EL Rincón de Yanka: LIBRO "LA RECONQUISTA Y ESPAÑA" POR PÍO MOA

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miércoles, 2 de septiembre de 2020

LIBRO "LA RECONQUISTA Y ESPAÑA" POR PÍO MOA


Pío Moa 
Desde que Ortega y Gasset puso en duda la existencia de la Reconquista se han sucedido diversas polémicas e interpretaciones: desde la negación de la invasión islámica hasta la lamentación por la derrota de la «España musulmana», pasando por el mito de las «tres culturas» o la denegación del carácter español a hispanorromanos y visigodos, entre otras muchas ideas y enfoques.
En este estudio, el autor expone, sobre el fondo de la evolución europea y mediterránea, los cambios políticos, militares y culturales en España siglo tras siglo. Difiriendo entre tensión y antagonismo, explora la constitución de varios estados cristianos y las tensiones integradoras y disgregadoras entre ellos, las diferencias entre el programa político y el religioso o la conversión de Aragón en una potencia naval mediterránea, y de Castilla en la primera atlántica mucho antes del descubrimiento de América, así como otros aspectos no siempre atendidos por la historiografía. 
Este libro demuestra que, a pesar de las muchas interpretaciones sobre la Reconquista que se han realizado, hay cabida todavía para agudas e incisivas perspectivas como las que Pío Moa nos ofrece en este documentado ensayo.
¿EXISTIÓ EN REALIDAD LA RECONQUISTA? 

En 711 una invasión procedente de África inició una profunda transformación política, religiosa y más genéricamente cultural en la Península Ibérica. Hasta entonces Hispania o Spania, era un estado de religión cristiana, lengua y derecho latinos, integrado en la civilización eurooccidental como el reino quizá más consolidado entre los surgidos del derrumbe del Imperio romano de Occidente. Desde la invasión se iría imponiendo el Islam, la lengua árabe, el derecho musulmán o sharía, sustituyendo a Spania por Al Ándalus en una cultura asiático-africana. No fue la primera vez en la historia en que la Península Ibérica, por su situación geográfica, estuvo muy cerca de escapar del ámbito cultural europeo para entrar en el africano-oriental. Lo mismo había ocurrido unos diez siglos antes, durante las guerras entre Roma y Cartago: la península había quedado en el área de influencia de Cartago y, de no haber vencido Roma en la II Guerra Púnica, muy otro que el que conocemos habría sido su destino. Y no solo el de España, también el de Europa, cuya base cultural echó el Imperio romano. Para España, la disyuntiva que cabe simplificar como «o África o Europa», quedó resuelta entonces en una dura contienda, seguida de penosos esfuerzos romanos por dominar Hispania. Y esa disyuntiva volvió a plantearse a principios del siglo viii con la invasión islámica, que pudo ser definitiva hasta hoy, como en el Magreb y otros países. 

España, pues, desapareció, pero no del todo. Pronto surgieron en las regiones más inaccesibles del norte reductos que reivindicaban la España anterior. Y cerca de ocho siglos más tarde, los descendientes de aquellos rebeldes norteños tomaban Granada, último bastión islámico en Iberia. Después de tan larga pugna, cuajada de altibajos y alternativas, treguas y batallas, algún comercio y préstamos mutuos, la península volvía a llamarse España, con una cultura cristiana, latina e inmersa, con particularidades, en la civilización eurooccidental. Las circunstancias habían originado varios reinos cristianos, o más propiamente españoles, y lo más probable habría sido que el fin del Islam hubiera dejado una dispersión en varios estados rivales, al modo de los Balcanes. Pero, con la excepción de Portugal, la lucha culminó en unidad política, resultado tan improbable como revelador. Este dilatado proceso histórico se ha descrito con la palabra «Reconquista», empleada desde hace mucho por autores españoles y extranjeros, actualmente por M. González Jiménez, Stanley Payne, Serafín Fanjul, Luis Suárez, D. W. Lomax, Luis Molina, Javier Esparza, J. A. Maravall, P. Linehan, Menéndez Pidal, F. García Fitz (este casi disculpándose), M. A. Ladero Quesada, P. Guichard, A. Vanolli y tantos más. García de Cortázar lo acepta, pero solo desde el siglo XI.

Sin embargo han surgido desde principios del siglo xx versiones que negaban valor al término Reconquista o al hecho que la palabra describe, tachándolo de «mito». Ortega y Gasset escribió que un proceso tan largo no puede ser llamado Reconquista, aunque no explica por qué su duración lo invalidaría; tesis relacionable con otra suya atribuyendo a España una «historia enferma» o «anormal». I. Olagüe niega hasta la invasión islámica, suponiendo que una gran masa de españoles se habría convertido pacífica y espontáneamente al Islam.
Otros insisten en que la realidad se limitó a la formación de varios reinos cristianos, sin propósito común alguno, fuera de ocupar ajenas tierras moras: la propia palabra España tendría solo valor geográfico, al modo de río Danubio o península de Kola, y no cultural ni político.
Los estudiosos marxistas Barbero y Vigil en Los orígenes sociales de la Reconquista, que hizo mucho ruido en su momento, han negado la Reconquista por haber partido de tierras no romanizadas ni cristianizadas o todavía tribales, aunque posteriormente se utilizara el recuerdo de los visigodos como justificación ideológica y fuente de legitimidad (fraudulenta, claro) de la expansión hacia el sur.

Recientemente el catedrático J. Peña ha tachado la Reconquista de mito ya desde la misma palabra, que solo se habría usado desde el siglo xix, según él para legitimar la ideología de una nación (España) antes inexistente. Y critica a Sánchez Albornoz por decir que Pelayo empezó a fundar la nación española, cuando, asegura Peña, «no existía entonces la noción de España como unidad política, y menos como noción de patria». Para colmo de males, Franco habría utilizado el término nefando, lo que acabaría de desacreditarlo para Peña y otros. En suma, la Reconquista habría sido una invención «nacionalista» y hasta, actualmente, «franquista», «sin utilidad alguna para analizar el pasado medieval. Es hora de que le confinemos al lugar que le corresponde: al rincón de los fósiles culturales, donde duermen los mitos gastados el sueño de sus mejores —o más inquietantes— recuerdos». Es claro que para Peña se trata de un recuerdo inquietante. Ideas parejas gozan de predicamento en medios intelectuales y políticos desde hace años, y las citas podrían multiplicarse. 

Los rebuscamientos son interminables, como la eliminación de los estados cristianos e hispánicos por «sociedades tributario-mercantiles» (Al Ándalus) y «tributario-feudales» (los reinos cristianos), como sostiene una tal R. Pastor de Tognery. Otros diluyen el rasgo puramente hispánico subsumiéndolo en una supuesta Expansión de Europa en el escenario español (García de Cortázar), desde el siglo xi, equiparándola a movimientos como las cruzadas y otros, debidos, dicen, a «una dinámica de crecimiento demográfico, económico, técnico y cultural». Casualmente, la mayoría de esas expansiones, empezando por las cruzadas, fracasaron en gran medida, al revés que en España, y tienen poco en común las luchas contra paganos del este o la conversión de los vikingos con la lucha contra el Islam en España, que al revés que en el otro extremo del Mediterráneo, terminó venciendo. Y todas estas vanas lucubraciones coloreadas con pretensiones científicas. 

Por asombroso que suene, un origen de la negación de la Reconquista se encuentra en ¡Menéndez Pelayo! (quizá Ortega la sacó de él, a quien nunca cita), según expone P. Linehan en su Historia e historiadores de la España medieval: aquella larga lucha no habría sido «una vaga aspiración a un fin remoto, sino un continuo batallar por la posesión de realidades concretas». Quizá fue un despiste en la obra del gran polígrafo. 

El holandés Dozy remachó la idea: «Un caballero español de la Edad Media no luchaba por su país ni por su religión. Luchaba, como el Cid, por conseguir algo de comer, ya fuera bajo el mando de un príncipe cristiano o musulmán». Aparte de que los caballeros solían tener posesiones que les quitaban el hambre y serían muy estúpidos si en tales condiciones arriesgasen la vida por tener un poco más de comida innecesaria, los hechos comprobadísimos son que, dentro de los altibajos y alternativas de la lucha, la idea del reino hispanogótico no dejó de estar nunca presente; que los caballeros y no caballeros se consideraban radicalmente cristianos; y que señalaron ambas cosas una y otra, cuando no las dieron por obvias, desde las primeras crónicas hasta Juan Manuel y los Reyes Católicos. Estos datos incuestionables no pesan nada para muchos autores al lado de la anécdota de que un caballero como el Cid se viera forzado ocasionalmente, por las circunstancias, a servir a algún régulo musulmán o que lo hicieran otros por traición (la traición, por razones económicas o de poder, es parte de la historia de todos los países, y clave en la caída del reino de Toledo). Quizá estos desdenes a los hechos comprobados partan de la propia consideración de sus autores, que acaso escriban de historia simplemente por «alguna realidad concreta», como ganar algún dinero o prestigio «dando la campanada», y no por amor a algo tan difícil de asir como la verdad o simplemente por aclarar algo real. 

En fin, descartando ocurrencias puramente especulativas como las de Olagüe (y de seguidores pintorescos de este como González Ferrín), o los supuestos de Barbero y Vigil, demolidos a conciencia por Sánchez Albornoz, parte del debate gira sobre este punto: ¿es el término Reconquista adecuado para definir el proceso histórico aludido? Los hechos indiscutibles son como señalamos, que antes de la invasión árabe la península estaba ocupada por un estado europeo, cristiano, latino algo germanizado, etc., llamado Hispania o Spania, es decir, España; que por un tiempo fue sustituido por otro radicalmente distinto, Al Ándalus; que finalmente Al Ándalus fue expulsado por unos reinos que se decían españoles y reivindicaban con más o menos fuerza el reino hispanogodo anterior; que, con la sola excepción de Portugal, los diversos estados se reunificaron finalmente; y que el proceso que sustituyó a España por Al Ándalus y a la inversa se dirimió ante todo por las armas. 

Cierta opinión historiográfica concede poca importancia a las guerras, suponiéndolas sucesos estridentes y episódicos, frente a los procesos económicos, institucionales o ideológicos más consistentes y significativos. Pero basta echar un vistazo al siglo XX para comprobar cómo las guerras han volatilizado los imperios alemán, otomano, ruso, austrohúngaro, italiano, chino, francés, indirectamente el inglés; cómo han provocado tremendas crisis ideológicas, sistemas comunistas sin precedente histórico, cambios profundos de concepciones políticas y económicas, y de fronteras; o expulsado a Europa de su primacía política, militar y cultural alcanzada durante siglos... Las guerras no son el único elemento explicativo de la historia, claro, pero han tenido casi siempre una incidencia sustancial y no pocas veces decisiva en la biografía de la humanidad. Y la Reconquista fue ante todo un fenómeno bélico, en los actos o en los espíritus. 

El término Reconquista, pues, describe bien tal proceso. Que se haya empleado antes o después, no es relevante: nadie habló de la Guerra de los Cien Años mientras tenía lugar, ni de la Edad Media cuando esta se desarrollaba... con la diferencia de que «Edad Media» es un término absurdo, pues todas las edades son medias y antiguas en relación con otras, y contemporáneas o modernas para ellas mismas. Cabría sustituir Reconquista por Recristianización, Relatinización, Reeuropeización o el tradicional de Restauración, los cuales no serían falsos, pero sí menos adecuados y expresivos al omitir su esencial carácter militar (subtendido por repoblación). La victoria de los reinos españoles y finalmente de España, entrañaba la desaparición de Al Ándalus, y viceversa. Los debates al respecto son típicamente bizantinos, señal también de la situación intelectualmente poco boyante de nuestra universidad, frecuentemente denunciada por unos y otros, sin mucho efecto.
* * * 
Según otra versión harto divulgada, España fue construyéndose en esos ocho siglos, negligiendo los anteriores períodos romano e hispanogodo. Pretensión chocante para un historiador, pero sostenida por muchos profesores. En tal caso tampoco valdría el término Reconquista, sino algo así como «Construcción Nacional». La idea parte de Américo Castro, quien asegura que nada significativo tenían de españoles los peninsulares romanizados, cristianizados e hispanogodos anteriores a la invasión árabe, a pesar de que hoy hablamos un derivado del latín, el derecho es de base romana, la mayoría se sigue considerando católica y el país se inscribe sin duda en la civilización europea. La gran difusión de las tesis de Castro, en España y en el exterior indica cierta penosa deformación ideológica en el mundo académico. 

Castro imaginó una España «de las tres culturas», musulmana, judía y cristiana, en fructífera tolerancia mutua, aun con encontronazos. La Reconquista, si se la quisiera llamar así, habría sido un fenómeno negativo, en que la convivencia habría sido destruida por las armas cristianas, es decir, por el grupo social más fuerte pero también más atrasado, fanático e inculto. Y de ese trauma histórico habría nacido el «cainismo» español, su tendencia a la guerra civil, etc. Es obvio que Castro partía de unos conocimientos parciales y mediocres tanto sobre la Reconquista —se lo reprochó y demostró Sánchez Albornoz— como sobre otros países europeos próximos, en los que podría encontrar ejemplos de cainismo y guerracivilismo no menores que en España; por no hablar del Magreb o Marruecos, donde las guerras civiles han sido más regla que excepción. El «castrismo» caló en ambientes que cultivaban mitos de «tolerancia», por ajenos a la realidad que fuesen. 

A su vez, Sánchez Albornoz, con cierto exceso patriótico y sus tesis sobre una evanescente «herencia temperamental española», cae en el oxímoron de hablar de una «España musulmana», no mejor que mencionar un «Al Ándalus cristiano». Y recoge la idea de una reconquista necesaria pero un tanto perjudicial: la invasión musulmana habría quebrado la dinámica interna de España, y la necesidad de luchar contra ella habría originado un «retraso» con respecto a «Europa», con «superexcitación guerrera» e «hipertrofia de la clerecía», según explicaba en una conferencia en Praga en 1928. Se nota ahí la impronta orteguiana de la «historia anormal», suponiendo en el resto de Europa Occidental una «normalidad» desde luego ilusoria. Más tarde cambió de registro, aunque mantuvo la idea de una ruptura de la evolución natural de la sociedad española. Pero todos los países han sufrido quiebras y rupturas a lo largo de su historia, y una particular de España ha sido su larga lucha contra el Islam, que por lo demás proseguiría mucho tiempo después de la toma de Granada, no solo en defensa propia sino de la civilización europea. 

Tema relacionado es el legado del reino hispanogodo de Toledo destruido por los invasores. Como sabemos, la Reconquista se hizo invocando aquel reino y tratando de establecer una continuidad y legitimidad con él. ¿Fue una idea tardía con propósitos oportunistas, como sugieren muchos críticos? Ciertamente la identificación con los godos solo aparece documentada en la Crónica albeldense, donde le es atribuida a Alfonso II, casi un siglo después del comienzo de la resistencia asturiana en Covadonga. Si hubo crónicas anteriores, se han perdido, por lo que hay más de un siglo y medio del que apenas nos han llegado fuentes escritas. Este vacío permite cualquier especulación sustentada en conjeturas más o menos lógicas o acordes con la ideología del autor. Se sostiene, así, que ni Pelayo ni sus rebeldes tenían relación con el reino hispanogodo, cuya memoria incluso habría desaparecido en los pocos años que median entre la conquista islámica y Covadonga; o atribuyen la rebelión a causas económicas, como los impuestos; o la asimilan a las tradicionales correrías de saqueo de los astures, en realidad terminadas en tiempos del emperador romano Augusto. Esas explicaciones son un tanto traídas por los pelos. Como han señalado Armando Besga o Yves Bonnaz en su estudio de las crónicas asturianas de finales del siglo ix, debió de haber una emigración de nobles visigodos a Asturias desde los primeros momentos, los nombres de los monarcas y el modo de elegirlos son típicamente godos y la vinculación de Pelayo a la nobleza de Toledo es mucho más probable que la historia de un caudillo local ajeno a romanos y godos. 

Así, Alfonso II solo habría oficializado unas ideas y formas políticas aplicadas de modo espontáneo desde el principio. Esto suena más creíble que una imposición desde la nada con un siglo de tardanza, y contra la dinámica anterior. En un siglo, el reino hispanogodo de Toledo podría haber quedado como un fracaso remoto y semiolvidado, pero al comenzar la resistencia la memoria de la España derrotada estaba fresquísima y «en carne viva». Más lógica y probable, con mucho, es la continuidad de formas hispanogodas desde el principio, pues de otro modo la revuelta se habría agotado en sí misma. La discusión sobre si Pelayo era un rebelde sin mayor intención que sobrevivir más o menos como un jefe de bandas de pillaje, o tenía designios más vastos, es típicamente vacua. Nunca sabremos qué pensaba en su conciencia, pero sí sus efectos: fundó un reino y una dinastía con extraordinaria capacidad para sobrevivir y seguir combatiendo a los musulmanes, y para extenderse a su costa, lo cual habría sido imposible sin un designio político, que por lo demás solo podía ser el hispanogótico. 

La cuestión de la reivindicación de la legitimidad visigótica no debe confundirse con la realidad del nuevo reino o reinos posteriores. La idea de la continuidad y legitimidad, y la conservación de diversas formas culturales, derecho, etc., era clave, pero el nuevo reino difería mucho, inevitablemente, del de Toledo, empezando por su pobreza y aislamiento inicial, y por la rápida disolución de la etnia goda, si la mayoría de ella, salvo la aristocracia, no estaba disuelta ya antes en la población hispanorromana. 

El relato tradicional, naturalmente abierto a matiz y desarrollo, es así el más reconocible en la historia; sus detractores suelen crear problemas artificiosos como la supuesta no romanización o cristianización de Asturias y Cantabria. Ciertamente estaban romanizados y cristianizados, aun si en menor grado que otras regiones peninsulares, como ha ido demostrando la arqueología; y sin duda allí fueron a refugiarse godos y otros cristianos huidos de la invasión islámica. 

Los bizantinismos anti Reconquista atañen a otro problema: el de la nación, con mezcla habitual de los conceptos de nación y nacionalismo. ¿Era una nación el reino hispanogodo? Peña —y tantos más— dogmatiza por las buenas que en tiempos de Pelayo no existía noción de España como unidad política y menos aún de patria. La realidad bien documentada es que existían ambas desde Leovigildo y Recaredo, como veremos. Claro que todo depende de cómo se quiera definir la «nación». Si la definimos según las ideas de la Revolución francesa, es decir, como un estado cuya soberanía radica en la nación, en el pueblo y no en el antiguo «soberano» o monarca, entonces no habrían existido naciones anteriores en Europa. Así lo expone J. A. Maravall, autor en otros aspectos serio, en su prefacio de 1981 a El concepto de España en la Edad Media: «Tal vez uno de los más firmes resultados de la investigación histórica haya sido (...) que no se puede hablar de nación plenamente antes de fines del siglo xviii (!!!) (...) Con feudalismo o régimen señorial no hubo naciones; con partido único y dictadores, tampoco (!!!)». Es decir, en el franquismo habría desaparecido la nación española, la cual sería perfecta en la república, cuando estuvo cerca de colapsar por su propio caos interno. ¡Lo que hizo la patética ansiedad, en el posfranquismo, por difuminar la trayectoria política personal! 

Pero el concepto de nación, con diversas formas políticas, es mucho más antiguo. Lo que cambia en el xix es el depósito de la soberanía, originando nacionalismos. Por lo demás, las naciones actuales difieren bastante de las del XIX, con lo que tampoco las de ese siglo serían propiamente naciones. O no lo serían las de hoy. 

He propuesto una definición que creo más clara y acorde con la historia y menos expuesta a disputas verbalistas o bizantinas: nación sería una comunidad cultural bastante homogénea y con estado propio. Esto evita también confusiones sobre «nación cultural» y «nación política»: una comunidad cultural no es una nación si no dispone de un estado. Así, la nación existe en España desde Leovigildo y Recaredo. No como estado «moderno», claro, pero sí como estado bastante centralizado, con leyes propias, ejército, aparato fiscal, red de comunicaciones internas, etc., reconocido como tal por otras potencias de la época, y edificado sobre la base homogeneizadora de la romanización y la cristianización católica. Aparte de corresponder a la historia conocida es muy lógico (y no es lógico lo contrario), que quienes luchaban por expulsar a los invasores islámicos tuvieran desde el principio muy presente el reino hispanogodo de Toledo. La Reconquista es muy difícil de imaginar sin ese precedente nacional, y el resultado más probable habría sido, bien una península integrada culturalmente y sin vuelta atrás en el Magreb, bien una balcanización en unos cuantos pequeños estados, culturalmente hispanos, pero separados y mal avenidos entre sí, como en parte había ocurrido durante el proceso reconquistador. La negación de la Reconquista ha de apoyarse, por tanto, en la negación del estado hispanogodo o nación anterior (o en su denigración). 

Del nivel de los por otra parte escasísimos debates que produce la anémica historiografía universitaria española puede dar idea la polémica suscitada entre J. L. Villacañas Berlanga y J. A García de Cortázar en torno al libro del primero La formación de los reinos hispánicos, torneo de pedanterías inconcluyentes que abocan a la compartida devoción por la Constitución del 78. En ella encuentran ambos su ideal y desde ella enjuicia el pasado el señor Villacañas, siempre en busca de «un orden político justo, libre y equilibrado, que sea responsable y esté al servicio de los ciudadanos, y no uno propio de nuevos señores patrimoniales de una idea de España que parece adecuada para mantener sus privilegios». Esta jerga ingenua, cuando no ilusa o mojigata, no logra disfrazar cierto afán totalitario. Pues claro está que él tiene su propia idea de España y que quiere patrimonializarla, excluyendo cualquier otra, que a su juicio sería injusta, opresiva y desequilibradora, propensa al privilegio, etc. Pero no ya un historiador, cualquiera con sentido crítico, percibe las grandes debilidades intelectuales e históricas de esa Constitución, y si es historiador conocerá la forma algo chapucera y poco regular como fue elaborada. Cortázar comparte el fervor por una Constitución que «asegura mi condición de ciudadano en una España en libertad». 

Desde luego, si hasta esa Constitución no había un orden justo, libre, responsable, etc., la historia anterior de España, no digamos ya la de la Reconquista, habrá sido harto deplorable. Desde el pináculo de sus autoafirmadas virtudes morales y constitucionales, Villacañas se siente juez del pasado hispano, el cual le causa «poco entusiasmo, bastante piedad y (no explica por qué) mucho respeto». Porque los españoles, dice, al enfrentarse «al más profundo problema político de Europa (...) una y otra vez fueron derrotados por la realidad», debido a vivir en un país de frontera «bajo el sueño del Apocalipsis» (encuentra una excepción en Cataluña). Y es que los valores e instituciones de la Reconquista, «no son favorables a innovar (...), no reconocen lo diferente». Claro que él tampoco reconoce a los diferentes sino solo a los «ciudadanos ilustrados, anclados en un sistema común de derechos y deberes y deseosos de saber la verdad de su historia política». Es decir, escribe para sus afines, loándose a sí mismo al paso que a ellos. Sospecho que esa retórica de aire virtuoso, pero vacuo, proporcionará al ciudadano ilustrado escasa claridad sobre su historia política. 

Cortázar replica con una frase de Vicens Vives sobre la célebre polémica —de más calado—, entre Castro y Sánchez Albornoz, acusando a Villacañas de «demasiada angustia unamuniana para una comunidad mediterránea, con problemas muy concretos, reducidos y epocales: los de procurar un modesto pero digno pasar a sus millones de habitantes». A Villacañas le repele la frase de Vicens, no sin razón, ya que trata a los españoles como bestias solo ansiosos de comer, cosa que tampoco van a darles los historiadores ni los políticos. Y como no osa criticar a Vicens, achaca la trivialidad de su frase a la necesidad de disimular bajo la férrea dictadura franquista. ¡Nada menos! 

La historia tiene un elemento misterioso que impide narrarla e interpretarla con plena seguridad —aunque hay grados de aproximación—. En definitiva, nadie puede saber hacia dónde se dirige la historia o la evolución humana (aunque las ideologías, en general, suelen mostrarse muy seguras al respecto), y en los acontecimientos históricos existen elementos invisibles e inconcretables, ocultos en la intimidad psicológica de los protagonistas, o en detalles que pueden ser importantes y que nunca llegan a materializarse en documentos. Los documentos son imprescindibles en la investigación, pero aparte de que la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia, muchos hechos no han pasado jamás a los documentos. Hecho molesto y desconcertante, que las ideologías quieren superar recurriendo a la razón... la cual produce a su vez versiones contradictorias y no menos desconcertantes. Estas limitaciones debe tenerlas presentes el historiador que no quiera pontificar con simplezas, como tantas veces ocurre. O creerse el juez moral de la historia. 

Dedico el libro al gran público, incluido el universitario, hoy tan desorientado en muchos temas elementales. Lo he basado en la parte dedicada a aquellos siglos en Nueva historia de España, ampliándola y corrigiendo algunos errores de detalle, inevitables en una obra que sintetiza una gran cantidad de información. El texto puede parecer a veces algo reiterativo, pero dado que algunas tesis son bastante novedosas no me parece un defecto demasiado grave. He prescindido de notas, limitándome a referencias diversas en el propio texto, tanto porque las referencias son hoy cómodamente localizables en Internet como por facilitar la lectura al lector medio. Procuro transcribir los nombres árabes según la tradición (Abderramán en lugar de Abd alRahman, o Mahoma en vez de Muhammad, etc.), porque así sonaban a los hispanos de entonces, y así han sido escritos durante mucho tiempo. Utilizo a veces el término «moros» a la manera tradicional, como sinónimo de musulmanes, aunque propiamente la palabra designaba desde los romanos a los habitantes de Mauritania («Mauri»), es decir, a los bereberes. Finalmente, empleo el término Reconquista con mayúscula al principio y al final del libro, y en el resto lo haré con minúscula, por evitar cierta pomposidad, no por restarle valor, desde luego.

'La Reconquista y España' de Pío Moa

La Reconquista y España por Pío Moa