EL Rincón de Yanka: INDIVIDUALISMO

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viernes, 23 de agosto de 2024

INDIVIDUALISMO: YO, YO Y SIEMPRE YO: SER COMO UN YOYO 🪀

 YO, YO, Y YO: JUGAR AL YOYO

🪀

Desarraigados en el individualismo, 
nunca nos podremos salvar

En este importante artículo, publicado ayer en la renombrada revista francesa «Valeurs Actuelles», Alain de Benoist va más lejos de lo que nunca había ido
Adonde va Alain de Benoist es al fondo último de la cuestión, ahí donde pone el dedo en la llaga de nuestros males: en ese individualismo que, encerrándonos y desarraigándonos, no sólo cercena nuestra humanidad —eso ya lo sabíamos—, sino que nos priva ante todo de «lo sagrado», de este aliento superior al que Heidegger llamaba «dios»: «el dios que es lo único que nos puede salvar», es decir, «arraigarnos en la propia historia pasada y venidera».
J. R. P.

Aclaremos enseguida un malentendido: cuando Nietzsche, en un famoso pasaje de su Zaratustra, escribe que «el hombre debe ser superado», no está diciendo que el hombre deba ser sustituido por otra especie, y menos aún por una máquina. El advenimiento del hombre «aumentado» que proponen los teóricos del transhumanismo no es otra cosa que el advenimiento del hombre máquina, la gran sustitución del hombre por la máquina, resultado de la fusión de la electrónica y lo vivo. Este ser híbrido «aumentado» tiene tan poco que ver con el superhumanismo nietzscheano como los superhéroes de las superproducciones americanas, que nunca mueren, con los héroes reales, cuyo fin es siempre trágico. Nietzsche habla de un hombre capaz de llegar a ser más de lo que ha sido hasta ahora. El hombre que se supera o sobrepasa, el hombre que rebasa sus límites es un hombre que alcanza una dimensión superior de sí mismo. Se supera, pero no es superado.

Hay mil maneras de superarse, mediante la acción, mediante la creación (artística o literaria) o mediante el trabajo de la mente. Todas tienen algo en común: para superarse, el ser humano nunca debe estar completamente satisfecho de sí mismo. Debe estar convencido de que puede llegar a ser mejor u obtener más de sí mismo porque siente la necesidad de hacerlo. Debe estar preparado para sentir una llamada: la llamada de la excelencia, podríamos decir.

El concepto que mejor nos permite comprender lo que significa superarse a sí mismo es lo que los griegos llamaban el telos. El telos, que no debe confundirse con la simple meta (que los estoicos llamaban skopos), representa el punto de perfección hacia el que nos dirigimos cuando nos superamos a nosotros mismos. El telos es aquello en con vistas hacia lo cual todo existe, y aquello hacia lo que el hombre está llamado a ser por su naturaleza. El telos es un punto de excelencia, que debe entenderse en el sentido de plenitud y realización. Pero alcanzar la excelencia también puede significar superarnos a nosotros mismos o afirmar lo que somos con una fuerza cada vez mayor.

Paradójicamente, nos superamos al realizarnos, al cumplir nuestra excelencia. Ésta es sin duda la razón por la que no todo el mundo consigue superarse: la mayoría, de hecho, ni siquiera se lo plantea. Pero la búsqueda de la excelencia requiere algo más que la capacidad personal y el impulso interior. Hay circunstancias, épocas y ambientes que son más propicios a esta búsqueda porque promueven figuras ejemplares que estimulan el deseo de superarse, porque ofrecen los ejemplos de héroes y santos para la admiración, mientras que otros los desacreditan, desprecian o escarnecen. Lo esencial aquí es la idea que tenemos de la naturaleza del hombre. Toda concepción del mundo se basa en última instancia en una antropología. ¿Cuál es la antropología implícita de nuestro tiempo? ¿Cuál es la concepción del hombre que transmite la ideología dominante en nuestras sociedades? La respuesta es clara. Es utilitarista, individualista y «economicista». El hombre es visto ante todo como un ser egoísta y calculador que busca siempre y únicamente maximizar racionalmente su utilidad, es decir, su mejor interés material y su beneficio privado. El hombre es básicamente un ser de cálculo e interés. El modelo es el del comerciante de mercado: Homo œconomicus. A partir de entonces, la sociedad no consiste más que en una serie de relaciones de mercado e intereses contrapuestos. Funciona únicamente sobre la base de contratos legales y relaciones de mercado. Todos los valores que no pueden reducirse a una evaluación contable —la fe, la gratuidad, el desinterés, el don de sí mismo— le son ajenos. El comportamiento moral ya no es el resultado de un sentido del deber o de una norma moral, sino del interés propio bien entendido. Todo el envilecimiento del mundo moderno», escribió Péguy, «es decir, el darle a todo un precio —y precio barato— por parte del mundo moderno, todo el abaratamiento del precio proviene del hecho de que el mundo moderno ha considerado negociables valores que el mundo antiguo y el mundo cristiano consideraban innegociables». 

El individualismo arma la plena sustancia del individuo singular. La antropología individualista sólo ve al hombre como una mónada. No es tanto una persona como un individuo. El hombre puede entenderse a sí mismo como individuo sin tener que pensar en su relación con otros hombres dentro de ningún tipo de socialidad. Sujeto autónomo, dueño de sí mismo, movido únicamente por sus intereses particulares, el individuo se define, por oposición a la persona, como un ser «independiente» y, por tanto, esencialmente no social. El individualismo fija sus valores independientemente de la sociedad tal como la encuentra. Por eso no reconoce la existencia autónoma de comunidades, pueblos, culturas o naciones. En estas entidades, que aprehende mediante el individualismo metodológico, no ve más que meros agregados de átomos individuales, y supone que sólo estos poseen valor.

«Los muertos nos gobiernan», sentenció Auguste Compte. El hombre de hoy entiende la autonomía como la capacidad, no de gobernarse responsablemente, sino de hacer lo que le venga en gana. Su concepto de libertad es la capacidad de dar rienda suelta a sus deseos, presentarlos como necesidades generadoras de derechos y disponer de sí mismo según sus propias decisiones a partir de nada, sin preocuparse por el bien común. La ideología de género y el wokismo, por ejemplo, postulan que la sociedad debe mirar a los individuos no según lo que son, sino según lo que dicen ser. Si soy una mujer, pero he decidido ser un hombre, tengo que ser visto como un hombre, o seré discriminado. La diferencia entre los sexos no es más que una «construcción social» que, una vez más, parte de la nada.

La libertad reivindicada por el liberalismo es una abstracción, vinculada a un «derecho» inherente a la persona humana, que afirma que el individuo tiene derecho a hacer (y a exigir poder hacer) lo que quiera con su tiempo, su cuerpo o su dinero. Es más, se supone que las personas toman decisiones que son consecuencia de sí mismas, sin verse condicionadas o moldeadas por su herencia o sus lealtades. La libertad de los individuos presupone que pueden prescindir de sus orígenes, de su entorno, del contexto en el que viven y en el que ejercen sus elecciones, es decir, de todo lo que les hace ser lo que son, y no de otra manera. Con otras palabras, como dice John Rawls, todo ello presupone que el individuo es siempre anterior a sus fines. Tanto más libre cuanto que está desligado de sus pertenencias, se supone que el individuo construye sus preferencias como se construye a sí mismo: a partir de la nada. Sin embargo, nada demuestra que el individuo pueda entenderse a sí mismo como un sujeto libre de toda atadura, libre de todo determinismo. Tampoco hay nada que demuestre que siempre preferirá la libertad a cualquier otro bien (la seguridad, por ejemplo). Por definición, tal concepción ignora los compromisos y los apegos que no deben nada al cálculo racional. Es una concepción puramente formalista que no puede dar cuenta de lo que es una persona real.

La libertad se define, así, de forma puramente negativa, como el rechazo de toda injerencia exterior («libertad de», no «libertad para»). Además, y sobre todo, no puede implicar ninguna obligación de actuar por el propio bien, ni siquiera de actuar con vistas a un bien: podemos hacernos daño a nosotros mismos siempre que ello no incomode a nadie más. Es el abandono radical de la idea de telos, o búsqueda de la autoexcelencia. Como ha señalado Pierre Manent, en nombre de una especie de «insularidad ontológica», renunciamos a pensar la vida humana en términos de su bien o de su fin.

¿Superarse a sí mismo?

Con semejante concepción del hombre, ¿quién puede sentirse animado a superarse a sí mismo? Como vemos cada día, el tipo humano producto de tal antropología es el narcisista inmaduro. Es el «último hombre» del que habla Nietzsche cuando decía que es indestructible como el pulgón, que es el que guiña el ojo porque cree haber inventado la felicidad, mientras que en realidad es el que «lo empequeñece todo». Es el Homo festivus, el hombre del fin de la historia, ignorante de lo trágico, ajeno a lo sublime, indiferente a lo sagrado, el hombre que sueña con pasar su vida en lo que el difunto Philippe Muray[1] llamaba «colonias distraccionarias».

Es también, y sobre todo, el hombre que cree que, por definición, no hay nada peor que la muerte: una idea compartida por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, pero también una idea radicalmente nueva. En el pasado, la muerte no se consideraba ciertamente como algo agradable, pero también creíamos que había muchas cosas que teníamos el deber de anteponer al miedo a la muerte. El sometimiento, la esclavitud y la dominación extranjera se consideraban insoportables. Era mejor morir que vivir sin libertad. Morir por la propia fe, por las propias ideas, por las propias convicciones, dar la vida por deber, era aún superarse a sí mismo. De Antígona al coronel Beltrame[2] hay mil ejemplos en la historia de sacrificios de este tipo. Pero ¿por qué sacrificar la vida si no hay nada peor que la muerte? Si no hay otra vida para el individuo, ya no hay nada por lo que merezca la pena sacrificar la propia vida. ¿Qué sentido tiene defender el sacrificio de la vida de uno en una época atormentada por el nihilismo, en la que los «famosos del famoseo» han sustituido a los «hombres ilustres» sobre cuya vida ejemplar escribió Plutarco, del mismo modo que los consumidores han sustituido a los ciudadanos? Por eso las sociedades individualistas son las que más dificultades tienen para movilizar, mientras que destacan por colocar al «Ego» en la más alta de las banderas.

¿Vivir sin ningún referente sagrado?

Para superarnos, debemos adherir una concepción del hombre que lo vea como algo distinto de un ser egoísta y autosuficiente que sólo está en la tierra para maximizar sus propios intereses. Debemos verlo como un heredero, cuyas elecciones están determinadas por una herencia o un sentimiento de pertenencia, y que trata de encarnar lo que ha heredado llevándolo a un grado de excelencia que aún no ha alcanzado.

El problema que se plantea entonces es saber si una sociedad es capaz de organizarse de manera sostenible sin ninguna forma de sacralidad, sin poseer un punto de unidad superior a la inmanencia inmediata. Frente a nuestra finitud, ¿podemos vivir sin ninguna conexión con algo más allá de nosotros mismos? En un momento en que la fe individual, reducida a la condición de una opinión entre muchas, ha sustituido a la organización religiosa de la sociedad, ¿pueden perdurar las culturas humanas sin un horizonte de sentido colectivo?, ¿sin referencia a algo distinto de ellas mismas?, ¿sin valores comunes y convicciones compartidas?

«¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de lo que no existe?»

¿Es posible vivir juntos sin apoyarnos en lo común? ¿Y no es en la incapacidad del hombre para reconocer la presencia de lo que va más allá de su propia existencia donde radica el abandono al que parece condenarle el individualismo contemporáneo? La verdad es que, para trascendernos, tenemos que sentirnos movidos por algo que nos sobrepasa. En una célebre entrevista publicada en 1966, Heidegger afirmaba: «Sólo un dios puede salvarnos», pero en otro lugar también precisaba: «Salvar no significa tan sólo preservar lo que aún existe; salvar significa, originariamente, una justificación creadora de la propia historia pasada y venidera». Refiriéndose a la «ilusión antirreligiosa de las sociedades de mercado», Régis Debray citó a Paul Valéry: «¿Qué sería de nosotros sin la ayuda de lo que no existe?».
_________________________

[1] Philippe Muray es el autor del concepto de Homo festivus. (N. del Trad.)
[2] Arnaud Beltrame, el policía que dio heroicamente su vida al intercambiarse de forma voluntaria con un rehén en un atentado terrorista en Francia. (N. del Trad.)



Seguramente has sido así o conoces a varias personas así.
“Yoyismo” o egoísmo: siempre yo, siempre lo más importante es lo mío, lo más grave me pasa a mí; lo mejor y lo peor es lo mío, siempre.
Se traduce también en un problema importante para comunicarnos con el mundo y quienes nos rodean.
En redes sociales vemos siempre esa necesidad por sobresalir; necesitar que los demás se preocupen por nosotros; mostrar que soy más afortunado que cualquiera, etcétera.
Pero en la presencia física el “yoyismo” o egoísmo es palpable cuando intentamos convivir con alguien.
Y resulta que siempre antepone sus necesidades (siempre yo), sus temas son más relevantes y requieren más atención. Hay poco interés en los asuntos de los demás.
También lo vemos cuando decimos algo y la otra persona interrumpe para aprovechar el tema que apenas inicias, y lo hace para llevarlo a una experiencia suya.
En las parejas vemos con frecuencias que uno plantea sin darse cuenta, que sus necesidades son más apremiantes.
Hay quienes optan por un tema de salud personal para el “yoyismo”:
“uy no, a mí me pasó algo más grave”; “para enfermedades yo sí que he sufrido”.
Pero no solo es para lo negativo. también vemos a quienes con el egoísmo y el “siempre yo”; no hay quien se les compare en cuanto a logros, fortuna, bendiciones y beneficios:
“ya renté una casa preciosa”… “uy, yo la mía la compré en una ganga y no tuve que gastar tanto, deja te cuento…”
En fin, podemos dar ciento de ejemplos, pero el “yoyismo” tiene en el fondo un asunto de falta de atención.
Quien está encerrado en el “siempre yo”, se encuentra estancado en un asunto que no ha resuelto y en el que vive congelado tratando de sacar adelante. No está tranquilo con algún logro, algo que no tuvo y ante el cual no se siente satisfecho.
Autoestima, atención paternal, falta de reconocimiento, de aceptación, etcétera…

domingo, 25 de febrero de 2024

LIBRO "LIBEROFOBIA": EL (DES)GOBIERNO DE LAS BUENAS INTENCIONES y VIDEO "EL PODER DE LA CONVERSIÓN" por ANTONINI DE JIMÉNEZ

 LIBEROFOBIA

El (des)gobierno 
de las buenas intenciones

ANTONINI DE JIMÉNEZ

Marchena, 1983
Doctor en Ciencias Económicas y Magíster 
en Economía del Desarrollo por 
la London School of Economics.

PREFACIO

Prueba de la gran calidad humana de Antonini de Jiménez es la de que haya confiado en quien es­ cribe la tarea de realizar una pequeña laudatio de la excelente crestomatía que a continuación podrán leer, dado que discrepo de muchas de las cosas que en ella se afirman y nuestro autor es consciente de ello. Pero discrepo dentro del mismo marco de pensamiento que él, lo que demuestra a su vez que en este caben todo tipo de opiniones, reflexiones o propuestas de actuación. Es nuestro mundo, el liberal, un espacio de reflexión para nada monolítico pero en el que las discusiones, como quería el viejo Chesterton, se dan a consciencia y por una letra, un punto o una coma, como es en este caso.

El señor Antonini defiende la libertad, como buen liberal y buen cristiano que es, con perseverancia y osadía en muchos ámbitos pero muy especialmente en todo lo que se refiere a las políticas llevadas a cabo por los gobiernos en este tiempo de pandemias, muy especialmente la vacunación y el confina­ miento. El problema, como acostumbra a ocurrir, es que no existe una única definición de libertad en­ tre los liberales y esto nos lleva a que partiendo del mismo marco nuestras propuestas sean distintas. Existe, como correctamente señala nuestro autor, una libertad negativa, de no interferencia, que se ve agredida por las decisiones arbitrarias de los gobiernos. Pero también existe la libertad de no ser in­fectado de forma grave por otras personas en el discurrir de la vida cotidiana, que es lo que puede acontecer en el caso de no tomarse precauciones, y podría ser pertinente algún tipo de limitación a las interacciones para prevenirlas. Esta última es la postura que yo defiendo. No es la ideal, lo sé, pero el tratamiento del contagio ha sido burocratizado desde mediados del siglo XIX y la sociedad civil no cuenta a día de hoy con las herramientas necesarias para prevenirlas en ausencia de dicha interferen­cia porque por parte de los poderes políticos se ha inhibido su desarrollo. 

Hoy día no contamos con los medios necesarios para frenar una pandemia sin recurrir a la mano visible del estado. Pero de esta discusión deberían salir propuestas de cómo lidiar en el futuro con este tipo de problemas sin tener que recurrir a medidas coercitivas y sin tener que violar las libertades individuales, como acertada y justamente se reclama en el libro. Estas existían de forma incipiente en el pasado y podrían sin duda ser desarrolladas en un futuro próximo de haber voluntad. Las quejas del señor Antonini son justas y conformes a la moral y la funcionalidad de estas debe ser la de comenzar a debatir nuevos marcos de organización social en las que sean posibles. No sé si de forma acelerada o más lenta pero en esta lu­cha seguro que nos encontraremos y podremos trabajar juntos para un futuro en libertad.
MIGUEL ANXO BASTOS BOUBETA

PRÓLOGO

Saber leer los tiempos, con mayor o menor gracia, es una tarea harto compleja. No solo requiere de un hábito de lectura bien conseguido, así como de frecuentar el pensamiento a diario. También exige haber limpiado el corazón de los vicios y las pasiones más mundanas si no quiere uno verse enredado, o peor aún, abandonado del recto camino de las cosas. Poca ciencia derrite el entendimiento, mucha ciencia, lo aturde. Para empezar, se debe haber alcanzado la firme convicción de que existen verdades innegociables. La primera: la verdad misma. Además, se ha debido esquivar los miedos de enfrentar el empuje de un mundo que se empeña en pensar con el corazón y sentir con la cabeza. Entonces, y solo entonces, nuestro amigo ya está en condiciones de afrontar tamaña empresa; al principio solo, y luego acompañado por ti, querido lector.

Las páginas que conforman este libro son una serie de textos breves que fui labrando desde que dio inicio el confinamiento con el único fin de comprenderme a mí mismo, y ya puestos, a mis semejan­tes. Una variedad de temas se reúne a lo largo de estas páginas todos ellos al calor de la pandemia.
¡Alto aquí! No te dejes llevar por el fastidio de toparte con otro libro sobre el mismo tema . Este no es un texto sobre la pandemia, antes sobre el hombre en pandemia. Necesitamos vernos sacudidos con fuerza de nuestra acomodada vida para asistir a lo que arde en nuestro interior. Como si fuera un ejer­ cicio de espeleología, ahora sí moral, nos adentramos en lo más oscuro que habita en nuestra alma para entender de qué está hecha y qué le da forma. Solo en el peligro el hombre descubre su auténtica naturaleza. 
Antes de arrastrarse a través de lo que manda la realidad, se ve tentado con recubrir la de­ bilidad de su empeño de buenas intenciones. Ninguno de los innumerables personajes, fueran reales o inventados por Papini, que enfrentaron las páginas de su juicio Universal estuvieron faltos de bue­nas razones con las que adornar las atrocidades perpetradas en vida. La maldad puede ser malintencionada en un hombre pero es imposible cuando congrega a todos los hombres. Por esto mismo, el infierno se llena de buenas intenciones y el hecho de apelar a las rectas costumbres para justificar la re­tahíla de confinamientos y toques de queda, la segregación de muchos de nuestros semejantes, no quedan exonerados del error y de la culpa cuando el corazón que los incita está envilecido por el miedo y por una confianza torcida en la ciencia.

De esto va el libro; del miedo del hombre contemporáneo incapaz de doblegar el destino último de la vida y del intento por  disimularlo a través de la lógica de las buenas intenciones. Aquel que no aprende a vivir, reza el sano entendimiento, no está pronto para la muerte, y de repente, todos los ava­ tares de la existencia se le presentan como terribles calamidades inevitables. Esta pandemia es el ejemplo claro de una reacción desproporcionada que hemos justificado primero, y alimentado des­pués, con el único fin de no ver lo que hay detrás: miedo y desconcierto vital ¡crisis de civilización!
Un virus que nació en China, un miedo al virus que se desparramó por Europa y un miedo al miedo de Europa que asfixia a Iberoamérica. Empeñados en forzar las estadísticas que nos hagan ver lo que no están en condiciones de enseñar para, en última instancia, disimular la violencia oculta tras el mora­ lismo que reivindica cuidarnos a toda costa; el hombre de hoy, tras haberse inoculado dos dosis ente­ ras, se ha entregado a la perversa lógica de actualizarlas ad infinitum entregando su cuerpo a un ejer­cicio de sacrificios redentores. Pero ¿redimirlo de qué?, te preguntarás. Del desencanto de una vida desprendida de referencias que lo saquen de la superficialidad de un mundo donde todo está llamado a consumirse. Consumir es satisfacer y a la vez, desagradar. Por un lado, consigue acallar la necesi­dad, por otro, la aviva cual llama humeante. Cuando el hombre hace de esta inconsistente lógica su entero proceder ve precipitarse en un oscuro bosque de confusión al alejar de sí cualquiera referencia inalterable que tanto necesita para sostener su rumbo.

El sentido con el que el hombre da luz a las cosas anda reñido con ese intento de hacer consumible cualquier manifestación de la vida; pues si bien el primero encuentra su solución en la fe y en las co­sas gobernadas por lo más elevado, el segundo, en cambio, lo haya en un movimiento repetitivo y cir­cular siempre a la misma distancia del suelo. Ante tal hecho una insoportable confusión se apodera del corazón del hombre dejando tras de sí una hilera irregular a su paso. Igual que el amante finge ante su pareja alguna lesión que le permita escapar aunque sea un instante del trance del «tenemos que hablar»; el hombre de hoy hace por adherirse a una ingente cantidad de sacrificios (ya sean por­ que no pueden cumplirse de manera efectiva o porque son claramente inefectivos) con el firme pro­pósito de apartar el verdadero problema de sentido que lo aflige. De este modo el hombre encuentra una salida, aunque ridícula, ineficaz, a la vez que destructiva, pero una salida a fin de cuentas frente a todo este atolladero de desconcierto y pesadumbre en el que se veía instalado. Si no hace por elevarse, hará por empequeñecerse, de esta manera podrá creer que vuelve a gobernar ampliamente su domi­nio aunque solo sea desde la tristeza de curar aquellas heridas que a sí mismo se ha infringido.

Ahora el mundo tiene algo por lo que luchar: recuperar la normalidad perdida. Sin embargo, esa nor­ malidad con la que anhela reencontrarse fue por otra el síntoma que lo ha transportado a esta «nueva normalidad», por lo que regresar a ella se antoja imposible. Mientras tanto, y para evitar esta verdad corrosiva, la sociedad hará por hinchar la preocupación reinante, dará nuevas razones para confinamientos selectivos o duraderos, impondrá medidas coercitivas por el bien común y amedrentará el ánimo de la resistencia. Y hará bien, haciéndonos un mal, pues la sociedad que lucha por sobrevivir no puede permitirse el lujo de contemplarse a sí misma como si de la obra de un místico se tratara. Debe hacer cualquier cosa mientras no sepa qué debe hacer. Con este libro profundizamos en esta cruenta paradoja que nos atraviesa. ¿Me acompañas?

LIBERTAD: 

Hacemos mal en diferenciar entre pensadores optimistas y pesimistas, cuando en realidad deberíamos distinguir entre paradojicistas y no paradojicistas. Los paradojicistas son aquellos que ven a izquierda y derecha, no solo se quedan con una parte de la foto, sino que ven la película entera y atienden que la realidad está llena de colores y de fuerzas que luchan entre sí cuando no es que colaboran. Los no paradojicistas son los que tienen una mentalidad fría, estática, rígida. No ven más que aquella parte que quieren ver (y la otra desde el reflejo que proyecta la suya).

Aceptar las paradojas es un acto de humildad, de ruptura del marco de creencias propio (por eso hay tan pocos paradojicistas), pues supone que lo que creías de algo no es, y lo contrario, tampoco. Es algo más. Y ese algo más exige que salgas de tu ombligo y te eches a la calle (¡qué difícil con lo cómodo que se anda por casa!, ¿verdad?). La libertad tiene a un lado al liberal (a la derecha o a la izquierda, tú decides), de actitud gnóstica, platónica, idealista (angelismo). Estos abrazan una idea de la libertad abstracta, ¡les falta calle! Dicen que la libertad es la posibilidad de hacer lo que te dé la gana, mientras que tus ganas no atenten contra las ganas de los demás para hacer lo que les dé la gana.

TANTO LOS LIBERALES COMO LOS LIBEROFÓBICOS TIENEN ALGO EN COMÚN: UNA IDEA IRREAL DE LO QUE SIGNIFICA SER LIBRE. UNOS, LOS PRIMEROS, LA IDEALIZAN; LOS SEGUNDOS, REACCIONAN ANTE EL IDEALISMO DE LOS PRIMEROS, Y LA NIEGAN

Esta noción de libertad es irrealizable, al menos, por dos razones: (1), porque nuestras decisiones así sean nuestras, también son de los demás; no solo porque conviven con la de los otros, a veces, incluso, sucumben ante ellas. Me explico. Para un liberal, la actitud de un ludópata no contravendrá nunca su idea de libertad, pues entiende que no hay ninguna autoridad que lo empuje a hacer lo que hace, ni con su actuación amedrenta la libertad de los demás. Se alega que es libre, pues nadie manda en su bolsillo salvo él mismo; lo que no te dicen es que si bien en su bolsillo manda él, en él mandan las tragaperras. ¿Te has parado a pensar alguna vez cuántas de las cosas que crees hacer por ti mismo las haces en realidad en nombre de la ignorancia, de la ideología o de la inercia? (2) Por otro lado, tampoco somos islas donde nuestras acciones pululen en libertad, sin interferencias. El acto de respirar impide a otro respirar el aire que uno está respirando. Mis decisiones estimulan, pero también entorpecen la libertad de los demás; y es solo un asunto de fineza percatarse de ello. Los ladridos del perro de mi vecino me fastidian, y nada puede hacer mi vecino para remediarlo sin que uno de los dos, o ambos, nos veamos perjudicados.

Al otro lado del espectro andan los liberofóbicos. Estos creen que la libertad, o no existe, o sucumbe a manos de entidades superiores. Aquí hay poco que discutir y muchos ejemplos con qué ilustrar. Tenemos al club Bilderberg, a Naciones Unidas, a los judíos, a los masones, a George Soros, e incluso a Henry Kissinger (resucitado). Pero ¿por qué tantos se afanan en creer algo tan perjudicial para su felicidad? Porque así pueden quitarse de encima el peso de cargar con su libertad. Ya que la libertad es más grande que uno mismo, al tener por alimento cosas que se escapan de nuestra mano, prefieren cederla a algo o a alguien que han creído superior, así se descargan del suplicio por llevar una vida tan mal encaminada.

Tanto los liberales como los liberofóbicos tienen algo en común: una idea irreal de lo que significa ser libre. Unos, los primeros, la idealizan; los segundos, reaccionan ante el idealismo de los primeros, y la niegan. Ambos atentan contra la libertad real (¡el camino a tu mejor versión!, ¡recuérdalo!), pues se ponen de espalda a la realidad. Y el que va contra la realidad es enemigo de la libertad, y por ende, socialista. Fíjate. Si me tiro a la piscina creyendo que aprender a nadar es aprender inglés solo porque el mejor nadador es inglés, en algún momento me veré gritando al socorrista (papa Estado) para que salga en mi ayuda.

Para los liberales, la libertad real (no es liberal) resulta ser autoritaria, pues deja concurrir al Estado en el manejo de la vida cotidiana, y esto les resulta impensable; mientras que para los liberofóbicos, la libertad es irreal, puro cuento de hadas. Eso sí, si me dan a elegir entre ambos males, me quedo con los liberales. Pues, el liberalismo puede ser el primer paso para la libertad, mientras que el liberofobismo es siempre el último paso contra ella.

LIBEROFOBIA: con Miguel Anxo BASTOS

El poder de la conversión | Antonini de Jiménez

martes, 9 de enero de 2024

LIBRO "REVOLUCIÓN Y CONTRA-REVOLUCIÓN" por 🕂 PLINIO CÔRREA DE OLIVEIRA 🕂

"Revolución 
y Contra-Revolución"

“Si la doctrina católica no es esta, condénenme; 
si la doctrina católica es esta, condénense”. 

"Si la Revolución es el desorden, la Contra-Revolución es la restauración del Orden. Y por Orden entendemos la paz de Cristo en el Reino de Cristo. O sea, la civilización cristiana, austera y jerárquica, fundamentalmente sacral, antiigualitaria y antiliberal".
"Los grandes hombres de antaño consideraron que las ideas valen más que la vida. Para el hombre de hoy, la vida vale más que las ideas".
"Cada generación sufre de una sorprendente insensibilidad a los males de su tiempo".
"La lucidez para percibir grandes horizontes, grandes crisis y grandes soluciones proviene menos de la penetración de la inteligencia que de la rectitud del alma".
"La verdadera fuerza de la Iglesia está en ser el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo".
"Las muchas crisis que conmueven el mundo de hoy —del Estado, de la familia, de la economía, de la cultura, etc.— no constituyen sino múltiples aspectos de una sola crisis fundamental, que tiene como campo de acción al propio hombre. En otros términos, esas crisis tienen su raíz en los problemas del alma más profundos, de donde se extienden a todos los aspectos de la personalidad del hombre contemporáneo y a todas sus actividades".
"Pienso que quien no conoció las delicias del bien vivir de una familia patriarcal, de la época de nuestra abuela, tiene dificultad para comprender cómo un ambiente familiar puede ser tan acogedor, agradable, armonioso y lleno de vida".
El acierto de la obra es la clarividente exposición que se hace de las tres profundidades de la Revolución (en las tendencias, en las ideas y en los hechos). Esta aportación, genuinamente pliniana, es lo que da un carácter diferente a la obra y la hace más comprensible para las generaciones actuales, dotándolas, además, de la más útil vacuna contra la Revolución, pues precisamente el mayor acierto del doctor Plinio fue percibir como de las tres profundidades la de las tendencias (que pasaron de alto los anteriores autores contrarrevolucionarios) es la que tiene más capacidad de conquista, y por tanto la que más debe ser atacada.
El jesuita ecuatoriano P. Aurelio F. Aulestia muestra la gran envergadura del libro Revolución y Contra-Revolución, presentándolo como el enfoque contemporáneo del combate entre el Bien y el Mal, sobre el cual, en sus épocas, trataron San Agustín en “Las dos ciudades” y San Ignacio de Loyola en “Las dos banderas”.
“Dos Amores, escribió San Agustín, fundaron dos Ciudades, a saber: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, fundó la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, fundó la Ciudad celestial (De civitate Dei XIV, 28)...
“San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales presenta la célebre meditación de las Dos Banderas, que, en realidad, es un verdadero comentario de la visión genial de San Agustín...
“De otra forma, pero coincidiendo en lo esencial con San Agustín y San Ignacio de Loyola, un egregio pensador y publicista moderno, Plinio Corrêa de Oliveira, brasileño, presenta la lucha eterna de las Dos Banderas bajo los nombres de Revolución y Contra-Revolución”.

“Caracteriza la Revolución como siendo no sólo un movimiento localizado como la Revolución Francesa, sino que le da una dimensión metafísica y de teología de la Historia. La Revolución es un enemigo temible que inspira una cadena de ideologías y que está por detrás de la Reforma Protestante, de la Revolución Francesa y del Comunismo”.
Revolución y Contra-Revolución. Según el autor, la revolución mundial está en marcha y conduce necesariamente a la destrucción del hombre y de la sociedad...”.
“El comunismo es hoy el enemigo, y la Contra-Revolución la lucha específica y directa del cristiano. Es la idea monarquista que inspira la Contra-Revolución. Eso no implica el rechazo de la república, que, en su esencia, no es forzosamente revolucionaria...


Algunos consideramos que el relativismo moral fue una época de transición para la imposición del totalitarismo de la mentira y la falsedad, ¿la imposición de la ideología de género, del aborto, la disolución de la familia, la consideración de la persona únicamente desde su perspectiva material prescindiendo de las realidades espirituales, son manifestaciones claras de este nuevo totalitarismo demoniaco?

Desde 1789 no vivimos en una situación histórica anormal. Si uno lee la historia de Europa desde la época de Augusto, el fundador del Imperio Romano, ve una serie de eventos que comienzan algo totalmente nuevo, con la Conversión de Constantino. Y durante mil años, digo, la soberbia de Satanás, el Dragón Antiguo, estuvo encadenada por la Fe cristiana de los gobernantes de nuestras patrias. Pero cuando el Rey Felipe IV, de Francia y Navarra, nieto del gran San Luis IX, mandó secuaces a matar a palos a Su Santidad Bonifacio VIII, calculo que llegaron a su fin 1000 años. Y en efecto, a partir de ahí vemos que la soberbia de Satanás se apodera de muchas personas en Europa, la Gran Peste que presagiaba el comienzo del Apocalipsis, y el comienzo de esos errores que son el fundamento de la cultura moderna, como 
1) nominalismo, 
2) juicio privado, que dio origen a la Reforma, que está en el centro de todas las rebeliones contra Jesucristo, 
3) racionalismo, 
4) pietismo y quietismo, 
5) absolutismo. 
Este último se volvió tan aberrante que buscó controlar incluso el funcionamiento interno de la Iglesia. La Revolución Francesa no puso fin a estos errores, sino que los incorporó a una matriz y la convirtió en el fundamento del Estado moderno. En este contexto, las Logias Masónicas, que han logrado construir una cultura anticrística, han buscado mantener el control a través de una variedad de nuevos errores que imitan a las verdaderas virtudes católicas de la civilización anterior, para mantener a las masas lo suficientemente confundidas, ignorantes, descontentos, mal dirigidos y divididos, para impedir cualquier movimiento auténtico hacia la restauración de la civilización cristiana tal como era.

Entre estos errores, uno de los grandes y más engañosos movimientos o ideologías de los tiempos modernos es el Liberalismo. Contra el absolutismo del Estado, donde todo el poder, la autoridad y la iniciativa se concentran en un gobierno central, que ya no respeta ni la moral, ni la tradición, ni la realeza de Cristo, ni siquiera la dignidad fundamental de las criaturas que Dios ha hecho, tenemos al mono del liberalismo que se propone como salvador o solución. Sin embargo, el liberalismo es impío, por mucho que quiera parecer lo contrario debido a su frecuente apelación al derecho natural. Pero el liberalismo no pretende volver a la libertad del hombre tal como la conoce el cristiano, que consiste en el conocimiento, el amor y la obediencia a Cristo Jesús, en un orden jerárquico tanto en la Iglesia como en el Estado, sino que propone un individualismo radical, donde el yo coloca el interés en el vértice de las metas, en lugar del servicio a Dios nuestro Creador y Salvador. Por eso, el liberalismo, al proponer una falsa noción de libertad, propone falsas nociones para oponerse o resolver el cada vez más evidente e insoportable absolutismo del Estado moderno, que ya no se contenta ni siquiera con dejar que sus súbditos piensen por sí mismos, o actúen como tales agentes libres.

El Relativismo Moral, que es una consecuencia lógica del Modernismo en general, ya que por principio abandona cualquier noción de verdad inmutable en la moral, fue por lo tanto un paso necesario para preparar a las masas para la esclavitud ideológica total bajo las apariencias de un estado tecnológico moderno donde todas las conveniencias porque el individualismo privado se ofrece al precio de una sumisión impía total. Con el Relativismo Moral llega a su fin cualquier supuesto derecho o motivación de las masas para resistir la última toma de poder que está contenida en el Gran Reinicio.

El gran objetivo estratégico de la Francmasonería es cambiar el enfoque de nuestra obediencia a Jesucristo hacia la obediencia a Lucifer.

Debemos distinguir entre la Iglesia Militante y los miembros de la Iglesia. Porque es un grave error del protestantismo atribuir a la Santa Madre Iglesia cualquier pecado o vicio, ya que el ser sobrenatural que es la Iglesia es la inmaculada esposa del Cordero, que la ha purificado con el derramamiento de su propia Sangre sagrada e inestimable. Pero en cuanto a los miembros, tenemos en nuestros días como nuestros enemigos, no sólo al Enemigo de las almas y sus secuaces, sino a los hijos de Satanás, es decir a los Francmasones que con un ataque muy eficaz, decidido, implacable y continuo contra la Iglesia en la tierra, han logrado a través de la astucia, la traición, el engaño y las infamias y crímenes más atroces ganar tal poder sobre las naciones, que se nos impide conocer la verdad de nuestro propio lugar en la historia o incluso conocer la verdad de la fe católica, porque las fuentes mismas de la verdad han sido silenciadas o manipuladas por sus aliados en la Iglesia.

Por un lado, después de la Revolución Francesa, no es de extrañar que el clero se haya mostrado cobarde frente a gobiernos nacionales que eran y son abiertamente hostiles a la fe católica. En la Edad Media, el clero procedía en su mayoría de familias de la nobleza, que eran guerreros por naturaleza y entrenados en el espíritu marcial. Pero en los tiempos modernos, el clero proviene en su mayoría de familias humildes que son sirvientes de las clases dominantes. Es por eso que desde la Revolución Francesa hemos escuchado muchas homilías de sacerdotes que nos dicen que obedezcamos al César sin dudar, pero pocas que han dibujado las líneas en el suelo, para mostrarnos cuánto es buena la obediencia y cuánto es pecaminosa e idólatra. Movida por el interés propio, una jerarquía que estaba ansiosa por evitar el conflicto para obtener tantas migajas de libertad como fuera posible, cayó fácilmente en tal hábito de servilismo a los gobiernos masónicos de nuestros tiempos, y al hacerlo, ha robado a los católicos 200 años de auténtica predicación de lo que realmente significa nuestro deber para con Cristo Rey en la tierra.

Además, el gran objetivo estratégico de la Francmasonería es cambiar el enfoque de nuestra obediencia a Jesucristo hacia la obediencia a Lucifer. Y lentamente, por cientos y miles de eventos y cambios muy pequeños y difíciles de notar, han logrado hacerlo muy bien, hasta el punto de que en la pandemia reciente, entre el 60 y el 90% de los católicos en todo el mundo confían más en los políticos y periodistas con su salud, que en el Dios vivo que puede resucitar a los muertos y sanar toda enfermedad.

No existe libertad civil sino por obra del esfuerzo y sacrificio del soldado. Un soldado católico debe mostrar su fidelidad a Cristo Rey de una manera muy real y concreta

En la Edad Media la Cristiandad floreció en todo su esplendor debido a la limpia doctrina del catolicismo y al espíritu de combate espiritual y material que inflamaba las almas de los cristianos. En esa época las órdenes de caballería empuñaban la espada para defender la verdad, la justicia y la belleza de las cosas ¿es necesario que los católicos recuperamos el espíritu de combate espiritual y material?

La verdad que es necesaria predicar en nuestra época es que no existe libertad civil sino por obra del esfuerzo y sacrificio del soldado. Esta es una verdad de la naturaleza con la que estarían de acuerdo todos los pensadores políticos desde Aristóteles. Sin embargo, también es cierto para los derechos de los católicos, el principal de los cuales es tener católicos fieles como sus líderes y gobernantes, como enseña el Doctor Angélico Santo Tomás de Aquino, cuando dice que es una especie de sacrilegio que gobiernen los infieles. sobre los católicos.

Y así sin el soldado católico no puede haber derecho y existir un orden político en el que se protejan y garanticen los derechos de los católicos. Y por soldado católico, no me refiero al hombre católico que promete su servicio a un estado masónico que se dedica a promover los valores de la masonería y perseguir a la Iglesia. No, un soldado católico debe mostrar su fidelidad a Cristo Rey de una manera muy real y concreta, es decir, luchando por la libertad de los católicos y la creación o restauración de Estados y gobiernos católicos. Peca gravemente por cualquier otro servicio.

Recientes investigaciones históricas han revelado que todo el concepto de la Cruzada como obra de misericordia y penitencia por faltas morales pasadas, surge del ejemplo de los católicos en España
Los cruzados de antaño, salvo en el caso de España, tenían que viajar a tierras lejanas para librar sus combates, sin embargo actualmente parece que la situación de occidente es más parecida a la situación de la España de los siglos VIII a XV ¿podemos decir que occidente tiene los enemigos dentro de sus fronteras, que el combate para la defensa de nuestra fe se tiene que librar en nuestras tierras, en nuestras casas, en nuestras familias?
Una de mis fascinaciones personales es la historia de las Cruzadas. Y recientes investigaciones históricas han revelado que todo el concepto de la Cruzada como obra de misericordia y penitencia por faltas morales pasadas, surge del ejemplo de los católicos en España y de las motivaciones que tuvieron para reconquistar sus tierras ancestrales. La Reconquista se presenta a menudo como una era de guerras de agresión, pero en realidad fueron guerras defensivas para recuperar Hispania para los españoles, tierras cristianas para los cristianos.

Esta es una idea radicalmente católica, porque casi todas las teorías modernas de la guerra justa, incluso las promovidas en la Iglesia, reducen el derecho de legítima defensa a concepciones de las causas inmediatas de un conflicto y no consideran que como hijos adoptivos de Dios, los católicos tienen derecho perenne y milenario a defender sus tierras ancestrales y arrebatárselas a quien sea, especialmente cuando son enemigos de Jesucristo.

¿Han sido conquistadas nuestras naciones por los impíos? ¿No han perpetrado esto con engaño, guerras injustas, revoluciones y traiciones? ¿No han mantenido este control sobre la garganta de la cristiandad a través de numerosas masacres, crímenes y ultrajes? ¿Cómo podemos entonces tolerar esta situación, sin rechazar o renunciar a todo el sistema de moral que fueron los principios reflejos de nuestros antepasados, especialmente de aquellos de nosotros que hemos descendido de los verdaderos héroes de aquellos días de antaño?

El liberalismo se ha infiltrado en todos los estratos de nuestra sociedad paralizando el espíritu evangelizador de los católicos, ¿para este nuevo combate es necesario el rearme intelectual, psicológica, moral, y material de los católicos?

Si es cierto. Si un católico toma conciencia de la realidad en la que vive, es fácil desesperarse, ya que ahora estamos rodeados por todos lados. Pero una vez que el adulto católico se da cuenta de que depende de la gracia de Dios, y que en la causa de Jesucristo nunca puede ser derrotado, ganará confianza para resistir esta omnipresente influencia del liberalismo. Ante todo, debemos dirigir nuestra atención colectiva a la fundación de instituciones de formación católica que no estén influenciadas por los errores de nuestra época y que susciten una nueva generación que sea capaz del coraje y el valor de nuestros antiguos antepasados. Y esto no es difícil, aunque debe hacerse con cierta discreción, al igual que siempre debemos proteger a los niños de los extraños. Hoy en día debemos considerar a todo el establishment como nuestro peor enemigo y no buscar el escape a la fantasía de que alguien entre ellos es nuestro salvador o incluso querría salvarnos.

Y ahora las tormentas del tiempo son las más feroces de toda la historia de la Iglesia, sólo los heroicos se salvarán, sólo los heroicos salvarán a sus propias familias y naciones.

El individualismo es un error pernicioso y sólo puede ser desarraigado mediante un profundo arrepentimiento personal o un sistema de formación católica totalmente restaurado. Cuando los católicos se den cuenta de que el individualismo es un falso sistema de valores diseñado para hacerlos más capaces de ser manipulados y controlados por las élites masónicas, comenzarán a comprender cuán importante es para ellos dejar de actuar de acuerdo con tales principios. El individualismo, en primer lugar, no tiene nada que ver con ser un individuo, más bien tiene todo que ver con un conformismo impío con las tendencias predominantes hacia la carnalidad, la secularidad y la adoración a Satanás. Tomemos por ejemplo la cultura de los tatuajes. La mayoría de los católicos no saben que todos los doctores católicos en moral siempre han sostenido que los tatuajes son demoníacos y un pecado mortal si uno los recibe voluntariamente. (Aquí excluyo la excepción de que los cruzados y los católicos en tierras paganas tenían la cruz tatuada en sus cuerpos para asegurar un entierro adecuado si fueran asesinados por bandidos). Esta prohibición moral surge del hecho de que Dios todo puro y Santo es el autor de nuestra humanidad, y al darnos una piel sin marcas, nos muestra que estamos hechos para pertenecer y servir a Aquel que está por encima de todos los signos humanos. El tatuaje, sin embargo, es un signo o símbolo de pertenencia a una criatura venidera o de estar subordinado al nivel de un tablero de mensajes, lo cual es una horrible denigración de nuestra dignidad humana. Así también, en todo lo que hacemos, cuando inclinamos la cabeza, nos marcamos las manos, o seguimos al rebaño impío de los hombres, pecamos igualmente porque traicionamos nuestras obligaciones fundamentales con Cristo Rey de ser un pueblo consagrado sólo a Él, en el servicio de Él solo, con nuestros corazones y mentes concentrados en Él solo, considerando todo lo demás como vanidad, polvo y engaño.

Una vez que nuestras almas sean puestas de nuevo en el orden correcto hacia Jesucristo, sólo entonces tendremos la verdadera y plena claridad, luz y libertad para luchar por Su Reino. Nuestras oraciones deben buscar este fin y no pueden contentarse con ninguna mediocridad, porque si no vivimos para Él, pereceremos. Y ahora las tormentas del tiempo son las más feroces de toda la historia de la Iglesia, sólo los heroicos se salvarán, sólo los heroicos salvarán a sus propias familias y naciones. Los católicos de España, por tanto, deben pensar sobriamente en estas cosas y decidir a qué destino quieren llegar, la completa y total esclavitud del Globalismo, o una reconquista católica de todo para el honor y la gloria de Dios y la salvación de ellos mismos en el tiempo.

¿Qué es la contrarrevolución cultural católica?

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La Estrategia de Satanás para Vencernos🌎Proceso Revolucionario
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Revolución y Contrarrevolución

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PLINIO CORRÊA DE OLIVEIRA denuncia la revolución progresista 
desde sus orígenes, en el libro En Defensa de la Acción Católica

martes, 19 de diciembre de 2023

LIBRO "DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA": UNA REIVINDICACIÓN DE LA VERDADERA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA SOBRE EL MATRIMONIO, LA FAMILIA Y EL ESTADO por ANTHONY ESOLEN


DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA:
Una reivindicación de la verdadera enseñanza 
de la Iglesia sobre el matrimonio, la familia y el Estado

ANTHONY ESOLEN

En un siglo dominado por el desarrollo de las ideologías y de los partidos políticos, la Iglesia supo sortear el riesgo de ideologizarse y de pronunciarse como formación política, humana.
Muchos aún no se han enterado y creen que la réplica que dio la Iglesia, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica» o un programa político más. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro. Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es?
Uno de los logros de Esolen es que, para dar respuesta a tal interrogante, no rehúye la profundidad que merece. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentar propuestas sociales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia entre el enfoque ideológico y el enfoque católico. Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen. (Del prólogo de Miguel Ángel Quintana Paz)
La Doctrina Social de la Iglesia nos ofrece un rico tesoro de ideas sobre la naturaleza del hombre, su destino eterno, la santidad del matrimonio y el papel de la familia en la construcción de una sociedad armoniosa. Es necesario reivindicarla si queremos transformar nuestra sociedad en el ideal trazado por la Iglesia. El lector terminará estas páginas con una profunda comprensión de las causas de los males que afligen a nuestra sociedad y, lo que es más importante, bien equipado para proponer soluciones convincentes.

Una de las demandas de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva de las sociedades.
Una de las exigencias de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, grupos de seres humanos. Seres que se reúnen para promover el bien común, o para disfrutar de un bien que sólo se puede obtener, o que se puede obtener mejor, si estamos en grupos, especialmente si estamos unidos por el parentesco, la amistad, el amor común o la adoración de Dios. Y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva para las sociedades.

Muchas son sus armas de destrucción social. El individualismo es uno, ya sea en su forma de búsqueda de riqueza, ambición o poder, o en su forma de acción sexual sin tener en cuenta el matrimonio y el bienestar de los niños.
El colectivismo, el hermano gemelo que el individualismo pretende despreciar, es otro, ya que el Estado intenta mejorar la disolución social que ha ayudado a causar en primer lugar, por medios que untan las heridas pero que exacerban y prolongan la enfermedad. En poco tiempo, la gente ya no recuerda cuántas y variadas eran las cosas que solían hacer por sí mismos, sus parientes, sus vecinos y sus compañeros feligreses. Y la familia, a la vez la sociedad humana fundamental y el fin principal por el cual establecemos muchas de nuestras otras sociedades, se vuelve frágil y enfermiza.

Las enseñanzas de la Iglesia sobre el sexo y el matrimonio son inerradicables de sus enseñanzas sociales en general, como usted mismo podrá descubrir si lee, por ejemplo, las encíclicas del Papa León XIII. Venderse como defensor de sus enseñanzas sociales mientras niega o menosprecia lo que ella dice sobre la fornicación, el adulterio, la homosexualidad, el aborto y el divorcio es vender vitaminas mezcladas con arsénico. Las vitaminas son buenas, pero el arsénico asegurará que haya menos cuerpos que las vitaminas puedan vigorizar. O es como construir una casa sin cimientos: se caerá con la próxima tormenta.

Lo que quiero señalar aquí, sin embargo, es la decadencia de la vida social en general, una decadencia que ha afectado a la Iglesia y que ya es de larga duración. Y aquí busco un ejemplo para la parroquia de mi infancia, en Archbald, Pensilvania. Cuando tenía nueve años, en 1967, justo cuando se avecinaban nubes oscuras y ya habían azotado terribles tormentas en otros lugares, el corto tramo de carretera llamado Calle de la iglesia era, desde septiembre hasta principios de junio, un hervidero de actividad.
Teníamos misas todas las mañanas, al menos dos, y eso significaba que el monaguillo a quien le tocaba tenía que llegar a las 6:45 a. m. Sin embargo, no había problema; la escuela parroquial estaba al otro lado de la calle, y tanto la iglesia como la escuela estaban justo en el centro del barrio más densamente poblado del barrio, pero no en el tráfico de la Calle Principal.

A las 8 de la mañana, cuatrocientos niños, 50 en cada una de las ocho clases, se reunían en la iglesia o merodeaban por el “patio de juegos”, un área asfaltada al lado de la escuela. Tampoco fueron los únicos jóvenes. La escuela secundaria del distrito era la esquina de la escuela parroquial, porque en ese momento, el distrito escolar consolidado de los tres distritos aún no había destruido la pequeña escuela en favor de un nuevo complejo lejos de casi todos.
Iglesia, escuela parroquial, escuela secundaria pública; Las escuelas tampoco eran antagónicas entre sí. Teníamos, en el tercer piso, la cancha de baloncesto que usaban los estudiantes de la escuela pública, y los maestros de la escuela pública se aseguraban de que sus estudiantes católicos acudieran en tropel a la escuela parroquial una vez a la semana, fuera de horario, para recibir instrucción religiosa. Sin embargo, eso no fue todo. Del otro lado del patio de recreo, los Caballeros de Colón tenían su pequeño edificio, donde se podía ir a comprar algún dulce o refresco. Y esos 500 jóvenes no estuvieron encerrados dentro de sus edificios todo el tiempo y luego enviados a casa en autobuses. Teníamos una hora real para almorzar y la mayoría de nosotros caminábamos hacia y desde la escuela.

Eso significaba que 500 jóvenes, cinco días a la semana durante nueve meses al año, estarían aquí y allá, tomando un sándwich en una cafetería (que ya no existe), o deteniéndose para tomar un capricho o comprar un cómic en una de las dos farmacias (que ya no existen), o ir a cortarse el pelo a una de las dos barberías (que ya no existen); en general, siendo ellos mismos, personas pequeñas como miembros de familias que tal vez nunca se reunirían excepto esas personas pequeñas; y eso no llega al juego informal que harían por sí solos, una parte no pequeña de la vida de un niño sano y un rasgo nada despreciable de una sociedad real.
La escuela parroquial fue comprada por el municipio después de que la matrícula colapsara repentinamente y la orden de hermanas religiosas que solía dirigir la escuela (el Inmaculado Corazón de María) se agotó, habiendo Tengo el error de la autorrealización. La escuela tuvo que cobrar una matrícula, que los feligreses mimados no estaban dispuestos a pagar; y además, les estaban aumentando los impuestos para pagar la nueva escuela pública. Y de todos modos había menos hijos, porque ¿quién quiere tener hijos cuando puedes tener... lo que sea?

Así que ahora, la escuela St. Thomas Aquinas es el edificio del municipio, y los Potestades han colocado entradas baratas en la puerta principal y en las puertas laterales, junto con un letrero ruidoso, sin ningún sentido de ironía o tristeza, que proclama la Sociedad Histórica Archbald. El edificio de C de C fue derribado para ampliar el estacionamiento, que es donde estaba el patio de recreo. La escuela secundaria pública, un hermoso edificio, fue derribada hace mucho tiempo, y un pequeño jardín con una especie de lápida marca el lugar donde alguna vez estuvo su lugar.
La colmena de actividad ya no existe. No es que se haya trasladado a otra parte. En ningún lugar de la ciudad encontrarás una sombra de la vida social que alguna vez prosperó, simplemente por la acción natural de los niños y sus padres reunidos en los lugares que eran más importantes para ellos.

Al parecer, casi todas las innovaciones sociales de mi época han tenido el mismo tipo de efecto destripador. La estación de bomberos, a unos cientos de metros de nuestra casa, solía albergar bailes, con música a cargo de bandas de rock locales. Eso ya era una corrupción de lo que había sido: porque el ruido, la oscuridad típica y la extraña lujuria furiosa de muchas de las canciones hacían impensable que personas de todas las edades se reunieran allí. Porque cuando el sexo parece fácil y gratuito, impone un costo exorbitante a muchas actividades humanas saludables; éstos se vuelven peligrosos, y el peligro los pone en peligro, y la muerte llega poco después.
Teníamos un autocine en nuestra ciudad, pero las películas posteriores a 1965 se alejaron marcadamente de lo que una familia podría ver sin preocupaciones; y el comportamiento de los jóvenes en sus coches ya no era decente ni alegre. Algunos de los autocines recurrieron luego al porno para mantenerse en el negocio, lo que era como tomar opio para remediar el alcoholismo. En poco tiempo ellos también fueron cosa del pasado.

Jane Jacobs, criada en mi condado, sugirió, en La muerte y la vida de las grandes ciudades americanas (1961), que los niños, al aire libre, no controlados directamente por adultos sino bajo su supervisión general e informal, eran esenciales para una vida urbana próspera. Donde no hay hijos –porque nadie los tiene, o porque el Estado ha absorbido cada vez más de su tiempo, o porque la plaza pública está erizada de graves riesgos morales– puedes hablar todo lo que quieras sobre la enseñanza social católica; no habrá una sociedad real a la que aplicarlo. Esa no debería ser una lección difícil de aprender para nosotros.

Prólogo

Qué es (y qué no es)
la Doctrina Social de la Iglesia

El siglo XIX nos legó la locomotora, las novelas de Dostoievski y un montón de pinturas impresionis­tas. Pero también nos procuró algo a lo que nos hemos acabado acostumbrando tanto, que hoy vivi­mos en ello como peces en el agua. Pese a que se trate de aguas un tanto estancadas. El siglo XIX nos legó también las ideologías políticas.

Decía Antaine Louis Claude Destutt que la ideología formaba parte de la zoología; y algo debía de saber él, pues fue el primero en acuñar tal término. Pongámonos pues a diseccionar, someros, esos animalitos. Nos ayudará a entender mejor qué es (y qué no es) la Doctrina Social de la Iglesia. En nuestro empeño fisiológico, enseguida nos encontraremos con que, por diversa que sea su anatomía, todas las ideologías comparten al menos dos elementos.

En primer lugar, cada ideología nos proporciona una explicación de cómo funciona ese dispositivo llamado sociedad. Esa explicación ha de ser lo bastante compleja como para que no resulte evidente a primera vista (no puede quedarse en perogrulladas, como «todo el mundo es bueno» o «todo  el mundo va a lo suyo»). De esta manera, aquel al que se le «Comunica» o se le «enseña» la ideología po­drá sentir que ha atrapado algo novedoso, importante, revelador. Y tenderá a agarrarse a ello con de­voción. Ahora bien, por otra parte, tal explicación ideológica de «cómo funciona nuestra sociedad» no deberá ser en exceso compleja, intrincada, sesuda. Pues, en ese caso, correría el riesgo de quedarse en una mera teoría académica: una especulación que sus expertos analizarán en seminarios universita­ rios o apoltronados sobre los sillones Chester de algún club de intelectuales, ante la perplejidad del ca­marero que sirva a estos eruditos y del ebanista que fabricó esos sillones. Las buenas ideologías son comprensibles tanto por el profesor, como por su barman o su carpintero. El ideal es que, incluso, tanto uno como los otros las puedan difundir.

El segundo factor que comparte toda ideología es que nos debe equipar con un programa político que especifique cómo lograr que la sociedad marche mejor. Llevamos tanto tiempo viviendo en una época ideológica que es fácil olvidar lo peculiar que resulta esta noción: que todos debamos saber al dedillo cuáles son las instrucciones para que el mundo, con todo lo que contiene -trabajadores, vagos, ricos, pobres, virtuosos, viciosos, ambiciosos, generosos, sabios, ignaros-, mejore. También es peculiar la idea de que ese «programa» para regenerarlo todo sea un plan que se puede atrapar acti­vando solo nuestras cabezas. Y antes incluso de ponernos manos a la obra. Volvamos a nuestro cama­rero y nuestro ebanista del párrafo anterior: si son buenos en su oficio, ambos sabrán que no hay más que instrucciones muy generales acerca de cómo tratar bien a tu cliente o cómo domeñar la madera. Muchas decisiones solo pueden tomarlas sobre la marcha y sin obedecer ningún método predefinido; la experiencia es lo único que les orientará ahí. 

En cambio, los intelectuales a los que atienden tanto el camarero como el ebanista resultan ser, por lo común, bastante más pretenciosos: ellos sí que creen que hay una «ideología» concreta, escrita en libros y proclamada en discursos, que nos explica cómo mejorar el mundo entero. Aunque a menudo cuanto hayan aprendido de tal mundo se reduzca a lo es­ cuchado en sus aulas o leído en sus bibliotecas. Dentro de una ideología las ideas (nomen ornen) susti­tuyen a la experiencia; los políticos pragmáticos, cautos, que calibran y recalibran sus planes según marchan las cosas, que aprenden, en suma, de la acción, suelen ser despreciados por los ideólogos: es­ tos prefieren goberna ntes dispuestos a obedecer sus planes de pe a pa.

El siglo XIX nos fue persuadiendo también de algo que se deriva con sencillez de este segundo rasgo que comparten todas las ideologías: si lo ideológico persigue hacer de la sociedad «Un lugar mejor», necesitará encarnarse en este o aquel proyecto político preciso. Y un proyecto político requerirá, a su vez, una formación que lo abandere. Suum cuique: ya a inicios del siglo XX, Lenin extrajo, por su expe­riencia política, buenas conclusiones sobre ello. Las ideologías demandan partidos políticos que las implanten; los partidos políticos, ideologías que embarguen a sus afiliados e ilusionen a sus votantes. Como en la película "Siete novias para siete hermanos", se diría pues que ideologías y partidos están he­chos las unas para los otros.

Dado que, a su vez, un partido político debe contar con dirigentes y con un líder -las experiencias de dirección asamblearia suelen traer demasiado quebraderos de cabeza; Robert Michels consideró una ley de hierro esta verdad-, entonces ya tenemos entre las manos varios de los silogismos temi­bles que proliferan en el campo político cuando este se ha ideologizado. Resumámoslos a manera de conclusión:

Hay una teoría, algo complicada ma non troppo, que nos explica bien cómo funciona todo todito todo en nuestra sociedad. Se llama ideología.
Esa misma teoría, por fortuna, nos otorga además las instrucciones precisas para conse­guir que la sociedad mejore muchísimo, con solo estudiarla lo suficiente.
Si te convence una ideología, deberás ser fiel al partido que la propugna y que quiere aplicar las medidas mentadas en el punto 2.

Y, ya puestos, deberás ser fiel seguidor del líder que encabeza tal partido.

Estos cuatro puntos no solo sintetizan el funcionamiento de las ideologías, sino que además descri­ ben bien cuáles fueron las amenazas que afrontaba la Iglesia católica una vez avanzado el siglo XIX. Amenazas que cabe compendiar en un riesgo típicamente decimonónico: el riesgo de ideologizarse.

¿Debía la Iglesia también dar una descripción acabada de cómo opera la sociedad entera? ¿Tenía que proporcionar también un programa político para la misma, con el cual reclutar a partidarios y con­ vencer a nuevos feligreses? ¿Debía dejarse absorber por la política de masas, como un partido político más? ¿Su líder (el papa, o los obispos) tenían que ser respetados y actuar como los de cualquier otra fuerza política en juego?

El siglo XIX entero conspiraba para que la contestación a estas cuatro interrogantes fuera un sí ro­ tundo. La maestría de la Iglesia católica -y del papa León XIII en particular- fue justamente escabu­ llirse de dar esas respuestas. Aunque no de plantearse semejantes preguntas. Por desgracia, muchos aún no se han enterado de ello, y creen que la réplica que sí dio la Iglesia, esto es, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica», o sucedáneo ideológico, o un programa político al uso más. Y que el papa o los obispos son reverenciables (por sus feligreses) o denostables (por sus rivales) como los líderes de cualquier partido político. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro que prologamos aquí.
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Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es? Si el Concilio Vaticano II afirmó que los hombres «pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes» a la hora de buscar el bien de su «comunidad política» (Gaudium et spes, 74) y que «el cris­ tiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes» (ibídem, 75), en­ tonces ¿qué es esa Doctrina Social que la Iglesia propone por encima de tanta pluralidad ideológica? Una vez admitido que «la Iglesia (...) no está ligada a sistema político alguno» ( ibídem, 76), ¿qué es en­ tonces lo que sí liga a la Iglesia a la hora de hablar de política y sociedad?

Uno de los logros de esta obra de Anthony Esolen es que, para dar respuesta cumplida a tales inte­rrogantes, no rehúye la profundidad que merecen. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentarnos lo que tal rótulo aparenta indicar: propuestas so­ciales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia en­tre el enfoque ideológico y el enfoque católico. 

Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen que se apresta a comprender. Pues Esolen dedica los capítulos iniciales a hablarnos de los primeros principios, o del hombre como imagen de Dios, o de la libertad humana. No son reflexiones a las que estemos habituados en los manifiestos de los partidos o en las declaraciones de los políticos. Pero son reflexiones imprescindibles si no olvidamos que las socieda­des humanas están formadas por eso, por humanos: no por átomos, ni por agentes maximizadores de su beneficio, ni por almas cándidas, ni por meros votantes, ni por lobos. Y que los humanos son in­ comprensibles si prescindimos de lo más profundo de su alma: su libertad, su dignidad, ese valor pro­fundo que en cada cual supera todo precio; eso que la tradición cristiana ha expresado siempre, desde el Génesis (1,27), con la metáfora de que somos imágenes de lo más Alto posible. Imágenes de Dios.

Por eso resulta erróneo fijar la fecha de origen de la Doctrina Social de la Iglesia en el siglo XIX, aun­ que suela reconocerse al papa León XIII, con su encíclica Rerum novarum de 1891, el honor de ser pionero a la hora de formularla explícita e incorporarla al debate público. Como bien afirma Esolen, «a él le horrorizaría tal consideración». Pues la verdad es que las fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia manan de mucho más lejos. ¿Desde dónde? Pues desde los mismos veneros de los que brota el propio catolicismo: el Evangelio, el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. Son estos los surtidores a los que acudir si uno se pregunta cómo podríamos acercar nuestra sociedad a las palabras de al­ guien que comprendió como ningún otro todo el drama y gozo de lo humano. Su nombre fue Jesús de Nazaret.

Ahora bien, ni el Evangelio ni el Magisterio ni la Tradición son una mera cantinela que repetir cual monserga irreflexiva; tampoco son un listado de sentencias que aplicar, con obsesión literalista, a cuanto nos encontremos por delante. «La letra mata, el Espíritu vivifica», advirtió ya San Pablo (2 Cor 3-6). ¿Cómo comprenderlos, pues? En su encíclica Caritas in veritate el papa Benedicto XVI nos da la respuesta: mediante la fe y la razón, con una fe razonada y una razón que no le hace ascos a lo reli­ gioso. Dejémosle a él mismo la palabra:

La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad (ibídem, 56).

Una prueba de que la Doctrina Social de la Iglesia tiene hondas raíces en la historia es que ya a inicios del cristianismo, hacia el año 200, Clemente de Aleja ndría no nos proporciona ría una idea muy dife­ rente a esta del pontífice alemán. «Parece que la mayoría de los que se llaman cristianos» se lamen­ taba este maestro eclesial en sus Stromata (VI, 11, 89, 1), «Se comportan como los compañeros de Ulises: se acercan a la razón como gente burda que ha de pasar junto al canto de las sirenas [y) taponarse los oídos con ignorancia, porque creen que [si no] perderían el rumbo de vuelta a casa». Pero ese des­precio de la razón, que también Benedicto XVI deplorará en 2006 durante su Discurso de Ratisbona, Clemente tiene claro que resulta ajeno al verdadero creyente, que «Sabe recoger de entre lo que oye toda flor buena para su provecho (y) no tiene por qué huir de la razón a la manera de los animales irra­cionales» (Stromata, ibidem). 

«Todo lo bueno y hermoso nos pertenece», había avanzado ya san Jus­tino (Apología, 11, 13). Y, en otro pasaje, Clemente resultará aún más tajante: a quienes teman usar la razón por miedo a perder entonces su fe... les invitará incluso a dejar que esta «Se pierda, pues con eso sólo ya confiesan que no tienen la verdad» (íbidem, VI, 10, 80, 5).

A estas alturas creo que puede irse haciendo nítida ya la distancia entre las ideologías y la Doctrina Social de la Iglesia; o entre el hombre ideologizado y el hombre cristiano. En vez de limitarse al estu­dio de la economía, la sociología, la historia o la politología, el que se interese por la Doctrina Social de la Iglesia aprenderá también del Evangelio, el Magisterio y la Tradición, aunque no renunciará en modo alguno a las buenas razones que le faciliten asimismo esas otras disciplinas académicas, o cua­ lesquiera otras, sobre lo humano. En vez de un programa preciso para organizar toda la sociedad, el foco de la Doctrina Social de la Iglesia está siempre en un manantial de sabiduría inabarcable, que se remonta hasta la vida y palabras de Jesús, y que debe saber aplicarse con prudencia a situaciones siempre novedosas, sin mecanicismo alguno. Y en vez de una utopía que solucione todos nuestros problemas, la Doctrina Social de la Iglesia, más modesta, se limitará a darnos pistas, a marcar límites razonables que nunca hay que traspasar, a establecer bases desde las cuales orientarnos.

El propio Benedicto XVI (Caritas in veritate, 17) junto  con Juan Pablo 11 (Centesimus annus, 25) nos dotaron también de un buen motivo para esta actitud humilde, antiideológica, ayuna de utopismo, cuando un católico se pone a meditar sobre lo político: al fin y al cabo, razonaban ambos pontífices, para conseguir de veras un Estado perfecto haría falta excluir del ser humano toda opción de que ac­tuase mal; pero eso solo podría lograrse en un sistema que anulase la libertad humana, que nos con­ virtiera en meros robots programables. Así que no se trataría ya de un sistema tan loable. De hecho, estaríamos ante una distopía tan opresiva como inhumana. En sus Coros de La Rocca, el poeta T. S. Eliot había lanzado ya una advertencia similar: «Los hombres siempre tratan de evadirse de la oscuri­dad exterior e interior, soñando con sistemas tan perfectos que en ellos nadie necesitaría ser bueno». Se trata de una evasión ilusa. El mensaje cristiano es que siempre necesitaremos ser buenos. (Y, por cierto, que tal cosa es imposible de lograr sin Jesús).
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Ahora bien, una vez sorteada la Escila de abalanzarse contra el mundo con una presunta «ideología política cristiana» que habría de conducir, automática, hacia un sistema cristiano perfecto, es impor­tante (si queremos entender de qué va la Doctrina Social de la Iglesia) esquivar también la Caribdis de lo que podríamos llamar cierto «Cristianismo burgués», casi «epicúreo», preocupado solo por una cierta «paz del alma» de sus sostenedores, pero ajeno a la batalla por una civilización más justa, más decente, más cristiana. Esolen ha captado con nitidez este riesgo. Y, por ello, este libro puede repu­tarse todo un bastión en la guerra cultural que nuestro autor ansía librar contra esos sedicentes cris­tianismos que se desentienden de la lucha por una sociedad mejor. La religión no es solo «Un hermoso ornamento añadido a la sociedad civil», aseverará en el capítulo 6; antes, ya en el capítulo 1, nos ha­ brá recordado, con san Agustín, que «la historia de la humanidad es una sempiterna batalla entre dos ciudades: la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios». No tiene sentido encerrarte en tu jardín, en tu templo o en tu casa familiar para cultivar tus virtudes más suaves, mientras el enemigo destroza tu población, tu país, tu planeta en derredor.

En este punto, he de confesar que me resulta difícil entender a los cristianos que piensan lo contra­ rio; aquellos que gustan de dar una impresión mansurrona al mundo (sobre todo cuando el mundo en que hoy vivimos anda tan desencajado), aquellos que creen que preservar la «paz social» o la «concor­dia» es un valor absoluto, por encima, por ejemplo, de defender la Doctrina Social de la Iglesia y tratar de aplicarla. Tengo dificultades a la hora de comprender a esas personas que han reducido su religio­sidad a «Caer bien» y no «Ser conflictivos», a quedar como idiotas bondadosotes ante el resto de la hu­manidad, sobre todo si se dicen inspirados por alguien, como Jesús de Nazaret, que armó el suficiente conflicto como para terminar crucificado.

Y aquí me temo que he de hacer una segunda confesión, en este caso de un pecado mayor: creo que a menudo yo mismo me he equivocado, como otros tantos, y hemos intentado convencer a estos cris­ tianos aburguesados, simpaticotes, de lo errado de su actitud mediante el expediente de recalcar los vicios que, en nuestra opinión, les conducen a ser tan blanduchos. Les hemos llamado moderaditos, por ejemplo. O les hemos recordado aquel versículo 16 del capítulo tercero del Apocalipsis: «¡Solo eres tibio! ¡No eres ni frío ni caliente! Así que por eso te vomitaré de mi boca». Hemos afrontado su yerro como si se tratara de un defecto moral. Cuando en realidad es probable que se trate solo de un dislate intelectual.

En efecto, quien no se siente interpelado a la lucha por defender la herencia cristiana de nuestra ci­vilización y por fortalecerla, para legársela con algo más de vigor a las nuevas generaciones, es bien probable que simplemente no haya entendido cosas que es preciso entender.
Es preciso entender, por ejemplo, al propio León XIII, que acompaña rá al lector, de la mano de Esolen, a lo largo de estas páginas. Hay que captar su empeño en dar solución a los males de su época, en dar una respuesta válida para todos sus contemporáneos y todos los hombres de su futuro, no solo para feligreses y habituales de la misa dominical.

Pero es también preciso entender los orígenes mismos del cristianismo. Es preciso entender que ya en sus primeros siglos los creyentes buscaban configurar una sociedad, la Cristiandad, que reflejara bien aquello que habían aprendido de Cristo. Que el cristianismo nunca se redujo a unas pocas comu­ nidades de «puros», muy contentos de ser tan diferentes a la plebe degenerada que les rodeaba, a la cual contemplaban desde lejos y sin la menor intención de intervenir en sus leyes, en sus gobiernos, en sus instituciones, en todo lo que andaba degenerado también.

Por eso, cuando cristianos como san Policarpo de Esmirna, por ejemplo, van al martirio, no conde­ nan sin más el imperio que les conduce al patíbulo, como si el campo de lo político y lo legal fuera de por sí un terreno depravado del que, en suma, qué te vas a esperar; sino que solo lamentan que ese im­ perio, por el cual rezan y para el cual trabajan, posea aún taras, como la de obligarles a apostatar, que les impiden adaptarse del todo a él.

Por eso también, cuando el paga no Celso se ría de los cristianos y les critique que son unos advene­dizos, cuando les reproche que resultarían incapaces de cimentar sociedad ni civilización alguna, los padres cristianos de su tiempo -por ejemplo, Orígenes en su Contra Celso- no le tomarán la palabra ni le replicarán que tanto da, que su mensaje no es de este mundo ni para estos desvelos políticos, que ellos solo quieren consolar almas y quedarse tranquilitos en sus parroquias y comunidades purita­ nas; sino que aducirán el ejemplo de Moisés, y de la venerable antigüedad del pueblo judío, del cual proceden, para atestiguar que ya la primicia de su mensaje -el del Antiguo Testamento- sí fue capaz de sostener todo un pueblo y una civilización, como la hebrea, no limitada solo a «Cabreros y pastores». Y, con tal argumento, los padres de la Iglesia pretenderán demostrar, siempre contra Celso, que ahora que ya poseen un mensaje completo -el del Nuevo Testamento-, con aún mayor motivo po­ drán sustentar ese otro pueblo que es el romano y esa otra civilización que es la imperial.

Y por eso también, durante la era de las persecuciones, los cristianos irán pese a las dificultades edi­ ficando toda una sociedad cristiana, una civilización dentro de su civilización, por así decirlo. Es lo que llamamos Iglesia. Irán construyendo una red de apoyo a los desfavorecidos. Irán organizando una estructura de gobierno a través de presbíteros, de diócesis, de patriarcados, del papado. Irán recono­ciendo que la unidad de todos no va en detrimento de la peculiaridad de cada uno. Irán estableciendo reglas para evitar tanto a los gorrones como la falta de misericordia, para resolver disputas, para aco­ ger a nuevos miembros o expulsar a algunos, para retomar el contacto con los que se fueron y ahora de nuevo ansían volver. Irán emulando la ambición romana por el universalismo, sin por ello sucum­bir a la crueldad que, para alcanzarlo, aquel Imperio empleaba. Irán, en suma, erigiendo una adminis­tración de lo mundano dentro de esa otra inmensa administración de lo mundano que era el princi­ pado romano, al que copiarán incluso algunos oficios, como el de pontífice máximo. La Iglesia, ro­ mana y universal, se va configurando dentro del Imperio que también era roma no y universal. Y, por eso, cuando este segundo finalmente se ponga en manos de la primera, en el siglo IV, entre los empe­radores Constantino y Teodosio, el tránsito de un imperio pagano a uno cristiano será más bien suave, no un terremoto salvaje como si la Cristiandad de repente tuviese que cargar sobre sus hom­bros con algo, hasta entonces, por completo ajeno a ella: la gestión política de lo mundano.

Nunca existió, pues, un cristianismo encerrado en sus conciliábulos ni en sus catacumbas, empe­ ñado en conservar una comunidad de puros en medio de una mundanidad a la que habían dado por perdida. Ya Tertuliano (Apología, 42) quiso refutar tal caricatura de los creyentes como «desterrados de la vida». 
«Nosotros, los cristianos», escribiría, «no vivimos aparte del resto del mundo. Visitamos el foro, la carnicería, las termas, las tabernas, las oficinas, los mesones, las ferias y todos los espacios públicos» (la cursiva es mía). Si ya entre los siglos II y III era posible hablar así, ¿qué sentido tendría ahora renunciar a hacerlo? ¿Cómo justificar hoy una renuncia a implantar la Doctrina Social de la Iglesia en nuestros países? ¿Cómo poner reparos al esfuerzo por conservar la civilización cristiana que nos han legado tantas figuras mentadas (desde Orígenes a Constantino, desde León XIII a Benedicto XVI), así como otras muchas que se podrían mentar o que este libro de Esolen mentará?

La doctrina cristiana no puede ser hoy menos social que hace mil ochocientos o hace ciento treinta años. Tras leer esta iluminadora obra de Anthony Esolen el lector constatará que, si acaso, la urgencia pocas veces ha sido mayor que hoy. Para quien prefiera vivir su cristianismo en una catacumba, esto es, en la zona donde los romanos sepultaban a sus fallecidos, siempre resonará la frase de Jesús de «dejad que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8,22). Para los demás, en cambio, servirá siem­pre uno de sus razonamientos más repletos de lógica (Mt 5, 15):«No se enciende una lámpara para po­ nerla debajo de un cajón».

Miguel Ángel Quintana Paz

Lo que una sociedad católica 
nunca debe ser

He intentado comprender la teoría social de León XIII como un todo. Se trata de algo que, a buen seguro, excede mis capacidades. No obstante, presentaré resumidamente ahora lo que sí he llegado a comprender.

Comenzaré diciendo lo que una sociedad católica nunca debería ser.

Jesús nos dice que una casa dividida contra sí misma no se sostiene. Una sociedad católica no puede dividirse contra sí misma. Se sostiene con nuestra madre y maestra, como dice Juan XXIII. Se sostiene con la Iglesia.

Jesús nos enseña que sería preferible para un hombre que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar que escandalizar a uno «de los pequeños». Una sociedad católica no soporta la seducción ni la corrupción de los niños. No tolera que los niños sean rehenes de los caprichos o deseos sexuales de los adultos, de los fornicadores, de los adúlteros, de los sodomitas. No crearía colegios como campos de entrenamiento de incrédulos y miserables. No sentenciaría a muerte a niños no deseados.

Jesús dice que Dios es el creador del matrimonio. Una sociedad católica no puede abrazar el divorcio. Jesús nos dice que lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre.

Jesús nos dice que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos. Una sociedad católica debe recelar siempre de la riqueza terrenal. Las riquezas pueden ser una bendición, pero lo sean o no, conllevan una obligación importante. El amor al dinero es la raíz de muchos males.

Jesús nos dice que hagamos lo que hagamos al más débil de nosotros, eso se lo hacemos también a Él. No podemos imponer nuestras obligaciones a los demás. Debemos alimentar al hambriento, vestir al desnudo, acoger al que no tiene casa, atender al enfermo, visitar al preso, enterrar a los muertos, asistir a las viudas y a los huérfanos. Debemos hacer todo esto; es una responsabilidad personal.

Jesús nos dice que los limpios de corazón están bendecidos y verá a Dios. Por eso no podemos vivir como puercos. No podemos soslayar la inmundicia, ni siquiera cuando esta proviene de una persona que no cree en Dios. No podemos tomar a la ligera la gran virtud de la pureza.

Jesús nos enseña con un ejemplo, y en un sentido misterioso, que los reinos de este mundo son el regalo del príncipe de las tinieblas. No significa que no debamos amar nuestra patria. Él mismo amaba a la oveja perdida de Israel. Pero los católicos aman de mejor manera a su patria si en primer lugar aman a Dios. Si no pueden ocupar cargos políticos, como sucedía en los tiempos anteriores a Constantino, deben recordar el caso de Poncio Pilato. Un poco de agua no puede limpiar la sangre derramada por los inocentes.

Jesús nos dice de sí mismo que es el pan de la vida, el torrente de agua viva que saciará nuestra sed. Él es el Buen Pastor; si lo tenemos a Él, no querremos nada más. No buscaremos más pastores, ni nos someteremos a ninguna ideología política ni a ningún otro sistema. No depositaremos nuestra esperanza en utopías progresistas. No adoraremos el supuestamente inevitable devenir de la historia. No adoraremos a ningún emperador, sea cual sea su nombre.

Jesús nos dijo que el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. Nos dijo que está en el mundo, pero que no es de este mundo. Y nosotros también debemos trabajar en este mundo, pero no pertenecer a él, porque lo amamos de mejor manera cuando tenemos el corazón volcado en el Creador y Redentor.

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