LIBRO Y DOCUMENTAL
"FRENTE A LA GRAN MENTIRA (FALGM)"
El documental «Frente a la gran mentira» ha sido realizado por Atanasio Noriega, y pretende servir al propósito ilustrativo de desvelar uno de los mayores engaños de los últimos siglos en la materia política. Tomando como base y fundamento las ideas, los principios y el pensamiento de uno de los mayores pensadores políticos de todos los tiempos, el jurista español Antonio García-Trevijano Forte, esta producción audiovisual, que se distribuye gratuitamente y para el dominio público, desarrolla y expone los principales aspectos que han contribuido a la creencia extendida y falsa, de que hay democracia en España, de que hay Libertad, o que la ha habido algún momento.
Recoge y sintetiza las ideas de uno de los más prestigiosos juristas de todos los tiempos, y el más destacado pensador político de la historia de España: Antonio García-Trevijano Forte. Hasta ahora, su pensamiento, erudición y conocimiento, (que lo sitúa a la altura de otros como Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes o Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu) de este jurista y abogado granadino, había sido desconocido y desconsiderado en los centros académicos y de enseñanza españoles, y esto es el motivo de la elaboración de un documental, que trata de dar a conocer su figura, su acción pública, y especialmente su pensamiento y su obra de teoría política, filosófica y estética. A lo largo de las casi dos horas del montaje audiovisual, se denuncian y se explican toda una serie de cuestiones, hasta ahora desconocidas para la gran mayoría de personas, y que suponen por lo tanto una verdadera revolución en el pensamiento y el conocimiento a nivel internacional. Los principios científicos que fundamentan la exposición, y el hecho de que supongan un cambio paradigmático en la propia ciencia política, hacen de este documento un elemento único y de necesaria y obligada observación. Acontecimientos históricos en España, que comienzan en la conocida como “transición española” y que continúan con el golpe de Estado del 23F de 1981, preceden al desarrollo y explicación de una serie de fundamentos que permiten comprender, de forma fácil, conceptos más complejos de la política, y que, hasta ahora, habían sido ajenos al conocimiento de un público amplio.
El documental “Frente a la gran mentira” propone, a la consideración del espectador, asuntos que van a cuestionar, durante el desarrollo del metraje, todo aquello en lo que hasta ahora había creído, y que constituía en él, una forma de fe y de creencias equivocadas que conducían sus acciones. Aspectos que, por lo tanto, suponen una verdadera herejía y que rompen de forma sorprendente con todo lo establecido. Ante todo, “Frente a la gran mentira” es una apología de la libertad antropológica, de la libertad fundamental, que se distancia de cualquier consideración utópica del término.
¿Qué haría yo en Roma si no sé mentir?
JUVENAL
He mirado y vivido la política con ojos y sentimientos españoles. Pero al
mirar a España y sufrir sus falsas ilusiones y sus reales deficiencias, he
visto y sentido la falta de naturaleza democrática en las formas de
gobierno europeas de las que trae su causa el español. Una percepción
directa y una reflexión genuina sobre la mendacidad particular de la
transición española me llevaron de la mano a la conclusión de que la
mentira institucional denuncia siempre y en todas partes la falta de
democracia.
La libertad es ilusoria si los hechos que origina no son verídicos. El
despotismo del engaño que las libertades disimulan es más difícil de
abatir que la dictadura. Un pueblo perdido en el error puede vivir con
dignidad, porque a nadie se le exige que sea verdadero. Pero en lo
tocante al sentimiento de la veracidad en la vida pública todo estriba en
la clase de temple que se forja en el corazón de un pueblo habituado a
ser gobernado por la mentira. Las libertades públicas de que goza,
confundidas con la libertad política de la que carece, en lugar de
levantarlo sobre el miedo a la verdad, lo aplanan ante ella.
Es difícil escapar a la propensión psicológica de explicar la mentira
política por sus razones sociales, y los acontecimientos históricos por
sus causas finales. Pero el hombre no es de hielo para la verdad y de
fuego para la mentira, y la Humanidad no ha cesado de dar respuestas
azarosas a preguntas de sentido que sólo podrían contestar los dioses.
Buscar el sentido de la vida y de la historia de los hombres acucia y
despierta las imaginaciones, sin dar ocasión a la inteligencia de las
situaciones. Pero basta desvelar una gran mentira, como la de la
transición, y todo cobra sentido genuino. Sin este descubrimiento
repentino de la verdad todo en España sería oscuridad. Nada se
comprendería. Los efectos de la Gran Mentira son ya indisimulables.
Pero atribuidos a la democracia, los crímenes y robos de la clase
gobernante suprimen el sentido común, y hacen tan insensatos y
peligrosos a los que mandan desde el Estado como a los que obedecen
desde la sociedad. Sin saber que esto no es una democracia formal,
sino una formal oligarquía, nadie tiene respuesta para explicar lo que
nos pasa. Y los hechos estolidizan las opiniones. Sólo sabiendo que
todo es mentira adquiere sentido inteligible la realidad política.
Aparte de la sibilina diferencia entre mentira y «falsiloquio» y del mentiri
impudentissime del discurso jesuítico, la mentira no ha sido digna de
análisis ni reflexión en la historia de las ideas políticas. Platón alabó en
La República el mal intrínseco de la mentira que condenó en Las Leyes.
Pero la elocuencia de la democracia sólo puede vivir de la verdad. De la
verdad descriptiva de hechos y situaciones reales. Y no de la verdad
ejecutiva o «performativa» de una proposición, verdadera o falsa, que
llevó directamente desde el pragmatismo americano, con su noción de
verdad como «aserto garantizado», o «creencia socialmente
justificada» por su utilidad, al totalitarismo cognitivo de la propaganda
nazi. A este género de mentiras útiles, socialmente justificadas,
pertenece la especie política de la Gran Mentira.
Como auxiliar insustituible de las pasiones desaforadas de poder, de
fama, de riqueza o de rivalidad -como la mentira de partido-, la mentira
colectiva tiene una lógica tan rigurosa e inapelable que ya quisiera para
sí la «paradoja del mentiroso», que al fin y al cabo sólo es de
naturaleza semántica. La mentira política trasciende al lenguaje. Se
aleja de la «magnánima mentira» del poeta (Tasso). Y se aproxima, en
el sentimiento, a la religiosa.
Cuando se creía en los dioses, la verdad estaba en la realidad de las
cosas, en su permanencia. Lo verdadero era lo contrario de lo iluso.
Cuando se creyó en un solo Dios, la verdad pasó a residir en la
seguridad, en la confianza, en la fidelidad a la promesa contenida en
toda proposición moral. Para el griego la verdad era correspondencia
con la realidad del ser oculto de las cosas: su desvelamiento. Para el
hebreo, la conformidad con lo enunciado, el «así sea», el amén. A esta
segunda clase de verdad hebraica pertenece la fidelidad a la Gran
Mentira política. Por eso es tan difícil de desarraigar.
Muchos pensarán que esa labor de desengañar políticamente a los
pueblos la cumplen los fracasos de sus experiencias. Pero la historia no
es un laboratorio donde se pueda volver a comenzar el experimento.
Cada error hace más difícil encontrar la salida. Por eso las personas
ilustradas suelen confiar esa tarea a las ciencias, menos fiables que las
naturales pero más consistentes que la filosofía, que se ocupan de las
pasiones del alma o de retratar lo que la sociedad es y lo que antes ha
sido. No habría reparo en admitirlo si los métodos de la psicología de
las masas dispersas, de la sociología empírica y de la historia, además
de los datos concretos, captaran las causas del movimiento de los
fenómenos sociales y sus procesos íntimos de cambio.
En el mundo de la creación literaria se puede llegar a intuir esos
procesos en personajes individuales: «amo de tal manera mi villa natal
que la arruinaría antes que verla prosperar por una mentira» (Ibsen, Un
enemigo del pueblo). Pero nadie ha novelado todavía el mecanismo social que hace arraigar en todo un pueblo, contra la evidencia
contraria, una mentira política.
Una mentira colectiva arraiga en las creencias con más fuerza que la
evidencia de los hechos físicos porque es asumida como verdad
existencial. Es difícil escuchar con buena fe lo que contradice la primera
información o la creencia general. «Y como la mentira llega siempre la
primera, la verdad no encuentra ya sitio» (Gracián). Sobre todo si la
mentira da una buena imagen de sí mismo. La verdad no produce
indiferencia. Molesta a quien no la ama. «La complacencia hace
amigos, la verdad engendra odio» (Terencio). Y además, es difícil de
decir, aun sin motivo de ser falso. Por eso pudo expresar bellamente
Emerson que «El mundo parece estar siempre esperando la confesión
de su poeta».
Si hoy se está abriendo camino entre los españoles, como ayer les
sucedió a los italianos, el conocimiento de la superchería del Estado de
partidos no es porque de repente sientan la necesidad de vivir en la
verdad, y de desechar la Gran Mentira a causa de su falsedad, sino
porque esta mentira no ha cumplido su promesa de fidelidad, porque la
clase política ha sido infiel al sistema político de la Gran Mentira, a su
propio enunciado político.
Los italianos han reaccionado contra la «partitocracia» no por haber
sufrido una desilusión de lo que creían realmente, sino porque han sido
decepcionados de la fidelidad de los gobernantes a su mentira política,
porque la verdad del sistema ni siquiera era ejecutiva. Por eso siguen
dando tumbos sin tomar contacto con la tierra de la realidad, que es,
como en el mito griego, la única fuente de renovación de la fuerza
política. Y también por eso las encuestas de opinión no son fiables en
materia de libertad política.
Si comparamos dos fotografías de la cara de una misma persona,
cuando tenía veinte y cincuenta años, podremos ver los cambios
operados en sus facciones y en su expresión, pero nada nos dirán de
las causas personales que han hecho más triste o alegre su mirada, y
más duras o agradables sus facciones. Necesitaríamos ver, como en
¡Qué bello es vivir!, toda la película de su vida.
Eso sucede en las ciencias sociales. Algunas veces nos ofrecen
excelentes retratos. Pero para comunicarnos el sentido de sus fieles
fotografías tienen que montarnos una película. Y donde hay montaje,
donde hay voluntad de dirección y orientación de sentido de secuencias
fraccionadas, donde hay opción entre posibilidades, entonces entra en
juego la filosofía. Conocemos dos tipos de cine, o sea, de filosofía. Las
películas clásicas, como el teatro, plantean un problema, lo desarrollan
y lo resuelven. Las de serie, como la vida, se sabe cómo empiezan,
pero hasta los guionistas ignoran por dónde transcurrirán y cómo terminan. El mecanismo de nuestro conocimiento usual de las cosas
sociales es de naturaleza cinematográfica, como lo advirtió Bergson,
debido «al carácter calidoscópico de nuestra adaptación a ellas».
Este libro, revelador del engaño ideológico de lo que es y no es
democracia, ha sido compuesto, como una película clásica, con un
guión de filosofía del poder que, al estar basado en la realidad de los
países europeos, y al desvelar la mentira que cubre las instituciones de
la oligarquía de partidos, puede tener interés como inspiración para la
acción política y como elemento de reflexión para una teoría de la
democracia del siglo XXI.
La necesidad de teorías sobre la causa del poder de unos hombres
sobre otros ha sido sentida por la Humanidad con mayor premura que
su curiosidad por las leyes de la naturaleza. Y, sin embargo, la
superioridad de nuestros conocimientos en ciencias físicas y biológicas,
sobre los saberes en ciencias sociales y políticas, revela que no es la
complejidad de la cosa estudiada, sino la actitud mental ante la misma,
el buen o mal prejuicio, los que producen el avance o el estancamiento
del saber.
Sin una teoría plausible de la democracia, adecuada al mundo
moderno, la acción política está condenada a la improvisación y a la
repetición de los errores institucionales y de los horrores morales de las
formas no democráticas de gobierno. Y la más insidiosa de todas ellas
es el actual Estado de partidos, un régimen político que ha destruido,
con la inmoralidad pública apoyada en un tercio del electorado, la
sensibilidad popular ante el crimen de los gobernantes.
La necesidad de una nueva teoría la justifica la creencia común de que
esto, la corrupción y el crimen de Estado, la inmoralidad pública de la
sociedad, es oficialmente la democracia. Este libro comienza con la
destrucción de esa gran mentira oficial. Pero una mentira política sólo
prospera cuando, además de ser enorme, está basada en una ficción
legal y en algún mito de la tradición.
Cuando una mentira política logra revestir de legalismo a su enormidad
delirante, en muy poco tiempo arraiga como creencia existencial ilusa,
que se basta a sí misma sin necesidad de confrontarse con la realidad.
Pero «del mismo modo que la ilusión prescinde de toda garantía real»
(Freud), el deseo de creer la mentira obedece a impulsos colectivos
desprovistos de buena fe.
El triunfo de la Gran Mentira sobre la verdad de la democracia exige la
concurrencia de mala fe intelectual en una generación oportunista, y la
ocultación permanente de los hechos históricos que la hicieron posible
en otros pueblos. La mala fe intelectual en la mentira histórica no es
fenómeno extraño. En la condición humana está inscrita la propensión a
las actitudes negativas contra sí mismo. Por ser negación de sí, la mala fe se distingue de la mentira, que sólo niega algo ajeno al propio ser.
Cuando la mala fe afecta a toda una generación, como ha sucedido en
la transición, se convierte en una cultura que utiliza la duplicidad para
realizar la impostura. Lo dramático de la mala fe, frente a la ingenuidad
de la mentira, no está en lo que tiene de «mala», sino en lo que pide de
«fe»: en esa ilusa creencia de que se es algo siendo, y no sólo
fingiendo, lo que no se es.
Por eso pudo decir Sartre que «el acto primero de la mala fe se lleva a
cabo para huir de lo que se es». Si sólo se tratarade fingir la
democracia, el problema sería más fácil de resolver. Bastaría faire une
remontrance, poner el fingimiento ante el espejo de la realidad. Porque
la huida de la realidad que la propaganda realiza no puede llevarse con
ella los fenómenos reales que refleja el espejo: mentir, robar y matar.
El conformismo no sería tan vil, ni la Gran Mentira tan global, si se
tratara de una falsedad de detalles, y no de un discurso falso en todos
los detalles. Por esa mala fe, todas sus palabras, incluso las que
expresan por azar una realidad, llegan a ser acústicamente
repugnantes.
No se puede probar la falsedad de la Gran Mentira por el carácter
inhumano de sus efectos. La ideología dirá que son consecuencias de
la naturaleza corrupta del poder. Sólo enfrentando la mentira con la
verdad en la historia de la democracia se podrá ver la cínica falsedad
del Estado de partidos.
Por esta razón he dividido este libro en dos partes bien diferenciadas.
En la primera, se descubre la Gran Mentira de que «esto» es una
democracia (capítulo I); se analiza la causa ideológica que sostiene a la
Gran Mentira (capítulo II); se relata el mito histórico que la creó
(capítulo III) y se compara con la verdad en la historia de la democracia
(capítulo IV).
El lector que haya recorrido este camino de depuración de las falsas
ideas políticas y de los falsos hechos históricos, que embadurnan de
tintes oligárquicos y demagógicos a la democracia, podrá entonces
introducirse, liberado de prejuicios liberales o socialistas, por el sendero
abierto en la maleza ideológica a golpes del machete de la verdad no
ideológica. Sendero que nos lleva hasta el mismo umbral de la teoría de
la democracia. Hasta el lugar donde la dejó iniciada Montesquieu, y que
Rousseau no pudo continuar a causa de su rechazo de la
representación política.
En la segunda parte, que puede ser leída con independencia de la
primera, se justifica la necesidad de una teoría de la democracia porque
no hay reflexión política que merezca tal nombre en la literatura
europea (capítulo V); y se sugiere una introducción a la teoría pura de
la democracia, separándola rigurosamente de todo lo que se confunde vulgarmente con ella (capítulo VI) y de la democracia pura de
Rousseau.
La dificultad teórica de dar una definición de la democracia que sea
válida, tanto para el mundo antiguo de los atenienses como para las
modernas sociedades norteamericana y europea, donde el poder
monetario y el de los medios de comunicación alteran el juego
institucional de los tres poderes clásicos del Estado, mitiga la osadía
intelectual de proponer la posibilidad de una teoría pura (capítulo VII),
que permita dar una definición de la democracia política (capítulo VIII).
Respecto de Rousseau, me basta con recordar aquí que el núcleo de
su doctrina es una trasposición al campo de la política de la idea de la
voluntad general de Dios, contenida en los Escritos sobre la gracia de
Pascal, cuando dice que el hombre debe inclinarse hacia lo general, ya
que en el particularismo está la fuente de todos los males y de la
egolatría. Malebranche advirtió después que Dios no podía salvar a
todos y a cada uno de los mortales, porque la función divina, a causa
de la uniformidad de sus leyes, es de orden general.
Rousseau utilizó esa idea religiosa para sintetizar, en la «voluntad
general», la generalidad de la ley con la voluntariedad del contrato
social. Siguió así la tradición del pensamiento francés que, con su
adoración de la «generalidad», ocupa un lugar intermedio entre la
«universalidad» alemana, que se traduce en el imperativo categórico de
Kant, y la «particularidad» del empirismo inglés, que se refleja con
dramatismo en William Blake: «El que haga el bien a otro debe hacerlo
en detalles minuciosos. El bien general es alegato de los canallas, los
hipócritas y los aduladores.» Y con moderación en Huxley: «Los
detalles, como cada uno sabe, conducen a la virtud y a la dicha; las
generalidades son, desde el punto de vista intelectual, males
inevitables.»
La voluntad general es un concepto tan oscuro como inútil. En Dios, la
oscuridad de su voluntad general era un aliciente para la teología. Pero,
trasladada a los hombres, la voluntad general, que no es la voluntad de
todos ni la voluntad de la mayoría, se convierte en una denominación
abigarrada del tradicional «bien común» o del moderno «interés general». Que sólo pueden ser interpretados, frente a las necesidades o
conveniencias de las sociedades plurales, cuando se dan unas
circunstancias tan claras de peligro o beneficio común que hasta el más
cretino las vería.
El principio de la voluntad general encierra una contradicción lógica
insuperable como fundamento de la ley positiva. Si los conjuntos
pueden reducirse a sus partes constituyentes, y la voluntad general
debe ser tratada en pura lógica como un conjunto de voluntades individuales, las obligaciones particulares de estas últimas no pueden
explicarse o justificarse por la primera.
Pero, al fin y al cabo, la suerte del pensamiento político no la decide el
discurso teórico, sino su versión práctica en el curso de la historia y de
la acción. Por eso le doy tanta importancia, para el cabal conocimiento
de las instituciones actuales y de los conceptos y términos más usados
en el lenguaje político, a los acontecimientos que los forjaron. Y de
manera especial, a los de la Revolución francesa, de los que traen su
causa todos los sistemas parlamentarios del continente, y entre ellos el
español.
El término democracia ha inducido a muchas confusiones a causa de la
indeterminación del concepto expresado con la voz pueblo. Por su
etimología, democracia significa fuerza del pueblo. Pero el abstracto
pueblo es un vocablo polisémico que designa no sólo a los habitantes
de un territorio y al territorio mismo, al país y a su población, sino
también a la comunidad política de un Estado, a los estratos sociales
más bajos y numerosos de la sociedad, y a la aglomeración o manifestación activa de masas desorganizadas, pero orientadas o atraídas
hacia un mismo fin.
Estos dos últimos significados fueron causantes de que la voz
democracia no tuviera buena prensa en la literatura política anterior y
coetánea a la independencia de EEUU y la Revolución francesa. Y
además, de que durante el siglo XIX se entendiera por democracia, no
una forma de gobierno para toda la comunidad sino la igualdad de
condiciones en el estado social o la presencia en las instituciones
electivas del elemento popular que se oponía a la aristocracia, como en
la República de Roma o en Inglaterra.
Una teoría de la democracia, como forma de gobierno, ha de hacer
frente a este problema de vocabulario. Porque el pueblo, en tanto que
sujeto pasivo de la acción de gobierno, no tiene la dimensión o el
significado del pueblo que vota en las elecciones, ni del que toma parte
en los movimientos de conquista de la libertad política o de los
derechos sociales.
Y conceptos distintos de pueblo deben ser designados con palabras
distintas, si se quiere evitar la equivocación que causa utilizar el
adjetivo democrático como cualidad común a todos ellos.
El vocabulario de las lenguas modernas no ha conservado la otra raíz
griega que, junto a la de demos, designaba también al pueblo con la
voz laós, en la Ilíada y la Odisea. Una pérdida lamentable porque laós
expresaba la parte activa y viril de la comunidad que tomaba parte en
acciones de guerra o de conquista política, a favor de un jefe heroico
con el que voluntariamente se identificaba (Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2, París, Minuit, 1969, págs. 89 y
sigs.).
Las ideas nuevas requieren a veces ser designadas con palabras
nuevas. He recuperado esa voz homérica para crear los términos
«laótico» y «laocrático», calificativos de la cualidad potencial o real del
pueblo que se moviliza en grupo constituyente de la libertad política y
de la democracia. Estos nuevos adjetivos permiten distinguir lo que es
acción laocrática de una parte del pueblo y lo que es resultado
democrático para todo el pueblo.
La tarea de una obra de pensamiento político debe ser la misma que la
pedida por Beaumarchais a los hombres de teatro: poner al descubierto
los vicios y abusos que se disfrazan bajo la máscara de las costumbres
dominantes. Pero proponiendo acciones que no sólo hagan parecer
ridículos o bochornosos esos vicios y abusos, sino que destruyan la
propia máscara política que los ampara.
Aunque no comparto la visión de la política del teólogo americano
Niebuhr, para quien la democracia es «una solución aproximada a
problemas insolubles», no obstante, hago mia su preciosa idea y su
precisa plegaria: «Dios, danos la gracia para aceptar con serenidad las
cosas que no pueden cambiarse, valor para cambiar las que pueden
ser cambiadas y sabiduría para distinguir unas de otras» (Hombre
moral y sociedad inmoral, 1932). Porque para cambiar todo es necesaria la tiranía, y para no cambiar nada, la iniquidad.
Las rebeliones concretas y calculadas contra el crimen y la arbitrariedad
«de Estado» han hecho avanzar la humanidad por senderos de
seguridad y de esperanza de libertad que las pretensiones abstractas e
incalculables de las revoluciones no han podido hollar.
Por apagado que parezca en medio de la niebla del engaño, el discurso
de la verdad luce hoy por la libertad política. Cuando impera la mentira,
el miedo a decir la verdad se reclina en la lisonja pública y hasta la
misma majestad se posterga ante el frenesí adulatorio. La ocultación de
la verdad fomenta una pasión depravada por la tranquilidad que hace
de los gobernados los primeros enemigos de sus propios derechos.
VER+:
FRENTE A LA GRAN MENTIRA PO... by Yanka
El Discurso de La Republica... by Baldomero Castilla Roldan
Teoria Pura de La Democraci... by Humberto Gonzalez Briceno
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