EL Rincón de Yanka: IGUALDAD

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martes, 29 de abril de 2025

SÁLVAME, JOE LOUIS: NO EXISTE NADA MÁS DEMOCRÁTICO QUE UN GIMNASIO DE BOXEO por PEDRO SIMÓN 🏅

Sálvame, Joe Louis
No existe un lugar en el mundo menos machista que un gym de boxeo. Ni menos mentiroso. Ni más intercultural. Ni más intergeneracional. Ni más democrático.

Si estás preocupado por algo que no tienes forma de arreglar, si encadenas varias noches sin dormir, si te han hablado de hacer yoga pero te ves ridículo, si ya no te aguantas ni tú mismo; entonces deja de quejarte, tapa la boca, muerde bien fuerte un protector de goma, véndate las manos, ponte unos guantes y -si te atreves- entra al templo a rezar.
El mío está en una calle que se apellida Sangrador -que ya es- y es la jungla más fraternal del mundo. He visto cosas que ni creerían: a moscas muy cojoneras devorando a negras arañas. He visto a toretes que acaban abrazados a perezosos. A un ganso bailando entre risas con una culebra. A un corderito dándole las gracias a un zorro por haberle arrancado la piel. Y luego estamos los gallinas, claro.
Un día aparecí a las siete de la mañana porque no había podido dormir en toda la noche. Y allí había tres o cuatro como yo, contentos de que amaneciera al fin, que solo nos faltaba el esquijama.

No es lo que te dan en el boxeo. Sino lo que el boxeo te da.

"Que el combate de boxeo sea una historia sin palabras no significa que no tenga texto ni lenguaje, que sea de algún modo bruta, primitiva, inarticulada", escribía Carol Oates. "Ocurre que el texto se improvisa en la acción".

El deporte al que aspiran los demás deportes (Foreman) te previene de por vida contra la violencia porque te educa en el manejo diario de la agresividad. No existe un lugar en el mundo menos machista que un 'gym' de boxeo. Ni menos mentiroso. Ni más intercultural. Ni más intergeneracional. Ni más democrático. Para que no vayas de cometa, aquí te ponen a hacer sombra: tú solo, sin nadie delante, como si le dieses a un fantasma que no está ahí, pero que vendrá, amigo, claro que vendrá, y conviene estar preparado. La pelea es contra uno mismo: esto no va tanto de infligir dolor como de saber vivir con el propio. Cuentas con una cofradía insobornable, siempre, pero aquí se te prepara para cambiar de pareja. Un gimnasio de boxeo es el único lugar del mundo donde la venda ha de ir antes que la herida. Lo más parecido a una clínica de desintoxicación: entras hasta arriba de mierda y sales limpio.

Qué tendrá el estigmatizado boxeo; qué jodido veneno le habrán metido dentro -como al tabaco- para que seamos tan adictos; qué tendrá que, cuando caemos, lo tenemos más presente que nunca.
Es aquello que contaba Martin Luther King y que recogió Chris Mead en Un hombre negro en la América blanca.

"Hace algún tiempo uno de los estados del sur adoptó un nuevo método de pena capital. El gas venenoso suplantó a la horca. En sus primeras etapas se instalaba un micrófono en el interior de la hermética cámara de la muerte para que los observadores científicos pudieran escuchar las palabras del preso que agonizaba... La primera víctima fue un joven negro. En cuando la píldora cayó en el recipiente y el gas salió en volutas hacia lo alto, por el micrófono llegaron estas palabras: 'Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis. Sálvame, Joe Louis...'".


miércoles, 9 de abril de 2025

YO DENUNCIO AL RÉGIMEN DEL 78 🙋 Y ACUSO AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DE ABOLIR LA PRESUNCIÓN DE INOCENCIA DEL VARÓN


YO DENUNCIO EL RÉGIMEN DEL 78

Publicaba hace unos pocos días Juan Soto Ivars un resonante y valeroso artículo* de reminiscencias zolescas en ‘El Confidencial’, donde denunciaba una ignominiosa trapisonda jurídica perpetrada por el llamado Tribunal Constitucional. El caso, en verdad escandaloso, encoge el ánimo; aquí no desgranaremos sus vicisitudes, pero en resumidas cuentas ampara el secuestro de los hijos por parte de una madre que había interpuesto denuncia por «violencia de género» contra el padre; denuncia que, antes de que el llamado Tribunal Constitucional fallase concediendo amparo a la mujer, se había probado falsa (si bien el tribunal que tendría que haber procedido contra la denunciante se había limitado a sobreseerla). El llamado Tribunal Constitucional, sin embargo, finge desconocer este hecho crucial, otorgando valor probatorio a una denuncia rocambolesca que, de este modo, se erige en verdad irrefutable. «Es el mismo mecanismo –escribe Soto Ivars– que vemos a diario en la prensa, el ‘yo sí te creo’, sólo que disfrazado con togas y larguísimos retruécanos jurídicos»; o la imposición de la ideología feminista sobre la realidad.
Hacia el final de su gallardo artículo, Soto Ivars lanza una batería de acusaciones: 
«Yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso a la prensa que no ha investigado sus consecuencias; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la certeza de que una denuncia es espuria y malintencionada; y acuso al Tribunal Constitucional [...], no ya por abolir la presunción de inocencia del varón, sino la inocencia probada, con este amparo». Son muchas acusaciones que podrían resumirse en una: bajo el Régimen del 78, el Derecho ha dejado de ser determinación de la justicia, para convertirse en un barrizal positivista nacido del puro arbitrio del poder, que utiliza las leyes y las sentencias judiciales para imponer su voluntad. 

En el caso que nos ocupa, el arbitrio del poder consiste en imponer la ideología feminista como verdad incoercible; y para imponerla se recurre a todo tipo de iniquidades y aberraciones jurídicas. Primeramente, se aprueban en el Parlamento por unanimidad (importa resaltar este hecho) leyes aberrantes que permiten elevar las penas en los casos en que el varón sea el agresor y la mujer la víctima, en flagrante conculcación del principio de igualdad ante la ley; leyes aberrantes que, además, invierten la carga de la prueba, conculcando también la presunción de inocencia. A continuación, los miembros y miembras del llamado Tribunal Constitucional reciben –en palabras de Alfonso Guerra, que nos reveló esta enormidad hace algunos años, después de que esos miembros y miembras le fuesen a llorar lágrimas de cocodrilo– «fuertes presiones» para establecer la constitucionalidad de la ley aberrante (o sea, que prevaricaron a sabiendas). 

Una vez conseguido que una ley aberrante se vuelva inatacable, se siembra el terror entre jueces y fiscales, para que ninguno ose rechistarla y apliquen sañudamente una presunción de culpabilidad al varón, a la vez que hacen la vista gorda ante el alud de denuncias falsas que esta ley aberrante propicia y fomenta. Y, por si aún se colara algún atisbo de justicia entre tal maraña de enjuagues inicuos, el llamado Tribunal Constitucional emerge de nuevo, para garantizar que las conductas delictivas de cualquier mujer queden impunes y que los hombres, por el mero hecho de serlo, sean castigados, aunque se haya probado que son inocentes.

Esta acción del llamado Tribunal Constitucional no es sino un aderezo hediondo –otro más– del pastel cocinado en los hornos del Régimen del 78, que ha convertido el Derecho es un mero acto de voluntad del poder que puede albergar en su seno los fines más injustos; entre ellos, por supuesto, dar satisfacción a las ansias sórdidamente vindicativas de la ideología feminista. Bajo el Régimen del 78, el poder político tiene una capacidad demiúrgica para crear leyes que respondan a la ideología reinante en cada momento y que determinen arbitrariamente lo que es justo. El Estado se convierte así en un creador caprichoso de justicia, una «Gorgona del poder», según la célebre expresión de Kelsen, que –¡por supuesto!– garantiza que la interpretación de las leyes se haga a gusto del poder político, mediante la creación del llamado Tribunal Constitucional y mediante la intervención del poder político en la actuación de jueces y tribunales: bien de forma material (mediante nombramientos de magistrados que sean jenízaros de la ideología reinante, a través del llamado Cgpj, otro órgano político), bien de forma «espiritual», aterrorizando y amenazando a los jueces que no pueden controlar materialmente con ordalías mediáticas, si osan desafiar la ideología reinante.

El Régimen del 78, en fin, consagra la forma más monstruosa de totalitarismo, en la que el poder político configura el Derecho arbitrariamente y sin relación alguna con una idea de justicia (nihilismo jurídico), para estrangular el horizonte vital de las personas sometidas a su dominio, a las que impone la destrucción de los vínculos y la disolución de las instituciones que las defienden, empezando naturalmente por la familia (nihilismo existencial). Debemos denunciar este Régimen oprobioso, que ampara la conversión del Derecho en puro ejercicio de la fuerza al servicio de la ideología reinante.



Yo acuso al Tribunal Constitucional *
de abolir la presunción de inocencia del varón


Yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la "certeza" de que una denuncia es espuria y malintencionada

El Tribunal Constitucional, con una ponencia de la magistrada María Luisa Balaguer, acaba de garantizar la impunidad para un crimen. Una sentencia ampara el secuestro de los hijos por parte de una madre, siempre y cuando ella haya interpuesto antes una denuncia por violencia de género contra el padre, y sin importar que sea falsa o el acusado esté absuelto. Suena crudo, pero así es lo que acaba de salir de una sala del Constitucional.
No sorprende que esto venga firmado por María Luisa Balaguer, quien en una entrevista en Público hace tres años decía: “Yo soy persona de formulaciones teóricas y dogmáticas en mi vida” e “institucionalmente el tema de ser mujer me condiciona mucho”. La prueba de este dogmatismo, de este condicionante identitario, lo tenemos blanco sobre negro en la sentencia que convierte al varón en culpable pese a estar absuelto y a la mujer en un ser incapaz de mentir.

Llevo años estudiando los excesos de la ley de violencia de género y sucesivas, pero este caso, por venir del Constitucional, podríamos decir que va un paso más allá. La cosa empieza cuando un matrimonio se va a vivir a Vitoria y tienen un hijo. Cuando el crío tiene 2 años, el hombre pide el divorcio. A los pocos días, la mujer se lleva el niño a Coruña sin consentimiento del padre. Es un secuestro, estilo Juana Rivas. Como él pide a las autoridades que devuelvan al niño a Vitoria, la ex lo amenaza con una denuncia por violencia de género.
Una particularidad de este caso es que sabemos a ciencia cierta que hay un chantaje, porque la abogada de la mujer, que es amiga suya, le dice a un amigo común que haga entrar en razón al ex. El amigo de la pareja, escamado, graba la conversación. Lo que la abogada plantea es lo siguiente: si el hombre se establece en Coruña, no habrá problemas y le darán un régimen de visitas amplio; pero si no acepta este trato, lo denunciarán por violencia de género.

Como el hombre no quiere mudarse a Coruña, le cae la denuncia por violencia de género en el Juzgado de Violencia sobre la Mujer de Coruña. No es pequeña: según el texto, en noviembre de 2020, empezó una discusión. Él le habría dicho "lárgate, que si no voy a empezar a gritar y a tirar cosas", y como ella insistiera, contó que el acusado la cogió por el cuello con las dos manos, la tiró contra el suelo, le gritó "te voy a abrir el cráneo, te voy a matar" y le propinó varias patadas en el muslo izquierdo. Luego la volvió a coger por el cuello con una sola mano y la lanzó contra una puerta. La agarró por los pelos y la llevó a rastras al salón y la lanzó contra una librería, y luego la cogió por el brazo, se lo retorció y la tiró al suelo otra vez.
Todo esto era mentira. Insostenible, según los jueces de Coruña. No hay parte de lesiones que atestigüe esta paliza ni remotamente, pero sí hay, por contra, un parte médico de él: tiene dos hernias y una lesión lumbar que le hace difícil levantarse de un sofá. Es un hombre impedido. Los jueces sabían perfectamente que la mujer había engordado su denuncia de manera artificial y que la había usado como chantaje. Todo esto no es una opinión mía: queda escrito en las sentencias judiciales.

En España, sin embargo, las denuncias falsas en violencia de género no existen. Y no existen porque la Justicia no las persigue. Y no las persigue (sospecho) porque los jueces no quieren problemas con el feminismo dogmático y militante. Pese a que el escrito judicial donde se absuelve al hombre es demoledor y claro con las intenciones de la denunciante, lo único que hizo el Juzgado de Violencia sobre la Mujer de Coruña fue denegar la orden de protección a la mujer y absolver al hombre.
Estas son las palabras del juez: “No son pocas las ocasiones en supuestos de violencia de género o doméstica en que late la sospecha de motivaciones espurias en la denuncia (...) en este caso la duda ha dado paso a la certeza”. 
¿La procesan entonces a ella porque tienen la “certeza” de que la denuncia es “espuria”? Como digo: no. Despertar en un juez la certeza de que estás utilizando las medidas de protección para las maltratadas sin serlo, para hacer daño, no comporta demasiados riesgos.

En paralelo, mientras el proceso penal seguía su curso, se ha decidido por lo contencioso que la custodia será de la madre, pero a condición de que el niño viva en Vitoria. Hay que señalar aquí algo: la dificultad de cualquier hombre para lograr una custodia compartida, incluso en las condiciones más sangrantes. Los juzgados le dan la custodia a ella a pesar de que el hombre está capacitado, tiene un buen trabajo, un horario espectacular y una familia que le puede ayudar, y pese a que saben que ella está desequilibrada, que toma medicación para controlar la ira y que le ha puesto al hombre denuncias tan infundadas como para que le nieguen a ella la orden de protección, que se da con bastante ligereza y es lógico, porque nadie quiere pillarse los dedos. Así y todo, es su negativa a ir a Vitoria lo que empieza a inclinar la balanza.
La mujer protesta: dice que ella tiene derecho a vivir donde desee. El juzgado le contesta que ella sí puede vivir donde quiera, pero que, apelando al interés superior del menor, el niño ha de estar con ambos, es decir, en Vitoria. Con lo que finalmente, después de dos años de secuestro y ante la presión judicial, el niño vuelve a Vitoria con el padre. La madre, en este momento, ya ha decidido que prefiere ir de visita. Sin embargo, apela al Constitucional, y aquí es donde viene lo gordo.

El fanatismo hecho sentencia

Ya se ha dicho que el hombre quedó liberado de toda sospecha y que la denunciante quedó impune pese a la “certeza” judicial de las malas artes empleadas. Ya se ha dicho que el niño estaba muy bien con el padre, perfectamente capacitado para cuidarlo. Se puede intuir el sufrimiento que le causó al menor la negativa de la madre a compartir la custodia. Pues bien: la sala del Constitucional, con la rúbrica de María Luisa Balaguer, acaba de fallar a favor de la mujer.
El recurso de la mujer al Constitucional es anterior a la absolución por violencia de género, pero la resolución llega después. Balaguer se refiere por tanto a un momento procesal en que el acusado todavía no está absuelto, sin embargo, sentencia que la mujer se puede llevar al niño cuando el hombre no está condenado y sin ningún indicio de violencia (ni siquiera una orden de protección a favor de la mujer). Para la magistrada, el indicio es la mera denuncia y un papel de la Fiscalía.

Lo que está diciendo su sentencia es que, habiendo una denuncia por violencia de género, un juez no puede exigir a la “víctima” que obtenga el consentimiento del agresor para llevarse a su hijo. ¿Y dónde ve la “víctima” María Luisa Balaguer? En una mujer que pone una denuncia. Punto. Por tanto, una denuncia es siempre una verdad, incluso si luego se demuestra como infundada.
Es el mismo mecanismo que vemos a diario en la prensa, el “yo sí te creo”, sólo que disfrazado con togas y larguísimos retruécanos jurídicos. En su escrito, Balaguer ha omitido la existencia de esa sentencia absolutoria posterior al amparo de la denunciante, cosa que los dos magistrados sí indicaron en su voto discrepante. Explicaron que les fue infructuoso tratar con sus compañeros la sentencia que absolvió al hombre, y que donde Balaguer ve indicios sólo hay una denuncia rocambolesca.

Según los magistrados discrepantes esto viola la presunción de inocencia. En mi opinión, la ponencia de María Luisa Balaguer marca bien claro el límite que la ideología feminista impone sobre la realidad. Una señora que denuncia a su expareja podrá decidir dónde vive el niño sin contar con el padre, digan lo que digan los tribunales luego y sea cual sea la realidad. Es un mensaje nefasto para Francesco Arcuri, el ex de Juana Rivas, quien lleva meses sin ver a su hijo menor, secuestrado por la madre, pese a que todos los tribunales han fallado a su favor.
Luego el hombre es culpable PESE a que se demuestre lo contrario. Así que yo acuso, primero, a los legisladores que introdujeron la disparidad penal y la alimentaron con nuevos leños; y acuso a la prensa que no ha investigado sus consecuencias; y acuso también a los jueces que no deducen testimonio ni siquiera cuando tienen la "certeza" de que una denuncia es espuria y malintencionada; y acuso al Constitucional, y a María Luisa Balaguer, no ya por abolir la presunción de inocencia del varón, sino la inocencia probada, con este amparo.
Como dice un amigo juez, algún día miraremos atrás y nos preguntaremos cómo pudimos tratar así a tantos inocentes en los últimos veinte años
Proteger a las mujeres víctimas no implica victimizar judicialmente a los varones por el hecho de serlo. Lo primero es loable, lo segundo es ruín. Me pregunto si con esto ha llegado la gota que colma el vaso. Como dice un amigo juez, protegido por su anonimato, algún día miraremos atrás y nos preguntaremos cómo pudimos tratar así a tantos inocentes en los últimos veinte años.


jueves, 7 de marzo de 2024

CARTA ABIERTA A LOS FANÁTICOS DE SIEMPRE: LOS HABLAPAJAS por ALBERTO BENEGAS LYNCH


Carta abierta 
a los fanáticos de siempre
Alberto Benegas Lynch (h) dice que en más de una ocasión el Papa Francisco ha defendido el rol del Estado en la redistribución de la riqueza, pero que afortunadamente hay muchos miembros de la Iglesia que cuestionan lo que sucede en sus más altos niveles.

En estas reflexiones telegráficas me refiero a los que operan a ciegas en materia de la religión católica, aquellos que no usan la bendición del raciocinio y el consecuente libre albedrío y todo lo aceptan sin chistar como meros robots. Si por ellos fuera todavía estaríamos con los Borgia.

Se acaba de inaugurar en Buenos Aires la sede del Comité Panamericano de Juezas y Jueces para los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana (COPAJU) que se instaló originalmente en el Vaticano el 4 de junio de 2019 bajo la expresa inspiración del Papa Francisco. Ahora en esta inauguración, a la que asistieron entre otros el abolicionista Eugenio Zaffaroni –contratado en el Vaticano– Hugo Yasky –secretario general de la Central de Trabajadores Argentinos– el ministro de justicia bonaerense de La Cámpora Juan Martin Mena, magistrados de Justicia Legítima, Juan Grabois, Carolina Stanley, Julio Piumato, Héctor Daer y otros. En esa oportunidad el Papa envió un mensaje por video de cuatro minutos donde subraya que “el Estado es hoy más importante que nunca y está llamado a ejercer el papel central de la redistribución y la justicia social”.

Esta aseveración no hace más que reiterar su honestidad intelectual al proclamar la necesidad que el aparato estatal se apropie de recursos de unos para entregarlos graciosamente a otros en el contexto de la llamada justicia social. Esta última expresión solo tiene dos acepciones: o constituye una redundancia grotesca ya que la justicia no es vegetal, mineral o animal o en su empleo habitual que significa que el monopolio de la fuerza les arranca a unos su propiedad para regalar a otros el fruto del trabajo ajeno.

Es que el bienestar de la gente no puede establecerse por decreto ni es consecuencia del voluntarismo, los salarios e ingresos en términos reales con inexorable consecuencia de las tasas de capitalización, esto es, maquinarias, herramientas, instalaciones y conocimientos relevantes que hacen de apoyo logístico para aumentar sus rendimientos. Esa es la diferencia entre los ingresos en Alemania respecto a los de Uganda, son marcos institucionales que en la medida en que respetan derechos en un contexto civilizado a contramano de las recetas papales de hoy que han sido una y otra vez probadas con la inevitable consecuencia de la pobreza y la marginalidad. No se trata tampoco de recursos naturales, véase el caso de Japón que es un cascote del que solo es habitable en veinte por ciento, préstese atención a Suiza y Singapur que no cuentan con recursos naturales, mientras que el continente africano reúne los mayores recursos naturales del planeta y la mayor parte de su gente fenece por hambrunas e infecciones varias el climas estatistas, es decir, impuestos insoportables, inflaciones galopantes, endeudamientos colosales, legislaciones laborales contra el trabajo y regulaciones asfixiantes para redistribuciones que imponen los megalómanos de siempre. Por su parte, las extraordinarias recetas liberales estimulan a los genuinos empresarios que al acertar en los gustos y preferencias de la gente obtienen ganancias y si yerran incurren en quebrantos a diferencia de los pseduoempresarios que explotan miserablemente a todos con sus alianzas hediondas con el poder de turno para obtener privilegios a contracorriente del mercado abierto.

Estas diatribas –diplomacias aparte– vienen en línea con otros de los postulados del Papa Francisco. En otras circunstancias me he referido en detalle a sus documentos y a sus declaraciones en Cuba, Paraguay, Perú, Brasil y Chile pero en esta ocasión me circunscribo a tres manifestaciones. Declaró en entrevista de Eugenio Scalfari –director de La Reppublica– al Papa Francisco, publicada el 11 de noviembre de 2016 en el mencionado diario, donde el periodista le preguntó qué opinaba que en muchas ocasiones se lo acuse de comunista a lo que respondió: “Mi respuesta siempre ha sido que en todo caso son los comunistas los que piensan como los cristianos”.

En su mensaje a la OIT –reproducido en YouTube desde el Vaticano– afirmó que “siempre junto al derecho de propiedad privada está el más importante anterior principio de la subordinación de toda propiedad privada al destino universal de los bienes de la tierra y por tanto el derecho de todos a su uso. Al hablar de propiedad privada olvidamos que es un derecho secundario que depende de ese derecho primario que es el destino universal de los bienes”. A nadie se le escapa que con este peculiar silogismo la propiedad privada queda sin efecto e irrumpe lo que en ciencia política se conoce como la tragedia de los comunes, es decir, lo que es de todos no es de nadie, lo cual perjudica muy especialmente a los más vulnerables debido a la extensión de la pobreza que significa el derroche de los siempre escasos recursos.

Por último, el Papa ha escrito en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium que el mercado mata sin percatarse que el mercado somos todos: el sacerdote que adquiere su sotana, el que toma un taxi, el que usa la heladera, el que compra un medicamento, el que recurre al transporte etc etc. En este contexto, estimo de una peligrosidad inusual el consejo papal basado en una cita de San Juan Crisóstomo cuando escribe: “animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: ‘No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos’”. 
¿El Pontífice está invitando a que se usurpen las riquezas del Vaticano o de su banco o solo se refiere a las de quienes están fuera de sus muros y la han adquirido lícitamente? El respeto a la propiedad privada constituye parte del basamento moral de la sociedad libre que recogen los mandamientos de no robar y no codiciar los bienes ajenos, a contracorriente de la propuesta central de Marx de abolir la propiedad. Es de interés apuntar que San Juan Crisóstomo en el siglo primero con el título de Adversus Judaeos vocifera criminalmente que los judíos “son bestias salvajes” que son “el domicilio del demonio” y que “las sinagogas son depósitos del mal”.

Como he apuntado antes, el sacerdote polaco Miguel Poradowski –doctor en teología, doctor en derecho y doctor en sociología– en uno de sus libros titulado "El marxismo en la teología" consigna que: “No todos se dan cuenta hasta dónde llega hoy la nefasta influencia del marxismo en la Iglesia. Muchos, cuando escuchan algún sacerdote que predica en el templo, ingenuamente piensan que se trata de algún malentendido. Desgraciadamente no es así. Hay que tomar conciencia de estos hechos porque si vamos a seguir cerrando los ojos a esta realidad, pensado ingenuamente que hoy día, como era ayer, todos los sacerdotes reciben la misma formación tradicional y que se les enseña la misma auténtica doctrina de Cristo, tarde o temprano vamos a encontrarnos en una Iglesia ya marxistizada, es decir, en una anti-Iglesia”.

En este contexto es pertinente reiterar que en la Encíclica Rerum Novarum se lee: 
“Quede, pues, sentado que cuando se busca el modo de aliviar a los pueblos, lo que principalmente, y como fundamento de todo se ha de tener es esto: que se ha de guardar intacta la propiedad privada. Sea, pues, el primer principio y como base de todo que no hay más remedio que acomodarse a la condición humana; que en la sociedad civil no pueden todos ser iguales, los altos y los bajos. Afánense en verdad, los socialistas; pero vano es este afán, y contra la naturaleza misma de las cosas. Porque ha puesto en los hombres la naturaleza misma, grandísimas y muchísimas desigualdades. No son iguales los talentos de todos, ni igual el ingenio, ni la salud ni la fuerza; y a la necesaria desigualdad de estas cosas le sigue espontáneamente la desigualdad en la fortuna, lo cual es por cierto conveniente a la utilidad, así de los particulares como de la comunidad; porque necesitan para su gobierno la vida común de facultades diversas y oficios diversos; y lo que a ejercitar otros oficios diversos principalmente mueve a los hombres, es la diversidad de la fortuna de cada uno”.
Pio XI ha señalado en Quadragesimo Anno que “Socialismo religioso y socialismo cristiano son términos contradictorios; nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y socialista verdadero” y Juan Pablo II ha aclarado bien el significado del capitalismo especialmente en la sección 42 de Centesimus Annus.

42. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?
La respuesta obviamente es compleja. Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa», «economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa.
La solución marxista ha fracasado, pero permanecen en el mundo fenómenos de marginación y explotación, especialmente en el Tercer Mundo, así como fenómenos de alienación humana, especialmente en los países más avanzados; contra tales fenómenos se alza con firmeza la voz de la Iglesia. Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.

En este cuadro de situación es importante siempre tener presente lo estipulado por la Comisión Teológica Internacional de la Santa Sede que consignó el 30 de junio de 1977 en su Declaración sobre la promoción humana y la salvación cristiana que “El teólogo no está habilitado para resolver con sus propias luces los debates fundamentales en materia social […] Las teorías sociológicas se reducen de hecho a simples conjeturas y no es raro que contengan elementos ideológicos, explícitos o implícitos, fundados sobre una errónea concepción antropológica. Tal es el caso, por ejemplo, de una notable parte de los análisis inspirados por el marxismo y leninismo […] Si se recurre a análisis de este género, ellos no adquieren suplemento alguno de certeza por el hecho de que una teología los inserte en la trama de sus enunciados”.

Cuando pronuncié la conferencia inaugural en el CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano) el 30 de junio de 1998 en Tegucigalpa expresé que si se piensa que la pobreza material –y no la evangélica de espíritu– es una virtud debería condenarse la caridad puesto que mejora la condición del receptor y si se estima que los pobres materiales están salvados los sacerdotes debieran dedicarse solo a los ricos.

Como una nota al pie sostengo que el Estado Vaticano consolidado por Mussolini vía el Tratado de Letrán es a contracorriente de aquello de “mi reino no es de este mundo”, para no decir nada de su banco…¿no era según este Papa que “el dinero es el estiércol del diablo”?
Celebro que muchos no se resignan a lo que sucede en parte del seno de nuestra Iglesia.

Este artículo fue publicado originalmente en Infobae (Argentina) el 1 de marzo de 2024.



El engaño colectivista socialista

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miércoles, 11 de octubre de 2023

LA TIRANÍA DEL (DES)MÉRITO O DE LA INEPTOCRACIA IGUALITARISTA 😵

La tiranía de los
(desméritos) ineptos
Según mi humilde opinión (Yanka), lo que estamos padeciendo es precisamente todo lo contrario de lo que dice Michael Sandel: "LA TIRANÍA DE LA DEMERITOCRACIA O DEL DEMÉRITO". Este es el gran problema de la SOCIAL DEMOCRACIA llevada a su extremo: EL IGUALITARISMO Y EL ESTATISMO.
Hay un libro muy interesante; "La Tiranía del Mérito", del filósofo norteamericano Michael Sandel que, como tantas cosas, aquí se ha simplificado para hacer política menor.
Sandel se enfoca preferentemente en el contexto de los Estados Unidos (del gobierno de Trump). Considera que en una sociedad que se define como meritocrática, los más ricos suelen considerar que su prosperidad es siempre lícita y consecuente con sus actos.

Pero no toda prosperidad es merecida ni es justa.

Y existen también circunstancias azarosas que proveen el éxito. Sandel da ejemplos diversos en ese libro y en su conferencias que son relevantes: 
¿Por qué una gran estrella del fútbol gana 10 mil veces más que una enfermera? ¿Hay realmente más mérito en uno que en otra? ¿O es más bien un azar coyuntural del mercado el que determina (no por la profundidad del mérito) sino por preferencias cambiantes de la sociedad mercantil, que la renta de uno sea apabullantemente mayor a la de la otra?

Según Sandel, que dicta clases en Harvard, la creencia de que toda prosperidad es producto del esfuerzo se choca con ejemplos reales que prueban lo contrario.
Enumera casos de donaciones millonarias a universidades de élite norteamericanas -el trabaja en una de ellas- para que los hijos de los más adinerados ingresen a las mismas sin tener el suficiente nivel académico.
La prosperidad “meritocrática” de acuerdo a Sandel puede convertir a una sociedad en aristocrática, en donde se petrifican en sus alturas los más beneficiados no necesariamente porque realmente lo ameriten. Y esa neo aristocracia hace olvidar a los prósperos inmerecidos el hecho crucial de la necesidad del bien común. Entonces esa meritocracia se vuelve de algún modo tiránica.
Los que no se ven beneficiados, los perjudicados, suelen acumular resentimiento y muy fundado en muchos casos. Sandel observa un vínculo entre el crecimiento de los populismos y esos sentimientos de humillación entre quienes por razones objetivas tienen enormes dificultades para ascender en la escala social.

Pero trasladando y situando el análisis de Sandel a ésta sociedad surgen otras preguntas.
¿No vivimos aquí de pronto tiranías del demérito y de la ineptitud?

Sandel cree que ni siquiera la educación por sí misma puede resolver el problema de la desigualdad en tanto y en cuanto se petrifiquen políticas que promueven la desigualdad aunque pregonen lo contrario.

La educación es vulnerable a un sistema político negligente.
Todo es polémico, pero es un texto para pensar.
Pero pensemos en estos tiempos globalistas, de la ineptocracia global: En España, en Francia, en Inglaterra, en la Unión Europea, en EEUU, en Canadá, en  México, en Venezuela, en Argentina, etc...
¿Cuántos ignorantes morales acceden al poder?
¿Cuántos farsantes deciden por quienes honestamente se esfuerzan y luchan contra todas las dificultades que determina la mala política?

La educación no es lo único que salva, en la visión de Sandel, pero sabemos que es vital y esencial para modificar tantos males y desmanes. En este globalismo alienante y uniforme la educación ha sido en buena medida tomada por corporaciones gremiales asociadas a intereses políticos que pretenden diezmarla con dogmatismos y con didácticas de la ignorancia: con facilismos demagógicos.
La decepción que sienten tantísimos respecto de la política puede sembrar un campo fértil para el surgimiento de personajes autocráticos camuflados de democráticos.

“En un momento como el actual, la ira contra las élites ha llevado a la democracia hasta el borde del abismo”, escribe Sandel.
La élite dirigente no queda absuelta de sus errores por el hecho circunstancial de ocupar el poder.
Pero precisamente los interesados en sostenerse en sus privilegios, han propagandizado esa versión esquemática del texto de Sandel, difundiendo la falsedad de que el mérito, en su sentido genuino, no importa.
Es la desviación del concepto de mérito, entendido, -o mal entendido- como una bendición justa para sus beneficiarios lo que determina quienes son ricos y quienes no, lo que vuelve tiránica a una sociedad falsamente meritocrática.
La mafia de millonarios amigos de Vladimir Putin se consideran dignos meritócratas de sus fortunas.

¿Cuántos políticos son millonarios sin merecerlo en absoluto?
La desigualdad se resuelve con esfuerzo y no con demérito, deshonestidad e ineptitud.
La educación es crucial sin dudas, pero acompañada por políticas eficientes, que no son solamente tecnocráticas.
El desempleo o la inflación liquida muchísimas veces el esfuerzo de quienes se han educado y han trabajado tantísimo y no merecen padecer lo que padecen.
Y esos males son producto de “estrategias” implementadas por negligentes, y por voluntarios a sueldo (si cabe el oxímoron) de la voluntad de poder.
La tiranía autocrática de los ineptos, de los irresponsables, de los corruptos, de los tramposos y de los mentirosos, cultiva un profundo malestar, y promueve la falsa creencia de que ya no hay nada más que hacer.

La tiranía del demérito siembra semillas de escepticismo.
La aristocracia de los ineptos cultiva rencores y odios explosivos.
La criminalidad creciente es una prueba sangrienta del error de borrar del horizonte de valores al mérito bien entendido.
No estudiemos, dame un arma.

Estamos, y lo sabemos, transitando peligrosísimos abismos.

SANDEL, Michael. (2020). 
La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común?


¿Es la meritocracia un ideal regulador deseable a la hora de organizar nuestra sociedad? En La tiranía del mérito, el profesor Michael Sandel explora las aristas de esta problemática, planteando un debate que atañe a cuestiones nucleares de las teorías de la justicia distributiva y apela señaladamente a las particularidades del escenario político estadounidense, aún resacoso del mandato de Donald Trump. El célebre profesor de filosofía política de Harvard presenta un texto a caballo entre una pretensión de intelectual público decidido a influir en el debate político actual y una vocación teórica de crítica incisiva al concepto de mérito.

La edición en castellano a cargo de Penguin Random House (Debate) es correcta y la traducción de Albino Santos es sólida, rigurosa y respetuosa con el texto original. El presente libro se divide en siete capítulos, además de una breve introducción y conclusión.
En el primer capítulo, Sandel presenta la brecha entre “ganadores y perdedores” (p. 27) que la lógica meritocrática ha trazado en el panorama sociopolítico estadounidense. Desposeída de su pretendida aura inspiradora, la meritocracia ha fomentado actitudes “poco atractivas desde la perspectiva moral” (p. 37): entre los ganadores promueve la “soberbia” (p. 37) de quienes se saben privilegiados por derecho propio; entre los perdedores inocula la “humillación” (p. 37) resultante de ser los responsables de su propio fracaso, además de un “resentimiento” (p. 37) contra las élites. Esta división dañina entre ganadores y perdedores ya fue propuesta por Michael Young en El triunfo de la meritocracia, libro que el autor referencia en varias ocasiones.

De acuerdo con la naturaleza divisoria de la meritocracia, Sandel propone la tesis de que la victoria electoral de Trump en 2016 tiene mucho que ver con haber sabido capitalizar la humillación y el resentimiento de los perdedores de la globalización y haberles prometido una reparación moral ante los “agravios legítimos” (p. 28) del sistema meritocrático que los ha relegado a la marginación. La potencia sugestiva de esta explicación es considerable, y aunque no creo que se trate de una afirmación del todo exhaustiva respecto a la realidad poliédrica a la que se refiere, logra revestir la idea de mérito con una carga de significación suficiente para justificar su rol central en el análisis.

En el segundo capítulo, se realiza un breve y selectivo recorrido por la historia de la idea de mérito. Sandel se centra en relacionar la idea contemporánea de mérito con los debates teológicos entorno a la salvación del alma y la obtención de la gracia divina, en especial con la concepción protestante del trabajo analizada por Max Webber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sandel, siguiendo a Webber, sugiere que el modelo de laboriosidad y acumulación que propició el surgimiento del capitalismo en la Europa septentrional nace de un deseo de reconocimiento moral de las propias obras más allá del “suspense insoportable” (p.54) ofrecido por el ideal calvinista de predestinación extrema. Así, el trabajo duro y vocacional sería un signo de favor divino; “el éxito terrenal es un buen indicador de quiénes están destinados a la salvación” (p. 56). La meritocracia actual recupera esta noción de merecimiento de forma secularizada, asociando el éxito socioeconómico (y la ausencia de este) con una dura noción de merecimiento (o no merecimiento) moral, análoga a la visión puritana de la salvación a través del trabajo duro. Se configura así una “noción providencialista” (p. 60) de la brecha meritocrática, mediante la cual cada uno obtiene lo que genuinamente se merece.

Sandel defiende que este discurso ha calado hondo no solamente en un plano interpersonal, sino también en la consideración misma de que la hegemonía política de los Estados Unidos va ligada a su superioridad moral; “el tropo retórico consistente en explicar el poder y la prosperidad de Estados Unidos en términos providencialistas” (p. 66).

En el tercer capítulo, Sandel vuelve sobre el trasfondo tóxico del mensaje meritocrático y las condiciones diversas que hacen de él una “tiranía del mérito” (p. 96). La “retórica del ascenso” (p. 85) (quien trabaje y tenga talento, tendrá éxito) y la “retórica de la responsabilidad” (p. 85) (el individuo se autodetermina, por tanto, es responsable de su situación, ya sea esta privilegiada o desfavorecida), conforman una mezcla explosiva que caracteriza “la faceta cruel de la meritocracia” (p. 98), culpabilizando a los desfavorecidos de su propia situación y consolidando la justa superioridad de los exitosos. El autor destaca el cinismo del mensaje meritocrático en el panorama estadounidense, a la luz de la desigualdad económica galopante y de lo estadísticamente infrecuente que es el ascenso social fulgurante prometido por el sueño americano. Este capítulo se presenta a modo de recopilación ampliada de las ideas presentadas en los anteriores, ahondando tanto en la crítica normativa a la meritocracia como en la relación de esta con la reacción populista-trumpista.

En el cuarto capítulo, Sandel se centra en desgranar cómo el éxito social se ha ido asociando de manera creciente a un nivel elevado de estudios, siendo los títulos superiores una fuente de soberbia meritocrática que denigra a aquellos que no los poseen, al tiempo que respalda las pretensiones de merecimiento y superioridad moral de los titulados. El así llamado “credencialismo” (p. 107) designa esta obsesión y veneración por los títulos universitarios. En el plano político, este credencialismo ha ido de la mano del auge de la tecnocracia a través de la consideración de que las decisiones políticas han de dejarse en manos de los más preparados; se afianza el paradigma de oposición simplista entre lo “inteligente” (p. 121) y lo “estúpido” (p. 121), íntimamente relacionado con el marco general de oposición entre ganadores y perdedores. A Sandel, como ya mostró en Justicia: ¿hacemos lo que debemos? (2011), su anterior trabajo, le sigue inquietando especialmente esta tecnocratización de la esfera política, que desaloja el debate moral en favor de una aplicación omnipotente del criterio experto, lo cual resulta no solo en un “desempoderamiento de los ciudadanos” (p. 141), sino también en un “abandono del proyecto de persuasión política” (p. 141). En este punto, el autor dialoga implícitamente con el panorama desolador dibujado por Colin Crouch en Post-Democracy (2004), sin acabar de articular una propuesta clara de salida.

El quinto capítulo marca un punto de inflexión en el libro, pues deja atrás el intento de asociar el auge del populismo con las consecuencias de la meritocracia y se dispone a presentar el grueso de la carga teórica de la obra. Sandel examina las críticas a la meritocracia que se formulan desde el “liberalismo de libre mercado” (p. 164) de la mano de Friedrich Hayek, y desde el “liberalismo del Estado de Bienestar” (p. 167) por parte del omnipresente John Rawls. La tesis principal que defiende es que, pese a que ambos autores rechazan explícitamente la idea de que el éxito tenga que ver con un mayor merecimiento (sobre todo en lo que respecta a la arbitrariedad moral de los talentos naturales), ninguno de ellos puede escapar finalmente de “una inclinación meritocrática” (p. 194) en lo referido a las actitudes de humillación y soberbia que caracterizan a los privilegiados y los menos favorecidos.

En el caso de Hayek, se critica que la disociación entre “el mérito y el valor” (p. 165) deja intacta una asociación igualmente peligrosa: la del valor de mercado con el valor aportado a la sociedad. Esto hace que los exitosos puedan justificar ufanamente su privilegio aduciendo el mayor peso de sus aportes al conjunto de la sociedad, dejando de nuevo a los menos afortunados en una posición de desnudez moral. En el caso de Rawls, la estricta neutralidad liberal de “la prioridad conceptual de la justicia sobre el bien” (p. 187) es impermeable al reparto desigual de la estima social, la cual fluye igualmente hacia los más talentosos y exitosos que, para más inri, ostentan su posición desigual en beneficio de los más desfavorecidos y en estricta observancia del Principio de Diferencia.

A pesar de la relevancia teórica que reviste la cuestión del mérito y de la arbitrariedad moral de los talentos a través del liberalismo igualitario rawlsiano, el tratamiento que se hace de este asunto es demasiado sucinto. Quizá hubiese sido provechoso un desarrollo ampliado de esta polémica teórica en perjuicio del peso que tiene en los primeros capítulos el análisis pseudo-empírico del auge del populismo.

Tras esta crítica ambiciosa, entramos en la parte final del libro, que consta de dos capítulos propiamente propositivos. El sexto capítulo se centra en el recurrente tema de la admisión a la universidad en Estados Unidos y en cómo el sistema universitario se ha convertido en una “máquina clasificadora” (p. 199) cuya función consiste en separar los aptos de los no aptos. Sandel critica la doble tiranía del mérito (p. 236) que un sistema así conlleva, tanto para los que no son admitidos en las universidades de élite (víctimas de la humillación meritocrática) como para los que sí lo son (“ganadores heridos” (p. 227), desgastados psicológicamente por los estándares de perfección que se les exigen). Ante este panorama, el autor lanza una propuesta no carente de audacia: una “lotería de los cualificados” (p. 237), de suerte que todos aquellos que alcancen un nivel mínimo de competencias, entren en un sorteo para obtener una plaza. Esto permitiría tratar el mérito “como un umbral para la cualificación, y no como un ideal que haya que maximizar” (p. 238), además de insistir en la corrección de la soberbia a través del azar, resquebrajando la exigente noción de autorresponsabilidad que encumbra la meritocracia. En cierto sentido, aquí Sandel está recuperando el afán de crítica al mejoramiento sin límite que vertebra su libro Contra la perfección (2007), en esta ocasión centrándose en la crítica aspiracional a lo perfecto en el plano del mérito, en vez de en el ámbito de la ingeniería genética.

Pese a su atractivo inicial, parece que la lotería preuniversitaria hace más por remediar el sufrimiento psicológico de aquellos que optan a la perfección que el de los que son humillados por el sistema de selección y no consiguen siquiera llegar al umbral mínimo del sorteo. Quizá reparando en esto, Sandel finaliza el capítulo reivindicando una mayor inversión en la formación profesional, para hacer posible “que el éxito en la vida no dependa tanto de poseer un grado universitario de cuatro cursos”. Esto permitiría “valorar diferentes tipos de trabajo” (p. 246) y, además, romper con el monopolio de la educación ético-cívica en las universidades, creando así las bases para un diálogo en común clave en el ideal comunitarista que Sandel propone.

En el séptimo capítulo, se plantea una defensa republicana de la “dignidad del trabajo” (p. 263) en tanto que contribución al bien común y aportación de valor a la comunidad, rompiendo con el encaje meritocrático. En este sentido, una solución basada únicamente en la “justicia distributiva” —“un acceso más equitativo y completo a los frutos del crecimiento económico” (p. 265)— no puede dar respuesta plena a la problemática del “desplazamiento cultural” (p. 262) al que se ven abocados los trabajadores, más allá de la “privación material” (p. 262). Se pone en el centro la necesidad de alumbrar una “justicia contributiva” (p. 265) como la “oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que acompañan al hecho de producir lo que otros necesitan y valoran” (p. 265). Este paradigma (que probablemente sea una de las aportaciones conceptuales más potentes del libro) realza la valoración comunitaria de los esfuerzos de contribución productiva al acerbo colectivo, censurando la correspondencia hayekiana entre valor de mercado y valor social.

En el pasaje conclusivo, Sandel aboga por comprender su propuesta como una vía intermedia entre la “igualdad de oportunidades” y la “igualdad de resultados”: “una amplia igualdad de condiciones” (p. 288) que permita a todo el mundo vivir una vida digna en la que el bienestar material vaya acompañado de una “estima social” (p. 288) relacionada con la contribución al “bien común” y a la deliberación colectiva y moral de los “asuntos públicos” (p. 288). A través de esta lente, la justicia contributiva se aleja de la neutralidad moral que impone la tecnocracia meritocrática, puesto que valora la satisfacción mutua de necesidades como un ideal deseable para el “florecimiento humano” (p. 272). Este ideal requiere una toma de conciencia en cuanto al papel de la suerte en la posición que ostenta el individuo, cuyo resultado sería una “cierta humildad” (p. 293) como condición sine qua non para la solidaridad y el reconocimiento recíproco.

Sin perjuicio de la calidad general del libro, se puede observar una distancia preocupante entre la honda crítica que se plantea a la meritocracia y las propuestas que de facto se nos presentan. Sandel, o bien propone soluciones parciales (admisión por sorteo, impuestos al sector financiero…) que, aun siendo interesantes y dignas de una fructífera reflexión, no alcanzan a superar las propias objeciones maximalistas que él mismo ha delineado; o bien nos enfrenta con una reivindicación demasiado general, monumental y precipitada de un comunitarismo surgido a modo de deus ex machina, el cual solo convencerá plenamente a aquel que ya venía de antemano convencido.

Por otro lado, resulta insatisfactorio el escaso tratamiento crítico que se da a la reformulación del sistema económico para atajar la tiranía del mérito. Desde un punto de vista un tanto malintencionado, pudiera parecer que el énfasis en el reconocimiento-estima de los empleos productivos acaba por desarticular la dimensión material del debate, relacionada con la crítica o la justificación de la desigualdad económica necesaria en un sistema capitalista. Por si fuera poco, no queda claro desde qué marco se ha de construir esta comunidad de reciprocidad y qué redes de cooperación social sería necesario reformular o incluso destruir. Sin un tratamiento profundo de estas incertidumbres, la propuesta comunitarista de solidaridad codependiente parece incompleta y su presentación como una alternativa real al statu quo es problemática.

A pesar de estos apuntes críticos, el valor que tiene el texto es reseñable. Sandel se muestra lúcido al poner la largamente negligida cuestión del mérito en el centro del debate, y en hacerlo de tal manera este libro resulte atractivo para un amplio abanico de lectores, recubriendo las reflexiones más punzantes, fecundas y abstractas de un manto de actualidad con relevancia propia. Asimismo, la parcial inconcreción de sus propuestas no excluye la agudeza con que estas se articulan, dialogando sagazmente con algunas de las deficiencias políticas más notables de la esfera de deliberación pública: la menguante relevancia de la moral en el discurso, la brecha de reconocimiento o el exilio del papel cohesor del azar.

La idea central que vertebra el texto nos enfrenta a un viejo dilema liberal-comunitarista, reeditado desde un punto de vista fresco y novedoso. Recuperando las palabras del propio Sandel en la introducción: “Tenemos que preguntarnos si la solución a nuestro inflamable panorama político es llevar una vida más fiel al principio del mérito o si, por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito” (p. 25).

Referencias bibliográficas
  • Crouch, C. (2004). Post-Democracy. 1ª ed. Cambridge: Polity Press.
  • Sandel, M. (2007). Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética. 1ª ed. Barcelona: Marbot Ediciones.
  • Sandel, M. (2011). Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? 1ªed. Barcelona: Penguin Random House.

Por eso décimos que la meritocracia no existe, 
tu puedes echarle las ganas que quieras y esforzarte, 
y otro que es un flojo sin esfuerzo, 
solo por tener los contactos de sus familiares, 
te va ganar el puesto.

La   ineptocracia
La democracia dio paso a la partitocracia pero estamos ya instalados en una ineptocracia que comienza a expulsar del sistema a quienes osen cuestionarla, desde el despilfarro en pintar de colorines el mobiliario urbano a destrozar estatuas de ilustres personajes de nuestra historia.
La democracia como menos malo de los sistemas de convivencia conocidos, suele gozar de una reverencial protección y el simple hecho de realizar alguna crítica o cuestionar algunos de sus aspectos, suelen estar mal vistos porque automáticamente se contraponen a que uno defiende una dictadura o un régimen totalitario. Curiosamente, vemos y comprobamos como quienes más alzan su voz para proclamarse como los defensores de la democracia y la libertad, son quienes apoyan y ejecutan políticas restrictivas y aniquiladoras de las libertades individuales.

En esta nueva etapa tras casi cien días de confinamiento, el gobierno de la nación española se afana en seguir los pasos de su “manual de resistencia” particular, nombre que recuerda al siniestro libro del presidente, en este caso un libro de verdad, pero con una trágica narrativa, 1984 de Orwell. Y tan es así que proclaman una nueva normalidad, con un decreto que regule la vida de las personas y se les ve felices controlando y sobre todo prohibiendo. En cambio, no están entregados a rebajar y hasta eliminar impuestos, ni en facilitar a los grandes, medianos y pequeños empresarios su actividad aceptando propuestas llenas de sensatez y sentido común para sobrevivir y poder recuperarnos de esta brutal crisis económica.

Mucho se ha hablado del poder de los partidos políticos en las democracias occidentales (partitocracia), de las maquinarias que logran llevar al poder a un candidato frente a otro y su relevancia en la vida política y en la toma de decisiones frente a las personas individuales. Pero estamos ante un nuevo escenario, más preocupante y alarmante al que deberíamos poner freno a través de una constante crítica y denuncia social por parte de los medios, pidiendo que la excelencia que en tantas profesiones se requiere, llegara a la política. Nos encontramos inmersos en la ineptocracia, es decir, el poder de los ineptos, los necios o incapaces.


El término ineptocracia se lo debemos al escritor y filósofo francés Jean D’Ormesson (1925-2017) y se puede decir que es una completa e impecable definición del tipo de sistema en el que vivimos actualmente en España, por ello la reproduzco íntegramente: “Un sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y riqueza de unos productores en número descendente, y todo ello promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías, que sabe que han fracasado allí donde se han aplicado, a unas personas que sabe que son idiotas”.

Realmente es difícil definir mejor la situación en la que nos encontramos inmersos en un momento crítico puesto que se avecina una crisis económica de gran magnitud que además puede llevar aparejada una nueva crisis sanitaria y social. La solución a cualquier problema pasa por encontrar el mismo, evaluarlo y proponer la forma de resolverlo. A veces, tengo la sensación de que no queremos ni ver el problema porque como se dice últimamente “cuando todo es un escándalo nada es un escándalo”. Y así vamos hacia una sociedad que es capaz de plantearse, simplemente el hecho en sí da escalofríos, si hay que retirar una estatua al gran Cristóbal Colón.

La realidad convertida en una tremenda pesadilla, siempre nos queda el alivio de la lectura, el cine, el vino y la vida con sus bellos momentos. Gracias a la definición de Ormesson sobre ineptocracia, aprovecho la autodefinición que el escritor francés hacía de su persona en una entrevista en 2012 y con la que les confieso que me siento bastante identificado: “Yo soy un hombre de derechas pero en muchas cosas pienso como un izquierdista: creo profundamente en la igualdad hombre-mujer, soy católico pero estoy lleno de grandes dudas religiosas y soy un europeísta convencido aunque en estos momentos muy desencantado y un poco asustado.”

UN PUEBLO SIN PENSAMIENTO CRÍTICO  
ES EL SUEÑO DE TODO TIRANO

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