EL Rincón de Yanka: LIBRO "LIBERTAD O IGUALDAD": POR QUÉ EL DESARROLLO DEL CAPITALISMO SOCIAL ES LA ÚNICA SOLUCIÓN A LOS RETOS DEL NUEVO MILENIO 🗽

inicio














sábado, 5 de septiembre de 2020

LIBRO "LIBERTAD O IGUALDAD": POR QUÉ EL DESARROLLO DEL CAPITALISMO SOCIAL ES LA ÚNICA SOLUCIÓN A LOS RETOS DEL NUEVO MILENIO 🗽


LIBERTAD O IGUALDAD
Por qué el desarrollo del capitalismo social 
es la única solución 
a los retos del nuevo milenio 

SINOPSIS

El capitalismo proporciona a todo el mundo más riqueza y mayores oportunidades, mientras que el socialismo y el intervencionismo fracasan sistemáticamente y empobrecen a quienes los padecen. Sin embargo, hay que reconocer que, en muchas partes del mundo occidental, las clases medias están perdiendo la fe en el capitalismo. Por suerte, estamos a tiempo de cambiar eso.
En su nuevo libro, Daniel Lacalle, uno de los economistas más reputados del mundo, explica nuestra economía de una manera directa, moderna y global, y subraya las virtudes del ahorro, la inversión y la innovación. Y al mismo tiempo, plantea cómo el capitalismo puede mejorar el bienestar general y no solo el de los que se aprovechan de los favores del Estado, el amiguismo o la captura de rentas.
Con una ponderada defensa de la libertad frente a quienes pretenden recortarla en nombre de nuestro propio bien, Lacalle va más allá de la defensa de un sistema económico y propone un verdadero modelo social basado en la responsabilidad, el mérito y la recompensa. Un modelo social más sólido que el que pueda promover cualquier forma de intervencionismo.
«La economía global no es de suma cero; sin embargo, los economistas continúan estudiando el mundo a través de una lente desfasada de poder y desigualdad. Daniel Lacalle presenta un enfoque novedoso, impulsado por un profundo conocimiento de la teoría económica, pero, al mismo tiempo, respaldado por la historia, los datos y por su propio excelente análisis. Los mercados son la gran fuerza liberadora de la época moderna, y Lacalle los explica hábilmente como los mecanismos no aprovechados para una profunda cooperación social. El "capitalismo social" (Economía social de mercado), no la redistribución estatal, es el camino que conduce a un futuro prometedor. Libertad o igualdad es un libro optimista, y nos ofrece una pauta para una economía dinámica, innovadora y, sobre todo, colaboradora». JEFF DEIST, presidente del Mises Institute (EE. UU.)
«Daniel Lacalle es uno de los economistas más juiciosos del mundo actual. Este libro es una exposición magistral de uno de los temas principales que subyacen bajo los actuales debates sobre política económica y monetaria. Todo aquel que esté interesado en temas de libertad e igualdad en el ámbito de la economía debería leer este libro». SAMUEL GREGG, director de investigación del Acton Institute, y autor de Reason, Faith, and the Strugglefor Western Civílization
«¡Los planificadores centrales se encuentran con la gravedad económica! Si lo que buscas es un análisis independiente y fundamentado que explique la desigualdad, la última obra de Daniel Lacalle es de lectura obligada. ¡Se ha convertido en uno de los mejores del mundo!». KEITH R. McCULLOUGH, consejero delegado de Hedgeye Risk Management
«Aunque los economistas han desacreditado por completo la ptincipal afümación de Thomas Píketty -que la desigualdad de la riqueza continuará aumentando a menos que el mundo acepte sus soluciones manástas recalentadas-, el relato de la desigualdad sigue resonando entre los ingenuos y desinformados. Sólo las políticas de líbe1tad económica generarán prospetidad real y duradera y nadie está más cualificado para argumentarlo que Daniel Lacalle, el cual ha prestado un gran servicio al mundo escribiendo este libro». JAMES M. ROBERTS, investigador y coeditor del Index of Economíc Freedom, de The Heritage Foundatíon
«Libertad o igualdad plantea argumentos contundentes y aporta numerosos datos para respaldar los logros de una economía libre y abierta que agradecerán tanto los lectores ocasionales como los expertos. En lugar de acusar, Daniel eiq>one hechos y aporta nuevas ideas sobre cómo mejor ar nuestra sociedad y aumentar elbienestar y la libertad». RYAN FOLAND, conferenciante internacional, socio gerente de InfluenceTree y coautor de Ditch the act (2019)
«Daniel Lacalle ofrece una argumentación convincente, clara y persuasiva en Libertad o igualdad. No se me ocurre ningún economista más completo y reflexivo para esctibír y hablar sobre estos temas. Todas sus obras, incluida ésta, plantean ideas que los occidentales debemos tener en cuenta sí queremos gozar de una sociedad estable y próspera, sostenida por una economía sólida ahora y en el futuro». TREY DIMSDALE, director de alianzas estratégicas del First Liberty Institute, en Dallas (Texas), y socio del Centre for Enterprise, Markets and Ethics, en Oxford (Reino Unido)


INTRODUCCIÓN

Han pasado seis años desde que Thomas Piketty publicó El capital en el siglo XXI, libro que suscitó un importante debate sobre la desigualdad. Esta introducción a Libertad o igualdad no es el lugar adecuado para abordar la importancia de los temas planteados por Piketty ni los errores en su análisis. Sin embargo , sí ofrece una oportunidad para plantear la necesidad de que los economistas realicen aportaciones que, sin olvidar el tema de la desigualdad, ofrezcan soluciones basadas en métodos probados y que contribuyan a crear riqueza que llegue a la mayoría de los sectores sociales.
Una de las consecuencias positivas del mencionado libro de Piketty es que concienció a los economistas de que el análisis de la igualdad tenía que matizarse más en lo tocante a su planteamiento de nuevas situaciones y desafíos. Este libro de Daniel Lacalle es una de las obras que hacen ese tipo de matizaciones.

Indicadores del cumplimiento del principio de legalidad y de la transparencia, como el índice de Estado de derecho (del World Justice Project, WJP) y el índice de percepción de la corrupción (de Transparencia Internacional, TI), muestran que, en la actualidad, la mayoría de los países suspenden en lo tocante al respeto a la igualdad ante la ley. Si las reglas del juego no son justas, resulta difícil argumentar que los resultados del juego son justos, o incluso que no deberíamos preocuparnos por los resultados de la distribución. El aumento de la tiranía reguladora, término que me gusta más que el de «Estado administrativo», ha provocado el aumento de la corrupción y del amiguismo. Esto ha traído consigo desigualdades injustas, las cuales no deberían ser consideradas una consecuencia del libre mercado, sino el resultado de una distribución desigual de la libertad económica.

En diversas partes de Libertad o igualdad, Lacalle hace referencia a cómo el amiguismo priva al capitalismo de algunas de sus mejores propiedades. Para él, «el amiguismo no tiene nada que ver con el capitalismo, y menos aún con el libre mercado». La red de normas -la ciénaga de intervenciones por parte del gobierno- es de tal calibre y el poder de los intereses que se aprovechan de ello es tan importante que, para revertir el proceso, la estrategia a seguir tiene que ser multifacética. Lacalle recomienda algunas reformas específicas, y dedica un espacio considerable a exponer argumentos instructivos para convencer al público y a los «creadores de opinión» de que lo que hace realmente el sistema actual es perjudicar a los que falsamente afirma ayudar.
Cualquier observador honesto sabe lo diferentes y desiguales que son todos los seres humanos en lo que se refiere a la productividad. Lacalle nos ahorra tiempo al no extenderse demasiado sobre ello. Habitualmente, a mis colegas les recuerdo que incluso Stalin arremetió contra los socialistas que reclamaban «igualar, nivelar los requisitos y las vidas individuales de los miembros de la sociedad». Para Marx, Engels e incluso Lenin, la igualdad equivalía a la abolición de las clases. La «exigencia de igualdad que va más allá de lo necesario desemboca en el absurdo», escribió Engels. Lenin afinnó que «afirmar que queremos que todos los hombres sean iguales entre sí es una frase vacía y una estúpida invención de intelectuales».

Lacalle no elude el análisis de clase. Muestra cómo el intervencionismo económico en las economías occidentales ha debilitado a la clase media y cómo la tendencia a crear más incentivos mercantiles en China y otros países en vías de desarrollo ha contribuido al aumento de la clase media en dichos Estados. En su opinión: «Reconstruir la clase media es una parte clave del futuro». Y añade: «Eso no sucederá con políticas que han fracasado repetidamente. El proteccionismo, la tributación confiscatoria y la penalización de los sectores de mayor productividad para subvencionar a los clientelistas y obsoletos mediante deuda masiva y gasto deficitario son la receta para el estancamiento».

En diversas partes de este libro, el autor explica algunas de las paradojas y mitos relativos a los países escandinavos. En dichos países, la desigualdad de ingresos, medida con el método típico empleado por los economistas (que compara cuánto gana el estrato superior de la sociedad con lo que ganan los inferiores), es, de hecho, menor que en otros países occidentales, como Estados Unidos y el Reino Unido. No obstante, el sistema escandinavo, el cual penaliza a aquellos con mayores ingresos, ha provocado una gran desigualdad en cuanto a riqueza.
Lacalle no es partidario de un gran Estado del Bienestar. Hace hincapié en el hecho de que las economías europeas representan el 23,8 por ciento de la economía mundial, pero sus gobiernos son responsables del 58 por ciento del gasto mundial en asistencia social. Eso ha debilitado las perspectivas de crecimiento. Está en contra del establecimiento de una renta básica universal (RBU), o al menos de los tipos de RBU que se han propuesto recientemente; y afirma: «La RBU únicamente fortalece al gobierno y crea una subclase de clientes zombis dependientes». Lacalle prefiere la propuesta del impuesto negativo sobre la renta según lo planteó Milton Friedman, es decir, un impuesto que proporciona créditos reembolsables a las personas cuyos ingresos se sitúan por debajo de un umbral determinado.

Libertad o igualdad aborda muchos de los temas económicos más relevantes en la actualidad. Las primeras páginas se centran en la educación, en su primera escuela verdadera, su familia, y en cómo aprendió en casa sobre libertad y responsabilidad. Cree que «para reducir la desigualdad, la educación tiene que fortalecer al individuo, no someter a la persona al control de los gobiernos».
Lacalle concluye reclamando una nueva clase de capitalismo, o un capitalismo mejor entendido. Algunos de nosotros, a los que nos encanta la «economía libre», casi hemos perdido la fe en ese concepto. Si por capitalismo entendemos «el sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción», el sistema en el que esos propietarios privados reciben privilegios de gobiernos y reguladores también puede denominarse capitalismo, aunque sea un «capitalismo de amiguetes». Cuando Lacalle escribe que «el amiguismo no tiene nada que ver con el capitalismo, y menos aún con el libre mercado», parece estar de acuerdo en que los mercados libres o una economía libre difieren del capitalismo.

A pesar de estos matices sobre el término, está claro que las opiniones de Lacalle sobre el capitalismo son parecidas a las del papa Juan Pablo II, actualmente san Juan Pablo II, el Grande. En la encíclica Centessilnus annus, Juan Pablo se mostró partidario del «capitalismo», al cual definió como «un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de las empresas, el mercado, la propiedad privada y la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, así como de la libre creatividad humana en el sector de la economía». A esto añade que el capitalismo bien entendido debe «circunscribirse a un marco jurídico sólido que lo ponga en su totalidad al servicio de la libertad humana y que lo considere un aspecto concreto de dicha libertad, cuyo núcleo es ético y religioso».
Lacalle reconoce que existen diferentes tipos de capitalismo y, a la hora de definir el tipo de capitalismo por el que aboga actualmente, opta por el capitalismo «social».Se trata de una elección arriesgada para alguien que ha leído y admirado las aportaciones del premio Nobel F. A. Hayek. Éste desaprobaba la palabra «social». Hayek estaba de acuerdo en que había un uso adecuado del término, pero, debido al abuso de la palabra «social», la describió como «ese hongo parásito del léxico». Su predecesor y compañero en la causa del libre mercado, Ludwig von Mises, era mucho más propenso a utilizar la palabra «social», y llegó incluso a definir el principio rector de la sociedad libre como el principio de la «cooperación social». Lacalle sustenta partes de su análisis de la igualdad con las opiniones de grandes economistas como Hayek y Mises, pero sigue siendo necesaria y admirablemente él mismo.

Destacados economistas favorables a la propiedad privada y a los mercados han utilizado el término «social» al desarrollar la idea de «economías sociales de mercado». Estaban abiertos a intervenciones gubernamentales tales como la legislación antimonopolio, que reformaría el mercado e, idealmente, haría que funcionara mejor. Los métodos propuestos por Lacalle para lograr el «capitalismo social» se centran más en los incentivos que en las nuevas administraciones «a favor del mercado». Según el autor, para lograr un capitalismo social, se debería promover «la competencia mediante la eliminación de las subvenciones y las barreras comerciales injustas». Y añade: «El capitalismo social no está construido sobre los débiles cimientos de la deuda y el gasto deficitario. El capitalismo social entiende que la clave de la prosperidad son los ahorros que promueven inversiones saludables, no el exceso de deuda». Lacalle sostiene que «a la élite le encantan los déficits»; y su apreciación me parece correcta.
Por esa razón, según el autor, los gobiernos deberían contribuir a garantizar dinero sólido, es decir, que el medio de intercambio no sea una herramienta que pueda ser manipulada por el Estado, sino el instrumento más útil para la cooperación social. En otros libros y a lo largo de su carrera, Lacalle se ha centrado exclusivamente en el daño causado a la economía y a la sociedad en su conjunto por los bancos centrales actuales. En 2017 publicó La gran trampa: por qué los bancos centrales están abonando el terreno para la próxima crisis (Deusto), y la idea del título podría entenderse como una nlezcla entre «estafa» y «trampa».El dinero sólido es una condición inherente para alcanzar la libertad en un marco de igualdad ante la ley.

A diferencia de muchos ecomistas libertarios, Lacalle no es tibio en cuanto a las cuestiones de defensa. Considera que los Estados también deberían garantizar que quienes viven en ellos estén seguros frente a ataques locales e internacionales contra sus vidas y su propiedad. Como nos dijo en 2019 en una presentación en la Philadelphia Society, no existe necesariamente una correlación entre el crecimiento del Estado del Bienestar y un gasto en defensa elevado. La mayoría de los países de Europa gastan menos del 2 por ciento en defensa y, a pesar de ello, cuentan con el mayor Estado del Bienestar de la historia.
Los gobiernos tienen que asegurarse de que sus actividades permitan la prosperidad de la comunidad, no que la obstaculicen. «Devolver el control a la sociedad civil» debería ser una parte clave de la agenda de un modelo de capitalismo social, y Lacalle recomienda hacerlo «poniendo límites al poder de los gobiernos y de las corporaciones mediante el mecanismo más poderoso y exitoso que existe, el de la competencia y el libre mercado, así como limitando las decisiones políticas discrecionales sobre financiación y subvenciones y maximizando la transparencia». En su opinión, la verdadera responsabilidad social tiene lugar cuando las corporaciones actúan según las reglas de un capitalismo social bien definido. Es entonces cuando contribuyen a desarrollar la confianza social, la cual considera esencial para el capitalismo social.

Algunos, especialmente aquellos economistas habituados a las complejas teorías y fórmulas de los ingenieros sociales, afirmarán que este libro es simplista. No estoy de acuerdo. Incluso cuando al hacer frente a la compleja situación y al difícil escenario de la década de 1980 Ronald Reagan y Margaret Thatcher aplicaron políticas parecidas a las recomendadas en Libertad o igualdad, éstas provocaron un cambio enorme en las tendencias económicas y en la psicología de Occidente. Resulta difícil crear confianza social en un entorno de estancamiento, cuando a grandes sectores de la población se les pide que se sometan al inexorable destino de un futuro menos próspero.
Quienes lean este libro se darán cuenta de que está escrito por alguien seguro de sus opiniones. Su confianza no se basa en la arrogancia ni en la ingenuidad, sino en el conocimiento y la experiencia. Se trata, asimismo, de un libro lleno de lógica económica, la misma que ha llevado a su autor, Daniel Lacalle, a convertirse en uno de los economistas más escuchados y valorados del mundo desarrollado. Lacalle no cita a demasiados autores, pero no porque no los haya leído, sino porque ha interiorizado sus opiniones. Al leer Libertad o igualdad, uno se convence más que nunca de la veracidad de la afirmación de Milton Friedman: «Una sociedad que priorice la igualdad por encima de la libertad no obtendrá ninguna de las dos cosas. Una sociedad que priorice la libertad sobre la igualdad obtendrá un alto grado de ambas». 

ALEJANDRO A. CHAFUEN, 
director general internacional del Acton Institute


1

Cómo hemos llegado hasta aquí
Hay una enorme diferencia entre tratar a las personas de manera igualitaria y tratar de hacer que sean iguales. Lo primero es la condición para una sociedad libre, mientras que lo segundo implica una nueva forma de servidumbre. FRIEDRICH A. HAYEK
«Nunca hemos estado peor. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres.» «El capitalismo es culpable de todos los males.» Hemos escuchado frases similares a éstas en innumerables ocasiones. Aunque son frases que exponen algo empíricamente incorrecto, como tantos «mantras» tan repetidos como equivocados, sí recogen un descontento real de una parte relevante de la población ante el exceso de políticas intervencionistas. Éstas, buscando inflación a cualquier precio, han erosionado el poder adquisitivo del pilar de nuestra sociedad, la clase inedia. El problema es que esa parte de la población achaque ese exceso al sistema de libre mercado, cuando la causa son las medidas intervencionistas de planificación centralizada promovidas desde los gobiernos.

En este libro vamos a desgranar muchas de las falacias que se repiten constantemente, pero, sobre todo, vamos a hablar de soluciones. Espero que este viaje hacia la libertad y la responsabilidad sirva al lector para conseguir tres objetivos: acumular argumentos y datos que desmonten las falacias que se nos repiten, conocer los riesgos de los cantos de sirena provenientes del socialismo y, finalmente, ofrecer -como siempre hago en mis libros propuestas y soluciones reales.

A pesar de lo que los intervencionistas pretenden hacer creer, nunca la humanidad había vivido mejor que ahora. El año 2019 fue «el mejor año de la humanidad», según apunta Nicholas Kristof en un estudio reflejado por The New York Times. Hacia 1950, el 27 por ciento de todos los niños del mundo morían durante la infancia (hasta los quince años); en 2019, esa cifra ha caído al 4 por ciento. Cada día, 325.000 personas obtienen acceso a la electricidad por vez primera, y 200.000, al agua potable. En ese mismo período (1950-2019), la pobreza mundial se ha reducido al nivel más bajo de la historia.
Las cifras desmontan el catastrofismo que algunos pretenden imponer por la vía de la repetición. En los últimos 25 años, más de nlil millones de personas lograron salir de la pobreza extrema, y actualmente la tasa mundial de pobreza es la más baja desde que se tienen registros. En 2015, la tasa de pobreza era del 10 por ciento de la población mundial, y aproximadamente la mitad de los países del planeta registraban tasas de pobreza por debajo del 3 por ciento.

Estamos hablando de un sistema económico, el capitalismo, que ha permitido reducir un, punto porcentual al año la pobreza mundial desde 1990. Estos son verdaderos logros sociales
de las últimas décadas. Y hay que identificar la pobreza, y no la desigualdad, como el verdadero enemigo a batir.

Probablemente nos sorprenda leer que la desigualdad en España cayó en 2017 al nivel más bajo en una década, con un coeficiente de Gini de 33,2 (en una escala de cero a 100), según el Instituto Nacional de Estadística. En Latinoamérica, y según datos del Banco Mundial, 16 de 17 países redujeron su desigualdad en más de 6 puntos desde 2002. Pocos medios de comunicación lo habrán comentado. Un coeficiente de Gini de cero significa igualdad perfecta (todos los ciudadanos reciben la misma renta), y uno de 100 significa desigualdad total (un ciudadano recibe toda la renta, y el resto, nada). Un coeficiente de desigualdad de 30 o 40, por lo tanto, significa una altísima igualdad. Además, el nivel de pobreza también cae y la economía crece de manera más sostenible.

Si bien son datos alentadores, no debemos dejarnos llevar por la complacencia. El hecho de que, de forma global, el mundo haya mejorado significativamente en los últimos setenta años debe ser el acicate para que nuestra sociedad tome consciencia de los retos del futuro y los afronte con decisión y optimismo.

En este sentido, el acceso a la información, las nuevas tecnologías, las noticias y las redes sociales nos permiten conocer en tiempo real los problemas globales y nos llevan, y eso es bueno, a querer una mejora constante, rápida y duradera. Pero también tienen un lado oscuro, que es la utilización de información descontextualizada y el alarmismo, cuya finalidad es pervertir las decisiones de los ciudadanos, persuadiéndolos de entregar su libertad a cambio de una inexistente seguridad.

Sólo así se puede entender que un político diga que su país tiene millones de pobres confundiendo , a sabiendas, pobreza real con «riesgo de pobreza y exclusión», que no son la misma cosa de ninguna manera. El baremo para medir el riesgo de pobreza y exclusión, como debe ser, se sitúa de manera relativa a la renta media, referida al propio país y asumiendo las mejoras de calidad de vida generalizadas (en el caso de un hogar español, una renta de 18.629 euros anuales). Por ello, por ejemplo, una persona que esté hoy en el umbral de pobreza sería comparable, en términos reales, a una persona de clase alta en la década de 1930; y también, una persona que esté en el umbral de pobreza en Estados Unidos tendría una renta real (ajustada por inflación y transferencias) superior a la renta media en países como Portugal o Grecia, y muy cercana a la de España. Este índice es una herramienta importante y necesaria para avanzar en inclusión y desarrollar el país, pero no puede ser considerado como un indicador fiable del número de personas en situación de pobreza real y, por lo tanto, no debería utilizarse para crear alarma social que justifique medidas políticas destinadas a aumentar el intervencionismo y exigir más poder y más fondos.

Desde el alarmismo populista no se busca la prosperidad, sino el control, y eliminar la libertad individual y el mérito. La libertad individual es, con mucha diferencia, nuestro principal don y nuestra principal responsabilidad. Nos permite crecer, aprender, desarrollarnos y desplegar todo nuestro potencial, es algo precioso. Es esta libertad individual lo que Santo Tomás de Aquino define como libre albedrío, el cual se asemeja a «un poder por el cual el ser humano puede juzgar libremente», poder que él mismo sitúa como centro de la capacidad de raciocinio. Un ser humano que no usa la razón no tiene libertad individual. No existe libre albedrío sin razón y, por lo tanto, esta libertad de elección se orienta consciéntemente hacia el bien.

Así entendido, no es de extrañar que los totalitarios e intervencionistas del mundo teman la libertad individual más que cualquier otra cosa. La libertad individual, tener la capacidad de decidir qué deseamos hacer con responsabilidad, es la esencia del ser humano, y la esencia de la libertad misma. En la introducción a la edición de 1986 de su novela La naranja mecánica, de 1962, Anthony Burgess explica que «el ser humano está dotado de libre albedrío, y puede elegir entre el bien y el mal. Si sólo puede actuar bien o sólo puede actuar mal, no será más que una naranja mecánica, lo que quiere decir que en apariencia será un hermoso organismo con color y zumo, pero de hecho no será más que un juguete mecánico», y un juguete en manos del poder. ¿Y no sería mejor hacer siempre el bien? Se trata de un engaño para limitar nuestra libertad, porque la mera idea de que un sujeto o grupo de poder pueda querer moldear un ser humano infalible y virtuoso, y, con ese ser humano, toda una comunidad uniforme e intrínsecamente virtuosa, es simplemente una falacia, y una que lleva a la dictadura.

C. S. Lewis, en su obra "Mero cristianismo", de 1952 (que reúne tres textos escritos en la década de 1940), nos dice: «Si una persona es libre de ser buena, también es libre de ser mala [...]. ¿Por qué, entonces, Dios nos dio libre albedrío? Porque el libre albedrío, aunque hace posible el mal, también es lo único que hace posible cualquier amor, bondad o alegría que valga la pena tener. No valdría la pena crear un mundo de autómatas, de criaturas que funcionaran como máquinas». ¿Lleva el libre albedrío al egoísmo y la falta de cooperación y caridad? Todo lo contrario. John Stuart Mill, en su ensayo Sobre la libertad, de 1859, nos explica que el verdadero genio humano sólo surge en libertad. El ser humano libre mayoritariamente tiene un sincero interés por el bien público. Si pensainos que el ser humano y la iniciativa individual tienden al mal, ¿sinceramente podemos creer que suprimir la iniciativa individual y la libertad y supeditarlas a un grupo de seres humanos poderosos por tener liderazgo político va a hacer a la sociedad buena? La maldad no se elimina desde el control, al contrario, se incentiva. Una cosa es que los seres humanos libres, por acuerdo, pongan en común reglas para defender el bien y castigar al mal -de ahí la importancia de las instituciones independientes-, y otra cosa es que un grupo de seres humanos intenten controlar al resto para imponer su idea de lo que es correcto. Siempre será un político mesiánico el que pretenda imponer su modelo de ficción, y, para que una parte de la población acepte entregar su futuro y el de sus seres queridos, el líder autocrático ofrece a cambio «seguridad».

Por otra parte, aquellos que prometen seguridad rara vez disponen, si es que disponen alguna vez, de los medios o del poder para garantizarla. Cuando caemos en la trampa de renunciar a la libertad, únicamente recibimos lo que realmente nos ofrece el intercambio: servidumbre. Como señaló Benjamín Franklin: «Aquellos que renuncian a la libertad a cambio de seguridad no obtienen ni merecen ninguna de las dos».

De hecho, la historia nos muestra, en los países que han sufrido y siguen padeciendo dictaduras, que aquellos que ofrecen seguridad por libertad aspiran únicamente a destruir derechos colectivos que se han logrado gracias a la libertad y las acciones individuales, no gracias a la «generosidad» de un gobernante. La dictadura cubana, la de Corea del Norte o tantas teocracias de Oriente Próximo basan su opresión en la falsa figura paternalista del poder.

La iniciativa individual alcanza su máxima expresión en un entorno de libertad con responsabilidad. Eso nos permite contribuir al mayor bien de la sociedad creando un ejemplo de éxito (y también una lección, en caso de que fracasemos), así como avanzar como sociedad. Y no hay avances sin errores. Nuestro objetivo debe ser minimizarlos y aprender de ellos, porque nadie, ninguna persona o institución tiene la capacidad de eliminarlos. Aquellos que quieren que renuncies a tu libre albedrío resaltarán los riesgos, fomentando el miedo y la inseguridad para hacerte creer que eres incapaz de funcionar sin su ayuda.

Las prácticas totalitarias siempre prometen seguridad y una falsa libertad sin responsabilidad, por eso se alimentan del miedo y de la envidia. La promesa de libertad sin responsabilidad es, en realidad, una trampa de la que no hay escapatoria. Creemos que hacemos lo que queremos cuando , en realidad, hacemos lo que nos mandan.
La envidia y el miedo se convierten en las herramientas más poderosas para convencernos de que renunciemos, insisto, a nuestro don más preciado como seres humanos: el libre albedrío. Por eso, no es una casualidad que los que desean acabar con la libertad y el mérito pongan al capitalismo como el culpable de todos los males.

La inestabilidad financiera se argumenta como una de las debilidades del capitalismo. Como si pudiésemos olvidar que todos los regímenes socialistas y planificados han colapsado por quiebra y desastre económico. La inestabilidad financiera es siempre el resultado del socialismo y el estatismo, la intromisión constante y creciente del Estado en la economía. Al introducir la idea de que los ciclos económicos son anomalías y al presentarse el Estado o el ente supranacional como «salvador» que cambia y maneja los ciclos por diseño, se nos vende la falacia de la inexistencia de riesgo, y eso lleva a períodos de crisis, que no dejan de ser la consecuencia de un exceso previo que explota. El estatismo, que pone como centro de la economía al sector público y sus empresas rentistas, nos intenta convencer de que el riesgo y la destrucción creativa, esenciales para el desarrollo, son anomalías y no parte del proceso de mejora mundial. Cuando el pensamiento estatista lanza el mensaje de que no hay riesgo, disfrazándolo con tipos de interés artificialmente bajos, liquidez desproporcionada, gasto superfluo para aumentar el PIB y déficits constantes, también nos intenta hacer creer que los recortes de mañana no son el resultado de los excesos de hoy, y que los desequilibrios de hoy no generarán la crisis del futuro.

Es curioso, de nuevo, que se llame debilidad del capitalismo a políticas causadas por la planificación central. La enorme bajada de tipos de interés y el aumento artificial de liquidez, que infla burbujas y crea períodos de exceso y posterior pinchazo, vienen directamente causados por políticas de planificación central orientadas a beneficiar a los Estados que se financian a tipos artificialmente baratos. En mi libro La gran trampa (Deusto, 2017) explico que los bancos centrales no pueden seguir ignorando las burbujas y los excesos que crean con sus políticas. Lo que me parece sorprendente -e intelectualmente deshonesto-es achacar eso a problemas de capitalismo y libre mercado, cuando se debe a las políticas estatistas de planificación central.
Han sido los bancos centrales y las organizaciones supranacionales las que han roto los mecanismos de oferta, demanda y libre comercio bajo la mágica idea de que iban a controlar y gestionar los ciclos económicos desde el poder. Hemos vivido un período de exceso de políticas de demanda en el que, además, los Estados que se autodenominan defensores del libre comercio han introducido importantes barreras al comercio con todo tipo de excusas, la Unión Europea y China incluidos. Eso es mercantilismo. En realidad, estamos viviendo un período de nacionalización encubierta gradual de la economía vía política fiscal y monetaria, más parecido al socialismo que al capitalismo.
No es, por lo tanto, una sorpresa que el ciudadano medio se sienta en parte expulsado del crecimiento económico. Si la renta y el ahorro de la clase media se diluye y confisca vía políticas monetaria y fiscal, es perfectamente lógico que una parte de la población piense que el inundo está mucho peor. Lo peligroso es pensar que lo que tenemos es gratis y darlo por hecho, y aún más peligroso es pensar que la solución va a ser implementar ideologías fracasadas como el socialismo y el comunismo.

El economista de la Reserva Federal W. Michael Cox explica que «el sistema capitalista literalmente creó la clase media, y la mejor manera de mantener y mejorar nuestros niveles de vida es mantenerlo funcionando con la máxima eficiencia. La generosidad del gobierno, no importa cuán alta mentalidad o buenas intenciones tenga, no va a hacer mucho por la mayoría de las familias de clase media».

El capitalismo es la causa del crecimiento de la clase media. Ningún otro sistema fortalece a las capas medias, incentiva el mérito y permite la evolución de pequeños comercios a grandes empresas. La clase media no está perdiendo peso aún de manera alarmante, y si pierde algo de peso no es por culpa del capitalismo, sino por políticas de planificación central orientadas a penalizar el ahorro y extraer rentas vía represión fiscal. La clase media siempre pierde cuando los gobiernos mundiales introducen represión fiscal y financiera desde medidas que son más socialistas que capitalistas, como disparar los déficits, aumentar impuestos y subvencionar a sectores de baja productividad mientras se destruye el ahorro vía bajadas de tipos e inyecciones de liquidez.

A la clase media se la está diluyendo con exceso de socialismo, no de capitalismo. Las políticas más repetidas desde hace dos décadas son claramente socialistas: beneficiar el exceso del sector público incentivando el endeudamiento y penalizando el ahorro, disparar el gasto público y, después, llamar a unos recortes mínimos «austeridad».

Esa clase media se ha visto golpeada por una crisis, la de 2008, negada por el poder político que la calificó como pesimismo injustificado y que, en realidad, no era más que el estallido de la burbuja previa, promovida legislativamente y desde la política monetaria por esas mismas instancias de poder. Ante ese golpe de realidad, el chivo expiatorio fue el capitalismo en general y el sistema financiero en particular. Sin embargo, la fragilidad del sistema financiero siempre ha existido, incluso antes de lo que hoy llamamos capitalismo. En mi libro "La gran trampa" muestro que las crisis financieras eran mucho más largas y abruptas en épocas anteriores a la llegada del sistema capitalista. Es cierto que, desde la ruptura del patrón oro, las crisis se han hecho relativamente frecuentes, pero también son menos severas. En el libro explicaremos el aspecto monetario de muchos de los descontentos actuales. No deja de ser interesante que el ciudadano medio achaque las crisis al capitalismo y caiga en la trampa de favorecer a políticos que defienden diluir y destruir el poder adquisitivo de la moneda, una medida claramente estatista encaminada a imponer desde el gobierno el monopolio de la creación de dinero por interés gubernamental.

Lo que cambió en la época de las sucesivas burbujas es la percepción del riesgo. No es culpa del capitalismo que muchos ciudadanos decidan consciéntemente ignorar que toda inversión conlleva un riesgo. La pregunta es: ¿quién introduce en la mente del ciudadano la idea de que una inversión no tiene riesgo o que no pasa nada y hay que subirse a las burbujas? Y la respuesta es: los bancos centrales, que son los que buscan activamente que el ahorrador tome más riesgo por menor rentabilidad.

El ciudadano medio, tradicionalmente cauto y prudente en sus decisiones, ha recibido estímulos constantes para abandonar su propensión al ahorro y tomar riesgos excesivos con la promesa encubierta de que los Estados o los bancos centrales siempre iban a poner un colchón ante problemas graves. La sana prudencia ante los cantos de sirena se convertía en un clamor desde las entidades planificadoras centrales, los entes supranacionales y sus entidades cercanas: no ahorre, tome riesgo. La crisis de 2008 fue importante porque rompió definitivamente la confianza de los agentes económicos en los mensajes de seguridad de las entidades supranacionales. Y, ante esa pérdida de fe, ocurrieron dos cosas. La primera es que la solución de los Estados y los bancos centrales a una crisis creada por una toma de riesgo excesiva, incentivada por bajos tipos y alta liquidez, fue la de bajar los tipos y aumentar la liquidez. Los ganadores de esta nueva locura volvieron a ser los gobiernos y sus sectores cercanos. La segunda es que, con ello, y a pesar de la recuperación, se acabó la relación de confianza por parte de un amplio segmento de la ciudadanía. El estatismo monetario y fiscal perdía sus principales clientes. ¿Cómo está intentando el estatismo supranacional recuperar ahora la confianza de los ciudadanos? Comprando erróneamente el argumento populista. Muchos gobiernos de todo el mundo y varios de los sectores más rentistas han decidido abrazar las ideas populistas que les amenazaban, esperando así perpetuarse en el poder. Al blanquear ese populismo, no lo combaten, lo perpetúan.

El asistencialismo promete redención sin responsabilidad, pero nos convierte en dependientes. Alguien del gobierno nos dirá que no nos preocupemos, que ellos están ahí para solucionar la situación -con nuestro dinero-, pero, al hacerlo, nos cortan las alas, haciendo que nos resulte más difícil conseguir nuestros objetivos por nosotros mismos. Ponen más trabas a la libertad, y nos convencen de que no podemos funcionar adecuadamente sin ellos.
Se trata de algo parecido a la forma de actuar de las personas opresoras. «Solo no eres nada, no puedes hacerlo sin mí», dicen, afirmando al mismo tiempo que «nadie te querrá más que yo». Ésa es la actitud paternalista opresora. Nos convertimos en clientes y rehenes de la supuesta generosidad que recibimos.

Un individuo verdaderamente libre es aquel que es plenamente consciente de las consecuencias de sus actos y que tiene capacidad para elegir qué acciones emprender. Un auténtico esclavo es aquel que rechaza la responsabilidad y se siente libre cuando se le permite alimentarse con las migajas que le dejan. Aunque, como hemos dicho, el miedo y la envidia son herramientas esenciales para destruir la libertad, la auténtica puntilla es suprimir la responsabilidad. Los promotores del totalitarismo nos presentan esta servidumbre como necesaria por nuestro propio bien, y utilizan palabras como social, solidaridad, justicia e igualdad para lograr todo lo contrario. Pero, cuando fracasan, cosa que siempre sucede, ya están en el poder y, lo que es más importante, recurren a un socorrido chivo expiatorio: el enemigo exterior.
El totalitarismo que se nos vende como lo mejor «para el bien común » y como la solución «social, justa e igualitaria» tiene que hacer que nos sintamos mal por nuestro deseo natural de desarrollarnos, mejorar y alcanzar nuestro potencial individual. Lo llaman avaricia.

Sin embargo, avaricia es acumular cantidades crecientes del fruto del trabajo, del ahorro y de la inversión de los ciudadanos para las arcas del administrador gubernamental, que se presenta como un salvador con el dinero ajeno y como un libertador con la libertad ajena. No existe nada más avaro, además, que el concepto de «justicia social», porque parte de una falacia para justificar una inmoralidad. La falacia es que el crecimiento económico, la generación de riqueza, es un juego de suma cero y que para que unos ganen, otros tienen que perder. Es decir, que si alguien se ha hecho rico es porque ha hecho pobres a otros. Por ejemplo, en algunas ocasiones he escuchado que Steve Jobs se hizo multimillonario a costa de hacer pobres a los ciudadanos chinos que construyen los dispositivos que él diseñó. Quienes opinan así se olvidan de que, gracias a inversiones como las de Jobs en China, esos ciudadanos son hoy más ricos y prósperos, como también lo son los trabajadores de Apple que se han multiplicado y beneficiado de la revalorización de las acciones con las que les entregan parte de su remuneración. Tampoco tienen en cuenta el beneficio para terceros: usted y yo compramos dispositivos móviles de una calidad, unas prestaciones y un precio que hace veinte años no podríamos haber soñado.¿Suma cero? Esto es simplemente una falsedad.

El crecimiento económico no sólo no ha sido una suma cero, sino que la mejora de condiciones de vida, de riqueza y de acceso a salud, educación y bienes y servicios se han multiplicado para miles de millones de ciudadanos. En este libro explicaremos cómo el desarrollo económico, la productividad y la eficiencia benefician a la inmensa mayoría. La inmoralidad es llamar justicia social al robo, y que un grupo de políticos y mal llamados intelectuales, que jamás han creado una empresa ni un empleo, se arroguen la facultad de determinar cuánto debe usted ganar y cuánto merece. Estas personas deciden que hay que redistribuir el fruto del éxito de Steve Jobs, por ejemplo, y dárselo a gente que, como ellos, no han tomado riesgo ni creado nada ni generado bienestar. Eso no es justicia, es una inmoralidad. Porque la justicia y la fiscalidad progresiva ya existen, la redistribución ya existe. Cuando hablan de «justicia social», hablan de la mayor inmoralidad posible: la confiscación de los frutos del progreso para beneficio del poder político. Penalizar el mérito y el éxito para premiar la mediocridad no es justicia social, es inmoralidad política. La gran conquista del capitalismo es que no sólo premia el genio de alguien como Steve Jobs, sino que su éxito permite a su vez que millones de personas accedan a puestos de trabajo de mayor calidad y mejoren sus condiciones de vida.

El socialismo no sólo penaliza el mérito, sino que supedita a la población a ser dependientes del poder político. La promesa de igualdad de un gobierno intervencionista es la receta para el estancamiento, ya que los gobiernos solamente pueden igualar por abajo; sólo pueden empobrecer a los ricos, nunca enriquecer a los pobres, de modo que perjudican a todo el mundo.Ninguna nación ha hecho más ricos a los pobres haciendo pobres a los ricos.
Defender la libertad individual no significa que ignoremos a la sociedad. La sociedad es el resultado de una elección personal y consciente por la cual unimos por iniciativa propia nuestras necesidades y objetivos individuales y decidimos invertir en una forma de mejorar nuestras vidas. En última instancia, esto proporciona mejores resultados a la inmensa mayoría de la gente.

El Estado no es el gobierno, y la sociedad no es lo que decidan los políticos. El Estado, que debe ser una comunidad de seres humanos libres que conforma una base de reglas de conducta y políticas encaminadas al bien común y a fortalecer la libertad y la capacidad de cada individuo de conseguir su desarrollo personal y familiar, se ha convertido en una especie de religión que impone la voluntad de una minoría sobre los demás. Estamos ante el Estado como nuevo Dios, «la nueva divinidad ante la cual se protesta y se pide reparación cuando no satisface las expectativas que ha creado», según explica Hayek, o como un Rey Mago, no como un instrumento de convivencia.

Como explicaba Frédéric Bastiat en su breve ensayo "La ley", de 1850, «la sociedad es el conjunto de servicios que los ciudadanos prestan, servicios públicos y privados [...]. Ninguna sociedad puede existir si en ella no reinan las leyes en alguna medida; pero lo más seguro para que las leyes sean respetadas es que sean respetables. Cuando la ley y la moral se contradicen, el ciudadano se encuentra ante la cruel alternativa de perder la noción de moral o perder el respeto a la ley. Dos desgracias igualmente grandes entre las cuales es difícil elegir».
La sociedad no trata de hacer que las personas sean iguales, exigiendo que renunciemos a nuestros derechos individuales. La sociedad no ha sido creada para eso, sino para que todos seamos capaces de dar lo mejor de nosotros mismos. La sociedad y el libre albedrío no son enemigos. La sociedad y el poder absoluto sí lo son.
En los próximos capítulos repasaremos todos los conceptos antes descritos, desmontaremos mitos falsos y desvelaremos trampas utilizadas para arrebatarnos la libertad.

Cómo crear la máxima transferencia de riqueza al Estado

Probablemente habrás oído o leído en incontables ocasiones que «el Estado no es como una familia o una empresa».
Estoy seguro de que, de diferentes formas, habrás escuchado que «el Estado tiene que gastar cuando otros ahorran», que «los déficits no importan porque la deuda pública no se tiene que pagar» y que «los Estados pueden incrementar su deuda tanto como deseen porque pueden imprimir todo el dinero que quieran».
Si te dijera cualquiera de esas frases refiriéndome a un amigo, una familia o una empresa, te reirías a carcajadas. Esos mensajes son tan ilógicos que la única manera de hacer que suenen remotamente aceptables es partiendo de una premisa falsa: el Estado no es como tu familia.
¿No lo es? La familia es el agente económico más social que existe. Nosotros, como padres, sacrificamos voluntariamente una parte de nuestras vidas, de nuestra riqueza y de nuestro tiempo para ayudar a nuestros hijos y a nuestros mayores.

¿Cómo lo hacemos? Ahorrando y siendo austeros, tomando decisiones difíciles..., y no despilfarrando y endeudándonos. Por eso, formar una familia no significa perder oportunidades de hacer lo que queremos; es una inversión que, en muchas ocasiones, aporta más alegría y satisfacción personal que cualquier entretenimiento o placer individual. Es una decisión personal adoptada desde la libertad con responsabilidad.
¿Cómo una familia, en la que al menos una tercera parte de sus miembros no son contribuyentes desde un punto de vista económico, logra el éxito y permite que todos avancen y mejoren? Ahorrando.
Ahora, imagina por un segundo que los padres -el «gobierno» del agente más social que existe, la familia- deciden gastar todo lo que quieren porque saben que su hijo o sus hijos lo pagarán algún día. Cualquiera de nosotros consideraría a esos padres irresponsables, ineptos o incapaces.
Sin embargo, para hacer que la gente acepte la falacia de que un agente económico no tiene que ahorrar ni pagar sus deudas porque puede pasarle la factura a la siguiente generación, tenemos que fomentar la idea absolutamente ilógica de que «el gobierno es diferente».

El llamado «contrato social», gastado por quienes lo firmaron y pagado por quienes no lo hicieron

La existencia de un contrato social que realmente funciona es muy evidente en las comunidades pequeñas y familias. La inversión en asistencia social y educación se considera una forma de prosperar y sobrevivir. Sin embargo, para hacer que esa comunidad o familia se desarrolle y sobreviva, las inversiones en asistencia social tienen que hacerse a partir de los ahorros o, de lo contrario, todo el agente económico acabará desplomándose tarde o temprano.
El hecho de que el gobierno esté «gestionando» una comunidad mucho mayor no hace que esté aislado de la lógica económica; más bien al contrario.

La falacia del intervencionismo se basa en el argumento de que los gobiernos o los Estados no son iguales que las familias porque son mucho más grandes y complejos. Eso indicaría que los gobiernos tendrían que ser más prudentes y económicamente equilibrados que las familias, no al contrario. Deberían ser incluso más responsables y austeros.
Entonces, ¿cómo es posible que el gobierno gaste y se endeude sin cesar? Porque tiene el control y el monopolio de gravar con impuestos a sus ciudadanos y destruir el poder adquisitivo de la moneda.
Muchos dirán que los impuestos son el precio de la civilización. Del mismo modo que una familia invierte en asistencia social, educación y defensa al ahorrar y ser eficiente, el gobierno, si quiere promover la civilización y defender una sociedad libre y justa , tiene que tener un sistema tributario que sea aceptable por todos los agentes económicos a los que sirve. Además, requiere un nivel de gasto aceptable por todos como inversión para crear una sociedad mejor...

La cantidad de gasto no deberían decidirla los gobiernos ni los expertos que, a menudo, viven del gasto público. Deberían decidirla los propios ciudadanos, analizando si dicho gasto favorece u obstaculiza el crecimiento. Sin ese análisis y esa toma de decisiones, se trata únicamente de confiscación.
La razón es que el sector público no existe sin un sector privado pujante y fuerte. En consecuencia, el gasto público no debería decidirlo quien gasta, sino el cliente, el contribuyente.
Cuando el gasto público sobrepasa el servicio público solamente para perpetuarse, entonces es confiscatorio y no hace más que aumentar la administración pública. Como dijo el autor Dale Dalllten: «La burocracia es un monstruo que se da a luz a sí mismo y exige la baja por maternidad».

Dos medios de confiscación

La represión tiene lugar a través de la confiscación. En primer lugar, mediante impuestos que sobrepasan los servicios que proporcionan los gobiernos; y en segundo término, mediante la política monetaria.
Mientras que una familia ahorra para cubrir sus necesidades sociales, un gobierno intervencionista en realidad confisca para cubrir sus necesidades políticas y burocráticas. Eso se lleva a cabo imprimiendo dinero y con una fiscalidad extractiva. Cuando un gobierno tiene el monopolio de la emisión de moneda, se trata simplemente de una forma de transferir riqueza de los ahorradores al gobierno. De hecho, si imprimir dinero fuera bueno para la economía, la falsificación de billetes sería legal. Pero, evidentemente, no lo es.

¿Por qué es legal imprimir más moneda (aumentar la masa monetaria) de la que se demanda si lo hace el Estado y no si lo hace usted en su impresora doméstica? Porque el que se beneficia de la destrucción del poder adquisitivo de la moneda es el primer receptor de esa moneda: el gobierno. Por eso exige el monopolio de la emisión de dinero.
Así que, en esencia, el gobierno sigue la misma lógica económica que una familia o una empresa, sólo que tiene la capacidad de confiscar rentas futuras y actuales mediante la represión monetaria o fiscal para financiar su gasto. Esto, a su vez, funciona únicamente hasta que los hijos de esta familia extractiva -los ciudadanos-dicen: «¡Basta ya!».
Además, al fomentar la deuda e ignorar la responsabilidad fiscal, el gobierno promueve la idea de que la falta de responsabilidad no es un problema. Se demoniza el ahorro, se penaliza el mérito y se premia el despilfarro. Mediante la irresponsabilidad fiscal y monetaria, el gobierno crea gradualmente herramientas capaces de esclavizar. Porque, como en cualquier intento de lograr el control absoluto, será el gobierno el que se presentará como el salvador a cambio de otra porción más de libertad y libre albedrío.

Destrucción de la clase media

Planes de estímulo..., con tu dinero.
«Estabilizadores automáticos»..., con tu dinero.
«Programas » sociales..., con tu dinero.

Al creer que la solución al fuerte endeudamiento es más endeudamiento y la receta contra el malgasto es más gasto, las sociedades se vuelven más frágiles y menos prósperas, y se destruye su clase media.
¿Por qué es la clase media el objetivo de los gobiernos extractores? Porque supone el grueso de la población, representa al sector de los ciudadanos que tiene propensión al ahorro, para cubrir las necesidades de sus hijos y mayores; en definitiva porque es el «cliente cautivo». No puede escapar de la represión financiera rápidamente como lo puede hacer un multimillonario. La clase inedia es la que, ante una mayor represión fiscal y monetaria, sólo puede defenderse trabajando más duramente. Esto no es lo que sucede con una parte del segmento de los más ricos, que son también habitualmente los más endeudados y, en ocasiones, cómplices de la irresponsabilidad fiscal del gobierno, ni con los pobres, que a menudo no disponen de medios para ahorrar. La alegoría de «los ricos» es la excusa con la que se convence a la clase media para subirles los impuestos a todos.

El cuento de demonizar las rentas altas empieza por el lenguaje. «Rentas altas». ¿Quién define «altas»? El concepto parte de hacer creer al que lo lee o escucha que es una renta injusta o desproporcionada. No dicen «las rentas nlás productivas » o «las rentas mejor remuneradas », no. Dicen «rentas altas»; pru·a que pienses que son malvados explotadores.
Piensa, por ejemplo, en Amancio Ortega, creador y accionista principal de Inditex y uno de los hombres más ricos del mundo. Nace, y para el populismo es clase trabajadora y pueblo. Empieza a trabajar duramente, y todavía es clase trabajadora y pueblo. Empieza a tener éxito, y es «renta alta». Ya no es clase trabajadora, vaya por Dios, ni pueblo. Tiene un enorme éxito y ha dejado de ser clase trabajadora, pueblo o renta alta para convertirse en malvado demonio del populismo. ¿Qué ha cambiado? Nada. Sólo la demonización del mérito y el éxito. El señor Ortega es tan clase trabajadora y pueblo como usted y yo. La razón por la que se odia a quien tiene éxito es porque demuestra que no necesita al intervencionista para que le solucione la vida.

El contribuyente medio paga en España un poco más de 12.000 euros al año en impuestos, de modo que, en 2018, destinó 177 días a cumplir con Hacienda. Sin embargo, la factura de las rentas altas es muy superior. Si partimos de un contribuyente soltero y sin hijos que gana 150.000 euros brutos al año, vemos que paga 84.000 euros al año, 180 días destinados a cumplir con Hacienda, una «cuña fiscal» del 48,25 por ciento en las comunidades autónomas de régimen común, y que asciende al 50,43 por ciento en el País Vasco y al 53,11 por ciento en Navarra. El término «cuña fiscal» hace referencia exclusivamente al pago del IRPF y de las cotizaciones sociales (incluyendo las cuotas del trabajador y de la empresa), no a todos los otros impuestos que se pagan por inmuebles, patrimonio, etc., ni a los indirectos, como el impuesto sobre el valor añadido (IVA).

En España, el número total de contribuyentes que ganan más de 150.000 euros al año asciende a sólo 99.582 (el 0,5 por ciento del total). Con menos de 9.500 contribuyentes que ganan inás de 600.000 euros al año, y con menos de 7.000 ciudadanos considerados «grandes patrimonios», España es uno de los países con menos ricos -y éstos con menos patrimonio neto total- de entre los Estados de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Y, sin embargo , los populistas nos quieren convencer de que 99.582 personas van a pagar miles de millones adicionales y anuales para cubrir los excesos presupuestarios prometidos en campaña electoral.
Según el Internal Revenue Service (IRS) de Estados Unidos, el 10 por ciento superior de todos los contribuyentes norteamericanos paga el 71 por ciento del total de los impuestos sobre la renta, mientras que solamente percibe el 43 por ciento del total de los ingresos.
Unos 1.500 ciudadanos norteamericanos pagaron más en impuesto de la renta que los 71,6 millones que conforman el 50 por ciento inferior. En 2017, el 0,001 por ciento pagó más de 61.800 millones, y el 50 por ciento inferior, unos 50.000 millones de dólares.
Estamos ante una guerra de odio al mérito, al éxito y a la prosperidad. El odio populista a la gran empresa o a los salarios superiores no es la defensa del pueblo o el pequeño empresario. Es la constatación de la envidia al éxito. Porque la definición de «rico» y gran empresa se va rebajando hasta que tú mismo puedes parecer un Onassis y un kiosco de barrio puede parecer la empresa ExxonMobil.

En España tenemos aproximadamente 600.000 personas que ganan más de 60.000 €s, y a esos les llaman «ricos». El número de contribuyentes que ganan más de 150.000 euros al año en España es sólo de 99.582, según datos de la Agencia Tributaria en 2018 (el 0,5 por ciento del total); y ese año sólo hubo 9.344 personas que ganaron más de 600.000 euros al año. Esas personas ya pagan un impuesto de la renta marginal cercano al 49 por ciento, incluidos tramos autonómicos, impuestos sobre el patrimonio, inmuebles, directos e indirectos. Las grandes empresas son menos del 0,17 por ciento del total (sólo 4.864 empresas), según datos del Ministerio de Trabajo, en abril de 2019, y pagan una media de impuesto de sociedades sobre su base imponible del 19 por ciento. Y unas 750 empresas contribuyen a la inmensa mayoría del impuesto sobre sociedades. En tamaño, esas empresas son hasta un 30 por ciento más pequeñas que la media de los grandes grupos de nuestros países comparables, pero las llaman «grandes empresas». Las empresas españolas son fundamentalmente pequeñas y medianas y, encima, más pequeñas que la inedia de las economías comparables a la nuestra.
El que piense que el 0,5 por ciento de los contribuyentes y el 0,1 por ciento de las empresas va a sufragar decenas de miles de millones de euros anuales y adicionales a lo que ya pagan, y a sostener al 99 por ciento y pico restante, tiene un problema con la estadística, las matemáticas y la historia. Lo vas a pagar tú.

La fiscalidad confiscatoria es devastadora para el Estado del Bienestar, el crecimiento y el empleo. Porque los impuestos confiscatorios generan un efecto depresor, y estamos sobrepasando ese nivel con el cuento de que «hay margen».
Cuando los impuestos son demasiado elevados para las personas con mayores ingresos, la recaudación del gobierno se resiente porque se recaudan menos impuestos sobre sociedades y sobre el consumo. Además, la falta de crédito perjudica el sistema financiero. Las clases baja y media son las que más sufren, porque tanto las inversiones -la asunción de riesgos por parte de las empresas-como la creación de empleo disminuyen.
Sin embargo, resulta políticamente ventajoso acusar a los ricos de ser malvados y carecer de conciencia social. Nada resulta más rentable políticamente que mantener a los pobres alejados de la escala social y echarles la culpa a los ricos. Mientras tanto, el gobierno subvenciona a las empresas que considera que son «estratégicas»; es decir, próximas al gobierno, las cuales apenas pagan impuestos. Fijémonos en las compañías industriales semiestatales que se mantienen con vida por «razones estratégicas». Muchas compañías «estratégicas» reciben más dinero en subvenciones del que pagan en impuestos. No son las únicas que reciben exenciones tributarias.

Pensemos por un momento por qué en el debate económico los políticos demonizan constantemente a las grandes empresas y sin embargo no se discuten las enormes subvenciones a los mal llamados sectores estratégicos. Nadie dice «se pierden decenas de miles de millones en ingresos fiscales por subvencionar al automóvil alemán, la agricultura francesa o las empresas semiestatales ineficientes». Es más fácil culpar al enemigo exterior y acusar a las empresas norteamericanas de tecnología.
El lector podría argumentar que esas subvenciones son importantes para crear empleo y mantener industria. Aceptemos el argumento. Si es así, ¿por qué le parece al lector mal que empresas que crean mucho más empleo, tecnología e industria tengan una fiscalidad competitiva?

¿Por qué prefieren dar subvenciones a bajar impuestos? Porque la rebaja fiscal da poder a la sociedad civil y las subvenciones dan poder al Estado.
El mensaje de cobrar impuestos a los ricos para resolver los problemas del gasto de miles de millones no es más que una forma de avanzar en pos del control total, creando clientes entre los votantes con ingresos bajos y creando un grupo de empresas que se beneficien por ser próximas al gobierno; dicho de otro modo: amiguismo. Por eso, los gobiernos recurren siempre a la falacia de cobrar más impuestos a los ricos y a las empresas que no son de su «cuerda» para hacerse con el control total y destruir la libertad.
Esto no significa que quienes obtengan ingresos elevados no tengan que pagar en su justa medida. Significa que el truco de magia que nos hacen a todos consiste en que nos fijemos en una mano (los ricos) cuando el truco está en la otra (el exceso de gasto y el aumento del intervencionismo y del control por parte del gobierno).
Cualquiera que haga el cálculo sabrá que es imposible recaudar cientos de miles de millones de unos cuantos miles de personas. El subterfugio funciona del siguiente modo:

En primer lugar, dices que vas a cobrar impuestos a los ricos para generar miles de millones que gastarás en «economía social» y redistribuirás entre los pobres.
En segundo lugar, gastas miles de millones en programas de corte político y
administración burocrática.
En tercer lugar, anuncias que las estimaciones iniciales de ingresos fiscales no se han cumplido (utilizando como excusa la «evasión fiscal», no que las previsiones hubieran sido sacadas de la manga).
En cuarto lugar, observas cómo aumenta el déficit; aunque bajes los tipos e imprimas dinero, la deuda se multiplica.
En quinto lugar, subes los impuestos a la clase media.
En sexto lugar, te presentas de nuevo como el salvador. ¡Vas a subir de nuevo los impuestos a los ricos!
Por último, el gobierno sigue sin asumir la responsabilidad y los contribuyentes pagan. (Repetir la secuencia.)

Es simplemente perfecto; el mejor truco de magia que se ha realizado nunca.
Si cobrar impuestos a los ricos fuese la solución al endeudamiento elevado, la desigualdad y el exceso de gasto, a estas alturas, el mundo ya no tendría esos problemas. 
Además, es bastante irónico que los políticos mencionen países como Dinamarca como modelo de conducta para España o Estados Unidos. Comparar un país con unos seis millones de personas con otro con una población de 47 millones o de 320 millones no tiene sentido. Irónicamente también, los mismos políticos que dicen que Estonia o Irlanda no pueden ser un ejemplo de impuestos bajos y crecimiento para Estados Unidos porque son demasiado pequeños, siguen manteniendo a Dinamarca como ejemplo en materia de impuestos y gasto en asistencia sanitaria (olvidando, a su vez, que Dinamarca es uno de los primeros países en cuanto a libertad económica y uno de los que ocupan los primeros puestos en cuanto a desigualdad de la riqueza).

La excusa de la desigualdad: una oportunidad para el intervencionismo

Nadie ha muerto nunca por causa de la desigualdad. Sin embargo, muchos han perecido a causa de la pobreza.
La igualdad no debería ser un objetivo, sino un resultado. El intervencionismo, con sus aspiraciones totalitarias, nos ha hecho creer que los resultados son objetivos de política pública, desde la inflación hasta la igualdad. Sin embargo, el resultado de las políticas de igualdad impuestas es justamente el contrario.
Como concluye un estudio sobre «la paradoja de las políticas de redistribución» realizado por profesores del Instituto Sueco de Investigaciones Sociales, «cuanto más nos centramos en los beneficios de los pobres y más nos preocupamos por conseguir la igualdad a través de transferencias públicas iguales para todos, menos probabilidades tenemos de reducir la pobreza y la desigualdad».
Este análisis sí que indica que algunas políticas de redistribución son positivas, como una inversión para ayudar a los desfavorecidos a mejorar su situación y salir de la pobreza. Sin embargo, las que perpetúan la pobreza simplemente crean clientes rehenes.
El economista estadounidense Thomas Sowell lo explicó muy bien en un artículo aparecido en diversos medios:
Incluso cuando tienen potencial para convertirse en miembros productivos de la sociedad, la pérdida de prestaciones sociales en caso de que lo intenten es un «impuesto» implícito sobre lo que ganarían que, a menudo, supera el impuesto explícito que se aplica a un millonario. Si aumentar tus ingresos en 10.000 dólares te provocase una pérdida de 15.000 dólares en prestaciones públicas, ¿lo harías? En pocas palabras, el Estado del Bienestar de las políticas de izquierda hace que la pobreza resulte más cómoda, penalizando al mismo tiempo los intentos de salir de ella
LIBERTAD O IGUALDAD - DANIEL LACALLE

VER+:

LIBRO "LA TIRANÍA DE LA IGUALDAD":
IGUALITARISMO