse, simplemente, que una “fuerza del Mal” derrotó a otra fuerza del Mal. De esta forma la conclusión moral no hubiera quedado empañada (¡el Mal se autodestruye!) pero sí el protagonismo angloamericano. Las democracias también necesitan su épica. Los angloamericanos debían prevalecer no ya por su superioridad moral (la inevitable victoria del Bien) sino por su superioridad material, intelectual, física, estratégica y en todos los órdenes. La “Ley de Préstamos y Arriendos” es aquí el argumento más socorrido: el Ejército Rojo prevaleció gracias al apoyo material, económico, tecnológico y logístico suministrado por Estados Unidos, el “arsenal de las democracias”. El savoir faire es demócrata, la carne de cañón totalitaria.

Ríos de tinta han corrido sobre este tema; los historiadores soviéticos – y después rusos – han intentado disminuir la importancia de esta ayuda, indudablemente nada desdeñable. La propaganda occidental, por su parte, la sigue convirtiendo en el factor decisivo de la victoria soviética. Pero esto es difícilmente sostenible.
En honor a la historiografía anglosajona, los principales historiadores de esta contienda – Jonathan M. House, David Glantz, Norman Davies, Alexander Hill, Anthony Beevor, entre otros – admiten que, si bien los “préstamos y arriendos” aceleraron la victoria soviética, su volumen total estuvo muy lejos de ser el factor decisivo. Según el británico Norman Davies: “durante el paso de 1942 a 1943 el Ejército Rojo se impuso (…) antes de que pudiera sentirse todo el peso de la asistencia occidental”.[6] Escribe el historiador australiano Mark Edele:

“solo una rápida victoria en 1941 habría podido salvar a Alemania de la derrota. Una vez que la Operación Barbarroja fracasó en su objetivo de destruir al Ejército y al Estado soviético, los alemanes habían perdido la contienda”. Y añade: “cuando los aliados desembarcaron en Italia a primeros de septiembre de 1943 y en el norte de Francia en junio de 1944, el Ejército Rojo ya se había impuesto a la Wehrmacht (…) Préstamos y Arriendo fue importante, aunque no esencial para la supervivencia soviética en 1941 o para sus éxitos posteriores”.[7] Subraya también Edele el éxito económico y organizativo de los soviéticos, tanto en el ritmo y la calidad de la producción de armamentos como en la eficaz deslocalización de sus industrias hacia el Este del país.[8]

En su obra fundamental sobre el frente del Este escribe el norteamericano David T. Glantz:

“si los aliados occidentales no hubieran suministrado equipo e invadido el noroeste de Europa, Stalin y sus comandantes habrían empleado entre doce y dieciocho meses más en acabar con la Wehrmacht. El resultado habría sido probablemente el mismo, con la excepción de que los soldados soviéticos habrían llegado a las playas francesas del Atlántico, en vez de encontrarse con los aliados en el Elba”.[9]

Como si quisiera poner un colofón a estos argumentos, en su monumental síntesis sobre la Segunda Guerra Mundial escribe el historiador francés Olivier Wieviorka: “en total, los angloamericanos consagraron menos del 4% de sus gastos de guerra a ayudar a su aliado soviético, un porcentaje ínfimo teniendo en cuenta que la URSS soportó en Europa la mayor parte del peso de la guerra. Además, el 57% del valor de la Ley de Préstamo y Arriendo llegó entre julio de 1943 y diciembre de 1944, es decir, después de las victorias de Stalingrado y Kursk. Por tanto, con ayuda o sin ayuda, la Unión Soviética habría ganado la guerra. Eso sí, no la habría ganado ni del mismo modo ni en los mismos plazos”.[10] En realidad – precisa Wieviorka – la operación Barbarroja estaba condenada al fracaso desde su concepción misma; simplemente, en una guerra de desgaste el Reich no podía competir con el coloso soviético.[11] La capacidad militar de la URSS había sido ampliamente subestimada tanto por Alemania como por las potencias occidentales.[12]

Alianza contra natura

La narrativa sobre la cruzada por la democracia choca, como es fácil de ver, con la alianza contra natura de las democracias liberales y Stalin. Lo cual provoca retortijones morales a no pocos historiadores. El hecho de que las democracias se aliaran con una tiranía para luchar contra otra tiranía no termina de encajar en el relato de la “sociedad abierta” en pugna cósmica contra el totalitarismo. Pero esta sensibilidad moral raramente se extiende a la forma en la que las democracias hicieron la guerra, al menos si la comparamos a cómo la hicieron los soviéticos. La guerra soviética fue una pugna bélica frontal en la que los crímenes de guerra tuvieron por objeto a los prisioneros de guerra (la matanza de Katyn es el ejemplo más conocido) y a las poblaciones civiles maltratadas durante el avance. Pero en la guerra angloamericana los no combatientes se convirtieron en objetivo militar per se. Los bombardeos de alfombra sobre las ciudades atestadas de civiles tenían la intención de desmoralizar y forzar una rendición, algo en lo que además fracasaron: la crueldad de los bombardeos fortaleció la voluntad alemana de defenderse. Escribe a este respecto Mark Edele:

“el bombardeo incendiario de Dresde – el más destacado de los asaltos aéreos en Europa, hecho célebre por la novela de Kurt Vonnegut “Matadero Cinco” (1969) – nació a raíz de la frustración de los angloamericanos por no poder finalizar la guerra en tierra. Pero Dresde tampoco puso fin a la contienda. El Ejército Rojo tuvo que encargarse de ello”.[13]

Las tácticas angloamericanas de bombardeo en Europa fueron replicadas en Japón. Los bombardeos sobre Tokio del 7-8 de marzo 1945 se cobraron 100.000 víctimas, más de las que murieron en Hiroshima y Nagasaki. Con la destrucción nuclear de estas dos ciudades – militarmente innecesaria según no pocas estimaciones – los norteamericanos consiguieron lo que no pudieron conseguir con Alemania: vencer desde el aire con un holocausto de civiles inocentes. Lo que también subyacía en esta decisión – según no pocos historiadores – era la voluntad de hacer una demostración de fuerza ante la Unión Soviética, percibida ya como la gran amenaza en el mundo de postguerra. Tras la aniquilación de Nagasaki – y cuando la rendición ya se sabía inminente – los norteamericanos orquestaron su grand finale: un bombardeo de saturación sobre un Tokio indefenso y totalmente devastado. Cuando los 1.014 bombarderos americanos volaban de vuelta, la rendición de Japón ya había sido comunicada.[14]

Por muy selectivos que sean, los escrúpulos morales angloamericanos tienen al menos una virtud: la de poner de relieve que la historia no esa fábula edificante de los films de sobremesa bumer. La historia se asemeja más a ese “cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada” del que hablaba Shakespeare. La historia es trágica, en último término absurda. Desde luego no es moral. Un severo correctivo a las simplezas bumer.[15]

Pero hay más narrativas mistificadoras en el catálogo de la bumerada.

Juego de tahúres

“Los extremos se tocan”, dice como sabemos el tópico búmer. ¡Qué mejor ejemplo de extremos amancebados que el pacto Molotov-Ribbentrop! El socialismo marxista y el socialismo nazi; el fascismo pardo y el fascismo rojo ¡un festival de amalgamas!
Según este relato los dos totalitarismos – nazi y comunista – son culpables a partes iguales de la Segunda Guerra Mundial y sus crímenes. La narrativa de la lucha cósmica entre la democracia liberal y el totalitarismo adquiere así un perfil mucho más nítido.

Pero si se añade contexto se vuelve a empañar el relato. El pacto Molotov-Ribbentrop se firmó el 24 de agosto de 1939, una sorpresa que desconcertó por igual a comunistas, fascistas y demócratas. Sin embargo, conviene recordar que el 17 de abril de 1939 el Kremlin había propuesto a París y a Londres una alianza y una garantía conjunta que englobaría toda Europa oriental, de forma que cualquier avance de Alemania hacia las fronteras soviéticas provocaría la entrada en guerra de las tres potencias. Conviene tener presente que, en septiembre 1938, los occidentales habían concluido un acuerdo con Alemania – los “acuerdos de Múnich” de triste memoria – en los que se excluía a la URSS y se aceptaba la desmembración de Checoslovaquia.[16] Lo que en 1939 el Kremlin temía – no sin fundamento – es que las democracias occidentales concluyesen otro pacto con el Reich, con lo que la URSS quedaría de nuevo aislada; o peor aún, temía que las democracias empujaran al Reich a atacar a la URSS, provocando una guerra de desgaste entre los dos enemigos ideológicos de Londres, París y Washington. No faltaban indicios para pensar así. Visto desde Moscú, el acuerdo franco-alemán concluido a fines de 1938 – entre los Ministros Bonnet y Ribbentrop – resultaba sospechoso (también para Londres, que empezó a desconfiar sobre las verdaderas intenciones de Francia).[17] A pesar de todo eso, Stalin insistía en llegar a un acuerdo con los occidentales. Para su desesperación éstos designaron equipos negociadores de bajo nivel, lo que denotaba desinterés. ¿Cuál era el problema de fondo?

La Unión Soviética quería una alianza militar para luchar contra Hitler, mientras que Francia y Gran Bretaña deseaban un frente diplomático para disuadir al Führer de sus intenciones agresivas. De forma significativa, el 9 de mayo 1939 los británicos propusieron al Kremlin un pacto que daba a los occidentales la perspectiva de una ayuda militar soviética, pero sin la contrapartida de una promesa recíproca para la URSS.[18] Visto lo visto, los soviéticos terminaron optando por el pacto que en ese momento les ofrecía Alemania, un pacto destinado por ambas partes a comprar tiempo. A pesar de todo “Stalin, temiendo una posible traición alemana, intentó llegar a un acuerdo con las potencias occidentales hasta el 1 de septiembre de 1939. Seis días después señalaba: “hubiésemos preferido un acuerdo con los llamados países democráticos. Sin embargo, Gran Bretaña y Francia querían tenernos como mercenarios sin ni siquiera pagarnos nada por ello””.[19]

El pacto Molotov-Ribbentrop no fue, por tanto, la necesaria colusión de dos tiranías afines; no hubo nada de inevitable ni de metafísico en ello. Fue un clásico giro de Realpolitik en un juego de tahúres en el que todos hacían trampas, y en el que Polonia fue sacrificada como lo había sido Checoslovaquia un año antes. De hecho, las democracias liberales no declararon la guerra a la URSS cuando esta invadió Polonia, un extremo este generalmente obviado, en cuanto contradice doblemente la narrativa occidental: tanto sobre su objetivo real de defender Polonia como sobre la descripción de la guerra como enfrentamiento entre democracias y dictaduras. Lo cierto es que las democracias rehusaron defender a una democracia (Checoslovaquia) y después decidieron apoyar a una dictadura. Porque conviene no olvidar que Polonia era un régimen de coroneles (los llamados “Pilsudskistas”) abiertamente nacionalistas y discriminatorios contra las minorías, ucranianos y judíos especialmente.

Como resultado del Pacto Molotov-Ribbentrop la URSS se aseguraba un cinturón de seguridad que englobaba Polonia oriental (que entonces comprendía la parte occidental de Ucrania y Bielorrusia) y los Países Bálticos. ¿Moralmente condenable? Seguramente, pero no más que los acuerdos de Múnich en los que Gran Bretaña y Francia se resguardaron de una posible agresión alemana (al menos eso creían) poniendo en peligro no solo a la región de los sudetes, sino también a varios países de Europa central. Convencido de que dichos acuerdos dejaban a Hitler las manos libres en el Este, Stalin decidió “devolver la pelota” y reorientar la atención de Hitler hacia el oeste.

El escarnio de Múnich

Pocos episodios han sido tan recubiertos de universal escarnio como los acuerdos de Múnich, en los que Gran Bretaña y Francia pactaron con Hitler la desmembración de Checoslovaquia. La memoria búmer señala a estos acuerdos como el paradigma de la debilidad (“appeasement”) de las democracias frente a las tiranías. La moraleja viene a decir que frente al Mal (o lo que se designe como tal) solo es posible mostrarse intratable, inflexible, no hay cuartel para los enemigos del “mundo libre”. El nombre del Premier británico Neville Chamberlain – artífice de los citados acuerdos – ha sido arrastrado por el barro durante décadas como epítome del deshonor político. Pero hay otra forma de verlo, que es también la más simple. Chamberlain intentó agotar todas las vías para evitar lo que sería la peor catástrofe de la historia humana.[20]

Tenemos ya, por tanto, las líneas maestras del relato: consideración de la guerra como gesta moral angloamericana; atribución de culpabilidad por partes iguales a los regímenes nazi y soviético; inutilidad del apaciguamiento y la diplomacia; menosprecio del esfuerzo de guerra soviético; ignorancia de la guerra en China; justificación de los bombardeos sobre civiles (objeto de fría contabilidad calvinista en la historiografía más repelente).[21] Esta deshumanización del enemigo – convertido en el Mal absoluto – daría mucho juego en la posguerra fría y sus guerras para hacer del mundo un “lugar seguro para la democracia”. En los años 1990 el bloqueo de material humanitario contra Iraq – con un Sadam Hussein presentado como el “nuevo Hitler” – mató bastante más gente que las bombas atómicas contra Japón.[22] Es el conocido festival de analogías: cualquier desafío geopolítico será asimilado a Hitler (los “Hitlers de temporada” de los que hablaba Philippe Muray) o de forma supletoria a un Stalin presentado como “fascista rojo”; cualquier oposición a la guerra será asimilada a la imagen ominosa del Premier Neville Chamberlain, presentado a los efectos como un “anti-Churchill”. Un filón argumental para palmeros de la anglosfera y divulgadores de medio pelo.

Pero no siempre fue así. Hasta bien entrados los años 1960 del pasado siglo todavía eran posibles visiones complejas sobre los orígenes de la guerra, sin cancelaciones ni lapidaciones mediáticas

Los nazis pintorescos

En su obra The Origins of the Second World War (1961) el gran historiador británico A. J. P. Taylor examinaba esta guerra no como una cuestión moral, sino como un resultado de las mega-tendencias políticas europeas. Es decir, dentro de un contexto en el que todos los países obedecían a parecidos estímulos. En la visión realista de A.J.P. Taylor – en la línea del también británico E. H. Carr – “las grandes potencias siempre se comportarán como tales, ya estén regidas por fanáticos raciales como Hitler, por burócratas como Stalin o por líderes parlamentarios como Churchill”.[23] La Segunda Guerra Mundial (que según Taylor no era inevitable) fue el resultado de una serie de accidentes o cálculos erróneos, más que de un plan preconcebido. Conviene tener claro que este historiador británico era un antifascista que odiaba a Hitler y sus atrocidades, pero eso no nublaba su frialdad intelectual. ¿Cuál fue su aportación más controvertida?

La guerra – venía a decir A. J. P. Taylor – no fue causada por los planes de dominio global de un solo hombre, sino por la “anarquía internacional” de un mundo dominado por las grandes potencias. Las políticas domésticas de Hitler, por muy monstruosas que fueran, son irrelevantes para entender su política exterior. Hay aquí una distinción importante: si el Hitler/Führer era un racista fanático, el Hitler/estadista era un nacionalista alemán. Su política exterior se inscribía en una dinámica previa de expansión alemana en un contexto de grandes imperios. En lo que se refiere a los asuntos internacionales – concluía A.J.P. Taylor – el único problema de Hitler es que era alemán.[24] Esto era algo difícil de tragar para el consenso de postguerra. Conviene ver por qué.

Finalizada la guerra se hacía necesario integrar a una Alemania democrática dentro del bloque occidental. Esto hacía conveniente disociar – en la medida de lo posible – la imagen de Alemania de los crímenes del nacionalsocialismo, máxime cuando muchos de los científicos, tecnócratas y militares del Reich habían sido cooptados por las estructuras atlantistas. Para esta difícil tarea se forjó el imaginario de unos “nazis” dirigidos por un loco, un epifenómeno político – poco menos que alienígena – que se habría abatido como una plaga sobre Alemania. De esta forma los crímenes de los alemanes y de su ejército serían, en realidad, crímenes de esos malvados más o menos pintorescos – tipo “En busca del Arca Perdida” – que han alimentado el imaginario búmer durante décadas.

Esta disociación entre el nazismo y Alemania fue muy cultivada por la historiografía alemana conservadora, que definía la evolución de su país como un “camino especial” (Sonderweg) en el que no había lugar para Hitler. Estirando el argumento al máximo, se llegó a asociar al nazismo con una “barbarie asiática” que habría sido exportada por la revolución rusa, frente a la cual el nazismo sería una reacción mimética. Esta era la tesis del historiador alemán Ernst Nolte, quien a mediados de los años 1980 mantuvo una sonada polémica con Jürgen Habermas – conocida como “la querella de los historiadores” (die Historikerstreit). La intención de Nolte era recuperar la autoestima alemana frente al peso de la culpa, lo que le valió en su día las iras de la izquierda progresista. Pero curiosamente, sus tesis fueron recuperadas por la puerta de atrás.

Tras la caída del muro de Berlín, la amalgama comunismo/nazismo – conceptualizada por Nolte y autores afines – serviría para demonizar todo aquello que se opusiera al orden unipolar angloamericano. De esta forma los espectros redivivos de comunistas y nazis serían incorporados a una nebulosa atrápalo-todo – el “Eje del Mal” – al que se fue añadiendo lo peor de cada casa: los “Estados-gamberros”, el islamismo, el populismo y, en definitiva, todo aquello que no sea “liberal”. Ese es el guion básico de la retórica neocon y sus “guerras eternas” (forever wars) invariablemente presentadas como un imperativo moral.[25]

Verdad a medias

La memoria bumer de la Segunda Guerra Mundial reposa, como hemos visto, sobre el postulado de que esta fue una lucha entre la “libertad” angloamericana y las tiranías continentales europeas. Pero una verdad a medias suele ser peor que una mentira.

La Segunda Guerra Mundial fue ante todo una guerra entre naciones. Los aspectos ideológicos – sin duda importantes – estuvieron subordinados a los intereses geopolíticos. El nazismo, el fascismo y el militarismo japonés estaban más interesados en la hegemonía que en el proselitismo. Más asombroso resulta – escribe Olivier Wieviorka – que “lejos de exaltar los preceptos del marxismo leninismo, tanto Yosif Stalin como Mao Zedong prefirieron tocar con los grandes órganos del nacionalismo”. La idea de “proletarios de todos los países, uníos” dio paso a sendas guerras patrióticas. ¿Qué decir de las democracias occidentales?

Por parte aliada la dimensión ideológica tuvo un papel secundario. A este respecto señala Wieviorka: la “Carta del Atlántico” – firmada el 1 de enero 1942 – era “un catálogo de buenas intenciones que no bastó para otorgar al conflicto un poderoso contenido ideológico, sobre todo porque Estados Unidos y Gran Bretaña no perseguían el mismo objetivo. Winston Churchill, anclado en el siglo XIX, soñaba sobre todo con conservar el Imperio. Esta obsesión convirtió al conflicto en una guerra imperial que golpeó los cuatro continentes donde se extendía la dominación británica; pero contradecía tanto la letra como el espíritu de la Carta del Atlántico, que a los ojos del Premier británico solo era aplicable a Europa (…) Este endeble contenido ideológico parecía insuficiente para movilizar a las masas, cuando menos en Europa.[26] El orgullo imperial – en el caso británico – y una animadversión abiertamente racista – en el caso de Estados Unidos contra Japón – eran motivaciones bastante más potentes que la Carta del Atlántico y sus “valores liberales”. Lo que nos lleva a una conclusión.

Si los pueblos subyugados por los nazis necesitaban dar un sentido a su lucha, el patriotismo y el nacionalismo les bastaban para ello. Eso debería ser suficiente para no estigmatizar a esas dos fuerzas, máxime cuando después se ha demostrado que el globalismo puede tener usos no menos imperialistas – y no menos destructivos.

¿La “buena guerra”?

Mal que le pese a la memoria bumer, la Segunda Guerra Mundial no fue una saga de héroes Marvel a caballo entre la luz y las tinieblas, sino el producto de tensiones geopolíticas acumuladas desde tiempo atrás. Eso es algo que A. J. P. Taylor captó perfectamente. El realismo político constata que los Estados defienden sus intereses sobre una base de relaciones de poder, y son esas relaciones de poder – y no los buenos o malos sentimientos – los que definen la política exterior. La Segunda Guerra Mundial no fue una excepción a esta regla, si bien es forzoso reconocer que el carácter odioso del nazismo invita, de forma retrospectiva, a retratar este conflicto como la “buena guerra” (the good war) por excelencia. Lo que nos sitúa ante un dilema clásico de la filosofía moral. ¿Hasta qué punto la violencia y la guerra pueden ser “morales”?
Esta cuestión puede abordarse desde la llamada “ética de las intenciones” y la “ética de las consecuencias”. Se denomina “consecuencionalismo” – o ética teleológica – a la idea según la cual la corrección o incorrección de una acción viene determinada por su resultado final, con prevalencia sobre las intenciones o los medios empleados. Esta perspectiva nos sitúa ante los aspectos más problemáticos del belicismo búmer.

Si aplicamos el criterio consecuencionalista al “combate moral” de la Segunda Guerra Mundial, podemos concluir que los bombardeos de alfombra sobre poblaciones civiles y las bombas en Hiroshima y Nagasaki fueron “morales”, en tanto estaban ordenados al bien superior de la derrota del Eje. De la misma forma, la decisión de las democracias de declarar la guerra a Alemania, aunque estuviera determinada por intereses y cálculos de poder, sería “moral” en cuanto encaminada al mismo bien superior. Pero en este debate de grandes dimensiones lo que atrae nuestra atención no es tanto la cuestión de fondo, sino el uso espurio de la narrativa.[27]

Si llevamos la ética de las consecuencias a su extremo (“consecuencionalismo maximizador”) y utilizamos con soltura el juego de las analogías – cualquier desafío que se plantee a occidente nos sitúa en los años 1930 – nos encontramos en un escenario inquietante: cualquier guerra decidida por el “campo del Bien” – esencializado en el bloque angloamericano – será intrínsecamente “moral”, en cuanto estará ordenada al bien superior de derrotar a un “Hitler” que no cesa de reencarnarse una y otra vez. Consecuentemente, cualquier alternativa a la guerra será “inmoral”, en cuanto supone una renuncia al bien moral superior (la derrota del Hitler de temporada). Entramos entonces en el lenguaje orwelliano de las “buenas guerras” y bombardeos democratizadores.[28]

Evidentemente, no hubiera sido tan fácil construir esta narrativa en base a unas ideas – las de A.J.P Taylor – ajenas al moralismo tóxico y a los enfoques binarios. Sus tesis sobre los orígenes de la guerra eran ciertamente discutibles – de hecho, causaron escándalo en su día – pero a nadie se le habría ocurrido tildar a A.J.P. Taylor de “nazi”. El nivel desde entonces no ha hecho más que descender. A los E. H. Carr y A. J. P. Taylor de ayer sucedieron los Michel Burleigh y Niall Ferguson de hoy, y eso es lo que hemos perdido.

Call of Duty

Deconstruir la memoria histórica bumer no significa darle la vuelta a la historia, no significa invertir la apreciación entre los “buenos” y los “malos”. El revisionismo que reivindica a los vencidos – o que relativiza o niega sus políticas de exterminio – no hace sino reforzar al régimen de la Verdad búmer, en cuanto le permite fingir que su archienemigo sigue vivo. Defender lo indefendible no es deconstruir al régimen de la Verdad búmer, sino reforzarlo.
Deconstruir la memoria búmer de la Segunda Guerra Mundial significa, sobre todo, restaurar el carácter complejo de la historia y resistirse a su transformación en “relato”. La proyección anacrónica de ese relato – su uso fraudulento y las analogías que de ahí se derivan, tales como el socorrido “retorno de los años 1930” – han legitimado una barra libre geopolítica y una sobreexplotación emocional para los intereses más cínicos. Se trata de un instrumento de dominación. Lo cual nos sitúa ante la peculiar configuración de la psicología búmer.

La “vergüenza de Múnich” nunca habría sucedido si el búmer hubiera estado allí, faltaría más. El búmer es un sietemachos retrospectivo. La guerra es para él un reality show, algo que ve en la pantalla, algo que jalea desde el sofá o en el teclado de un ordenador. La guerra es algo que siempre les pasa a los otros, en otra dimensión, lejos de su burbuja de confort.
Los bumer fueron la primera generación televisiva de la historia. No en vano perpetraron eso que Jean Baudrillard llamó en su día el “crimen perfecto”: la disolución de la realidad y su sustitución por el simulacro. La guerra es un Call of duty, hay aquí una pérdida del sentido de realidad. A los búmer les sale gratis envalentonarse con las vidas de otros, les sale gratis inflar el pecho y cubrir de oprobio a quienes – como Neville Chamberlain – solo intentaron evitar una guerra que causó 55 millones de muertos. Unos muertos a los que hoy nadie va a preguntar su opinión.

Decía Friedrich Nietzsche que aquél que lucha contra monstruos, debe velar por no convertirse en uno. Al resucitar por doquier a los monstruos del siglo XX y al proyectarlos sobre todas las realidades, el régimen de la Verdad bumer adquiere los perfiles de un monstruo, el último de aquél siglo.
Al régimen de la Verdad bumer le pone nervioso escuchar todo esto. Su reacción suele ser la previsible: dar la alarma ante la presencia del Maligno (los nazi-comunistas, los bolche-zaristas, los islamo-fascistas, etcétera) o denunciar el “revisionismo”. Pero la escritura de la historia está hilvanada de contextualizaciones y – ¿por qué no? – también de revisionismos. No se entiende por qué el relato bumer debería estar exento de unas y otros, como si de un dogma religioso se tratase. Tras el proclamado “fin de la historia” el régimen de la Verdad búmer se esclerotizó, se fosilizó y se convirtió en una letanía de simplezas absolutas. Los signos distintivos de una fase terminal.

__________________________

[1] Afirmaba Donald Trump en un discurso en Fort Bragg (15 de mayo 2025): “Rusia celebraba. Francia celebraba. Todo el mundo celebraba menos nosotros ¡que somos lo que ganamos la guerra! Ellos ayudaron, pero sin nosotros hablarían alemán y quizá japonés”-
[2] Life is beautiful (1997) de Roberto Begnini. El film no alude a Auschwitz de forma explícita, pero sí de manera indirecta al situar la acción en un campo de exterminio. En realidad, este tipo de campos (seis en total) se encontraban en Polonia y fueron todos liberados por el Ejército Rojo.
[3] Más de la mitad de las pérdidas soviéticos fueron bajas civiles, entre las cuales un alto porcentaje de víctimas directas del ensañamiento alemán. A título de ejemplo, solo en Bielorrusia se baraja la cifra de 2.230.000 muertos, lo que supone un 25% de la población de esa república. Las represalias por la actividad partisana en esa zona incluyeron la destrucción de más de 620 aldeas con 83.000 personas quemadas vivas en estructuras de madera – almacenes, escuelas e iglesias. Es el “Hiroshima bielorruso” retratado en la obra maestra “Ven y Mira” (1985) del director ruso Elem Klimov, (posiblemente el mejor film bélico de la historia) basado en las obras testimoniales del escritor Alés Adamovich. Más conocidas en occidente son las masacres del mismo tipo perpetradas por los alemanes en otros puntos de Europa, como en Lidice (Checoslovaquia, 1942) y Oradour-sur-Glane (Francia, 1944).
[4] Rubén Villamor, La Segunda guerra sino-japonesa (1931-1939). El frente de China. Volumen 1. HRM Ediciones 2020, pp. 9-11.
[5] John Dower, War Without Mercy, Pantheon 1987). Rana Mitter, Forgotten Ally: China´s World War 1937-1945, Mariner Books, 2014. Rubén Villamor, Obra citada.
[6] Norman Davies, Europe at War 1939-1945. No Simple Victory. Macmillan 2006, p. 35
[7] Mark Edele, Estalinismo en guerra 1937-1945. Desperta Ferro Ediciones 2022, pp. 139 y 135.
[8] “La evacuación de personas y máquinas que tanto habían contribuido al caos de 1941, fue la medida que ganó la guerra, a pesar de todas las pérdidas, el despilfarro y la resistencia que encontraron los equipos de desmantelamiento”. Mark Edele, Obra citada, p. 141.
[9] David Glantz, Jonathan M. House, When Titans clashed. How the Red Army stopped Hitler. University Press of Kansas 2006.
[10] Olivier Wieviorka, Historia Total de la Segunda Guerra Mundial, Editorial Crítica 2025, pp. 510-513. Señala Wieviorka que, contra lo que suele pensarse, la ayuda angloamericana fue más civil que militar y gran parte de esta última resultó poco apta o decepcionante
[11] “El Führer, primera víctima de su ideología, había obviado el principio cardinal de la concentración de fuerzas, al creer que la Unión Soviética se hundiría a la primera arremetida. Por tanto, había optado por dejar cuarenta divisiones en el frente occidental cuando habrían sido mucho más útiles en el oriental, sobre todo si había resuelto llevar a cabo en dos tiempos la campaña contra la URSS”. Olivier Wieviorka, Obra citada, p. 213.
[12] Tesis desarrollada por el historiador español Fernando Paz en: Radiografía de Barbarroja. Un análisis multidimensional de la invasión de Rusia, HRM Ediciones 2024. Entrevista en youtube: https://www.youtube.com/watch?v=OHcgm88Y2Fk
[13] Mark Edele, Obra citada, p. 135.
El número de víctimas civiles alemanas se cifra entre 600.000 y un millón.
[14] John Dower, War Without Mercy, Pantheon 1987.
[15] Mucho se ha publicitado la ola de violaciones desencadenada por los soldados del Ejército Rojo al fin de la guerra, pero sólo a partir de 2006 comenzaron a aparecer estudios sobre las violaciones perpetradas por los soldados norteamericanos. En 2007 un estudio del criminólogo norteamericano J. Robert Lilly las cifró en 14.000 (J. Robert Lilly, Taken by force. Rape and American Gis in Europe in WWII. Palgrave Macmillan 2007). La historiadora alemana Miriam Gebhardt estima en 190.000 las mujeres alemanas violadas por militares norteamericanos entre 1945 y 1955, año en el que la RFA ganó su independencia (Miriam Gebhardt, Als die Soldaten kamen. Die Verwaltigung deutscher Frauen am Ende des Zweitens Weltkrieges. Pantheon Verlag, 2016). Como consecuencia de la venganza de los aliados – soviéticos, polacos, checos, americanos y otros occidentales – se estima que perecieron un total de 9 millones de alemanes (civiles y prisioneros) en lo que fue la mayor limpieza ética de la historia, que afectó a 15 millones de personas.
[16] Charles Zorgbibe, Historia de las Relaciones Internacionales. 1. De la Europa de Bismarck hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Alianza Universidad 1997, pp. 577-578.
[17] Gérard Araud, Histoires Diplomatiques. Lecons d´hier pour le monde d´aujourd´hui. Grasset 2022, p. p. 226.
[18] Richard Overy/Andrew Wheatcroft: The Road to War, Penguin 1999, p. 241.
[19] Álvaro Lozano, Operación Barbarroja. La Invasión Alemana de Rusia. Inédita Editores 2006, pp. 25-26.
En su obra sobre los orígenes de la Segunda Guerra mundial (1961), el historiador británico A J. P. Taylor critica la incompetencia de las elites británicas y francesas: primero apoyaron a Checoslovaquia y luego la obligaron a rendirse. Después, animaron a los polacos a resistir – pensando que eran militarmente formidables– y ningunearon a los rusos, a los que consideraban agresivos pero débiles. Fue precisamente el deseo de paz de Rusia – y el rechazo de los británicos y franceses a ofrecerles una alianza que garantizase su seguridad – lo que condujo al pacto Molotov-Ribbentrop. Sin embargo, una alianza franco-rusa sostenida por garantías británicas – señala A.J.P. Taylor – era perfectamente posible en 1939. El fracaso a la hora de conseguir esto “fue uno de los mayores desastres diplomáticos en la historia del mundo”. “The Origins of the Second World War by A. J. P. Taylor: a Military Times Classic”
[20] Churchill fue un feroz oponente de Chamberlain, no cabe duda. Pero en el discurso que pronunció en el Parlamento en noviembre 1940, con motivo de la muerte de su rival, el líder tory declaraba lo siguiente: “le cayó en suerte a Neville Chamberlain, en una de las supremas crisis del mundo, el ser contrariado por los acontecimientos, el verse decepcionado en sus esperanzas, el ser engañado y traicionado por un hombre malvado. Pero ¿cuáles eran esas esperanzas en las que se vio decepcionado? (…) Estas estaban seguramente entre los más nobles y benevolentes instintos del corazón humano – el amor por la paz, la lucha por la paz, la persecución de la paz”. Churchill, al menos en este discurso, mostró una generosidad que es impensable en sus hooligans del siglo XXI. Geoffrey Wheatcroft, Churchill´s Shadow. An Astonishing Life and a Dangerous Legacy. The Bodley Head 2021, p. 218.
[21] Michael Burleigh: Moral Combat. Good and Evil in World War II, HarperCollins 2011.
[22] John Pilger, The New Rulers of the World. Verso 2016, p. 96.
Paralelamente al régimen de sanciones se decretó sobre Iraq un “régimen exclusión aérea”. Entre 1998 y 1999 las aviaciones norteamericana y británica efectuaron 24.000 misiones de combate, lo que supone que había bombardeos casi a diario. Esta fue la mayor campaña aérea angloamericana tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, prácticamente ignorada por los medios occidentales. (Obra citada, p. 79).
[23] A. J. P Taylor, The Origins of the Second World War, Penguin 1991.
Editado por Gordon Martel: The Origins of the Second World War Reconsidered. The A J. P. Taylor debate after twenty-five years. Routledge 1986.

Esta fue también la tesis desarrollada en los años 1960 por el historiador alemán Fritz Fischer en un famoso estudio sobre la Primera Guerra Mundial; una contienda que fue, según él, consecuencia de la política beligerante y militarista del II Reich. En misma línea la llamada “Historia social de Alemania” (Hans Rosenberg) defendía que el nazismo no era un fenómeno extravagante al “camino alemán”, sino una consecuencia del mismo.
[25] La amalgama nazismo-comunismo daría su juego en los países ex-socialistas antes de su incorporación a la Unión Europea. Confrontados a las “políticas de la memoria” promovidas por el Parlamento Europeo, desde algunos de esos países se impulsó la etiqueta de “totalitarismo” para vehicular una condena conjunta del nazismo y del comunismo, lo que tenía poco de inocente. Con esta maniobra se buscaba diluir la memoria de la colaboración (de diversa intensidad) de la que los nazis se beneficiaron en esos países. Unos países que tras la caída del muro de Berlín se postulaban, ante todo, como víctimas del comunismo. La sola mención a la colaboración con los nazis llegó a ser criminalizada en algunos casos.
[26] Los responsables de la propaganda británica no pudieron menos que alarmarse: “la hemos empleado al máximo en nuestra propaganda europea (la Carta del Atlántico) pero no hay prueba alguna de que haya resultado eficaz”. Olivier Wieviorka, Historia Total de la Segunda Guerra Mundial, Ediciones Crítica 2025, p. 289-290.
[27] Las conmoraciones institucionales de Hiroshima y Nagasaki resultan obscenas en cuanto omiten cuidadosamente las referencias al crimen de guerra y su autoría, de forma que la tragedia se presenta de forma abstracta, como si se tratara casi de catástrofes naturales. Según el relato angloamericano estos bombardeos “salvaron millones de vidas” (lo que los convertiría en una gesta humanitaria por la que hay que dar las gracias). Que esta mendacidad siga siendo de uso corriente revela la dimensión del lavado de cerebro operado desde 1945.
[28] Un ejemplo de este moralismo belicoso lo tenemos en el premier Tony Blair. En vísperas del ataque a Yugoslavia en 1999 declaraba: “hemos aprendido dos veces antes en este siglo que el apaciguamiento (appeasement) no funciona. Si dejamos que un malvado dictador permanezca impune, tendremos que gastar infinitamente más sangre y recursos para pararle después” (Chicago, 22 abril 1999). Señala el historiador británico Geoffrey Wheatcroft: “esto no fue de hecho lo que dijo Churchill, que en ningún momento de los años 1930 abogó por ataques previos ni guerras preventivas”. En un comentario laudatorio a un discurso de Blair, señalaba en 2001 el historiador Niall Ferguson: “puede que el imperialismo sea una palabra sucia, pero cuando Tony Blair hace esencialmente un llamamiento a la imposición de los valores occidentales – la democracia y demás – este es realmente el lenguaje del imperialismo liberal. La globalización política es sólo una palabra atractiva para…imponer tus ideas y tus prácticas sobre los otros. Solo América puede dirigir este nuevo mundo imperial” (citado en: John Pilger, The New Rulers of the World, Verso 2016, p. Xvi y p. 160).
Otro conspicuo invocador de las analogías de Múnich y Churchill ha sido el político israelí Benjamin Netanyahu a lo largo de toda su carrera. En 1992 escribía en el New York Times: “estamos en 1938 e Irán es Alemania”. Geoffrey Wheatcroft, Churchill Shadow, an Astonishing Life and a Dangerous Legacy. Penguin Random House 2021, pp. 479-480 y p. 493.


En una época de “guerras culturales” no podía faltar la guerra de generaciones. La generación búmer está en la diana. El vapuleo a los búmer (boomer bashing) ya es un clásico, un rito de paso para muchos jóvenes que se asoman a un horizonte de precariedad, de atomización social y desarraigo. Contemplados como una generación mimada por la historia, señalados como los beneficiarios de unas ventajas que desaparecerán con ellos, los búmer no despiertan grandes simpatías entre sus sucesores. La cuestión que se plantea es: ¿fueron la peor generación de la historia?
La era bumer toca a su fin, y eso no se circunscribe al hecho – inevitable – de la extinción biológica. Hablamos aquí de algo más amplio: del agotamiento de su régimen de la Verdad, de la crisis terminal de un paradigma cultural, social y político que surgió en la segunda mitad del siglo XX y que ha dominado casi indiscutido hasta nuestros días. La cuestión es saber hasta qué punto el tránsito será pacífico.

Ok búmer

La expresión “ok boomer” hizo su aparición en la cultura de Internet en la segunda década de este siglo y fue popularizada, entre otros, por la periodista Taylor Lorenz en un artículo en el New York Times sobre “el fin de las relaciones generacionales amigables”.[1] Pero en realidad las relaciones generacionales habían dejado de ser amigables mucho antes, y en eso los bumer fueron pioneros. ¿Qué fue la gran revolución cultural de los años 1960 – el crisol del régimen de la Verdad bumer – sino una guerra entre generaciones?
Los bumer fueron los primeros en romper con eso que Edmund Burke llamó “el contrato de la sociedad eterna”, es decir, la idea según la cual ninguna generación puede atribuirse un poder tiránico sobre las generaciones del pasado y del futuro. El mundo bumer se alzó sobre el desprestigio, la ridiculización y el descrédito de las generaciones precedentes, si bien una de ellas – la “gran generación” de la segunda guerra mundial – sería rehabilitada a partir de 1989, a efectos geopolíticos y de forma bombástica (también literalmente). En cualquier caso, a los bumer les toca hoy recoger algo de lo que en su día sembraron, si bien con menos acritud de la que ellos mostraron con sus mayores. Más que una impugnación frontal y dialéctica, la expresión “ok bumer” denota una displicencia burlona, un pasar de largo o “no me vengas con monsergas”.

¿Son realmente los bumer la peor generación de la historia?

Observemos el pliego de cargos. Los agravios materiales encabezan la lista: se les acusa de acaparar la propiedad inmobiliaria, de absorver el dinero de las pensiones, de beneficiarse de un Estado de bienestar con aspecto de pirámide de Ponzi, de constituir unas “clases pasivas” que, en virtud de su peso demográfico, funcionan como un tapón para el cambio. Estas quejas son comprensibles en unas generaciones que van a vivir peor que sus padres, y que – con la excusa de salvar el planeta – son preparadas para ello por una indecente glamourización de la pobreza, administrada – entre otros – por los búmers-in-Chief del foro de Davos y su padre totémico, Klaus Schwab. Pero más allá del catálogo de agravios, lo que nos interesa aquí es la configuración psicopolítica del búmer.

En un artículo publicado en Esquire y referido a los Estados Unidos, el periodista Paul Begala escribía en 2017 que los bumer son “la generación más narcisista, más egoísta, más interesada, más insolidaria, más auto-indulgente y más dada al autobombo de toda la historia americana”. Tras compararlos con una plaga de locustos que devoran todo a su paso y dejan una tierra baldía, señalaba este autor que “en cada momento crítico los bumer han preferido el presente al futuro; y se han colocado a ellos mismos por delante de sus padres, por delante de su país, por delante de sus hijos y por delante de nuestro futuro”.[2] Su pecado capital – el peor que una generación pueda cometer, según Begala – es el egoísmo.
Pero la de Paul Begala no es una crítica conservadora. A su modo de ver, los mejores momentos de los búmer fueron precisamente los años 1960, cuando parecía que los jóvenes se preocupaban por la injusticia en casa y por la guerra en el exterior, por la igualdad racial, por el combate por la ecología, por la lucha contra los prejuicios…

Vicios privados, virtudes públicas

Todo búmer que se precie debe blasonar de un pasado ultra-izquierdista, de su paso desde la – ¡oh cuan generosa! – juventud revolucionaria a la – ¡oh cuan juiciosa! – madurez “centrada” (a derecha o a izquierda). Lo cierto es que salvo casos muy radicales (que acabaron más mal que bien) el ultraizquierdismo búmer fue un fenómeno perfectamente conformista, gregario y que nadaba a favor de la corriente. Su aportación real fue adaptar la izquierda a las condiciones culturales del capitalismo de consumo, un proceso en el que la “revolución de 1968” fue, como se sabe, el pistoletazo de salida. A medida en que los búmer se hacían mayores – y cuando el idealismo de los años 1960 hubiera requerido sacrificios reales – el espíritu hippy fue confinado al baúl de los recuerdos y el idealismo dejó de estar de moda. Tras infestar los años 1970 de drogas, de enfermedades de transmisión sexual, de música disco y de pantalones campana, los búmer desembarcaron en los años del neoliberalismo y de la (mal llamada) “revolución conservadora”.

Los años 1980 fueron, indudablemente, la edad de oro búmer, la época en la que esta generación mimada por la historia se retrató de cuerpo entero. Señala Begala en su artículo que las mismas élites búmer que en los años 1960 se encadenaban en sus aulas para no ir a Vietnam (mientras los pobres y las minorías se exponían a ir a recibir un tiro), usaron después su educación de élite para enviar a las colas del paro a los que sobrevivieron aquella guerra. Ronald Reagan tuvo más apoyos entre los búmer que entre los americanos de mayor edad, que tal vez percibían de forma instintiva el egoísmo de aquella supuesta “revolución conservadora”. La era Thatcher-Reagan disparó una orgía de avaricia alimentada por una montaña de deuda y por la liberación de esos “vicios privados” que, según la conocida máxima de Mandeville, aseguran las virtudes públicas. Dicho de otro modo: pisotea a tu vecino, despide a tus trabajadores, deslocaliza, flexibiliza, financiariza y construye una economía que es un pozo para muchos y un filón para unos pocos.

El bumerato liberal-conservador del siglo XXI suele remitirse con nostalgia a los años 1980 y a la improbable simbiosis ideológica entre Juan Pablo II y Ronald Reagan (el “reaganopapismo”). Pero mal que les pese a esas almas piadosas, Margaret Thatcher y Ronald Reagan no fueron una enmienda a la revolución de 1968 sino su consumación definitiva. El “lado Lennon” del régimen de la Verdad búmer – liberación de los vínculos tradicionales y goce individual sin barreras – encontró en el capitalismo desbocado su sistema perfecto, mientras que la derecha, inspirada en Hayek y sus teorías de sofá, evacuaba de facto las ideas cristianas de bien común y de justicia social. La feligresía liberal-conservadora no quiere ver que el llamado “libre mercado” alberga una contradicción de base: su dinámica le impulsa a erosionar las instituciones sociales de las que en el pasado dependía, y la decadencia de la familia tradicional es un ejemplo clave.[3] Tras liberarse del pasado, a través de la deuda y el déficit los búmer procedieron a liberarse del futuro.

La fe del converso

Una trama especialmente picante en toda esta historia es la del reposicionamiento de la intelectualidad progresista. Los “vicios” de los que hablaba Mandeville (expresión inadecuada por peyorativa) emergieron por aquí y por allá travestidos de formas más nobles: el “cuidado de sí” (lenguaje foucaltiano para búmers de izquierda) o la “libertad de elegir” (lenguaje economicista para búmers de derecha). La izquierda clásica (obrera o marxista) fue desguazada y reconvertida en una izquierda moral, sentimental, antirracista, derecho-humanista, todo ello mientras se constataba que “la avaricia es buena”, que favorecer a los ricos tiene un “efecto derrame” y que todo lo que no venga dictado por el Mercado es “camino de servidumbre”.

Todo este Bildungsroman búmer – el desengaño de las utopías izquierdistas y la asunción de las verdades capitalistas – se presentaría más tarde como lo propio de unas vidas normalmente vividas, como la demostración de que “hay un tiempo para cada cosa”. En los casos más narcisistas este tránsito ideológico sería memorializado con tintes épicos. Pero no hubo quiebra, sino evolución armoniosa y coherente. Los búmer caminan del lado ganador. Cuando en 1989 cayó el muro de Berlín ya estaban todos colocados en el Lado Bueno de la Historia. Entonces llegó Fukuyama (la versión “Macdo” de Hegel, según Enmanuel Todd) y proclamó el Fin de la Historia. El régimen de la Verdad búmer desplegó su configuración definitiva: liberalismo de las costumbres (lado positivo/lado Lennon) + liberalismo geopolítico hipermusculado (lado negativo/lado Winston). Los dos pilares de la popperiana “sociedad abierta” como estación final de la aventura humana.

Entre tanto cambio de chaqueta colectivo hay algo en lo que los búmer mantuvieron el temple y el estilo: en su moralismo chillón y soflamero, acentuado si cabe tras su conversión al orden neoliberal. Un orden – el “fin de la historia” y la pax americana– al que los búmer aportaron la fe del converso. Pudo verse entonces a ex-marxistas althuserianos trocados en gurús neocones, a ex-maoístas convertidos en pasionarias liberales, a ex-comunistas de variado pelaje poseídos por el espíritu de Hayek y a ex-antimilitaristas embriagados por los bombardeos del Tio Sam. Tanto fervor podría interpretarse, quizá, como una expiación por los pecados ideológicos del pasado; lo propio, al fin y al cabo, de una generación “profeta” (según la terminología de Strauss y Howe). Pero sabido es que allí donde prospera la moral, decae el entendimiento. El maniqueísmo intelectual de los búmer haría estragos en el pensamiento, en la política, en las relaciones internacionales.

Generación desastre

Comencemos por las relaciones internacionales. La expresión “enanos sobre hombros de gigantes” parece pensada para la generación búmer. Eso dicen al menos sus detractores, muchos de los cuales – tal vez los más acerbos – son búmers ellos mismos. En sus comentarios sobre la política internacional de su generación escribía el historiador británico Tony Judt en 2010, poco antes de su muerte:

“soy más o menos de la misma edad que George W. Bush, Bill Clinton, Hillary Clinton, Gerhard Schröder, Tony Blair y Gordon Brown, una generación bastante cochambrosa (a pretty crappy generation) si te paras a pensarlo. Crecieron en un mundo que no les planteó elecciones difíciles, ni económicas ni políticas: no había guerras en las que pudieran luchar, no tuvieron que ir al Vietnam. Crecieron pensando que, hicieran lo que hicieran, no habría consecuencias desastrosas”. Pero consecuencias desastrosas las hubo. Concluía Tony Judt: 
“si la generación que luchó en la guerra de Churchill fue realmente admirable, mi generación ha sido catastrófica”.
En un tono parecido escribe el historiador Geoffrey Wheatcroft: “al contrario de la guerra de Churchill – que comenzó como un desafío heroico hasta que, tras largos sufrimientos, surgió la victoria – la aventura de Irak emprendida por esa generación-basura empezó con una victoria sin esfuerzo. La real magnitud del desastre emergió solo gradualmente”.[4]

A tenor de estos autores tras la “gran generación” (the greatest generation) vino la peor generación (the crappiest generation). ¿Cuál es el balance geopolítico de esta generación-desastre?
Las generaciones pre-búmer pelearon la segunda guerra mundial y concluyeron la guerra fría. La generación búmer, que no había luchado en ninguna guerra, arruinó la posguerra fría y dilapidó una oportunidad inédita para forjar un orden internacional distinto, algo más seguro y algo menos injusto. Y lo hizo por esa hubris que afecta a los tontos y les susurra en los oídos “seréis como dioses”. Los búmeres en jefe asumieron su misión providencial, la de empujar al mundo hacia el “fin de la Historia”: el suyo. Los búmeres en jefe buscaron su “buena guerra”, fantasearon con derrotar a “monstruosas tiranías nunca sobrepasadas en el oscuro y lamentable catálogo de crímenes humanos” (dicho con prosopopeya winstoniana). Todo esto pensaban hacerlo – faltaría más – de forma aséptica y quirúrgica, sin el sufrimiento de sus predecesores, desde pantallas de ordenador y televisándolo como un reality show. Todas las guerras del futuro serían como la primera guerra del Golfo (o al menos eso pensaban). Pero los émulos de Roosevelt y Churchill se llamaban George W. Bush y Tony Blair. ¿Qué podía salir mal?

Según la manida frase de Marx, la historia solo se repite como caricatura. En su vapuleo de la generación búmer Paul Begala no duda en señalar a George W. Bush como “el verdadero, el clásico político búmer”, un hijo de papá no muy brillante protegido por el poder y por el dinero de su familia. Un presidente que fijó el rumbo de su país hacia una cascada de fiascos geopolíticos sin precedentes, lo que luego no le impidió predicar meritocracia a los jóvenes que quisieran escucharle. ¿Es George W. Bush realmente el rostro político de la generación búmer?
Esa es una idea no descabellada, en cuanto Bush junior parece encarnar dos características específicas: en primer lugar, una visión hollywoodiense de los Estados Unidos como principal acontecimiento de la historia universal; en segundo lugar, una forma de debilidad mental que se manifiesta también en el plano fisiognómico. El rostro ausente de Biden y las patochadas de Trump simbolizarían, en ese sentido, la clausura definitiva de la era búmer.

Deshonestidad intelectual

Hay una deshonestidad intelectual específica en el régimen de la Verdad búmer. Un ejemplo lo tenemos en la construcción de Winston Churchill como héroe búmer por excelencia. Revisar ese mito no implica demonizar al personaje ni “cancelarlo” desde cánones moralistas y políticamente correctos. De lo que se trata es de restituirlo en su contexto, más allá de la propaganda neocon que lo ha convertido en una especie de “héroe Marvel”. ¿Fue Churchill el primer neocon? Veamos.[5]
Existe un revisionismo de izquierdas que critica al líder tory por su imperialismo, por su racismo congénito, por su responsabilidad en una hambruna que causó en Bengala tres millones de muertos. Pero los guardianes del mito – académicos de centro-derecha, en su mayoría– niegan ese racismo y señalan que esa no es la forma correcta de ver las cosas. Según la cosmovisión centro-derechista Churchill es un santo custodio del orden liberal, un paladín de la “sociedad abierta”.[6] 

¿Cómo se ha podido llegar a esa impostura?

El culto a Churchill fue in crescendo a medida que la generación búmer accedía a puestos de responsabilidad, hasta convertirse en una idolatría que alcanzó su cénit tras la proclamación en 1989 del “fin de la historia”. El mito churchilliano adquirió entonces el rango de revelación suprahistórica, de visión del mundo que dice: “todo adversario es un enemigo; todo enemigo es Hitler; Hitler debe ser aplastado”. Este razonamiento por analogías – muy propio de los intelectuales mediocres – es el argumentario socorrido de quienes piensan que la historia debe detenerse donde a ellos les conviene: en el momento unipolar de la pax angloamericana. El pilar ideológico y emocional de todo esto es, como ya sabemos, la política de la memoria creada en torno a la Segunda Guerra Mundial. ¿Dónde está la trampa?

Como hemos visto anteriormente, la trampa está en la visión búmer de esa guerra como una lucha entre la Ilustración y los nacionalismos, entre las identidades individuales (la ciudadanía) y las identidades colectivas (las tribus y las patrias), entre la “sociedad abierta” y sus enemigos. Pero esta es una proyección ideológica anacrónica. El Churchill de la vida real fue un imperialista británico que paradójicamente – y bien a su pesar– terminó enterrando el susodicho Imperio. Como miembro de la clase dirigente, Churchill era un furibundo anticomunista que no tenía reparos en elogiar a Mussolini; era un darwinista social y un supremacista blanco, ahito de desprecio por las razas “inferiores”. Sus decisiones contribuyeron a exacerbar una hambruna que causó en la India tres millones de víctimas.[7] Pero en todo eso Churchill era un hijo de su época, como lo eran los británicos, los norteamericanos, los polacos, los yugoslavos y todos los que en aquella guerra combatieron por sus países, y no por constructos tipo “la libertad” y las sociedades abiertas más o menos popperianas. Pero la visión brochagordista de la guerra como cruzada moral – del liberalismo contra el nacionalismo, se entiende – ha pretendido cancelar a las naciones, ha criminalizado el patriotismo y ha puesto a Churchill y su memoria al servicio de John Lennon y sus sandeces.

En el siglo XXI las patrias y las naciones vuelven por sus fueros. El piélago de ficciones y de mentiras se derrite ante una realidad demasiado solar como para ser cancelada. Lo que nos lleva a otro insigne producto del maniqueísmo búmer, y a las “guerras culturales” del siglo XXI.

El hijo tonto

El movimiento “woke” irrumpió en los años 2020 como una “causa general” contra la herencia cultural de occidente, acusada de sexista, de racista, de colonialista y de todos los pecados imaginables. Entre las explicaciones de esta oleada de histeria sobresale, a nuestro juicio, la que la identifica como una forma de religión milenarista, como un puritanismo desbridado y llevado al extremo.[8] Pero este fenómeno solo podía prosperar en el terreno previamente abonado, fertilizado por el régimen de la Verdad búmer. El wokismo es el último retoño de ese piélago de mitos, de ficciones y mentiras más o menos conscientes. Es su vástago degenerado y grotesco, su fin de raza.
Se produce entonces un fenómeno curioso: un cisma en el régimen de la Verdad búmer. Mientras la bumerada de izquierdas mira a su criatura con ojos tiernos (o al menos comprensivos) la bumerada de derechas reniega del hijo tonto y le declara la guerra cultural. Llegados a este punto se nos plantean varias preguntas provocadoras:

¿Y si el problema no fuera el wokismo, sino el régimen de la Verdad bumer? ¿Y si el wokismo fuera más inocuo que el régimen de la Verdad búmer? ¿Y si los “woke” fueran más genuinos (más humanamente preferibles) que la derecha búmer?

Hay varias cosas por desembalar aquí.

Los “woke” son los últimos creyentes – por el lado “positivo” o “lennoniano” – del régimen de la Verdad búmer, al que llevan hasta sus más delirantes consecuencias. Pero hay aquí una paradoja: gran parte de sus componentes ideológicos – tales como el énfasis en las identidades y la recuperación de la idea de “raza”– son un retorno freudiano (con una venganza) de aquellos aspectos de la naturaleza humana que habían sido negados, no ya por la izquierda progresista, sino por el centro-derecha búmer. Sabido es que el centro-derecha aspira a sustituir la política por la gestión (y aquí tintinean las treinta monedas). Este es un sueño de tecnócratas, de burgueses de sueño plácido y de propietarios temerosos del potencial conflictivo de la política. Su estrategia es la de adaptarse continuamente y sacar el mejor provecho de cada situación. Ellos no quieren que la vida sea un drama. Por eso el centro-derecha se siente cómodo en el “fin de la historia” posmoderno, con su utopía ilustrada de individuos “libres e iguales” unidos tan solo por vínculos contractuales.

Pero al retomar las ideas de razas e identidades, los woke ponen al menos de relieve que hay ahí una tensión política y social no resuelta. Lo hacen además con un espíritu de confrontación que contrasta con la tibieza blandengue de quienes arrojan la piedra y esconden la mano. Como en el giro inesperado de un thriller, hay en esta historia culpables que no aparentaban serlo; hay un centro-derecha búmer que pasaba por allí y que no es nada ajeno a todo este asunto. ¿Cuál es el secreto mejor guardado?
Es preciso comprender que la salud política del mundo búmer se mide no por el estado de la izquierda, sino por el del centro-derecha (del conservadurismo mainstream, si se prefiere). Con su textura flácida de saco receptor de golpes y humillaciones, el centro-derecha búmer es la argamasa del sistema, es el lugar donde toda crítica seria es amortiguada, toda indignación pasteurizada, toda reacción despojada de peligro. Entre la agresividad de la izquierda y el conformismo del centro-derecha hay mucho de la dinámica “policía bueno/policía malo”. Pero es siempre el policía bueno el que sostiene la charada.[9]

_______________________________

[3] La fragilidad y decadencia de la familia tradicional – escribe John Gray – se incrementó durante la era Thatcher (…) las asociaciones profesionales, las autoridades locales, la ayuda mutua y las familias estables eran impedimentos para la movilidad y el individualismo (…) limitan el poder de los mercados sobre la gente. La instauración del libre mercado no puede evitar el debilitarlas y destruirlas”. John Gray, John Gray, False Dawn, The delusions of global capitalism. Granta.
[4] Tony Judt, London Review of Books, 25 marzo 2010. Citado en: Geoffret Wheatcroft, Churchill´s Shadow. An Astonishing Life and a Dangerous Legay, Penguin Random House2021, pp. 487-488.
[5] Entre la oceánica bibliografía sobre Churchill destaca la biografía oficial (siete volúmenes) a cargo de su hijo Randolf y del historiador Martin Gilbert. Entre las hagiografías estándar destacan: Geoffrey Best: Churchill, A Study in Greatness (2001); Roy Jenkins: Churchill, A Biography (2001), y Andrew Roberts: Churchill, Walking with Destiny (2018). El libro de Boris Johnson The Churchill factor es una banal instrumentalización a fines políticos y personales. Entre las visiones críticas desde la derecha, que acusan al líder tory de ser el enterrador del Imperio británico, destacan: John Charmley, Churchill: The End of Glory, (1993); y Patrick J. Buchanan: Churchill, Hitler and the Unnecesary War: How Britain Lost the Empire and the West Lost the World, (2009). Desde la izquierda, Geoffrey Wheatcroft: Churchill’s Shadow. An Astonishing Life and a Dangerous Legacy, 2021; y Tariq Ali: Winston Churchill. His Times. His Crimes. 2023, un furibundo ataque desde una perspectiva anticolonial.
[6] Un ejemplo de esta deshonestidad académica lo tenemos en Niall Ferguson, historiador cortesano que es, según Geoffrey Wheatcroft, “un ejemplo de esa nueva hornada de “hackademics” (académicos online) televisivos y, en sus propias palabras, un miembro bien pagado del “gang neoimperialista””. En una entrevista-masaje al nuevo Premier David Cameron escribía Ferguson en 2012: “el sueño del joven Primer Ministro es un sueño auténticamente británico: un Reino Unido multi-étnico que Churchill seguramente habría aprobado”. Lo cierto es que ya al final de su carrera Churchill se quejaba de la “sociedad multicolor” (magpie society) hasta el punto de que, en la última reunion de su gabinete en 1955, señalaba que “mantener a Inglaterra blanca” (Keep England White) sería un buen eslogan para los conservadores. En relación a Ferguson, escribe Geoffrey Wheatcroft: “difícilmente se puede llegar más lejos en la fatua, y quizá cínica, separación entre el “Churchill ideal” y el hombre que en realidad fué”. (Geoffrey Wheatcroft, Churchill´s Shadow. An Astonishing Life and a Dangerous Legacy. The Bodley Head 2021, p. 517.
[7] Cuando en 1942 los japoneses amenazaron la frontera oriental de la India las autoridades británicas acordaron destruir los excedentes de alimentos, mientras la parte salvada de las cosechas se enviaría a Gran Bretaña. La hambruna resultante mató en Bengala a cerca de tres millones de personas (el “episodio más vergonzoso y escandaloso de la dominación británica”, según el historiador Anthony Beevor). Los guardianes del culto churchilliano se han volcado en exculpar al Premier británico, una difícil tarea. Ya en 1944 una comisión investigadora señaló que la hambruna “habría sido evitable” y fue consecuencia de una mala gestión. Los estudios más recientes concluyen que, en el mejor de los casos, la catástrofe fue exacerbada por las decisiones del Gabinete presidido por Churchill.
En una historia del Imperio británico publicada en 2022, la profesora de Harvard y Premio Pulitzer Caroline Elkins concluye que “en torno a tres millones de personas murieron debido a las requisiciones efectuadas en tiempo de guerra por los británicos (…) dejando con ello al descubierno la vacuidad de las alegaciones británicas sobre la forma efizcaz y benevolente con la que gestionaban su imperio”. El Secretario de Estado para la India, Leo Amery, le dijo a Churchill a la cara que no veía demasiada diferencia entre su actitud y la de Hitler.
Caroline Elkins: Legacy of Violence. A History of the British Empire. Alfred A. Knopf, 2022, p. 391.
Geoffrey Wheatcroft: Churchill Shadow. An Astonishing Life and a Dangerous Legacy. The Bodley Head 2021, pp. 280-281.
[8] Andrew Doyle, The New Puritans. How the Religion of Social justice captured the Western World. Constable 2023. También: Adriano Erriguel, Blasfemar en el Templo. Debates Irreverentes. Ediciones Monóculo 2022, pp. 349-367.
[9] Idea desarrollada por el escritor norteamericano Mike Maxwell en: The Cultured Thug Handbook. A Guide to Radical Right-Wing Thought. Imperium Press 2024, pp. 132-133.
Un estudio elaborado en 2019 por los politólogos Noam Gidron y Daniel Ziblatt pone de relieve cómo la defensa por el centro-derecha de la identidad nacional, la familia, la religión y demás valores “conservadores” cumple una función: la de servir como aglutinador interclasista para unos partidos cuyo origen está en las clases acomodadas, y que no podrían sobrevivir como meros portavoces de intereses corporativos. Noam Gidron y Daniel Ziblatt, “Center-Right Political Parties in Advanced Democracies”, Annual Review of Political Science 22 (2019), pp. 17-35.

Cuando en febrero 2025 el Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, congeló los fondos de la agencia de cooperación internacional norteamericana (USAID) algo interesante salió a la luz: Washington había financiado de forma sistemática las causas “woke” en todo el mundo. La disonancia cognitiva de los liberal-conservadores alcanzó proporciones épicas. ¿Cómo es posible que la primera potencia capitalista fuera, al mismo tiempo, la impulsora del “marxismo cultural” en todo el mundo?
Para comprenderlo es preciso poner las luces largas. Es preciso situarse en el cruce de caminos del capitalismo, del liberalismo y del régimen de la Verdad búmer. Es preciso, sobre todo, adoptar otro enfoque.

¿Marxismo cultural?

“Yo hablo de las clases sociales, las únicas que deben interesar a la historia”, escribía Tocqueville en “El Antiguo Régimen y la Revolución”. Desde un enfoque de clase se entiende mejor el régimen de la Verdad búmer. Las observaciones del crítico cultural británico Neema Parvini arrojan en este punto mucha luz. Señala Parvini:

“el régimen de la Verdad búmer puede verse como la suplantación total de los regímenes de la Verdad anteriores. Así como la Primera Guerra Mundial supuso la victoria de la burguesía sobre la aristocracia y sus ridiculizados y despreciados valores caballerescos, la segunda guerra mundial marcó la derrota final del mundo del trabajo frente al mundo del Capital. El genio del régimen de la Verdad búmer reside en su habilidad para hacer pasar este proceso – que fue impuesto desde arriba hacia abajo – como algo natural y surgido desde abajo hacia arriba, como un resultado de la voluntad de la gente, por la libertad y contra la opresión”.[1] A lo que Neema Parvini alude aquí (como el lector habrá adivinado) es al aspecto “positivo” y “lennoniano” del régimen de la Verdad búmer y a todas sus mutaciones a lo largo de décadas: el movimiento hippy, la revolución de los años 1960, la “nueva izquierda”, la contracultura, el posmodernismo, el wokismo, etcétera. En resumen, toda esa nebulosa que desde cierta derecha se etiqueta hoy como “marxismo cultural”. Un concepto que en el análisis de este crítico británico no sale bien parado.

Los fenómenos ideológicos y culturales del “marxismo cultural” – señala Parvini – no son más que “la internalización, por parte de la intelligentsia de la elite no gubernamental – es decir, por el cerebro operativo de la clase dirigente – de las ideas de los intelectuales posmarxistas, neutralizadas por la clase dirigente para sus propios propósitos”. Esta maniobra “lejos de estar al servicio de un hipotético Estado marxista o de algo parecido (como a los Althuser, Debord et alii les hubiera gustado pensar) fue realizada, si nos atenemos al léxico marxista, por el Capital, al servicio del Capital y contra el mundo del trabajo”.[2] Este supuesto “marxismo cultural” es sólo una mistificación sobre la que no pocos comunicólogos y “guerreros culturales” han construido su modelo de negocio. ¿De donde sale este hallazgo?

La expresión “marxismo cultural” tiene su origen en los Estados Unidos, un país que nunca se ha caracterizado por su fina comprensión del marxismo. Se alude con ella a la promoción de ciertos sectores sociales – las mujeres, las minorías sexuales, los “racializados” – como “clases revolucionarias” en una nueva lucha opresores/oprimidos. Sin ser del todo mentira, la explicación se queda corta. ¿Acaso las desigualdades y las relaciones de fuerza no configuran todo lo que está vivo? ¿Podríamos decir, por ejemplo, que el darwinismo es un “marxismo biológico”?[3] Inútil buscar aquí rigor analítico. Esta burda “reductio ad marxismum” es el reflejo inverso de la “reductio ad hitlerum” tan utilizada por la izquierda. Asistimos a una americanización total del debate político; es decir, a una bajada de nivel.[4]
La pregunta es: ¿qué papel desempeña ese “marxismo cultural” en el régimen de la Verdad búmer?

Razonar en propietario

Como es sabido, la filosofía posmodernista es el embrión de las disciplinas políticamente correctas – los estudios culturales, la teoría crítica de la raza, la teoría de género, la teoría queer, el interseccionalismo, la epistemología del punto de vista, etcétera– que conforman la galaxia del llamado “marxismo cultural”. El posmodernismo – con su relativismo cognoscitivo y sus bártulos pseudo-filosóficos – es la filosofía del ocaso, es el lugar donde la conciencia cultural de occidente va a morir.[5] Pero esto tiene muy poco que ver con el marxismo.
Observemos el caso de Jacques Derrida, gurú de la deconstrucción y figura de cabecera de la llamada “French Theory”. Jacques Derrida es considerado como uno de los genios malignos que desde las universidades americanas inspiraron la conquista de las humanidades por la izquierda posmoderna. Pero nada hay de revolucionario en esa obra que, de forma nada casual, encontró su suelo más fértil en los Estados Unidos. Escribe el teólogo norteamericano R. R. Reno:

“Derrida fue un teórico del consenso de posguerra (…) se hizo famoso por convertir el desencantamiento en el fundamento teórico de la cultura, sentando las bases para la fusión de las desregularizaciones económicas y culturales que caracterizan a la corriente dominante de la política actual, sea de centroderecha o de centroizquierda. La contribución original de Derrida fue convertir la contingencia histórica del consenso de la posguerra en una verdad antimetafísica atemporal”.[6] 
Vemos, por tanto, que, en la visión de este autor norteamericano, Derrida es un agente – y uno de los más eficaces – de esas “terapias de desencantamiento” que vertebran el consenso liberal de posguerra y que R. R. Reno identifica con la derrota de los “dioses fuertes”. Más que un “marxista cultural” Jacques Derrida fue un impulsor del “liberalismo cultural” como ideología sistémica. ¿Qué decir de sus adláteres de la “French Theory” (Michel Foucault, Gilles Deleuze, Félix Guattari et alii) y de sus secuelas LGTBIQ+ (Judith Butler, Donna Haraway et alii)?

Desde sus mismos comienzos las tendencias posmodernistas se han movido dentro de los cauces institucionales y académicos del consenso búmer. Todos estos intelectuales – escribe R. R. Reno – “tomaron los ideales de la sociedad abierta articulados por Popper y Hayek (no directamente, sino a través del consenso de posguerra que dominaba la opinión de las elites) y los convirtieron en los principios fundacionales de la cultura. La animadversión de Popper por la “deferencia” se convierte en la celebración de la transgresión y el “descentramiento”, en tanto que las ideas de Hayek sobre la virtud del “orden espontáneo” son elevadas a la dignidad de juego metafísico”. Conviene aclarar aquí que la “deferencia” es, en el contexto de Popper, el reconocimiento de la legítima influencia de alguien considerado como superior, en base a un sentimiento de respeto o reverencia. Y el “orden espontáneo” del libre mercado es el núcleo del liberalismo en las formulaciones de Friedrich Hayek y Milton Friedman.

¿Qué quiere decir todo esto?

Como extensión indefinida de los derechos individuales y demolición simbólica de la autoridad, el posmodernismo es la reformulación literaria del ideal anárquico neoliberal.[7] Es la versión “de izquierda” del pensamiento económico que inspiró la pretendida “revolución conservadora” de los años Reagan-Thatcher. La misión histórica del “marxismo cultural” es la de acabar definitivamente con Marx, pero no mediante una defensa dogmática del capitalismo y sus bondades, sino – en palabras del filósofo francés Denis Collin – “sustituyendo el marxismo por nuevas “teorías subversivas” adaptadas al gusto de la nueva pequeña burguesía, que tienen además la ventaja de ayudar a la derrota del movimiento obrero”.[8] Se trata, en definitiva, de bálsamos y cataplasmas para las heridas narcisistas de quienes nunca podrán acceder al estatus de grandes burgueses. Una chamarilería ideológica para perdedores.[9]
Pero todo esto es demasiado sofisticado para la bumerada de derechas. Los normies liberal-conservadores insisten en denunciar un “marxismo cultural” – o mejor aún: un “comunismo” – que es, en realidad, la sucursal filosófica del fundamentalismo de Mercado que ellos mismos profesan. ¿A qué obedece tanta ceguera?

Más allá de la inercia intelectual, tampoco hay que subestimar el componente farisaico. Hay seguramente derechistas conscientes de la maniobra, pero lo disimulan mientras se palpan la cartera. Al fin y al cabo, el “marxismo cultural” es un enemigo cómodo: habla de géneros, de minorías, de razas, de cambios de sexo, de cambio climático ¡de todo salvo de clases! Muy tranquilizador para quien razona en propietario.

Domando a la chusma

Suele decirse que la “hegemonía cultural” siempre ha pertenecido a la izquierda. Más exacto nos parece decir que la izquierda cultural ha sido el tonto útil de la derecha de intereses. Señala Neema Parvini:

“la clase trabajadora de Europa y América – abrumadoramente blanca y masculina – había luchado por sus derechos y por mejores salarios, que efectivamente recibió durante un breve período entre los años 1950 y 1960. Pero a partir de los años 1960 la respuesta de la clase dominante consistió en la promoción del feminismo, en los llamados “derechos civiles” y en la inmigración de masa: una combinación de elementos que terminó quebrando el poder de esa clase trabajadora, blanca y masculina”.[10]

Aquí se planteaba un problema: ¿cómo mantener a la chusma blanca (the white trash) convenientemente sedada? Bienvenidos al lennonismo de garrafa. La población fue pacificada – literalmente drogada– por “un cóctel embrutecedor de entretenimiento mediocre y vulgar, bazofia intelectual, propaganda y elementos psicológica y físicamente nutritivos para mantenerla ansiosa, sumisa y servil”.[11] Es el “entetanimiento” (Tittytainment) entusiásticamente teorizado por el politólogo norteamericano Zgibniew Brzezinski. Este proceso se perfeccionó a lo largo de décadas con elementos malthusianos (destrucción de la familia “tradicional”), sustitución del enfoque de clase por los enfoques “societales”, inmigración masiva, multiculturalismo, flexibilidad laboral, deslocalizaciones, precarización y cesión de la soberanía a instancias supranacionales, más inaccesibles a las reivindicaciones de base.[12] Todas estas hazañas fueron consumadas entre mediados de los años 1960 y la segunda década de siglo XXI, el arco temporal y vital de la generación búmer.

¿Izquierda posmoderna? ¿wokistas? ¿liberastas? Hay aquí una doble filiación. Si por el lado formal y externo (¿exotérico?) estas tendencias reciclan algunos de los tics y el vocabulario del marxismo, por su significado profundo (¿esotérico?) vehiculan una domesticación de clase. Su función es la de “desarmar cualquier oposición real al statu quo capitalista y consignar las protestas a una dimensión de “transgresiones” privadas, perfectamente compatibles con el funcionamiento más ordinario del capital”.[13]
Todas estas tendencias comparten el mismo sello generacional: el que se advierte en el escapismo inofensivo y en las rebeldías individuales, en la utopía de los hippies californianos y en los trinos de John Lennon como runrún del alma búmer.

Salvar al Centro

Para el discurso oficial la llamada “sustitución de poblaciones” es una teoría de la conspiración, no una realidad física y cotidiana. No hay que creer en lo que ven los ojos. Pero el desfase entre la “realidad oficial” y la “realidad real” suele ser un síntoma de fin de régimen. Elección tras elección los gobernados se alejan del Centro: el sancta sanctorum búmer por excelencia. Frente a esta desafección la bumerada se moviliza, y lo hace cada cuatro o cinco años a favor del partido del Orden, de los liberales de turno, del Centro de derecha o de izquierda. Un gigantesco “no pasarán” en el que se reúnen las residencias de ancianos, la burguesía-bohemia y sus retoños woke. La demografía juega a su favor ¿hasta cuándo?

“El populismo es la suma de todos los males”, dice el discurso oficial. Pero como observa el escritor francés Francois Bégadeau: “el hecho de que una palabra que agrega un sufijo al “pueblo” designe el peligro máximo, no dice nada de la realidad, y dice todo de quien la utiliza”.[14] Dicho de otra manera: el “populismo” no dice nada del pueblo, pero es muy elocuente sobre régimen de la Verdad búmer. Pone de relieve, entre otras cosas, su carácter de construcción de clase. Para el discurso oficial, el populismo es el fascismo rojo y el fascismo pardo, el nuevo Hitler y el nuevo Stalin, y con este argumento consigna al pueblo al Lado Oscuro de la Historia. Objetivo: salvar al “extremo Centro” de derecha o de izquierda. Un Centro conciliador, consensual, tecnócrata, unanimista, aseptizado. Un “extremo Centro” bien centrado. Un régimen de partico único.

Bajo el noble apelativo de Democracia esta parusía centrista se quiso expandir a base de bombas de racimo al resto del mundo. ¿De dónde brota tanto empacho moral, tanto supremacismo?
El pensamiento moderno ha fabricado – escribe el antropólogo francés Pierre Legendre– “un inmenso almacén de conceptos estandarizados que son ofrecidos bajo el embalaje de democracia”.[15] La creencia en que todas las instituciones, sociedades y culturas humanas pueden ser indefinidamente remodeladas y perfeccionadas a la medida de dicho embalaje, reproduce – señala por su parte John Gray – “la fe teísta en la historia como narrativa moral en la que al pecado sigue la redención”. En ese sentido podemos decir que “el liberalismo es una nota a pie de página del cristianismo”. Pero no de cualquier cristianismo. Continúa John Gray:

“El vínculo entre el cristianismo y el liberalismo no es universal. Los coptos, los ortodoxos, los católicos romanos y muchas variedades contemporáneas de cristianismo no tienen afinidades especiales con los valores liberales, o son hostiles a ellos. El hiper-liberalismo woke es frenesí moral puritano liberado de los frenos de la misericordia divina y del perdón de los pecados. No hay tolerancia para los que rehúsan ser salvados”.[16]

Cabe traer aquí a colación la conocida frase de Karl Popper: “no hay tolerancia para los intolerantes”. ¿Quiénes son los intolerantes? Aguarden nuestras instrucciones. El “combate moral” de la segunda guerra mundial debe ser repetido, una y otra, vez al servicio de este supremacismo moral. El régimen de la Verdad búmer es, como hemos visto, un pensamiento por analogías.

Historia de tu estupidez

Más allá de un piélago de mitos y de ilusiones, de ficciones y de mentiras, el régimen de la Verdad búmer es también un universo de remakes. Señala Neema Parvini que todos los héroes “positivos” adoptados por occidente desde mediados del siglo XX – Gandhi, Einstein, Simone de Beauvoir, Martin Luther King, Nelson Mandela, Barak Obama, Madonna, Pussy Riot, etcétera – han de reflejar, aunque sea parcial o tangencialmente, alguna de las virtudes encarnadas por John Lennon. De la misma manera, todos los políticos más o menos prominentes han de presentarse como una rearticulación de Churchill luchando contra Hitler. Huelga decir que cada villano de temporada – Jomeini, Noriega, Milosevic, Sadam Hussein, Fidel Castro, Bashar el Assad, Kim Jong-Un, etcétera – será una rearticulación de Hitler o de un Stalin presentado como “fascista rojo”. El “lado Winston” es la Verdad búmer en modo policíaco, es el “Churchill eterno” (the always Churchill) que patrulla los perímetros de la visión lennoniana, fuera de los cuales sólo puede existir el fascismo.[17]

En su conocido estudio sobre la estupidez, el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer señalaba en los años 1930 que ésta no consiste en la ignorancia o en la cortedad de luces, sino en una actitud mental que se manifiesta, entre otras cosas, en el rechazo a lidiar con la complejidad de lo real. El estúpido es impermeable ante el pensamiento crítico y se siente cómodo en un mundo de narrativas binarias. Estas ideas nos sirven para descifrar al búmer.

Todo búmer mental – sea de la edad que sea – debería leer a Bonhoeffer para aprender algo sobre sí mismo. Debería mirarse en el espejo del régimen de su Verdad. Puede que este le revele algún secreto sobre su estupidez. Puede que le revele por qué vive en un mundo que ya no comprende, en el que no se entera de nada, en el que sigue aferrado a su brújula del siglo XX. Puede que le devuelva su imagen hirsuta agarrada con uñas y dientes a Churchill, a Roosevelt, a Reagan, a Thatcher, a la izquierda, a la derecha, a un “mundo libre” en eterna lucha contra el fascismo y el comunismo. A ideas y conceptos, en suma, destinados a desvanecerse en un mundo que sigue su curso. Tal vez el espejo le devuelva la imagen de su mediocridad, tal vez le muestre que ya no tiene nada sugestivo ni original que ofrecer, más allá de una colección de clichés desgastados y de analogías traídas por los pelos. Puede que el espejo le hable de su memoria selectiva, de su alergia a cualquier análisis informado y serio – ¡complotista! – que venga a mancillar el saco de sus ilusiones, el catálogo de pequeños dogmas y mentiras más o menos conscientes que constituyen su mundo de ficción. Puede que el espejo le enseñe que un enano, por mucho que se aúpe a hombros de gigantes, sigue siendo un enano. Puede que el espejo le diga algo parecido a lo siguiente:

“una de las modalidades de tu estupidez es la de bloquear el pensamiento en el escalón moral, es decir, antes de llegar al pensamiento. Pensar es siempre pensar la realidad, y la red de pesca moral atrapa poca realidad. Las mallas son demasiado amplias. La realidad es una sardina”.[18]

Pero es preciso tener cuidado. Frente a un mundo que se le escapa y ya no puede controlar, el búmer se disocia de la realidad hostil. Esta dislocación patológica le incita a vengarse a través de comportamientos irracionales. La estupidez – como sabía Bonhoeffer – es lo más peligroso que hay; más peligrosa que la maldad, más peligrosa que la ignorancia. ¿Cómo salir de la trampa?

Todo “régimen de la Verdad” reposa, como sabía Foucault, sobre un sistema de pensamiento condicionado. Frente a ello – señalaba el autor de “Las palabras y las cosas” – cualquier acto de libertad y de protesta debe implicar una transgresión de los límites. Pero las transgresiones individuales que predicaban Foucault y sus epígonos se han demostrado inútiles. La Verdad búmer solo será desplazada por un desplazamiento tectónico de la realidad, por una colosal sucesión de tempestades geopolíticas.

El ocaso del régimen de la Verdad búmer

Hay una paradoja constitutiva en el régimen de la Verdad búmer, una contradicción de base que acompaña a su extraña, grotesca, poco gloriosa implosión final.
El régimen de la Verdad búmer guarda un secreto incómodo: su lado Lennon y su lado Winston son incompatibles. Son un matrimonio de conveniencia a la larga insostenible y abocado al fracaso.
El lado Lennon es un pensar en positivo, tan en positivo que ha roto amarras con la realidad. Cuando la realidad se evacúa, las nociones no tienen objeto ni contenido. El pensamiento se licúa, las certezas se deconstruyen. ¿Qué nos queda entonces?
Nos queda el individuo soberano. No hay límites a la autodeterminación del individuo. Cantaba John Lennon: “yo sólo creo en mí, y esa es la realidad”. ¿Está el búmer dispuesto a morir por ella?

Bajo su apariencia mirífica, el régimen de la Verdad búmer es un sistema en armas. Es una yihad liberal. Es un liberalismo armado – de derechas o de izquierdas – que con la idea de “fascismo” esencializa en sentido negativo todo aquello que no sea liberal. El liberalismo armado es, aunque parezca paradójico, schmittiano hasta la extenuación, lleva la distinción amigo-enemigo hasta sus últimas consecuencias. El “fascismo” deja de ser un fenómeno históricamente circunscrito, se convierte en el antagonista universal, en la contra-imagen del régimen de la Verdad búmer. Éste necesita un matón al lado, alguien dispuesto a morir y matar por Lennon. Entra aquí el modo Winston. Hay que defender los valores.[19]
El régimen de la Verdad búmer se gargariza, autocomplacido, en la idea de valores. ¿Qué valorizan esos valores? Valorizan al régimen de la Verdad búmer, que defiende los valores. ¿Qué valores son esos? Son los del régimen de la Verdad búmer, famoso por sus valores. Un pensamiento en bucle, un pensamiento-hámster. ¿Podemos salir de esa rueda?

Conocemos los valores: democracia, libertad, diversidad, pluralismo, estado de derecho, inclusión, prosperidad, etcétera. Valores universales como el aire y como el viento. Golpeamos encima y suena hueco. Los significantes vacíos parecen de verdad vacíos. ¿Dónde está el valor añadido? ¿Cómo ponerles carne? ¿Quién quiere morir por los valores, morir por Lennon?

¡Eureka! ¡Que lo hagan los inmigrantes!

Hay aquí un problema: el lado Winston es un referente de otra época, de una época pre-búmer. Es un valor duro para una época blanda. Winston Churchill no era búmer, era todo lo contrario. Al igual que la “gran generación” que murió en aquella guerra, la que dio paso a los búmer. Los búmer lo agradecieron a su manera y demolieron el legado de sus mayores. Ahora se ponen épicos, como si pudieran revivir lo que en su día demolieron.
El problema es que un Winston Churchill no se improvisa, es el producto de un largo destilado histórico. Pero la cadena se ha roto. ¿Que tenemos? Tenemos a los herederos de Lennon sostenidos en su misma mismidad, predicando y arengando desde un geriátrico africanizado, su legado, el legado que dejan atrás.
El fin de la historia era eso, una utopía de viejos hippies con unicornios trotando sobre el arco iris, entre cielos de algodón y arroyos de mermelada, rodeados por el despliegue militar neocon. Es la simbiosis negativa y positiva, Winston y Lennon, derecha e izquierda, de un mundo que se acaba.

____________________________

[3] Observación planteada por el escritor franco-suizo David L´Épée en “L´Imposture du “marxisme culturel”, en el dosier dedicado a Marx en la revista Nouvelle École nº 74, 2025, pp. 123-130.
[4] Es significativo que la expresión “marxismo cultural” aparezca casi cien veces en el “manifiesto” del psicópata etno-nacionalista noruego Adres Breivik, versión europea de los francotiradores asesinos (“rampage killers”) que proliferan en Estados Unidos.
[5] Jaen Francois-Braunstein, La Philosophie devenue folle. Le genre, l´animal, la mort. Grasset 2018. La Religion Woke, Grasset 2022; Andrew Doyle, The New Puritans. How the Religion of Social Justice captured the Western World. Constable 2022; Helen Pluckrose and James Lindsay, Cynical Theories. How Activist Scholarship Made Everything about Race, Gender and Identity, and Why this harms Everybody. Swift 2021. Francisco Erice, En Defensa de la razón. Contribución a la crítica del posmodernismo. Siglo XXI España, 2020.
[6] R.R. Reno, El retorno de los Dioses Fuertes. Nacionalismo, populismo y el futuro de occidente. Homo Legens 2020, pp. 137-138.
[7] Desde un punto de vista general, la progresía ha sido el gran oficiante del consenso búmer. Desde los años 1960 la progresía estuvo convencida de que “al atacar los residuos autoritarios, paternalistas, sexistas, moralistas, etcétera de la “cultura burguesa” se dirigían hacia el progreso social o “socialista”, cuando cualquiera que tenga dos dedos de frente puede comprender que la dinámica capitalista del consumo debe necesariamente derribar estos “residuos” que se oponen a la mercantilización universal”. Costanzo Preve, Histoire Critique du Marxisme. Armand Colin 2011, p. 215.
[8] Denis Collin, Comment peut-on encore être “marxiste”. Atlande 2024, pp. 211-212.
[9] Hay una regla que no falla: cuando un medio progresista mainstream (tipo Libération en Francia o El País en España) promociona algo como “tendencia social” o “estilo de vida” nos encontramos ante un caso de ideología para “losers”.
[11] Gabriel Sala, Panfleto contra la Estupidez Contemporánea. Laetoli 2007.
[12] Las cesiones de soberanía a instancias supranacionales se insertan en una lógica globalizadora que supera al Estado-nación como marco político de la lucha de clases. No en vano – escribe Manolo Monereo – “el Estado-nación es el lugar de la política y de la democracia, el lugar del conflicto de clase y redistributivo, el lugar del control del mercado, de la planificación del desarrollo y de la gestión de las políticas públicas. Es el lugar también de los derechos sindicales, laborales y sociales, de las pensiones…” (Manolo Monereo, Oligarquía o democracia. España, nuestro futuro. El Viejo Topo 2020, p. 413-414). Citado en: Yesurún Moreno, El Estado en Disputa. Un itinerario marxista. El Viejo Topo 2022, pp. 90-91.
[13] Andrea Zhok, Critica della ragione liberale. Una filosofía della storia corrente. Meltemi 2020, p. 242.
[14] Francois Bégadeau, Histoire de ta bêtise. Pauvert 2019, p. 12
“Calificar de populista un movimiento que halaga los bajos instintos xenófobos y racistas supone que el pueblo tiene el monopolio de dichos instintos, lo que – señala Rancière – viene a ocultar el racismo de Estado y el racismo prodigado por las clases superiores, del que tanto el pasado como el presente ofrecen numerosos ejemplos”. Obra citada, p. 31.
[15] Pierre Legendre, Ce que l´Occident ne voit pas de l´Occident. Conférences au Japon. Mille et Une Nuits 2008, p. 643
[16] John Gray: “tanto en sus formas canónicas como hiperbólicas, el liberalismo es una nota a pie de página del cristianismo. Según reconocieron, John Locke y sus discípulos hicieron derivar su liberalismo del cristianismo protestante. Los liberales clásicos posteriores son las criaturas de un cristianismo poseído por la fe en la razón. En John Stuart Mill, el liberalismo llegó a ser una religión separada en la que la Humanidad pasó a figurar como el Ser Supremo, mientras que los hiper-liberales actuales han transformado al liberalismo en un culto a la auto-creación de sí mismos”. John Gray, Obra citada, pp. 116 y 121.
[18] Francois Bégadeau, Histoire de ta Bêtise. Pauvert 2019, p. 58.
[19] Por su dinámica de revolución permanente suele decirse que el neoliberalismo es una reformulación derechista del Trotskismo. Para el politólogo británico John Gray se trata de una ideología originada en la izquierda: “un tipo de optimismo catastrófico – el mismo que anima gran parte del pensamiento de Trotsky – subyace en la política neoconservadora de exportar la democracia. Ambos concuerdan en la necesidad de demoler las instituciones existentes para provocar el cambio. Ambos aprueban el uso de la violencia como una condición del progreso, e insisten en que la revolución debe ser global”. John Gray, Black Mass: The Apocalyptic Religion and the Death of Utopia. Allan Lane 2007, p. 2007.
Escribía en 2001 el historiador Hywel Williams que el imperialismo liberal puede ser el más peligroso de todos los imperialismos, por su naturaleza abierta y su convicción de que representa una forma superior de vida.

VER+:



¿Quiénes son los "Profetas del Final" y qué plantean? Comentando el libro de Neema Parvini


LOS PROFETAS DE LA FATALIDAD por NEEMA PARVINI (TRADUCIDO POR GOOGLE) by Yanka