EL Rincón de Yanka: COLECTIVISMO

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sábado, 24 de mayo de 2025

LIBRO "PARÁSITOS MENTALES": SIETE IDEAS PROGRESISTAS QUE INFECTAN NUESTRO PENSAMIENTO Y SOCIEDAD

 
PARÁSITOS
MENTALES
Siete ideas progresistas
que infectan nuestro 
pensamiento y sociedad

Derechos Sociales 
Neoliberalismo 
Estado Benefactor
Responsabilidad Social Corporativa
Diversidad, Equidad e Inclusión 
El Buen Indígena.

AXEL KAISER


Introducción

No son pocas las ocasiones en que el cine transmite, de manera más efectiva que cualquier otro formato, descubrimientos de enorme importancia filosófica y social. La película Inception, protagonizada por Leonardo DiCaprio, ofrece por lejos la mejor introducción al tema que trata este breve libro y bien podría considerarse el marco teórico perfecto para la tesis aquí presentada. Al inicio, el personaje principal, Dominick Cobb (DiCaprio), formula la siguiente reflexión: “¿Cuál es el parásito más resistente? ¿Bacterias? ¿Un virus? ¿Un gusano intestinal? Una idea. Resiliente..., altamente contagiosa. Una vez que una idea se ha apoderado del cerebro, es casi imposible erradicarla”. 

Esta afirmación del filme dirigido por Christopher Nolan tiene mucho más de realidad que de ciencia ficción. En su libro The Parasitic Mind, el biólogo Gad Saad, que ha aplicado las lecciones de la psicología evolutiva al marketing, explicó que Occidente está sufriendo una pandemia que impide a quienes se encuentran afectados pensar racionalmente. Este no es el resultado de la propagación de una bacteria o virus, sino de “ideas patógenas” difundidas por universidades, políticos, medios de comunicación, el arte y la cultura, lo que trae consecuencias devastadoras1. 

Estos patógenos, añade Saad, vienen fundamentalmente de los círculos académicos de izquierda. La descripción de estas ideas que se enquistan en la mente humana coincide a la perfección con la conclusión del personaje de DiCaprio. Saad compara su poder infeccioso con el parásito de la malaria presente en los mosquitos. Los parásitos de la mente, dice, están compuestos por “patrones de pensamiento, sistemas de creencias y actitudes que impiden pensar con claridad y precisión”2. 

Una vez que estos toman control de nuestros circuitos neuronales, las personas perdemos la capacidad de razonar. Porque los “neuroparásitos” determinan la conducta del huésped de diferentes maneras. Por supuesto que también existen parásitos naturales que se alojan en el cerebro con resultados horribles: hay una especie de avispa que ensarta a arañas más grandes para convertirlas en zombis y luego pone sus huevos dentro de ellas para que, cuando estos eclosionen, las crías se coman a las arañas. Si bien las ideas no generan ese efecto orgánico inmediato, ciertamente pueden llevar a serios problemas de salud mental, a desquiciamiento, suicidio e incluso el colapso de civilizaciones completas, como muestran claramente los casos del comunismo y del nazismo. Pero no es necesario llegar a ese extremo para ver los efectos perversos de los neuroparásitos. 

Un artículo publicado en The Economist en abril de 2024 reportaba que la gente de izquierda (liberals) era “más triste que los conservadores”. Y añadía: “Este es un síntoma global de diferencia política, pero es particularmente fuerte en Estados Unidos. Independientemente del grupo de edad o del sexo, los progresistas también tienen muchas más probabilidades que los conservadores de informar haber sido diagnosticados con una enfermedad mental”3. La razón, explicaba el semanario británico, es posiblemente el hecho de que las ideas de izquierda progresista generan enfermedades mentales. Mientras la gente de izquierda tiende a cargarse con ideas negativas del mundo, que llevan a odiar a su propio país o a sí mismos, como ocurre en Estados Unidos con la obsesión de la izquierda por denunciar racismo sistémico, según The Economist “los conservadores tienden a ser más sanos, más patrióticos y más religiosos, y afirman haber encontrado mayores niveles de significado en sus vidas. 

Estas características se correlacionan con la felicidad”. No puede sorprendernos que una ideología que promueve el odio, la culpa, la destrucción de la familia, el determinismo sociológico, la demolición de las tradiciones, el irracionalismo científico y que desprecia toda forma de espiritualidad, especialmente de origen religiosa, introduzca parásitos mentales que depriman a sus portadores. Pero el problema es mayor, porque este tipo de parásitos, como hemos dicho a propósito de Inception, es altamente contagioso y tiene la capacidad de destruir por completo el orden social. 
El biólogo Richard Dawkins explicó esto en su libro The Selfish Gene, al introducir el concepto de “meme”. Según Dawkins, “así como los genes se propagan de un cuerpo a otro a través de espermatozoides u óvulos, los memes se propagan en el acervo de memes saltando de un cerebro a otro mediante un proceso que, en sentido amplio, puede denominarse imitación”4. El mismo autor explicó que las ideas tienen ese efecto infeccioso y describió a la perfección el proceso mediante el cual terminan convirtiéndose en el motor de cambio cultural: 

Si un científico escucha o lee sobre una buena idea, la transmite a sus colegas y estudiantes. La menciona en sus artículos y conferencias. Si la idea tiene éxito, se puede decir que se propaga de cerebro en cerebro [...]. Los memes deben considerarse estructuras vivas no solo metafóricamente, sino también técnicamente. Cuando plantas un meme fértil en mi mente, literalmente parasitas mi cerebro, convirtiéndolo en un vehículo para la propagación del meme, del mismo modo que un virus puede parasitar el mecanismo genético de una célula huésped. Y esta no es solo una forma de hablar: el meme de, digamos, “creencia en la vida después de la muerte” en realidad se concreta físicamente, millones de veces, como una estructura en los sistemas nerviosos de individuos en todo el mundo5. 

El proceso que describe Dawkins es, en su esencia, de carácter biológico, pues las ideas terminan instalándose en nuestros sistemas nerviosos y, por tanto, se convierten en parte de nuestro sistema operativo como seres humanos. Y el proceso de infección con ideas parasíticas comienza usualmente, como sugiere el biólogo, entre académicos e intelectuales; luego se esparcen en efecto cascada por toda la sociedad hasta transformar la cultura. El mejor ejemplo de esto fue el socialismo. 

En su artículo de 1949, titulado precisamente “Los intelectuales y el socialismo”, el Nobel de Economía Friedrich Hayek argumentó que esta ideología jamás había sido desarrollada ni por las masas ni por los proletarios, y que de ninguna manera resultaba obvio que ofreciera una solución a los problemas de los trabajadores. Hayek explicó que el socialismo fue “una construcción de teóricos derivados de ciertas tendencias del pensamiento abstracto con las que durante mucho tiempo solo los intelectuales estaban familiarizados, y requirió largos esfuerzos por parte de los intelectuales antes de que se pudiera persuadir a las clases trabajadoras para que lo adoptaran como su programa”6. 

El caso del socialismo —en el que Hayek incluyó el nazismo— demostraba, en su opinión, que era solo cuestión de tiempo hasta que las ideas de los intelectuales se convirtieran en la fuerza que determina las decisiones políticas. Tal como argumentaría Dawkins décadas después, Hayek explicó que eran los “distribuidores de segunda mano” de las ideas quienes cambiaban una sociedad al inocularlas en la población. Son los profesores, artistas, comunicadores, académicos, sacerdotes y una larga lista de profesiones y oficios quienes terminan popularizando las ideas de los teóricos. 

Es importante resaltar acá que muchas veces estas son pura charlatanería seudocientífica y que adquieren prestigio debido a la validación que de ellas se hace en las universidades por parte de académicos activistas en sus revistas especializadas, clases y libros. Luego, con esa falsa aura de superioridad intelectual, impactan en el debate público, consiguiendo aceptación de crecientes grupos de distribuidores de segunda mano hasta convertirse en cultura general. Esto ocurre con parásitos mentales progresistas, pero prácticamente nunca con ideas conservadoras o libertarias. 

Hayek observó que, ya en su época, cada profesor podía seguramente nombrar varios ejemplos en su área de hombres que habían alcanzado “inmerecidamente una reputación popular como grandes científicos” únicamente porque sostenían lo que los intelectuales consideraban “puntos de vista políticos progresistas”. Al mismo tiempo afirmó: “Todavía tengo que encontrarme con un solo caso en el que tal pseudorreputación científica haya sido otorgada por razones políticas a un estudioso de inclinaciones más conservadoras”7. 

No existe en la historia un caso más emblemático de contagio de parásitos progresistas desde académicos y políticos que el de Karl Marx. Marx es por lejos el intelectual más citado en el mundo académico, al punto de que solo su obra acumula una cantidad de citas similar a la de los trabajos de Friedrich Hayek, John Maynard Keynes y Milton Friedman juntos8. Su célebre pasquín escrito junto a Engels, el Manifiesto comunista, se entrega en cerca de cuatro mil programas universitarios en Estados Unidos, aunque casi todos son en humanidades9. De este modo, la influencia de Marx sobre nuestra cultura sigue siendo gigantesca, a pesar de que toda su teoría no pasó de ser una pseudorreligión plagada de errores y engaños con el fin de destruir el orden cristiano occidental y abrir las puertas a una supuesta utopía cuya consecución debía fundarse en la violencia. 

No podemos detenernos en todas las ideas propagadas por Marx que son disfrazadas de verdades históricas, sociológicas e incluso científicas, y que no pasan de ser una verborrea rabiosa disfrazada de profundidad intelectual. Quien mejor denunciara el fraude intelectual que constituye la empresa marxista fue el filósofo británico Bertrand Russell, en su texto de 1956, “Por qué no soy comunista”. Según Russell, Marx poseía una “mente confusa” y su pensamiento estaba “casi enteramente inspirado por odio”10. Pero, además, Russell señaló que Marx fue un fraude intelectual, pues aun cuando los hechos que él mismo observaba en su época refutaban su teoría, e incluso cuando esta era evidentemente incoherente, ajustaba tanto la teoría como los hechos para que cuadraran con las conclusiones a las que él quería llegar de antemano. Según el filósofo inglés, Marx estaba “satisfecho con el resultado no porque este concuerde con los hechos o sea lógicamente coherente, sino porque está diseñado para enfurecer a los asalariados”11. Más aún, para Russell, ideas centrales de Marx, como el materialismo dialéctico, son “pura mitología” que difundía porque “su mayor deseo era ver a sus enemigos castigados importándole poco lo que ocurriese a sus amigos en el proceso”. 

El resultado de los parásitos mentales cultivados por Marx y difundidos por los distribuidores de segunda mano a los que se refería Hayek es conocido: genocidios, dictaduras, miseria y los regímenes más criminales que haya registrado la historia humana, estimándose en más de cien millones los muertos por los seguidores de la religión marxista12. 
¿Cómo es posible que un fraude intelectual como Marx llegara a tener tanto impacto en el mundo? 

La respuesta la dio un estudio de Phillip Magness y Michael Makovi, quienes revisaron la presencia académica de Marx desde su época hasta nuestros días y concluyeron que, en su tiempo, Marx era un pensador marginal y sin relevancia académica o pública, y que fue la propaganda soviética, luego de la Revolución rusa de 1917, la que lo elevaría al estatus de la mayor celebridad intelectual del último siglo13. El hecho de que la figura de Marx continúe ejerciendo tanta influencia incluso cuando se ha demostrado que sus teorías son fraudulentas o, en el mejor de los casos, falsas, y que no existan dudas sobre su total fracaso y carácter totalitario, demuestra, una vez más, lo difícil que resulta eliminar los parásitos mentales. 

Es cierto que su relevancia política ha decrecido desde el colapso de la Unión Soviética, al menos en su sentido clásico, pero ha recobrado fuerza inusitada en las izquierdas occidentales mediante las llamadas “identity politics” (políticas de identidad) o movimiento woke, cuyo origen intelectual se encuentra en pensadores neomarxistas que se han tomado las mejores universidades del mundo. De algunas de las ideas parasíticas woke hablaremos también en este libro. Por ahora, digamos que no es necesario abrazar la ideología de la izquierda radical para ser infectado por parásitos mentales que dañan severamente nuestra capacidad de pensar con claridad. 

En este libro trataremos varios casos de parásitos que parece compartir casi todo el mundo, de izquierda a derecha, y que, sin embargo, gradualmente van enfermando nuestra política e instituciones hasta degradarnos totalmente. Varios de ellos han sido objeto de crítica en escritos anteriores de mi autoría, por lo que en este texto he tomado algunos argumentos formulados previamente en distintas partes, complementándolos con nuevos análisis que harán más fácil para el lector la comprensión del problema. Entre los parásitos mentales que tratamos en este texto se encuentran varios de índole económico-cultural, de nefastas consecuencias para la libertad y la prosperidad. Se trata de las ideas de justicia social, derechos sociales, Estado benefactor, neoliberalismo, responsabilidad social empresarial, diversidad, equidad e inclusión, y el buen indígena. Cada uno de estos siete parásitos capitales será analizado en las páginas siguientes. En ellas ofreceremos un diagnóstico sobre su toxicidad esperando contribuir así también a su tratamiento.
_______________________

1. Saad, The Parasitic Mind, xi.
2. Ibid., 17.
4. Dawkins, The Selfish Gene,143.
5. Ibid.
6. Hayek, “The Intellectuals and Socialism”, 417.
7. Ibid., 419.
8. Paniagua, “Marx culpable”, 113.
9. Ibid.
10. Russell, “Por qué no soy comunista”, 12.
11. Ibid.
12. Ver: Courtois et al., The Black Book of Communism.
13. Ver: Magness & Makovi, “The Mainstreaming of Marx”.



Lanzamiento nuevo libro Axel Kaiser: «Parásitos mentales»


El engaño colectivista socialista

jueves, 7 de marzo de 2024

CARTA ABIERTA A LOS FANÁTICOS DE SIEMPRE: LOS HABLAPAJAS por ALBERTO BENEGAS LYNCH


Carta abierta 
a los fanáticos de siempre
Alberto Benegas Lynch (h) dice que en más de una ocasión el Papa Francisco ha defendido el rol del Estado en la redistribución de la riqueza, pero que afortunadamente hay muchos miembros de la Iglesia que cuestionan lo que sucede en sus más altos niveles.

En estas reflexiones telegráficas me refiero a los que operan a ciegas en materia de la religión católica, aquellos que no usan la bendición del raciocinio y el consecuente libre albedrío y todo lo aceptan sin chistar como meros robots. Si por ellos fuera todavía estaríamos con los Borgia.

Se acaba de inaugurar en Buenos Aires la sede del Comité Panamericano de Juezas y Jueces para los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana (COPAJU) que se instaló originalmente en el Vaticano el 4 de junio de 2019 bajo la expresa inspiración del Papa Francisco. Ahora en esta inauguración, a la que asistieron entre otros el abolicionista Eugenio Zaffaroni –contratado en el Vaticano– Hugo Yasky –secretario general de la Central de Trabajadores Argentinos– el ministro de justicia bonaerense de La Cámpora Juan Martin Mena, magistrados de Justicia Legítima, Juan Grabois, Carolina Stanley, Julio Piumato, Héctor Daer y otros. En esa oportunidad el Papa envió un mensaje por video de cuatro minutos donde subraya que “el Estado es hoy más importante que nunca y está llamado a ejercer el papel central de la redistribución y la justicia social”.

Esta aseveración no hace más que reiterar su honestidad intelectual al proclamar la necesidad que el aparato estatal se apropie de recursos de unos para entregarlos graciosamente a otros en el contexto de la llamada justicia social. Esta última expresión solo tiene dos acepciones: o constituye una redundancia grotesca ya que la justicia no es vegetal, mineral o animal o en su empleo habitual que significa que el monopolio de la fuerza les arranca a unos su propiedad para regalar a otros el fruto del trabajo ajeno.

Es que el bienestar de la gente no puede establecerse por decreto ni es consecuencia del voluntarismo, los salarios e ingresos en términos reales con inexorable consecuencia de las tasas de capitalización, esto es, maquinarias, herramientas, instalaciones y conocimientos relevantes que hacen de apoyo logístico para aumentar sus rendimientos. Esa es la diferencia entre los ingresos en Alemania respecto a los de Uganda, son marcos institucionales que en la medida en que respetan derechos en un contexto civilizado a contramano de las recetas papales de hoy que han sido una y otra vez probadas con la inevitable consecuencia de la pobreza y la marginalidad. No se trata tampoco de recursos naturales, véase el caso de Japón que es un cascote del que solo es habitable en veinte por ciento, préstese atención a Suiza y Singapur que no cuentan con recursos naturales, mientras que el continente africano reúne los mayores recursos naturales del planeta y la mayor parte de su gente fenece por hambrunas e infecciones varias el climas estatistas, es decir, impuestos insoportables, inflaciones galopantes, endeudamientos colosales, legislaciones laborales contra el trabajo y regulaciones asfixiantes para redistribuciones que imponen los megalómanos de siempre. Por su parte, las extraordinarias recetas liberales estimulan a los genuinos empresarios que al acertar en los gustos y preferencias de la gente obtienen ganancias y si yerran incurren en quebrantos a diferencia de los pseduoempresarios que explotan miserablemente a todos con sus alianzas hediondas con el poder de turno para obtener privilegios a contracorriente del mercado abierto.

Estas diatribas –diplomacias aparte– vienen en línea con otros de los postulados del Papa Francisco. En otras circunstancias me he referido en detalle a sus documentos y a sus declaraciones en Cuba, Paraguay, Perú, Brasil y Chile pero en esta ocasión me circunscribo a tres manifestaciones. Declaró en entrevista de Eugenio Scalfari –director de La Reppublica– al Papa Francisco, publicada el 11 de noviembre de 2016 en el mencionado diario, donde el periodista le preguntó qué opinaba que en muchas ocasiones se lo acuse de comunista a lo que respondió: “Mi respuesta siempre ha sido que en todo caso son los comunistas los que piensan como los cristianos”.

En su mensaje a la OIT –reproducido en YouTube desde el Vaticano– afirmó que “siempre junto al derecho de propiedad privada está el más importante anterior principio de la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra y por tanto el derecho de todos a su uso. Al hablar de propiedad privada olvidamos que es un derecho secundario que depende de ese derecho primario que es el destino universal de los bienes”. A nadie se le escapa que con este peculiar silogismo la propiedad privada queda sin efecto e irrumpe lo que en ciencia política se conoce como la tragedia de los comunes, es decir, lo que es de todos no es de nadie, lo cual perjudica muy especialmente a los más vulnerables debido a la extensión de la pobreza que significa el derroche de los siempre escasos recursos.

Por último, el Papa ha escrito en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium que el mercado mata sin percatarse que el mercado somos todos: el sacerdote que adquiere su sotana, el que toma un taxi, el que usa la heladera, el que compra un medicamento, el que recurre al transporte etc etc. En este contexto, estimo de una peligrosidad inusual el consejo papal basado en una cita de San Juan Crisóstomo cuando escribe: “animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: ‘No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos’”. 
¿El Pontífice está invitando a que se usurpen las riquezas del Vaticano o de su banco o solo se refiere a las de quienes están fuera de sus muros y la han adquirido lícitamente? El respeto a la propiedad privada constituye parte del basamento moral de la sociedad libre que recogen los mandamientos de no robar y no codiciar los bienes ajenos, a contracorriente de la propuesta central de Marx de abolir la propiedad. Es de interés apuntar que San Juan Crisóstomo en el siglo primero con el título de Adversus Judaeos vocifera criminalmente que los judíos “son bestias salvajes” que son “el domicilio del demonio” y que “las sinagogas son depósitos del mal”.

Como he apuntado antes, el sacerdote polaco Miguel Poradowski –doctor en teología, doctor en derecho y doctor en sociología– en uno de sus libros titulado "El marxismo en la teología" consigna que: “No todos se dan cuenta hasta dónde llega hoy la nefasta influencia del marxismo en la Iglesia. Muchos, cuando escuchan algún sacerdote que predica en el templo, ingenuamente piensan que se trata de algún malentendido. Desgraciadamente no es así. Hay que tomar conciencia de estos hechos porque si vamos a seguir cerrando los ojos a esta realidad, pensado ingenuamente que hoy día, como era ayer, todos los sacerdotes reciben la misma formación tradicional y que se les enseña la misma auténtica doctrina de Cristo, tarde o temprano vamos a encontrarnos en una Iglesia ya marxistizada, es decir, en una anti-Iglesia”.

En este contexto es pertinente reiterar que en la Encíclica Rerum Novarum se lee: 
“Quede, pues, sentado que cuando se busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente, y como fundamento de todo se ha de tener es esto: que se ha de guardar intacta la propiedad privada. Sea, pues, el primer principio y como base de todo que no hay más remedio que acomodarse a la condición humana; que en la sociedad civil no pueden todos ser iguales, los altos y los bajos. Afánense en verdad, los socialistas; pero vano es este afán, y contra la naturaleza misma de las cosas. Porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma, grandísimas y muchísimas desigualdades. No son iguales los talentos de todos, ni igual el ingenio, ni la salud ni la fuerza; y a la necesaria desigualdad de estas cosas le sigue espontáneamente la desigualdad en la fortuna, lo cual es por cierto conveniente a la utilidad, así de los particulares como de la comunidad; porque necesitan para su gobierno la vida común de facultades diversas y oficios diversos; y lo que a ejercitar otros oficios diversos principalmente mueve a los hombres, es la diversidad de la fortuna de cada uno”.
Pio XI ha señalado en Quadragesimo Anno que “Socialismo religioso y socialismo cristiano son términos contradictorios; nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y socialista verdadero” y Juan Pablo II ha aclarado bien el significado del capitalismo especialmente en la sección 42 de Centesimus Annus.

42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

En este cuadro de situación es importante siempre tener presente lo estipulado por la Comisión Teológica Internacional de la Santa Sede que consignó el 30 de junio de 1977 en su Declaración sobre la promoción humana y la salvación cristiana que “El teólogo no está habilitado para resolver con sus propias luces los debates fundamentales en materia social […] Las teorías sociológicas se reducen de hecho a simples conjeturas y no es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos, fundados sobre una errónea concepción antropológica. Tal es el caso, por ejemplo, de una notable parte de los análisis inspirados por el marxismo y leninismo […] Si se recurre a análisis de este género, ellos no adquieren suplemento alguno de certeza por el hecho de que una teología los inserte en la trama de sus enunciados”.

Cuando pronuncié la conferencia inaugural en el CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) el 30 de junio de 1998 en Tegucigalpa expresé que si se piensa que la pobreza material –y no la evangélica de espíritu– es una virtud debería condenarse la caridad puesto que mejora la condición del receptor y si se estima que los pobres materiales están salvados los sacerdotes debieran dedicarse solo a los ricos.

Como una nota al pie sostengo que el Estado Vaticano consolidado por Mussolini vía el Tratado de Letrán es a contracorriente de aquello de “mi reino no es de este mundo”, para no decir nada de su banco…¿no era según este Papa que “el dinero es el estiércol del diablo”?
Celebro que muchos no se resignan a lo que sucede en parte del seno de nuestra Iglesia.

Este artículo fue publicado originalmente en Infobae (Argentina) el 1 de marzo de 2024.



El engaño colectivista socialista

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miércoles, 3 de enero de 2024

LA "JUSTICIA SOCIAL" NI ES JUSTICIA (JUSTA) NI ES SOCIAL 🗽


La «justicia social» 
no es ni social ni justa



"La justicia social es una pesadilla 
que usa las buenas intenciones 
para la destrucción de los valores de una civilización libre". 
Hayek

Thomas Sowell nos ha ofrecido una crítica penetrante del enfoque de la justicia adoptado por muchos filósofos políticos, especialmente John Rawls y sus innumerables seguidores. Dice que construyen una imagen de cómo debería ser la sociedad, pero no se preguntan si sus planes son factibles. Su crítica es acertada, aunque no ofrece una explicación adecuada de los derechos que tienen las personas.

Dice sobre Rawls:
En gran parte de la literatura sobre justicia social, incluido el clásico del profesor John Rawls. Una teoría de la justicia, se han recomendado diversas políticas, sobre la base de su conveniencia desde un punto de vista moral, pero a menudo con poca o ninguna atención a la cuestión práctica de si esas políticas podrían de hecho llevarse a cabo y producir los resultados finales deseados. En varios lugares, por ejemplo, Rawls se refirió a cosas que la «sociedad» debería «arreglar», pero sin especificar los instrumentos o la viabilidad de esos arreglos.
Más adelante, Sowell señala que «la exaltación de la deseabilidad y el descuido de la viabilidad, que Adam Smith criticó, sigue siendo hoy un ingrediente principal de las falacias fundamentales de la visión de la justicia social».

Sowell está de acuerdo con Rawls en que muchas desigualdades en las condiciones de las personas parecen arbitrarias e injustas si se ven como el resultado de un plan. Pero una vez que nos damos cuenta de que en un mercado libre no existe tal plan, es evidente que las críticas al mercado por permitir desigualdades injustas están fuera de lugar. La vida es simplemente «así», y los intentos de deshacer estas desigualdades probablemente fracasarán y tendrán malos resultados.

El argumento de Sowell sigue a Friedrich Hayek, de quien dice:

Está claro que Hayek también consideraba injusta la vida en general, incluso dentro de los mercados libres que defendía. Pero esto no es lo mismo que decir que veía a la sociedad como injusta. Para Hayek, la sociedad era una «estructura ordenada», pero no una unidad de toma de decisiones, ni una institución que actuara. Eso es lo que hacen los gobiernos. Pero ni la sociedad ni el gobierno comprenden ni controlan todas las numerosas y variadísimas circunstancias —incluido un gran elemento de suerte— que pueden influir en el destino de los individuos, las clases, las razas o las naciones.
Como ejemplo, Sowell cita estudios que muestran que los primogénitos tienden a tener más éxito académico que los niños que tienen hermanos o hermanas mayores. ¿Es esto algo que requiera medidas correctoras por parte del gobierno? se pregunta. La sola idea es ridícula. En opinión de Sowell, debemos simplemente vivir y dejar vivir.

Es cierto, como sugiere Sowell, que las cuestiones de viabilidad limitan seriamente lo que pueden hacer quienes buscan la «justicia social», pero no ha demostrado que estas cuestiones reduzcan a la nada el espacio para la acción. A veces plantea implícitamente una falsa antítesis entre el rechazo total de la justicia social y la aceptación de una concepción global de la justicia social que él denomina «justicia cósmica», que trataría de corregir todas las desigualdades consideradas inmerecidas. (Me apresuro a añadir que rechazo totalmente la justicia social, pero para defender esta postura adecuadamente se requiere una explicación de los derechos, que Sowell no proporciona).

En apoyo de su crítica a la justicia social, Sowell esgrime un argumento dudoso. Los partidarios de la justicia social suelen poner como uno de sus principales ejemplos la necesidad de programas especiales para ayudar a los negros porque la discriminación de que son objeto, tanto en la actualidad como en el pasado, les ha colocado en una situación de grave desventaja frente a los blancos. Pero las pruebas empíricas no respaldan la afirmación de que las actuales desigualdades de ingresos entre negros y blancos se deban principalmente a un trato discriminatorio, argumenta.

Sowell es un maestro en la utilización de pruebas, y cualquiera que quiera cuestionarle la causalidad de la desigualdad se enfrenta a una tarea difícil, si no imposible. Pero un partidario de la justicia social podría argumentar que la exigencia de corregir el trato discriminatorio no es una afirmación empírica sobre las fuentes de la desigualdad actual, sino una exigencia moral. Las personas que sostienen este punto de vista podrían pensar que, aunque ahora te vaya muy bien, sigues teniendo derecho a una compensación si has sufrido discriminación. (Una vez más, no estoy a favor de este punto de vista, sino todo lo contrario; pero una respuesta adecuada al mismo debe implicar teoría moral).

Sin embargo, es más importante tener en cuenta la fuerza del argumento de Sowell que sus límites. Las cuestiones de viabilidad limitan enormemente el alcance de la justicia social, aunque no la excluyan por completo. Y podemos estar más de acuerdo sin reservas con otro excelente argumento de Sowell. Dice:
Irónicamente, muchas élites intelectuales —entonces y ahora— parecen considerar que promueven una sociedad más democrática cuando se adelantan a las decisiones de los demás. Su concepción de la democracia parece ser la igualación de los resultados por parte de las élites intelectuales. Esto otorgaría beneficios a los menos afortunados, a expensas de aquellos que estos sustitutos consideran menos merecedores. . . [Woodrow Wilson] era partidario de que el gobierno estuviera en manos de sustitutos que tomaran las decisiones, dotados de un conocimiento y una comprensión superiores —«pericia ejecutiva»— y sin el obstáculo del público votante. La respuesta de Woodrow Wilson a las objeciones de que esto privaría al pueblo en general de la libertad de vivir su propia vida como mejor le pareciera, fue redefinir la palabra «libertad»... Al describir simplemente las prestaciones proporcionadas por el gobierno —dispensadas por sustitutos que toman decisiones— como una libertad adicional para los beneficiarios, el presidente Wilson hizo desaparecer la cuestión de la pérdida de libertad de las personas, como si se tratara de un juego de manos verbal.
Sowell ha planteado una cuestión vital. Eres libre si los demás no agreden a tu persona y propiedad; si lo hacen pero te dan beneficios, no eres libre. Sowell dice elocuentemente:
Las «complejidades» de esta definición wilsoniana de la libertad son ciertamente comprensibles, ya que eludir lo obvio puede llegar a ser muy complejo. Cuando Espartaco lideró un levantamiento de esclavos, allá por los días del Imperio romano [República], no lo hacía para obtener beneficios del Estado benefactor.
Como dijo hace tiempo el obispo Joseph Butler: «Cada cosa es lo que es, y no otra cosa».

Ni es justicia ni es social: el sistema público de pensiones - Value School

Pero, ¿por qué es pernicioso este sistema si asegura la tranquilidad en la vejez de las personas a cambio de aportaciones impositivas durante la edad activa?
Para responder esta pregunta, y bajo mi criterio, es necesario abordar la cuestión bajo el plano moral y el pragmático. En el primer plano, el moral, nos encontramos con el dilema que supone la elección entre la libertad frente a la seguridad. Porque el aceptar un sistema público de reparto de las pensiones obliga a toda la población de un país a aportar parte de su renta en las pensiones actuales, aunque hayan decidido crearse un plan de pensiones de capitalización a título individual. Por tanto, está socavando la libertad de elegir.
En el plano pragmático podría parecer algo viable o incluso recomendable en la España de 1939 o en la Alemania de 1850, nada más lejos de la realidad. A la hora de crear estos planes nadie se paró a pensar en el desarrollo demográfico y en el envejecimiento poblacional de los sociedades avanzadas. Por ello, impusieron un sistema que convertiría a la población en siervos del Estado sin analizar las consecuencias a largo plazo.

Y ahora viene lo importante. ¿Cuál es la alternativa?
Todo el mundo sabe destruir, cualquier crítica es estéril si no trae consigo una solución. Pues bien, la solución pasa por devolverle a la sociedad civil lo que un día le fue arrebatado: la libertad para elegir su jubilación mediante un sistema de ahorro privado. Ya basta de que el Estado ejerza de tutor legal de su población y que la gente se dé cuenta de que la libertad conlleva siempre responsabilidad.
La motivación del Estado no debe ser la de subsidiar a toda la población, sino la de crear las condiciones materiales necesarias para que ningún ciudadano necesite subsidios. Al enfocar las políticas públicas en este cometido siempre quedarán desamparados, pero la posibilidad de dar apoyo económico a estas personas será mayor que en el caso de que todo el mundo sea dependiente económicamente del Estado.

El engaño colectivista socialista

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martes, 19 de diciembre de 2023

LIBRO "DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA": UNA REIVINDICACIÓN DE LA VERDADERA ENSEÑANZA DE LA IGLESIA SOBRE EL MATRIMONIO, LA FAMILIA Y EL ESTADO por ANTHONY ESOLEN


DOCTRINA SOCIAL
DE LA IGLESIA:
Una reivindicación de la verdadera enseñanza 
de la Iglesia sobre el matrimonio, la familia y el Estado

ANTHONY ESOLEN

En un siglo dominado por el desarrollo de las ideologías y de los partidos políticos, la Iglesia supo sortear el riesgo de ideologizarse y de pronunciarse como formación política, humana.
Muchos aún no se han enterado y creen que la réplica que dio la Iglesia, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica» o un programa político más. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro. Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es?
Uno de los logros de Esolen es que, para dar respuesta a tal interrogante, no rehúye la profundidad que merece. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentar propuestas sociales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia entre el enfoque ideológico y el enfoque católico. Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen. (Del prólogo de Miguel Ángel Quintana Paz)
La Doctrina Social de la Iglesia nos ofrece un rico tesoro de ideas sobre la naturaleza del hombre, su destino eterno, la santidad del matrimonio y el papel de la familia en la construcción de una sociedad armoniosa. Es necesario reivindicarla si queremos transformar nuestra sociedad en el ideal trazado por la Iglesia. El lector terminará estas páginas con una profunda comprensión de las causas de los males que afligen a nuestra sociedad y, lo que es más importante, bien equipado para proponer soluciones convincentes.

Una de las demandas de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva de las sociedades.
Una de las exigencias de la enseñanza social católica es que debería haber sociedades, grupos de seres humanos. Seres que se reúnen para promover el bien común, o para disfrutar de un bien que sólo se puede obtener, o que se puede obtener mejor, si estamos en grupos, especialmente si estamos unidos por el parentesco, la amistad, el amor común o la adoración de Dios. Y una de las características más obvias de la vida contemporánea es que es destructiva para las sociedades.

Muchas son sus armas de destrucción social. El individualismo es uno, ya sea en su forma de búsqueda de riqueza, ambición o poder, o en su forma de acción sexual sin tener en cuenta el matrimonio y el bienestar de los niños.
El colectivismo, el hermano gemelo que el individualismo pretende despreciar, es otro, ya que el Estado intenta mejorar la disolución social que ha ayudado a causar en primer lugar, por medios que untan las heridas pero que exacerban y prolongan la enfermedad. En poco tiempo, la gente ya no recuerda cuántas y variadas eran las cosas que solían hacer por sí mismos, sus parientes, sus vecinos y sus compañeros feligreses. Y la familia, a la vez la sociedad humana fundamental y el fin principal por el cual establecemos muchas de nuestras otras sociedades, se vuelve frágil y enfermiza.

Las enseñanzas de la Iglesia sobre el sexo y el matrimonio son inerradicables de sus enseñanzas sociales en general, como usted mismo podrá descubrir si lee, por ejemplo, las encíclicas del Papa León XIII. Venderse como defensor de sus enseñanzas sociales mientras niega o menosprecia lo que ella dice sobre la fornicación, el adulterio, la homosexualidad, el aborto y el divorcio es vender vitaminas mezcladas con arsénico. Las vitaminas son buenas, pero el arsénico asegurará que haya menos cuerpos que las vitaminas puedan vigorizar. O es como construir una casa sin cimientos: se caerá con la próxima tormenta.

Lo que quiero señalar aquí, sin embargo, es la decadencia de la vida social en general, una decadencia que ha afectado a la Iglesia y que ya es de larga duración. Y aquí busco un ejemplo para la parroquia de mi infancia, en Archbald, Pensilvania. Cuando tenía nueve años, en 1967, justo cuando se avecinaban nubes oscuras y ya habían azotado terribles tormentas en otros lugares, el corto tramo de carretera llamado Calle de la iglesia era, desde septiembre hasta principios de junio, un hervidero de actividad.
Teníamos misas todas las mañanas, al menos dos, y eso significaba que el monaguillo a quien le tocaba tenía que llegar a las 6:45 a. m. Sin embargo, no había problema; la escuela parroquial estaba al otro lado de la calle, y tanto la iglesia como la escuela estaban justo en el centro del barrio más densamente poblado del barrio, pero no en el tráfico de la Calle Principal.

A las 8 de la mañana, cuatrocientos niños, 50 en cada una de las ocho clases, se reunían en la iglesia o merodeaban por el “patio de juegos”, un área asfaltada al lado de la escuela. Tampoco fueron los únicos jóvenes. La escuela secundaria del distrito era la esquina de la escuela parroquial, porque en ese momento, el distrito escolar consolidado de los tres distritos aún no había destruido la pequeña escuela en favor de un nuevo complejo lejos de casi todos.
Iglesia, escuela parroquial, escuela secundaria pública; Las escuelas tampoco eran antagónicas entre sí. Teníamos, en el tercer piso, la cancha de baloncesto que usaban los estudiantes de la escuela pública, y los maestros de la escuela pública se aseguraban de que sus estudiantes católicos acudieran en tropel a la escuela parroquial una vez a la semana, fuera de horario, para recibir instrucción religiosa. Sin embargo, eso no fue todo. Del otro lado del patio de recreo, los Caballeros de Colón tenían su pequeño edificio, donde se podía ir a comprar algún dulce o refresco. Y esos 500 jóvenes no estuvieron encerrados dentro de sus edificios todo el tiempo y luego enviados a casa en autobuses. Teníamos una hora real para almorzar y la mayoría de nosotros caminábamos hacia y desde la escuela.

Eso significaba que 500 jóvenes, cinco días a la semana durante nueve meses al año, estarían aquí y allá, tomando un sándwich en una cafetería (que ya no existe), o deteniéndose para tomar un capricho o comprar un cómic en una de las dos farmacias (que ya no existen), o ir a cortarse el pelo a una de las dos barberías (que ya no existen); en general, siendo ellos mismos, personas pequeñas como miembros de familias que tal vez nunca se reunirían excepto esas personas pequeñas; y eso no llega al juego informal que harían por sí solos, una parte no pequeña de la vida de un niño sano y un rasgo nada despreciable de una sociedad real.
La escuela parroquial fue comprada por el municipio después de que la matrícula colapsara repentinamente y la orden de hermanas religiosas que solía dirigir la escuela (el Inmaculado Corazón de María) se agotó, habiendo Tengo el error de la autorrealización. La escuela tuvo que cobrar una matrícula, que los feligreses mimados no estaban dispuestos a pagar; y además, les estaban aumentando los impuestos para pagar la nueva escuela pública. Y de todos modos había menos hijos, porque ¿quién quiere tener hijos cuando puedes tener... lo que sea?

Así que ahora, la escuela St. Thomas Aquinas es el edificio del municipio, y los Potestades han colocado entradas baratas en la puerta principal y en las puertas laterales, junto con un letrero ruidoso, sin ningún sentido de ironía o tristeza, que proclama la Sociedad Histórica Archbald. El edificio de C de C fue derribado para ampliar el estacionamiento, que es donde estaba el patio de recreo. La escuela secundaria pública, un hermoso edificio, fue derribada hace mucho tiempo, y un pequeño jardín con una especie de lápida marca el lugar donde alguna vez estuvo su lugar.
La colmena de actividad ya no existe. No es que se haya trasladado a otra parte. En ningún lugar de la ciudad encontrarás una sombra de la vida social que alguna vez prosperó, simplemente por la acción natural de los niños y sus padres reunidos en los lugares que eran más importantes para ellos.

Al parecer, casi todas las innovaciones sociales de mi época han tenido el mismo tipo de efecto destripador. La estación de bomberos, a unos cientos de metros de nuestra casa, solía albergar bailes, con música a cargo de bandas de rock locales. Eso ya era una corrupción de lo que había sido: porque el ruido, la oscuridad típica y la extraña lujuria furiosa de muchas de las canciones hacían impensable que personas de todas las edades se reunieran allí. Porque cuando el sexo parece fácil y gratuito, impone un costo exorbitante a muchas actividades humanas saludables; éstos se vuelven peligrosos, y el peligro los pone en peligro, y la muerte llega poco después.
Teníamos un autocine en nuestra ciudad, pero las películas posteriores a 1965 se alejaron marcadamente de lo que una familia podría ver sin preocupaciones; y el comportamiento de los jóvenes en sus coches ya no era decente ni alegre. Algunos de los autocines recurrieron luego al porno para mantenerse en el negocio, lo que era como tomar opio para remediar el alcoholismo. En poco tiempo ellos también fueron cosa del pasado.

Jane Jacobs, criada en mi condado, sugirió, en La muerte y la vida de las grandes ciudades americanas (1961), que los niños, al aire libre, no controlados directamente por adultos sino bajo su supervisión general e informal, eran esenciales para una vida urbana próspera. Donde no hay hijos –porque nadie los tiene, o porque el Estado ha absorbido cada vez más de su tiempo, o porque la plaza pública está erizada de graves riesgos morales– puedes hablar todo lo que quieras sobre la enseñanza social católica; no habrá una sociedad real a la que aplicarlo. Esa no debería ser una lección difícil de aprender para nosotros.

Prólogo

Qué es (y qué no es)
la Doctrina Social de la Iglesia

El siglo XIX nos legó la locomotora, las novelas de Dostoievski y un montón de pinturas impresionis­tas. Pero también nos procuró algo a lo que nos hemos acabado acostumbrando tanto, que hoy vivi­mos en ello como peces en el agua. Pese a que se trate de aguas un tanto estancadas. El siglo XIX nos legó también las ideologías políticas.

Decía Antaine Louis Claude Destutt que la ideología formaba parte de la zoología; y algo debía de saber él, pues fue el primero en acuñar tal término. Pongámonos pues a diseccionar, someros, esos animalitos. Nos ayudará a entender mejor qué es (y qué no es) la Doctrina Social de la Iglesia. En nuestro empeño fisiológico, enseguida nos encontraremos con que, por diversa que sea su anatomía, todas las ideologías comparten al menos dos elementos.

En primer lugar, cada ideología nos proporciona una explicación de cómo funciona ese dispositivo llamado sociedad. Esa explicación ha de ser lo bastante compleja como para que no resulte evidente a primera vista (no puede quedarse en perogrulladas, como «todo el mundo es bueno» o «todo  el mundo va a lo suyo»). De esta manera, aquel al que se le «Comunica» o se le «enseña» la ideología po­drá sentir que ha atrapado algo novedoso, importante, revelador. Y tenderá a agarrarse a ello con de­voción. Ahora bien, por otra parte, tal explicación ideológica de «cómo funciona nuestra sociedad» no deberá ser en exceso compleja, intrincada, sesuda. Pues, en ese caso, correría el riesgo de quedarse en una mera teoría académica: una especulación que sus expertos analizarán en seminarios universita­ rios o apoltronados sobre los sillones Chester de algún club de intelectuales, ante la perplejidad del ca­marero que sirva a estos eruditos y del ebanista que fabricó esos sillones. Las buenas ideologías son comprensibles tanto por el profesor, como por su barman o su carpintero. El ideal es que, incluso, tanto uno como los otros las puedan difundir.

El segundo factor que comparte toda ideología es que nos debe equipar con un programa político que especifique cómo lograr que la sociedad marche mejor. Llevamos tanto tiempo viviendo en una época ideológica que es fácil olvidar lo peculiar que resulta esta noción: que todos debamos saber al dedillo cuáles son las instrucciones para que el mundo, con todo lo que contiene -trabajadores, vagos, ricos, pobres, virtuosos, viciosos, ambiciosos, generosos, sabios, ignaros-, mejore. También es peculiar la idea de que ese «programa» para regenerarlo todo sea un plan que se puede atrapar acti­vando solo nuestras cabezas. Y antes incluso de ponernos manos a la obra. Volvamos a nuestro cama­rero y nuestro ebanista del párrafo anterior: si son buenos en su oficio, ambos sabrán que no hay más que instrucciones muy generales acerca de cómo tratar bien a tu cliente o cómo domeñar la madera. Muchas decisiones solo pueden tomarlas sobre la marcha y sin obedecer ningún método predefinido; la experiencia es lo único que les orientará ahí. 

En cambio, los intelectuales a los que atienden tanto el camarero como el ebanista resultan ser, por lo común, bastante más pretenciosos: ellos sí que creen que hay una «ideología» concreta, escrita en libros y proclamada en discursos, que nos explica cómo mejorar el mundo entero. Aunque a menudo cuanto hayan aprendido de tal mundo se reduzca a lo es­ cuchado en sus aulas o leído en sus bibliotecas. Dentro de una ideología las ideas (nomen ornen) susti­tuyen a la experiencia; los políticos pragmáticos, cautos, que calibran y recalibran sus planes según marchan las cosas, que aprenden, en suma, de la acción, suelen ser despreciados por los ideólogos: es­ tos prefieren goberna ntes dispuestos a obedecer sus planes de pe a pa.

El siglo XIX nos fue persuadiendo también de algo que se deriva con sencillez de este segundo rasgo que comparten todas las ideologías: si lo ideológico persigue hacer de la sociedad «Un lugar mejor», necesitará encarnarse en este o aquel proyecto político preciso. Y un proyecto político requerirá, a su vez, una formación que lo abandere. Suum cuique: ya a inicios del siglo XX, Lenin extrajo, por su expe­riencia política, buenas conclusiones sobre ello. Las ideologías demandan partidos políticos que las implanten; los partidos políticos, ideologías que embarguen a sus afiliados e ilusionen a sus votantes. Como en la película "Siete novias para siete hermanos", se diría pues que ideologías y partidos están he­chos las unas para los otros.

Dado que, a su vez, un partido político debe contar con dirigentes y con un líder -las experiencias de dirección asamblearia suelen traer demasiado quebraderos de cabeza; Robert Michels consideró una ley de hierro esta verdad-, entonces ya tenemos entre las manos varios de los silogismos temi­bles que proliferan en el campo político cuando este se ha ideologizado. Resumámoslos a manera de conclusión:

Hay una teoría, algo complicada ma non troppo, que nos explica bien cómo funciona todo todito todo en nuestra sociedad. Se llama ideología.
Esa misma teoría, por fortuna, nos otorga además las instrucciones precisas para conse­guir que la sociedad mejore muchísimo, con solo estudiarla lo suficiente.
Si te convence una ideología, deberás ser fiel al partido que la propugna y que quiere aplicar las medidas mentadas en el punto 2.

Y, ya puestos, deberás ser fiel seguidor del líder que encabeza tal partido.

Estos cuatro puntos no solo sintetizan el funcionamiento de las ideologías, sino que además descri­ ben bien cuáles fueron las amenazas que afrontaba la Iglesia católica una vez avanzado el siglo XIX. Amenazas que cabe compendiar en un riesgo típicamente decimonónico: el riesgo de ideologizarse.

¿Debía la Iglesia también dar una descripción acabada de cómo opera la sociedad entera? ¿Tenía que proporcionar también un programa político para la misma, con el cual reclutar a partidarios y con­ vencer a nuevos feligreses? ¿Debía dejarse absorber por la política de masas, como un partido político más? ¿Su líder (el papa, o los obispos) tenían que ser respetados y actuar como los de cualquier otra fuerza política en juego?

El siglo XIX entero conspiraba para que la contestación a estas cuatro interrogantes fuera un sí ro­ tundo. La maestría de la Iglesia católica -y del papa León XIII en particular- fue justamente escabu­ llirse de dar esas respuestas. Aunque no de plantearse semejantes preguntas. Por desgracia, muchos aún no se han enterado de ello, y creen que la réplica que sí dio la Iglesia, esto es, su Doctrina Social, constituye una suerte de «ideología católica», o sucedáneo ideológico, o un programa político al uso más. Y que el papa o los obispos son reverenciables (por sus feligreses) o denostables (por sus rivales) como los líderes de cualquier partido político. Nada más lejos de la realidad. Y Anthony Esolen lo deja muy claro en este libro que prologamos aquí.
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Ahora bien, si la Doctrina Social de la Iglesia no es una ideología política más, entonces ¿qué es? Si el Concilio Vaticano II afirmó que los hombres «pueden con todo derecho inclinarse hacia soluciones diferentes» a la hora de buscar el bien de su «comunidad política» (Gaudium et spes, 74) y que «el cris­ tiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes» (ibídem, 75), en­ tonces ¿qué es esa Doctrina Social que la Iglesia propone por encima de tanta pluralidad ideológica? Una vez admitido que «la Iglesia (...) no está ligada a sistema político alguno» ( ibídem, 76), ¿qué es en­ tonces lo que sí liga a la Iglesia a la hora de hablar de política y sociedad?

Uno de los logros de esta obra de Anthony Esolen es que, para dar respuesta cumplida a tales inte­rrogantes, no rehúye la profundidad que merecen. Un texto dedicado a reivindicar la Doctrina Social de la Iglesia podría haberse limitado a presentarnos lo que tal rótulo aparenta indicar: propuestas so­ciales, reflexiones socioeconómicas, críticas sociopolíticas. Pero he aquí la primera gran diferencia en­tre el enfoque ideológico y el enfoque católico. 

Lo comprobará usted mismo, amigo lector, en cuanto comience la lectura de este volumen que se apresta a comprender. Pues Esolen dedica los capítulos iniciales a hablarnos de los primeros principios, o del hombre como imagen de Dios, o de la libertad humana. No son reflexiones a las que estemos habituados en los manifiestos de los partidos o en las declaraciones de los políticos. Pero son reflexiones imprescindibles si no olvidamos que las socieda­des humanas están formadas por eso, por humanos: no por átomos, ni por agentes maximizadores de su beneficio, ni por almas cándidas, ni por meros votantes, ni por lobos. Y que los humanos son in­ comprensibles si prescindimos de lo más profundo de su alma: su libertad, su dignidad, ese valor pro­fundo que en cada cual supera todo precio; eso que la tradición cristiana ha expresado siempre, desde el Génesis (1,27), con la metáfora de que somos imágenes de lo más Alto posible. Imágenes de Dios.

Por eso resulta erróneo fijar la fecha de origen de la Doctrina Social de la Iglesia en el siglo XIX, aun­ que suela reconocerse al papa León XIII, con su encíclica Rerum novarum de 1891, el honor de ser pionero a la hora de formularla explícita e incorporarla al debate público. Como bien afirma Esolen, «a él le horrorizaría tal consideración». Pues la verdad es que las fuentes de la Doctrina Social de la Iglesia manan de mucho más lejos. ¿Desde dónde? Pues desde los mismos veneros de los que brota el propio catolicismo: el Evangelio, el Magisterio de la Iglesia y la Tradición apostólica. Son estos los surtidores a los que acudir si uno se pregunta cómo podríamos acercar nuestra sociedad a las palabras de al­ guien que comprendió como ningún otro todo el drama y gozo de lo humano. Su nombre fue Jesús de Nazaret.

Ahora bien, ni el Evangelio ni el Magisterio ni la Tradición son una mera cantinela que repetir cual monserga irreflexiva; tampoco son un listado de sentencias que aplicar, con obsesión literalista, a cuanto nos encontremos por delante. «La letra mata, el Espíritu vivifica», advirtió ya San Pablo (2 Cor 3-6). ¿Cómo comprenderlos, pues? En su encíclica Caritas in veritate el papa Benedicto XVI nos da la respuesta: mediante la fe y la razón, con una fe razonada y una razón que no le hace ascos a lo reli­ gioso. Dejémosle a él mismo la palabra:

La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad (ibídem, 56).

Una prueba de que la Doctrina Social de la Iglesia tiene hondas raíces en la historia es que ya a inicios del cristianismo, hacia el año 200, Clemente de Aleja ndría no nos proporciona ría una idea muy dife­ rente a esta del pontífice alemán. «Parece que la mayoría de los que se llaman cristianos» se lamen­ taba este maestro eclesial en sus Stromata (VI, 11, 89, 1), «Se comportan como los compañeros de Ulises: se acercan a la razón como gente burda que ha de pasar junto al canto de las sirenas [y) taponarse los oídos con ignorancia, porque creen que [si no] perderían el rumbo de vuelta a casa». Pero ese des­precio de la razón, que también Benedicto XVI deplorará en 2006 durante su Discurso de Ratisbona, Clemente tiene claro que resulta ajeno al verdadero creyente, que «Sabe recoger de entre lo que oye toda flor buena para su provecho (y) no tiene por qué huir de la razón a la manera de los animales irra­cionales» (Stromata, ibidem). 

«Todo lo bueno y hermoso nos pertenece», había avanzado ya san Jus­tino (Apología, 11, 13). Y, en otro pasaje, Clemente resultará aún más tajante: a quienes teman usar la razón por miedo a perder entonces su fe... les invitará incluso a dejar que esta «Se pierda, pues con eso sólo ya confiesan que no tienen la verdad» (íbidem, VI, 10, 80, 5).

A estas alturas creo que puede irse haciendo nítida ya la distancia entre las ideologías y la Doctrina Social de la Iglesia; o entre el hombre ideologizado y el hombre cristiano. En vez de limitarse al estu­dio de la economía, la sociología, la historia o la politología, el que se interese por la Doctrina Social de la Iglesia aprenderá también del Evangelio, el Magisterio y la Tradición, aunque no renunciará en modo alguno a las buenas razones que le faciliten asimismo esas otras disciplinas académicas, o cua­ lesquiera otras, sobre lo humano. En vez de un programa preciso para organizar toda la sociedad, el foco de la Doctrina Social de la Iglesia está siempre en un manantial de sabiduría inabarcable, que se remonta hasta la vida y palabras de Jesús, y que debe saber aplicarse con prudencia a situaciones siempre novedosas, sin mecanicismo alguno. Y en vez de una utopía que solucione todos nuestros problemas, la Doctrina Social de la Iglesia, más modesta, se limitará a darnos pistas, a marcar límites razonables que nunca hay que traspasar, a establecer bases desde las cuales orientarnos.

El propio Benedicto XVI (Caritas in veritate, 17) junto  con Juan Pablo 11 (Centesimus annus, 25) nos dotaron también de un buen motivo para esta actitud humilde, antiideológica, ayuna de utopismo, cuando un católico se pone a meditar sobre lo político: al fin y al cabo, razonaban ambos pontífices, para conseguir de veras un Estado perfecto haría falta excluir del ser humano toda opción de que ac­tuase mal; pero eso solo podría lograrse en un sistema que anulase la libertad humana, que nos con­ virtiera en meros robots programables. Así que no se trataría ya de un sistema tan loable. De hecho, estaríamos ante una distopía tan opresiva como inhumana. En sus Coros de La Rocca, el poeta T. S. Eliot había lanzado ya una advertencia similar: «Los hombres siempre tratan de evadirse de la oscuri­dad exterior e interior, soñando con sistemas tan perfectos que en ellos nadie necesitaría ser bueno». Se trata de una evasión ilusa. El mensaje cristiano es que siempre necesitaremos ser buenos. (Y, por cierto, que tal cosa es imposible de lograr sin Jesús).
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Ahora bien, una vez sorteada la Escila de abalanzarse contra el mundo con una presunta «ideología política cristiana» que habría de conducir, automática, hacia un sistema cristiano perfecto, es impor­tante (si queremos entender de qué va la Doctrina Social de la Iglesia) esquivar también la Caribdis de lo que podríamos llamar cierto «Cristianismo burgués», casi «epicúreo», preocupado solo por una cierta «paz del alma» de sus sostenedores, pero ajeno a la batalla por una civilización más justa, más decente, más cristiana. Esolen ha captado con nitidez este riesgo. Y, por ello, este libro puede repu­tarse todo un bastión en la guerra cultural que nuestro autor ansía librar contra esos sedicentes cris­tianismos que se desentienden de la lucha por una sociedad mejor. La religión no es solo «Un hermoso ornamento añadido a la sociedad civil», aseverará en el capítulo 6; antes, ya en el capítulo 1, nos ha­ brá recordado, con san Agustín, que «la historia de la humanidad es una sempiterna batalla entre dos ciudades: la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios». No tiene sentido encerrarte en tu jardín, en tu templo o en tu casa familiar para cultivar tus virtudes más suaves, mientras el enemigo destroza tu población, tu país, tu planeta en derredor.

En este punto, he de confesar que me resulta difícil entender a los cristianos que piensan lo contra­ rio; aquellos que gustan de dar una impresión mansurrona al mundo (sobre todo cuando el mundo en que hoy vivimos anda tan desencajado), aquellos que creen que preservar la «paz social» o la «concor­dia» es un valor absoluto, por encima, por ejemplo, de defender la Doctrina Social de la Iglesia y tratar de aplicarla. Tengo dificultades a la hora de comprender a esas personas que han reducido su religio­sidad a «Caer bien» y no «Ser conflictivos», a quedar como idiotas bondadosotes ante el resto de la hu­manidad, sobre todo si se dicen inspirados por alguien, como Jesús de Nazaret, que armó el suficiente conflicto como para terminar crucificado.

Y aquí me temo que he de hacer una segunda confesión, en este caso de un pecado mayor: creo que a menudo yo mismo me he equivocado, como otros tantos, y hemos intentado convencer a estos cris­ tianos aburguesados, simpaticotes, de lo errado de su actitud mediante el expediente de recalcar los vicios que, en nuestra opinión, les conducen a ser tan blanduchos. Les hemos llamado moderaditos, por ejemplo. O les hemos recordado aquel versículo 16 del capítulo tercero del Apocalipsis: «¡Solo eres tibio! ¡No eres ni frío ni caliente! Así que por eso te vomitaré de mi boca». Hemos afrontado su yerro como si se tratara de un defecto moral. Cuando en realidad es probable que se trate solo de un dislate intelectual.

En efecto, quien no se siente interpelado a la lucha por defender la herencia cristiana de nuestra ci­vilización y por fortalecerla, para legársela con algo más de vigor a las nuevas generaciones, es bien probable que simplemente no haya entendido cosas que es preciso entender.
Es preciso entender, por ejemplo, al propio León XIII, que acompaña rá al lector, de la mano de Esolen, a lo largo de estas páginas. Hay que captar su empeño en dar solución a los males de su época, en dar una respuesta válida para todos sus contemporáneos y todos los hombres de su futuro, no solo para feligreses y habituales de la misa dominical.

Pero es también preciso entender los orígenes mismos del cristianismo. Es preciso entender que ya en sus primeros siglos los creyentes buscaban configurar una sociedad, la Cristiandad, que reflejara bien aquello que habían aprendido de Cristo. Que el cristianismo nunca se redujo a unas pocas comu­ nidades de «puros», muy contentos de ser tan diferentes a la plebe degenerada que les rodeaba, a la cual contemplaban desde lejos y sin la menor intención de intervenir en sus leyes, en sus gobiernos, en sus instituciones, en todo lo que andaba degenerado también.

Por eso, cuando cristianos como san Policarpo de Esmirna, por ejemplo, van al martirio, no conde­ nan sin más el imperio que les conduce al patíbulo, como si el campo de lo político y lo legal fuera de por sí un terreno depravado del que, en suma, qué te vas a esperar; sino que solo lamentan que ese im­ perio, por el cual rezan y para el cual trabajan, posea aún taras, como la de obligarles a apostatar, que les impiden adaptarse del todo a él.

Por eso también, cuando el paga no Celso se ría de los cristianos y les critique que son unos advene­dizos, cuando les reproche que resultarían incapaces de cimentar sociedad ni civilización alguna, los padres cristianos de su tiempo -por ejemplo, Orígenes en su Contra Celso- no le tomarán la palabra ni le replicarán que tanto da, que su mensaje no es de este mundo ni para estos desvelos políticos, que ellos solo quieren consolar almas y quedarse tranquilitos en sus parroquias y comunidades purita­ nas; sino que aducirán el ejemplo de Moisés, y de la venerable antigüedad del pueblo judío, del cual proceden, para atestiguar que ya la primicia de su mensaje -el del Antiguo Testamento- sí fue capaz de sostener todo un pueblo y una civilización, como la hebrea, no limitada solo a «Cabreros y pastores». Y, con tal argumento, los padres de la Iglesia pretenderán demostrar, siempre contra Celso, que ahora que ya poseen un mensaje completo -el del Nuevo Testamento-, con aún mayor motivo po­ drán sustentar ese otro pueblo que es el romano y esa otra civilización que es la imperial.

Y por eso también, durante la era de las persecuciones, los cristianos irán pese a las dificultades edi­ ficando toda una sociedad cristiana, una civilización dentro de su civilización, por así decirlo. Es lo que llamamos Iglesia. Irán construyendo una red de apoyo a los desfavorecidos. Irán organizando una estructura de gobierno a través de presbíteros, de diócesis, de patriarcados, del papado. Irán recono­ciendo que la unidad de todos no va en detrimento de la peculiaridad de cada uno. Irán estableciendo reglas para evitar tanto a los gorrones como la falta de misericordia, para resolver disputas, para aco­ ger a nuevos miembros o expulsar a algunos, para retomar el contacto con los que se fueron y ahora de nuevo ansían volver. Irán emulando la ambición romana por el universalismo, sin por ello sucum­bir a la crueldad que, para alcanzarlo, aquel Imperio empleaba. Irán, en suma, erigiendo una adminis­tración de lo mundano dentro de esa otra inmensa administración de lo mundano que era el princi­ pado romano, al que copiarán incluso algunos oficios, como el de pontífice máximo. La Iglesia, ro­ mana y universal, se va configurando dentro del Imperio que también era roma no y universal. Y, por eso, cuando este segundo finalmente se ponga en manos de la primera, en el siglo IV, entre los empe­radores Constantino y Teodosio, el tránsito de un imperio pagano a uno cristiano será más bien suave, no un terremoto salvaje como si la Cristiandad de repente tuviese que cargar sobre sus hom­bros con algo, hasta entonces, por completo ajeno a ella: la gestión política de lo mundano.

Nunca existió, pues, un cristianismo encerrado en sus conciliábulos ni en sus catacumbas, empe­ ñado en conservar una comunidad de puros en medio de una mundanidad a la que habían dado por perdida. Ya Tertuliano (Apología, 42) quiso refutar tal caricatura de los creyentes como «desterrados de la vida». 
«Nosotros, los cristianos», escribiría, «no vivimos aparte del resto del mundo. Visitamos el foro, la carnicería, las termas, las tabernas, las oficinas, los mesones, las ferias y todos los espacios públicos» (la cursiva es mía). Si ya entre los siglos II y III era posible hablar así, ¿qué sentido tendría ahora renunciar a hacerlo? ¿Cómo justificar hoy una renuncia a implantar la Doctrina Social de la Iglesia en nuestros países? ¿Cómo poner reparos al esfuerzo por conservar la civilización cristiana que nos han legado tantas figuras mentadas (desde Orígenes a Constantino, desde León XIII a Benedicto XVI), así como otras muchas que se podrían mentar o que este libro de Esolen mentará?

La doctrina cristiana no puede ser hoy menos social que hace mil ochocientos o hace ciento treinta años. Tras leer esta iluminadora obra de Anthony Esolen el lector constatará que, si acaso, la urgencia pocas veces ha sido mayor que hoy. Para quien prefiera vivir su cristianismo en una catacumba, esto es, en la zona donde los romanos sepultaban a sus fallecidos, siempre resonará la frase de Jesús de «dejad que los muertos entierren a sus muertos» (Mt 8,22). Para los demás, en cambio, servirá siem­pre uno de sus razonamientos más repletos de lógica (Mt 5, 15):«No se enciende una lámpara para po­ nerla debajo de un cajón».

Miguel Ángel Quintana Paz

Lo que una sociedad católica 
nunca debe ser

He intentado comprender la teoría social de León XIII como un todo. Se trata de algo que, a buen seguro, excede mis capacidades. No obstante, presentaré resumidamente ahora lo que sí he llegado a comprender.

Comenzaré diciendo lo que una sociedad católica nunca debería ser.

Jesús nos dice que una casa dividida contra sí misma no se sostiene. Una sociedad católica no puede dividirse contra sí misma. Se sostiene con nuestra madre y maestra, como dice Juan XXIII. Se sostiene con la Iglesia.

Jesús nos enseña que sería preferible para un hombre que le ataran al cuello una piedra de moler y lo hundieran en el fondo del mar que escandalizar a uno «de los pequeños». Una sociedad católica no soporta la seducción ni la corrupción de los niños. No tolera que los niños sean rehenes de los caprichos o deseos sexuales de los adultos, de los fornicadores, de los adúlteros, de los sodomitas. No crearía colegios como campos de entrenamiento de incrédulos y miserables. No sentenciaría a muerte a niños no deseados.

Jesús dice que Dios es el creador del matrimonio. Una sociedad católica no puede abrazar el divorcio. Jesús nos dice que lo que Dios ha unido no debe separarlo el hombre.

Jesús nos dice que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de los cielos. Una sociedad católica debe recelar siempre de la riqueza terrenal. Las riquezas pueden ser una bendición, pero lo sean o no, conllevan una obligación importante. El amor al dinero es la raíz de muchos males.

Jesús nos dice que hagamos lo que hagamos al más débil de nosotros, eso se lo hacemos también a Él. No podemos imponer nuestras obligaciones a los demás. Debemos alimentar al hambriento, vestir al desnudo, acoger al que no tiene casa, atender al enfermo, visitar al preso, enterrar a los muertos, asistir a las viudas y a los huérfanos. Debemos hacer todo esto; es una responsabilidad personal.

Jesús nos dice que los limpios de corazón están bendecidos y verá a Dios. Por eso no podemos vivir como puercos. No podemos soslayar la inmundicia, ni siquiera cuando esta proviene de una persona que no cree en Dios. No podemos tomar a la ligera la gran virtud de la pureza.

Jesús nos enseña con un ejemplo, y en un sentido misterioso, que los reinos de este mundo son el regalo del príncipe de las tinieblas. No significa que no debamos amar nuestra patria. Él mismo amaba a la oveja perdida de Israel. Pero los católicos aman de mejor manera a su patria si en primer lugar aman a Dios. Si no pueden ocupar cargos políticos, como sucedía en los tiempos anteriores a Constantino, deben recordar el caso de Poncio Pilato. Un poco de agua no puede limpiar la sangre derramada por los inocentes.

Jesús nos dice de sí mismo que es el pan de la vida, el torrente de agua viva que saciará nuestra sed. Él es el Buen Pastor; si lo tenemos a Él, no querremos nada más. No buscaremos más pastores, ni nos someteremos a ninguna ideología política ni a ningún otro sistema. No depositaremos nuestra esperanza en utopías progresistas. No adoraremos el supuestamente inevitable devenir de la historia. No adoraremos a ningún emperador, sea cual sea su nombre.

Jesús nos dijo que el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza. Nos dijo que está en el mundo, pero que no es de este mundo. Y nosotros también debemos trabajar en este mundo, pero no pertenecer a él, porque lo amamos de mejor manera cuando tenemos el corazón volcado en el Creador y Redentor.

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