EL Rincón de Yanka: CRITICAR

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sábado, 6 de septiembre de 2025

"COGITO INTERRUPTUS": LA ÉPOCA QUE HA DEJADO DE PENSAR, DE CUESTIONAR 💭 por DIEGO FUSARO


Cogito interruptus: 
la época que ha dejado de pensar

(*) N. del T. El término Uccidente –con “U”- es un juego de palabras, que el autor utiliza con frecuencia, compuesto por el vocablo “Occidente” y el verbo italiano “uccidere” –literalmente “matar”, “asesinar”-, para describir la pervertida deriva liberal-atlantista y turbocapitalista de Occidente.
Como ha evidenciado Heidegger en ¿Qué significa pensar?, “lo que es más digno de pensar” (das Bedenklichste) hoy en día es el hecho de que el pensamiento ha desaparecido por completo, sustituido por el cálculo y por la cuantificación, por el número y por la cantidad. Parafraseando la fórmula de Descartes, con la que se inaugura la aventura de la filosofía moderna y su centralidad del Sujeto, vivimos en el tiempo del cogito interruptus: 
la época ha dejado de pensar y se ha rendido a las razones del cálculo y de la cantidad, de la acción productiva y de la valorización del valor.

El llamado “pensamiento único”pensée unique, tematizado por Bourdieu y abordado por nosotros en Pensar diferente– se convierte, de esta manera, en la figura paradigmática de la desvitalización de la facultad de pensar que actualmente se registra en todas las latitudes: 
el Uccidente, en efecto, también está teniendo éxito en la labor de aniquilar el “pensamiento pensante”, asfixiado bajo una capa de homologación mental que esteriliza toda energía intelectual y promueve la confortable condición en la que los súbditos de la jaula de hierro son dispensados del esfuerzo de emplear activamente su propia cabeza. Tal vez nada más que el “pensamiento crítico” –aunque, en verdad, la expresión resulte redundante, pues cualquier pensamiento, para ser auténticamente tal, presupone el elemento de la κρίσις –krísis-, del “juicio” y de la “decisión”– molesta al Uccidente global-nihilista: el pensar, de hecho, interrumpe el orden “natural” de la producción y del actuar, llamándolo socráticamente a rendir cuentas de sí mismo y de sus presupuestos, de sus orientaciones y de sus implicaciones. Pone en discusión lo que se supone que sea natural y esté más allá de cualquier cuestionamiento posible.

Recuperando, aunque con un significado diferente, la pareja conceptual utilizada por Gentile, en el tiempo del pensamiento único el “pensamiento pensado” prevalece sobre el “pensamiento pensante”: los marcos simbólicos y mentales suministrados hipnóticamente por el sistema tecnocapitalista y por el aparato de la industria cultural (justamente, el pensamiento pensado) desplazan la elaboración crítica que cada uno está llamado a llevar a cabo con su propia cabeza (el pensamiento pensante), concediendo o rechazando el asentimiento en función de aquello que le sugiera su facultad de juzgar pensando. Cuando todos, como hoy sucede, piensan lo mismo, eso significa que ninguno está pensando y que todos se limitan a repetir pavlovianamente el mensaje único homologado de la civilización tecnocapitalista; mensaje que, por definición, no es otra cosa que la superestructura de santificación del orden establecido y que, en consecuencia, se puede condensar en última instancia en el imperativo ne varietur (no hay alternativa).

En realidad, el pensamiento único podría entenderse legítimamente como la rica serie de esquemas conceptuales y prohibiciones mentales destinadas a la demonización preventiva de toda posible fuerza cinética de escape de la caverna platónica, ideológicamente transformada en jaula de acero con barrotes inoxidables. Lo hemos definido como pensamiento único “políticamente correcto” y “éticamente corrupto”, ya que, por un lado, glorifica y petrifica ideológicamente en un a priori inmodificable el diagrama de las relaciones de poder realmente dadas; y, por otro lado, procede a la aniquilación de aquellas “raíces éticas” (sittliche Wurzein) de hegeliana memoria que, desde la familia hasta la escuela, desde los sindicatos hasta el Estado soberano, resultan eo ipso incompatibles con la redefinición tecnocapitalista del mundo entero como el open space –espacio abierto– de un único mercado unificado para consumidores apátridas y desarraigados (un único e inmenso “sistema de las necesidades”, System der Bedürfnisse, diría Hegel).

Cierto es que, en cada época histórica, ha habido un «pensamiento dominante», coincidente –Marx docet– con las ideas dominantes de las clases dominantes (o incluso con su dominio material transferido al cerebro de los hombres): pero nunca, hasta hoy, se había registrado la aniquilación del pensamiento «antagónico» y «divergente». El pensamiento, de “dominante” se transforma en “único” –y, por tanto, pierde la prerrogativa misma de λόγον διδόναι, o sea de dar razón respecto a las otras perspectivas– cuando consigue eliminar la posibilidad misma de pensar diferente. No es de extrañar, entonces, que buena parte de las energías del pensamiento único y de sus múltiples voceros –los pedagogos del mundialismo tecnocapitalista– sean empleadas con vistas a la desactivación apriorística de la posibilidad de pensar de otro modo y, en último extremo, de pensar tout court –a secas-: no hay locus revelationis de la condena a muerte del pensamiento llevada a cabo por el Uccidente que lo refleje mejor que la “neolengua” en la que el pensamiento único se articula y se cristaliza.

Actuando mediante proscripción censora y no por refutación socrática, la neolengua neo-orwelliana de la civilización uccidental se rige por una gama más o menos rica de lemas y funciones conceptuales cuyo fin no es promover el pensamiento, sino desvitalizar sus mismas condiciones de posibilidad y de ejercicio. Por ejemplo, la neolengua tecnocapitalista condena al ostracismo como “soberanista” a cualquiera que aspire a la recuperación de la soberanía nacional como base de la soberanía del pueblo (es decir, de la democracia). Demoniza como “homófobo” a cualquiera que no se adecúe al nuevo orden erótico del panconsumismo sexual y todavía defienda la centralidad de la familia natural como célula genética de la sociedad y como fuente de la vida. Deslegitima como “populista” a cualquiera que aún crea que la soberanía corresponde al δῆμος –dêmos– y no a la banca y a los consejos de administración de la plutocracia neoliberal no border. Y, sobre todo, estigmatiza como “conspiranoico” a quien intente cuestionar sus dogmas del pensamiento único, ejercitando el arte de pensar que, según la etimología, expresa ante todo la capacidad de sopesar y evaluar críticamente.

Va de suyo que, para el nuevo orden mental impuesto por la civilización tecnocapitalista, la propia labor de la filosofía aparece como un comportamiento conspirativo, siendo verdad como lo es, que la filosofía occidental se origina precisamente de la necesidad de buscar una verdad más profunda que aquella presunta ofrecida por la fenomenicidad del discurso común y por el darse inmediato de los entes. En una carta fechada el 18 de diciembre de 1812, Hegel sostiene –disgustado por las diversas quejas sobre la difícil exposición de su Logik– que la filosofía especulativa debe necesariamente parecer, a cuantos aún no han sido iniciados en ella y son profanos, como un verkehrte Welt, como un “mundo al revés” o “mundo invertido” (según una imagen afortunada que tendrá un gran impacto en el pensamiento de Marx): un mundo al revés que contradice todos los conceptos usuales y las más probadas representaciones, sobre todo la “no filosofía” (Unphilosophie), basada sobre el sentido común, que molesta se encoge de hombros en presencia de las argumentaciones filosóficas.

Y es también siguiendo esta clave hermenéutica como se explica la enemistad entre el tecnocapitalismo y la filosofía como capacidad de pensar diferente, de problematizar lo obvio, de refutar lo falso, de utilizar la propia cabeza como único fundamento para el saber verdadero (sapere aude!, según el lema asignado por Kant a la Ilustración) y como búsqueda de la Verdad de la Totalidad. A esto se añade la estructural “inutilidad de la filosofía”, o sea su ser intrínsecamente liberada del vínculo de lo útil y del servir-a-algo y, además, su estar establemente en condiciones de someter a crítica un mundo que los eleva a único criterio de referencia y a exclusiva fuente de sentido.

La filosofía, siguiendo las huellas de Hegel, es ciencia de la Totalidad articulada y, por tanto, saber máximamente “con-creto”, respecto a la relación dinámica entre las Partes y el Todo en su con-crescer: conoce, evalúa y transforma el Todo, planteándose como saber a un tiempo teorético, axiológico y práctico. La era tecnocapitalista, como ya se ha subrayado, se encomienda y se consagra exclusivamente a la ciencia del “intelecto abstracto”, que determina y acepta la parte aislada del Todo y vuelve, eo ipso, imposible el conocimiento, la valoración y la transformación de la Totalidad alienada. La sociedad misma no es un “hecho” que pueda ser fijado como tal, sino una relación dinámica entre las Partes y el Todo. El método científico profundiza el conocimiento del Objeto que se encuentra frente al científico (Obiekt), pero de ningún modo puede indicarnos qué sea el bien, qué sea lo justo y cómo se puede perseguir la “vida buena” (del griego εὖ ζῆν) tanto a nivel individual como social. Y confiar enteramente en la ciencia produce un resultado dialéctico preciso: el de la inversión del racionalismo científico del intelecto abstracto en un inédito –y hoy hegemónico- irracionalismo de masas. En el hodierno Uccidente, cientificismo e irracionalismo coexisten como fenómenos opuestos e igualmente expresivos de la racional irracionalidad de nuestro tiempo.

Filosofía y ciencia –explica Hegel– se presentan, en consecuencia, diferentes ya sea por método, ya sea por contenido: 
la razón dialéctica que aferra la differenzierte Totalität (lo Verdadero) es irreductible al intelecto abstracto científico, que descompone lo real en sus partes empíricas reflejadas con exactitud (lo cierto científico). La mera ciencia de los hechos produce –observaba Husserl– meros hombres de hecho, que constatan y aceptan el orden de las cosas, mientras que la ciencia filosófica de la verdad –ἐπιστήμη τῆς ἀληθείας, con la Metafísica aristotélica (993 b)– genera seres humanos pensantes (y no sólo calculantes), capaces de conocer y evaluar su tiempo y, si es necesario, modificarlo operativamente.

De manera más general, se podría afirmar que el Uccidente pantoclasta, reabsorbido en las espirales de la dictadura del relativismo y del ateísmo líquido de la indiferencia, es completamente «alethófobo», es decir, opuesto a toda instancia veritativa: 
la muerte de Dios y el dominio absoluto del tecnocapital no requieren fundamentos metafísicos y veritativos y, es más, deben desalentarlos y deslegitimarlos, para que nada pueda poner en cuestión un orden fundado sobre la nada. Por eso, el Uccidente condena a muerte, junto a la filosofía, también a la religión y al arte, o sea las otras dos figuras fundamentales del absoluter Geist –Espíritu Absoluto– tematizado por Hegel. Coincidiendo con la unidad de idealidad y objetividad del Espíritu, el “Espíritu Absoluto” se corresponde con la Verdad Absoluta, por tanto con el contenido que comparten el arte, la filosofía y la religión, diversificado únicamente por las modalidades expresivas que utilizan.

En efecto, bajo la escolta de Hegel, la forma debilitada de la “representación” (Vorstellung) religiosa y de la “representación sensible” operada por el arte son diferentes e inferiores al poder del “concepto” (Begriff) filosófico, el único capaz de rendir cuenta de la sujeto-objetividad y de la Totalidad diferenciada (differenzierte Totalitaet). Solamente la filosofía es, en sentido pleno, “espíritu pensante”, es decir, “la forma más alta, más libre y más sabia” del Espíritu. Sólo con el Begriff filosófico –explica Hegel– el Sujeto y el Objeto son momentos del mismo Espíritu: y su oposición es, en verdad, la oposición de la Sustancia consigo misma. Con la potencia del concepto, por tanto, la filosofía supera y, al mismo tiempo, hace realidad arte y religión: la objetividad del arte se libera ahora de lo sensible, del mismo modo que la subjetividad de la religión se purifica en subjetividad del pensamiento puro. En cuanto reino del Herrschaft des Begriffs, del «señorío de los conceptos», la filosofía puede, de este modo, definirse como superación o Aufhebung -por tanto, como «negación» y como «conservación»- del arte y de la religión, puesto que los supera, los niega y los conserva, manteniendo sus contenidos y, al mismo tiempo, elevándolos en la forma superior del Begriff.

En este sentido, el arte, la religión y la filosofía coinciden con el “Domingo de la vida” y el “Viernes Santo especulativo” (der spekulative Karfreitag), con lo eterno celebrado en lo finito y con la “autoconciencia del Espíritu Absoluto”. Con el Espíritu Absoluto –arguye Hegel en la Enciclopedia (§ 552)– se tiene el “saber del Espíritu Absoluto, que es el saber de la verdad eternamente real”. No puede escaparse como, para Hegel, la ciencia, que tiene su campo de aplicación específico en el reino de lo cierto, no forma parte de las figuras del Espíritu Absoluto y no tiene por objeto la verdad: el hecho de que el tecnocapitalismo promueva la ciencia como único conocimiento permitido revela cómo el Uccidente alethofóbico aspira a aniquilar la cuestión de la verdad, sustituyéndola por la de una certeza calculable y controlable, orgánica al funcionamiento de la Técnica. Pero –deberíamos preguntarnos– ¿qué puede decir la ciencia en presencia de la Totalidad? ¿Y ante el problema de Dios? ¿O, incluso, delante de una obra de Caravaggio o de Velázquez? El error del Uccidente –vale la pena insistir– no reside en la valorización de la ciencia, sino en su elevación integrista a único saber permitido: la ciencia es, ciertamente, una de las ideaciones fundamentales de la humanidad, pero, como señalaba Husserl en La Crisis de las ciencias europeas, «sería absurdo que el hombre decidiese dejarse juzgar definitivamente por una sola de sus ideaciones».

La condena a muerte de la filosofía como “alethofilia” y como arte del pensar diferente en la búsqueda de la verdad se acompaña, en el reino del Uccidente, de una idéntica demonización y neutralización de las otras dos figuras del Espíritu Absoluto. Así pues, la mejor definición que se puede ofrecer del ateísmo es la hegeliana, según la cual éste coincide con la pérdida del interés por la cuestión de la verdad: la muerte de Dios, como la expresa el lenguaje representativo de la religión, no es otra cosa que la muerte de la verdad y del fundamento último. El homo globalis ya no tiene un “Domingo de la vida” y está perpetuamente atrapado en las irreflexivas “tareas cotidianas” de producir y consumir, de calcular y usar.

La eutanasia a la que es sometida la filosofía se realiza no sólo mediante la imposición del pensamiento único, sino también, sinérgicamente, a través de la mencionada absolutización religiosa de la ciencia como único saber admitido y por medio de las performances de sentido de la subcultura posmoderna: racionalización filosófica de la renuncia programática a cambiar el mundo, el posmoderno asume el estatus de nihilismo plenamente desarrollado, transfigurado en única posibilidad de emancipación hoy permitida («nihilismo y emancipación», como sugería un texto de Vattimo) y en «gran relato», que cuenta la pérdida originaria del fundamento, la ansiedad que deriva de esta pérdida, la resignación por el hecho de que es irreversible y, por último, el hábito que gradualmente surge de ella, hasta la plena aceptación de este mundo como el menos malo o, en todo caso, el único posible.

Por lo que concierne al arte, su condena a muerte –decididamente distinta de la “muerte del arte” atribuida a Hegel– se verifica mediante la reducción de la obra de arte a mercancía entre las mercancías, desprovista de toda tensión veritativa y reducida a valor de cambio, por tanto evaluada no por la experiencia de verdad que revela y hace posible, sino por el dinero que puede generar para quienes la comercian. Es cuanto eficazmente aflora de la película de 2013 La mejor oferta. En el “tiempo de los mercaderes”, siguiendo la locución de Hegel, el arte ya no parece capaz de hablar al homo globalis, apto únicamente para entender el lenguaje de la Técnica, de los negocios y de la certeza científica.

En la era del cogito interruptus, del pensamiento único y de lo que Bourdieu definiera como la invasión neo-liberal, se vuelve de vital importancia reapropiarse de las tres figuras del Espíritu Absoluto y, más en general, del pensamiento pensante; y a la obsesión tecnocientífica por la “inmunidad de rebaño”, es necesario contraponer la figura de la “inmunidad del rebaño”. Pensar con la propia cabeza sigue siendo la vía real del filosofar y, sinérgicamente, de la resistencia a la barbarie progresista del Uccidente tecnocapitalista.

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martes, 26 de agosto de 2025

LIBRO "LA DEMOCRACIA Y SUS CRÍTICOS: UNA GUÍA PARA LOS CIUDADANOS": LA POLIARQUÍA 🗽

 
LA DEMOCRACIA Y SUS CRÍTICOS: 
UNA GUÍA PARA LOS CIUDADANOS

ROBERT A. DAHL

Robert Dahl escribió su obra más famosa  "Democracia y sus críticos", que aborda la democracia en un sentido más amplio y profundo, así como el concepto de poliarquía en "La poliarquía: participación y oposición", donde Dahl define la poliarquía como la forma de gobierno democrático moderno, caracterizado por elecciones libres y justas, así como por otros derechos y libertades ciudadanas fundamentales.

Concepto clave de Dahl: La Poliarquía

Dahl introduce el término "poliarquía" para describir un sistema democrático moderno, donde se refiere a un régimen con dos facetas: Dahl Dahl analiza la relación entre diversidad y democracia, señalando que la autonomía organizativa y la discrepancia de objetivos políticos dificultan el control de una mayoría en una poliarquía.

Inclusión del sufragio: Se da el derecho a votar a la mayoría de los adultos.

Inclusión de la oposición: Se protege la libertad de expresar y organizar la oposición.

Principios clave de la poliarquía según Dahl

Elecciones libres y justas: El derecho a votar y a ser votado, y que estas elecciones sean competitivas.
Libertad de expresión: La capacidad de expresar opiniones libremente.
Libertad de información alternativa: El acceso a diferentes fuentes de información para formar un criterio propio.
Libertad de asociación: El derecho a formar y unirse a grupos y organizaciones.

Importancia del trabajo de Dahl

Dahl fue un politólogo que analizó la democracia moderna en sus aspectos prácticos y teóricos.
Abordó los mitos y expectativas sobre la democracia, los desafíos que enfrenta y su capacidad de adaptarse a nuevas realidades sociales y políticas.

Este clásico de la ciencia política traza los principales elementos que configuran una democracia, las instituciones que la sustentan, las condiciones económicas y sociales que favorecen su desarrollo y los criterios necesarios para evaluarla. Desde sus orígenes históricos y filosóficos hasta los retos que deberá afrontar a lo largo del siglo xxi, en este breve libro se configura una definición precisa, certera e inteligible del sistema democrático. Una lectura imprescindible para cualquiera que esté mínimamente interesado en la política de su tiempo.

He aquí un análisis de los límites y las posibilidades de la democracia que, sin duda, se convertirá en un clásico de la literatura política del siglo XX. El autor se propone explicar en este texto algo que resulta sencillo sólo en apariencia: qué es la democracia y por qué es tan importante. De este modo, el autor empieza examinando los presupuestos básicos de la teoría democrática, luego considera las objeciones realizadas por algunos de sus críticos, y finalmente propone una reelaboración teórica en una totalidad renovada y coherente, comentando a la vez las direcciones en las que podrán moverse los futuros estados democráticos. En el camino que media entre el planteamiento y la conclusión, Dahl examina algunas de las cuestiones que más preocupan en la actualidad: 

¿es la democracia un conjunto de instituciones políticas o únicamente un proceso? ¿Cuáles son las verdaderas relaciones entre y las reglas que lo gobiernan? ¿Hasta qué punto ese depende de sí mismo? 
Y a partir de ahí describe la evolución de la democracia moderna, desde principios del siglo XIX hasta nuestros días, investigando su desarrollo en varios países, subrayando las diferencias de adaptación y preguntándose cómo puede alcanzarse verdaderamente el tan ansiado bien común, si se tiene en cuenta el indudable pluralismo de la sociedad moderna. 
La necesidad de crear mecanismos para la formación de una ciudadanía más informada, que pueda participar conscientemente en el proceso de tomar decisiones, acaba siendo finalmente una de las conclusiones de este libro tan esperanzador como razonable, un modelo de rigor y claridad informativa. Y su exposición de la teoría de la democracia es tan completa porque, entre otras cosas, mezcla los elementos históricos con los actuales y los clásicos con los modernos tanto en lo que hace a los contenidos como a las formas. 
La necesidad de crear mecanismos para la formación de una ciudadanía más informada, que pueda participar en el proceso de tomar decisiones, acaba siendo así una de las conclusiones de este libro tan esperanzador como razonable, un modelo de rigor y claridad informativa.

miércoles, 13 de agosto de 2025

LIBRO "EL ARTE DE CUIDAR LA MENTE" por ALEJANDRO VALERO GARCÍA 💪

 EL ARTE DE CUIDAR LA MENTE

Alejandro Valero García


Cuando no basta con «pensar en positivo» – 
«El arte de cuidar la mente»

Vivimos rodeados de mensajes motivacionales, consejos exprés y promesas de felicidad rápida. Pero… ¿realmente estamos cuidando nuestra mente? ¿O simplemente estamos poniendo parches emocionales?
Alejandro Valero, escritor y divulgador con formación en salud y educación, propone en su nuevo libro «El arte de cuidar la mente» algo muy diferente: una mirada crítica, profunda y práctica sobre cómo pensamos, decidimos y, en el fondo, cómo vivimos. Y no, no vas a encontrar frases de autoayuda. Vas a encontrar herramientas reales.

Uno de los conceptos clave del libro es el “pensamiento Alicia”, inspirado en el filósofo Gustavo Bueno. Se refiere a cómo nos presentan el mundo tal y como desean que sea visto en vez de cómo realmente es, conformando esquemas de pensamiento más propios de la ensoñación infantil que de la realidad; esto se infunde sagazmente mediante argumentos diseñados para convencer —que no educar, ni tampoco ilustrar— a las mentes menos exigentes que, según Valero, conforman una mayoría. Explicaciones simplistas, mensajes emocionales, soluciones mágicas… Todo muy bonito, pero poco útil si de verdad queremos entendernos y avanzar. Valero propone justo lo contrario: 
desarrollar el pensamiento crítico. No para volvernos escépticos de todo, sino para saber distinguir entre lo que tiene sentido y lo que simplemente suena bien. En tiempos de “infoxicación” (sí, eso existe), filtrar lo que consumimos mentalmente es tan importante como cuidar lo que comemos.
Este no es un libro solo para académicos, sociólogos o psicólogos. Es para cualquier persona que alguna vez se haya sentido desbordada, confundida o incluso frustrada por no entender sus propias emociones o decisiones. «El arte de cuidar la mente» nos recuerda que no basta con “sentirse bien”; hay que aprender a pensar bien. Alejandro Valero combina ejemplos cotidianos, referencias a la psicología y un tono cercano para explicar por qué muchas veces tomamos decisiones erróneas, y cómo evitarlo. Habla del método científico, del sesgo emocional, de los peligros del “a mí me funciona”, y también de cómo usar nuestras emociones a favor, en vez de dejar que nos controlen.
Uno de los puntos más valientes del libro es su defensa del rigor frente al relativismo. Valero lo dice claro: no todas las opiniones son igual de válidas, y no todo lo que se vende como bienestar es beneficioso. Hay que diferenciar entre ciencia, pseudociencia y puro marketing emocional. En un mundo donde cualquiera puede ser “coach de vida” en redes sociales, este libro es un llamado urgente a la responsabilidad personal. A dejar de buscar soluciones rápidas y empezar a construir una mente más sólida, más crítica, y más libre.

«El arte de cuidar la mente» no es un manual de autoayuda ni una crítica vacía. Es una invitación a conocerse mejor, a dudar mejor y, sobre todo, a vivir con más consciencia. Porque cuidar la mente —de verdad— es todo un arte. Y como todo arte, requiere práctica, honestidad y ganas de aprender.

El arte de cuidar la mente es un libro único que se sitúa en la intersección entre la psicología, la crítica social y la salud. En esta obra, Alejandro Valero ofrece una guía práctica para "entrenar la mente", proporcionando herramientas esenciales para que el lector aprenda a detectar falacias, sesgos y estrategias de manipulación que afectan nuestra capacidad de procesar la información en un mundo saturado de relatos, verdades a medias y opiniones distorsionadas.La obra aborda con claridad y rigor los mecanismos psicológicos que influyen en nuestras decisiones diarias, particularmente en un contexto tan sensible como el de la salud, donde las emociones, las creencias y las presiones sociales a menudo se anteponen a la evidencia científica. A través de un enfoque directo y accesible, Valero invita a los lectores a cuestionar las "verdades universales" que circulan en la sociedad, desentrañar los mantras que definen nuestra interacción social y aprender a filtrar la información que consumimos.A lo largo de esta obra, el autor no solo se limita a la crítica, sino que ofrece herramientas prácticas para fortalecer la mente, ayudando a los lectores a convertirse en guardianes de su propia percepción y a tomar decisiones más informadas en un entorno saturado de influencias externas. Con un estilo directo y sin concesiones, El arte de cuidar la mente es más que un simple manual: es una invitación a cuestionar, aprender y caminar hacia una mente más aguda, capaz de detectar el ruido y encontrar la verdad en medio de la confusión.

A todo aquel en cuyo camino la razón y el conocimiento 
actúan como un faro que les guía en la calma y en la marejada, 
iluminando la oscuridad.

Aequam memento rebus in arduis servare mentem. 
"Recuerda mantener la mente serena 
en momentos difíciles". 
(Horacio a Delio)

El sueño de la razón produce monstruos


Poder alimentarnos del conocimiento de otros es un regalo.

Esta frase, que podemos leer en las primeras páginas de este singular libro de Alejandro Valero (que alimenta, vaya si alimenta), puede ser el compendio de todo lo que sigue, que no es poco.

No sé si debemos hacer caso a Cervantes cuando, en boca de alguno de sus personajes de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, nos dejó dicho que no hay libro, por malo que sea, que no contenga algo útil. En todo caso, tened por cierto que de este se puede extraer enjundia a raudales. Y esto no lo afirmo porque el autor sea amigo mío, que lo es, sino porque es un gran escritor, aunque él no se vea como tal, y porque sus propias experiencias vitales lo han llevado a plantearse en profundidad muchas de las cuestiones que aborda en esta obra.

Porque para ser escritor no basta con hilvanar frases atrayentes, lo más importante es conectar con tus lectores, y en eso Alejandro es un hacha, si se me permite la expresión tan coloquial como acertada. Sus libros captan al lector por su amenidad y por la actualidad de sus postulados desde la primera página, y en ellos el «enseñar deleitando» horaciano se lleva hasta sus últimas consecuencias.

Pero esto no es lo único que nos aporta este libro, ya que también es una herramienta valiosa y un acicate que nos inducirá a la reflexión, una reflexión tan ajena al demencial ajetreo de la vida actual, esta vida de la posmodernidad o de la posverdad donde apenas queda tiempo para pensar y donde la credulidad está más extendida que el espíritu crítico, donde la pseudociencia es mucho más asequible intelectualmente que la ciencia, y por ello mucho más proclive a prender en mentes poco analíticas, como dice con acierto el autor.

Entre las muchas lecturas a las que nos apetecerá acercarnos tras leer El arte de cuidar la mente, nos encontramos con la Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, donde la rosa amonesta a la protagonista con un rotundo: «Tú nunca has pensado en nada», pasaje que sirve al filósofo Gustavo Bueno para definir el «pensamiento Alicia» como ese pensamiento simplista que encubre la realidad en vez de someterla a análisis, y así, con este tipo de anécdotas y un soporte literario y documental tan exhaustivo como adecuado, es como Alejandro Valero nos mantiene absorbidos por las páginas de su obra.

En estos días de Internet, con la saturación de información (infoxicación) o la intoxicación cuantitativa, que no cualitativa, llamada con acierto infodemia, se hace más necesaria que nunca la búsqueda de la verdad, cuyo primer paso lo dieron, cómo no, los griegos, y el presente libro, más de veinticinco siglos después, nos ayudará a no desviarnos de dicho camino.

Otro aspecto importante que debe interesarnos es el de la credulidad vs. el espíritu crítico. En este sentido, el autor no elude el posicionamiento, y no teme tomar partido cuando dice que todo el mundo tiene derecho a dar su opinión, pero que no todas las opiniones son igual de respetables o igual de valiosas: el remedio casero no tiene el mismo valor que la prescripción facultativa. El buenismo sin una criba del tamaño adecuado, que a veces ha de ser muy fina, no es un buen consejero en nuestra búsqueda de la verdad.

Se nota que el autor ha estudiado a fondo la relación entre un buen cuidado del cuerpo y de la mente, y nos orienta en esa búsqueda de la areté que tanto ansiaban los griegos clásicos, esa excelencia que nos hará sentirnos a gusto con nosotros mismos.

Desde esa persecución inmisericorde a los gorriones en China a las desventajas del zumo en oposición al sano mordisco a la fruta, gracias a sus plásticos y acertados ejemplos y admoniciones, tan apropiados como entretenidos, nos allana el camino para entender con facilidad la compleja simbiosis de alimentación y ejercicio que ha de procurarnos un bienestar sereno y saludable, y que puede sintetizarse en una frase: «Cuidarse es todo un arte».

Alejandro nos previene y explica prolijamente por qué no debemos dejarnos embaucar por elixires de cualquier tipo que «solo depuran el bolsillo», como ese aceite de serpiente tan popular en el Far West.

Entre los muchos consejos que menudean en la obra está el de que hay que aceptar nuestra individualidad en lugar de compararnos, y huir de ese tan extendido «a mí me funciona» que abunda en las recomendaciones de vecinos o cuñados, que con ironía no exenta de gracia se ha bautizado en algún momento como «amimefuncionismo».

Por otra parte, hay una pregunta importante en la génesis de este libro: ¿estamos realmente satisfechos con nosotros mismos?, ¿siquiera nos hemos planteado dicha cuestión? Pues sí, estas páginas, con sus acertadas exhortaciones, nos brindarán una magnífica ayuda para resolver tal dilema existencial, evitando esos atajos al fracaso disfrazados de éxitos inmediatos.

Es necesario un desarrollo equilibrado del cuerpo y la mente para alcanzar una felicidad bien entendida; y el autor, como experto en los campos de la nutrición humana y la dietética, y el del ejercicio físico, además de una buena base cultural adquirida por sus numerosas lecturas, es un buen guía para recorrer sin tropiezos el intrincado mundo actual. Como Virgilio llevando de la mano a Dante, así Alejandro Valero nos conduce con amenidad a un desarrollo pleno de nuestras capacidades y puede hacernos mucho más exigentes con la realidad que nos rodea, evitando falsedades que redunden en graves perjuicios. Nos puede ayudar a que, cual marionetas, seamos conscientes de nuestros hilos, lo cual dificultará las intenciones del titiritero que pretenda manejarnos a su antojo.

Y ya para terminar, cuando el autor aborda el tema de que en algunos estamentos no se busca el educar sino el convencer de unas posiciones y unos postulados apriorísticos, estoy seguro de que no se refiere a que yo no trate de CONVENCER al lector de este prólogo de lo bueno que tiene entre las manos, de las virtudes de esta herramienta intelectual que Alejandro nos ha regalado gracias a su esfuerzo y dedicación. Y que conste que esto no es infoxicación, y que no tardarán en apreciarlo desde las primeras páginas de El arte de cuidar la mente.

Manolo Berriatúa
(Filólogo y escritor)

Breve introducción

¿Quién no ha recibido lecciones sobre cómo cuidar su mente? ¿Quién no ha escuchado dispares y edulcorados consejos sobre cómo ser más feliz? 
La palabra «felicidad» es tan grande y tan compleja que a menudo la gente intenta explicártela de manera sencilla y meliflua, consiguiendo así diluir su significado al convertirse en una fórmula simplista que no se adapta a la realidad de cada persona ni al complejo entramado de mecanismos por los que se rige la psique humana.

La felicidad no es algo que pueda resumirse en consejos rápidos o recetas mágicas; se trata de un proceso único, personal y, a veces, largo. Por consiguiente, este libro no trata de encontrar soluciones instantáneas, pero sí supone una invitación a conocer mejor la realidad para sacarle partido, a entenderte mejor y a descubrir cómo la mente puede convertirse en nuestra mayor alidada y no en un obstáculo que te impida avanzar. También vas a encontrar a una persona de quien puedo sentirme orgulloso de considerar amigo, que aúna corazón y conocimiento, todo ello maridado con la sempiterna sensatez de su prosa, inseparable de un perenne y sólido respaldo argumental. Un amigo que, mediante este libro, emula la sensación de la que hablaba Borges al experimentar un sentimiento de orgullo por las páginas que había leído. Te trato de tú, estimado lector, porque mis palabras, aunque medidas por la objetividad, vienen de la mente y del corazón, y quiero compartir contigo lo mismo que le diría a un gran amigo, resaltando este sentimiento tan maravilloso que queda como poso tras leer la obra.

Son muchos los años que han pasado desde que conozco al autor, de los que me gustaría destacar una anécdota que compartiré contigo. Ocurrió durante la pandemia, en la que dedicó su tiempo, como ya venía haciendo por años y continúa al día de hoy, a cuidar de lo más importante para él: su familia. Y pese a sufrir unos años marcados por la trágica pérdida de seres queridos, no quiso dejarse vencer por la adversidad e hizo válida la premisa de Einstein de que existe una oportunidad en cada crisis. De tal manera, a pesar de estar escribiendo dos libros —uno de ellos le tienes delante—, comenzó la escritura de un tercero, de diferente temática y como vehículo de distracción. De este último saco la siguiente analogía, y es que tal como Byron, Polidori y la entonces Mary W Godwin crearon obras que trascienden al tiempo durante su encierro en Villa Diodati en «el año sin verano», no es la primera vez que Alejandro ha combatido la adversidad con praxis, suponiendo este libro también una invitación al lector para no dejarse vencer por la dificultad ni el tedio.

Alex (como yo le llamo) no es solo una persona con una dilatada experiencia académica, también cuenta con una vasta pericia profesional y personal, combinadas con una sempiterna dedicación al aprendizaje que convierte en su principal hobby. Saber esto nos ayuda a comprender la meticulosidad que envuelve su proceder, destacando una pluralidad de aspectos de los que yo, querido amigo, me quedo con su cualidad humana. Porque lo que más me impresiona de él, lo que para mí representa su principal virtud, es el ser buena persona, aspecto que extiende al querer motivar a otros a que también lo sean.

Este libro es una extensión de su generosidad, intentando construir un entorno mejor a través de las páginas que lo conforman, bañadas por su toque personal de hacer accesible lo complejo a través de una narrativa amable, fresca y dinámica. De esta manera, logra combinar el gran esfuerzo documental que hay detrás de su trabajo con una obra que puede ser disfrutada por todo tipo de lectores, cautivando tanto a los amantes de lo sencillo como a quienes optan por lecturas más académicas, a través del espacio que crea en sus líneas (donde la ciencia no es enrevesada ni distante).

Por ello, te invito a leerlo con atención y con amor, porque de esto último rebosa su obra y nos impregna a medida que vamos pasando sus páginas. Un amor por ayudar a entender que la mente no tiene que convertirse en nuestro enemigo, sino nuestro mejor aliado, y así Alex nos enseña cómo funciona el arte de cuidar la mente y cómo podemos utilizarlo a nuestro favor. Esta obra que tienes en tu poder es un regalo del que me atrevo a decir que te ayudará a transformar tu vida.

Cipri Quintas
(Empresario, escritor y conferenciante)

Aprehender a aprender, más allá del tópico

La ciencia es algo más que una mera descripción de los acontecimientos tal como ocurren. Es un intento de descubrir un orden, de mostrar que algunos hechos tienen unas relaciones válidas con otros…

La ciencia es una disposición para aceptar los hechos aun cuando estos se opongan a los deseos. Quizá los hombres prudentes han sabido siempre que estamos predispuestos a ver las cosas tal como queremos verlas en lugar de como son…

Lo opuesto al pensamiento del deseo es la honradez intelectual, cualidad extremadamente importante para el científico eficaz…

La ciencia es, desde luego, algo más que un conjunto de actitudes. Es la búsqueda de un orden, de uniformidad de relaciones válida entre los hechos…

En un estadio posterior, la ciencia avanza de la recopilación de reglas o leyes a más amplias ordenaciones sistemáticas. No solamente hace afirmaciones acerca del mundo, sino que elabora proposiciones de proposiciones. Construye un «modelo» del tema que le interesa, lo cual le ayuda a generar nuevas reglas, así como las propias reglas generan nuevas prácticas al tratar nuevos casos aislados…

El «sistema» científico, al igual que la ley, está ideado para ayudarnos a manipular algo con mayor eficacia. Lo que llamamos concepción científica de una cosa no es conocimiento pasivo. A la ciencia no le interesa la contemplación. Cuando hemos descubierto las leyes que gobiernan una parte del mundo que nos concierne, y cuando las hemos organizado sistemáticamente, estamos preparados para tratar eficazmente esta parte del mundo. Predicando un acontecimiento podemos prepararnos para cuando suceda. Disponiendo las condiciones en la forma especificada por las leyes de un sistema, no solamente predecimos, controlamos: «hacemos» que un hecho ocurra o asuma determinadas características. (Skinner, 1971)

Este libro pertenece a una pequeña colección orientada al cuidado de nuestra salud, tratando sucintamente sus aspectos más relevantes enfocándolo en el ejercicio físico, la alimentación y, por supuesto, el tema de esta primera parte: la sesera. En la medida de lo posible, he intentado que la lectura sea amena, al igual que debe serlo la introducción de estas rutinas en la cotidianidad, puesto que intervendrán activamente en nuestra calidad de vida directa e indirectamente, porque estar sano va más allá de cómo nos sintamos o nos vean. Llegar a un estado de felicidad se torna más complicado cuando no poseemos un estado de salud, sobre todo, e salud mental, lo que hace imprescindible prestar la mayor atención en cuidarnos, porque cuidarse, querido lector, es todo un arte.

La OMS define salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades (WHO, s.f.), por lo que el mental es un campo imprescindible a tener en cuenta y no descuidar cuando se quiere gozar de buena y plena salud. Por destacar algún aspecto al que se le debería dar importancia en la búsqueda de una mayor higiene mental, ese sería la adquisición de conocimiento de calidad, para que nos ayude a gestionar con mayor eficiencia las situaciones que nos acompañarán durante nuestra preciada vida.

El balance cualitativo es importante y debe prevalecer sobre el cuantitativo, puesto que uno necesita plantearse la adquisición de conocimiento de calidad, no simplemente en cantidad. Aunque no es intención ir contra el dicho popular de que «el saber no ocupa lugar», sí se pretende destacar que, aunque el lugar que albergue al saber sea inmenso, la capacidad de almacenaje puede hacer que prevalezcan unos conocimientos sobre otros, se olviden aquellos que no se hayan adquirido de manera sólida o que se anulen unos después del descubrimiento de otros que invaliden los primeros. Por eso, desde aquí se propone un proceso selectivo para aquello que nos va a suponer un saber de calidad, que no suponga una alerta constante, pero sí que se tenga en cuenta y se trabaje —o se «entrene»— para que nos adaptemos a ello.

Para todo esto, trataremos lacónicamente cómo podemos realizar esa hazaña de adquirir conocimiento de calidad y veremos también algunos ejemplos que, espero, le entretengan a la vez que le ilustren. Hay un proceso que es crucial a la hora de iniciarnos en la aventura de conocer, y es el aprendizaje. Y, para ello, es necesario introducirnos en un contexto de aprendizaje, crear situaciones en la que se den tanto procesos de adquisición como de apropiación de conocimiento donde discernamos también su calidad. Para nutrirnos de ese conocimiento, debemos seguir varios pasos que comentaremos de manera breve.

En la teoría ecológica, el autor Urie Bronfenbrenner (1987) plantea la influencia que tiene el ambiente sobre el desarrollo psicológico de las personas desde el comienzo del ciclo vital. De esta manera, el entorno en el que crecemos, nos relacionamos y con el que interactuamos dinámicamente afecta y configura a cada individuo y, a su vez, cada individuo también incidirá en ese ecosistema con sus características personales.

Dado lo importante de la relación entre ambiente y persona, y cómo ambos interaccionan entre sí pudiendo actuar como agente facilitador o inhibidor, debemos convertirnos en un factor promotor del aprendizaje. Para ello, el ambiente sociocultural que nos rodee va a contribuir u obstaculizar el proceso de aprendizaje, y nosotros, como sujeto activo en ese ambiente, también contribuiremos a un entorno social más o menos favorecedor.

Otro autor, Albert Bandura (Barahona, 2017), sostiene en su Teoría Congnitivo Social que los factores ambientales, situacionales, cognitivos, personales, de motivación y de emoción interactúan entre sí a la hora de influenciarnos. Es decir, que más allá de nuestra capacidad innata para procesar información, existen una serie de factores que van a contribuir en nuestro aprendizaje a la hora de adquirir conocimiento, por lo que es necesario destacar la importancia del entorno en este proceso.

BF Skiner afirmaba en su condicionamiento operante que el aprendizaje tiene lugar cuando una respuesta va acompañada de un estímulo que la refuerce, y en función del estímulo recibido podrá actuar reforzando o disminuyendo la conducta (Myers, 1999). Imaginemos que la caja que utilizaba Skiner para estos experimentos es nuestro entorno (el que sea, en el momento que proceda), y nosotros esas ratas o palomas objeto del experimento; pero imaginemos también que no llega el refuerzo o castigo de manera externa, es decir, que intentemos procurar dicho refuerzo positivo nosotros mismos a través de nuestros logros. Me explico a continuación.

Imagínese que usted se propone bajar de peso y para ello toma la sabia opción de acudir a un profesional (ojo, ya veremos que un profesional no es necesariamente quien ejerce una profesión, pero dejemos algo para después) y aprende una serie de hábitos y conductas que le encaminan en su objetivo. Ese refuerzo positivo deberá llegar desde usted y hacia usted, una vez que avance en su proceso y contemple sus cambios, pudiendo convertirse en un castigo o refuerzo negativo si usted se sale de la línea y no obtiene ese resultado que espera.

Skiner también hablaba de estímulos neutros u operantes neutrales, proporcionados por el entorno y que no poseen influencia en nosotros. Pero Ivan P. Paulov, con su condicionamiento clásico, propone que un estímulo neutro originariamente (ni positivo ni negativo) puede tornarse beneficioso o perjudicial, estableciendo una relación entre tal estímulo y otro que provocaría la respuesta deseada (Papalia, & Wendkos, 1987).

Volviendo al ejemplo anterior, si usted modifica su alimentación y hábitos hacia un fin salubre, conocer el objeto de ese camino puede hacerle entender mejor el medio para llegar a ese fin, estableciendo una asociación positiva entre comer un plato saludable más allá de la mera palatabilidad cuando le apetezca otra opción menos salubre, o realizar ejercicio físico cuando realmente su mente le está pidiendo sofá y caja tonta. Sí, también aquí se le pueden buscar los tres pies al gato, porque con esto no se anima a nadie a tornar un proceso saludable en insalubre a base de convertirlo en obsesión. También trataremos todo eso más adelante.

Vamos uniendo aspectos y adaptándolos a nuestro caso, a los que sumamos otro más que es el Principio de Premack (o de probabilidad diferencial). Este nos dice que una conducta que despierte interés puede utilizarse como refuerzo para otra conducta que originariamente no nos parecía interesante (Klatt, & Morris, 2001). Volviendo al propósito de bajar de peso, aumentar el gasto energético adoptando un estilo de vida saludable acompañado de una educación alimentaria, pueden ser aspectos que despierten poco interés debido a que, según en qué individuos, tardarán más o menos en arrojar mejoras visiblemente apreciables (o unos sujetos tienen menos paciencia que otros), pudiendo esto actuar como agente inhibidor haciéndonos plantear tirar la toalla.

Pero si nosotros sabemos que ese proceso, que a veces puede no parecer agradable, va acompañado de resultados que sí agradan, las posibilidades de que no se abandone tal proceso aumentan, por lo que en la vinculación de dos estímulos deberíamos conocer tanto los beneficios de hacerlo como los perjuicios de no hacerlo (alimentación saludable frente a cardiopatía, ejercicio físico frente a enfermedades no transmisibles causadas por sedentarismo, terminar una comida social con un café o infusión en vez de con una copa, etc.). Teniendo esto en cuenta, muy posiblemente una opción se imponga sobre otra y nos ayude a tomar una buena decisión que agradeceremos posteriormente.

Siguiendo el ejemplo, cenar una ración de ensalada campera con un vaso de agua de acompañante puede parecer menos atractivo que unos nachos acompañados por una jarra de cerveza. Pero el que aceptemos la ensalada como cena tiene más probabilidad de ocurrir si lo asociamos a optimizar los biomarcadores de salud y no solo tengamos en cuenta el momento hedónico que nos puede proporcionar esa ingesta, pensando más allá de satisfacer nuestro paladar satisfaciendo también nuestra salud. Caminando hacia un objetivo salubre, también veremos favorecida nuestra estética, pero este proceso no tiene por qué correlacionarse al revés, puesto que la salud no siempre es un efecto secundario de trabajar lo estético (quizá, hasta sea contrario en no pocas ocasiones); no obstante, llevar una rutina orientada a mejorar nuestra salud, sí es causal con las mejoras estéticas que se producen de manera concomitante.

El título habla de aprehender («capturar algo o a alguien», pero también «captar algo por medio del intelecto o los sentidos» –RAE-, que es a lo que nos referimos aquí) a aprender («adquirir el conocimiento de algo por medio del estudio o la experiencia» –RAE-). Y para ello, desearía que usted me acompañara más allá del significado pueril que pueda representar este sintagma, porque para aprender (hasta a aprender) se necesita adquirir conocimiento mecánico, y esa adquisición será mayor cuanto más calidad tengan los recursos intelectuales de los que nos valgamos para asimilar nueva información. El aprendizaje no es solo un proceso lúdico, requiere dedicación y firmeza, o en palabras de Ricardo Moreno Castillo (2006): 
«Un buen investigador ha de dedicar primero muchas y muchas horas de estudio para tener una formación amplia en la ciencia en la cual debe investigar». Por ello, mientras se aprende a aprender, hay que comportarse como sujeto activo y meterse en materia o, como dice el dicho atribuido a Picasso, «que la inspiración te encuentre trabajando».

Piaget (2017) expone que el aprendizaje es un proceso constructivo en el que se relacionan nuevos contenidos dentro de las estructuras que ya se poseen, por lo que el proceso de aprendizaje va a depender no solo del desarrollo cognitivo de la persona y del entorno, como hemos leído, sino también del conocimiento previo que se tenga. Por eso, hasta para aprender a aprender, se necesita conocer, recopilar información y prepararnos para recibir, comprender y asimilar esa información. Debemos integrar y relacionar la información que recibimos con los conocimientos previos que tenemos almacenados en nuestra estructura cognitiva para que se produzca lo que Ausubel definió como aprendizaje significativo, con el objetivo de crear estructuras cognitivas estables (Ausubel, 1976; 2002, citado en Rodríguez, 2011).

El aprendizaje significativo se distingue del memorístico en que, a diferencia de este último que es de tipo mecánico o repetitivo (no se asocian los conocimientos nuevos con los existentes, requiriendo un gasto energético mayor a la hora de almacenar lo aprendido), ocurre al establecer relaciones entre conceptos nuevos y anteriores (o vinculados con la experiencia). De esta manera, al generarse estructuras complementarias a las ya existentes en nuestra psique, el gasto energético es menor y la retención del nuevo material se hace más sencilla al ir relacionado con un esquema cognitivo preexistente (Vega, 2018). En este punto entran las teorías multialmacén, donde se sugiere que el aprendizaje comprende una serie de fases en las que tiene lugar el procesamiento de la información.

Los análisis más profundos conllevan un almacenamiento más perdurable de la información que adquirimos, por lo que cómo impacta en nosotros y el interés que le ponemos son dos aspectos determinantes, si bien no los únicos (pensar sin aprender ni comprender, no conduce a buen derrotero).

La mera repetición podrá ayudarnos con la memoria a corto plazo, pero es su comprensión y dedicación la que almacenará la información en la memoria a largo plazo. Debemos comprender el conocimiento que adquirimos, para lo que tendremos que utilizar las estrategias que promuevan esa adquisición o, por ejemplo, como decía Confucio, «me lo contaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí». Tiene relación con el interés pedagógico de John Dewey mediante su aprender haciendo, la «Educación por la acción», en la que promueve la experimentación y la solución de problemas prácticos (Lafuente, 2017). En ocasiones es interesante fomentar el interés por la tarea, no solo por el producto.

Ahora, en nuestros tiempos, tenemos la gran suerte de cabalgar a hombros de gigantes en cuanto al conocimiento, gracias al trabajo que han desarrollado otros a través de la historia, de quienes, con sus luces y, en ocasiones, sus sombras, hemos podido nutrirnos de gran cantidad de información. Poder alimentarnos del conocimiento de otros es un regalo que no deberíamos desperdiciar aprendiendo sin comprender lo aprendido.

Una vez instalados en un contexto favorable donde se dé el aprendizaje, debemos adentrarnos en otro entramado proceso: la búsqueda de información de rigor que nos ayude a construir un conocimiento de calidad. Y para esto necesitamos adherirnos a una metodología que no solo escudriñe aquella información que rrecibimos, sino que también nos ayude a buscar e identificar aquella que es de calidad y desechar la que no lo es. Para ello, existe el método científico, cuyas premisas son extrapolables a innumerables campos y cuyo conocimiento es importante si queremos que se dé ese aprendizaje cualitativo anteriormente mentado. Resumiré esta metodología basándome, principalmente, en el Discurso del método, de René Descartes (2010), y la Lógica de la investigación científica, de Karl Popper (1980).

Una de las definiciones de la RAE para método es procedimiento que se sigue en las ciencias para hallar la verdad y enseñarla, pero el concepto de método viene del griego méthodos o «camino», designando el medio usado para alcanzar un objetivo; ciencia viene del latín scientia, cuyo significado es «conocimiento». Por lo tanto, podríamos decir que el método científico es el «camino al conocimiento», y este está lleno de reglas y metodologías que nos aseguren un grado de evidencia lo más alto posible.

En la segunda parte del libro Discurso del Método, Descartes nos habla de cuatro reglas en las que basa su fundamento metódico para evitar caer en errores, distinguiendo lo veraz de lo falaz y así encontrar nuevos conocimientos cimentados en las verdades ya existentes. Estas reglas, tal como se muestra en el libro, funcionan «para descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías» (Descartes, 2010). Vamos a leer qué dicen.

En primer lugar, no aceptar como verdadero aquello que carezca de evidencia que así lo acredite. Esta es la premisa principal, en la que propone no aceptar como una verdad algo que no pueda evidenciarse de tal manera que no exista duda. Aquí podemos añadir lo que coloquialmente se conoce como Navaja de Hitchens, o que la carga de la prueba de quien realiza una afirmación reside en el enunciante, no teniendo el receptor del mensaje que demostrar su falsedad para refutar un argumento; quien lo enuncia es el encargado d adjuntar las pruebas de su veracidad. Para entendernos, si yo le comento a usted que en un cráter lunar hay una fotografía de cuando hice la primera comunión, no es usted el que deberá demostrar que eso es falso para desacreditar mi afirmación, debo ser yo el encargado de probar tal esperpento si quiero que sea aceptado como válido. El compendio vendría a decir que aquello que es afirmado sin aportar pruebas de su veracidad, puede ser refutado sin necesitar pruebas de su falsedad.

Vamos con la segunda regla de Descartes, basada en el análisis y consistente en dividir una complejidad tantas veces como se pueda y necesite para hallar así sus formas más simples, de las que depende, pudiendo, mediante este proceso, comprenderlo mejor. De esta manera, encontraremos las raíces de aquello que deseamos comprender para poder entender su evolución hasta el asunto inicial. Al segmentar un asunto concreto, podremos hallar en él aspectos más simples que nos ayuden a intentar comprenderlo, o también a empezar aprendiendo las bases que explican uno u otro fenómeno de mayor complejidad (y que requiere, para su comprensión, la previa adquisición de tales bases).

Y esto nos lleva a la tercera regla:

conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente.

Esto complementa la regla anterior, donde una vez reducido lo complejo a simple, vamos avanzando y reconstruyendo desde lo simple hasta alcanzar de nuevo lo complejo con total entendimiento, logrando una síntesis analítica partiendo desde lo simplificado, permitiéndonos así el alcance y comprensión de parcelas más complejas. De esta manera, aumentamos nuestro conocimiento.

El último de sus principios o reglas consiste en el repaso de lo elaborado una y otra vez hasta cerciorarse de no omitir nada. Siguiendo esto, volvemos sobre nuestros pasos para comprobar que no nos dejamos nada y que no se han cometido errores en el proceso anterior. La ciencia no es absoluta ni dogmática, por ello debe revisarse y deben revisarla otros compañeros para replicar con efectividad los resultados obtenidos en un escrupuloso proceso que estará sujeto a revisión, modificación y estudio.

El saber científico trasciende a los hechos, los descarta, produce nuevos hechos y los explica, exprimiendo la realidad para ir más allá de las apariencias, no limitándose a la percepción de lo observado. No hablamos de un conglomerado de informaciones sin conexión, sino de conocimiento sistemático, un sistema de ideas o teorías unidas por una relación implícita caracterizada por la lógica (Bunge, s.f.). Se suele confundir teoría en términos científicos con hipótesis en términos populares, pero no es así.

Una teoría es una explicación sistemática comprendida por un conjunto de formulaciones que parten de un conocimiento sobre la materia, así como de una serie de hechos que aúnan cierta lógica y conceptos respaldados por el empirismo. Cuando hablamos, por ejemplo, de la Teoría de la evolución, no hablamos de una opinión subjetiva, tal y como ahora se pretende dar validez a estas últimas por el mero hecho de serlo, sino de una explicación objetiva sustentada en el conocimiento y comprobada que se fundamenta en la recolección de datos. Por lo tanto, tenemos que el método científico es un elemento muy útil para nuestra psique a la hora de procesar la información que recibimos. Veamos cómo esto se extrapola a muchísimos aspectos cotidianos y no solo a la lectura de papers o a la hora de emitir un juicio sobre algún producto o postulado complejo. Este método o conjunto de tácticas está dividido en una serie de procesos que pretenden garantizar la calidad de lo sometido a análisis y emitir un juicio lo más objetivo y veraz posible sobre aquello que se analiza.

Durante su desarrollo, recorremos varias etapas. Primero, formulamos una pregunta sobre un fenómeno observable o, si ya conocemos un tema, se pone a disposición una hipótesis o afirmación. Después de hacernos esa pregunta, nos ponemos a investigar sobre el tema para poder construir una hipótesis plausible (del griego hipo, «por debajo» y tesis, «conclusión que se mantiene con un razonamiento o argumento») fruto de la recolección de esa información.

Una vez tenemos esto, comienza la fase de experimentación para comprobar la veracidad de la hipótesis propuesta (se confronta la hipótesis con los hechos), la cual es sometida a una batería de pruebas que demuestren o no su veracidad, así como aquellas variables que puedan encontrarse en su entorno. Voy a hablarle de algunas de esas estrategias que resultarán útiles y extrapolables para diferentes dudas y aspectos que puedan surgirnos en nuestra cotidianidad.

Como necesitamos una demostración que valide la hipótesis, aplicamos diferentes metodologías como la refutabilidad de tal proposición, esto quiere decir que se intente buscar el fallo mediante diferentes pruebas. Después, tal afirmación debe atender a los criterios de reproductibilidad, es decir, otros colegas deben ser capaces de llegar a los mismos resultados y conclusiones que propone el estudio inicial, haciendo lo mismo en las mismas condiciones. El siguiente paso es realizar una revisión por pares del resultado con otros profesionales homólogos en la materia y sin conflictos de interés. Estos son pilares fundamentales de la investigación científica.

Entonces el camino se bifurca en dos senderos: el primero corresponde a si todo ha salido como se esperaba, y en caso afirmativo se elabora una tesis, publicándose posteriormente los resultados en los que se detalla un informe con las conclusiones. Si en algún momento la hipótesis es refutada en su totalidad o parcialidad, se vuelve a la casilla de salida sobre los pasos iniciales y toca empezar de nuevo en la construcción de una nueva hipótesis.

Bajo esta metodología, se pretende evitar juicios injustificados sobre aspectos que no conocemos a la vez que se intenta averiguar los porqués de aquello que no entendemos. Cuando los griegos presocráticos empezaron a preguntarse por las causas de los fenómenos que no comprendían, alejándose de los dioses y buscando otras explicaciones, dieron su primer paso hacia la ciencia. El escepticismo se abría camino junto con la preocupación por entender la naturaleza, provocando un divorcio con el pasado que duró siglos y siglos, pero «comprender el mundo posee un valor en sí mismo, conduzca o no a lo útil» (Weinber, 2015).

Los científicos también pueden cometer errores (a Galileo le pasó con las mareas o los cometas, y a Newton, con la refracción). Pero mientras que alguien verdaderamente profesional que sigue y trabaja el método científico advertirá de las limitaciones de su investigación, así como reconocerá su ignorancia en aquello que desconoce, un falso profesional basará su discurso en exaltar lo bueno y omitir (cuando no pueda maquillar) lo malo. De esta manera, al no airear los errores, estos se extienden e incluso se multiplican, gracias a la figura del falso profesional al que se le pueden atribuir distintos sinónimos según demande la ocasión: pseudocientífico, charlatán, estafador (si comercia con el engaño), y un largo et caetera.

Ha aparecido otra palabra clave, el «pseudocientífico» o falso científico, palabra que viene del vocablo pseudociencia (del sufijo griego pseudo, que indica falsedad, imitación o engaño), término para designar a la disciplina que pretende hacerse pasar por ciencia sin serlo y en la que no cabe método científico alguno. Es decir, mediante esta palabra (que no suelen usar quienes la consumen o comercializan), podemos designar un sinfín de mecanismos. Algunos de ellos hasta se visten de ciencia ordinaria e, incluso, incorporan parte de la metodología científica para adornar y/o justificar su producto, adjuntando en su mercadotecnia aspectos del método científico cuidadosamente seleccionados.

La pesudociencia normalmente es más «asequible intelectualmente» que la ciencia, proporcionando enunciados con respuestas fáciles y prometedoras a preguntas que la ciencia contestaría con mayor complejidad. Por ejemplo, la homeopatía tiene su metodología bien explicada y detallada, pero existe el problema de que se cimenta en premisas erróneas y su resultado —si lo hay— no va más allá del efecto placebo (Ernst, 2002), del que hablaremos próximamente en otro capítulo. Aquí entramos en otro punto, el identificar qué es pseudociencia de lo que no lo es, y para ello necesitaremos construir una base de conocimiento funcional que nos ayude con el procesado de la información que recibimos del exterior, reconociendo la calidad de esta, así como de sus fuentes.

Frecuentemente, la desesperación y malas experiencias con malos profesionales (hay que buscar profesionales académica y moralmente competentes) hacen que la gente se arroje a las pseudociencias al calor de ese trato humano que, en ocasiones, la medicina con sus prisas no les proporciona. Resumiendo, «las seudociencias son más populares que las ciencias porque la credulidad está más extendida que el espíritu crítico, el que no se adquiere recopilando y memorizando informaciones, sino repensando lo aprendido y sometiéndolo a prueba» (Bunge, 2012).

En el siglo xx surgió el concepto de posmodernidad con autores como Jean François Lyotard, Gilles Lipovetsky, Vattimo Luhmann y otros, algo que continúa aún en nuestro siglo gozando de bastante popularidad en muchas esferas. Es en este periodo donde nace un concepto para aludir al hecho de incorporar una falsa verdad que, mediante el uso del simplismo y el sentimentalismo, se pretende (y se consigue, en muchos casos) hacer pasar como verdadera (Lafuente, 2017). Esto desencadena una serie de consecuencias de las que enumeraremos algunas de ellas.

Gracias a esta estrategia de anteponer lo emocional a lo racional, el punto de referencia se desplaza del logos y se sitúa en un relativismo marcado fuertemente por los sentimientos, desarrollando un pensamiento débil que es más propenso a la manipulación y menos resolutivo para la gestión (utilizando el pathos como línea generatriz de la realidad). En varias ramas de la ciencia también se empiezan a «retorcer» las conclusiones y aumenta su dependencia de los contextos sociales, al igual que ocurre con científicos y expertos que actúan movidos por motivaciones externas a la búsqueda de la verdad. Estas cosas ocurren cuando la vinculación con una ideología es más fuerte que la ética o la profesionalidad (también se da porque, como decía el poema de Quevedo, «poderoso caballero es don Dinero»), y aquí cabe recordar que al conversar sobre ciencia con un científico que posea dichas motivaciones, hablamos con el científico; pero como intervenga la ideología en la conversación o en la motivación, hablaremos con el mílite.

Con la posverdad nos alejamos de las reglas fijas que buscaba Descartes para descubrir verdades y nos acercamos a las posturas orientadas a defender tesis o exponer teorías. Mario Bunge (s.f.), en La ciencia. Su método y su filosofía, dice que «…Mientras los animales inferiores solo están en el mundo, el hombre trata de entenderlo»; pero cuando el hombre colabora con el relato y abandona la razón objetiva, los hechos pierden valor y la razón se transforma en lo que cada cual considere según su criterio (o el de los demás), ganando presencia el emotivismo.

Para retorcer la verdad hasta que se asemeje al relato, construyen una visión alternativa que, o bien selecciona aquel dato susceptible de ser interpretado como argumento favorable, o lo oscurecen si no interesa, alineando el mensaje a una suerte de intereses coincidentes con los emisores o creadores de tal mensaje. Un masivo bombardeo de información propagandística cuidadosamente elaborada, eclipsará aquella información que contradiga la «oficial», puesto que no se busca educar sino convencer. Los errores perjudican a quienes los pagan, y estos no necesariamente son siempre quienes los cometen.

En este contexto aparecen conceptos como la infoxicación, o saturación de información que dificulta y confunde su procesamiento; la infodemia, o aumento masivo de información cuantitativa (pero no cualitativa) sobre un tema que puede resultar contradictorio; y el astroturfing, o estrategia mediante la cual se pretende convencer a otros a base de testimonios y acciones orientadas con fines propagandísticos, sin importar que la información que se vierta sea falsa o compuesta por medias verdades. Y todo porque:

En la era de la posverdad, las reglas del juego no incluyen la determinación de lo verídico a través de un proceso de evaluación racional, elevación y conclusión final. La posverdad asume que existen tantas verdades como individuos y cada uno elige la suya propia, como si de un buffet se tratara. (Aparici, & García, 2019)

Como corolario para este primer capítulo, podríamos concluir que el conocimiento nos da las herramientas para combatir y rechazar aquello que nos perjudica o nos perjudicará, y para llegar a esto debemos diferenciar la dimensión objetiva del conocimiento (la que contempla la realidad) de la subjetiva (relativa a lo que para cada uno supone esa realidad). La primera es la que nos permite reconocer qué es conocimiento y qué esbroza o pseudoconocimiento. En cuanto a la dimensión subjetiva del conocimiento, es la que cada uno de nosotros moldea en función del humus que se haya formado en nuestro cerebro con base en lo aprendido y que puede verse regulado por nuestro estado emocional, llegando a condicionar nuestra percepción.

Piaget e Inhelder (2015) señalan la existencia de un periodo preoperacional en el niño, en el cual no es capaz de utilizar su pensamiento lógico para transformar, separar o combinar ideas con eficiencia, lo que disminuye su percepción de la realidad al no ser capaz de manipular la información de manera eficiente. De esta manera, mediante la precausalidad, un sujeto cree comprender los mecanismos exteriores y objetivos de la realidad cuando lo que se produce es un aprendizaje basado en otros mecanismos de origen subjetivo.

El desorden del pensamiento conduce al desorden en la acción. Ante esto nos queda aprender, aprender y aprehender a aprender, porque pensar sin haber aprendido no ayuda en la comprensión de lo pensado y, de esta manera, difícilmente lograremos acomodar nuestra inteligencia para adaptarse y progresar en el entorno sin someterse a él. Y para diferenciar la realidad de la idealidad, está el conocimiento, y para llegar a él, volvemos al título de este capítulo, adjuntando una frase utilizada por muchos, pero atribuida al escritor y cómico Robert Orben: «si la educación te parece cara, prueba con la ignorancia».

Cuando aquí se habla de salud y de los cuidados que a ella conducen, se da por sentado el hecho de que tales atenciones supongan una rutina dentro de un estilo de vida que se pueda asumir con responsabilidad, criterio y gusto. Pero nunca con obsesión, porque el miedo a la enfermedad supone en sí un trastorno cuando la necesidad de salud crea una enfermedad. El temor a sufrir conlleva sufrimiento, y esa sensación de miedo por el sufrimiento futuro produce un exceso de tensión e incertidumbre que se traducen en un aumento del sufrimiento actual. No se puede dar lugar a la falta de cuidado de nuestra mente. Existe lo que se denomina trastorno de ansiedad por enfermedad, para describir a la sintomatología de quien interpreta unos síntomas físicos como una patología grave, desarrollando un miedo irreal al padecimiento que les mantiene en una continua atención exacerbada sobre su salud física.

El conocimiento no solo es útil en posesión, sino también en divulgación. La inteligencia es una cualidad que beneficia al que la posee y también al que tiene la suerte de encontrarse y conversar con alguien que la posea. Aprender de quien tiene algo que aportarnos es una suerte, si tiene a su lado alguien inteligente compartiendo su conocimiento de manera altruista, considérese afortunado.

Yo utilizo la expresión odisea del náufrago para aludir al más o menos tedioso proceso que empieza desde que se decide recorrer un camino complejo hasta finalizarlo. Imagine que es un náufrago cuyo barco en el que navegaba sufrió un accidente y ahora conforma un pecio en el lecho marino. Usted, flotando en el agua, tiene dos opciones: quedarse quieto y esperar, puesto que todo camino parece igual y no se divisa tierra alguna, o elegir una dirección para nadar y ponerse en marcha. Inicialmente puede parecer que, por más que nade, el resultado es el mismo que si se hubiera quedado sin hacer nada: agua y más agua… y fatiga. Pero no es así. Usted, aunque no lo perciba, está avanzando, y la única manera de llegar a tierra firme es moviéndose y encaminando acciones que conduzcan a ese fin (como conocer hacia dónde debe nadar, aspecto importante), no adoptando una posición derrotista. Ha de entenderse el símil, para no hacer la nota más larga especificando que el barco no emitió señal de socorro alguna y no compensa quedarse a esperar, que la temperatura y condiciones del agua propiciaban la marcha, etc.

Hay autores de los que se puede aprovechar prácticamente todo y otros de los que apenas nos queda algo interesante, pero esto es la maravilla del legado que nos han dejado y van dejando, el poder sacar algo provechoso hasta de quienes en su día metieron la pata con alguna que otra cuestión.

Últimamente es trendy decir que cada uno tiene una opinión y que hay que respetar todas ellas por igual. Hay que diferir aquí, puesto que el ser una opinión más o menos respetable no es implícito al derecho que se tenga a expresarla, sino al carácter de esta. Por ejemplo, el canibalismo formó parte de varias culturas como las mesoamericanas, algunas africanas e indonesias, pero no por el hecho de que se opinara desde ellas aspectos reivindicantes de tal práctica, debemos respetarlo. Por supuesto, todas las opiniones tampoco deben ser del mismo valor; una opinión debería contar más o menos en función de su respaldo argumental, como seguro le pasaría a cualquiera que acude a consulta de dermatología para que evalúen una mancha sospechosa que le ha salido en la piel a quien probablemente, le valdrá más lo que opine el dermatólogo al respecto que la opinión del que está sentado a su lado en la sala de espera.

Además, las ramas pseudocientíficas han sabido llegar mejor al vasto público, acompañadas también de grandes campañas de márquetin en las que se aprovechan hábilmente las limitaciones fácticas del conocimiento racional para hacer pasar especulaciones desenfrenadas, y datos no controlados, por resultados de la investigación científica. Como la ciencia genuina es difícil, exige mucho esfuerzo, paciencia y la generalización masiva de una alta educación cultural que, dada la estructura actual de los sistemas productivos, solo está al alcance de una pequeña minoría; la pseudociencia prospera en las sociedades industrializadas con más facilidad que el conocimiento desinteresado y que el escepticismo organizado (Bueno et al., 1991). Podemos encontrar grandes empresas, figuras famosas y reclamos publicitarios muy bien trabajados que enfatizan el quién en vez del qué.