Mis héroes intelectuales: Ángel Bernardo Viso
“Sólo si analizamos el pensamiento y la obra de Bolívar apartando toda emoción filial, podremos otorgar la mayoría de edad a nuestro pueblo y, por otra parte, dejar de considerar que nuestros ascendientes españoles son culpables de todas las faltas que les fueron imputadas por los libertadores, rescatando así el pasado colonial, que es el segmento más extenso y probablemente decisivo de la historia venezolana”.
Tengo una gran deuda intelectual con el escritor venezolano Ángel Bernardo Viso (1930). La lectura inicial de sus ensayos de interpretación histórica fue una revelación, y desde entonces sus ideas han sido una especie de brújula que me ha proporcionado orientación a través del complejo panorama del país, así como elementos de juicio para reflexionar con mayor claridad sobre su pasado y presente. Además del valor intrínseco de sus libros, me impresiona la extraordinaria valentía del autor, a quien como indiqué debo en buena medida la disposición de afrontar la historia de nuestra sociedad con una actitud desprovista de estériles sentimentalismos, y a dejar de lado mitos y presuntas verdades establecidas para en su lugar mirar nuestro recorrido vital con ojos críticos, es decir, con madurez.
En estas notas, que intentan realizar a la vez un homenaje a una obra de singulares méritos y un breve análisis de la misma, cubriré de manera exclusiva tres libros de Viso, Venezuela: Identidad y ruptura (1982), Memorias marginales de Pedro Mirabal (1991), y Las revoluciones terribles (1997). No consideraré por tanto las narraciones literarias y los poemas de Viso, que en ciertos aspectos complementan sus ensayos histórico-políticos pero que tienen entidad propia, y en sustancia pertenecen a otro ámbito de su aporte.
Los tres mencionados libros de Viso comparten líneas comunes de argumentación y abordan temas convergentes. Por ello voy a focalizarme en algunos de esos temas, que creo forman la espina dorsal de su obra. El primero tiene que ver con el proceso de independencia de Venezuela y en general de Hispanoamérica con respecto a España, el carácter de dicho evento, su significado y consecuencias. El segundo abarca los dilemas y desafíos de la autoconsciencia y sentido de identidad de nuestros pueblos, y en particular del pueblo venezolano luego del momento independentista. El tercero se refiere a la naturaleza de lo que Viso denomina “las revoluciones terribles” y los efectos de las mismas. Por último, en cuarto lugar, los estudios de Viso debaten la situación actual de nuestro pueblo, y también del individuo venezolano prototípico, su inseguridad ontológica, es decir, la inseguridad acerca de su ser íntimo y su identidad nacional, su desconocimiento del pasado en el que se origina y al que se debe y su confusión o extravío acerca del futuro que aspira de algún modo a construir.
De acuerdo con Viso, el proceso de independencia hispanoamericano y la consecuente desmembración del Imperio español fue innecesariamente traumático y prematuro, y produjo un desgarrador quiebre psicológico-cultural que nos dejó huérfanos ante un pasado que quisimos borrar para siempre, ante un presente desprovisto de grandeza y un futuro de libertad y prosperidad siempre postergadas. La Independencia, más allá de la épica y el sonido y la furia de batallas y proclamas, arruinó lo que se había construido durante trescientos años, y fue incapaz de sustituir lo destruido con una estructura institucional alternativa, estable y civilizada.
Además de todo esto, que me parece en lo esencial incontrovertible, la Independencia dio origen a una historia nacional sustentada en el culto a figuras militares, y en especial a Simón Bolívar, un culto que en lugar de haber servido para reconciliarnos con el pasado ha sido manipulado y utilizado para apuntalar las ambiciones de poder de una inacabable sucesión de déspotas, y para reemplazar la realidad de nuestros reiterados fracasos como pueblo por una fantasía heroica, por un espejismo de logros que están en el pasado y nunca terminan de transformarse en presente. Este rumbo desgarrado ha generado un individuo cuya existencia se caracteriza por la ausencia de un piso sólido, un individuo carente de un claro sentido de identidad, a quien se le induce a creer que su ser íntimo se vincula al repudio del pasado español, a la perenne restauración de una “guerra a muerte” con esa parte de nuestro legado mestizo, y a quien al final se le pide que derribe las estatuas de Colón y coloque en su lugar las de Guaicaipuro.
Viso asume sin complejos nuestra herencia mestiza, pero no sucumbe ante la ideología políticamente correcta de nuestros días. Su argumento es inequívoco: la destrucción del pasado a raíz de la Independencia nos impulsa a vivir en un eterno laberinto de duda existencial, así como de incapacidad para reconciliarnos con lo que en verdad somos, cambiando la verdad por una serie de imposturas que forman parte de una historia inventada. La ausencia de pasado, su repudio o su conversión en ficción nos obligan a un eterno recomenzar, de lo cual son testimonio más de dos docenas de constituciones, ninguna de las cuales —con la excepción de la de 1961— dura mucho tiempo o traduce a la práctica los ideales de sus textos, que se quedan en letra muerta o en herramientas para justificar la arbitrariedad de los poderosos.
El diagnóstico de Viso se patentiza en la actual pesadilla venezolana y su disparatada e histriónica revolución, otra de las tantas que hemos tenido desde 1810. Los acontecimientos de estos pasados 18 años en Venezuela son una ilustración perfecta de nuestras carencias, tal y como las desarrolla Viso en sus estudios y ensayos. La revolución bolivariana ha intentado no solo destruir el pasado, en particular los tiempos de la república civil de 1958-1998, sino que ha procurado igualmente hacer de ese pasado, que incluye desde luego los tiempos de la Colonia, una especie de vertedero de inmundicias, de distorsiones y de odios que corrompen el alma de un pueblo en perenne orfandad. Quienes ahora nos gobiernan quieren algo más exaltado aun que una nueva Venezuela; quieren nada menos que un “hombre nuevo”, que esperan brotará como por encanto de sus esperpentos mentales, de una Constitución de papel que enarbolan como si fuese un conjuro mágico y violentan a diario, y del sueño demencial del socialismo del siglo XXI, refrito infame de los peores errores históricos de la izquierda latinoamericana. Para completar el cuadro, de modo tan certero y visionario esbozado por Viso desde una perspectiva histórica, el régimen que destruye a Venezuela se ha empeñado en mantener a nuestro pueblo en vilo entre dos puntos: la conversión de Simón Bolívar en un ídolo o tótem intocable, quien ya, se presume, nos dio todos los bienes, y un El Dorado que siempre se encuentra a la vuelta de la esquina, y cuya conquista, de acuerdo a nuestros atolondrados gobernantes, no requiere trabajo y perseverancia sino el compromiso ideológico con nuestros dogmas tradicionales.
Viso ha sugerido en alguna de sus obras la intención de escribir un libro sobre Bolívar, pero si bien aún no lo ha hecho —o no lo ha publicado— su obra Las revoluciones terribles adelanta consideraciones sustantivas sobre el tema. Viso se aproxima a Bolívar con respeto y desde un necesario y legítimo ángulo crítico. Así como las revoluciones terribles destruyen pero son incapaces de construir, el caso de Bolívar es analizado por Viso como el de una figura heroica que a pesar de sus esfuerzos no logró sin embargo reemplazar el andamiaje institucional y social devastado durante la guerra de independencia, y sustituirlo por otro alternativo, capaz de brindar a los venezolanos la libertad, prosperidad y estabilidad prometidas. Todo el que haya leído sus cartas desde 1825 a 1830 sabe que Bolívar experimentó una inmensa decepción y una intensa frustración en su postrera etapa vital, llegando a afirmar cosas como las siguientes (en carta a Estanislao Vergara de septiembre de 1830): “Créame usted —le dijo—, nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones; y últimamente he deplorado hasta la que hemos hecho contra los españoles”. Estas no son frases que puedan tomarse a la ligera, y la crítica de Viso se refiere al fracaso institucional en que desembocó nuestra Independencia, fracaso que con relativamente breves interrupciones se extiende hasta nuestros días. A diferencia de la revolución de independencia de EE.UU., que Viso ubica en la lista de las revoluciones “moderadas”, pues, en lugar de demoler el pasado lo asumió en forma creativa y lo plasmó, superándolo, en una Constitución que sigue vigente, la de Hispanoamérica fue una revolución terrible que nos legó un vacío espiritual y nos abrió las puertas a un laberinto existencial.
Las propuestas que hace el autor son importantes, pero las mismas se mueven en un plano de orden estrictamente espiritual, dirigidas a rescatar nuestro pasado, asumirlo íntegramente y conquistar en el presente el ímpetu creador que hace grandes a los pueblos, posibilitándoles avanzar con confianza hacia un mejor porvenir. Ahora bien, los procesos de evolución en este terreno son normalmente muy largos y su destino probable siempre impredecible. Se trata de procesos culturales que tocan aspectos cuyo hondo arraigo en la estructura psicológica de un pueblo exigen amplios períodos de maduración. ¿Cómo recobrar de forma creativa el pasado, del que nos hemos apartado de modo tan radical? No solo nos hallamos tan distantes como siempre de esa historia, sino que la visión puramente épica de la Independencia se mantiene como única referencia de nuestro curso sociopolítico, activamente promovida así desde el propio gobierno. A ello se suma la intensificación deliberada del culto a Bolívar, culto al que se procura colocar otra vez en el pedestal de una especie de religión cívica, con respuestas para todos los problemas actuales y venideros. ¿Qué legado nos deja entonces esta etapa reciente, a cuya mediocre y brutal agonía hoy asistimos, y qué puede esperarse de un futuro que apenas se vislumbra?
El rumbo histórico que hoy recorremos ha agudizado los justificados temores que con tanta pasión y amor por nuestra tierra se expresan en la obra de Viso, obra que no dudo en calificar como una de las más densas y lúcidas que se hayan producido en nuestro país en el campo de la interpretación histórico-política. Nos hallamos en un punto a la vez precario y retador del camino. Pase lo que pase, creo fundamental avanzar con toda la claridad conceptual que sea posible, tanto en lo que se refiere a la comprensión sobria y equilibrada de nuestro pasado como de los desafíos que plantea el porvenir. La lectura de los libros de Ángel Bernardo Viso y la asimilación de sus profundas enseñanzas son pasos relevantes en función de esos objetivos.
Este artículo fue publicado originalmente en El Nacional (Venezuela) el 19 de octubre de 2016.
Mis héroes intelectuales: Thomas Mann
La gran literatura es casi siempre reconocible, pero hay libros que resulta difícil leer y apreciar en su totalidad. Tal ha sido mi vivencia con relación a algunas obras de importancia. Confieso por ejemplo que si bien completé Por el camino de Swann, primer volumen de los siete que integran la renombrada obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, y disfruté varios de sus elaborados y sutiles pasajes, no logré sin embargo proseguir el rumbo hacia el resto de los seis tomos. Seis gruesos volúmenes todavía aguardan a que derrote mi pereza, tarea que considero difícil. Ello con seguridad es prueba inequívoca de mis limitaciones como lector. Ni modo. Igual experiencia tuve al confrontar la famosa novela Ulises de James Joyce. No pongo en duda su relevancia e impacto revolucionario y me hubiese encantado entenderla y disfrutarla más, pero la empresa se mostró superior a mis fuerzas y paciencia. Esas y otras lecturas, o intentos de lectura, me llevaron en su momento a reflexionar acerca de la relación entre forma y contenidos en las obras literarias, y sobre los sacrificios que los legítimos empeños exploratorios y experimentales reclaman, por encima de otros componentes no menos sustantivos de la poesía y la narrativa.
Se trata de un tema que tocaré brevemente en estos apuntes sobre Thomas Mann (1875-1955). No pretendo presumir de crítico literario. Como he expuesto en anteriores oportunidades esta serie de artículos procura, por una parte, rendir homenaje a un grupo de escritores y pensadores con quienes he contraído especiales deudas intelectuales, y por otra compartir con los lectores esas preferencias literarias y filosóficas con la expectativa de que les sean de utilidad y provecho estético.
Con ciertas obras de Thomas Mann me ocurre algo muy distinto a lo descrito en relación con Proust y Joyce. Retorno a los libros de Mann con frecuencia, les releo y realizo nuevos hallazgos y consigo un cada vez mayor disfrute. Ello proviene del interés intrínseco de las historias que Mann narra, así como de la perceptible adecuación entre lo que busca comunicar y el modo en que lo logra. Son pocos los autores y libros que me han proporcionado tantas satisfacciones como Los Buddenbrook (1901), La muerte en Venecia (1912), y las espléndidas Confesiones del estafador Felix Krull (1954). Cabe señalar que esta obra, la última que Mann escribió, fue iniciada en 1911 y por décadas permaneció como un primer paso, que luego Mann retomó y adelantó aunque no llegó a finalizarla. Lo refiero pues a mi manera de ver la entera obra de Mann tiene dos etapas, divididas por la catástrofe europea de la Primera Guerra Mundial. Si bien valoro y admiro las grandes novelas de la segunda etapa, La montaña mágica (1924), la tetralogía José y sus hermanos (1933-1943) y Doctor Faustus (1947), obras todas ellas de reconocida calidad y significado, prefiero el Mann del período inicial anterior a 1914 y el conjunto de relatos que entonces produjo.
Iniciaré mis comentarios con La muerte en Venecia, una obra que conquista una armonía perfecta entre los apasionantes y conmovedores episodios que relata y la maestría de su técnica literaria, en lo que tiene que ver con el ritmo de la narración, su extensión y estructura. Cabe indicar en este orden de ideas que el destacado cineasta italiano Lucino Visconti llevó a cabo una estupenda película sobre el libro de Mann y se tomó algunas libertades con la versión cinematográfica, que es preciso aclarar en beneficio de aquellos que vieron el filme pero no han leído la obra. Para empezar, el personaje central del libro de Mann, Gustav Aschenbach, es un escritor y no un compositor; algunas escenas de la película de Visconti son parcial o totalmente tomadas de la biografía del destacado músico vienés Gustav Mahler, y no se corresponden con exactitud o simplemente no aparecen en el libro de Mann. No obstante, Visconti no solo no traiciona a Mann sino que le enaltece, pues su extraordinaria película recrea con fidelidad la hermosa tragedia de Aschenbach en lo que es más relevante, es decir, la cadencia del espíritu y la plenitud del mensaje.
Puede lucir contradictorio que hable de una “hermosa tragedia”, pero quizás los términos se adecuen para describir el contenido de esta obra maestra de la literatura. El tema de fondo de La muerte en Venecia es la creación artística, sus exigencias, recompensas, llamaradas, cúspides, abismos y sufrimientos. Lo excepcional del planteamiento de Mann es que su personaje, Aschenbach, es un creador de obras literarias que desarrolla su trabajo según una estética sustentada en el rigor, la disciplina, la ironía, la distancia y el control con respecto a las pasiones propias y del resto de las personas. Sin embargo, detrás de esa fachada de severidad, de esa aspereza, de esa inclemencia del alma se esconde un torbellino de emociones, que únicamente esperan el adecuado detonante para así salir a flote y arrastrar a Aschenbach por inéditos rumbos, que le ocasionan un regocijo supremo y una patética agonía.
No abundaré sobre el curso que sigue la obra pues de hacerlo arruinaría su pleno disfrute a las personas que no han leído el libro, estropeándoles la aventura de abordarle como es debido. En todo caso, no abrigo la menor duda al afirmar que se trata de un libro descollante, del cual mucho puede aprenderse y cuyos sucesos e imágenes perduran imborrablemente en su intensidad y validez. La muerte en Venecia es un libro que conjuga con balance, como ya sugerí, el contenido de la historia narrada y la forma en que Mann lleva a cabo su proeza creativa.
Diversos comentaristas han señalado que el trasfondo filosófico de La muerte en Venecia es la distinción entre lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”, contraste que discutió Friedrich Nietzsche en su conocido estudio El origen de la tragedia. Nietzsche les entendía como principios vitales presentes en nuestra existencia y como fuentes dinamizadoras de la creación artística. Tales principios en pugna se vinculan, en el caso de lo apolíneo, con la racionalidad, la luminosidad clásica, el orden y el sentido de las proporciones; lo dionisíaco se enlaza a lo irracional, a las sombrías profundidades del espíritu, a lo caótico e informe. Este marco de tensiones que también interesó e inquietó a Mann se encuentra presente en su maravillosa novela de juventud, Los Buddenbrook, libro que lleva como subtítulo “Decadencia de una familia”. Se trata de una obra de raíces autobiográficas, en la que Mann enfrenta el desafiante tema de las transformaciones socio-políticas de la sociedad alemana de finales del siglo XIX a través del prisma de una familia de acomodados comerciantes burgueses. El libro retrata el antagonismo entre la severa disciplina existencial de un grupo de personajes y la dispersión de otros, que rompen los esquemas de valores tradicionales y se extravían por caminos alternos, entre ellos el de la tentadora pero riesgosa creación artística. Es de interés indicar, con respecto a Los Buddenbrook, que de manera poco usual este libro fue específicamente citado por la Academia Sueca en la exposición de motivos que acompañó el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mann en 1929. Corrían otros tiempos, cuando el Nobel de Literatura era casi siempre concedido a autores con verdaderos méritos para ello.
Si bien como dije antes prefiero al Mann de la etapa inicial, me encuentro con el caso singular de la que es tal vez la más gozosa y divertida de las obras de este autor, y la que me ha producido los mayores placeres como lector. Me refiero a la ya mencionada novela Confesiones del estafador Felix Krull, que Mann empezó a escribir, dejó de lado por largo tiempo y luego reanudó en el período final de su ciclo vital, sin llegar a concluirla. Es un libro por tanto que cubre ambas etapas de la carrera de Mann. El personaje principal de esta novela, que evoca conexiones con la picaresca española y hasta con Don Quijote es en a mi modo de ver el más carismático, ameno, ocurrente y simpático de toda la obra de Mann, y su historia pone de manifiesto a la vez un hermoso canto a la vida y un homenaje a la visión estética de la existencia.
El filósofo marxista Georg Lukács, en una colección de estudios sobre Mann, ha querido ver en el “estafador” Felix Krull la imagen de la presunta erosión y alienación del individuo bajo el capitalismo. Según Lukács, Mann hace que su Felix Krull asuma otras personalidades y engañe acerca de su verdadera identidad pues esa es la ruta de salvación que se ofrece al individuo en la sociedad capitalista, un individuo empobrecido por un contexto opresor que le desgasta e impide alcanzar una existencia plena. Sin ánimo de descartar el posible interés de esta y otras tesis de Lukács en su análisis de las obras de Thomas Mann, en lo que tiene que ver con Las confesiones del estafador Felix Krull creo que el filósofo húngaro introduce complicaciones sin suficiente fundamento, y retuerce hasta hacerles irreconocibles rasgos esenciales de una obra desprendida de las trampas de la psicología y sociología marxistas. En lugar de tales disquisiciones Mann nos regala una narración llena de alegría, de convicción, de apego y amor a la vida con una maestría y una autenticidad de veras poco comunes.
Confío y deseo que los lectores de estas notas se animen a leer a Mann si aún no lo han hecho, o a releerle si ya le conocen. Esa sería una grata recompensa al propósito de rendir homenaje a otro de mis héroes intelectuales.
(Nota: algunos lectores me han preguntado gentilmente qué número de autores cubriré en esta serie de artículos. Mi galería de héroes intelectuales no es demasiado extensa, y pienso que comentaré un total de ocho o tal vez diez escritores y pensadores).
Mis héroes intelectuales: Karl Popper
Poco después de llegar a Inglaterra para realizar mis estudios universitarios, en el ya distante año de 1971, me aficioné a un programa de la BBC Radio 4 titulado "Los discos de la isla desierta" ("Desert Island Discs"). Como tantas cosas en ese país amante de sus tradiciones, el mencionado programa comenzó en 1942 en plena guerra mundial y es todavía presentado cada semana. El formato es muy simple: un único invitado debe seleccionar las ocho piezas musicales que quisiera tener consigo y estar en capacidad de escuchar, en la situación hipotética de hallarse como náufrago en una imaginaria isla desierta. El conductor del programa y su invitado comentan sobre la música escogida, que es desde luego transmitida a la audiencia, y conversan acerca de las razones que motivan la lista de piezas musicales seleccionadas, así como sobre aspectos de la carrera y la vida del entrevistado de turno.
El programa se extiende por cuarenta minutos y las piezas musicales deben ser breves, de modo de ajustarse a ese límite y dar tiempo a que invitado y conductor intercambien puntos de vista. Esto es importante pues sé de amigos que pretenderían llevar a un programa similar (y a la isla desierta) las nueve sinfonías de Beethoven, o la totalidad de la casi interminable ópera "El Anillo del Nibelungo" de Richard Wagner. Mas ese no es el punto del programa; se trata de algo más ligero y entretenido y la selección puede mezclar pasajes de piezas clásicas con música de rock, jazz, pop, o lo que decida cada participante. Ya no le sigo con la asiduidad de otros tiempos, pero de vez en cuando reviso por Internet el sitio web de "Desert Island Discs", mediante el cual podemos explorar los archivos del programa desde los años cincuenta del siglo pasado y hasta la actualidad.
Resulta increíble escuchar, por ejemplo y entre muchos otros personajes, al mariscal Montgomery hablando de su música favorita, o a Marlene Dietrich, Arturo Rubinstein, V. S. Naipaul, Natalie Wood, Michael Caine, Tom Jones, Plácido Domingo, y hasta al ex espía Oleg Gordievsky, jefe de la KGB en Londres durante un período de la Guerra Fría, y a la vez agente infiltrado al servicio de los británicos. Han protagonizado el programa decenas de políticos, escritores, compositores, intérpretes, actores y actrices de cine y teatro, deportistas, arquitectos, y muchas otras personas de las más diversas procedencias y ocupaciones, y el archivo es un tesoro inagotable que nunca deja de producir hallazgos.
El lector se preguntará a estas alturas: ¿Y qué tiene todo esto que ver con Karl Popper, quien, que yo sepa, nunca participó en "Los discos de la isla desierta"? Pues, lo siguiente: así como siempre me ha resultado difícil completar una lista definitiva de ocho piezas musicales, como mero ejercicio hipotético, para llevar a una isla desierta, de igual forma me parece un desafío muy exigente compilar una lista de ocho libros con igual objetivo en mente, con una excepción. Sé que tratándose de libros portaría conmigo a la isla la obra de Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945). Los otros siete libros conforman una lista cambiante a lo largo de los años, aunque algunos tienen mayor perdurabilidad que otros; sin embargo esa obra de Popper permanece sin cambios en la selección.
Karl Popper (1902-1994) es otro de mis héroes intelectuales, gracias de un lado a la fuerza persuasiva de su pensamiento y del otro a la claridad de sus principios políticos. Popper es conocido por sus aportes en el campo de la filosofía de la ciencia y también por sus obras de filosofía social y política. Entre los primeros se destaca su libro La lógica de la investigación científica, publicado en alemán en 1935 (primera edición en inglés de 1959), así como su conocida recopilación de estudios titulada Conjeturas y refutaciones (1963). Este último libro en particular ofrece una perspectiva de conjunto del pensamiento de Popper, ya que incluye ensayos de filosofía e historia de la ciencia, de historia de las ideas en general y de discusión en torno a autores, temas y problemas puntuales que estuvieron en el centro del interés de Popper a lo largo de su fructífera carrera. En cuanto a las obras de reflexión política, además de la mencionada y fundamental La sociedad abierta y sus enemigos, debo mencionar su libro de filosofía social y de la historia, La miseria del historicismo (1961).
En todos estos ámbitos Popper avanza sobre la base de un planteamiento en apariencia simple, pero que en sus manos se convierte en un poderoso instrumento crítico. Más que de una idea hablamos de una convicción, la de que podemos aprender de nuestros errores. De hecho, Popper coloca como epígrafe al comienzo de sus Conjeturas y refutaciones una frase de J. A. Wheeler, según la cual “nuestro principal reto es el de cometer nuestros errores lo antes posible”, y desde luego extraer lecciones de los mismos. También en el prefacio a esa obra y en apretada síntesis Popper expone su tesis medular: la vida entera consiste en confrontar e intentar resolver problemas, y el camino para lograrlo exige en primer lugar entender que somos falibles, que nos equivocamos, pero de igual manera y en segundo lugar que podemos enmendar los errores, si les abordamos con una visión crítica y nos esforzamos por analizar sus raíces y consecuencias. Dicho en otros términos, reconocer nuestra falibilidad no debe verse como la apertura de una puerta hacia el escepticismo, sino más bien como el trazado de una ruta que facilita el crecimiento de nuestro conocimiento. No existe en el plano de lo humano una “verdad” definitiva, ni siquiera en las ciencias naturales, sino solo aproximaciones a la verdad, unas más sólidas que otras. La verdad es un parámetro regulativo y no una conquista final, y el conocimiento científico empieza por la formulación de conjeturas o hipótesis que luego deben ser sometidas a pruebas y al esfuerzo de refutarlas. Las respuestas que sobreviven permiten construir nuevos peldaños de una escalera que esperamos ascienda siempre, pero cuyo proceso de edificación es tentativo.
Si bien, como han señalados diversos comentaristas, el rumbo de la investigación científica no siempre se ajusta a las prescripciones teóricas de Popper, su tesis al respecto funciona como un modelo ideal. Apegarse en lo posible al mismo es útil, y de igual modo ocurre en el terreno de la organización social y la existencia política, pues la sociedad abierta que promueve Popper se sustenta en la libertad crítica, en la posibilidad de reconocer los errores y rectificarlos, de resolver los problemas de la vida en común a través de la confrontación de ideas y de su corrección sin dogmas.
Popper defiende la democracia pero no la exalta como una panacea. Su visión es sobria y ponderada, pues en su opinión la democracia no es sino un mecanismo para cambiar a los malos gobiernos sin el uso de la violencia. Esto último, que a algunos puede lucir como escasamente inspirador, es en realidad muy importante, pues aparte de que casi todos los gobiernos son malos o insatisfactorios, acceder a mecanismos que permitan cambiarlos sin recurrir a la violencia es un logro inmenso, que solo es justamente valorado cuando no existe. Por todo ello la democracia en sí misma no es suficiente; es necesario que la democracia se conjugue con la libertad, es decir, con las limitaciones al poder, con la existencia de una sociedad de individuos libres bajo leyes iguales para todos, y con la permanente vigencia de controles al arbitrio de los que en un momento dado detentan el mando político. Una sociedad abierta es la que hace posible la crítica, y es claro que Popper establece una analogía entre su comunidad científica ideal y la sociedad libre que propugna.
En otra de sus compilaciones, publicada el año de su fallecimiento y titulada En busca de un mundo mejor (1994), Popper incluye un excelente estudio sobre “La autocrítica creativa en la ciencia y el arte”, en el cual desarrolla una intrigante analogía entre ciertos procesos productivos del artista y del científico, comparando en el primer campo a Mozart y Beethoven. En el caso de Mozart, explica Popper, encontramos una manifestación del genio en estado puro, capaz de trasladar sus audaces concepciones al papel de una sola vez y prácticamente sin realizar posteriores correcciones. Beethoven, otro genio artístico pero quizás de otro tipo, procedía de manera diversa, sometiendo muchas veces sus intrépidas creaciones a laboriosa crítica y haciéndolas ascender por esa escalera sin fin de la perfección, hasta nuevos y más elaborados niveles. De acuerdo con Popper, de ese modo la hermosa "Fantasía coral" se convirtió en la aún más bella "Oda a la alegría".
En el plano político Popper se autodescribió como “una persona que valora la libertad individual y que está alerta frente a las amenazas de todas las formas de poder y autoridad”. Ante los que puedan erróneamente suponer que tal definición le acerca a una especie de anarquismo, Popper no se cansa de advertir que la libertad política solo puede existir y florecer dentro de un orden legal sostenido por un poder legítimo. Como ocurre con el caso de Friedrich Hayek (a quien por cierto Popper dedicó su obra Conjeturas y refutaciones), el respaldo de Popper a la economía de mercado no significa menoscabar el papel del Estado, sino focalizarle en su papel de garante de las leyes.
En conclusión, repito entonces que llevaría conmigo La sociedad abierta y sus enemigos a la isla desierta, pues es uno de los libros que más me han enseñado y de los que he obtenido los mayores deleites intelectuales. Sé que varios críticos de la obra han cuestionado ciertas interpretaciones específicas de Popper acerca de Platón, Hegel y Marx, y no dudo que puedan tener razón en algunas de sus objeciones concretas. No obstante, la crítica global que con brillantez despliega Popper en esa obra singular y de gran poder analítico me parece atinada, y su influencia en la lucha contra el totalitarismo jamás podrá subestimarse. De hecho, Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos durante los terribles años de la Segunda Guerra Mundial, y la concibió como su contribución personal al combate por la libertad en el terreno de las ideas. Pero el libro es bastante más que una detallada crítica a Platón, Hegel y Marx como enemigos de la sociedad abierta; es también un tratado que expone las propias tesis de Popper acerca del crecimiento del conocimiento y sus obstáculos, sobre los requerimientos de una sociedad libre y democrática, y con relación a la pregunta que con insistencia nos hacemos: ¿tiene algún sentido la historia? La respuesta de Popper, que no puedo glosar aquí pero que el lector curioso seguramente buscará por sí mismo, es de las más convincentes con las que me he topado.
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