En 1997 se editó en castellano el brillante y polémico ensayo de Samuel Huntington, "El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial", inspirado en un artículo previo del fundador de la revista Foreign Policy. Su tesis era que las pugnas futuras entre países no tendrían tantas raíces ideológicas o económicas, sino más bien culturales: “el choque de civilizaciones dominará la política a escala mundial; las líneas divisorias entre las civilizaciones serán los frentes de batalla del futuro”.
El enfrentamiento entre Oriente y Occidente es a través de las ideologías y de la corrección política. Nuestros enemigos se unen para destruirnos: los terroristas, los comunistas, los izquierdosos, los liberticidas... Quieren destruir las raíces culturales de Occidente. Son bárbaros y los tenemos entre nosotros mismos.
Pero esta visión quedaba limitada y desvirtuada por dos enfoques fruto de la predeterminación política del autor. Uno, el considerar a Occidente como un bloque en esta “guerra” cultural: “Occidente se encontrará más y más enfrentado con civilizaciones no occidentales que rechazarán frontalmente sus más típicos ideales: la democracia, los derechos humanos, la libertad, la soberanía de la ley y la separación entre la Iglesia y el Estado”. No atiende a las fisuras internas, también de naturaleza cultural y moral que ya se hacían evidentes a finales del siglo pasado, si bien en su descargo, hay que decir que con menos fuerza que ahora. Huntington, alertaba sobre choques fruto de diferentes visiones del mundo y del sentido de la vida humana, sin reparar en que estos choques también se daban en el seno de las sociedades Occidentales. ¿Qué puede colisionar más y por qué?: ¿que un hombre se una a más de una mujer para formar distintas familias y engendrar hijos, como sucede en el matrimonio islámico, o que se unan dos hombres en el matrimonio homosexual, contratando a una mujer como vientre de alquiler? Es solo un ejemplo importante de las diferencias que se han ido generado dentro de Occidente.
Dos, no profundizar lo suficiente en las raíces de las diferencias. La matriz cultural de todas ellas radica en la concepción religiosa de la que han surgido, y que inexorablemente, y con cambios, acaban recuperando, como sucede con el neoconfucionismo en China y la Ortodoxia en Rusia. Y más allá, el común denominador de todas ellas es que configuran un sistema moral y de pensamiento de razón objetiva, y que de esta norma se escapa Occidente, al menos en lo que es su cultura dominante, que presenta un marco de referencia radicalmente distinta y opuesto, el de la razón instrumental, que como señala MacIntyre en Tras la Virtud, no ha dado lugar a una concepción coherente, sino a una compresión fragmentada. Y entre estos fragmentos perdura una buena parte de trasfondo cristiano, como señala Tom Holland en Dominio.
La evidencia hoy, en la tercera década del siglo XXI, señala que un gran choque de civilizaciones se está produciendo en el seno el Occidente. Es un conflicto de la misma naturaleza que la sociedad que ha construido la razón instrumental: fragmentado, más critico que propositivo, más destructivo que propositivo, que más bien adopta la forma de una “guerra” cultural de guerrillas entre las distintas disidencias, contra la hegemonía de la cultura de la desvinculación dominante, fruto de la gran alianza objetiva entre el capitalismo globalizado liberal no perfeccionista y el progresismo cosmopolita. Ambos unidos por las políticas del hedonismo del deseo, concretadas en la ideología de género, que a unos les es útil para desviar la atención de la desigualdad económica y el Imperio de las élites del dinero, y a los otros, les permite justificar su existencia política con una ideología “redentora”, que no aspira para nada a cambiar las relaciones de producción y la hegemonía del dinero, porque según ellos el problema vital es otro: el patriarcado y la opresión de las identidades LGBTI (+)
La naturaleza de este choque solo conlleva el desastre para nuestras sociedades porque, por una parte, no altera las causas de las grandes crisis que nos afectan, y por otra, porque el conflicto carece de proyecto alternativo. Lo que existe y mantiene es una sociedad cada vez más sumergida en la anomia descuajaringada, y por otro, las reacciones solo aportan crítica y visiones muy fragmentadas.
De este proceso destructivo solo es posible salir si emerge, como alternativa integral, un nuevo modelo de razón objetiva surgido de nuestras propias raíces occidentales, de propuesta y construcción, cuya crítica surge precisamente del planteamiento como alternativa positiva, y que basa su estrategia, no tanto en el choque -sin rechazarlo de forma absoluta- sino en las dinámicas de reforma, regeneración y transformación, capaces de conservar todo lo bueno alcanzado y apartar lo malo.
Esta alternativa integrada al modelo actual necesita un sujeto histórico que la realice, y no existe otro que el cristianismo, porque es el único marco de razón objetiva que nos es propio. Esto naturalmente interpela a la Iglesia, en el sentido de si debe permanecer como hasta ahora, en una continua retirada, incluso marginalidad en buena parte de Occidente, o bien propicia de manera mediata, como ha hecho en diversos y decisivos periodos de la historia europea, y siempre con buenos resultados, que obviamente no son eternos, y menos si se desatiende la tensión creadora. Desde la caída del Imperio Romano hasta los “Treinta gloriosos años”, después de la Segunda Guerra Mundial, siempre que la Iglesia ha propiciado la respuesta, el resultado ha sido esplendido para su fin que no es de este mundo, y para la vida cotidiana de las gentes que viven en él. Por el contrario, cuando se ha encerrado en sí misma, se ha marginado, no se ha presentado con fuerza y convicción en el escenario del conflicto, ha perdido ella, y con ella toda la sociedad, como sucedió en los preludios de la Primera Guerra Mundial.
Estas son las opciones, y hay que elegir ya para evitar que siga y progrese la destrucción de todo lo humano.
Y en este salir del paso, es necesario pensar con claridad y constatar cómo de lejos están los propósitos oficiales de nuestras sociedades y gobiernos de lo que Jesucristo nos ha mandado. Se trata de contradicciones inasimilables que aumentan con el paso del tiempo. Tratar de ello será mi próximo comentario.
El choque de ortodoxias:
derecho, religión y moralidad en crisis
El choque de ortodoxias: derecho, religión y moralidad en crisis, Robert George aborda las cuestiones centrales del conflicto contemporáneo de cosmovisiones. Los liberales seculares suelen suponer que sus posiciones sobre cuestiones de política pública con carga moral son fruto de la razón pura, mientras que las de sus oponentes moralmente conservadores reflejan una fe religiosa irracional. George muestra que esta suposición es errónea en ambos aspectos. Desafiando la afirmación del liberalismo de representar el triunfo de la razón, George sostiene que en temas controvertidos como el aborto, la eutanasia, las uniones entre personas del mismo sexo, los derechos y libertades civiles y el lugar de la religión en la vida pública, las creencias tradicionales judeocristianas son racionalmente superiores a las seculares. alternativas liberales.
El Choque de Ortodoxias es una contribución profundamente importante a nuestra conversación nacional contemporánea sobre el papel apropiado de la religión en la política. La prosa lúcida y persuasiva de Robert George, uno de los intelectuales públicos más destacados de Estados Unidos, sacará a los liberales de una complacencia injustificada y proporcionará municiones poderosas a los asediados defensores de la moralidad tradicional.
Hace unos años, el eminente politólogo de Harvard, Samuel Huntington, publicó en Foreign Affairs un artículo ampliamente conocido titulado “El choque de civilizaciones”. Al observar las relaciones internacionales contemporáneas desde una perspectiva geopolítica, predijo un choque de las principales civilizaciones del mundo: Occidente, el mundo islámico y el Oriente confuciano. El artículo de Huntington provocó la respuesta de uno de sus antiguos alumnos más brillantes: James Kurth de Swarthmore. En un artículo del Interés Nacional Bajo el título “El verdadero choque”, Kurth argumentó persuasivamente que el choque que se avecina (y que, de hecho, ya ha comenzado) no se da tanto entre las grandes civilizaciones del mundo como dentro de la civilización occidental, entre aquellos que reivindican la soberanía judía. -La cosmovisión cristiana y aquellos que han abandonado esa cosmovisión en favor de los “ismos” de la vida estadounidense contemporánea (feminismo, multiculturalismo, liberacionismo gay, liberalismo de estilo de vida), lo que aquí agrupo como una familia que llamo “la ortodoxia secularista”.
Este choque de visiones del mundo a veces se describe (aunque no por el profesor Kurth) como una batalla entre las fuerzas de la “fe” y las de la “razón”. Propongo desafiar esta descripción de una manera particular y fundamental. Sostendré que la visión moral cristiana es racionalmente defendible. De hecho, mi afirmación es que se puede demostrar que la enseñanza moral cristiana es racionalmente superior a las creencias morales seculares ortodoxas.
Al defender la fuerza racional de la moral cristiana, no pretendo denigrar la fe ni negar la importancia (de hecho, la centralidad) de la Palabra revelada de Dios en la Biblia o de la sagrada tradición cristiana. Mi objetivo es ofrecer una defensa filosófica de la moral cristiana y plantear un desafío a la cosmovisión secularista que se ha establecido como ortodoxia en la academia y otros sectores de élite de la cultura occidental.
Primero, aclaremos qué está en juego en el conflicto entre la moral cristiana (y judía y, en gran medida, islámica) y la ortodoxia secularista. Las cuestiones inmediatamente en juego tienen que ver principalmente, aunque no exclusivamente, con la sexualidad, la transmisión y eliminación de la vida humana y el lugar de la religión y del juicio moral fundamentado religiosamente en la vida pública.
Según la ortodoxia secularista, un niño antes de nacer (o algún otro evento marcador en algún momento antes o poco después del nacimiento, como la aparición de una función detectable de ondas cerebrales o la adquisición de conciencia de sí mismo) no tiene derecho a no ser asesinado en el momento. la dirección de su madre, ningún derecho, al menos, que la ley pueda reconocer y proteger legítimamente. En el otro extremo de la vida, los secularistas ortodoxos creen que todo individuo tiene derecho a suicidarse y a recibir ayuda para suicidarse si, por cualquier motivo, prefiere la muerte a la vida.
En resumen, el secularismo rechaza la proposición central de la tradición de pensamiento judeocristiana sobre cuestiones de vida y muerte: que la vida humana es intrínsecamente, y no meramente instrumental, buena y, por lo tanto, moralmente inviolable. Rechaza la condena moral tradicional del aborto, el suicidio, el infanticidio de los llamados niños defectuosos y otros actos que quitan la vida.
La ortodoxia secularista también rechaza la comprensión judeocristiana del matrimonio como una unión corporal, emocional y espiritual de un hombre y una mujer, ordenada a generar, criar y educar a los hijos, marcada por la exclusividad y la permanencia, y consumada y actualizada. por actos de tipo reproductivo, aunque no, en todos los casos, de hecho. El matrimonio, para los secularistas, es una convención legal cuyo objetivo es apoyar una unión meramente emocional, que puede o no, dependiendo de las preferencias subjetivas de los cónyuges, estar marcada por compromisos de exclusividad y permanencia, que pueden ser abiertos o no. a los hijos dependiendo de si la pareja quiere tener hijos, y en el que los actos sexuales de cualquier tipo que sean mutuamente aceptables para la pareja son perfectamente aceptables.
Como cualquier tipo de acto sexual consensual y mutuamente aceptable se considera tan bueno como cualquier otro, la ortodoxia secularista rechaza la idea, común no sólo al judaísmo y al cristianismo sino a otras grandes culturas y tradiciones religiosas del mundo, de que el matrimonio es una institución inherentemente heterosexual. Según la ortodoxia secularista, los “matrimonios” entre personas del mismo sexo no son menos verdaderos matrimonios que aquellos entre parejas de sexos opuestos que resultan ser infértiles.
Y el secularismo ortodoxo, coherente con su visión de lo que es el matrimonio, se niega a considerarlo como el principio de rectitud en la conducta sexual. Por eso los secularistas ortodoxos rechazan por considerarla completamente ignorante la noción de que el sexo fuera del matrimonio es moralmente incorrecto. Para ellos, lo que distingue el sexo moralmente bueno del malo no es si es conyugal, sino más bien si es consensual. El consentimiento de las partes involucradas (o, como en el caso del adulterio, de otras partes con un interés legítimo) es la piedra de toque de la moral sexual. Mientras no haya coerción o engaño involucrados, el secularismo ortodoxo no propone ningún fundamento de principio moral para rechazar el sexo prematrimonial, la promiscuidad, el matrimonio “abierto”, etc.
No es que todos los secularistas crean que las pasiones sexuales deban ser completamente desenfrenadas; más bien conciben las limitaciones a la actividad sexual distintas del principio del consentimiento como de naturaleza meramente prudencial y no moral. Por ejemplo, los secularistas pueden aconsejar contra la promiscuidad, pero no lo harán basándose en el argumento moral de que daña la integridad de las personas que la practican, sino más bien en el argumento prudencial de que provoca enfermedades, embarazos no deseados e infelicidad general. Por supuesto que sí. Sin embargo, en la medida en que las técnicas de “sexo seguro” pueden reducir el riesgo de estas y otras malas consecuencias de la promiscuidad, el secularismo ortodoxo no propone ninguna base para evitarlas.
En la cuestión del lugar de la religión y del juicio moral fundamentado religiosamente en la vida pública, el secularismo ortodoxo defiende la separación estricta y absoluta no sólo de la Iglesia y el Estado, sino también de la fe y la vida pública: ninguna oración, ni siquiera una oportunidad para la oración silenciosa. , en escuelas públicas; ninguna ayuda a las escuelas parroquiales; no exhibición de símbolos religiosos en la plaza pública; ninguna legislación basada en las convicciones morales religiosamente informadas de los legisladores o votantes.
Aquí el secularismo va mucho más allá de las opiniones compartidas por la mayoría de los estadounidenses: a saber, que todos deberían disfrutar del derecho a estar libres de coerción en cuestiones de creencias, expresiones y cultos religiosos; que las personas no deberían sufrir discriminación o discapacidad según el derecho civil por sus creencias y afiliaciones religiosas; y que el gobierno debería ser imparcial en su trato a los grupos religiosos. El secularismo apunta a privatizar la religión por completo, hacer que el juicio moral informado religiosamente sea irrelevante para los asuntos públicos y la vida pública, y establecerse, la ideología secularista, como la filosofía pública de la nación.
El secularismo ortodoxo promueve el mito de que sólo hay una base para no creer en sus principios: a saber, la afirmación de que Dios ha revelado proposiciones contrarias a esos principios. La mayoría de los secularistas ortodoxos quieren hacernos creer que sus posiciones están total y decisivamente justificadas por la razón y, por lo tanto, se puede considerar que han sido desplazadas sólo sobre la base de una fe irracional o, al menos, no racional. 1 Afirman que tienen la posición razonable; cualquier afirmación en contrario debe basarse en una fe no razonada. Los secularistas están a favor de una “libertad religiosa” que permita a cada uno creer como quiera, pero las afirmaciones basadas en esta “fe privada” no deben ser la base de la política pública. La política debe basarse en lo que los secularistas han llegado a llamar últimamente “razón pública”.
Curiosamente, ha habido dos líneas diferentes de respuesta por parte de las personas religiosas a este mito promovido por el secularismo ortodoxo.
Algunos admiten que los juicios religiosos e incluso morales dependen de una fe que no puede fundamentarse racionalmente, pero sostienen que el secularismo mismo se basa en una fe no racional y que, en última instancia, el secularismo también debe descansar en afirmaciones metafísicas y morales que no pueden probarse. En ese sentido, sugieren, el secularismo es como la religión y no tiene derecho a ninguna categoría especial que lo califique como la filosofía pública de la nación. De hecho, su prestigio sería menor que el de la tradición judeocristiana, ya que no es la tradición sobre la que se fundó el país. Por este motivo, el secularismo en sí es una doctrina sectaria y, como tal, es incapaz de satisfacer sus propias exigencias de ser accesible a la “razón pública”.
Una segunda respuesta de las personas de fe al mito promovido por el secularismo ortodoxo es afirmar la exigencia de razones públicas para las políticas públicas y ofrecer luchar contra el secularismo en el campo del debate racional. Quienes adoptan este punto de vista tienden a estar de acuerdo en que el secularismo es en sí mismo una doctrina sectaria, pero afirman que la fe religiosa, y especialmente el juicio moral informado religiosamente, puede basarse y defenderse apelando a razones públicamente accesibles. De hecho, sostienen que una fe religiosa y una teología moral sólidas se basarán, en parte, en la comprensión de las razones auténticas y plenamente públicas proporcionadas por los principios de la ley natural y la justicia natural.
Estos principios están disponibles para la afirmación racional por parte de personas de buena voluntad y sano juicio, incluso sin su revelación por Dios en las Escrituras y en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Con base en este punto de vista, es posible que los cristianos unan fuerzas con los creyentes judíos, musulmanes y personas de otras tradiciones religiosas que comparten un compromiso con la santidad de la vida humana y con otros principios morales.
Estas dos líneas distintas de respuesta al secularismo ortodoxo no son del todo incompatibles. Están de acuerdo en que el secularismo en sí es una doctrina sectaria con sus propias presuposiciones y fundamentos metafísicos y morales, con sus propios mitos y, incluso se podría argumentar, con sus propios rituales. Es una pseudoreligión. Los cristianos también pueden estar de acuerdo en que el secularismo ortodoxo se encuentra atrapado en un dilema. Al definir la “razón pública” de manera suficientemente estricta como para excluir las apelaciones a los principios del derecho natural, el secularismo hará imposible que sus propios defensores satisfagan su demanda de razones públicas. Si, por otra parte, flexibiliza la definición de razones públicas lo suficiente como para pasar su propia prueba, no podrá descartar principios de derecho natural, derechos naturales o justicia natural, como en: "Sostenemos que estas verdades son válidas". ser evidente, que todos los hombres son creados iguales.
Las dos respuestas religiosas que he esbozado niegan que la razón reivindique la moral secularista. El primero, sin embargo, niega que la razón pueda identificar verdades morales, contentándose con la afirmación de que el secularismo no es más racional que, digamos, la creencia cristiana. El segundo, por el contrario, acepta la proposición de que la razón puede y debe usarse para identificar verdades morales, incluidas verdades de moralidad política, pero afirma que la moral judeocristiana es racionalmente superior a la moral del secularismo ortodoxo. Como ya se ha señalado, ésta es mi propia posición.
Tomemos las cuestiones centrales de la vida y la muerte. Si dejamos de lado todas las grandilocuencias retóricas y los argumentos obviamente falaces, las cuestiones sobre el aborto, el infanticidio, el suicidio y la eutanasia giran en torno a la cuestión de si la vida corporal es intrínsecamente buena, como enseñan el judaísmo y el cristianismo, o meramente instrumentalmente buena, como creen los secularistas ortodoxos.
Si es lo primero, entonces incluso la vida de un embrión temprano, de un niño con retraso severo o de una persona en coma tiene valor y dignidad. Su valor y dignidad no deben juzgarse por lo que pueden hacer, cómo se sienten, cómo nos hacen sentir o cuál juzgamos que es su “calidad” de vida. Su valor y dignidad trascienden los propósitos instrumentales a los que se pueden dedicar sus vidas. Gozan de una inviolabilidad moral que será respetada y protegida en cualquier régimen jurídico plenamente justo.
Si la vida corporal es, como creen los secularistas ortodoxos, simplemente un medio para otros fines y no un fin en sí mismo, entonces una persona que ya no obtiene lo que quiere de la vida puede legítimamente tomar una salida final mediante el suicidio. Si no puede suicidarse por sus propios medios, tiene derecho a recibir asistencia. Si no tiene la lucidez suficiente para tomar la decisión por sí mismo, entonces la familia o un tribunal deben sustituirlo por sentencia para que el “derecho a morir” esté efectivamente a su disposición.
Los secularistas quieren hacernos creer que, aparte de la revelación, no tenemos ninguna razón para afirmar la bondad intrínseca y la inviolabilidad moral de la vida humana. Eso simplemente no es cierto. De hecho, la proposición secularista de que la vida corporal es meramente instrumentalmente buena implica un dualismo metafísico de la persona y el cuerpo que es racionalmente insostenible.
IImplícito en la visión de que la vida humana es meramente instrumental y no intrínsecamente valiosa está una comprensión particular de la persona humana como un ser esencialmente no corporal que habita un cuerpo impersonal. Según esta comprensión, que contrasta con la visión judeocristiana de la persona humana como una unidad dinámica de cuerpo, mente y espíritu, la “persona” es el “yo” consciente y deseante a diferencia del cuerpo que pueda existir ( (como en el caso de los seres humanos pre y postconscientes) como una realidad meramente “biológica” y, por tanto, subpersonal. 2 Pero la visión dualista de la persona humana deja sin sentido la experiencia que todos tenemos en nuestras actividades de ser actores dinámicamente unificados, es decir, de ser personas encarnadas y no personas que simplemente “habitan” nuestros cuerpos y los dirigen como instrumentos extrínsecos. bajo nuestro control, como los automóviles. No nos sentamos en el cuerpo físico y lo dirigimos como un instrumento, de la misma manera que nos sentamos en un automóvil y lo hacemos ir hacia la izquierda o hacia la derecha.
Esta experiencia de unidad de cuerpo, mente y espíritu no es en sí misma una mera ilusión. Los argumentos filosóficos han socavado cualquier teoría que pretenda demostrar que el ser humano es, de hecho, dos realidades distintas, a saber, una “persona” y un cuerpo (subpersonal). Cualquier teoría de este tipo contradecirá, inevitablemente, su propio punto de partida, ya que la reflexión comienza necesariamente desde la propia conciencia de uno mismo como actor unitario. De modo que el defensor del dualismo, al final, nunca podrá identificar al “yo” que emprende el proyecto de reflexión. Simplemente será incapaz de decidir si el "yo" es el aspecto consciente y deseante del "yo" o el "mero cuerpo viviente". Si busca identificar el “yo” con el primero, entonces se separa inexplicablemente del organismo humano vivo que es reconocido por los demás (y, de hecho, por sí mismo) como la realidad cuyo comportamiento (pensar, cuestionar, afirmar, etc.) constituye la empresa filosófica en cuestión. Y si, en cambio, identifica el "yo" con ese "mero cuerpo viviente", entonces no deja ningún papel al aspecto consciente y deseante del "yo" que, según la explicación dualista, es verdaderamente la "persona". Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia realidad”. ; Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. etc.) constituye la empresa filosófica en cuestión.
Y si, en cambio, identifica el "yo" con ese "mero cuerpo viviente", entonces no deja ningún papel al aspecto consciente y deseante del "yo" que, según la explicación dualista, es verdaderamente la "persona". Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia realidad”. ; Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. etc.) constituye la empresa filosófica en cuestión. Y si, en cambio, identifica el "yo" con ese "mero cuerpo viviente", entonces no deja ningún papel al aspecto consciente y deseante del "yo" que, según la explicación dualista, es verdaderamente la "persona". Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia realidad”. Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. identifica el "yo" con ese "mero cuerpo viviente", entonces no deja ningún papel al aspecto consciente y deseante del "yo" que, según la explicación dualista, es verdaderamente la "persona". Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia realidad”.
Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. identifica el "yo" con ese "mero cuerpo viviente", entonces no deja ningún papel al aspecto consciente y deseante del "yo" que, según la explicación dualista, es verdaderamente la "persona". Como lo resume un tratamiento reciente del tema:
“Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia realidad”. ; Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia existencia”. realidad; Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría. Como lo resume un tratamiento reciente del tema: “Persona” (tal como se entiende en las teorías dualistas) y “mero cuerpo viviente” son “construcciones, ninguna de las cuales se refiere al yo unificado que se había propuesto explicar su propia existencia”. realidad; Ambos pretenden referirse a realidades distintas a ese yo unificado pero de alguna manera, inexplicablemente, relacionadas con él”. En resumen, los “dualismos persona/cuerpo” pretenden ser teorías de algo, pero, al final, no pueden identificar algo de lo cual sea la teoría.
De estos argumentos se concluye racionalmente que el cuerpo, lejos de ser un instrumento no personal y de hecho subpersonal bajo la dirección y disposición del “yo” consciente y deseante, es parte irreductible de la realidad personal del ser humano. Por lo tanto, se entiende propiamente como compartir plenamente la dignidad –el valor intrínseco– de la persona y merecer el respeto debido a las personas precisamente como tales.
El ser humano comatoso es una persona comatosa. El embrión temprano es un ser humano y, precisamente como tal, una persona: la misma persona que será un bebé, un niño pequeño, un adolescente, un adulto. El organismo humano genéticamente completo, distinto, dinámicamente unificado y autointegrable que actualmente identificamos como, digamos, el padre Richard John Neuhaus, de sesenta y tres años, es el mismo organismo, el mismo ser humano, la misma persona, que fue una vez fue un activista de derechos civiles y pacifista de veintiocho años, un precoz estudiante de secundaria de dieciséis años, un adolescente travieso, un niño pequeño, un bebé, un feto, un embrión. Aunque ha crecido y cambiado de muchas maneras, no se produjo ningún cambio de naturaleza (o “sustancia”) a medida que maduró (con su plenitud, distinción, unidad e identidad completamente intactas) desde lo embrionario hasta lo fetal, lactante, niño, y la adolescencia de su desarrollo, y finalmente hasta la edad adulta. Era un ser humano, un miembro vivo y completo de la especie Homo sapiens, desde el principio. No se convirtió en ser humano algún tiempo después de haber nacido; ni dejará de ser un ser humano antes de que deje de serlo (es decir, de que muera).
En vista de estos hechos, es evidente que el fundamento central de la defensa secularista del aborto, el infanticidio, el suicidio y la eutanasia está decisivamente socavado. Y se debilita, no apelando a la revelación, por importante que sea la verdad revelada para la vida de fe, sino al abordar directamente los mejores argumentos que los secularistas presentan en el mismo plano en el que los presentan. No se convirtió en ser humano algún tiempo después de haber nacido; ni dejará de ser un ser humano antes de que deje de serlo (es decir, de que muera). En vista de estos hechos, es evidente que el fundamento central de la defensa secularista del aborto, el infanticidio, el suicidio y la eutanasia está decisivamente socavado. Y se debilita, no apelando a la revelación, por importante que sea la verdad revelada para la vida de fe, sino al abordar directamente los mejores argumentos que los secularistas presentan en el mismo plano en el que los presentan. No se convirtió en ser humano algún tiempo después de haber nacido; ni dejará de ser un ser humano antes de que deje de serlo (es decir, de que muera). En vista de estos hechos, es evidente que el fundamento central de la defensa secularista del aborto, el infanticidio, el suicidio y la eutanasia está decisivamente socavado. Y se debilita, no apelando a la revelación, por importante que sea la verdad revelada para la vida de fe, sino al abordar directamente los mejores argumentos que los secularistas presentan en el mismo plano en el que los presentan.
Lo mismo ocurre en el ámbito de la moralidad sexual. Los secularistas quieren hacernos creer que el matrimonio es una convención social y legal que, de diversas maneras posibles, sirve a un vínculo puramente emocional entre dos personas. (Y si se trata de un vínculo puramente emocional, algunos preguntan, ¿por qué sólo dos?) Creen que, aparte de la doctrina religiosa revelada (que otras personas, en el ejercicio de su libertad religiosa, pueden no compartir), nadie tiene Razones para creer que el matrimonio es algo más. Una vez más, esto no es cierto.
El matrimonio es un bien humano básico. Con esto quiero decir que es un bien intrínseco que proporciona razones no instrumentales para la elección y la acción, razones que son cognoscibles y comprensibles incluso sin la revelación divina. La reflexión racional sobre el matrimonio tal como lo participan hombres y mujeres lo deja claro: dado que hombres y mujeres están esencialmente encarnados (y no simplemente habitantes de un traje de carne), la unión biológica de los cónyuges en actos de tipo reproductivo consuma y actualiza su matrimonio. matrimonio, haciendo de los cónyuges verdaderamente, y no meramente metafóricamente, “dos en una sola carne”. La unión sexual de los cónyuges, lejos de ser algo extrínseco al matrimonio o meramente instrumental para la procreación, el placer, la expresión de sentimientos tiernos o cualquier otra cosa, es un aspecto esencial del matrimonio como bien humano intrínseco.
Pero, cabría preguntarse, ¿es posible una verdadera unión corporal o “biológica” de personas? De hecho, es. Consideremos que para la mayoría de las funciones o actividades humanas, digamos, la digestión o la locomoción, el organismo que realiza la función o acto es el ser humano individual. Sin embargo, respecto del acto de reproducción la cosa es diferente. La reproducción es un acto o función única, pero la realizan un macho y una hembra como pareja. A efectos de la reproducción, las parejas masculinas y femeninas se convierten en un solo organismo, forman un único principio reproductivo. Esta unidad orgánica se logra precisamente en el comportamiento reproductivo característico de la especie, incluso en casos (como los de parejas infértiles) en los que no se dan las condiciones no conductuales de la reproducción.
Bien entendido a la luz de una visión no dualista de la persona humana, la bondad del matrimonio y las relaciones maritales simplemente no pueden reducirse al estado de un mero medio para obtener placer, sentimientos de cercanía o cualquier otro objetivo extrínseco. De hecho, no puede ser tratado legítimamente (como, sin duda, han tratado de tratarlo algunos cristianos) como un mero medio para la procreación, aunque los niños se encuentran entre los propósitos centrales del matrimonio y ayudan a especificar su significado como una realidad moral incluso para las parejas casadas. que no puede tener hijos.
De modo que los actos matrimoniales realizan la unidad del matrimonio, que incluye la llegada de hijos. En los actos sexuales consensuales fuera del matrimonio, entonces, las personas dañan esta unidad, la integridad del matrimonio, en la medida en que el cuerpo es parte de la realidad personal del ser humano y no es un mero instrumento subpersonal que puede ser usado y desechado para satisfacer los deseos subjetivos. deseos de la parte consciente y deseante del “yo”.
La integridad psicosomática de la persona es otro de los bienes básicos o intrínsecos de la persona humana. Esta integridad se ve perturbada en cualquier acto sexual que carezca del bien común del matrimonio como punto central de especificación. Cuando el sexo se busca únicamente por placer, o como medio para inducir sentimientos de cercanía emocional, o para algún otro fin extrínseco, el cuerpo se trata como una realidad subpersonal, puramente instrumental. Esta separación existencial del cuerpo y la parte consciente y deseante del yo sirve literalmente para desintegrar a la persona. Desmenuza a la persona, perturbando el bien de actuar como el ser dinámicamente unificado que uno realmente es.
¿Inventaron nuestros antepasados cristianos esta idea de integridad? ¿Se les ocurrió la idea de que la inmoralidad sexual daña la integridad al desintegrar a la persona? No. El cristianismo ha tenido, sin duda, un papel muy importante en la promoción y mejora de nuestra comprensión de la moralidad sexual. Pero en los diálogos de Platón y las enseñanzas de Aristóteles, en los escritos de Plutarco y el gran estoico romano Musonio Rufo y, por supuesto, en la tradición judía, se puede encontrar el núcleo de esta enseñanza central e importante sobre la forma en que se realiza el sexo. tan central para la integridad y, por lo tanto, tan central no sólo para nosotros como individuos sino también para nosotros como comunidad. Los seres humanos individuales desintegrados no pueden formar una comunidad integrada.
La ortodoxia secularista –a diferencia no sólo del cristianismo y el judaísmo sino también de la tradición filosófica clásica– identifica erróneamente el bien que se debe realizar en el matrimonio (imaginando que el valor del matrimonio y de las relaciones sexuales conyugales es puramente instrumental para otros bienes, en lugar de algo bueno en sí mismo). y pasa por alto el daño –la desintegración de las personas y las comunidades que forman– que fundamenta las condenas cristianas, judías y clásicas del sexo fuera del matrimonio.
Por supuesto, existen varias objeciones posibles a los argumentos que he estado planteando. Sin embargo, los secularistas no pueden decir honestamente que estos argumentos apelen a dogmas religiosos o no expongan públicamente razones para, por ejemplo, prohibir el aborto y la eutanasia, o preservar la institución del matrimonio tal como se entiende tradicionalmente. Las razones que he identificado son centrales entre las razones por las que la tradición cristiana ha rechazado el aborto y la eutanasia y ha apoyado la institución del matrimonio. Esto no significa negar que los cristianos, al igual que nuestros “hermanos mayores” judíos en la fe, buscan la iluminación y la plena comprensión de los principios morales a la luz de las Escrituras y la sagrada tradición. Pero los cristianos y otros creyentes no necesitan (y normalmente no lo hacen) sugerir que el aborto, por ejemplo.
La incorrección del aborto se deriva de la verdad (totalmente accesible incluso a la razón sin ayuda) de que la vida de un ser humano es intrínsecamente buena, y no meramente instrumentalmente. Como cristiano, creo que cada vida humana es un don precioso de Dios. Pero incluso si uno no comparte esa creencia, la razón capta la verdad de que la vida humana es intrínsecamente, y no meramente instrumental, valiosa. La razón detecta la falsedad de las presuposiciones dualistas de la creencia del secularismo de que la vida humana tiene un valor meramente instrumental. Identifica lo irrazonable de negar que todo ser humano inocente –independientemente de su edad, tamaño, etapa de desarrollo o condición de dependencia– tenga un derecho moral inviolable a la vida.
La razón afirma que si alguno de nosotros tiene derecho a la vida, entonces todos lo tenemos; si lo tenemos en una etapa de la vida, lo tenemos en cada etapa de la vida; si lo tenemos en la mitad de la vida, lo tenemos en ambos bordes. No existe ningún argumento racional que a nadie se le haya ocurrido -y los mejores y más brillantes de la academia han luchado durante más de veinticinco años para lograrlo- que demuestre que un chico sano de trece o cuarenta años... Un niño de dos años tiene derecho a la vida, pero un niño de ochenta años en estado de coma o un feto no tienen derecho a la vida. No existe una base racional para distinguir una clase de seres humanos que tienen derecho a la vida (y otros derechos humanos fundamentales) y una clase de seres humanos que no lo tienen. Este es el núcleo moral de la gran “verdad evidente” sobre la que se fundó nuestra nación:
El conocimiento de esta verdad no presupone la fe cristiana, aunque la revelación bíblica enriquece profundamente nuestra comprensión de ella y, a menudo, conduce a la conversión religiosa. Hay muchos ejemplos de esto. Un caso reciente notable es el de Bernard Nathanson, fundador de la organización ahora conocida como Liga Nacional de Acción por el Aborto y los Derechos Reproductivos. Era un ateo y un abortista practicante que había quitado la vida a muchos niños no nacidos, incluido uno propio. Pero gradualmente llegó a ver que el asesinato deliberado de seres humanos no nacidos es una violación del principio más básico de la moralidad y la justicia natural. De modo que abandonó la práctica del aborto y renunció a su importante papel en la defensa del aborto como cuestión política. Pronto, se unió al movimiento provida y comenzó a trabajar para hacer retroceder la licencia de aborto. Unos años más tarde, abandonó el ateísmo y entró en la fe cristiana, que para él tenía sentido, fundamentaba y enriquecía profundamente la comprensión moral básica que había logrado inicialmente mediante una reflexión racional y autocrítica.
La creencia moral secularista ortodoxa describe la moral personal como esencialmente relacionada con limitaciones extrínsecas al apetito o la pasión. Presupone que los motivos últimos de cualquier cosa que hagamos se basan en nuestros deseos; El papel de la razón es puramente instrumental. El filósofo del siglo XVIII David Hume, padre fundador del secularismo moderno, resumió esta posición: “La razón es y debe ser sólo esclava de las pasiones, y nunca puede pretender desempeñar ningún cargo distinto del de servirlas y obedecerlas”. En otras palabras, el papel de la razón no es identificar lo que es racional, lo que la gente debería desear, sino simplemente idear medios para obtener las metas que la gente desea.
En última instancia, esta visión de la razón hace imposible reivindicar cualquier principio moral fundamental, incluidos los derechos humanos fundamentales. Si la razón es puramente instrumental y no puede decirnos qué queremos sino sólo cómo llegar a lo que queremos, ¿cómo podemos decir que las personas tienen un derecho fundamental a la libertad de expresión? ¿Libertad de prensa? ¿Libertad de religión? ¿Privacidad? ¿De dónde vienen esos derechos fundamentales? ¿Cuál es su base? ¿Por qué respetar los derechos de otra persona?
Por el contrario, la comprensión cristiana de la moralidad parte de una apreciación de los bienes humanos básicos que proporcionan más que meras razones instrumentales para la acción. En acciones morales correctas, las personas eligen por el bien de estos bienes de manera que sean compatibles con la realización y el bienestar de los individuos y las comunidades. La comprensión moral del florecimiento humano proporciona razones más que meramente instrumentales para la acción. La emoción o la pasión, cuando están correctamente ordenadas, apoyan lo que la razón elogia y nos ayudan a lograr los fines moralmente buenos que tenemos razones básicas para perseguir.
Aquí nuevamente la visión cristiana se alinea de manera importante con la de los filósofos griegos precristianos (Platón y Aristóteles, en particular) al entender que la razón es la maestra de la pasión en lo que los pensadores antiguos llamaban sin vacilar el “alma correctamente ordenada”.
Por supuesto, el cristianismo, como la filosofía clásica, entiende perfectamente que el alma puede ordenarse erróneamente, que la emoción o la pasión pueden superar a la razón y reducirla a la condición de esclava que produce racionalizaciones para comportamientos moralmente incorrectos. Eso es lo que los cristianos llaman pecado. Sí sucede, pero nuestro objetivo debe ser ordenar correctamente nuestra alma para que la razón controle la pasión, y no al revés. Cuando la pasión tiene el control, la razón se reduce a un mero instrumento, convirtiéndose en su peor enemigo, ya que elabora racionalizaciones para acciones que sabemos que son moralmente incorrectas.
Los cristianos pueden y deben desafiar en el nivel más fundamental la visión instrumentalista de la razón y la moralidad del secularismo. La explicación del secularismo de la relación entre razón y deseo, lejos de ser brutalmente rigurosa al evitar hipótesis metafísicas indemostrables, se basa en proposiciones metafísicas que no sólo son controvertidas, sino que al final (digamos, en el caso del dualismo persona/cuerpo) son demostrablemente falso.
La principal de las vulnerabilidades filosóficas del secularismo es su negación implícita de la libre elección o el libre albedrío. Las personas pueden tomar decisiones libres en la medida en que sean capaces de comprender y actuar basándose en razones que no se pueden reducir al deseo o la emoción. Al negar la posibilidad de una acción motivada racionalmente, el secularismo niega la posibilidad de la libre elección, ya que afirma que nosotros, en ningún sentido fundamental, causamos nuestras propias acciones. ¿A qué se deben? Ya sea por la fuerza de presiones externas (lo sepamos o no), o por factores internos (como los deseos). En la cosmovisión secularista, las formas “duras” y “blandas” de determinismo constituyen el universo de posibles explicaciones de todo comportamiento humano. La libre elección se considera una ilusión.
Sin embargo, filósofos cristianos como Germain Grisez, Joseph M. Boyle, Jr. y Olaf Tollefsen han demostrado rigurosamente que la negación del libre albedrío es racionalmente insostenible, porque es una afirmación autorreferencialmente contradictoria, una proposición contraproducente. Nadie puede negar racionalmente la libre elección, o afirmar que nuestra experiencia ordinaria de elegir libremente es ilusoria, sin presuponer la posibilidad de la libre elección. Negar la libre elección es afirmar que es más racional creer que no hay libre elección que creer que sí la hay. Pero esto, a su vez, presupone que uno puede identificar normas de racionalidad y elegir libremente adaptar sus creencias a esas normas. Presupone que somos libres de afirmar la verdad o falsedad de una proposición, a pesar de nuestros deseos, emociones o preferencias en contrario. De lo contrario, la afirmación de que no existe libre elección es inútil. La persona que dice que la gente no puede elegir libremente presupone que hay razones para aceptar su afirmación; de lo contrario, su acto de afirmarla sería inútil. Pero nuestra capacidad para comprender y actuar sobre tales razones es incompatible con la idea de que uno es causado por sus deseos o por fuerzas externas para aceptar o no tales afirmaciones. De modo que alguien que niega la libre elección contradice implícitamente su propia afirmación.
Aquí nuevamente, los secularistas ortodoxos están estancados, no porque hayan sido golpeados en la cabeza con la Biblia, sino en el plano donde han presentado el argumento: el plano de la racionalidad. Ninguna posición puede ser razonable si es autorreferencialmente inconsistente, si presupone lo contrario de la afirmación misma que afirma. Pero si la afirmación de que “no hay libre elección” es contraproducente, entonces tenemos una razón adicional para afirmar la existencia de razones básicas, inteligibles y comprensibles para la acción: razones que no son reducibles a deseos o emociones o meramente instrumentales para la satisfacción de las necesidades. deseos. Y tenemos una razón adicional para rechazar la concepción de la moralidad del secularismo como básicamente relacionada con restricciones extrínsecas al apetito, en lugar del carácter directivo integral de los bienes humanos básicos que proporcionan tales razones para la acción.
Los secularistas ortodoxos suelen decir que debemos respetar los derechos de los demás, incluso cuando nos dedicamos a satisfacer nuestros propios deseos. Sin embargo, en última instancia, el secularismo no puede proporcionar ninguna explicación plausible de dónde provienen los derechos o por qué debemos respetar los derechos de los demás. Por supuesto, la mayoría de los secularistas creen enfáticamente que las personas tienen derechos. De hecho, con frecuencia acusan a los cristianos y otros creyentes religiosos de apoyar políticas que violan los derechos de las personas. Todos estamos familiarizados con la retórica: ustedes, los religiosos, no deberían imponer sus valores a otras personas. ¡Estás violando sus derechos! Si es entre adultos que consienten, ¡manténgase al margen! Dos (¿o más?) personas cualesquiera tienen derecho a definir el “matrimonio” por sí mismas. Las mujeres tienen derecho al aborto. Las personas tienen derecho a quitarse la vida. ¿Quién eres tú para decir lo contrario?
Pero, según los presupuestos de la visión secularista, ¿por qué alguien debería respetar los derechos de los demás? ¿Cuál es la razón para respetar los derechos? Cualquier respuesta debe enunciar una proposición moral, pero ¿qué, sobre las premisas secularistas ortodoxas, podría proporcionar la base de su verdad moral?
Quizás se pregunte: ¿Por qué el secularista no afirma alegremente el subjetivismo moral o el relativismo moral? De hecho, ¿no hay una especie de relativismo moral en el corazón del secularismo?
Si bien todavía se oye invocar el subjetivismo o el relativismo en cócteles y en aulas universitarias (e incluso ocasionalmente en salones de profesores), parece que el apogeo del relativismo moral ha terminado, incluso entre los secularistas doctrinarios. Los secularistas más sofisticados han llegado a la conclusión de que el relativismo es, en última instancia, inconsistente con muchas de sus preciadas afirmaciones morales, en particular las que tienen que ver con afirmaciones sobre derechos: el derecho al aborto, el derecho a la libertad sexual, el derecho a morir. Como ha advertido el distinguido filósofo político liberal Joel Feinberg: “Los liberales deben tener cuidado con el relativismo —o, al menos, con un relativismo radical— para no caer en su propio petardo”.
Si el relativismo es cierto, entonces, en principio, no está mal abortar, pero tampoco lo está que las personas que aborrecen el aborto intenten legislar contra él o interferir con el aborto de otra persona, por ejemplo, bloqueando clínicas. o incluso disparar contra los abortistas. Las afirmaciones del derecho al aborto son manifiestamente afirmaciones morales. Las afirmaciones de que está mal disparar contra los abortistas son afirmaciones morales. Posiblemente sólo podrían ser ciertas si el relativismo moral y el subjetivismo son falsos. De modo que la corriente principal del secularismo ortodoxo a finales del siglo XX se ha vuelto conscientemente moralista y no relativista.
Esto no quiere decir que el secularismo ya no sea, en aspectos significativos, una doctrina relativista. Es simplemente decir que el secularismo ya no es una doctrina profunda y conscientemente relativista. En la medida en que sigue siendo relativista, tiene un enorme problema filosófico. El secularismo, al menos en sus manifestaciones liberales, hace de los derechos de los demás el principio de las limitaciones morales a la acción, relativizando acciones supuestamente egoístas. Pero genera una pregunta crítica que no tiene forma de responder: ¿Por qué alguien debería respetar los derechos de los demás? Respuestas meramente prudenciales –tales como, las personas deberían respetar los derechos de los demás para que otros respeten los suyos, o las personas deberían respetar los derechos de los demás para evitar ser castigados– simplemente no sirven. El hecho es que las personas a menudo pueden salirse con la suya al violar los derechos de los demás. Y ellos lo saben. Y muchos lo hacen.
Si la gente no debería violar los derechos de los demás, debe ser porque hacerlo es moralmente incorrecto, pero desde el punto de vista secularista, ¿por qué es moralmente incorrecto? ¿Cuál es la fuente de su incorrección moral? El eminente filósofo y cristiano converso Alasdair MacIntyre observa que las tradiciones de pensamiento sobre la moralidad entran en crisis cuando generan preguntas para las que carecen de recursos. Según este criterio, el secularismo ortodoxo es una tradición en crisis. Genera la pregunta ¿Por qué debo respetar los derechos de los demás? Sin embargo, no posee recursos para responderla.
Por el contrario, el pensamiento cristiano entiende que los derechos humanos tienen sus raíces en bienes humanos básicos e inteligibles. Por lo tanto, no tiene ninguna dificultad lógica para explicar por qué cada uno de nosotros tiene la obligación de respetar los derechos de los demás, así como de actuar de conformidad con otros principios morales. Y las enseñanzas cristianas recientes, incluidas las de los papas y los organismos protestantes, hablan sin vacilar de los derechos humanos universales, sin temor a caer en el relativismo o el individualismo del tipo que es característico del secularismo ortodoxo.
Es cierto que las enseñanzas de la Iglesia sobre los derechos humanos a menudo se superponen con la ideología liberal secularista. Por ejemplo, los conservadores cristianos y los secularistas liberales están de acuerdo en ciertas cuestiones relativas a la libertad religiosa y en ocasiones (como en el caso de la Ley de Restauración de la Libertad Religiosa) se han unido en coaliciones políticas.
Cuando las enseñanzas de la iglesia y la ideología secularista se superponen, particularmente en la cuestión de los derechos, el pensamiento cristiano ha demostrado ser capaz de dar una explicación muy superior de estos derechos y de por qué cada uno de nosotros tiene la obligación de respetar los derechos de los demás. De esto concluyo que la enseñanza cristiana es racionalmente superior al secularismo, no sólo cuando estas visiones del mundo no están de acuerdo, como en el caso del aborto, la eutanasia, el matrimonio y la familia, sino incluso cuando están de acuerdo.
Al fin y al cabo, independientemente de lo que se diga a favor y en contra del secularismo, no puede haber ninguna afirmación legítima de que el secularismo sea una doctrina “neutral” que merezca un estatus privilegiado como filosofía pública nacional. Como ha argumentado MacIntyre, el secularismo (al que él llama liberalismo) está lejos de ser una visión “independiente de la tradición” que simplemente representa un campo de juego neutral en el que el judaísmo, el cristianismo, el marxismo y otras tradiciones pueden librar una lucha justa por la lealtad de los pueblos. la gente. Más bien, es en sí misma una tradición de pensamiento sobre la moralidad personal y política que compite con otras.
El secularismo se basa y representa un conjunto distinto y controvertido de proposiciones metafísicas y morales que tienen que ver con la relación de la conciencia con el cuerpo y de la razón con el deseo, la posibilidad de la libre elección y la fuente y naturaleza de la dignidad humana y los derechos humanos. La doctrina secularista contiene puntos de vista muy controvertidos sobre lo que constituye una persona, puntos de vista tan controvertidos como los judíos y cristianos. El secularismo es una doctrina filosófica que se mantiene o cae dependiendo de si sus proposiciones pueden resistir los argumentos presentados en su contra por representantes de otras tradiciones. He tratado de mostrar que la ortodoxia secularista no puede resistir la crítica que le lanza la tradición de la filosofía cristiana.
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NOTAS
1 Un partido minoritario dentro del campo secularista defiende la ideología secularista no sobre la base de que sus principios sean verdaderos o reivindicados por la razón (los secularistas de este tipo niegan la posibilidad de la verdad moral o el poder de la razón para emitir juicios morales sólidos de cualquier tipo), sino sobre la base puramente prudencial de que el compromiso oficial de las instituciones públicas con el secularismo es la única manera de preservar la paz social. En última instancia, ésta es una estrategia inútil para defender el secularismo. Debe apelar implícitamente a la idea de verdad moral e invocar la autoridad de la razón (aunque no sea con otro propósito que establecer el valor de la paz social) incluso cuando oficialmente niega que la verdad moral sea posible y que la razón tenga autoridad real. .
Es más, simplemente no hay justificación para creer que es probable, o más probable, que se preserve la paz social comprometiendo nuestras instituciones públicas con una ideología secularista. Es poco probable, por decir lo menos, que los partidarios de visiones del mundo que compiten con el secularismo entreguen estas instituciones a las fuerzas del secularismo sin luchar; ni hay ninguna razón para que lo hagan. Consideremos la cuestión del aborto: los cristianos, los judíos practicantes y otros que se oponen a quitar vidas humanas no nacidas no consideran que una circunstancia en la que se practican más de un millón de abortos electivos cada año sea una situación de “paz social”. Rechazan con toda razón la afirmación del secularismo de que no constituye más que un campo de juego neutral en el que otras visiones del mundo pueden competir de manera justa y civilizada por la lealtad del pueblo. Como deja claro el ejemplo del aborto, el secularismo es en sí mismo una de las visiones del mundo en competencia. No deberíamos dar crédito a sus afirmaciones de neutralidad más de lo que aceptaríamos las afirmaciones de un lanzador de béisbol que en el transcurso de un juego se declara árbitro y comienza a cantar sus propias bolas y strikes.
2 Es cierto que algunos cristianos abrazan una cierta forma de dualismo persona/cuerpo, creyendo necesario identificar a la persona humana con el alma como algo distinto del cuerpo para evitar el materialismo y/o afirmar la existencia del alma humana inmaterial o su inmortalidad. Según esta forma de dualismo, el cuerpo, aunque no es una parte intrínseca de la persona, puede disfrutar de cierta dignidad en virtud de su asociación con el alma, de modo que la destrucción deliberada del cuerpo, como en el suicidio, la eutanasia y el aborto, puede por tanto ser moralmente ilícito. Aún así, el cuerpo sigue siendo una realidad esencialmente subpersonal y no participa en sí mismo de la dignidad de la persona. Un acto homicida en realidad no destruye a una persona, aunque, no obstante, puede constituir la destrucción ilícita del cuerpo de una persona. Esta vista, cuyos defensores pueden reclamar el patrocinio de Platón y Descartes, fue rechazado por Tomás de Aquino y otros grandes pensadores cristianos por lo que creo que son excelentes razones. Vieron que de ninguna manera es lógicamente (o, de hecho, teológicamente) necesario identificar a la persona humana con el alma como algo distinto del cuerpo, y así negar que la vida corporal sea intrínseca a la persona humana, para poder evitar el materialismo o afirmar la existencia y la inmortalidad del alma. No es necesario negar la existencia o la inmortalidad del alma para afirmar que la persona humana es una unidad de cuerpo y alma, siendo ambos partes intrínsecas de la persona. Como deja claro la doctrina de la resurrección del cuerpo, los seres humanos son salvos y existen en la eternidad como personas corporales, no como almas incorpóreas. Fue rechazado por Tomás de Aquino y otros grandes pensadores cristianos por lo que creo que son excelentes razones. Vieron que de ninguna manera es lógicamente (o, de hecho, teológicamente) necesario identificar a la persona humana con el alma como algo distinto del cuerpo, y así negar que la vida corporal sea intrínseca a la persona humana, para poder evitar el materialismo o afirmar la existencia y la inmortalidad del alma. No es necesario negar la existencia o la inmortalidad del alma para afirmar que la persona humana es una unidad de cuerpo y alma, siendo ambos partes intrínsecas de la persona. Como deja claro la doctrina de la resurrección del cuerpo, los seres humanos son salvos y existen en la eternidad como personas corporales, no como almas incorpóreas. Fue rechazado por Tomás de Aquino y otros grandes pensadores cristianos por lo que creo que son excelentes razones. Vieron que de ninguna manera es lógicamente (o, de hecho, teológicamente) necesario identificar a la persona humana con el alma como algo distinto del cuerpo, y así negar que la vida corporal sea intrínseca a la persona humana, para poder evitar el materialismo o afirmar la existencia y la inmortalidad del alma. No es necesario negar la existencia o la inmortalidad del alma para afirmar que la persona humana es una unidad de cuerpo y alma, siendo ambos partes intrínsecas de la persona. Como deja claro la doctrina de la resurrección del cuerpo, los seres humanos son salvos y existen en la eternidad como personas corporales, no como almas incorpóreas. de hecho, teológicamente) necesario identificar a la persona humana con el alma como algo distinto del cuerpo, y así negar que la vida corporal sea intrínseca a la persona humana, para evitar el materialismo o afirmar la existencia y la inmortalidad del alma. 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Robert P. George es profesor de Jurisprudencia Cyrus Hall McCormick en la Universidad de Princeton. Su libro más reciente es In Defense of Natural Law (Oxford University Press).
PREFACIO
EL CHOQUE DE ORTODOXIAS en la vida social y política contemporánea se manifiesta sobre todo en conflictos sobre "cuestiones de vida", como el aborto, el infanticidio, el suicidio asistido por un médico y la eutanasia, así como cuestiones relativas al sexo, el matrimonio, y vida familiar. Detrás de estas disputas hay profundas diferencias con respecto a la fuente y la naturaleza de la moralidad y la relación adecuada del juicio moral con el derecho y la política pública.
Este choque de visiones del mundo se caracteriza por enfrentar conflictos morales.
¡Judíos, cristianos y otros creyentes serviles contra los liberales seculares y aquellos que, aunque permanecen dentro de denominaciones religiosas, han adoptado ideas liberales sobre lo personal y lo político!
Moralidad. Judíos ortodoxos, protestantes evangélicos.
Los fieles católicos y los cristianos ortodoxos orientales se encuentran hoy aliados entre sí para defender, digamos, la santidad de la vida humana o la concepción tradicional del matrimonio contra sus correligionarios liberales que han unido fuerzas con secularistas de diversas tendencias para apoyar cosas tales como el aborto legal y financiado con fondos públicos, el suicidio asistido por un médico, el divorcio sin culpa y la aceptación social de la homosexualidad y otras formas de conducta sexual no matrimonial.
¿El predominio de cristianos ortodoxos y judíos en un lado de estos conflictos, y de liberales seculares en el otro, indica que la batalla es entre las fuerzas de la "fe" y las de la "razón"?
Los secularistas frecuentemente describen la lucha en estos términos y ocasionalmente sus oponentes parecen aceptar esta descripción. En los capítulos que siguen trato de persuadir a los lectores para que comprendan el conflicto de otra manera. Porque aquellos que están en el lado conservador en lo que a veces se llama la "guerra cultural" no deberían, y en muchos casos no lo hacen, entender la fe y la razón como separadas en la forma en que muchos secularistas y algunos creyentes las consideran.
La fe y la razón se apoyan mutuamente, las "dos alas con las que el espíritu humano se eleva a la contemplación de la verdad", en palabras del Papa Juan Pablo II. Quiero mostrar que los cristianos y otros creyentes tienen razón al defender sus posiciones sobre Las cuestiones morales clave son racionalmente superiores a las alternativas propuestas por los liberales seculares y aquellos dentro de las denominaciones religiosas que han abandonado los principios morales tradicionales en favor de la moralidad secularista.
Mi crítica a las opiniones liberales seculares no es que sean contrarias a la fe; es que no pasan la prueba de la razón.
Al proponer la razonabilidad como criterio de validez moral, no pretendo escribir desde una posición de neutralidad. Soy cristiano. Al mismo tiempo, mis argumentos a favor de la solidez de lo que considero la posición cristiana (que también es, por supuesto, muy a menudo la posición judía y a veces la islámica) no presupondrán proposiciones que sólo puedan afirmarse sobre la base de de fe religiosa. Dado que mi afirmación es que las posiciones que defiendo son racionalmente superiores a las alternativas secularistas, me corresponde defender mis posiciones sin apelar a la autoridad de la religión. De lo contrario, estaría planteando la cuestión.
Dado que los ensayos recopilados en este volumen están destinados a ser accesibles a lectores no especializados, he tratado de evitar presentar argumentos filosóficos técnicos. Como resultado, los especialistas que me hagan el honor de leer el libro desearán tener una argumentación más completa sobre varios puntos. Con ese fin, en mis notas remito regularmente a los lectores a escritos publicados en libros académicos y revistas profesionales en los que yo (o los académicos con los que colaboro) defiendo con mayor detalle proposiciones clave aquí afirmadas.
Es un placer para mí agradecer la ayuda de muchos amigos:
William L. Saunders merece reconocimiento como coautor de los capítulos 7, 12 y 14. Tengo una deuda similar de gratitud con Dennis Teti por su trabajo en el capítulo 9. Si hay algo que valga la pena en este libro, sin duda se debe a ello, a lo que he aprendido en conversaciones con estos amigos, así como con Hadley Arkes, Stephen Balch, Jeffrey Bell, Joseph M. Boyle Jr., Gerard V. Bradley, James Burtchaell, C.S.S.C., Frank Cannon, Charles Colson, Midge Decter, Christopher DeMuth, John Dilulio, Jean Bethke Elshtain, John Finnis, Kevin L. Flannery, S.J., Jorge García, el rabino Marc Gellman, Peter Gellman, Elizabeth Fox-Genovese, Mary Ann Glendon, Germain Grisez, Russell Hittinger, Robert Jenson, Leon Kass , John Keown, James Kurth, Patrick Lee, Gilbert Meilaender, Douglas Minson, Anne Morse, Walter F. Murphy, el p. Richard John Neuhaus, el rabino David Novak, Michael Novak, Ramesh Ponnuru, William C. Porth, Dermot Quinn, Roberto Rivera, Daniel N. Robinson, Seana Sugrue, Herbert W. Vaughan, George Weigel, Robert Wilkens, Bradford Wilson y Christopher Wolfe.
También estoy agradecido a los amigos del otro lado de la división moral y política con quienes he "chocado" en debates públicos y privados. En particular, agradezco a Josh Dever y James Fleming su amable permiso.
Es la ideología, estúpido,
El título viene por la famosa frase “Es la economía, estúpido” del asesor de campaña de Bill Clinton de 1992, James Carville. Válida para gritarle a la clase política venezolana el origen del mal que ha provocado el desastre venezolano.
Es la ideología, Y ésta no se combate ni con violencia ni con pacifismo. Se combate en el terreno de la cultura. Es allí donde hay que ganarle a los proyectos políticos suicidas, ruinosos y destructivos de las ideologías.
Jamás habrá convivencia social plena mientras acechen las ideologías. La coexistencia pacífica y la democracia son incompatibles con las ideologías. Porque todas las ideologías son irracionales.
Es falso lo que sostuvo el politólogo Samuel Hutington, autor de “El Choque de civilizaciones”. El futuro que predice en su teoría no está determinado por el enfrentamiento entre Oriente y Occidente, ni entre cristianos y musulmanes, ni entre países del norte y países del sur. El conflicto ocurre en el interior de todas las sociedades, de todas las culturas. Y tiene un autor causa: las ideologías.
Vale la pena definir de una vez el complicado concepto de ideología. Digamos que no se limitan a ideas inmutables, dogmáticas y anacrónicas. Es decir un puñado de muy malas ideas. Buenas o malas, las ideas, siempre compiten en el mercado de las ideas de las sociedades. Las buenas dan buenos resultados. Las malas, pésimos resultados. Por eso se desechan.
Los mitos, los prejuicios y las religiones no son ideologías. Son ideas que fomentan las creencias a las que los humanos nos aferramos desde tiempos inmemoriales. Las malas ideas se convierten en ideología cuando se proponen como un proyecto de implantación social. Cuando no están en el poder, se empeñan en sabotear el éxito social. Cuando están en el poder, en destruir la sociedad que tuvo la mala fortuna de adoptarlas.
Las ideologías suelen ser socialmente seductoras porque prometen el paraíso. Idealizan una redención a futuro que nunca llega. Todas las ideologías coinciden en al menos cuatro de sus odiosos patrones que las caracterizan:
Una: Todas son supremacistas. Promueven la superioridad de un sujeto social por encima de otros. Sea raza, nacionalidad, clase social, tribu, género, indígena o credo. Siempre hay un sujeto predestinado a prevalecer y a dominar. He allí uno de sus falaces pero poderosos atractivos.
Dos: todas las ideologías son liberticidas. Odian la libertad individual. Hacen culto al “colectivo”. Engañan con la ilusión de identidad y pertenencia a una raza, clase social, religión, grupo o tribu, para restringir así la libertad propia del individuo y de las familias.
Tres: Todas las ideologías son conflictivistas. Sobreviven en el enfrentamiento social, entre razas, nacionalidades, clases sociales, religiones, géneros masculino y femenino, “civilizaciones”, etcétera. Hacen culto a una eterna lucha. Una revolución que nunca acaba. Un triunfo que jamás ocurre. Idealizan una eterna guerra, sea santa, de clases, de independencia, de género. La “causa” siempre estará por encima de todas las consideraciones humanas. Sobre todo de las individuales.
Cuatro: Todas las ideologías son apocalípticas. Todas, sin excepción, conducen al colapso, a la destrucción de la convivencia, al caos y a la barbarie. No existe ninguna experiencia histórica en la que las ideologías hayan logrado algún éxito. Ni un sólo problema han resuelto. Sólo embaucan prometiendo un futuro luminoso. Un paraíso al otro lado de la historia que no existe.
La mejor manera de detectar una ideología es por su contrario: La civilización. Resultado de un acto puramente racional. Porque nada es más racional que llegar a un acuerdo que evite odiarnos y destruirnos mutuamente.
La civilización es un milagro, dado el perfil extremadamente violento y desconfiado del Homos Sapiens. Pero, por alguna razón, dos o tres o más líderes de dos o más tribus razonaron que era mejor alcanzar un acuerdo con sus vecinos, antes que exponerse al peligro de extinción en una guerra eterna. Negociaron. Establecieron derechos de propiedad en los territorios de cada grupo y pactaron acuerdos comerciales.
No hay duda. La civilización fue un milagro frágil que, sin embargo, se mantuvo como un faro a lo largo de toda la historia. Y ese faro, aunque débil, fue extendiéndose a todas las culturas. A medida que se expandía, se reducían las malas ideas.
Los productos más acabados de la racionalidad humana son el humanismo, la ciencia, la ética, la moral, el derecho, la democracia. Son sistemas racionales que recién aparecen en la historia de la cultura humana. Sufren el acecho de las ideologías, pero han sobrevivido perfeccionándose, fortaleciéndose. Es la poderosa idea fuerza de que la humanidad es una sola y que es posible convivir sin asesinarnos ni destruirnos. Lenin tenía razón.
La historia lo afirma con meridiana claridad. A mayor racionalidad, más perdurable será el orden social. A más ideología menos perdurables serán los sistemas políticos. Todas las ideologías conducen inevitablemente a la regresión de la barbarie. Aunque use sofisticadas armas y medios de comunicación. La tecnología no es civilización. La racionalidad sí lo es.
Las principales ideologías más conocidas en el pasado y en el presente son:
Pobrismo: Afirma que la propiedad es un robo y que hay que acabar con la propiedad para que surja una nueva sociedad.
Racismo: Una raza debe dominar sobre las otras o exterminarlas si es posible.
Fundamentalismo religioso o teocracias: Una religión es la verdad y debe imponerse sobre las demás.
Nacionalismo: Igual que el racismo pero en vez de raza es el lugar de nacimiento la marca de la supremacía sobre otras.
Socialismo-Comunismo: Una clase social debe dominar sobre las otras o exterminarlas si es posible, excepto la privilegiada clase de la dirigencia revolucionaria, por supuesto.
Y muchas otras como indigenismo, ideología de género, etc. La tendencia actual es a una mezcla de varias de ellas, que las convierte en un cóctel explosivo de odio y violencia.
Un masivo y espontáneo movimiento cultural conocido como La Ilustración, en el siglo XVIII, logró provocar los cambios más profundos y extraordinarios que jamás haya experimentado la sociedad. Apenas con la imprenta como herramienta de difusión.
Nos corresponde hoy asumir la Segunda Ilustración. Para reducir a la mínima expresión el efecto perverso de las ideologías. Aquella sólo contó con la imprenta en medio de un mundo analfabeta. Hoy, contamos con herramientas de comunicación extraordinarias en medio de un mundo alfabetizado.
Pero las ideologías aún insisten en destruir y corroerlo todo. Nuestro desafortunado país es un trágico ejemplo. Allí la verdadera batalla. Es la ideología estúpido, la que hay que vencer.
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