EL Rincón de Yanka: MIS HÉROES INTELECTUALES I: THOMAS HOBBES, IMMANUEL KANT Y JORGE LUIS BORGES 🗽

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jueves, 17 de septiembre de 2020

MIS HÉROES INTELECTUALES I: THOMAS HOBBES, IMMANUEL KANT Y JORGE LUIS BORGES 🗽


Mis héroes intelectuales: Thomas Hobbes

(Con esta entrega comienzo una serie de artículos acerca de un grupo de pensadores y novelistas, cuyas obras han ejercido particular influencia sobre mi formación y a quienes admiro de manera especial, debido a la lucidez y significación de sus aportes intelectuales).
En el complejo y desafiante terreno de la filosofía política, Thomas Hobbes (1588-1679) ocupa un muy destacado lugar, en un plano en el que también encontramos figuras de la relevancia de Platón, Aristóteles y Nicolás Maquiavelo, entre otras de similar categoría. Con relación a Hobbes, tuve la suerte de asistir, siendo muy joven, a un excelente curso sobre su pensamiento político, y si bien para entonces no logré abarcar sino una pequeña parte de sus enseñanzas, recuerdo que una de ellas quedó grabada en mi espíritu como una verdad fundamental: toda filosofía política de veras importante se sustenta sobre una visión de la naturaleza humana. Me impresionaron la fuerza de su pensamiento y la perspectiva realista, siempre reiterada en sus obras, sobre nuestra propensión a hacer el mal a otros seres humanos. A partir de ese momento me empeñé en conocer mejor su filosofía política.

La visión hobbesiana es clara e inequívoca: el ser humano es vulnerable, física y psicológicamente, y el miedo ante esa vulnerabilidad —un miedo abierto o velado, admitido o resguardado, intenso o controlado— es parte de nuestra existencia desde el nacimiento hasta el final de la vida. Por una parte, Hobbes está convencido de que cada individuo busca su propio interés por encima del interés del resto, y que no existe, como creían Aristóteles y Tomás de Aquino, un “bien supremo” o summun bonum hacia el cual de manera obligatoria debería converger el interés de todos, excepto la seguridad. Por otro lado, Hobbes considera que todos los seres humanos somos iguales en nuestra capacidad de hacer daño a los demás, pues hasta el más débil puede matar al más fuerte mientras este último duerme. A partir de estas aparentemente sencillas constataciones se levanta la intrincada estructura de su filosofía política, que surgió en el contexto de las guerras civiles y religiosas en la Inglaterra del siglo XVII, pero que sigue proporcionando claves para la comprensión de nuestros retos presentes.

Hobbes fue más allá del mero señalamiento del miedo como impulso motivacional e identificó un tipo de miedo de suma relevancia para la política. En su obra cumbre, Leviatán (1651), el autor señala de modo específico el miedo a la muerte violenta como el peor de los males que pueda acaecerle a un individuo. Tal aseveración, propia de un pensamiento que surge en momentos en que la existencia personal adquiría un rango primordial en la valoración de los europeos renacentistas, conduce a Hobbes a sostener la imperiosa necesidad de organizar la sociedad y edificar el Estado moderno en función de un contrato, es decir, de un pacto que en todo lo posible minimice los peligros de la muerte violenta para los individuos, fortaleciendo a la vez, y en toda la medida que sea factible, la estabilidad y poder de la autoridad constituida, garante de la seguridad.

Para recapitular: el primer paso que da Hobbes se vincula a su concepción de una naturaleza humana acosada por la lacerante consciencia de su fragilidad. El segundo le lleva a precisar la muerte violenta como un mal singularmente siniestro. El tercero, que emerge de lo anterior, es la comprobación de que en una agrupación de seres humanos, cada uno de los cuales busca su propio interés, la falta de una autoridad única que dicte reglas de comportamiento en común y las haga cumplir es sinónimo de anarquía, de una “guerra de todos contra todos” cuyo desenlace es una existencia “solitaria, empobrecida, repugnante, brutal y corta” para cada individuo. En cuarto lugar, Hobbes propone como salida a este angustioso predicamento la aceptación, por parte de todos los individuos integrantes del grupo, sociedad o nación, de un pacto, creador a su vez de una autoridad única capaz de asegurar la convivencia y evitar la guerra civil. El pacto es un contrato que requiere protección de parte de esa autoridad a cambio de la obediencia de los individuos. Se paga un costo y se obtiene un beneficio.

Para interpretar adecuadamente a Hobbes es indispensable ubicarse en el marco histórico en que vivió, caracterizado por los peligros de invasión extranjera, la radicalización de los conflictos de base religiosa y la guerra civil entre partidarios del Parlamento y de la monarquía absolutista. De hecho, Hobbes relata en sus notas autobiográficas que su madre le dio a luz prematuramente, como reacción ante la amenaza inminente de invasión por parte de la Armada española: “Mi madre dio a luz gemelos: el miedo y yo”, escribió. Es cierto que su solución a los peligros de la inseguridad parece extrema y nos coloca ante el dilema de sacrificar la libertad en aras de la seguridad, mas en realidad el pensamiento político de Hobbes es sutil y sus derivaciones son diversas y complejas. Por ello un intérprete de la talla de Leo Strauss, para citar un caso, argumenta que el gran filósofo inglés fue el principal precursor del liberalismo, ya que Hobbes puso la protección de la vida del individuo como derecho primordial e inviolable, hasta por el Soberano. Esto puede parecer paradójico pero no lo es del todo. Hobbes fue un pensador serio y profundo que no rehuyó las implicaciones de sus argumentos. De ahí que plantee, entre otras tesis, que un reo que haya sido condenado a muerte legalmente puede y debe, sin embargo, procurar escapar para salvar su vida, que a su modo de ver es el bien más preciado de cada persona. Sostuvo también que en caso de guerra contra un enemigo externo es admisible pagar a otro para que se haga soldado y arriesgue su vida en lugar nuestro, todo lo cual, sin duda, erosiona fuertemente los pilares de la defensa común, pero salvaguarda a Hobbes de caer en contradicciones.

El absolutismo político de Hobbes, en otras palabras, tenía límites, y dista mucho de equipararse a los delirios totalitarios de nuestro tiempo, que no habrían sido posibles sin la intervención de la técnica moderna. Hobbes cultiva una idea de libertad solo en el estricto sentido de establecer como prioridad la protección de la existencia individual. Pero repito: existen tensiones en su pensamiento, lo cual es propio de una obra cuya densidad e impacto le ponen en la cima de la reflexión acerca de la vida en sociedad. Ahora bien, de esas tensiones quizás la más relevante se refiere al problema del miedo a la muerte como acicate y estímulo para admitir la autoridad y someterse al pacto. Intento explicarme: la arquitectura conceptual hobbesiana funciona en tanto los individuos estimen su supervivencia física por encima de otros valores, y experimenten efectivamente, y no solo en abstracto, ese miedo que conduce a actuar racionalmente y comprender los beneficios del antídoto a la guerra de todos contra todos. El problema de esta red de nociones teóricas es que puede agujerearse si uno, varios o muchos individuos deciden que hay cosas más importantes que la continuación de la existencia física, y que ciertos valores ameritan el sacrificio de la vida.

Conclusiones semejantes, que fracturan el entramado construido por Hobbes, se perciben sin ambigüedades en las acciones suicidas de los terroristas islamistas, que hoy acosan a las complacientes y apacibles sociedades occidentales. Pero no es indispensable concentrarse en esos ejemplos radicales. En realidad, el esquema hobbesiano funciona mejor en condiciones extremas, cuando las circunstancias obligan a los individuos a centrarse en amenazas palpables e inmediatas a su seguridad física. Y aún dentro de tales contextos no resulta del todo imposible hallar un balance que proteja un espacio de libertad, sin menoscabar gravemente la seguridad. En este orden de ideas, pienso que el propio Hobbes intuyó este punto clave, y de ahí sus esfuerzos para reconciliar la lucha contra la anarquía con una autoridad capaz de proteger la vida de las personas y su existencia pacífica en común.

Me parece evidente que la motivación dominante de Hobbes fue cerrar las puertas al fanatismo político y sus incentivos religiosos, que eran predominantes en su época. Las tres principales lecciones que a mi manera de ver podemos extraer de su pensamiento, para ser aplicadas a nuestro tiempo y sus desafíos, son estas: en primer término, que la normalidad política es precaria y frágil, y está sujeta a la amenaza constante de un descenso a la guerra de todos contra todos. En segundo lugar, que si bien no debemos sacrificar la libertad en busca de la seguridad, la ausencia de esta última es un camino inexorable hacia la pérdida de la primera. Y en tercer lugar, que el pacto social puede hundirse, tanto por la irracionalidad de los individuos como por la mayor de las paradojas: la conversión de la autoridad, encargada de custodiar la seguridad, en promotora de inseguridad, como consecuencia del intento de dividir la sociedad para dar solidez a su poder. Este fue un escenario inadecuadamente tratado por Hobbes: la posibilidad de que la autoridad constituida se convierta, perdiendo de vista su papel en el contrato, en la fuente fundamental de la inseguridad común.

Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 7 de agosto de 2016.


Mis héroes intelectuales: Immanuel Kant


En un contexto distinto al filosófico, Henry Kissinger escribió que “los hombres se convierten en mitos no por lo que sepan, ni siquiera por lo que logren, sino por las tareas que se fijen”. Una persona tan sensata y equilibrada como Immanuel Kant (1724-1804) se habría sorprendido, no me cabe duda, de que se le calificase de algún modo como un “mito”. No obstante, desde mi perspectiva, Kant lo es, y no exactamente por su sabiduría, que fue inmensa, ni por lo que logró, que también fue notable, sino por las abrumadoras tareas que se planteó.

Kant se hizo tres preguntas y procuró darles respuesta: 1) ¿qué podemos conocer?, es decir, ¿cuáles son las posibilidades y limitaciones de nuestro intelecto?; 2) ¿qué debemos hacer, cómo debemos actuar? (la pregunta sobre la moral); 3) ¿qué podemos esperar? (en el fondo, una pregunta de índole religiosa, si se quiere, en torno al sentido y propósito final de la existencia).

Sus esfuerzos por hallar caminos válidos ante tales retos le llevó a producir una obra inmensa y profunda, que me conmueve no solo por su calidad en todo sentido, sino sobre todo por su intachable honestidad. La obra intelectual de Kant es a mi modo de ver las cosas un acto heroico, uno de los grandes monumentos del espíritu humano en Occidente. E insisto: mi admiración por Kant no se basa principalmente en la certeza o verosimilitud de sus respuestas, sino en la fecundidad de sus empeños, así como en la manera obviamente honesta en que expone nuestros dilemas. En primer término, nuestros dilemas al intentar conocer la realidad que nos rodea. En segundo lugar, al tratar de actuar moralmente a pesar de la presencia patente del mal, asumiendo nuestra libertad ética en medio de incesantes tormentas. Y en tercer lugar, al desentrañar los complejos enigmas de nuestra existencia como seres mortales, acuciados por el deseo y la esperanza de asimilar la finitud.

Creo que Kant nos dejó un testimonio muy claro de sus motivaciones filosóficas con este párrafo famoso: “Dos cosas llenan el espíritu de siempre creciente asombro y reverencia, a medida que se reflexiona en ellas: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral dentro de mí”. El misterio del universo y de nuestra presencia en el mismo impulsó a Kant, de un lado, a esclarecer en lo posible los fundamentos de nuestra capacidad de conocer, y de otro lado, a explicar esa fuerza interior que nos indica la diferencia entre el bien y el mal. Su obra cumbre, la Crítica de la razón pura (1781), es un impresionante aporte del intelecto humano en la historia, en función de establecer el alcance y fronteras de nuestra comprensión del “cielo estrellado”. Por otra parte, un relativamente corto, estupendo, maravilloso libro, cuyo título traducimos en español de manera un tanto confusa como Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), contiene las desafiantes reflexiones de Kant sobre nuestra libertad como seres morales o, más bien, capaces de entender y tal vez actuar a veces según la ley moral.

Ambas obras, la Crítica de la razón pura y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, nos colocan ante desafíos de gran envergadura. Es, en verdad, un atrevimiento excesivo pretender siquiera adentrarse en su riqueza y complejidad en estas meras notas de ocasión. Kant es un pensador muy exigente, pues se exigió quizá demasiado a sí mismo. Sin embargo, al menos puedo aseverar lo siguiente acerca de esos dos libros cruciales. La Crítica de la razón pura tiene como trasfondo la física de Newton, otra conquista de la mente humana que, con razón, revolucionó la ciencia en los tiempos de Kant y sus contemporáneos. Dentro de ese marco de leyes universales, en un mundo sujeto de modo aparentemente estricto al principio de causalidad, se planteaba para Kant el reto de nuestra libertad moral. ¿Somos verdaderamente libres para optar entre el bien y el mal? Kant estaba convencido de que sí somos libres para actuar según los dictados de esa ley, o negarnos a su cumplimiento. Por ello se acercó al fenómeno humano con una actitud de gran respeto y a la vez desprovista de ingenuidad y falsas expectativas. Si bien es cierto que Kant estimó la obra de Rousseau y en algunos aspectos fue influido por ella, no admitió las tesis rousseaunianas sobre una “bondad natural” de nuestra condición.

Según Kant, hay una ley moral, podemos conocerla, acceder a ella mediante la razón, y deberíamos actuar de acuerdo con sus requerimientos. Esa ley moral suprema o imperativo categórico es formulado de diversas formas por el filósofo, pero su esencia es inequívoca: debemos tratar a los seres humanos, a nuestros semejantes, como fines en sí mismos y jamás como medios; es decir, debemos actuar en función de máximas y principios que estemos dispuestos a admitir como leyes universales de conducta ética, válidas para todos. Y ello no para ser felices, o para lograr un fin ulterior como, por ejemplo, la salvación eterna, o para obtener indulgencias o aprobación de los demás; no, no se trata de eso. Debemos actuar según la ley moral por respeto a ella misma y al deber que nos impone, pues Kant argumenta que lo único que es bueno en sí mismo es una buena voluntad. En otras palabras, si —para ofrecer un ejemplo tal vez superficial— ayudamos a nuestros vecinos por interés, para hallarnos en adecuados términos de convivencia con ellos, para cumplir con las normas del condominio y ajustarnos a las convenciones de la vida civilizada, pero no existe en verdad una buena voluntad guiando nuestros actos, entonces tales actos no tienen valor moral propiamente dicho. Tienen seguramente otro tipo de valor, pero no un valor moral.

Para mencionar otro ejemplo: todos respetamos la trayectoria de la Madre Teresa de Calcuta, ahora elevada a la santidad por la Iglesia Católica, y presumimos que dicha trayectoria tiene efectivamente un elevado contenido moral. Pero cabe preguntarse, desde la visión kantiana del asunto: ¿actuó la Madre Teresa como lo hizo para lograr su salvación, en armonía con lo que señala la religión católica, o lo hizo exclusivamente impulsada por una buena voluntad, sin objetivos ulteriores al acto moral realizado por respeto a la ley y al deber que nos señala?

Lo cierto es que no podemos estar seguros, ni en el caso citado ni en ningún otro. A veces no podemos saberlo de nosotros mismos, o quizás nunca. Y con esto no pretendo aseverar que los actos que normalmente consideramos “buenos” (e incluyo por supuesto, respetuosamente, los de Teresa de Calcuta), y las personas que consideramos “santas”, carezcan de valor; no, de ningún modo. Lo que estoy diciendo, y en la medida en que puedo entenderle, es que en el contexto de la moral kantiana un acto es moralmente bueno si obedece a la ley moral y se realiza como legítima expresión de una buena voluntad, sin otros fines ulteriores. Desde luego que es posible sostener y muchos lo han hecho que se trata de una concepción demasiado abstracta y rígida de la ética, pero ello es precisamente, pienso, lo que concede a la reflexión kantiana, a su imperativo categórico, su grandeza.

Tal vez el tema se despeje algo más si lo referimos al campo político, en torno al cual Kant también tiene enseñanzas que ofrecer. Un interesante punto de partida es el ensayo sobre La paz perpetua (1795), en el que Kant precisa que una cosa es el progreso civilizatorio de la especie humana y otro diferente su progreso moral. Ciertamente, es posible en ciertos casos constatar avances de los seres humanos como seres civilizados, pero ello no debe confundirse con nuestros presuntos o reales progresos como seres morales. Aunque fue un pensador de la Ilustración, y quiso ver en su época síntomas y signos de progreso civilizatorio en algunas sociedades y en la disposición de los individuos a actuar de acuerdo con normas racionales de coexistencia, Kant no se engañó con relación al progreso moral propiamente dicho. Y si bien en ocasiones, en sus escritos sobre historia y política, Kant se deja arrastrar por algún momento de entusiasmo acerca de la marcha de la historia, lo cierto es que fue en lo fundamental un pensador realista, muy poco dado a las ilusiones fantasiosas, convencido —como escribió en un breve ensayo de 1784— de que “nada recto puede ser construido con una madera tan torcida como aquella de la que estamos hechos los seres humanos”.

En esa misma obra (Idea para una historia universal con un objetivo cosmopolita), Kant afirmó que “el problema de la política es el más difícil” y será “el último en ser resuelto por la especie humana”. No puedo adentrarme acá en los diversos intentos que Kant llevó a cabo, primero para definir y luego para abordar en detalle y resolver “el problema de la política”. Otras personas trabajan con denuedo para descifrar estos temas. Solamente deseo hacer explícita tanto la preocupación de Kant al respecto como la perplejidad que no pocas veces se percibe en sus empeños para enfrentarle.

Para concluir: ser morales en sentido kantiano luce en extremo complicado y retador. Kant vio la comprensión de la ley moral como la evidencia suprema de lo que nos hace humanos, de lo que sustenta nuestra dignidad en la tierra. Al mismo tiempo concibió de tal manera el desafío que lo hizo casi inasible. ¿Es posible el mal radical, es decir, la existencia de un ser humano que no reconozca la ley moral? No me refiero a la posibilidad de que no actúe de acuerdo con la ley moral, cosa que vemos todos los días hasta en nosotros mismos, sino de que no la entienda. Pienso que lamentablemente, y a pesar de Kant, el mal radical es posible.

Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 22 de septiembre de 2016.



Mis héroes intelectuales: Jorge Luis Borges


Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor absolutamente singular, y su obra está llena de enigmas e incontables matices. La multiplicidad de aspectos, temas, interrogantes y sorpresas que esa obra contiene hacen difícil todo intento de sujetarla a interpretaciones unívocas, que pretendan conducirla por senderos estrechos. Borges tiende siempre a escaparse por alguno de los laberintos que tanto llamaban su atención. No obstante, por alguna parte hay que empezar, y pienso que una orientación promisoria señala que en la obra de Borges un elemento clave, una especie de médula espinal, se muestra en su interés por las cualidades estéticas de las ideas y del lenguaje, es decir, por la belleza que es a veces posible hallar en conceptos aparentemente abstractos, así como en la música de ciertas lenguas que cultivó con pasión. Borges formuló tales preferencias en su libro Otras inquisiciones (1952, 1964), donde aseveró que en la totalidad de su obra pueden encontrarse dos tendencias. De un lado, la tendencia “a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético”, y del otro “a estimarlas por lo que encierran de singular y maravilloso”. Todo esto, añadió, es “quizá indicio de un escepticismo esencial”.

Volveré más adelante a la cuestión del escepticismo, pero por ahora destaco que a partir de su primer libro, el poemario Fervor de Buenos Aires (1923), pueden detectarse en la obra de Borges las mencionadas pistas, que persistieron hasta sus postreros cuentos, poemas y ensayos. Ya en uno de los tempranos poemas de 1923 escribe Borges los nombres de dos filósofos que le acompañarían siempre, George Berkeley y Arturo Schopenhauer, cuyas teorías metafísicas claramente fascinaron la mente juvenil del autor. Como es sabido, Berkeley acuñó la frase “ser es percibir”, que sintetiza su doctrina acerca de la presunta dependencia de lo existente con respecto a la consciencia humana. De hecho, unos versos del primer libro de Borges revelan la presencia de Berkeley en el trasfondo de sus inquietudes. Escribió Borges: “Yo soy el único espectador de esta calle; si dejara de verla se moriría”. Y en cuanto a Schopenhauer, no asombra que los intraficables vericuetos de sus tesis filosóficas sobre “el mundo como voluntad y representación” hayan cautivado a un espíritu como el del escritor argentino, quien toda la vida afirmó estar convencido de que en verdad la vida es sueño, o, como lo expresa en su poema El paseo de Julio, que el ser humano “sufre de caos y adolece de irrealidad”.

Ciertamente, más allá del debate acerca de sus fundamentos conceptuales, posibles errores o veracidad filosófica, los planteamientos de Berkeley y Schopenhauer, entre otros pensadores favoritos de Borges, tienen ese carácter quimérico y maravilloso que tanto le atraía y que es ingrediente primordial de su obra. De hecho, y en primer término, admiro la obra de Borges y le coloco entre mis héroes intelectuales por su poder para estimular la imaginación, para sacarnos de lo cotidiano y conducirnos a un plano donde la fantasía se combina con la realidad, en una serie alucinante de equívocos misteriosos y sagaces perplejidades. Si a ello sumamos la riqueza del lenguaje borgiano, el resultado de leerle no es otra cosa que un incesante descubrimiento de delicias estéticas, de hallazgos literarios constantes y felices.

Este vertiginoso proceso avanza sobre dos pilares, que Borges enuncia con su inconfundible prosa. El primero es que, como dice en otro texto, “en este mundo la belleza es común”, y es patente que escritores como Borges ayudan a entenderla; el segundo es –citándole de nuevo– que “la raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico”. De allí que la obra de Borges constituye una tarea desmesurada, destinada a convertir la realidad en una biblioteca y a hacer que los límites del lenguaje coincidan con los límites del conocimiento. En otras palabras, tal vez no sea excesivo sostener que la ceguera física que acompañó por tanto tiempo a Borges, fue una especie de metáfora invertida de la inmensa visión de su espíritu, una paradoja estupenda a la que supo dar expresión en la primera estrofa de su Poema de los dones, alabando “la magnífica ironía de Dios” que le concedió a la vez “los libros y la noche”.

No he intentado sugerir que Borges haya sido un filósofo en el sentido tradicional, estricto y académico del término. Fue un escritor de ficción, un poeta y un ensayista de notables cualidades. Pero sí cabe decir que reflexionó con asiduidad sobre temas que han estado en el eje de la reflexión filosófica por siglos. Entre otros, despertaron su interés asuntos tales como el tiempo y su significado, la identidad personal y su durabilidad y confusión, la controversia entre fe, agnosticismo y ateísmo, el sentido del ser y de la muerte, y como ya he apuntado el potencial y las limitaciones del conocimiento. Semejantes problemas forman parte tanto de textos de naturaleza ensayística como de sus cuentos y poemas. Esta temática, cabe anotarlo, es analizada con lucidez por Diego Sánchez Meca en su estudio Conceptos en imágenes (Madrid, 2016), así como por el venezolano Juan Nuño en su excelente libro La filosofía de Borges (Barcelona, 2005).

Deseo resaltar de manera especial los cuentos contenidos en dos libros de Borges, Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que con inasible astucia el autor logra plantear o esbozar complejos problemas filosóficos, sin que por ello sufra –sino que por el contrario se enaltezca– la calidad literaria de las narraciones como tales. Se me ocurre que este rasgo de la obra de Borges, el referido a su manejo de una historia con base en lo misterioso de la misma, se vincula a su amor por la literatura policíaca, género que cultivó como agudo lector e igualmente como autor, y en particular como recopilador de excelentes antologías del cuento policial realizadas en colaboración con su amigo Adolfo Bioy Casares. El gusto de Borges por las historias de crímenes y detectivescas es parte, desde luego, de su apego a los rompecabezas y acertijos, apego que forma parte esencial de buen número de sus narraciones.

Muchas veces se ha dicho que una gran cualidad de la obra de Borges es su universalidad, pues en efecto su producción literaria no se queda en un provincialismo estrecho, ni sucumbe ante el folklorismo y arcaísmo que en ocasiones han hecho daño a la literatura latinoamericana. La enorme influencia de Borges alrededor del mundo es prueba patente de la naturaleza global de su alcance y del amplio espacio espiritual de sus temas. Tal verdad no opaca en absoluto el hecho de que en su obra existe una dimensión hondamente arraigada en su país, en su amada ciudad de Buenos Aires, y en el ámbito de barriadas, esquinas, viejas viviendas, leyendas urbanas, duelos, batallas y enfrentamientos a cuchillo en recónditos arrabales, que también forman parte de un clima social y cultural una y otra vez rescatado por Borges. En este orden de ideas, creo posible que Borges, un típico intelectual sedentario que además quedó ciego, divagase entre sueños asumiendo identidades épicas y esa atmósfera guerrera, de aventuras y nomadismo recurrente en sus narraciones y poemas. En uno de ellos, la Milonga de Jacinto Chiclana, se encuentra esta hermosa estrofa, que quizás nos dice mucho sobre el propio Borges y su manera de ver y sentir el mundo: “Entre las cosas hay una/ De la que no se arrepiente/ Nadie en la tierra. Esa cosa/ Es haber sido valiente”.

Imposible que a un lector de Borges se le escape el amor que sentía por Inglaterra y la literatura inglesa. Se trata de un afecto profundo tanto hacia la lengua inglesa en general como hacia un grupo de autores de manera particular, empezando desde luego por Shakespeare. Es posible que los escritores que reciben mayor número de menciones y referencias en la vasta obra de Borges sean los ingleses Thomas De Quincey, G. K. Chesterton, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling (quien nació en la India de padres ingleses y falleció en Londres), acerca de los que Borges no escatima elogios y que evidentemente le proporcionaron grandes satisfacciones, además de materia narrativa y ángulos de aproximación a la misma. De hecho, en un interesante pasaje del Prólogo a su compilación de poemas Elogio de la sombra, Borges admite que la obra de Kipling le enseñó “a narrar los hechos como si no los entendiera del todo”, aseveración que, me parece, proporciona otra clave para aproximarse al secreto que esconden tantas narraciones de Borges. Comparto ese amor de Borges hacia Inglaterra y la lengua inglesa, y es otra de las razones que me llevan a colocarle entre mis héroes intelectuales.

Quiero por último referirme al controversial tema de Borges y la política, en torno el cual se ha levantado una polvareda que me impacta como injustificada. Se me hace difícil concebir un temperamento más alejado de las pugnas, maledicencias, trampas, zancadillas, dobleces, borrascas e insensatez de la política que el de Borges. Presumo que él diría que fue la política la que se ensañó con él, y no al revés, y que hubiese deseado permanecer en paz entre las cuatro paredes de su biblioteca, sin ser alcanzado por las felonías del peronismo, entre otros avatares que le tocó vivir. Ahora bien, si no queda otro remedio habría que decir que Borges, en el campo político, fue un típico conservador en la acepción del término predominante en Inglaterra, por ejemplo. Ser conservador no es lo mismo que ser un reaccionario, alguien que busca traer a la vida un pasado ya muerto. Un conservador es un ser civilizado que aborrece el desorden, prefiere los cambios graduales a las revoluciones, admite nuestras fallas morales y no pretende erradicarlas sino atenuarlas, y observa el carrusel de la historia con ojos escépticos, sin aguardar demasiado de sus desenlaces pero sin suponer que lo peor es inevitable. Como conservador genuino Borges fue anticomunista y antifascista y admitió la democracia como el menor de los males, dadas las alternativas.

El escepticismo de Borges cubría mucho más que la política y los ajetreos de la existencia común, y permeó mucho de lo que escribió. Reconozco que siento una predilección espiritual por esa manera de ver las cosas, aunque por temperamento y carácter no me sea normalmente fácil asumir tal postura ante la vida. Suerte la de Borges, quien supo dar amplio espacio a la ironía, el humor y el sarcasmo frente a la inacabable comedia humana.

Este artículo fue originalmente publicado en El Nacional (Venezuela) el 5 de octubre de 2016.