EL Rincón de Yanka: LIBRO "CARTAS DEL SOBRINO A SU DIABLO". CRÓNICAS DE LA ESPAÑA CORONAVÍRICA 〰🔆〰

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sábado, 26 de septiembre de 2020

LIBRO "CARTAS DEL SOBRINO A SU DIABLO". CRÓNICAS DE LA ESPAÑA CORONAVÍRICA 〰🔆〰


CARTAS DEL SOBRINO A SU DIABLO
CRÓNICAS DE LA ESPAÑA CORONAVÍRICA

En "Cartas del sobrino a su diablo", homenaje explícito y devoto a la magna obra de C.S. Lewis, Juan Manuel de Prada brinda a los lectores un muy mordaz y penetrante análisis de la España azotada por el coronavirus. Y lo hace, como el propio título del libro sugiere, cediendo el protagonismo literario a Orugario, un demonio vanidoso y procaz al que se le ha encomendado la devastación de nuestro país. En epístolas dirigidas a su tío Escrutopo, Orugario detalla todos los ardides que ha ideado para infligir el mayor daño posible a los españoles, antaño tan apegados a los designios del Enemigo: el acre enfrentamiento entre el negociado de izquierdas y el de derechas, la degeneración de las residencias de ancianos en hórridos morideros, la idolatría de la ciencia, los experimentos de la biopolítica, la imposición de las mascarillas en todo contexto y la destrucción de la economía nacional para beneficio de una plutocracia de la que los gobernantes son serviles lacayos. Y todo ello mientras la fe de los hombres se apaga como una llama… ¿para siempre? Tal vez el mal, después de todo, no tenga la última palabra.

«Estas Cartas del sobrino a su diablo no pretenden ser una obra apologética, sino una crónica muy punzantemente satírica de la crisis —política, social, económica, también religiosa— desatada (o tal vez sólo desvelada) en España por la plaga coronavírica, con alusiones muy directas a la más estricta actualidad; crisis que, desde el primer instante, juzgué una ocasión pintipirada para que el mal se quitase la careta y se exhibiese en todo su acongojante esplendor» (Juan Manuel de Prada).

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Estas "Cartas del sobrino a su diablo" se publicaron (en una versión ligeramente abreviada), desde mediados de abril hasta comienzos de agosto de 2020, en el diario ABC, donde colaboro ininterrumpidamente desde hace más de veinticinco años. Durante casi cuatro meses, mi tribuna habitual en este periódico fue usurpada por Orugario, un joven diablo urdido originariamente por el genio de C. S. Lewis, a quien esta serie de treinta y una cartas —las mismas que Escrutopo dirige a Orugario en The Screwtape Letters— rinde un homenaje explícito y devoto (aunque, desde luego, no intente imitar el estilo ni la intención de aquellas soberbias piezas). Recordará el amable lector que, en la obra de Lewis, Orugario era todavía un diablo muy bisoño, a quien su tío Escrutopo instruye sobre los métodos, estrategias y subterfugios que debe emplear para lograr que el alma de su “paciente” (o sea, de su víctima) se aparte de Dios (designado siempre como “el Enemigo”). Cartas del diablo a su sobrino podría describirse como el más agudo e irónico libro de apologética cristiana jamás escrito; y, desde luego, cualquier intento de emularlo está llamado al fracaso. 

No piense, pues, quien se acerque a estas "Cartas del sobrino a su diablo" que, aparte de rendirle homenaje, pretendo imitar la obra maestra de Lewis, ni codearme con ella, ni nada parecido. Aunque recorridas por una constante inquietud religiosa (pues, como Donoso Cortés, considero que en toda cuestión política va envuelta una cuestión teológica), estas Cartas del sobrino a su diablo no pretenden ser una obra apologética, sino una crónica muy punzantemente satírica de la crisis —política, social, económica, también religiosa— desatada (o tal vez sólo desvelada) en España por la plaga coronavírica, con alusiones muy directas a la más estricta actualidad (algunas tan directas que el paso del tiempo las tornará inevitablemente crípticas o incomprensibles); crisis que, desde el primer instante, juzgué una ocasión pintipirada para que el mal se quitase la careta y se exhibiese en todo su acongojante esplendor (como, en efecto, ha ocurrido y sigue ocurriendo). En vísperas de la declaración del estado de alarma que nos mantuvo recluidos en nuestros domicilios durante meses, me asaltó la desazonante impresión de que España era terreno propicio y abonado para el “padre de la mentira”. Durante las semanas anteriores, se habían sucedido en todos los medios oficialistas las noticias sobre los estragos crecientes causados por la plaga (rampantes en la vecina Italia, incipientes pero ya muy notorios en España); y las advertencias y consejos para evitar el contagio habían sido constantes, mientras las primeras restricciones a las aglomeraciones humanas se empezaban a aplicar. Pero todas estas precauciones y alarmas se acallaron para exhortar a la participación en las manifestaciones que por aquellos días se convocaron irresponsablemente. Lo dejé escrito en uno de los últimos artículos que publiqué en ABC antes de que Orugario se adueñase de mi tribuna: “Pero estas reglas [las restricciones, advertencias y consejos] no rigen para las manifestaciones feministas; pues los réditos propagandísticos que su celebración rinde al sistema son mucho más valiosos que el contagio de unos cuantos pánfilos y pánfilas". (“Señalando conspiranoicos”, 6 de marzo de 2020). 

La celebración de aquellas manifestaciones no fue una irresponsabilidad (como a toro pasado se dijo desde el negociado de derechas), tampoco un involuntario error provocado por la falta de evidencias o informes fiables (como se pretendió desde el negociado de izquierdas). Fue un designio sistémico irrenunciable; pues lo que en aquellas manifestaciones se postulaba era el estilo de vida que interesa al Dinero: una sociedad desvinculada de hombres y mujeres a la greña, donde la infecundidad favorezca los sueldos misérrimos y la “movilidad” laboral. Fue un designio sistémico irrenunciable, como luego lo sería el cierre de miles de pequeños negocios durante el estado de alarma, que causaría fatalmente su ruina (mientras las multinacionales del comercio electrónico hacían su agosto, sobre los escombros de esa ruina), o la imposición de una renta mínima (exigencia de la plutocracia globalista, que a costa de las exacciones infligidas a las clases medias piensa sofocar las revueltas que de otro modo provocarían los millones de nuevos parados que se dispone a crear para siempre). Pero este designio sistémico pasa inadvertido para una inmensa mayoría de españoles que cree ilusamente (si se adscriben al negociado de derechas) que los caniches que nos gobiernan pretenden implantar una “dictadura bolivariana”, sin entender que lo que se avecina es algo infinítamente más protervo; o bien creen cándidamente (si se adscriben al negociado de izquierdas) que las medidas arbitradas por el designio sistémico son “escudos sociales” o parecidas zarandajas. 
Definitivamente —concluí en aquellas jornadas iniciales del estado de alarma—, España era terreno propicio y abonado para el “padre de la mentira”. 

Pero este “padre de la mentira” ya no precisa, para desarrollar su misión, del estilo sibilino y solapado de aquel demonio Escrutopo urdido por C. S. Lewis en la sublime "Cartas del diablo a su sobrino". El “padre de la mentira” puede ahora mostrarse chulángano y sin recato, puede mostrarse procaz y desinhibido, petulante y orgulloso de sus fechorías; y, además, puede desarrollar estrategias mucho más vastas (utilizando como “pacientes” a pueblos enteros) y descaradas que las muy taimadamente sutiles que diseñaba Escrutopo en la obra señera de Lewis. Así fue como concebí a este Orugario que ya no es el diablo novato y titubeante imaginado por Lewis, sino un faltón vitriólico y un sobradísimo sinvergüenza, perito en insolencias y retruécanos barrocos, que no vacila ni siquiera en hacer escarnio de las argucias empleadas por su tío Escrutopo, a quien considera un carcamal que no ha sabido adaptarse a estos tiempos infiernados; y en su soberbia y desprecio por los españoles, Orugario no vacilará en recurrir a las malignidades más estridentes, sin preocuparse siquiera de maquillarlas. Y es que, cuando Lewis escribió sus insignes cartas diabólicas, el mal aún necesitaba rendir un homenaje (aunque fuese hipócrita) a la virtud; y todavía no se había consumado aquella sobrecogedora inversión de la conciencia moral señalada por el profeta Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!». Y cuando el clima de la época ha alcanzado ese cenit de perversidad en el que esta inversión de la conciencia moral se ha consumado, el mal puede actuar con esa libertad absoluta a la que se refiere Hegel en su Fenomenología del espíritu, para la cual «el mundo es simplemente su voluntad». 

En efecto, en esta España convertida en un pudridero apóstata el mal puede —como señala Orugario en alguna de sus cartas, citando a Marcuse— «reconfigurar la realidad, aun en contradicción con los hechos», e instaurar su propia lógica, que a los espíritus estragados por el fanatismo ideológico se les antojará irreprochable expresión del bien. Y así las voluntades malignas pueden actuar con libertad absoluta, sabiendo que entretanto las gentes —cada vez más fanatizadas y dispuestas a abrazar gozosas las reconfiguraciones de la realidad que imponen las ideologías— se mantienen enzarzadas en una demogresca aturdidora que les impide desvelar la verdadera naturaleza —preternatural— de lo que está ocurriendo ante sus ojos. 

Con estas "Cartas del sobrino a su diablo" he querido contribuir modestísimamente a ese desvelamiento. Si adopté un tono satírico muy cáustico y en ocasiones rabiosamente procaz es porque hay realidades tan tenebrosas que sólo pueden ser abordadas sarcásticamente, si no deseamos que nos gangrenen el alma de horror y amargura. En el prefacio de Cartas del diablo a su sobrino, Lewis se refiere a un angelical clérigo que no entendía la intención irónica de las sucesivas entregas que luego formarían el libro y escribía indignado a la revista que las publicaba, quejándose de los consejos “diabólicos” que en ellas se ofrecían. Debo confesar que la incomprensión con que fueron recibidas estas Cartas del sobrino a su diablo fue mucho más numerosa, e incluyó algunas presiones marrulleras para que interrumpiera su publicación, que al parecer a cierto tipo de lector —burguesorro y obtuso, también timorato y meapilas— se le hacía demasiado incómoda, tal vez porque se sentía señalado y zaherido. Y también estas cartas se tropezaron —la charca de ranas de interné favorece estas confusiones— con multitud de zoquetes, mucho menos angelicales que le clérigo al que se refiere Lewis que, ignoraban las exigencias de la perspectiva y el punto de vista (y, en general, toda la preceptiva literaria) y se solivientaban con las afirmaciones de Orugario, convencidos de que coincidían con las opiniones del autor. También fueron muchos los zoquetes que, por no entender las cuestiones filosóficas o teológicas que en las cartas se discuten o dirimen, bramaron contra ellas, reclamando mayor claridad en la exposición. Y hasta hubo sedicentes amigos que de forma más o menos meliflua me sugirieron que abandonase un proyecto tan antipático y escabroso. Por supuesto, yo me acogí a la enseñanza de Quevedo («No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente / silencio avises o amenaces miedo») y no cejé en el empeño hasta completar las treinta y una cartas que me había propuesto desde el principio escribir. 

Algún día deberá reconocerse sin ambages la devaluación que ha sufrido la literatura (y también el periodismo) por intentar halagar el gusto de los zoquetes que pululan por interné. Y también deberá reconocerse que no hay estímulo más fecundo (y a la vez aflictivo) para el escritor verdadero y no fingido que sobreponerse a la incomprensión de sus contemporáneos y fortalecerse en sus empeños, por impopulares que sean, evitando halagar al público facilón, chabacano o directamente ignaro (que es lo que siempre hace el escritor fingido). La escritura de estas Cartas del sobrino a su diablo fue, sin duda, uno de los mayores estímulos en mi carrera literaria; pues aparte de la incomprensión generalizada (a todos los zoquetes enumerados habría que sumar los botarates que se quejaban de que no escribiese cosas más “positivas” y buenrollistas, a juego con la letra de Resistiré y los aplausitos de los balcones), padecí también la comprensión plena —e iracunda— de ciertas gentes sulfurosas que entendían perfectamente su intención y se revolvían furiosas contra ella, como siempre hacen quienes «creen y tiemblan». 

Debo dar las gracias efusivamente, pues, a las pocas personas que me animaron a proseguir esta serie cuando más señales perfumadas de azufre recibía para abandonarla, entre quienes mencionaré muy específicamente a María Cárcaba, la rubia de mis sueños y de mis insomnios, a Miguel Ayuso (que todavía deseaba que a las cartas añadiese un brindis final del diablo, por apurar el homenaje a Lewis) y a Luis Enríquez, que me brindó un consejo muy valioso, en un momento en que la continuidad de la serie era problemática. También a Pablo Cervera, mi cura de cabecera, que aplaudió la edición de estas cartas ante Gabriel Ariza, editor de Homo Legens. Y a mi apreciado Julio Llorente, encargado de aliñarlas para que tuviesen una segunda salida quijotesca, agavilladas en este librito tan coqueto que tienes entre tus manos, querido lector. Y sé que lo has elegido porque crees y no tiemblas. 

Madrid, agosto de 2020.

No se me escapa, dilectísimo tito Escrutopo, que pensabas que iba a fracasar cuando propusiste que fuese yo, tu bisoño sobrino Orugario, quien se encargara de aprovechar las consecuencias de la plaga coronavírica que devasta España. Como eres un carcamal, creías que España era todavía la tierra que en épocas pretéritas defendió con ardor a nuestro Enemigo. Pero la España contemporánea es un pudridero apóstata, más lastimoso que los pudrideros paganos de antaño. Pues no en vano España fue elegida durante siglos por nuestro Enemigo como general de su ejército; y quien rechaza ese honor tiene necesariamente que comerse las algarrobas de los puercos.

Me encomendaste, venerado tito, que vigilara que se las comiese todas, evitando que en su alma ulcerada floreciese el más mínimo brote de conversión; y a ello me estoy empleando con denuedo. Permite que desde hoy te vaya narrando las vicisitudes de mi campaña victoriosa desde este rincón de papel y tinta que he usurpado a un tal Prada, un escritor tronado y sin lectores, soldado de nuestro Enemigo mil veces vapuleado al que, sin embargo, sigue entregando su mellada e insignificante pluma, el muy gilipollas.

Déjame que te cuente hoy cómo los españoles se van a comer la algarroba de la «renta mínima universal» gracias a la izquierda caniche, siempre dispuesta a ejercer de mamporrera de nuestros intereses. Tú mismo, venerado tito, propusiste a la Plutocracia Globalista esta sagaz bicoca, que le permitirá deshacerse fácilmente de millones de trabajadores y a la vez acaparar los devastados tejidos productivos nacionales a precio de ganga. Pero a esos trabajadores convertidos en chatarra humana conviene engolosinarlos con una limosna que, a la vez que los bestialice (pues no otro es el destino de los hombres a quienes se priva de un trabajo digno), los amanse, evitando que se revuelvan contra la Plutocracia. Y, para que esta sagaz estrategia funcionase, había que presentarla como una operación de «falsa bandera» comandada por los tontos útiles de la izquierda caniche, que la presentan como una «conquista social». ¿Has oído a ese vicepresidente del Gobierno español, que presume de coincidir en las bondades de esta medida (¡fíjate si considerará idiotizados a sus adeptos!) con un homólogo subido al guindo del Banco Central Europeo? ¿Puedo confesarte que mi bálano ha llorado lágrimas de felicidad al escuchar tal alarde cínico, tito amado?

Las mismas que ahora llora el tuyo, asombrado de mis astucias. La izquierda caniche, en lugar de ayudar con fondos del erario público a las pequeñas empresas locales que procuran un trabajo digno a millones de trabajadores, para que puedan seguir empleándolos mientras dure la plaga, las abandona a su suerte, condenándolas a la quiebra, para que luego la Plutocracia pueda comprarlas a precio de saldo. Y, a la vez, los trabajadores condenados al paro por la izquierda caniche acabarán comiendo de la mano que los condenó (y votándola), tras aceptar ese soborno o renta mínima que en breve los convertirá en lumpen, incapacitándolos económicamente para formar una familia (pero ya les brindaremos «remedios de la concupiscencia» mucho más divertidos que el matrimonio). Además, esta renta mínima tendrá que ser sufragada mediante salvajes exacciones tributarias a las declinantes clases medias, que después de ser exprimidas se convertirán también en lumpen. Para entonces, la Plutocracia ya se habrá largado con la pasta, dejando a los españoles chapoteando en el fango. Reconoce que soy un genio, querido tito Escrutopo; reconoce que pronto ocuparé tu trono. Entretanto, seguiré narrandote mis hazañas desde este rincón de papel y tinta.

Sigo narrándote, carísimo tito Escrutopo, mis hazañas en esta España arrasada por la plaga coronavírica, que donde había un pimpante pudridero apóstata está logrando un espléndido moridero sacrílego, sin caridad ni sacramentos.

Hoy tengo que contarte, regocijado, mis argucias para lograr una unidad de pacotilla en este trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín. Y aquí, tito amado, no puedo dejar de agradecerte el trabajo previo que los carcamales de tu generación realizasteis entre los españoles, instaurando entre ellos una deliciosa demogresca cuyo perfume -más embriagador aún que el del napalm- me gusta olfatear cada mañana, mientras me afeito los pelos hirsutos del ano. Gracias, venerado tito, por hacer honor a nuestro nombre de diablos y dividir a los españoles en un rifirrafe ideológico que los ha ido alejando de nuestro Enemigo; y gracias, sobre todo, por crear la partitocracia, que alimenta las disensiones y azuza las rencillas de los españoles, haciéndoles creer absurdamente que defienden cosas distintas, mientras hace fuertes a los demagogos que los apacientan. Y este bendito clima de demogresca ha adquirido ahora su versión suprema en las redes sociales, donde los españoles más envilecidos se despellejan en pandemónium de coprolalia. A veces, cuando veo que puedo ganar algun alma, no resisto la tentación de chapuzarme en estas redes, soltando algún pedo hediondo que envisque todavía más a los españoles y los haga desgañitarse de odio, como alimañas rabiosas en disputa de la carroña. Me divierto horrores, aunque bien sé que se trata de un placer plebeyo, indigno de un espíritu puro como yo.

Por ello he ideado una nueva y refinadísima añagaza para asegurar su perdición. Los carcamales de tu generación, tito Escrutopo, os conformábais con sembrar la cizaña entre los pueblos; la audacia de tu sobrino Orugario no se conforma con tan destructivo pero facilón recurso. Como bien sabes, el camino más seguro hacia el infierno es el mal disfrazado de bien, muchísimo más venenoso que el mal a rostro descubierto. Así que me he metido en el cerebro del asesor áulico Iván Redondo (lo cual no ha sido tan fácil, porque primero he tenido que atravesar la capa estropajosa de su implante capilar, con pelos más hirsutos que los de mi ano), inspirándole la idea difusa de «unidad» que luego su teleñeco, el doctor Sánchez, ha repetido cual lorito. ¡La unidad, tito, que como bien sabes los pueblos alcanzan mediante la unión de las inteligencias en lo que es verdad, la unión de las voluntades en lo que es honesto y la unión de los espíritus en lo que es justo; una trinidad de unidades que sólo puede congregarse en torno a quien es uno y trino. Pero nosotros, que somos la mona de nuestro Enemigo (o sea, sus imitadores perversos), podemos ofrecer a los españoles una unidad de pacotilla, mediante la unión de las inteligencias en la mentira, la unión de las voluntades en lo deshonesto y la unión de los espíritus en lo injusto. Y esta unidad execrable deberá congregarse en torno al doctor Sánchez, que es una nada devoradora, un no-lugar anegado por el vacío, para despues completarse -trinidad paródica en torno a un diablo único, que es tu sobrino Orugario- añadiendo a alguna arrimada con ansias de protagonismo y casando a algún barbudito imberbe, que aunque a regañadientes terminará sumándose por flojera, pensando que podrá separarse cuando quiera. Pero, una vez que se hayan unido, no se podrán separar, porque yo tengo un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas que se llama «consenso», el punto de encuentro de la gente sin principios desde el que se corta el bacalao y se reparte la guita.

Cuando más escéptico estaba de poder destruir moralmente a los españoles, aprovechando la plaga coronavírica, me llegó tu envío, queridísimo tito Escrutopo. Al recibirlo, pensé ilusionado que sería una colección de tebeos hentai, para que me consolase tocando la zambomba; así que me pillé un cabreo de órdago al comprobar que era un libraco titulado «Tratado de la naturaleza humana», de un tal David Hume. Pero enseguida recordé que -por carcamal y por diablo- nunca das puntada sin hilo y me puse a leer. ¡Oh ínclito tito, cuántas enseñanzas provechosas me aguardaban! Los filósofos al servicio de nuestro Enemigo enseñaban que las facultades sensitivas deben subordinarse a las intelectivas, de tal modo que emociones y sentimientos sean elevados y depurados por la razón, que es la encargaba de emitir los juicios morales. Pero este cabronazo de Hume sostenía que los juicios morales nacen del sentimiento, de una emoción o «agrado» interior que se calibra con dos medidas: la utilidad, que nos permite calificar como buenas las acciones que mayor agrado nos procuran; y la simpatía, que es la tendencia a participar de los sentimientos de los demás, para formar parte de la tribu.

Entendí entonces tu intención proterva, dilectísimo tito. ¡Se trataba de suscitar este emotivismo moral descrito por Hume entre los españoles, para que su inteligencia, anegada por una melaza sentimental, fuese incapaz de discernir las oscuras realidades que se están desarrollando ante sus ojos! ¡Se trataba de exponerlos a un constante bombardeo emocional que les provocase un agrado a la vez útil (placentero) y simpático (compartido por la tribu)! De este modo, no podrían rebelarse contra la iniquidad de unos gobernantes que exponen al contagio al personal sanitario; no podrían repudiar la iniquidad social que amontona a los viejos en morideros; no podrían hacer examen en conciencia de su propia iniquidad personal y ponerse en paz con nuestro Enemigo.

De inmediato me movilicé, para mantener a mis víctimas pegadas como lapas a sus pantallitas, alejando de ellas la funesta manía de pensar (y más aún la execrable de rezar) y excitar el emotivismo moral de un pueblo que, por estar atenazado por el miedo y sin defensas espirituales, sería inevitablemente explosivo. Me preocupé de que en los telediarios se dejasen de emitir imágenes que hiciesen pensar en la muerte, en la enfermedad o en cualquier otra idea por la que pudiera infiltrarse nuestro Enemigo; y en su lugar se empezaron a suceder noticias botarates: artistillas sistémicos cantando «Resistiré», macizas (y macizos) ensayando coreografías buenrrollistas u horneando bizcochos, psicoterapeutas animándonos a contactar telemáticamente (adulterio de zambomba) con aquella novieta de la adolescencia a la que amamos en secreto… Y, como guinda de este pastel de emotivismo moral, urdí una obra maestra de la perfidia que, a la vez que ahoga en una melaza sensiblera la capacidad crítica de los españoles, los hace sentirse bien (utilidad) y acompañados (simpatía). Me refiero, venerado tito Escrutopo (ya ves que soy el más sembrado bellaco de todo el Averno), al aplausito diario, que nos permite lloriquear desde el balcón, a la vez que aplaza sine die el juicio moral sobre la malignidad de unos gobernantes que dejan al personal sanitario sin protección frente al contagio, o para más inri le reparten mascarillas de pega.

Y tu sobrino Orugario lloriquea como una Magdalena. Lloriquea como lo hacía Rousseau, aquel insigne apóstol del sentimiento, al reparar en su bondad, tras abandonar a cada uno de sus cinco hijos en el hospicio. Anda, tito amado, no seas estrecho y mándame como premio un cargamento de tebeos hentai.

No creas que cedo ni un minuto en mi misión sibilina de captar españoles, mientras los diezma la plaga coronavírica o se quedan sin trabajo. Últimamente, me he centrado -para que no digas que descuido a nadie- en la derecha «sin complejos» (en otra ocasión te contaré mis andanzas con la acomplejada), que lanza de vez en cuando mensajes revulsivos que, si estuvieran bien formulados y dirigidos, podrían resultar muy contrarios a nuestros intereses. Para impedirlo, me he preocupado de que tales mensajes siempre estén formulados muy zafiamente, sin fuerza persuasiva ante las inteligencias que aún exigen discernimiento. Y es que, como enseña el capullo de Aristóteles, la verdad, para resplandecer, no sólo debe darse en su causa material (o sea, en su enunciado), sino también en sus causas formal y final. Y una verdad expuesta ruda y biliosamente con la finalidad de armar gresca y conseguir retuiteos a granel puede ser tan intoxicadora como la peor mentira, amén de mucho más eficaz para nuestros propósitos, porque provoca repelencia en las almas que aún pertenecen al Enemigo.

Para que estos mensajes de la derecha «sin complejos» contribuyan a nuestra causa he procurado, en primer lugar, envolverlos con un atrezzo caricaturesco. Pocas cosas causan más hastío y repelús al patriotismo sereno que el patrioterismo con faralaes y charreteras que se exhibe histriónico en pulseritas o bragas rojigualdas. Aprovechando la plaga coronavírica, he inspirado en la derecha «sin complejos» unas mascarillas castrenses, de color caqui y con la consabida banderita rojigualda a modo de pegote, como si fuese una hemoptisis entreverada de sangre y moco lanzada al adversario, que convierten las pulseritas y braguitas patrióticas en paradigmas de sobriedad. También me he preocupado de que los paladines de la derecha «sin complejos», cuando se retiran la mascarilla de la boca, ensarten eslóganes chirriantes, de un esquematismo sin matices trufado de clichés tremendistas que les induzco a repetir de forma monomaníaca («gobierno socialcomunista», «narcodictadura bolivariana», «golpe de Estado», etcétera, con el soniquete sempiterno de Venezuela al fondo). De este modo, me he garantizado que sus júligans reaccionen con complacencia pauloviana, a la vez que las personas refractarias a las consignas reaccionan con cansino rechazo.

Y, por supuesto, para que los mensajes subversivos de esta derecha «sin complejos» no sirvan para despertar a la España que madruga me he preocupado de que los propague el periodismo farlopero que trasnocha, a través de tuits pasadísimos de rosca y diatribas chulánganas por Skype (con chorvas pasando en bragas al fondo del plano). Tal vez porque soy un espíritu puro a quien sólo tientan los pecados espirituales, nada me procura tanto maligno placer como humillar a los humanos, empujándolos a arrastrarse en el barrizal que forman sus flujos genitales, mezclados con la arcilla que nuestro Enemigo empleó para modelarlos. Y si, encima, los humillados son los tolais que la derecha «sin complejos» ha elegido como adalides (que, al parecer, comparten sus chorvas, en una inquietante propensión al comunismo bolivariano), el placer es doble. ¿No te parece, tito Escrutopo, una deliciosa paradoja diabólica que los españoles peten los audímetros de los programuchos de cotilleo protagonizados por los adalides de la derecha «sin complejos», mientras los muertos por coronavirus petan los cementerios y el personal sanitario con mascarillas de pega peta los índices de contagio?

Si no fuera porque los pecados de la carne me resultan por completo ajenos, te ordenaría que me lamieses ahora mismo las pezuñas, genuflexo ante mi genialidad.

Leo en estos días -¡oh, dilectísimo tito Escrutopo!- los diarios de aquel ingrato de Baudelaire, que nunca renegó de nuestro Enemigo, a pesar de los muchos paraísos artificiales que le brindamos: «La gloria de Napoleón III -escribe- habrá sido probar que un cualquiera puede, apoderándose del telégrafo y de la imprenta, tiranizar a una gran nación». Desde la época de Baudelaire, los medios técnicos para tiranizar a una gran nación por medio del temor y la mentira se han centuplicado. Y si un botarate como Napoleón III pudo tiranizar Francia con ayuda del telégrafo y la imprenta, ¡imagínate qué no podrá hacer con España el doctor Sánchez, con ayuda de la interné y de los programas de cotilleo! Pero subsisten reductos que dificultan la tiranía, así que propuse al gobierno que desprestigiara a la Guardia Civil, ordenándola perseguir desafectos; y, para disimular este propósito, sugerí que se pusiera como excusa la lucha contra los «bulos. ¿Podrás creértelo, tito lindo? ¡Bulos! ¿No te parece desternillante que gentes que viven plácidamente instaladas en el bulo, como el niño gestante vive dentro de la placenta (siempre que su mami empoderada no decida triturarlo), se pongan a perseguir bulos? ¡Esta cruzada gubernativa por el monopolio del bulo merece considerarse, sin duda, una de las más vibrantes epopeyas democráticas!

Para que los bulos de los tiranos no despierten recelos me he preocupado de que todos tengan un aval científico. Así, he podido divertirme lanzando los bulos más estrafalarios, que los españoles se tragan tan ricamente, como si fuesen albóndigas de niño trituradito. Les he hecho creer que la plaga tiene su origen en un guiso imaginario que los chinos cocinan con los bichos más asquerosos y estrafalarios (del pangolín al murciélago, y estoy por añadir una guarnición de cagarrutas de ornitorrinco). Les he hecho creer también que las mascarillas no sirven para protegerse del contagio (y se lo han tragado como pipiolos); y, a continuación, les he dicho lo contrario (y se lo han tragado también, batiendo el récord de Linda Lovelace). Y ahora me he inventado un palabro ortopédico, «desescalada», para hacerles creer que la plaga coronavírica se va a retirar por fases (pero hará como en la despedida de aquel célebre soneto: «Me voy, me voy, me voy, pero me quedo»). Con esto de la «desescalada» añado, en amalgama con el bulo científico, la humillación lingüística, pues me procura un especial placer humillar a este pueblo, que antaño estaba bendecido por el genio del lenguaje y hoy, si así lo desea el tirano, repite como un rebaño sumiso los palabros más horrísonos, o acepta sin inmutarse el birlibirloque semántico (como ha ocurrido con «confinamiento»).

Y así, queridísimo tito Escrutopo, envuelto en patochadas de apariencia científica, he conseguido montar un estado de alarma mutante que permite todo tipo de experimentos de control social con el pueblo acogotadito. Primeramente, se le concedió la limosna de que sus hijos pudieran ser paseados, en trato de igualdad con los perros; y ahora aguarda expectante que lo dejen echar una carrerita, como a un perro al que se le afloja la correa. Para disfrutar de este momentazo gregario, tu sobrinito Orugario se acaba de embutir un disfraz de súcubo siliconado, con top melonero y mallas apretonas, de las que hacen sudar entre las peñas feroces, para tentar a todos los españolitos que salgan a corretear, impetuosos como miuras tras el encierro; y, a poco que arrimen cebolleta, les voy a pasar un cargamento coronavírico de magnitudes atómicas. En un par de días, volveré a escribirte, dilectísimo tito, para contarte mis aventuras trotonas; y, de paso, te revelaré cuán importante es la idolatría científica para nuestros propósitos.

Has de saber, amadísimo tito, que en mis aventuras por la España coronavírica me subo mucho, por puro afán de travesura, a los autobuses, aprovechando las horas de mayor concurrencia. Entonces, en mitad del trayecto, me quito la mascarilla, para regocijarme con las reacciones de pavor y angustia de los pasajeros, a quienes desde hoy sus gobernantes, con el respaldo de los «expertos», les exigen ir embozados; los mismos expertos y gobernantes que antes lo consideraban inútil y hasta ridículo.

Algún día tendrás que lamerme devotamente los bajos, por someter a estas gentes a la superstición científica, que además de convertirlas en zascandiles trémulos que acatan órdenes contradictorias, las aparta de nuestro Enemigo. Reconozco, por supuesto, el mérito de los carcamales que inspirasteis a aquel fraile agustino protestón y rey de la gayola la idea disparatada de que el pecado original había limitado la razón humana. Desde entonces, muchos sabios decidieron prescindir de las verdades metafísicas, conformándose con explorar las ciencias físicas. A estos sabios les prometisteis que la dedicación a la ciencia los convertiría en dioses. Pero muchos de ellos, en lugar de abjurar del Enemigo, acabaron reconociendo su grandeza; porque, como dijo algún capullo, «el primer sorbo de la copa de la Ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella... más claro se ve en su fondo el rostro del Creador». Como tú sabes mejor que nadie, titajo Escrutopajo, la Verdad no se puede contradecir a si misma; y la ciencia y la fe, si son verdaderas, acaban siempre coincidiendo en sus conclusiones, aunque difieran en sus métodos y en sus objetivos formales.

No se trata de exaltar las ciencias físicas en detrimento de las metafísicas, carcamalote de mis entretelas, sino de convertir la ciencia en superstición, haciendo creer fatuamente a los botarates que ni siquiera han probado de ella un sorbo que ya se han bebido la copa completa. Y a continuación, se encumbra como sacerdotes de esta superstición a unos «expertos» que transmiten a la plebe las instrucciones disfrazadas de ciencia que convienen en cada momento al gobernante de turno. Instrucciones que, aunque sean paparruchas cambiantes, las masas comulgarán fervorosas, porque la superstición científica se ha convertido entretanto en religión sustitutoria de las masas. Y como bien sabes, titete Escrutopete, «sólo se destruye lo que se sustituye».

Así, la confusión mental generada por los «expertos», además de convertir a los hombres en plastilina que el tirano de turno puede modelar a placer, les impide distinguir la ley moral que nuestro Enemigo grabó en sus almas, así como las consecuencias ineluctables de quebrantarla, que son las que han traído esta plaga coronavírica. Porque (como a veces intuyen toscamente los ateos, cuando dicen que el planeta se rebela contra nuestros abusos) todo mal de naturaleza es efecto impepinable del mal moral; he aquí la verdad que he logrado ocultar a estas pobre gentes, mientras se quitan y se ponen la mascarilla. Pero a veces, en medio de mi triunfo, me asalta una tristeza irremisible; pues todo nuestro triunfo, titito Escrutopito, sólo servirá a la postre para apresurar la catástrofe final y la consiguiente rehabilitación sobrenatural. Hasta nosotros, titote malote, estamos trabajando para nuestro Enemigo. A veces, cuando nadie me ve, deseo fervientemente morir, como antaño deseaban los santos. Porque tú y yo, titirrititín mío, sabemos que la muerte no es un castigo, sino una promesa; una promesa de la que tú y yo hemos sido excluidos para siempre. Perdóname, pero la teología siempre me pone triste; y nadie sabe más teología que nosotros, los diablos.

Recordarás, amadísimo tito Escrutopo, que tu sobrinito Orugario ya te tranquilizó, advirtiéndote que cuenta con un anillo para atraer a la derecha y atarla en las tinieblas. Ya ves con qué facilidad he atraído, como te anticipé, a alguna arrimada con ansias de protagonismo, dejando al barbudito imberbe en terreno de nadie. Si reparas en las fechorías que urdo contra Pablo Casado, observarás que todas tienen como objetivo relegarlo a la intrascendencia y al ridículo. Por esta razón inspiré a su equipo unas fotos irrisorias, haciéndole creer que así contribuiría al encumbramiento de su líder. ¿Has visto esa fotica grimosa del cuarto de baño, en la que Casado pretende afectar pesadumbre por la plaga coronavírica pero sólo logra aparentar problemas de estreñimiento o adicción a la gallarda? ¿Conoces a alguien más malignamente jopu que tu sobrinito? ¿Y qué me dices de esa otra fotica en la que aparece, con una biblioteca de adorno al fondo (o sea, lo contrario de una biblioteca vivida), haciendo como que lee Homo Deus, esa refutación venenosa y pitufa de El hombre eterno de Chesterton que tú mismo inspiraste, titirrititín, para que los modernillos progres y ayunos de filosofía se sientan inteligentes? ¿Se te ocurre un modo mas regocijantemente alevoso de desprestigiar al líder la derecha española y retratarlo como un pobre genuflexo e inane que ponerle en las manos un bodriete que recomiendan Obama, Bill Gates y toda la recua globalista?

En mi empeño por ridiculizar y reducir a la intrascendencia a Casado te reconozco, carísimo tito, que descuidé un poco a sus alfiles madrileños. Con Isabel Díaz Ayuso no vale la treta de hacerla posar en fotos ridículas, porque la tía tiene una fotogenia acojonante contra la que no se puede combatir; y, además, la dejé suelta durante un tiempo, permitiendo que montara en un periquete un hospital de campaña que fue el asombro del mundo y que llorase en la preciosísima catedral de Madrid unas lágrimas de una odiosa fuerza emotiva (no en vano todos nuestros followers y folloneros se pusieron como la niña del exorcista al verla). Pero ya he subsanado mis errores iniciales, aprovechando la irreflexión de Díaz Ayuso, su activismo pasado de revoluciones (en algo se le tenía que notar que ha hecho la mili en nuestra infalible escuela tuitera, vivero de impulsividades), también su buena voluntad un poco desnortada y sus precipitadas intenciones, que siempre hay que aprovechar para empedrar nuestras vías de acceso. Y entre la merendola que se organizó para celebrar el cierre del hospital de campaña y la dimisión de su experta sanitaria, he conseguido echar por tierra todos sus indeseables aciertos. ¿Ves, tito Escrutopo, cuán importante es hacer creer a las masas que los «expertos», aunque estén inmersos en un mar de confusiones, son infalibles?

Respecto al alcalde Almeida, venerado titirrititín… Siendo el político más dotado de la actual derecha española, resolví -para que veas cómo valoro la acción de los carcamales precursores- recurrir al mismo método que vosotros empleasteis contra Ruiz-Gallardón. He puesto a todos los progres con espolones y colmillo retorcido y a todos los gacetilleros sistémicos a entonar ditirambos de Almeida, para hacerlo odioso a todos sus posibles votantes y, al mismo tiempo, halagarlo en su vanidad, para que empiece a lanzar guiños estériles a los que no le votarán ni hartos de pippermint. Y, por supuesto, estoy instilando en Casado una envidia bituminosa contra el hombre más dotado que él, del que es tierno amigo. De este modo, Casado ya ha empezado a incubar contra Almeida los mismos pensamientos que Macbeth incubó contra Banquo, del que también era tierno amigo. Dime que molo, tito, dime que molo.

Existe un grupo humano, titísimo lindo, que tu fiel sobrinito Orugario se ha propuesto cuidar con esmero mientras dura la plaga coronavírica, como las hormigas cuidan a los pulgones, que es el de quienes aseguran que la izquierda caniche pretende implantar una dictadura comunista (rama chavista o bolivariana, para mayor exotismo tropical y sandunguero). Pues, mientras sus adeptos piensan en obsoletas dictaduras comunistas, se olvidan del guiso que estamos cocinando. Y ya sabes, titonudo Escrutopo, que cuanto menos cree la gente en nosotros, más nos sirve, según escribió aquel tipejo llamado Baudelaire, que nos conocía como si nos hubiese parido.

Ya me dirás, titoncete amado, para qué rabos y pezuñas queremos nosotros una dictadura comunista, que infaliblemente produce mártires, pudiendo implantar un gobierno mundial plutocrático, que sólo produce apóstatas y degenerados. Así, mientras siguen con la tabarra chavista, yo me dedico a lo que nos interesa, que es lo que Michel Foucault llamaba «biopolítica» y nuestro Enemigo «matar los cuerpos y las almas», que consiste en el dominio de las personas mediante el control de los espacios que habitan, de sus relaciones personales, de sus conductas y afectos y hasta de sus pensamientos y anhelos más secretos (pero en realidad transparentes, pues para entonces serán pensamientos y anhelos estereotipados). Un control que los encauzará hacia una «nueva normalidad» que ya no estará regida por leyes que prohíben, coartan o limitan las acciones humanas (como en cualquier democracia o dictadura comunista), sino por normas que actuarán positivamente, estableciendo los comportamientos correctos, que el rebaño acatará mansamente, incluso gozosamente, tras la plaga coronavírica. Quienes se salgan de la norma se convertirán de inmediato en parias que las masas señalarán, por insolidarios; y nuestros gobernantes caniches se encargarán de monitorizarlos, gracias a la tecnología 5G y a los chips subcutáneos con vacuna incorporada que les vamos a implantar, para aplacar sus angustias coronavíricas. Así, el poder dejará de ser coercitivo, para configurarse como un «modo de vida» normativo que las masas aceptarán encantadas (como ahora aceptan que les impongan horarios para salir a dar un paseo), dejando que intervengamos sobre sus experiencias y decisiones cotidianas, que podremos inducir fácilmente; pues la «biopolítica» trata, precisamente, de apropiarse de las almas de los sometidos, mediante la invasión pacífica de su conciencia.

Así, mientras la apedrean con la amenaza de una dictadura comunista (o fascista, lo mismo da), la gente no entenderá que el destrozo de las economías nacionales y la infestación pornográfica, la desaparición de los pequeños negocios y el escarnio de las virtudes tradicionales, la depauperación de las clases medias y la rebelión contra el «heteropatriarcado», la creación de un paro estructural salvaje y la abolición de la familia, la aceptación mansurrona del teletrabajo y el barullete penevulvar, la supresión del dinero en efectivo y la proliferación de aplicaciones para ligar, la implantación de la renta mínima y el antinatalismo tienen todos el mismo objetivo. Y ese objetivo no es (¡ay qué risa, tía Escrutopisa!) la instauración de una dictadura bolivariana, sino de un gobierno plutocrático mundial que favorezca el advenimiento de ese «tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso» que vislumbró el hijodelagrán de Donoso Cortés; un tirano que ya no se encontrará con resistencias «ni físicas ni morales, porque todos los ánimos estarán divididos y todos los patriotismos muertos». Y ese tirano, titirrititín amado, será nuestro mesías, tan anhelado por todos los carcamales que me precedisteis.

No pienses, ¡oh tito del mal consejo!, que descuido mi misión; pues, aunque soy amigo de las expansiones festivas, no olvido que el nombre de «diablo» me obliga a crear desunión e inquina entre los españoles, hasta convertirlos en perros rabiosos.

Desde que llegué a esta España arrasada por la plaga coronavírica no he parado, ¡oh tito inclemente!, de encizañar a sus pobladores. Aunque, desde luego, he de reconocer que nada habría podido hacer si antes los carcamales de tu generación no los hubieseis desgraciado mediante el invento infernal de la partitocracia, que los ha dividido gozosamente en facciones irreconciliables. Los veo enzarzados en sus rifirrafes resbalosos de vómito, mientras la plaga los diezma, y me emociono hasta las lágrimas. ¡Qué hermoso panorama de miserias hediondas, de vilezas purulentas, de odios enviscados y sulfurosos! ¡Y qué fácil es echarles cualquier piltrafilla sanguinolenta a modo de cebo sobre el que se abalanzan paulovianamente, olvidando al instante lo que nos conviene que olviden! Cada vez que tengo que enviscar a los españoles adscritos al negociado de derechas, les arrojo cualquier piltrafilla del vicepresidente de la coleta que prometía asaltar los cielos y se conformó con asaltar la poltrona: sus infracciones de la cuarentena, sus visitas al supermercado sin mascarilla, sus trajines con las becarias o sus mefistofelismos desde la tribuna. Y cuando quiero enviscar a los españoles del negociado de izquierdas les arrojo cualquier piltrafilla protagonizada por la presidenta madrileña, tan precoz que dejó de creer en nuestro Enemigo ¡a los ocho años! y tan rezagada que ¡a los cuarenta corridos! confunde la valentía con el agitprop tuitero (pero seguramente una cosa sea producto de la otra): sus lágrimas con rímel en misa, su nidito hotelero de convaleciente o sus posados superferolíticos. Y así, mientras unos y otros espumajean de rabia, se deja de hablar, por ejemplo, de las decenas de médicos y auxiliares sanitarios que han muerto porque tuvieron que atender a los infectados de coronavirus sin protección; o, para mayor escarnio tétrico, con la protección de pega que el Gobierno compró (a precio de oro y con remanguillé de comisiones) en el chino.

Y, en el colmo de la perfidia, ¡oh tito indigno de veneración!, he conseguido infiltrarme entre los propios médicos y auxiliares sanitarios, emponzoñándolos de ideología marrullera, para que se difumine la responsabilidad de los homicidios que han sufrido sus compañeros, haciéndolos clamar farisaicamente contra las mascarillas que ha repartido la presidenta madrileña (como si esos trapillos les fuesen a salvar del contagio), o jalear los aplausitos emotivistas que arreciaban desde los balcones y hacían olvidar la masacre médica. De nada me siento tan orgulloso como de esta infiltración en el gremio sanitario, que me parece una obra maestra de la perfidia ante la que hasta tú mismo, ¡oh tito del mal consejo!, tendrás que prosternarte. Y todas estas argucias cizañeras las urdo para que los españoles se fatiguen en sus querellas cainitas mientras se la meten doblada; pues, como dijo aquel capullazo llamado Chesterton, «el despotismo es el fin de las democracias fatigadas». Y no hay democracia más fatigada, ¡oh tito lindo, espejo de injusticia, trono de sofistiquería!, que la democracia degenerada en demogresca que instauraron las oligarquías partitocráticas. Ellas nos han hecho el trabajo sucio, ¡oh tito indigno de honor!, y a nosotros sólo nos resta poner la guinda al pastel, nombrando déspota de los españoles al doctor Sánchez, que en el infierno no serviría ni para escachar liendres, pero que en este mundo escachará y reducirá a fosfatina a España entera, para regocijo de nuestra Legión.

Gracias mil, titísimo Escrutopo, por hacerme llegar las felicitaciones que toda la plutocracia globalista te ha transmitido, genuflexa ante tu ojo sin párpado, en las misas negras que se han oficiado para conmemorar la creación de una renta mínima. Nuestros adoradores se merecían este premio, que les permitirá convertir en chatarra a millones de trabajadores, sin temor a revueltas sociales hasta que quiebre el sistema.

Pero no pienses que mi única pretensión era contentar a nuestros adoradores y devolverles con creces el dineral que desde hace décadas destinan a sobornar a la izquiedra caniche. Creando esta renta mínima anhelo, sobre todo, ganar almas; quiero decir, arrebatárselas a nuestro Enemigo. Como no se te escapa, titonísimo titán, el trabajo digno es la actividad en la que confluyen todas las potencias y facultades humanas -inteligencia, voluntad, creatividad…- y a través de la cual el hombre mejora el mundo y se perfecciona como persona. De ahí que los carcamales de tu generación concibierais la idea grandiosa de desnaturalizar el trabajo, imponiendo un economicismo materialista que lo supeditaba al capital; de este modo, los hombres se sintieron una pieza más (y cada vez peor remunerada) de la cadena de producción y renegaron de un trabajo alienante. Pero hacía falta una vuelta de tuerca más; hacia falta animalizar a esas personas alienadas, dándoles una renta mínima que, a la vez que las mantenga en la ociosidad envilecedora, les deje llevar una vida plebeya sin vínculos ni compromisos, infectada de acedia y hastío vital, de haraganería y desapego, de aversión hacia todas esas potencias y facultades que antaño les permitían perfeccionarse mediante el trabajo, también de una vaga rabia vengativa.

Y esa rabia vengativa del hombre subsidiado y ocioso encontrará su desahogo mordiendo las llamadas -con inspiración de tu sobrinito Orugario, que se disfraza de becaria súcuba para comer el tarro y otras cositas más carnosas a la izquierda caniche- «grandes fortunas», luego a las «fortunitas» y ya por último a los simples «ricos», que para entonces serán quienes tengan una nómina y un pisito. Utilizando esta semántica maliciosa me propongo, titoncete lindo, inspirar en quienes cobren la renta mínima la creencia de que aún podrían cobrar más con tan sólo pillar cacho de esos ricos en diverso grado. Pues no se trata de ayudar al pobre, sino de envilecerlo de rencor y envidia de los bienes ajenos; y estos sentimientos sórdidos, ascendidos a la categoría de virtudes democráticas, permitirán a su vez empobrecer al resto de la sociedad (empezando por las «grandes fortunas», siguiendo por las «fortunitas» y acabando por los «ricos» de nómina y pisito modesto), hasta fundirlos a todos en una pobreza de alimañas subsidiadas y subsidiantes que pastorearán nuestros adoradores plutócratas.

Ante todo, esputillo Escrutopillo, hay que evitar que las fortunas -grandes o pequeñas- se orienten hacia el ahorro, que estimula la inversión productiva y el empleo mediante el préstamo social. Y para ello hay que machacarlas con expolios que las dirijan hacia los paraísos fiscales y hacia los pelotazos especulativos que molan a nuestros adoradores plutócratas. Así infestaremos de odios la sociedad entera, condenando a una parte a la ociosidad y la envidia de los bienes ajenos y a la otra a las angustias del escamoteo financiero. Y conseguiremos, titajo gargajo, que unos y otros se pierdan, abrasados por la solicitud terrena, convirtiendo esta España coronavírica en un nido de áspides que intercambian sus venenos, mientras chapotean en la ruina. Y, entretanto, tú y yo pegándonos la vidorra padre, de misa negra en fiesta blanca.

¡Mentira me parece, tito Escrutopocho, que albergues esos temores, siendo un diablo que hilaba tan fino! Y a un viejito chocho que fue tan fino hilador como tú habrá que regalarle una rueca. Dices que contemplas con inquietud -pues te hace temer por la estabilidad de un gobierno tan favorable a nuestros propósitos- los bandazos irracionales del doctor Sánchez, el secretismo con el que destruye informes, oculta la identidad de sus «expertos» o escamotea un «portal de transparencia», las arbitrariedades esotéricas con las que justifica el estado de alarma o dosifica esa mamonada de la «desescalada»... ¿Se puede saber de qué pezuña chocheas, carcamalote mío?

El hombre es un repugnante híbrido, hecho de carne y espíritu: como espíritu, se orienta hacia un objeto eterno y estable; como carne, sus pasiones y anhelos cambian constantemente. Los paganos no lograron equilibrar estos dos elementos, de tal manera que la apetencia de un objeto eterno propia del espíritu se mezclaba con las veleidades de la carne; y así necesitaban, para mantenerse entretenidos, un batiburrillo de misterios eleusinos y taumaturgias a cada cual más superferolítica, porque los espíritus de sus adeptos estaban tan agitados como su carne y deseosos -igual que su carne estaba deseosa de novedosas orgías- de ritos iniciáticos que cambiasen cada día, anagnórisis abracadabrantes, ensalmos enigmáticos que convertían sus templos en una discoteca de magias potagias. Y todo ello, coronado por la guinda de los sacrificios cruentos, a veces humanos, que lo dejaban todo salpicado de sangre.

Con estos desórdenes del espíritu acabó la Encarnación de nuestro Enemigo, que enalteció la asquerosa carne humana, brindándole también un objeto eterno y estable en el que podía mirarse amorosamente. Y así la carne, sin abandonar su naturaleza, pudo «religarse» con el espíritu y encontrar un nuevo equilibrio que ya no necesitaba los esoterismos patidifusos de antaño, sino que se hacia visible a través de los sacramentos (¡sólo de pensar en ellos me viene una lipotimia!), que se completaban a través de actos carnalísimos como una caricia o una imposición de manos; y con elementos tan cotidianos como el agua o el aceite. O como el pan o el vino, que se alían para coronarlo todo con un (¡aggghhh!) sacrificio incruento que trae la paz a las almas.

Nuestra astucia, titirrititín de cuernos mellados y rabo flácido, consiste en apartar a los humanos de nuestro Enemigo, de tal modo que sus espíritus desnortados acaben adoptando las agitaciones irracionales de la carne, al estilo pagano. Y, para lograrlo, hay que brindarles religiones sustitutorias. ¿Y qué otra cosa son las ideologías en boga, titón chochón? Pero las ideologías a palo seco, con su único sacramento del papelito en la urna, sus soñolientas misas parlamentarias y su propaganda fidei de tertulietas politiquillas, son más aburridas que un infierno sin parrilladas. Así que, para mantener a estas gentes exaltadas, hay que amenizar el sucedáneo religioso con bandazos irracionales, secretismos, ocultamientos y escamoteos, arbitrariedades esotéricas y desquiciadas que dejen pasmados a sus adeptos y a la vez los tornen más crédulos y fanáticos. ¿No has visto con qué brío aplauden en los balcones y en las calles parten crismas a los fachas? Y todo ello coronado con un sacrificio cruento de millones de puestos de trabajo y ruinas familiares y empresariales. Pues a los espíritus que han perdido su objeto eterno sólo les resta acatar las veleidades irracionales de quienes los mangonean. Definitivamente, si no adviertes mi maniobra es que estás gagá. Te mandaré por mensajero la rueca, tituso; pero ten cuidado, no te pinches con el huso.

Nunca pude imaginar, ¡oh amadísimo tito Escrutopo!, que las inofensivas eutrapelias que tu sobrino Orugario te dedica te hayan hecho considerar la posibilidad de apartarme de la misión que me asignaste, aprovechando la plaga coronavírica.

¡Precisamente ahora, que estoy trabajando para que el patriotismo, en lugar de fermento de virtudes que a todos los españoles una, se convierta en acicate de vicios que a todos los encizañe y divida! No hace falta que te diga, idolatrado tito, que en todos los españoles hay un patriotismo instintivo, una querencia o apego a su tierra que les engendra añoranza cuando los apartan de ella; pero este patriotismo instintivo puede volverse malo o bueno según se ordene por la razón o se enfangue de sentimientos viles. Y el primero de esos sentimientos viles es, por supuesto, la envidia del bien ajeno, que la ideología izquierdista convierte en «virtud cívica», disfrazándola de igualdad. La persona envenenada de esta ideología siente, como cualquier hijo de vecino, querencia o apego a su tierra y a sus muchas hermosuras; pero enseguida descubre que tales hermosuras no son suyas, sino de otros. Y como la envidia es tristeza del bien ajeno, esas hermosuras ya no despiertan en él admiración o atracción, sino una suma de tristezas que acaban cuajando en resentimiento hacia la patria. Por eso algunos ven en la bandera un escupitajo lanzando sobre su dignidad por quienes poseen (o él cree que poseen) las cosas hermosas de las que él carece (o cree que carece). Y piensa que, cada vez que alguien enarbola una bandera, le está rebozando por los morros que él no tiene casa en el pueblo, ni una novia tan guapa, ni una barriga tan lozana como el tipo que enarbola la bandera (aunque las tenga, pero no son exactamente las del tío que enarbola la bandera, que son las que él codicia). Así, la bandera acaba simbolizando las cosas que él no tiene, que a tantos compatriotas ponen alegres y a él inmensamente furioso. En estos días coronavíricos estoy preocupándome de instilar esa furia en la gente adscrita al negociado de izquierdas, reverendísimo tito; y los resultados no pueden ser más óptimos, como puedes comprobar asomándote a la cochiquera de las redes sociales.

Pero no creas que descuido a la gente de derechas, en la que entretanto inspiro un patriotismo chillón. En cierta ocasión, el detestable Pemán se declaró «contento, y no orgulloso, de ser español» y una señora de derechas lo acusó de ser un mal patriota. Entonces Pemán escribió una Tercerita magistral como todas las suyas (¡qué placer que ya nadie lea a este maestro!) en la que aclaraba a la señora exaltada que el pecado del orgullo era, precisamente, lo que distinguía al falso patriota. Pues el amor a la patria se muestra con virtudes recatadas (sacrificio, abnegación, generosidad) y no con pecados engreídos (orgullo, vanidad, idolatría). A continuación, Pemán explicaba a esta señora que el patriotismo es una de las formas de piedad, que es la virtud de reverencia que se profesa a las cosas que consideramos especialmente valiosas, como una madre; a la que se puede amar abnegadamente, pero no orgullosamente, si es puta o borracha. Y así también se ama a la patria cuando está enferma. Yo no sé lo que es amar a una madre o a una patria, titísimo adorado; pero sospecho que nadie puede amarlas cuando son putas o están enfermas sin ver en ellas, con todos sus defectos, «cosas de Dios». Por eso es tan importante apartar a los españoles del Enemigo, enviscándolos de odios recíprocos. Si los españoles no pueden amar a sus compatriotas, a los que ven, ¿cómo van a amar a su patria, a la que no ven? Como decía el aborrecible Castellani, «en la práctica, el amor a la patria se resuelve en amor al prójimo; y si no es amor al prójimo, nada es»..

Imagino que ya sabrás, titarraco Escrutopo, que la izquierda lamerona de mis palominos ya impuso el invento de la renta mínima que le inspiré. Así nuestra devota plutocracia globalista podrá mandar tranquilamente a millones de trabajadores españoles a la chatarrería, segura de que no habrá revueltas. Estoy exultante de las muchísimas almas que ganaremos al Enemigo, envilecidas primero por una vida ociosa y después rabiosas cuanto descubran que el engañabobos tiene fecha de caducidad.

Pero no pienses, titonudo magno, que tu sobrino Orugario se duerme en los laureles, tras triunfo tan arrollador y destructivo. Leyendo al odioso Gustave Thibon me encontré con una reflexión sobre la importancia vital de unas instituciones fuertes para la supervivencia de las comunidades humanas. ¿Qué institución gozaba todavía, en esta España azotada por la plaga coronavírica y el derrumbe moral, de un prestigio a prueba de bomba? ¡Acertaste, sibilino y pitonísimo tito! ¡La Guardia Civil! Y mira que los carcamales de generaciones anteriores hicisteis esfuerzos por desacreditarla, poniéndola a las órdenes de los enemigos del pueblo, para que apiolase carlistas en emboscadas traicioneras y facilitase la desamortización. Pero, sin duda, los golpes más rastreros a la institución los propinaste tú mismo, ¡oh titoceronte de doble cuerno!, permitiendo a los guardias civiles formar «asociaciones para la defensa y promoción de sus derechos e intereses profesionales» que han metido en la institución el veneno del sindicalismo y el guirigay de la bandería política. Y no hay que olvidar la canallada que urdiste, permitiendo que los nombramientos de coroneles y generales fuesen de libre (e interesada) designación de cada Gobierno, que así puede promocionar a sus lacayuelos. Pero hacía falta asestar a esta institución secular la puñalada definitiva que la presentase como una camarilla al servicio del tiranuelo de turno, que pone y quita a sus mandos a capricho, como en un tabladillo de la farsa, y los destituye por la vía rápida si no minimizan con suficiente ardor el clima adverso o se niegan a prevaricar. Y que luego, para contentarlos, les sube el sueldo, como quien tira un huesecillo a un perro.

¡Lo que no consiguieron las tensiones políticas, ni la inquina separatista, ni las bombas etarras, ni las orgías de Luis Roldán, ni los poemas de García Lorca, lo ha conseguido tu sobrinito! En un santiamén, la institución abnegada que lleva en su divisa el honor y la sangre de muchos heroes caídos en acto de servicio ha sido arrastrada por el fango, humillada y presentada ante los ojos de una multitud atónita como una panda de fámulos encargada de tapar las vergüenzas al tiranuelo que los mangonea y acallar la voz del discrepante. Y, para mayor ensañamiento, titáceo cetáceo, no he encomendado el estropicio a un malvado colosal, sino a un trepa vanidosillo, otrora venerado por la derechona por decretar cazas de faisanes. Estos trepas vanidosillos son mucho más eficaces para nuestra causa que los fanáticos, que se mueven por ideas fijas y acaban obcecándose; en cambio, los trepas vanidosillos hacen en cada momento lo que, cegados por su narcisismo insaciable y su afán de medro, creen que les conviene; que, por supuesto, es siempre lo que nos conviene a nosotros. Y así, lo mismo nos sirven para humillar cruelmente a las familias de los militares muertos en el Yak 42 que para hundir en el fango a la Guardia Civil. Basta con que les hagamos ojitos, disfrazados de íncubos oseznos, para que nos canten el bolero: «Si tú me dices ven, lo dejo todo».

Es una gozada que haya trepas tan arrastrados y serviles, porque todo lo que tocan lo arrastran al servilismo, incluidas las instituciones más dignas y prestigiosas.

Te confesaré, eminentísimo tito Escrutopo, que a veces me aburro como una ostra mientras envisco de odios cainitas a los españoles. Ha apostatado de una manera tan exagerada este pueblo antaño tan creyente que ya ni siquiera puede atisbar aquella metodología del amor que inauguró la Encarnación de nuestro Enemigo. Pero la forma que tienen los españoles de odiarse es tan primaria y visceral y taruga que, como puedes imaginarte, un espíritu puro y orgulloso como yo se deprime. Así hasta que en mi vida apareció Cayetana, el majestuoso cisne negro de la derecha, cuya inteligencia gélida y desapasionada humilla y fulmina a todos sus contrincantes con tan sólo parpadear. ¡Al fin alguien digno de mí, a quien puedo dedicar derretidos epitalamios! De inmediato, caí rendido a sus pies de Venus de las pieles; y, mientras besaba devotamente su cuello de garza real, le inspiré la idea de injuriar malignamente al vicepresidente coletudo, que siempre anda tocándole las narices con la sangre azul que circula por sus venas.

Por supuesto, me cuidé de que la injuria fuese diabólica en el sentido pleno de la palabra. Y se me ocurrió que Cayetana rebozase por los morros al coletudo los pecados de su padre; alevosía que, viniendo de una liberal que cree en la inmaculada concepción del hombre, resulta todavía más pérfida. Nuestro Enemigo, durante su Encarnación, dejó claro que los hijos no heredan los pecados de los padres, tampoco su ceguera ni sus fraperías, que además pueden servir para que la gloria divina se manifieste, mediante el milagro de la conversión. Pero mi diosa Cayetana, proterva y esbeltísima, señaló al coletudo como «hijo de terrorista», vástago de una estirpe maldita que predestina su alma y ulcera su carne con un estigma indeleble. ¡Cuán gloriosamente ardieron mis medulas al escucharla! ¡Polvo seré, mas polvo enamorado de su lengua viperina!

Pero mi diosa Cayetana iba a alimentar todavía más el encendido fuego en que me quemo. En una entrevista de ABC, insistía en que el hijo del frapero es, como su padre, «un antidemócrata que trabaja contra el orden constitucional», a diferencia de otros «reformistas» y «demócratas» admirables como Santiago Carrillo. ¿No te provocó un orgasmo instantáneo este sofisma, oh titofante de colmillos retorcidos? ¿No te hizo desmayarte, atreverte, estar furioso, áspero, tierno, liberal, sobre todo liberal, constitucional y demócrata? ¿No te derretiste de gusto al escuchar que Carrillo, nuestro capataz en Paracuellos que jamás renegó de aquella matanza, es alabado por mi diosa Cayetana, mientras el frapero que repartía octavillas y su hijo coletudo merecen su feroz anatema? ¿Adviertes cómo mi diosa ha divinizado la Constitución, a la que exige idolatría, sin importarle un ardite la sangre inocente derramada, cuya expiación considera innecesaria, con tal de que se haga profesión de fe constitucionalista para poder chupar del bote democrático, como hizo Carrillo? Que, por lo demás, es lo mismo que ha hecho el hijo del frapero, sólo que ni él ni su padre han ordenado matar a nadie.

No hace falta que te diga que las palabras de mi diosa Cayetana han encandilado a la derecha. Y tampoco que el vicepresidente coletudo tomará cumplida venganza. Porque mi diosa Cayetana no ha logrado (¡qué palote me pone su petulancia ciega!), acabar con la «superioridad moral» de la izquierda, ni con el «síndrome de Estocolmo» de la derecha, como ella -en pleno subidón de anfetaminas liberales- piensa. Sus palabras sólo han logrado envenenar al hijo del frapero, que sabrá cómo tomar atroz desquite. Arrodillémonos, ¡oh titagarto reptiliano!, ante mi diosa Cayetana, por azuzar tan brillantemente la metodología del odio.

Nunca en mi vida se había reído tu sobrinito Orugario con carcajadas tan estruendosas como cuando recibí tu última carta, en la que me preguntas desasosegado si alguna de las denuncias que se han interpuesto contra los mariachis del doctor Sánchez, acusándolos de mentir u ocultar la verdad sobre la plaga coronavírica, tiene visos de prosperar y restablecer la justicia. ¡Se ve que los años te volvieron medroso, amén de carcamal! La justicia es a los regímenes partitocráticos, ¡oh titopótamo Escrutopo!, lo mismo que el himen a los lupanares: una quimera inencontrable y totalmente fiambre que sólo se puede invocar cínicamente, mientras se persevera en el puterío.

Recuerda, titarraco lindo, que -como advertía la piojosa de Simone Weil- el fin último de la partitocracia es alimentar a las masas de pasiones sectarias y matar en sus almas el sentido de la verdad y la justicia. Y en España, donde las pasiones sectarias alcanzan densidad de mugre, a una mayoría de españoles que votan a las oligarquías de izquierdas les parece de perlas todo lo que los mariachis del doctor Sánchez hagan, así sea dejar que los ancianos se pudran sin respiradores artificiales o fomentar el contagio multitudinario en manifas antifas, como también les parece de rechupete que el trepilla Marlaska, héroe de la operación Faisán y el Yak 42, deponga un zurullo de exorbitado diámetro sobre el artículo 126 de la Constitución. A las hordas partitocráticas, ¡oh titánico tito!, la verdad y la justicia se la refanfinflan; y sólo desean que salga triunfante su facción frente a la contraria, como el forofo futbolero sólo desea que gane su equipo, aunque sea con goles en fuera de juego, falsos penaltis y sobornos al árbitro.

Y, además, las oligarquías partitocráticas se protegen entre sí. «Perro no come perro», titingo tilingo. Aunque ahora las facciones en la oposición galleen mucho, llegada la hora de la verdad opondrán todo tipo de trabas y fomentarán todo tipo de inmunidades para que la Justicia no caiga sobre los mariachis del doctor Sánchez, que así podrán entrar en la ronda de las puertas giratorias. Pero tu inquietud viene sobre todo por los jueces, pues temes que haya algún locatis imbuido de sentido de la justicia que dicte sentencia contra estos queridos bellacos. Y no te digo yo que no haya alguno, entre los jueces de tropa, capaz de arrostrar por amor a la justicia el escrache y el ostracismo; pero sus sentencias serían de inmediato revocadas por los tribunales superiores, que son enteramente sistémicos y al servicio de la partitocracia, de cuyas almorranas maman. Pues ya sabes, ¡oh titanosaurio rex!, que en España no existe separación de poderes; y que la elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial es un burdo apaño entre oligarquías. Tampoco debes olvidar, en fin, que en España el Derecho ha dejado de ser determinación de la justicia, para convertirse en un barrizal positivista nacido del arbitrio del poderoso de turno, que utiliza las leyes para imponer su voluntad.

Conque estáte tranquilo, tituso pituso, que en la España partitocrática no se hará justicia. Y así, la injusticia no reparada envenenará (todavía más) la convivencia, azuzando deseos de venganza a través de esa septicemia moral llamada resentimiento. Y es que, como advertía el pulgoso de Castellani, el resentimiento se irradia concéntricamente de zona en zona anímica, hasta contaminar incluso el entendimiento; y sólo puede curarse allá donde actúa la Gracia del Enemigo, convirtiendo el odio a la injusticia padecida en «hambre y sed de justicia» para el prójimo, para el vecino, para el compatriota. Pero nada de esto sucederá mientras en España reine la partitocracia, que es el mejor katejon contra la acción de la Gracia jamás inventado por nuestra Legión.

Me pides, ¡oh dilectísimo titarrapata Escrutopo!, que te exponga las razones por las que sostengo que nuestro dilecto doctor Sánchez saldrá airoso de la plaga coronavírica. Habría que empezar señalando que el hombre moderno es por naturaleza progresista, por mucho que se crea conservador o liberal. El hombre moderno, como tú mismo me revelaste, es alguien a quien domina el miedo a «Lo Mismo de Siempre», esa pasión tan valiosa para nuestros intereses, causa de la herejía en la religión, de la infidelidad en el matrimonio y de la inconstancia en la amistad. Y, en política, causa de ese anhelo tan fatuo de «conquistar nuevos derechos y libertades».

Por eso, como decía el gordo seboso de Foxá, «querer combatir el comunismo con la democracia es como ir a cazar un león llevando como perro a una leona preñada de león; pues ella lleva en su entraña al comunismo». El problema es que la conquista de todos esos derechos y libertades no evita que el dinero siga llenando los bolsillos de unos pocos. Y los incautos acaban dándose cuenta del truco, desarrollando una envidia y una angurria de dinero espantosas; y entonces acude solícita la izquierda, prometiéndoles hacer de Robin Hood vengador. Y, una vez que alcanza el poder, la izquierda -a la vez que amplia democráticamente la multitud de pobres sin inquietar en absoluto a los auténticos ricos- puede utilizar los derechos y libertades «conquistados» para hacer biopolítica, implantando a su conveniencia pensamientos y deseos, instilando miedos y fobias, instaurando conductas y modos de vida, inventando sexualidades de diseño que se convierten en «premisas vitales» indiscutibles. De este modo, a la vez que se anula la conciencia individual, se moldea el inconsciente colectivo.

Y esta biopolítica puede lograr hazañas formidables. Repara en esas manadas de españoles progresistas que se manifiestan contra la muerte de un negro en Estados Unidos, a la vez que consideran fachas a quienes se manifiestan contra la muerte de cuarenta mil compatriotas de todos los colores. O que aceptan encantados que el Gobierno haya dejado de suministrarles datos sobre los muertos diarios por coronavirus; pues odian que les hablen de la muerte, que es la expresión más impepinable de «Lo Mismo de Siempre». La anulación de la conciencia individual y el moldeamiento del inconsciente colectivo, que en las personas habitadas por el Enemigo es tarea imposible, en las masas apóstatas es tan fácil como escachar huevos; pues cuando el espíritu del hombre no se orienta hacia un objeto eterno, todo su mundo interior se compone de mentecateces en batiburrillo que facilitan su trabajo al manipulador de turno.

En este contexto a la derecha sólo le resta, si desea alcanzar el poder, ser la chacha que barre los estropicios causados por la izquierda, cada vez que se enfadan los mandamases del pudridero europeo. ¿Y no nos hallamos ahora ante una de esas ocasiones?, te preguntarás. En aboluto, titanguijuela de mis canalillos y entretetas. En la anterior crisis económica, las exigencias de austeridad de los mandamases del pudridero europeo dieron alas a los llamados «movimientos ultras», que son la bicha del europeísmo besucón de nuestros esfínteres. Así que esta vez, para evitar que la bicha se desmande, han dado la orden de regar con un manguerazo de millones a los Estados miembros y miembras, que de este modo podrán inflar la deuda a lo burro y devolver los préstamos en plazos mucho mas elásticos; lo que, junto al expolio de las clases medias, permitirá al doctor Sánchez repartir gallofas a porrillo entre su clientela. Duerme tranquilo, ¡oh titarabajo pelotero!, que tenemos doctor Sánchez para rato.

Gacias mil por tus piropos, titirrititín Escrutopo, que guardo en mi corazón mohoso. Pero si me felicitas tan efusivamente por inspirar a un ministrillo expresiones como «crisis constituyente» o «debate constituyente», ¡tendrás que besar mis pezuñas y servirme de orinal cuando conozcas el plan que he diseñado para que tal situación se haga realidad en esta España coronavírica que me has encomendado destruir! La Constitución del 78, ese bodriete nihilista que los carcamales de tu generación inspirasteis -con sus anfibologías, aporías y sofismas- para ir minando a los españoles, contiene sin embargo un procedimiento de reforma demasiado alambicado que dificulta esa «crisis constituyente» que yo ahora me dispongo a suscitar. Te explico a continuación el plan que he diseñado para instaurar el caos y la liberación de los peores instintos; plan sobre el que advierte con todo lujo de detalles en sus obras el hijodelagrán de Donoso Cortés, al que afortunadamente ningún demócrata lee.

Nos convenía, en primer lugar, que hubiese un gobierno de escuela socialista. Las escuelas liberales son antiteológicas y escépticas, y sólo se preocupan por las cuestiones materiales; en cambio, las escuelas socialistas tienen teología, lo que las hace más fuertes y propicias a nuestros intereses. Y la teología de las escuelas socialistas, ¡oh titarraco pajarraco!, se caracteriza por santificar las pasiones más abyectas: el odio, la envidia, el resentimiento, todas esas flores pútridas del alma que el liberalismo abona con su estiércol materialista, el socialismo las convierte en virtudes democráticas, disfrazándolas de igualdad, solidaridad, justicia social y otras paparruchas eufónicas. De este modo, el socialismo crea -pemíteme que cite al hijodelagrán de Donoso- «una nueva atmósfera social en que las pasiones se mueven libremente, comenzando por destruir las instituciones políticas, religiosas y sociales que las oprimen».

¿Y qué institución hay que destruir primero, titonudo de mis deyecciones y moquitos, para provocar una «crisis constituyente»? ¡La monarquía, por supuesto! Pues la monarquía tiene algo de último obstáculo (katejon) que las escuelas socialistas aborrecen, aun en presencia de los reyes más vendidos, degenerados o peleles. Y la razón última de esta aversión socialista a la monarquía, aun a la más desfondada o pervertida, aun a la más genuflexa y temblona, es en última instancia la misma razón por la que nosotros odiamos al Enemigo. En la figura del Rey siguen resonando misteriosamente aquellas palabras del Enemigo a Poncio Pilato: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado del cielo». Hay que cargarse la monarquía, o las desvaídas escurrajas de monarquía que todavía subsisten, para asegurarnos de que nunca más un gobernante en España asuma un poder «dado del cielo». ¡Piensa lo terrible que sería que mañana hubiese un rey como el Enemigo manda! Así que he aprovechado la concupiscencia de bienes materiales del anterior Monarca para relanzar ese deslizamiento político que el hijodelagrán de Donoso explica, desde la monarquía hasta la anarquía, con estación en la monarquía constitucional y en la república; que a su vez produce un deslizamiento religioso, desde la fe en nuestro Enemigo al ateísmo, con estación en el deísmo y el panteísmo. Y estos dos deslizamientos provocarán la gran «crisis constituyente» que nosotros estamos anhelando, ¡oh titoncete de mis epidídimos!, esa magnífica aurora en la que España definitivamente se convierta en el paraíso donde nuestra Legión pueda retozar y regarlo todo con su vómito. ¡Arrodíllate ante tu sobrinín Orugario, pedazo de vejestorio!

Sin duda, titísimo Escrutopo, debemos felicitarnos por la muerte ignominiosa de esos miles de ancianos en las residencias convertidas en morideros coronavíricos, con el estrambote siniestro de los negociados partitocráticos tratando de endosar la mortandad al adversario. Pero tú y yo sabemos que nuestro triunfo es sólo aparente.

Fuisteis los carcamales de tu generación quienes conseguisteis destruir la institucion familiar, haciendo odiosos para los hombres modernos los frutos fecundos de la tradición. Así lograsteis borrar del corazón humano la concepción de las sucesivas generaciones humanas como eslabones unidos de una cadena (vinculum) que se brindan mutuamente apoyo y fortaleza. Para ayudar a los ancianos a sobrellevar sus padecimientos, el mundo todavía regido por la tradición contaba con una auténtica comunidad familiar que cuidaba de ellos y los confortaba, haciendo presente -mediante la ofrenda de sus desvelos- al Enemigo en sus vidas. Pero los carcamales de tu generación hicisteis creer a los hombres que su vida sería más plena si rompían las cadenas de la tradición y se convirtían en eslabones sueltos y desvinculados. Y así, el hombre autónomo se «independizó» de la familia que reprimía el libre desarrollo de su personalidad, para convertirse en una mónada satisfechísima que ya no tiene que cargar con el lastre de sus viejos, a los que aparca en un moridero, para que otros cuiden mercenariamente de ellos. Sólo que ese hombre autónomo que se desentendió de sus padres ignora que su destino será aún peor, pues su cuerpo acabará también pudriéndose en un moridero; mientras que su alma ya se está pudriendo, mientras consume bulímicamente series de Netflix y porno gratis durante toda la cuarentena.

Pero para que en este mundo sin tradición los hombres que han abandonado a sus viejos puedan dormir tranquilos hay que imponer una visión de la vejez como edad excedente, sobrante, superflua. Hay que borrar de las almas la noción cristiana de la vida como drama, en la que la escena final es siempre la más importante y la que dota de sentido a todas las anteriores. Y, por supuesto, hay que hacer olvidar que en la vejez florece lo que el cabrito de Cicerón llamaba el «brillante regalo de la edad», el consejo y la autoridad que, por no estar contaminados los viejos por el ansia de poder, son el mejor antídoto contra las traiciones a la patria y las confabulaciones clandestinas con sus enemigos; todos esos actos criminales, en fin, a los que los ansiosos gobernantes jovenzuelos son tan proclives, como se comprueba en la España coronavírica.

Y ya que la vejez no puede ser «curada» mediante la medicina, la medicina se debe encargar de apacentar a los viejos hasta los rediles de la muerte. Rediles que, en circunstancias de bonanza, serán plácidos como una inyección de morfina. Pero que, en circunstancias de crisis coronavírica, serán rediles angustiosos, en los que los viejos perecerán muy lentamente, entre estertores y paroxismos de asfixia, abandonados de sus familias y privados de los últimos sacramentos, para después pudrirse durante unos cuantos días, antes de arder en el horno crematorio. Todo sería perfecto para nuestra causa, ¡oh titurbitáceo calabazón!, si el Enemigo, al que se le impidió la entrada por la via sacramental, no se hubiese colado en esos morideros por otras vías misteriosas, para mirar a los ojos a quienes lo imploraron. Porque el Enemigo siempre se sale con la suya in extremis, por mucho apoyo que nos brinde la chusma gobernante y partitocrática. Y es que el apoyo de esta chusma reñida entre sí es el apoyo inútil de los eslabones sueltos, mientras el Enemigo sigue haciendo cadena con los hombres que lo invocan.

Nunca como ahora, ¡oh titángano Escrutopo!, había sido tan necesaria mi presencia en esta España coronavírica como ahora que decae el llamado estado de alarma. Digo «llamado» porque, como tú y yo bien sabemos, ha sido en realidad un experimento de biopolítica con el que hemos acrecentado nuestro dominio sobre las almas de estas gentes, mediante el control de los espacios que habitan, de sus relaciones personales y hasta de sus pensamientos secretos (que desde ahora serán transparentes para sus tiranos mediante nanotecnología). Gracias a este dominio de las almas estoy consumando el golpe de Estado antropológico que me habías encomendado, cuyo propósito es adelgazar la condición humana de estas gentes, hasta tornarla reptiliana.

¿Has visto ese emocionante vídeo en el que un médico reconoce con desparpajo que los viejos se pudren -¡mala suerte!- sin recibir tratamiento alguno que alivie su agonía en los morideros llamados residencias? ¿Y esa conmovedora grabación en la que el comisario madrileño del doctor Sánchez instruye a los alcaldes de su negociado partitocrático para «retorcer el tema de las residencias» y «capitalizar el descontento»? ¿No te parece grandioso que las facciones partitocráticas se lancen unas contra otras los muertos, como si fuesen viscosos zurullos o condones con regalito? ¿Y qué te parece que el doctor Sánchez y sus mariachis oculten las defunciones diarias que causa la plaga sin que nadie proteste por el manejo? ¿Y sabes por qué, en el fondo, nadie protesta? Por la misma razón por la que tampoco nadie se escandaliza de que hayan dejado morir a los viejos; por la misma razón por la que a nadie importa que los negociados partitocráticos «capitalicen» los muertos. Todas estas impiedades sacrílegas son posibles porque estas gentes no quieren saber nada de la muerte; porque sus almas gangrenadas por la apostasía -almas ya reptilianas- rehúyen confrontarse con las verdades de ultratumba.

Todo esto lo ha logrado tu sobrinito Orugario exaltando y a la vez denigrando la naturaleza humana, según la estrategia que me enseñasteis los carcamales de tu generación. Por un lado les hago creer que son semidioses: «Españoles -les digo, para engatusarlos-, sois libres e iguales, sois soberanos, sois dioses de vosotros mismos, sois reyes de la creación, la ciencia y el progreso, vuestros cuerpos son fuente de todos los placeres, que debéis beber sin recato, mientras exprimís a los pobres si sois ricos o desvalijáis a los ricos si sois pobres». Pero, ¡ay, titarapo gusarapo!, llega entonces el coronavirus, que borra de un plumazo esa visión exaltante; y entonces les hago creer que son gusanos: «Españoles -los denigro, para hundirlos-, vuestras vidas acabarán en un moridero cualquiera, sin amor ni consuelo. Todas vuestras ilusiones de grandeza y soberanía, todos vuestros anhelos -aun los que creíais más nobles- no son más que sublimaciones del instinto sexual, que desde vuestro subconsciente freudiano se transmuta en una ridícula ansia de belleza, en un grotesco anhelo de fraternidad, en una absurda fe religiosa. No sois más que un patético manojo de pulsiones penevulvares».

De ahí que estas gentes no quieran saber nada de sus muertos, que les recuerdan su destino fatal, y dejen que sus politicastros los utilicen para sus «capitalizaciones», o los oculten con maldad serpentina. Así olvidan que cada uno sus cuerpos, deshechos por la edad o el coronavirus, brotarán un día con nueva vida y florecerán como rosas bajo el sol de la inmortalidad. Pero como ellos han renunciado a ese sol, nosotros les ofreceremos, ¡oh titaracha pestilente!, un chaletito muy cuqui con vistas al lago de fuego y azufre, que también calienta que es un primor.

Te confieso, ¡oh dilectísimo tito Escrutopo!, que he hecho un viaje relámpago a los Estados Unidos. Allí he podido disfrutar de la adoración de las multitudes: pues la chusma de aquellas tierras (y, por gregarismo, la chusma de todo el orbe) hinca la rodilla en tierra, en gozosa parodia siniestra de la genuflexión ante el Enemigo; y quien no se arrodilla ante el Enemigo sólo puede arrodillarse ante nosotros, o ante nuestras obras. Estados Unidos, tan admirado por todos los panolis derechoides del orbe, siempre fue, ¡oh titotálamo chocheante!, un vivero de odios, como corresponde a una nación nacida de un espíritu sectario y puritano que, a la vez que instaura el zurriburri religioso (toda la purrela y porrusalda luteranoide), postula un falso comunitarismo que no es sino individualismo de grupo, reconocimiento entre sí de los que son de la misma secta, raza o bandería. O sea, un patchwork social que acaba, inevitablemente, en delicioso pandemónium, como ocurre siempre con todos los avatares de Babel.

Frente a este ideal puritano y sectario, tan favorable a nuestros intereses, España instauró en aquellas tierras un ideal completamente disolvente de nuestra acción: el Enemigo había hecho nacer a todos los hombres de una misma pareja; más tarde, había querido que su Hijo se pasease por el mundo en carne mortal, como un descendiente más de aquella primera pareja; y, ya por último, había entregado su poder al Papa, que a su vez se lo había alquilado a los reyes españoles en aquellas regiones del planeta. De lo que se deducía que los habitantes de aquellas regiones eran súbditos del rey español, fieles al Papa e hijos del Enemigo, por ser descendientes todos -como cualquier rey o papa- de aquella primera pareja. Así España hizo realidad la odiosa unidad universal de todos los hombres en torno a una paternidad común, en donde las razas se funden gozosamente. Luego, este ideal español sufrió traiciones, como sucede en cualquier empresa humana, pues algunos conquistadores y encomenderos españoles escucharon nuestros consejos; pero frente a ellos hubo siempre un fraile jopu inspirando a los reyes leyes protectoras de los nativos americanos que fundaron el «derecho de gentes».

Los carcamales de tu generación, para extender en América el odio a España, presentasteis ante la chusma los abusos personales de algunos encomenderos y conquistadores de nuestra cuerda como crímenes institucionalizados. Y conseguisteis un birlibirloque genial, convirtiendo a un fraile jopu como Bartolomé de las Casas en icono antiespañol, como si fuese un proscrito de la monarquía hispánica, en lugar de un consejero de la mayor privanza del emperador Carlos, que promulgó las Leyes Nuevas de Indias siguiendo sus consejos. Pero hacía falta una vuelta de tuerca mayor, así que he propuesto a la chusma embriagada de odio que en estos días se arrodilla ante nuestras obras la remoción de estatuas que evoquen aquella empresa inspirada por el Enemigo. Pues derribando esas estatuas, ¡oh titocondria paramecia!, se borrará mas fácilmente de las almas el principio de unidad universal de los hombres en torno a la paternidad común del Enemigo. Así nosotros podremos imponer a esas gentes ya huérfanas la unidad gregaria de pandemónium y hormiguero que las atraerá hacia las tinieblas.

Y, por supuesto, pronto trasladaré esta fiebre de derribar estatuas que simbolicen aquella empresa a la España coronavírica; pues el españolito apóstata y resentido siempre ha sido una cacatúa orgullosa de regurgitar todos los topicazos de la Leyenda Negra. Me relamo el bálano, cuando pienso en la cantidad de pedestales vacíos de los que pronto dispondremos, para honrar a los lacayos de nuestra Legión.

He comprobado, ¡oh titodídimo Escrutopo!, que cuando los hombres niegan nuestra existencia empiezan de inmediato a ver por doquier demonios de carne y hueso. Así ocurre en la España coronavírica, donde las gentes uncidas al yugo del negociado de izquierdas perciben en todo lo que hacen o proponen las gentes uncidas al yugo del negociado de derechas una obra maligna; y viceversa. Y piensan -¡pobres ilusos!- que, una vez que las gentes de la maligna ideología adversa hayan sido derrotadas, el mal desaparecerá de la faz de la tierra. Pero, en su afán fatuo de arrancar la cizaña, arrancan también el trigo; y la cizaña esparce su semilla también en sus corazones, invadiéndolos a su vez de malignidad. No advierten que todas sus acciones antagónicas, que se alimentan entre sí creyendo combatirse, están guiadas por una inteligencia que les supera, que es la nuestra. Y el entrechocar constante de sus acciones antagónicas acaba agotándolos de tal modo que terminan por aceptar un simulacro o parodia de unidad.

Primero logré que las facciones partitocráticas se agotaran en trifulcas absurdas en torno, por ejemplo, a las restricciones de la movilidad. Al negociado de derechas, los carcamales de tu generación lo envenenasteis con el fantasma de la libertad; y al negociado de izquierdas con la pulsión de la ingeniería social. Así que la derecha se obsesionó con la mamonada de recuperar la libertad de movimientos, olvidando que las almas verdaderamente libres no la necesitan, como demostró el execrable Juanito de Yepes, que escribió (¡vade retro!) el Cántico espiritual en una mazmorra inmunda. Y, mientras el negociado de derechas clamaba por la libertad de movimientos y se entretenía con el delicioso macguffin del cambio de fase, creyendo grotescamente que así combatían la ideología adversa, el negociado de izquierdas se dedicaba tranquilamente a hacer biopolítica. Ahora el negociado de izquierdas les ha regalado al fin la libertad de movimientos, para que se contagien a gusto en terrazas atestadas y playas convertidas en hormigueros; y el negociado de derechas se ha quedado desfondado y bizcochable. Así puedo pasar a fomentar un simulacro o parodia de unidad.

La única unidad verdadera es la que se logra mediante la asunción de la Verdad y la Justicia, que son nombres del Enemigo. Pero la unidad que yo me dispongo a fomentar para facilitar la «reconstrucción» (en vano trabajan los albañiles cuando el Enemigo no construye la casa) se logrará mediante el llamado «consenso político», que es la mixtura de errores de izquierdas y derechas. Después de no lograr ponerse de acuerdo en cuestiones tan de sentido común como quedarse quietecitos, se pondrán de acuerdo en las mayores perversidades. Para ello, el consenso político recolecta las opiniones más alejadas del sentido común -como el doctor Frankenstein recolectaba miembros de los más diversos cadáveres para fabricar su monstruo- y elabora una síntesis caprichosa que, por supuesto, admite discrepancias menores, para que la discusión sobre esos matices (igualmente erróneos) encienda con renovados bríos la demogresca. Así, ¡oh titirrititín lindo!, matamos dos pájaros de un tiro: por un lado, restauramos el consenso político, cuyo fin último es el reparto oligárquico del poder por turnos; y por otro, conseguimos que la convivencia degenere en un gatuperio aturdidor, una disociedad donde podremos retozar como niños sobre una nube de algodón azucarado. Y, a rebufo del consenso, la derecha que clamaba contra la restricción de la movilidad tragará desfondada y bizcochable leyes educativas perversas y otros primores de la ingeniería social que tu sobrinito Orugario guisa mientras espanta (o sea, maravilla) mocosas con su rabo.

A tu sobrinín Orugario, ¡oh puritanísimo tito Escrutopo!, le gusta más la sicalipsis que a un tonto una tiza. Y en la España coronavírica disfrutamos ahora de una amenísima historia sicalíptica, protagonizada por el vicepresidente coletudo y una de sus becarias, con la que tal vez echó alguna guedeja al aire y se cruzó por guasá comentarios procaces. Alguno de estos comentarios acabó saliendo publicado, para escarnio público del vicepresidente coletudo, porque a la becaria le gustaba presumir entre sus amistades. Pero tan chusco enredo ha tenido un estrambote soberbiamente diseñado por tu sobrinín. Ya sabes, ¡oh castísimo titopótamo!, que nada me procura tanto placer como humillar a los humanos, haciendo burla de sus debilidades carnales; pues así la arcilla que nuestro Enemigo empleó para modelarlos se embadurna de babosos flujos genitales.

De este modo, los abogadetes del vicepresidente coletudo cayeron en la misma trampa que aquellos censores de la película Mogambo que, por querer tapar un adulterio, aliñaron un incesto. Y aquí, por querer tapar las guedejas al aire de su líder carismático y las indiscreciones de la becaria cotorrona, los abogadetes aliñaron diversos chanchullos que remataron combinándose con el fiscal (risum teneatis) anticorrupción. Ahora los ingenuos se escandalizan de este contubernio, como si en España los fiscales que cuspidean no fuesen jenízaros al servicio de la ideología gubernativa, nombrados a dedo para que puedan hacer todas las barrabasadas que convienen al poderoso de turno.

Los españoletes atrapados en el bucle partitocrático no saben que -como desvelase el hijodelagrán de Donoso-, a medida que desciende el termómetro religioso, asciende el termómetro político. Y en la España coronavírica, donde el termómetro religioso marca temperaturas glaciales, no hay institución del Estado que no sea pasto de la más despepitada bandería política. Y del mismo modo que, en las sociedades religiosas, los mozos se metían a curas, para administrar al pueblo los sacramentos, en las sociedades infestadas por el veneno de la bandería política, los mozos se meten a jueces y fiscales, para administrar a las masas una parodia ideologizada de la Justicia (pues el Derecho se ha convertido en un barrizal positivista al servicio del poderoso de turno). Naturalmente, del mismo modo que en las sociedades auténticamente religiosas se colaba algún cura descreído, en las sociedades infestadas por el veneno de la bandería política puede colarse algún juez o fiscal probo que no está dispuesto a convertirse en jenízaro de la ideología gubernativa; pero para estos intrusos el sistema destina los puestos más subalternos, negándoles toda promoción. Mientras que los jueces y fiscales que cuspidean son todos jenízaros despepitados, que forman asociaciones partitocráticas y salen en las televisiones escupiendo consignas atufadas de ideología de garrafón, que disfrazan con una grotesca jerga leguleya. Consignas que el consejo de la magistratura o jenizatura no castiga, sino que premia con ascensos.

Pero los españoles habitan en un Mátrix democrático y se niegan a aceptar que son esclavos de la más formidable forma de totalitarismo, que es la que convierte el Derecho en una monstruosa «Gorgona del poder», según la expresión de Kelsen. Y donde los fiscales son las culebrillas que la Gorgona del poder exhibe, a modo de cabellera, para imponerse; culebrillas que ahora salen en auxilio de unas guedejas al aire. Y así, las culebrillas fiscales y las guedejas al aire pueden entrelazarse amorosamente, cual vid que entre el jazmín se va enredando; pues en España el poder ejecutivo y el judicial se amanceban más que las becarias cotorronas.

Aunque todavía me resten, ¡oh dilectísimo titarraco!, unas pocas semanas para concluir mi labor de devastación en la España coronavírica, quiero empezar una recapitulación de mis logros. Puesto a elegir una de las infinitas maldades perpetradas durante esta misión que me haga sentir orgulloso, elegiría el encumbramiento del doctor Simón como icono y referente moral del negociado progresista. Siempre devoto de tus enseñanzas, he descubierto que el mal disfrazado de bien es un veneno mucho más eficaz y demoledor para las almas que el mal a rostro descubierto. Y de este veneno me he servido para encumbrar a este doctor ful, heraldo pimpante de todas las mentirollas e intoxicaciones gubernativas, que durante meses disuadió del empleo de mascarillas para después -cuando sus amos las tornaron obligatorias- reconocer con muy garboso desparpajo que lo había hecho porque había desabastecimiento. Y todo dicho con esa glamurosa afonía y esos jerséis gualtrapas que ponen palotes a sus fans.

Como bien sabes, ¡oh titirrititín picolín!, nada me divierte más que humillar a estos asquerosos humanos. Así se me ocurrió que, para humillar al negociado progresista, no había argucia más denigrante que convertirlo en idólatra de un enchufado pepero (o pepeiro, para ser más respetuosos con la procedencia del enchufe) y de currículum más magro que el de una beccaría o becaria. No pienses, sin embargo, que el enchufado pepeiro es un hombre pérfido, ni siquiera malicioso; por el contrario, es un buenazo tremendo, un mandado ejemplar, capaz de soltar las mentirollas e intoxicaciones gubernativas con una afabilidad beatífica y conmovedora, de insuperable fuerza persuasiva. ¿Cómo va a reprimir el negociado progresista sus ansias de tatuarse el nombre o de sudar la camiseta con la efigie de un cacho de pan semejante?

Y aquí, envidioso de mi éxito rutilante, te harás cruces (del revés) tratando de explicarte cómo los españoles progresistas transigen con las afónicas trolas del doctor Simón, como la superlativa y desternillante de las mascarillas, que son La Parrala de la España coronavírica. Olvidas que son hombres modernos; y los hombres modernos, como explicaba el admirable Marcuse, se caracterizan por reclamar «el derecho de la razón autónoma a reconfigurar la realidad, aun en contradicción con los hechos». Así nacieron las ideologías, estructuras de pensamiento (o, en su versión degenerada y terminal ahora triunfante, meras colecciones de consignas) que niegan la realidad de las cosas y la someten a la voluntad humana, cada vez más fanatizada. Así, el progresista puede «reconfigurar» la figura del doctor Simón, «olvidando» todas las mentirollas e intoxicaciones que ha soltado risueñamente, sin importarle un pimiento la verdad. Que, por supuesto, en su conciencia ha dejado de existir; pues estas ideologías no son propiamente utopías, sino más bien -permíteme emplear el término foucaultiano- «heterotopías» que permiten a sus adeptos crear su propia realidad, desentendiéndose de las que crean los otros negociados (en esto consiste el sublime pluralismo democrático). Y encerrado en su «heterotopía», el negociado progresista puede -sin contacto alguno con la realidad, aunque hieda a cadaverina- idolatrar al enchufado pepeiro reconvertido en benigüigüi sociata como si de un héroe (con o sin mascarilla) se tratase, y emocionarse con sus trolas afónicas, y revolverse furioso si alguien osa toser sus jerséis gualtrapas, a los que cada día afeito las bolitas, para que el doctor Simón esté más pimpolludo. Te confieso que yo también lo amo tiernamente, como el Enemigo amaba la obra salida de sus manos. Y amándolo me siento buenecito, carcamalote mío.

Me preguntas con indisimulable regocijo, ¡oh tito capullérrimo!, por la verdadera causa de los rebrotes que padece la España coronavírica, muchos más de los que la propaganda sistémica reconoce. Y a la vez me afeas que en mis cartas deslice los juegos de palabras más escabrosos y procaces. ¿Olvidas, acaso, que -al igual que tú- soy un espíritu puro? Si introduzco en mis cartas esas guarradas que tanto te exasperan es por parodiar la vida sórdida de estos seres inferiores constantemente sometidos a estímulos sexuales. No puedo soportar que estos arcillosos hijos de Adán y Eva hayan sido llamados por el Enemigo a la bienaventuranza que nosotros hemos rechazado. Tu sobrinito es al menos tan casto como tú, titodídimo Escrutopo; pero a diferencia de ti, que te has vuelto más sequizo que un prepucio disecado, me humedezco provocando rebrotes coronavíricos en estos gusanos prisioneros de la lujuria. No hay placer comparable a verlos, viscosos como caracoles, sacudirse el manubrio, gracias al porno gratuito que la plutocracia les suministra, como al perro sarnoso se le suministran unos menudillos pútridos con séquito de moscas. O arrastrarse detrás de la churri o maromo que les alivie la comezón.

Los carcamales de tu generación destruisteis a todos estos chimpancés evolucionados con la llamada «liberación sexual», aquella religión erótica avizorada por el cabronazo de Chesterton que, «a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fecundidad». Y esta religión erótica, administrada a modo de soma, los ha convertido en piltrafas merodeadas de anhelos adulterinos y aberrantes pulsiones penevulvares, una arcilla degenerada en fango que necesita explorarse todos los orificios. Y así, incapacitados para la vida familiar, convertidos en un gurruño genital, se los entregamos a nuestros devotos plutócratas, para que -tras enchufarlos a una renta mínima- puedan ser apilados en los vertederos humanos con suscripción a Netflix que les han preparado.

Ya no pueden renunciar a la religión erótica que los ha convertido en cerdos más apestosos que los de la piara de Circe, titirrititín lindo. Y para estos cerdos fatalmente enganchados a su soma inventé yo aplicaciones como Tinder o Grindr, que durante los últimos meses han provocado miles de contagios en todo el mundo sin que nadie se entere (pues la propaganda sistémica de esto no dice ni pío). ¿He escrito nadie? Nos enteramos nosotros, por supuesto, pero también la patulea que hemos puesto al frente de los gobiernos. ¿No has advertido cómo esa patulea, a la vez que cerraba todos los negocios y destruía alegremente las economías nacionales, no se atrevía en cambio a desactivar estas aplicaciones que propician, además del canje de ladillas, el contagio masivo? Y es que la patulea gobernante sabe bien que el reparto de soma es indispensable para su subsistencia.

Así que no hace falta que te diga que no paro de sembrar rebrotes entre la pobre chusma ansiosa de arrimar cebolleta. Todas las mañanas salgo a corretear (en realidad a contonearme), disfrazada de súcubo, con mi top melonero y mis mallas apretonas, y cuando acabo la exhibición tengo más de cincuenta peticiones de amistad en el Tinder, toda una caterva de fracasados que me trajino, uno por uno o en bukake mogollónico, exonerándolos de los trámites del cortejo (que me dan todavía más asco que sus secreciones pulgosas) e infestándolos de coronavirus. Y esta semana última, por supuesto, me he apuntado también a Grindr y he cambiado mi disfraz de súcubo por el de íncubo de pelo en pecho, convirtiéndome -permíteme citar al tipejo de Quevedo- en un «ruiseñor de los putos». Comprenderás que, después de prestar estos servicios ímprobos a la causa del rebrote, me desquite eutrapélicamente ensartando procacidades.

Por supuesto, ¡oh veneradísimo tito Escrutopo!, me he preocupado, siguiendo tus indicaciones, de aprovechar la plaga coronavírica para resaltar las hipocresías indecentes sobre las que se asienta la vida de este pueblo apóstata. Así ocurrió con la escabechina de ancianos en los morideros llamados residencias, que volvió a probar que un pueblo que se ha desentendido del Enemigo acaba desentendiéndose también de sus progenitores; pues allá donde no se cuida al padre común, al que sólo hay que rezar, mucho menos se cuida a los padres particulares, a los que hay que limpiar el culo cuando llegan a viejos.

Y, si así actúan con sus propios padres, ¿cómo van a actuar con los negros que vienen a hacer los trabajos que ellos desprecian? Habrás reparado, ¡oh potito emético!, en la obra maestra que he aliñado con los temporeros coronavíricos de la huerta de Lérida. Por un lado, he desenmascarado el farisaico discurso fachita, que pretende impedir la entrada en España a los negros, como si la patulea autóctona estuviese dispuesta a doblar el espinazo y hacer los trabajos del campo. Por otro lado, he desenmascarado el miserable discurso progre, que pretende facilitar la entrada en España de los negros, a los que luego se paga un jornal misérrimo y se hacina en ergástulos que son un maravilloso cónclave pulgoso y coronavírico. Pero los discursos progre y fachita son tan sólo el haz y el envés de la misma moneda, encargados cada uno de halagar los impulsos emocionales de su respectiva parroquia: impulsos lloricosos del progrerío, que lagrimea cuando los negros son «rescatados» por la plutocracia en el mar, desentendiéndose de su posterior destino en los ergástulos; impulsos fanfarrones del facherío, que rabia porque los negros se muevan libremente por España, olvidando que la fruta que les endulza el verano ha sido recoletada por callosas manos negras, pues los nenes españoles sólo doblan el espinazo para bajar al pilón o pilona y tomar su dosis de soma penevulvar.

Y estos discursos progre y fachita, más falsotes ambos que el disfraz de súcubo que me pongo para seducir rijosos, sirven para ocultar la raíz del problema. Que no es otra, ¡oh titodrilo carcamalote!, sino la demolición de la economía natural (o sea, «la administración razonable de los bienes que se necesitan para la propia vida», según enseña el jopu de Aristóteles) que los sucesivos gobiernos partitocráticos perpetraron para que la plutocracia internacional pudiese instaurar el reinado de la crematística, que -como el jopu de Aristóteles también enseña- es el «arte de enriquecerse sin límites». Y para que nuestros adoradores plutócratas pudieran enriquecerse sin límites, hubo que arrinconar la fuente primordial de la economía natural, que es la tierra nutriente de la que el Enemigo hizo brotar toda forma de vida. Así, los frutos de la tierra fueron sacrílegamente relegados y remunerados ínfimamente, de tal modo que la dedicación a tareas agrícolas y ganaderas fuese considerada un oficio propio de parias; mientras que las operaciones crematísticas se convirtieron en el fundamento de una economía perversa. Y así, mientras nuestros adoradores plutócratas se enriquecen con fondos de inversión que especulan con la distribución de los alimentos y los gobiernos reparten paguitas entre la juventud haragana, la agricultura malvive a duras penas contratando negros por jornales misérrimos y hacinándolos en ergástulos donde el coronavirus florece con esplendor primaveral.

Esta chusma no recuperará el sentido de la economía natural mientras no vuelva a rezar al Enemigo que les entregó en heredad la tierra. Sólo entonces acogerá a esos negros como hermanos, como hizo el capullo de Filemón con su esclavo Onésimo. Hasta que tal cosa no ocurra, podemos divertirnos confrontándolos con sus hipocresías.

En estos días me lo paso pipa, ¡oh titoniso Escrutopo!, inspirando en las distintas regiones españolas el uso obligatorio de la mascarilla. Me provoca orgasmos encadenados comprobar cómo estas gentes apóstatas, que renegaron del velo y del ayuno y de la estameña que antaño les ayudaban a salvar sus almas, se calzan en cambio estos bozales más aflictivos que cualquier cilicio, pensando grotescamente que así salvarán sus cuerpos. Sobre la mascarilla los «expertos» dijeron al principio que no servía para nada, llegando a ridiculizar por aprensivos a los que se la ponían; luego empezaron a recomendarla tímidamente, para terminar exigiéndola en determinadas circunstancias. Pero tu sobrinín Orugario está ahora inspirando que se imponga irracionalmente en toda ocasión y circunstancia, para humillar más ensañadamente a la chusma arcillosa.

A veces me acusas de no respetar el juramento titocrático que me obliga a venerar los méritos de los carcamales de tu generación. Pero toda esta mascarada desquiciada de las mascarillas hubiese sido por completo imposible si los carcamales de tu generación no hubieseis fundado la idolatría de la Ciencia, que junto al desaforado culto a la Democracia y la exaltación del Placer y de la Carne completa la santísima trinidad de la religión antropólatra. Esta idolatría de la Ciencia nada tiene que ver, por supuesto, con la indagación científica, que se dedicaba a explorar la naturaleza para comprender mejor sus causas y llegar así a la primera, que es el Enemigo; sino que aspira (empresa por completo quimérica) al dominio utilitario de la naturaleza, colocándose por encima del bien y del mal (pero sobre todo del Bien, renegando de su fuente). Todo intento de adentrarse en la naturaleza sin reconocer la existencia de una primera causa está, sin embargo, condenado al fracaso; y así la idolatría de la Ciencia no tardó en convertirse en un batiburrillo de «avances» desnortados, fragmentarios, contradictorios entre sí, un barrizal cientifista que en lugar de alumbrar la naturaleza la tornó más turbia, hasta hacerla inextricable.

Esta condición confusionaria de la idolatría de la Ciencia se está probando con creces, ¡oh titoflero floripondio!, durante esta plaga coronavírica, donde los «expertos» de la Organización de Mamporreros Satánicos (OMS) se divierten lanzando mensajes contradictorios, dictaminando un día que el contagio se produce por contacto directo y al día siguiente que se produce a través del aire. O dictaminando un día que los enfermos sólo pueden contagiar si muestran síntomas y al día siguiente afirmando que también pueden contagiar los asintomáticos. O dictaminando un día que el organismo humano desarrolla anticuerpos contra el coronavirus, para decir lo contrario al día siguiente. O…

En realidad, ¡oh titotenusa cateta!, estos dictámenes de la Ciencia no son más que la cháchara de unos farsantes que improvisan sobre la marcha, incapaces de penetrar los misterios de la naturaleza, puesto que niegan su primera causa. Pero la chusma apóstata, al haber expulsado el Enemigo de sus almas, ya no puede hacer otra cosa sino obedecer borreguilmente esas indicaciones contradictorias. Así que este verano, mientras se siguen contagiando irremisiblemente, los españoles se pasearán como almas en pena (o más bien como zombis lobotomizados, puesto que han renegado de su alma) con su absurda mascarilla, temblones y genuflexos ante mis caprichos, anticipando los tormentos que les aguardan en el infierno, donde les sustituiremos la mascarilla por una mordaza de hierro candente que les sellará los labios por toda la eternidad, para que no puedan quejarse. Aunque son tan serviles que, si les dejáramos abrir el pico, en lugar de quejarse se dedicarían a darnos las gracias, como ahora hacen con los botarates que los gobiernan.

Debo reconocer, ¡oh titorroide hemorrágico!, que a veces esta chusma arcillosa logra conmoverme vivísimamente. Como bien sabes, desde niño me florecieron unas almorranas del tamaño de cocochas de merluza, que se disponen en siete círculos concéntricos, festoneando mi ano -pebetero siempre humeante-, a modo de siete faralaes. Pues, ¿querrás creer que así, exactamente así, dispusieron la escenografía de la tenida celebrada en el Palacio Real? Un pebetero en el centro y siete círculos en derredor, formados por adoradores nuestros, todos ellos con una cara de cococha pútrida que daba gloria verlos, dispuestos todos a lamer mis almorranas. ¿Cómo no voy a emocionarme? Pero, como la intención es lo que cuenta, les puse a todos mascarilla, para que no se les viese salivar golosones ante las cámaras. Hay que cuidar las formas, para que los televidentes lobotomizados no se pispen de nuestras ceremonias.

¿Por qué sé que eran todos adoradores nuestros? Por la sencilla razón, ¡oh titolopendra cochinilla!, de que quien no reza al Enemigo, reza al diablo (y me perdonarás si parafraseo al requetejopu de Léon Bloy). Para que esta chusma arcillosa pudiera rezarnos inventamos los minutos de silencio, que el capullo de Foxá llamaba «la cáscara vacía de la oración»; pero, como los hombres que han abandonado al Enemigo son enseguida poseídos por el horror vacui, esa cáscara vacía necesita colmarse con un sucedáneo. Del mismo modo que las barrigas que no están llenas de alimento se llenan de aire (y entonces entonan borborigmos), las almas que no están llenas de oraciones al Enemigo se llenan de oraciones a nuestra Legión (y entonces las infestamos).

¡Homenaje a las víctimas del coronavirus, lo denominaron! Al escuchar tamaña burla, tintinearon alborozadas mis almorranas, como si fuesen perendengues. Un homenaje es un acto de amor; pero sólo se puede amar aquello que se conoce. Y las víctimas del coronavirus -muchas más que las reconocidas por nuestros adoradores, que en el homenaje burlón repetían un número absurdo, como en un sorteo de la lotería- nadie las conoce, porque son muchos miles. Un muerto -decía el venerable Stalin- es una tragedia, pero muchos miles de muertos son pura estadística. Y como no se puede amar una pura estadística, los hombres que no han sido infestados celebran una misa y ofrecen ante el altar esos muertos anónimos al Único que los conoce personalmente y tiene contados los pelos de sus cabezas. Por eso, en la guerra, frente a los homenajes sin amor al Soldado Desconocido que organizaban nuestros dilectos liberales, los cabrones de los carlistas homenajeaban amorosamente a sus héroes con una misa, porque -como reza su execrable lema- «Ante Dios nunca serás héroe anónimo».

Pero en este homenaje ninguna víctima del coronavirus ha sido honrada, porque ninguno de nuestros adoradores (y mucho menos nosotros) puede ver en ellos sino pura estadística. O, como escribía el hijodelagrán de José María Pemán, en uno de los poemas más asquerosamente sublimes de la poesía española: «Nadie es nada. Todos son/ sílabas que se resumen/ en un romance sin nombre/ y en un olvido sin cruces». Así nos los ofrecen nuestros adoradores, ¡oh titaracha pestilente!, para nuestro regocijo: convertidos en una nada sin nombre y en un olvido sin cruces.

Y sin embargo… ¿Sabes cómo acaba el poema de Pemán? «Pero Dios sabe sus nombres/ y los separa en las nubes». Por mucho que los adoradores de tu sobrino Orugario honren su augustísimo pebetero, el Enemigo siempre tiene la última palabra, y pone nombre a cada muerto. Y así todo nuestro gozo termina en un pozo.

Usurpando esta tribuna, ¡oh titirrititín lindo!, tu sobrinito Orugario impedirá a ese Prada que antes la ocupaba celebrar sus bodas de plata como colaborador en ABC. Conviene, aprovechando los estragos de la plaga coronavírica, dejar sin tribunas a tipejos repugnantes como este Prada, empeñados en su fidelidad al Enemigo. Los carcamales de tu generación nos enseñasteis que a los «intelectuales» se les gana por la vanidad; pero tipejos como este Prada, en su fidelidad fanática al Enemigo, han renunciado (¡a la fuerza ahorcan!) a las pompas mundanas. Así que resulta mucho más eficaz encauzarlos sutilmente hacia el pesimismo, de forma que sean percibidos como profetas de calamidades cuyos dicterios provocan rechazo. Y este rechazo, a su vez, genera en ellos una disposición a la mordacidad agria, al exabrupto feroz, a la santa ira; lo que definitivamente les granjea una aversión furibunda no solamente entre los descreídos de izquierdas y derechas, sino también entre el catolicismo pompier, que gusta tanto de la literatura plácida y burguesorra cuyo suministro jamás debemos interrumpir.

Para ello debemos cuidar con paternal esmero a los «intelectuales» sistémicos que garantizan la consolidación de los paradigmas culturales que interesan a nuestra Legión. Y, para que esta oligarquía intelectual sea completamente útil a nuestra causa, conviene que en ella haya «intelectuales» de izquierdas y derechas que tengan entretenidas a sus respectivas parroquias, fingiendo una disputa enconada y sin cuartel en fruslerías y chuminadas, mientras mantienen posturas unánimes en las cuestiones que verdaderamente interesan a nuestra Legión. Naturalmente, el «intelectual» de derechas deberá defender, por ejemplo, el capitalismo con más ardor que el «intelectual» de izquierdas, dejando que éste a su vez defienda con más brío, pongamos por caso, el aborto y la barra libre penevulvar, para mantener la ilusión de la discrepancia; pero ambos, en el fondo, defienden calamidades complementarias. Nuestro auténtico enemigo será el «buscador del logos»; es decir, quien se atreva a denunciar las argucias ideológicas de esta oligarquía intelectual a nuestro servicio. Y para combatir a estos impertinentes «buscadores del logos», ningún instrumento más eficaz que la fantasía del pluralismo, donde el enjambre de opiniones sistémicas acaba condenando a la irrelevancia o al pintoresquismo a la voz auténticamente discrepante. Este pluralismo, además, favorece el desgaste de las masas en una «demogresca» que, jaleada por la oligarquía intelectual, reclamará con mayor denuedo su chute de derechos de bragueta, o de libertad de mercado, o de cualquier otra droga nihilista que la satisfaga. Hasta que esas drogas nihilistas convierten a las masas en hordas de alimañas, como acaba de pasar en Estados Unidos; y entonces los intelectuales que las han apacentado y nutrido de nihilismo se rasgarán las vestiduras, como han hecho todos esos caraduras sistémicos en el manifiesto de la revista «Harper’s». A estos chupópteros les ha ocurrido como al papá liberal en aquella novela del joputérrimo de Dostoievsky, Los demonios, cuando descubre los desmanes que perpetra su nene terrorista y le pregunta horrorizado qué se propone hacer. A lo que el nene responde muy sereno: «¡Padre, completo la labor que tú has iniciado!».

Se trata, en definitiva, de que estos «intelectuales» nos ayuden a cegar en las almas de la chusma arcillosa la fe al Enemigo. Pues, como enseñaba el miserable de Unamuno, cuando deja de interesar la inmortalidad, cuando se deja de creer en ella o al menos de desearla, el arte se vuelve cáscara sin meollo y entretenimiento inane. Que es lo que suministran nuestros «intelectuales». Para ellos, todos nuestros mimitos.

Se aproxima inexorablemente, ¡oh tititorrinco Escrutopo!, el fin de la misión que me encomendaste. Dejo la España coronavírica hecha una escobilla de váter, con la plaga extendida por doquier; pero, sobre todo, la dejo con una inmensa mayoría de almas sometida a nuestro yugo. ¿Y cómo he logrado -permíteme que me regodee en las preguntas retóricas, pues nada me pone más cachondo que envanecerme- convertir las almas de una chusma rabiosamente materialista en una amalgama ordenada hacia nuestros fines? Sometiéndola al único ídolo -Mamonna iniquitatis- cuya adoración es incompatible con la adoración del Enemigo, según dejó claramente establecido el propio Enemigo, durante su aberrante andadura terrenal: «No podéis servir a Dios y al Dinero».

Cuando escribo Dinero con mayúscula no me refiero, por supuesto, al signo que representa el valor de los bienes, sino a su «espiritualización» taumatúrgica (y no hace falta que te recuerde que «espíritu», en griego, se dice daemon), desligada de los bienes que antaño representaba. No hay forma más convincente de imitatio Dei; pues, como bien sabes, el Enemigo crea ex nihilo, desde la nada. Y mediante estas «ayudas europeas» que acaban de repartirse, anagnórisis ex nihilo del Dinero pandemónico, arrebatamos al Enemigo el último atributo -Creador- que el racionalismo inspirado por los carcamales de tu generación no logró arrebatarle de forma convincente. Mediante la creación por arte de birlibirloque del Dinero, el hombre se erige al fin en ese Espíritu del Mundo (Weltgeist) que avizoró nuestro predilecto Hegel, fuente autónoma de la «verdad» y el «bien» (que son exactamente lo contrario de la Verdad y el Bien). Un falso prodigio de tamañas dimensiones -anuncio del advenimiento de nuestro mesías- sólo podían realizarlo los adoradores bruselenses de Mamón. Por supuesto, una vez embaucada la chusma arcillosa, este Dinero fantasmático se hará corpóreo, esquilmando la riqueza de las naciones; pero, cuando se consume el latrocinio, la chusma arcillosa, encadenada a sus pasiones, se conformará con reclamar subsidios y derechos de bragueta, y nuestros adoradores podrán hacer con ellos albóndigas, dejándonos en ofrenda sus almas gangrenadas.

La desmoralización, el hastío vital, el individualismo disolvente reinantes en la España coronavírica (consecuencias inevitables del amustiamiento de aquella unidad vigorosa que proporcionaba la fe común) serán taumatúrgicamente sanados por la euforia que proporciona el Dinero de Bruselas, al que la chusma arcillosa atribuirá poderes salvíficos. A partir de ahora, quien desee salvarse, sintiéndose parte (siquiera un divieso en el culo o un chancro en el bálano) del Espíritu del Mundo, tendrá que someterse dócilmente al Dinero, tendrá que aceptar sus leyes caprichosas y sus falsos milagros, hasta disolverse en su niebla. Y el Espíritu del Mundo galvanizado por el Dinero no admitirá nunca el error cometido. Sus reglas y mandatos se tornarán omnisapientes e indiscutibles; y así todos los sacrificios cruentos que exija el Dinero -recortes, exacciones fiscales, paro endémico y demás delicias plutocráticas- serán acatados reverencialmente por la chusma arcillosa. Y, por supuesto, quienes se atrevan a denunciar las estrategias de este nuevo dios serán acusados de enemigos del pueblo; y sobre ellos arreciarán las delaciones, las denuncias y las purgas, que las masas amorradas a los subsidios y al soma penevulvar aplaudirán frenéticas. Entenderás, pues, ¡oh titurón ballena!, que tu sobrinín Orugario se sumase jubiloso a los aplausos memos que al doctor Sánchez dedicaron sus corifeos ministeriales, a su regreso de Bruselas, haciéndole paseíllo. Se me distingue fácilmente porque, aunque disfrazado de súcubo, no me cubro con la humillante mascarilla.

Todas mis almorranas supuraron de emoción, ¡oh dilectísimo tito Escrutopo!, mientras contemplaba el rezo musulmán en la basílica constantinopolitana de Santa Sofía, que entierra definitivamente a la Segunda Roma. El espectáculo conmovedor de aquella multitud prosternada ha renovado mis ansias de que pronto podamos repetirlo en la catedral de Córdoba. Para lo cual me he ocupado de impulsar taimadamente una propuesta de conversión del «monumento» en un gran centro interreligioso.

Entretanto, ¡oh titangután peludo!, sigo obedeciendo los sabios consejos que me diste para acabar con la Iglesia del Enemigo. Durante meses, los templos han permanecido cerrados en muchas diócesis; y no porque los decretos gubernativos así lo ordenasen, sino porque sus heroicos obispos, hijos predilectos de los mártires, así lo establecieron, inspirados por el menda. Si ya antes de la plaga la asistencia a la nefanda misa era declinante, estas valientes resoluciones episcopales nos ha allanado el camino. Muchos católicos que asistían a la misa dominical lo hacían por una rutina de décadas; y, como nos enseña el repulsivo Agustín de Hipona, el puro ejercicio de la virtud, cuando le falta aliento sobrenatural, acaba engendrando tedio. Los meses de encierro han descubierto a muchos católicos que perder la mañana dominical yendo a misa es un coñazo. A fin de cuentas, ¿no les dijeron que la comunión espiritual podía sustituir al odioso sacramento eucarístico? ¿No les dijeron también que una contrición perfecta valía por una confesión? ¿No se les recordó que el precepto dominical era una cuestión meramente histórica que podía ser abolida? ¿No se les exhortó a ver misas televisadas? ¿Para qué ángeles van a volver ahora a los templos, teniendo que soportar además en ocasiones a un cura que los hace roncar de admiración? Además, muchos de los católicos más fieles, tan carcamales como tú, ¡oh titocondria provecta!, fueron apiolados por el virus; y los supervivientes tienen un miedo cerval a contagiarse.

Y, a la vez que la Iglesia se hace más pequeña, me ocupo también de que el menguante sector fiel aparezca ante el mundo como una panda de «ultracatólicos» exaltados y agresivos. Así, al verse repudiados por el mundo, estos recalcitrantes acaban creyéndose intachables, elegidos por sus méritos y seleccionados grano a grano como trigo eucarístico; así, creyéndose el rebaño escogido, se agruparán en camarillas y sectas a la greña entre sí, y pensarán que los mártires de antaño fueron necesarios tan sólo para que ellos puedan disfrutar del confort material y espiritual de saberse puros, en medio de un océano de pecadores. Y, entretanto, los obispos se dedicarán a soltar peroratas grimosas sobre la paz mundial, sobre el cambio climático, sobre la filantropía (obras de misericordia corporales desgajajas de las espirituales) o sobre cualquier otra paparrucha sistémica. Y confundirán la mansedumbre evangélica con el escaqueo, la defección y la cagalera. Y pedirán con voz feble a los lobos gobernantes que recuperen el «espíritu de la Transición». ¡Menuda transición hacia el reinado de nuestro mesías les vamos a dar a estos aguerridos mitrados, titirrititín lindo! ¡Cuán gozosas se pondrán nuestras almorranas, viendo arder iglesias «por accidente», como en la admirable Francia!

Con la expectativa jubilosa del hundimiento de la Iglesia española, me permitirás que dé por concluido mi paseo triunfal. No se me escapa que aún restan focos en los que el virus de la fe rebrota peligrosamente, como la diócesis complutense, donde hay un obispo joputérrimo al que antes de marchar voy a rendir visita, para destrozarlo. De esta victoria, que presumo apoteósica, te dejaré constancia en mi última carta.

Te escribo desfallecido, abominable tío Escrutopo, consciente del engaño que los carcamales de tu generación urdisteis para embarcarnos a los diablos jovenzuelos en una misión imposible. Al fin entiendo el sentido de aquel pasaje de la Epístola de Santiago, donde se afirma que los demonios «creen y tiemblan». No podemos, en efecto, ser ateos puesto que hemos conocido al Enemigo; y este conocimiento nos obliga a temblar, pues nos permite saber que nuestra derrota final ha sido decretada.

Una prefiguración de esa derrota la he probado en Alcalá de Henares, adonde llegué envanecido con la pretensión de destruir a ese obispo que osó contravenir arrogantemente mis indicaciones cuando se desató la plaga coronavírica. Pensé -¡iluso de mí!- que el mejor modo de desacreditar a este obispo complutense era poseerlo, para que empezase desde ese mismo instante a hacer las mamarrachadas tan gratas a nuestra Legión: cháchara sociológica a granel, activismo filantrópico, panegíricos de la Transición, plegarias contra el cambio climático, etcétera. No se me escapa que, cuando los demonios tomamos posesión de alguien, ni siquiera logramos conquistar su voluntad, sino tan sólo privarlo de ella; por lo que no puede decirse que el poseso peque ni, por lo tanto, condene su alma. Pero la posesión diabólica no tiene como objetivo condenar al poseso, sino desalentar y amargar a quienes constatan sus cambios horrendos. Convirtiendo a este obispo complutense en un poseso -calculé-, sus feligreses se desesperarían, considerando que la naturaleza humana es en realidad vil e inmunda, más vil e inmunda incluso que la naturaleza de las bestias; y, llegados a esta conclusión, los feligreses del obispo poseso se entregarían a la vida propia de las bestias.

Así que entré en la catedral de Alcalá disfrazado de súcubo, con mi top melonero y mis mallas apretonas, dispuesto a poseer al obispo complutense. Pero me tropecé, presidiendo el altar mayor, con una custodia coruscante que vestía la Hostia de hermosura y luz no usada. Y, sorprendido por aquella visión inopinada, noté enseguida que todas mis almorranas se achicharraban, que mi rabo se volvía rábano, que todo mi ser se ulceraba y todos mis ímpetus sucumbían. Y, mientras me sentía desfallecer, acudió en mi socorro el obispo, que en lugar de mirarme como a un ser indigno, me tendió una mano samaritana, para ayudar a alzarme. Y al sentir el tacto de aquella mano, recordé que yo también fui creado -allá en el origen de los tiempos- amorosamente para que, a mi vez, obrase con amor hacia los demás; recordé que yo también fui destinado al eterno banquete celestial, donde los hombres al fin se convertirán en hermanos gloriosos de los ángeles, lavados de sus pecados y sus coronavirus. Y, mientras el obispo me invitaba a rezar con él ante la custodia coruscante que abrasaba todo mi ser, sentí una nostalgia abrumadora -al principio apenas perceptible, como un rescoldo moribundo, pero enseguida llameante como un incendio- de aquella vida beata para la que fuimos creados.

«¿Crees en Dios?», me preguntó el obispo. A lo que yo susurré cabizbajo: «Creo y tiemblo». Y, aplastado por una tristeza del tamaño del universo, me dejé acunar por la cantinela del rezo del obispo, una letanía dirigida a los santos, respondiendo a cada invocación: «Ruega por nosotros». Y, mientras respondía, sentía crecer dentro de mí la añoranza de aquella compañía bienaventurada. Y deseé entonces perecer, coronavírico perdido pero arrepentido de mi orgullo, como cualquier humilde mortal que obtiene, para obtener la recompensa de los bienes eternos. Y, al recordar que yo no puedo arrepentirme, lloré lágrimas de azufre. Ahora ya puedes destituirme, maldito mono de Dios.

Reconfigurar la realidad

Durante casi cuatro meses, este rincón de papel y tinta fue usurpado sin previo aviso por un diablo llamado Orugario. Durante la semana anterior a la declaración del estado de alarma, observé que la crónica de los estragos crecientes causados por la plaga (rampantes en países vecinos como Italia, incipientes pero ya muy notorios en España) desaparecía como por arte de ensalmo de los medios oficialistas; y que los consejos para evitar el contagio y las restricciones a las concentraciones humanas fueron bruscamente sustituidos por una insensata propaganda que invitaba a participar en unas malhadadas manifestaciones feministas. En uno de los últimos artículos que publiqué, antes de la usurpación de Orugario, lo dejé escrito («Señalando conspiranoicos», 6 de marzo de 2020): «Pero estas reglas no rigen para las manifestaciones feministas; pues los réditos propagandísticos que su celebración rinde al sistema son mucho más valiosos que el contagio de unos cuantos pánfilos y pánfilas».

La celebración de aquellas manifestaciones fue un designio sistémico globalista, que quiere crear una sociedad al servicio del Dinero, desvinculada y a la greña, donde la infecundidad favorezca los sueldos misérrimos y la «movilidad» laboral. Fue un designio sistémico globalista, como luego lo sería la creación de una renta mínima que amanse a los millones de nuevos parados que el globalismo está fabricando. Pero este designio sistémico pasa inadvertido para una inmensa mayoría de españoles, que creen ilusamente (si se adscriben al negociado de derechas) que los lacayos que nos gobiernan pretenden implantar una «dictadura bolivariana», sin entender que lo que se avecina es algo infinitamente más protervo; o bien creen pánfilamente (si se adscriben al negociado de izquierdas) que las medidas arbitradas al dictado sistémico son «escudos sociales». Definitivamente, España era terreno propicio para el «padre de la mentira».

Pero el mal ya no precisa, para imponer su designio, del estilo sibilino y solapado de aquel demonio Escrutopo urdido por C. S. Lewis en la sublime Cartas del diablo a su sobrino. El mal puede ahora actuar sin recato, orgulloso de sus fechorías; y puede, además, desarrollar estrategias mucho más vastas y fulminantes que las denunciadas en la obra señera de Lewis. Que escribía en una época en la que aún no se había completado aquella inversión de la conciencia moral avizorada por el profeta Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!». Cuando se ha moldeado a una generación en esta inversión de la conciencia moral, el mal puede -como señalaba Orugario, citando a Marcuse- «reconfigurar la realidad, aun en contradicción con los hechos». Esta reconfiguración de la realidad depara algunos episodios chuscos, como el reciente birlibirloque del «comité de expertos», que existen o dejan de existir según le pete al tirano; pero tales episodios chuscos son tan sólo donaires que se permite una voluntad maligna que actúa con libertad absoluta, sabiendo que entretanto las gentes están enzarzadas en una demogresca que les impide desvelar la verdadera naturaleza -preternatural- de lo que está ocurriendo.

Con las Cartas del sobrino a su diablo quise contribuir modestísimamente a ese desvelamiento. Si adopté un tono satírico muy punzante y hasta procaz es porque hay realidades tan tenebrosas que sólo pueden ser abordadas satíricamente, si no deseamos que nos invadan el alma de horror y amargura. Pido disculpas a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan si en alguna ocasión esos abismos asomaron en mis palabras.

▶️ Este video de 3 minutos es MUY CLAVE 👿  
SI YO FUERA EL DIABLO, MI PRIMERA VÍCTIMA SERÍAN LOS NIÑOS

Juan Manuel de Prada presenta 'Cartas del sobrino a su diablo'

Pandemia y nuevas realidades | Entrevista a Juan Manuel de Prada

“Hoy en día puedes decirle a la gente las mayores atrocidades y la gente las percibe como cosas buenas. Cuando se ha producido esa ofuscación moral puedes hacer con ellos albóndigas. Incluso que ellos deseen su propio mal y que además piensen que están obrando bien. Como la gente señalando a los vecinos”.
No se pierda la anécdota del minuto 23:30, que muchos hemos vivido de alguna manera estos meses.