EL Rincón de Yanka: INEPTOCRACIA

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viernes, 17 de enero de 2025

LIBRO "LOS RICOS BOBOS" por JUAN CARLOS ZAPATA 😵 🏦

 
LOS RICOS BOBOS

Nunca Zapata llegó tan profundo.
Nadie en Venezuela ha reunido tanta información sobre los hombres que están detrás del dinero.
Este libro nos cuenta la ida y vuelta de los Cisneros, el poder oculto del grupo Polar, nos confirma y demuestra la existencia de la Conspiración financiera y, finalmente, nos revela por primera vez los nombre de los verdaderos ricos en dólares.
Zapata en estas revelaciones en cruel y sangriento. Con un ritmo vertiginoso nos muestra el campo de batalla, los heridos y los muertos de la última guerra político-financiera.
Nadie escapa a su escarnio que linda lo obsceno, quizá porque algunos personajes de la batalla así lo merecen.
PROLOGO

(La cabeza enterrada)

Este libro ha debido llamarse la ley del camaleón, porque la piel del poder es muy inquieta, safrisca, delicada, superficial, ardiente, atormentada, arrugada, lisa, sensual, hermosa, rica, áspera, sucia, ligera y maldita. 
Este libro ha debido ser un registro fehaciente del poder decadente y de las pasiones en ascenso.

Ha resultado ser más que eso porque el país está desmoronándose y nadie o muy pocos parecen darse cuenta. El límite dela mediocridad posible fue rebasado y hay quienes todavía aspiran a heredar lo que nunca, jamás, debió ser gestado.

Cuando investigaba no podía creer que un "zar de la banca" como José Álvarez Stelling, una noche cualquiera de mediados de 1994, corriera asustado con las manos en la cabeza sin saber qué hacer porque estaba acorralado por los enemigos y traicionado por algunos de sus hombres de confianza. Presa del pánico, quien apenas unos meses atrás era el hombre más poderoso del sistema financiero venezolano, escapaba de su residencia del Country Club escondido en la maletera del carro de su abogado, Nelson Socorro. No estaba uno en presencia de una película de espionaje, pero las cosas ocurrían detal manera que ni el mismo James Bond hubiera podido adivinar los trucos más obvios de escape. Más tarde, en Miami, otros exbanqueros en el exilio me explicaron el porqué de la conducta de Álvarez Stelling. Y es que, intentando arreglar las cuentas, tapar los huecos en los bancos, haciendo los trámites legales decesión de activos y recibiendo los auxilios financieros, nunca dejaron de sentir el cerco policial, el acoso judicial y el peso de la opinión pública. Las mañanas, al levantarse, eran terribles por el miedo a encontrarse con patrullas rodeando la zona. No había garantías. Lo mejor era marcharse como fuese posible. Esa noche, Álvarez Stelling previó el escándalo del auto de detención y, lo peor, del atropello policial. Sin Estado de derecho no es posible enfrentar nada en Venezuela, afirman los banqueros que se fueron del país, coincidiendo con exministros, políticos, generales retirados y hasta con expresidentes procesados por corrupción. 

El ejemplo de Álvarez Stelling es importante por varias razones: 

1) en Venezuela en realidad no hay garantías -aun estando vigentes- de enfrentar la justicia con objetividad. El presidente Rafael Caldera denunció que los jueces corruptos han retrasado el juicio a los banqueros prófugos. 
"Estos dirán que jueces que responden a intereses. muy particulares del poder político y económico, son quienes llevan a cabo los juicios, con lo cual, queda demostrada la desventaja. Es decir, por lado y lado, hay un hecho evidente: el Poder Judicial no es confiable. ¿Cómo enfrentarse a él? 
2) Es una muestra de la falla del liderazgo en el país., Y en todos los órdenes. Es el escenario que ese mismo liderazgo formó o ayudó a formar. Un caos con orden para desactuar. Es el escenario de un liderazgo con visión mercantilista del poder, la política y la economía. Álvarez Stelling es parte de esa cúpula que no ha enfrentado su compromiso. con el país y al momento de la respuesta no ha tenido capacidad de actuación ni de verbo. Es el anti-ejemplo. Caso contrario el de Carlos Andrés Pérez. 
3) La persecución es la manera de castigar y de execrar. Con persecuciones no se alcanza el orden. 
4) Un gran sector de la opinión pública considera que en el país no hay testigos ni responsables. Solo delitos y guarida de ladrones. Pero hay un culto a la manía de castigar para apuntalar las encuestas, y la popularidad ha terminado por enjaular el talento, aun el que es probo, parafraseando a Bolívar. 
5) Si todo está acorralado, ¿qué nos queda?

Al país lo hicieron así y fue acostumbrado así. ¿Será eterna toda esta forma de actuar? Iremos periodo tras periodo de lucha en lucha, de guerra en guerra, de acusaciones en acusaciones, de denuncias en denuncias. Mientras tanto, ha quedado a un lado lo más importante. Los conceptos de riqueza, pobreza, ley, libertad, democracia, mercado, oportunidades individuales, educación. Parece que es mejor seguir por el camino del soborno, el golpe, el nacionalismo barato, el discurso encendido, el populismo, el mercantilismo, el cabildeo escondido, el fariseísmo. 

Este país se está cayendo porque la clase de política se ha equivocado, y porque la mayoría, el llamado sector popular, se ha cerrado imponiendo una dictadura de ideas pasadas. El país se está cayendo porque los ricos olvidaron su papel. El Estado omnipotente los convirtió en conformistas y timoratos. Algunos han querido cllespertar pero la cobardía aún les pesa en los bolsi]los. Es que ni los políticos, ni el rico, ni el pueblo, creen con la fe de democracia. Esta funcionó solo cuando hubo bonanza que repartir. Al llegar la época de vacas flacas, entonces había que cambiar de sistema. En la democracia se cambia de rumbo y de líderes, pero la democracia tiene que ser eterna. Nadie duda de que hay un espíritu democrático que envuelve al país, pero es como una niebla liviana, demasiado ligera. A la elite del país parece importarle poco que siga siendo ligera. Es duro ser democrático.

En esa antidemocracia mercantilista actuaiba Álvarez Stelling. Un abogado, asesor de las autoridades que persiguen a los banqueros prófugos, ha contado que fue él quien cumplió el encargo de llevarle al expresidente de la Comisión Nacional de Valores, José de Lucca, la maleta de billetes para que las decisiones en la guerra por el Banco de Venezuela, fueran favorables al "zar de la banca". Un líder empresarial no hace esto. No un empresario, entendiendo el verdadero sentido, que cree en el mercado y la democracia. Porque a un empresario de verdad las cosas turbias de un sistema no le permiten crear riqueza. Lo revuelto del sistema ha hecho posible la guerra financiera de 1994 y 1995. Un ambiente turbio que Álvarez Stelling ayudó a crear y del que terminó siendo victima. Y si lo tomo de ejemplo, es porque él representaba no solo el poder de una época, sino también el símbolo de la alcurnia, de la tradición, del heredero, del rico de cuna, del hombre formado. No era un arribista, como otros, ni un improvisado, como muchos otros, ni un emergente, como algunos, ni un especulador nato, como varios. Él,en verdad, representaba el poder del dinero. 
¿Qué no esperar de los demás? ¿Pero pudo Álvarez Stelling enfrentar la situación con mayor entereza? ¿Por qué refugiarse en Boston y someterse a curas de sueños y consejos de capellán? ¿Dónde quedó el líder?

Quedó donde el resto del liderazgo: en el campo de batalla. Hombres de partido y de empresas, hombres de gobierno y de Estado sin respuestas para la crisis. Divididos. Sin posibilidad de concertar un acuerdo, sin habilidades para la negociación, para el pacto, para el manejo de las circunstancias difíciles. De allí que el país se caiga a pedazos. De allí que mientras el Banco Unión se encontraba al borde de la quiebra y la estatización, el liderazgo bancario se enredaba en fórmulas jurídicas y numéricas. La solución vino del capitalismo allende la frontera: de la burguesía colombiana forjada en la puja y en el pacto, en la convivencia y la sobrevivencia.

Los ricos venezolanos parecen conocer el monto de su fortuna solo porque ella suele aparecer reflejada en los numeritos mágicos de una libreta de abonos en dólares. Sin embargo, son muchos quienes pueden ignorar la real situación de sus empresas. Eso le pasó a Álvarez Stelling. Él, que había acometido la más grande operación financiera en la historia del país al comprar el Banco de Venezuela, y preparaba su fusión con el Banco Consolidado para crear una de las organizaciones banc;arias más poderosas de América Latina, buscaba afanosamente en enero de 1994 un vicepresidente ejecutivo para el Consolidado porque no tenía tiempo para ocuparse de la totalidad de los negocios. El candidato escogido para el cargo, Hernán Anzola -expresidente del Banco Central y exministro de Cordiplan y hoy vicepresidente del Banco Provincial- tuvo el tino de estudiar primero los balances y en una última entrevista le preguntó:

- "José, ¿tú sabes la situación del banco?" 
- "Bueno, sí, ganamos algo en diciembre. Ahí vamos".
- "No José, el banco está perdiendo mucho dinero".

El liderazgo no se mueve sobre suposiciones. Sobre cálculos. Es el cálculo de que si algo amenaza por ocurrir, entonces hay que recurrir al juego salvador: la diligencia política que también lucha por su propia sobrevivencia. Los números poco importan. Los balances negativos no se tapan con capital o buenos negocios, sino moviendo las fichas de todas las alianzas posibles. No entienden que la libertad económica es complementaria a la libertad política. Y que un Estado arbitrario no da paso a una justicia completamente independiente.

¿Está preparado este tipo de liderazgo para enfrentarse a los problemas de la globalización de la economía? En realidad, es más sencillo orquestar o dar respuesta a una guerra sucia que salir a dar la pelea en los mercados. La economía del país se ha derrumbado no solo porque quienes han manejado el poder gubernamental -con la excepción de 1989 a 1993- han diseñado erradas políticas, sino también porque esos ricos a veces empresarios les ha faltado el roce de la competencia, la creatividad, el dinero con sudor y esfuerzo.

La guerra financiera que está llegando a su fin enseñará al liderazgo a no ser ingenuo. Ni con el Estado, ni con los gobiernos, ni con los políticos, ni con los militares felones, ni con ellos mismos. Uno veía los esfuerzos en diciembre de 1994 de José María Noguerales por salvar el Banco Ítalo porque aún creía que la conspiración no podía ser verdad, no podía ser nada más que una gran excusa para tapar las insolvencias bancarias, y el Ítalo cayó a pesar del poder del Provincial. "Y no creía", decía Noguerales, las fuerzas mostraron más habilidades de combate.

Este libro trata sobre ese liderazgo incrédulo que buscaba culpables donde no los iba a encontrar nunca, sobre ese liderazgo que se desangró mutuamente para que rodaran cabezas de consolación y expiar las culpas propias con víctimas ajenas. Recuerdo al viejo Giacomo Di Mase decir a sus ejecutivos del Banco Construcción: "Mientras yo viva nadie me quitará el banco", y los Di Mase perdieron más que eso.

El reacomodo del poder político y económico ha estado ocurriendo en la punta de sus narices y creen que es problema de unos pocos. Es la arremetida definitiva, aunque no la final, porque la guerra del dinero es eterna, hasta el fin de los tiempos.

El país va por los rieles de un despeñadero peligroso. Una carrera suicida alimentada por los odios, las venganzas, la moralidad y el nacionalismo; cuando el objetivo debe ser la creación de más riqueza. La capacidad de consenso se le escapó de las manos a la elite del poder precisamente por no tener claro que lo más importante es incentivar la creación de riqueza. Mientras más tiempo, más difícil será la tarea de desmontar ese Estado benefactor que permite a la burocracia decidir qué empresa debe sobrevivir y que sector privilegiar. ¿Y los ricos? Como el avestruz.

En fin, en este libro aparece la mitad de los banqueros enterrada por la otra mitad, según pudo Juan Carlos Escotet, presidente de Banesco, parafrasear a José Ortega y Gasset.

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LOS MIDAS DEL VALLE

¿Sabe usted quiénes son los hombres que han ganado fortunas legendarias en los últimos años? 
¿El who’s who de las finanzas caraqueñas? Los nombres de estos midas y sus secretos están aquí. ¿Está enterado de cuál será el “negocio del siglo” en Venezuela? Está ocurriendo, y Los midas del valle lo devela. 
¿Quiere especular y hacerse rico en la Bolsa? 
Este libro se lo enseña todo, se lo cuenta todo. Cómo ganar o perder fortunas, amigos, enemigos, el futuro… Hágalo usted mismo. Juan Carlos Zapata ha escrito un libro de actualidad, polémico, revelador, en el cual cobra todo su sentido la frase de André Kostolany: 
“Quien tiene mucho dinero puede especular; quien tiene poco dinero debe especular; quien no tiene dinero en absoluto, está obligado a hacerlo”.

Juan Carlos Zapata (Guasdualito, 1960) es periodista y escritor. Ha sido empresario-editor de medios impresos y digitales. Fundador de Descifrado. Exjefe de Redacción del diario El Mundo de Caracas. Fundador del diario Tal Cual de Caracas, y exjefe de contenido del portal Patagon, Caracas. Exdirector del portal ALNavío. Ha escrito varios libros, clásicos ya en Venezuela, sobre el poder y el dinero que se suman a la publicación de la biblioteca del autor en versiones revisadas y aumentadas: Los ricos bobos, Dr. Tinoco. Vida y muerte del poder en Venezuela, Las intrigas del poder, El dinero el diablo y el buen Dios El suicidio del poder, Café Italia, Doña Bárbara con Kaláshnikov, Gabo nació en Caracas no en Aracataca, Los machetes, Madre mirando el puente, Isabel a solas con el río, entre otros. 
Juan Carlos Zapata acuñó el término "boliburguesía", el cual, en estos tiempos del chavismo, define la relación dinero, política y poder.

Conocí a un viajero de una tierra antigua quien dijo: 
«dos enormes piernas pétreas, sin su tronco 
se yerguen en el desierto. 
A su lado, en la arena, semihundido, 
yace un rostro hecho pedazos, 
cuyo ceño y mueca en la boca, 
y desdén de frío dominio, 
cuentan que su escultor comprendió bien 
esas pasiones las cuales aún sobreviven, 
grabadas en estos inertes objetos, 
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras: 
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: 
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. 
Alrededor de la decadencia de estas colosales ruinas, 
infinitas y desnudas se extienden, a lo lejos, 
las solitarias y llanas arenas»


miércoles, 11 de octubre de 2023

LA TIRANÍA DEL (DES)MÉRITO O DE LA INEPTOCRACIA IGUALITARISTA 😵

La tiranía de los
(desméritos) ineptos
Según mi humilde opinión (Yanka), lo que estamos padeciendo es precisamente todo lo contrario de lo que dice Michael Sandel: "LA TIRANÍA DE LA DEMERITOCRACIA O DEL DEMÉRITO". Este es el gran problema de la SOCIAL DEMOCRACIA llevada a su extremo: EL IGUALITARISMO Y EL ESTATISMO.
Hay un libro muy interesante; "La Tiranía del Mérito", del filósofo norteamericano Michael Sandel que, como tantas cosas, aquí se ha simplificado para hacer política menor.
Sandel se enfoca preferentemente en el contexto de los Estados Unidos (del gobierno de Trump). Considera que en una sociedad que se define como meritocrática, los más ricos suelen considerar que su prosperidad es siempre lícita y consecuente con sus actos.

Pero no toda prosperidad es merecida ni es justa.

Y existen también circunstancias azarosas que proveen el éxito. Sandel da ejemplos diversos en ese libro y en su conferencias que son relevantes: 
¿Por qué una gran estrella del fútbol gana 10 mil veces más que una enfermera? ¿Hay realmente más mérito en uno que en otra? ¿O es más bien un azar coyuntural del mercado el que determina (no por la profundidad del mérito) sino por preferencias cambiantes de la sociedad mercantil, que la renta de uno sea apabullantemente mayor a la de la otra?

Según Sandel, que dicta clases en Harvard, la creencia de que toda prosperidad es producto del esfuerzo se choca con ejemplos reales que prueban lo contrario.
Enumera casos de donaciones millonarias a universidades de élite norteamericanas -el trabaja en una de ellas- para que los hijos de los más adinerados ingresen a las mismas sin tener el suficiente nivel académico.
La prosperidad “meritocrática” de acuerdo a Sandel puede convertir a una sociedad en aristocrática, en donde se petrifican en sus alturas los más beneficiados no necesariamente porque realmente lo ameriten. Y esa neo aristocracia hace olvidar a los prósperos inmerecidos el hecho crucial de la necesidad del bien común. Entonces esa meritocracia se vuelve de algún modo tiránica.
Los que no se ven beneficiados, los perjudicados, suelen acumular resentimiento y muy fundado en muchos casos. Sandel observa un vínculo entre el crecimiento de los populismos y esos sentimientos de humillación entre quienes por razones objetivas tienen enormes dificultades para ascender en la escala social.

Pero trasladando y situando el análisis de Sandel a ésta sociedad surgen otras preguntas.
¿No vivimos aquí de pronto tiranías del demérito y de la ineptitud?

Sandel cree que ni siquiera la educación por sí misma puede resolver el problema de la desigualdad en tanto y en cuanto se petrifiquen políticas que promueven la desigualdad aunque pregonen lo contrario.

La educación es vulnerable a un sistema político negligente.
Todo es polémico, pero es un texto para pensar.
Pero pensemos en estos tiempos globalistas, de la ineptocracia global: En España, en Francia, en Inglaterra, en la Unión Europea, en EEUU, en Canadá, en  México, en Venezuela, en Argentina, etc...
¿Cuántos ignorantes morales acceden al poder?
¿Cuántos farsantes deciden por quienes honestamente se esfuerzan y luchan contra todas las dificultades que determina la mala política?

La educación no es lo único que salva, en la visión de Sandel, pero sabemos que es vital y esencial para modificar tantos males y desmanes. En este globalismo alienante y uniforme la educación ha sido en buena medida tomada por corporaciones gremiales asociadas a intereses políticos que pretenden diezmarla con dogmatismos y con didácticas de la ignorancia: con facilismos demagógicos.
La decepción que sienten tantísimos respecto de la política puede sembrar un campo fértil para el surgimiento de personajes autocráticos camuflados de democráticos.

“En un momento como el actual, la ira contra las élites ha llevado a la democracia hasta el borde del abismo”, escribe Sandel.
La élite dirigente no queda absuelta de sus errores por el hecho circunstancial de ocupar el poder.
Pero precisamente los interesados en sostenerse en sus privilegios, han propagandizado esa versión esquemática del texto de Sandel, difundiendo la falsedad de que el mérito, en su sentido genuino, no importa.
Es la desviación del concepto de mérito, entendido, -o mal entendido- como una bendición justa para sus beneficiarios lo que determina quienes son ricos y quienes no, lo que vuelve tiránica a una sociedad falsamente meritocrática.
La mafia de millonarios amigos de Vladimir Putin se consideran dignos meritócratas de sus fortunas.

¿Cuántos políticos son millonarios sin merecerlo en absoluto?
La desigualdad se resuelve con esfuerzo y no con demérito, deshonestidad e ineptitud.
La educación es crucial sin dudas, pero acompañada por políticas eficientes, que no son solamente tecnocráticas.
El desempleo o la inflación liquida muchísimas veces el esfuerzo de quienes se han educado y han trabajado tantísimo y no merecen padecer lo que padecen.
Y esos males son producto de “estrategias” implementadas por negligentes, y por voluntarios a sueldo (si cabe el oxímoron) de la voluntad de poder.
La tiranía autocrática de los ineptos, de los irresponsables, de los corruptos, de los tramposos y de los mentirosos, cultiva un profundo malestar, y promueve la falsa creencia de que ya no hay nada más que hacer.

La tiranía del demérito siembra semillas de escepticismo.
La aristocracia de los ineptos cultiva rencores y odios explosivos.
La criminalidad creciente es una prueba sangrienta del error de borrar del horizonte de valores al mérito bien entendido.
No estudiemos, dame un arma.

Estamos, y lo sabemos, transitando peligrosísimos abismos.

SANDEL, Michael. (2020). 
La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común?


¿Es la meritocracia un ideal regulador deseable a la hora de organizar nuestra sociedad? En La tiranía del mérito, el profesor Michael Sandel explora las aristas de esta problemática, planteando un debate que atañe a cuestiones nucleares de las teorías de la justicia distributiva y apela señaladamente a las particularidades del escenario político estadounidense, aún resacoso del mandato de Donald Trump. El célebre profesor de filosofía política de Harvard presenta un texto a caballo entre una pretensión de intelectual público decidido a influir en el debate político actual y una vocación teórica de crítica incisiva al concepto de mérito.

La edición en castellano a cargo de Penguin Random House (Debate) es correcta y la traducción de Albino Santos es sólida, rigurosa y respetuosa con el texto original. El presente libro se divide en siete capítulos, además de una breve introducción y conclusión.
En el primer capítulo, Sandel presenta la brecha entre “ganadores y perdedores” (p. 27) que la lógica meritocrática ha trazado en el panorama sociopolítico estadounidense. Desposeída de su pretendida aura inspiradora, la meritocracia ha fomentado actitudes “poco atractivas desde la perspectiva moral” (p. 37): entre los ganadores promueve la “soberbia” (p. 37) de quienes se saben privilegiados por derecho propio; entre los perdedores inocula la “humillación” (p. 37) resultante de ser los responsables de su propio fracaso, además de un “resentimiento” (p. 37) contra las élites. Esta división dañina entre ganadores y perdedores ya fue propuesta por Michael Young en El triunfo de la meritocracia, libro que el autor referencia en varias ocasiones.

De acuerdo con la naturaleza divisoria de la meritocracia, Sandel propone la tesis de que la victoria electoral de Trump en 2016 tiene mucho que ver con haber sabido capitalizar la humillación y el resentimiento de los perdedores de la globalización y haberles prometido una reparación moral ante los “agravios legítimos” (p. 28) del sistema meritocrático que los ha relegado a la marginación. La potencia sugestiva de esta explicación es considerable, y aunque no creo que se trate de una afirmación del todo exhaustiva respecto a la realidad poliédrica a la que se refiere, logra revestir la idea de mérito con una carga de significación suficiente para justificar su rol central en el análisis.

En el segundo capítulo, se realiza un breve y selectivo recorrido por la historia de la idea de mérito. Sandel se centra en relacionar la idea contemporánea de mérito con los debates teológicos entorno a la salvación del alma y la obtención de la gracia divina, en especial con la concepción protestante del trabajo analizada por Max Webber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Sandel, siguiendo a Webber, sugiere que el modelo de laboriosidad y acumulación que propició el surgimiento del capitalismo en la Europa septentrional nace de un deseo de reconocimiento moral de las propias obras más allá del “suspense insoportable” (p.54) ofrecido por el ideal calvinista de predestinación extrema. Así, el trabajo duro y vocacional sería un signo de favor divino; “el éxito terrenal es un buen indicador de quiénes están destinados a la salvación” (p. 56). La meritocracia actual recupera esta noción de merecimiento de forma secularizada, asociando el éxito socioeconómico (y la ausencia de este) con una dura noción de merecimiento (o no merecimiento) moral, análoga a la visión puritana de la salvación a través del trabajo duro. Se configura así una “noción providencialista” (p. 60) de la brecha meritocrática, mediante la cual cada uno obtiene lo que genuinamente se merece.

Sandel defiende que este discurso ha calado hondo no solamente en un plano interpersonal, sino también en la consideración misma de que la hegemonía política de los Estados Unidos va ligada a su superioridad moral; “el tropo retórico consistente en explicar el poder y la prosperidad de Estados Unidos en términos providencialistas” (p. 66).

En el tercer capítulo, Sandel vuelve sobre el trasfondo tóxico del mensaje meritocrático y las condiciones diversas que hacen de él una “tiranía del mérito” (p. 96). La “retórica del ascenso” (p. 85) (quien trabaje y tenga talento, tendrá éxito) y la “retórica de la responsabilidad” (p. 85) (el individuo se autodetermina, por tanto, es responsable de su situación, ya sea esta privilegiada o desfavorecida), conforman una mezcla explosiva que caracteriza “la faceta cruel de la meritocracia” (p. 98), culpabilizando a los desfavorecidos de su propia situación y consolidando la justa superioridad de los exitosos. El autor destaca el cinismo del mensaje meritocrático en el panorama estadounidense, a la luz de la desigualdad económica galopante y de lo estadísticamente infrecuente que es el ascenso social fulgurante prometido por el sueño americano. Este capítulo se presenta a modo de recopilación ampliada de las ideas presentadas en los anteriores, ahondando tanto en la crítica normativa a la meritocracia como en la relación de esta con la reacción populista-trumpista.

En el cuarto capítulo, Sandel se centra en desgranar cómo el éxito social se ha ido asociando de manera creciente a un nivel elevado de estudios, siendo los títulos superiores una fuente de soberbia meritocrática que denigra a aquellos que no los poseen, al tiempo que respalda las pretensiones de merecimiento y superioridad moral de los titulados. El así llamado “credencialismo” (p. 107) designa esta obsesión y veneración por los títulos universitarios. En el plano político, este credencialismo ha ido de la mano del auge de la tecnocracia a través de la consideración de que las decisiones políticas han de dejarse en manos de los más preparados; se afianza el paradigma de oposición simplista entre lo “inteligente” (p. 121) y lo “estúpido” (p. 121), íntimamente relacionado con el marco general de oposición entre ganadores y perdedores. A Sandel, como ya mostró en Justicia: ¿hacemos lo que debemos? (2011), su anterior trabajo, le sigue inquietando especialmente esta tecnocratización de la esfera política, que desaloja el debate moral en favor de una aplicación omnipotente del criterio experto, lo cual resulta no solo en un “desempoderamiento de los ciudadanos” (p. 141), sino también en un “abandono del proyecto de persuasión política” (p. 141). En este punto, el autor dialoga implícitamente con el panorama desolador dibujado por Colin Crouch en Post-Democracy (2004), sin acabar de articular una propuesta clara de salida.

El quinto capítulo marca un punto de inflexión en el libro, pues deja atrás el intento de asociar el auge del populismo con las consecuencias de la meritocracia y se dispone a presentar el grueso de la carga teórica de la obra. Sandel examina las críticas a la meritocracia que se formulan desde el “liberalismo de libre mercado” (p. 164) de la mano de Friedrich Hayek, y desde el “liberalismo del Estado de Bienestar” (p. 167) por parte del omnipresente John Rawls. La tesis principal que defiende es que, pese a que ambos autores rechazan explícitamente la idea de que el éxito tenga que ver con un mayor merecimiento (sobre todo en lo que respecta a la arbitrariedad moral de los talentos naturales), ninguno de ellos puede escapar finalmente de “una inclinación meritocrática” (p. 194) en lo referido a las actitudes de humillación y soberbia que caracterizan a los privilegiados y los menos favorecidos.

En el caso de Hayek, se critica que la disociación entre “el mérito y el valor” (p. 165) deja intacta una asociación igualmente peligrosa: la del valor de mercado con el valor aportado a la sociedad. Esto hace que los exitosos puedan justificar ufanamente su privilegio aduciendo el mayor peso de sus aportes al conjunto de la sociedad, dejando de nuevo a los menos afortunados en una posición de desnudez moral. En el caso de Rawls, la estricta neutralidad liberal de “la prioridad conceptual de la justicia sobre el bien” (p. 187) es impermeable al reparto desigual de la estima social, la cual fluye igualmente hacia los más talentosos y exitosos que, para más inri, ostentan su posición desigual en beneficio de los más desfavorecidos y en estricta observancia del Principio de Diferencia.

A pesar de la relevancia teórica que reviste la cuestión del mérito y de la arbitrariedad moral de los talentos a través del liberalismo igualitario rawlsiano, el tratamiento que se hace de este asunto es demasiado sucinto. Quizá hubiese sido provechoso un desarrollo ampliado de esta polémica teórica en perjuicio del peso que tiene en los primeros capítulos el análisis pseudo-empírico del auge del populismo.

Tras esta crítica ambiciosa, entramos en la parte final del libro, que consta de dos capítulos propiamente propositivos. El sexto capítulo se centra en el recurrente tema de la admisión a la universidad en Estados Unidos y en cómo el sistema universitario se ha convertido en una “máquina clasificadora” (p. 199) cuya función consiste en separar los aptos de los no aptos. Sandel critica la doble tiranía del mérito (p. 236) que un sistema así conlleva, tanto para los que no son admitidos en las universidades de élite (víctimas de la humillación meritocrática) como para los que sí lo son (“ganadores heridos” (p. 227), desgastados psicológicamente por los estándares de perfección que se les exigen). Ante este panorama, el autor lanza una propuesta no carente de audacia: una “lotería de los cualificados” (p. 237), de suerte que todos aquellos que alcancen un nivel mínimo de competencias, entren en un sorteo para obtener una plaza. Esto permitiría tratar el mérito “como un umbral para la cualificación, y no como un ideal que haya que maximizar” (p. 238), además de insistir en la corrección de la soberbia a través del azar, resquebrajando la exigente noción de autorresponsabilidad que encumbra la meritocracia. En cierto sentido, aquí Sandel está recuperando el afán de crítica al mejoramiento sin límite que vertebra su libro Contra la perfección (2007), en esta ocasión centrándose en la crítica aspiracional a lo perfecto en el plano del mérito, en vez de en el ámbito de la ingeniería genética.

Pese a su atractivo inicial, parece que la lotería preuniversitaria hace más por remediar el sufrimiento psicológico de aquellos que optan a la perfección que el de los que son humillados por el sistema de selección y no consiguen siquiera llegar al umbral mínimo del sorteo. Quizá reparando en esto, Sandel finaliza el capítulo reivindicando una mayor inversión en la formación profesional, para hacer posible “que el éxito en la vida no dependa tanto de poseer un grado universitario de cuatro cursos”. Esto permitiría “valorar diferentes tipos de trabajo” (p. 246) y, además, romper con el monopolio de la educación ético-cívica en las universidades, creando así las bases para un diálogo en común clave en el ideal comunitarista que Sandel propone.

En el séptimo capítulo, se plantea una defensa republicana de la “dignidad del trabajo” (p. 263) en tanto que contribución al bien común y aportación de valor a la comunidad, rompiendo con el encaje meritocrático. En este sentido, una solución basada únicamente en la “justicia distributiva” —“un acceso más equitativo y completo a los frutos del crecimiento económico” (p. 265)— no puede dar respuesta plena a la problemática del “desplazamiento cultural” (p. 262) al que se ven abocados los trabajadores, más allá de la “privación material” (p. 262). Se pone en el centro la necesidad de alumbrar una “justicia contributiva” (p. 265) como la “oportunidad de ganarse el reconocimiento social y la estima que acompañan al hecho de producir lo que otros necesitan y valoran” (p. 265). Este paradigma (que probablemente sea una de las aportaciones conceptuales más potentes del libro) realza la valoración comunitaria de los esfuerzos de contribución productiva al acerbo colectivo, censurando la correspondencia hayekiana entre valor de mercado y valor social.

En el pasaje conclusivo, Sandel aboga por comprender su propuesta como una vía intermedia entre la “igualdad de oportunidades” y la “igualdad de resultados”: “una amplia igualdad de condiciones” (p. 288) que permita a todo el mundo vivir una vida digna en la que el bienestar material vaya acompañado de una “estima social” (p. 288) relacionada con la contribución al “bien común” y a la deliberación colectiva y moral de los “asuntos públicos” (p. 288). A través de esta lente, la justicia contributiva se aleja de la neutralidad moral que impone la tecnocracia meritocrática, puesto que valora la satisfacción mutua de necesidades como un ideal deseable para el “florecimiento humano” (p. 272). Este ideal requiere una toma de conciencia en cuanto al papel de la suerte en la posición que ostenta el individuo, cuyo resultado sería una “cierta humildad” (p. 293) como condición sine qua non para la solidaridad y el reconocimiento recíproco.

Sin perjuicio de la calidad general del libro, se puede observar una distancia preocupante entre la honda crítica que se plantea a la meritocracia y las propuestas que de facto se nos presentan. Sandel, o bien propone soluciones parciales (admisión por sorteo, impuestos al sector financiero…) que, aun siendo interesantes y dignas de una fructífera reflexión, no alcanzan a superar las propias objeciones maximalistas que él mismo ha delineado; o bien nos enfrenta con una reivindicación demasiado general, monumental y precipitada de un comunitarismo surgido a modo de deus ex machina, el cual solo convencerá plenamente a aquel que ya venía de antemano convencido.

Por otro lado, resulta insatisfactorio el escaso tratamiento crítico que se da a la reformulación del sistema económico para atajar la tiranía del mérito. Desde un punto de vista un tanto malintencionado, pudiera parecer que el énfasis en el reconocimiento-estima de los empleos productivos acaba por desarticular la dimensión material del debate, relacionada con la crítica o la justificación de la desigualdad económica necesaria en un sistema capitalista. Por si fuera poco, no queda claro desde qué marco se ha de construir esta comunidad de reciprocidad y qué redes de cooperación social sería necesario reformular o incluso destruir. Sin un tratamiento profundo de estas incertidumbres, la propuesta comunitarista de solidaridad codependiente parece incompleta y su presentación como una alternativa real al statu quo es problemática.

A pesar de estos apuntes críticos, el valor que tiene el texto es reseñable. Sandel se muestra lúcido al poner la largamente negligida cuestión del mérito en el centro del debate, y en hacerlo de tal manera este libro resulte atractivo para un amplio abanico de lectores, recubriendo las reflexiones más punzantes, fecundas y abstractas de un manto de actualidad con relevancia propia. Asimismo, la parcial inconcreción de sus propuestas no excluye la agudeza con que estas se articulan, dialogando sagazmente con algunas de las deficiencias políticas más notables de la esfera de deliberación pública: la menguante relevancia de la moral en el discurso, la brecha de reconocimiento o el exilio del papel cohesor del azar.

La idea central que vertebra el texto nos enfrenta a un viejo dilema liberal-comunitarista, reeditado desde un punto de vista fresco y novedoso. Recuperando las palabras del propio Sandel en la introducción: “Tenemos que preguntarnos si la solución a nuestro inflamable panorama político es llevar una vida más fiel al principio del mérito o si, por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito” (p. 25).

Referencias bibliográficas
  • Crouch, C. (2004). Post-Democracy. 1ª ed. Cambridge: Polity Press.
  • Sandel, M. (2007). Contra la perfección. La ética en la era de la ingeniería genética. 1ª ed. Barcelona: Marbot Ediciones.
  • Sandel, M. (2011). Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? 1ªed. Barcelona: Penguin Random House.

Por eso décimos que la meritocracia no existe, 
tu puedes echarle las ganas que quieras y esforzarte, 
y otro que es un flojo sin esfuerzo, 
solo por tener los contactos de sus familiares, 
te va ganar el puesto.

La   ineptocracia
La democracia dio paso a la partitocracia pero estamos ya instalados en una ineptocracia que comienza a expulsar del sistema a quienes osen cuestionarla, desde el despilfarro en pintar de colorines el mobiliario urbano a destrozar estatuas de ilustres personajes de nuestra historia.
La democracia como menos malo de los sistemas de convivencia conocidos, suele gozar de una reverencial protección y el simple hecho de realizar alguna crítica o cuestionar algunos de sus aspectos, suelen estar mal vistos porque automáticamente se contraponen a que uno defiende una dictadura o un régimen totalitario. Curiosamente, vemos y comprobamos como quienes más alzan su voz para proclamarse como los defensores de la democracia y la libertad, son quienes apoyan y ejecutan políticas restrictivas y aniquiladoras de las libertades individuales.

En esta nueva etapa tras casi cien días de confinamiento, el gobierno de la nación española se afana en seguir los pasos de su “manual de resistencia” particular, nombre que recuerda al siniestro libro del presidente, en este caso un libro de verdad, pero con una trágica narrativa, 1984 de Orwell. Y tan es así que proclaman una nueva normalidad, con un decreto que regule la vida de las personas y se les ve felices controlando y sobre todo prohibiendo. En cambio, no están entregados a rebajar y hasta eliminar impuestos, ni en facilitar a los grandes, medianos y pequeños empresarios su actividad aceptando propuestas llenas de sensatez y sentido común para sobrevivir y poder recuperarnos de esta brutal crisis económica.

Mucho se ha hablado del poder de los partidos políticos en las democracias occidentales (partitocracia), de las maquinarias que logran llevar al poder a un candidato frente a otro y su relevancia en la vida política y en la toma de decisiones frente a las personas individuales. Pero estamos ante un nuevo escenario, más preocupante y alarmante al que deberíamos poner freno a través de una constante crítica y denuncia social por parte de los medios, pidiendo que la excelencia que en tantas profesiones se requiere, llegara a la política. Nos encontramos inmersos en la ineptocracia, es decir, el poder de los ineptos, los necios o incapaces.


El término ineptocracia se lo debemos al escritor y filósofo francés Jean D’Ormesson (1925-2017) y se puede decir que es una completa e impecable definición del tipo de sistema en el que vivimos actualmente en España, por ello la reproduzco íntegramente: “Un sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y riqueza de unos productores en número descendente, y todo ello promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías, que sabe que han fracasado allí donde se han aplicado, a unas personas que sabe que son idiotas”.

Realmente es difícil definir mejor la situación en la que nos encontramos inmersos en un momento crítico puesto que se avecina una crisis económica de gran magnitud que además puede llevar aparejada una nueva crisis sanitaria y social. La solución a cualquier problema pasa por encontrar el mismo, evaluarlo y proponer la forma de resolverlo. A veces, tengo la sensación de que no queremos ni ver el problema porque como se dice últimamente “cuando todo es un escándalo nada es un escándalo”. Y así vamos hacia una sociedad que es capaz de plantearse, simplemente el hecho en sí da escalofríos, si hay que retirar una estatua al gran Cristóbal Colón.

La realidad convertida en una tremenda pesadilla, siempre nos queda el alivio de la lectura, el cine, el vino y la vida con sus bellos momentos. Gracias a la definición de Ormesson sobre ineptocracia, aprovecho la autodefinición que el escritor francés hacía de su persona en una entrevista en 2012 y con la que les confieso que me siento bastante identificado: “Yo soy un hombre de derechas pero en muchas cosas pienso como un izquierdista: creo profundamente en la igualdad hombre-mujer, soy católico pero estoy lleno de grandes dudas religiosas y soy un europeísta convencido aunque en estos momentos muy desencantado y un poco asustado.”

UN PUEBLO SIN PENSAMIENTO CRÍTICO  
ES EL SUEÑO DE TODO TIRANO

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lunes, 20 de julio de 2020

INDUSTRIA POLÍTICA: EL TREN QUE NOS LLEVA A UNA EDAD DE LA OSCURIDAD POR WINSTON GALT 🌑


Industria Política: 
el tren que nos lleva a una 
nueva Edad de la Oscuridad

Industria Política es la grasa que engorda el cuerpo del Estado. Si el Estado debiera ser una Administración contenida destinada a servir a los ciudadanos, la industria política lo convierte en un obeso mórbido que exige ingentes cantidades de dinero extraído coactivamente de los productores para destinarlo a miles de actividades improductivas e inútiles cuyo único objetivo es alimentar esa maquinaria de dominación. Industria Política es la mentalidad que determina que todo lo que existe debe ser público o estar contaminado de lo público. Son esos miles de organismos satelizados que orbitan alrededor del Estado sin otro propósito real que servir de cuerpo del que han de alimentarse los parásitos. Industria política son también los partidos políticos, sindicatos, patronales, falazmente denominados operadores sociales, que sólo son sociales en el sentido de que son costeados por el Estado pero que, si se dejara de alimentarlos de dinero público, caerían como un castillo de naipes porque no hay realmente sociedad que desee costearlos voluntariamente. Industria Política son las organizaciones no gubernamentales y aquéllas otras creadas con un falso pretexto noble que sólo tienen por objetivo real conseguir financiación pública, pero cuya existencia no es inocua, pues han de trasladar su mensaje, generalmente referido a las batallas del Pensamiento Políticamente Correcto para justificar su innecesaria existencia. Industria política es también toda aquella gestión pública o semipública de servicios que estarían mejor gestionadas en manos privadas y que sirven para alimentación clientelar de los poderes políticos. Industria política es el parásito que nos exprime la sangre a los productores. Industria Política es lo que nos convierte en súbditos de nuestros Estados y Administraciones supuestamente democráticos.

Industria Política, hija primogénita de la socialdemocracia, es, en suma, el vivero de lo que se ha denominado Síndrome de Procusto, que es menospreciar el talento ajeno y vivir en la mediocridad. Lo que el académico francés Jean D' Omersson ha acuñado como Ineptocracia, que no es otra cosa que "el sistema de gobierno en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir, y los menos preparados para procurarse su sustento son regalados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y la riqueza de unos productores en número descendente, y todo ello promovido por una izquierda populista y demagoga que predica teorías que sabe que han fracasado allí donde se han aplicado, a unas personas que sabe que son idiotas." Los mismos a los que se refirió Hannah Arendt cuando refirió que el sujeto ideal de los regímenes totalitarios, manipuladores, no son los individuos convencidos, sino aquéllos que no diferencian realidad y ficción, verdad y mentira. No le dio tiempo a definir al perfecto socialdemócrata: un don nadie que renuncia a sí mismo para pertenecer al colectivo de la ineptocracia presidida por el síndrome de Procusto.

La socialdemocracia vive por y para la propaganda. Y ésta tiene más éxito cada día debido a que en las sociedades occidentales no es necesario esforzarse para vivir, lo que ablanda las conciencias, y a una educación débil, en manos de la propaganda y de pedagogos progresistas desde hace décadas, que ha cambiado el criterio de mérito y excelencia por la mediocridad educativa como medio de explotación, convirtiendo a millones de personas en dependientes de su sistema utilitarista y clientelar.

La socialdemocracia no cree en las personas. Si creyera en ellas no intentaría adoctrinarlas.

La socialdemocracia desprecia a los pobres en cuyo nombre enarbola todas las banderas, pues los considera incapaces de valerse por sí mismos y que sólo ellos, los presuntuosos apóstoles, deben socorrerlos. Es falso, porque el pobre no es diferente de los demás. Sólo necesita que le des libertad y es tan capaz como cualquiera. Pero si lo adormeces con limosnas entonces entrará en un círculo vicioso del que no podrá salir, asegurando la permanencia en el poder del que dependen de los que los mantienen en esa pobreza. Se le envía el mensaje de que son pobres porque otros se han enriquecido, lo que es radicalmente falso porque la riqueza no es un juego de suma cero, pero la socialdemocracia ha de mantener su teoría de la explotación contra viento y marea, pues la ayuda al pobre es la mayor excusa para justificar la intervención estatal en nuestras vidas y someter nuestra libertad. Lo cierto es que cuanto más humilde eres, menos te conviene implicarte en un colectivo, porque menos serás. La apariencia de fortaleza del colectivo es una falacia que enmascara tu absoluta nulidad como individuo.

La socialdemocracia es mal negocio para la pobreza.

No son grandes causas las que defiende la socialdemocracia, sino grandes excusas, grandes coartadas para engrandecer el Estado y la Industria Política a nuestra costa. De ese modo, cada día son más las intromisiones de los Estados en nuestras vidas: intervenciones estatales en la economía, manipulaciones de precios, endeudamiento público a gran escala con riesgo de quiebra del Estado, gasto sin prudencia, incremento de impuestos, manipulación de los tipos de interés, inflación, ayudas y subvenciones a discreción. Provocando un crecimiento estatal insoportable, encima nos quieren convencer de que todos los problemas son causados por la libertad, cuando lo cierto es que ésta apenas cabe cuando, además de lo anterior, los bancos centrales son bancos estatales, que es lo mismo que controlar toda la banca, y el Estado tiene el monopolio del dinero. De nuevo, la Industria de la Neoverdad, que culpa a la parte de la sociedad civil de los problemas que crea y no soluciona la parte estatal.
"La política es el arte de crear un problema para poder buscar la solución equivocada", dijo el Marx listo, Groucho.
Este estatismo exacerbado, acrítico, ha sido defendido a rajatabla por todos los partidos de izquierdas, siempre financiados con dinero público y en muchos casos financiados mediante la corrupción o, como ocurre actualmente, en ocasiones incluso por el crimen organizado. Se han encargado de controlar la educación y los medios para hacernos creer desde niños que sin un Estado elefantiásico no habría educación ni sanidad ni pensiones. Es tan falso como cuando nos decían que de no cumplir los dogmas cristianos iríamos al infierno. El truco de magia llega después, cuando el Estado se enmascara tras velos que ocultan su ineficacia, su verdadero rostro de ladrón y de usurpador de la sociedad, y nos señala supuestas conspiraciones de millonarios maquiavélicos y de mafias dispuestos a someternos cuando lo cierto es que ningún millonario, por megarrico que sea, puede aspirar a soñar con un poder semejante al que manejan los Estados. Ningún millonario tiene tanto poder como los políticos. Así no veremos el mal donde realmente está. Y no sólo eso, sino que le estaremos agradecidos de que nos defienda de esos malvados y le pediremos más dosis del veneno que nos enferma. Es la tesis de mi novela "Frío Monstruo".

Toda esta basura ideológica se define a sí misma como Progresista, cuando es la misma doctrina socialista y retrógrada que ha sometido a millones de personas a lo largo del siglo XX y llevado ruina y miseria y opresión allí donde ha triunfado.
No nos encontramos ni vivimos, por tanto, en un mundo capitalista. Vivimos en una economía mixta, mayoritariamente socialista, que permite ciertas formas privadas en el ámbito económico porque es mucho más eficiente y al que necesita parasitar para conseguir la riqueza que produce. Precisamente tales ámbitos privados de la economía fueron los que permitieron la prosperidad de la que ha nacido, de la que parasita, el nuevo socialismo, denominado ahora socialdemocracia.
Por eso, los adláteres del poder, los sumisos al poder, son los socialdemócratas, aunque quieren pasar por rebeldes y bienintencionados, pero no son sino la expresión perfecta, inocua, vacía, del poder. Son las perfectas cabezas del rebaño: sumisas y obedientes.

Lo que antecede es un extracto de mi libro "M-XXI. La Batalla por la Libertad", que es conveniente recordar porque, aunque hay muchos árboles que no nos dejan ver el bosque, ésta es la verdadera batalla que se está dando en Occidente en las últimas décadas.
La Industria Política es el verdadero y más terrible peligro para la libertad en nuestra época. Son amenazas internas que no provienen de enemigos exteriores y probablemente no darán lugar a guerras internacionales, como ocurrió hace cien años, pero que es imprescindible afrontar duramente si no queremos perder la poca libertad que nos queda. Si bien el enfrentamiento aún no es cruento, se está produciendo una guerra cultural provocada por los brazos armados de la Industria Política, que son el marxismo cultural y el Pensamiento Políticamente Correcto, que están avanzando a marchas forzadas en esta lucha, hoy decantada sin duda alguna a su favor. Ya se está amenazando la libertad de prensa en Francia promulgando leyes que prohíben la crítica al pensamiento político correcto y ya existen delitos de odio en el código penal español, cuando el odio, como el amor o cualquier otra emoción han de pertenecer al campo de las emociones privadas y no debe permitirse su fiscalización por el poder público, pues éste se convierte en una policía del pensamiento de las que mencionaba Orwell en su novela 1984 y que describía perfectamente lo que era ya entonces el antecedente del KGB ruso el cual, a las órdenes de Stalin, decidió perseguir incluso el pensamiento contrario a la dictadura del proletariado.

El mensaje principal a través del cual se crea la nueva realidad (o nueva normalidad) que el poder político inserta en la sociedad como un científico inocula un virus en un cuerpo, es la mentira. La mentira destroza no sólo la verdad sino el sentido de realidad y crea una realidad ficticia y paralela a la que es difícil sustraerse salvo que se disponga de anticuerpos suficientes en la mente, escasos en las generaciones jóvenes educadas en el infantilismo, el buenismo, la pereza y la sospecha ante el mérito, deconstruyendo el sentido común, y escasos también en masas de población adoctrinadas durante décadas en el pensamiento de la inferioridad y de la culpa socialdemócrata. Cada mentira de nuestros Gobiernos (y el español va en cabeza, sólo superado por Venezuela) es una puñalada en nuestra libertad, nos resta un trocito de la poca que nos va quedando, a pesar de que se mantengan algunas apariencias de democracia meramente formal.

La razón está bajo sospecha cuando no es directamente imputada de reaccionaria y autoritaria. Se instala así la irracionalidad como base de la actividad política y de la sociedad construyendo un mundo nuevo desde la subjetividad más demencial. Bajo la marca "progresista" se instalan en la conciencia colectiva mentiras, falsedades, invenciones, construcciones intelectuales abrasivas y demenciales haciéndonos olvidar que los enemigos de la razón, de la realidad, son siempre los enemigos de la libertad.

Se sustenta la mentira en la basura intelectual de la izquierda, iniciada por sus profetas, desde Marx a Mao pasando por Lenin y Stalin, hasta desembocar en los "sacerdotes intelectuales", (Sartre, Lacan, Marcuse, Althusser, etc), que crearon durante el siglo XX un corpus ideológico basado en el odio y en el encubrimiento del crimen de los regímenes socialistas y de los que hoy son corifeos los opinadores y periodistas de la mayoría de medios de todo Occidente. Intelectuales que han contribuido a esa vinculación indiscutible entre Industria Política y terrorismo desde los años 70 del siglo pasado cuyas acciones eran comprendidas cuando no aplaudidas directamente por esos mismos medios siempre que la violencia fuera de izquierda. De hecho, todo el terrorismo sufrido en Europa durante los últimos decenios ha sido de izquierdas, y sólo algunos grupos terroristas se definían de derechas realizando atentados y masacres de falsa bandera auspiciados por los servicios secretos de los Estados (como la explosión en la estación de Bolonia). Terrorismo e Industria Política se retroalimentan porque nacen de la misma mano, del mismo poder cuyo objetivo siempre es el mismo: controlar la sociedad y destruir la democracia y la libertad.

A través de la primacía de las emociones primarias de odio y resentimiento, alejando el pensamiento racional de las masas, golpeando mediante el terrorismo y el activismo político (antesala del terrorismo) se intenta destruir el pensamiento y la historia occidentales deconstruyendo pormenorizadamente ideas como las relativas a mérito, capacidad, responsabilidad individual, justicia, sexo o mercado, de modo que la izquierda está a punto de subvertir logros civilizatorios que han costado siglos construir y que será muy difícil recuperar (Carlos Barrio).

El gran drama de la civilización occidental no es tanto que se encuentre al borde de la extinción cuanto de las razones últimas que conducen a la misma. No es ni la primera ni tampoco la última civilización condenada a su extinción. El gran drama de nuestra civilización es que está a punto de sucumbir bajo el influjo de lo que nuestra intelectualidad llama “progreso”, que en realidad no deja de ser una nueva forma de barbarie.
Menciona el mismo autor que a través de la denominada violencia estructural (falsa), la mercadofobia, el revisionismo histórico, el odio a Occidente, la ideología de género, el animalismo y el alarmismo climático ejemplifican los principios fundacionales de un apuñalamiento terminal de la libertad que pretende la demolición de la sociedad civil y la conversión de todos nosotros en una sociedad de esclavos, a lo que habría que añadir la inflación de la llamada violencia de género como nueva forma de falso terrorismo, alejado por completo de la realidad siempre individual que lleva al crimen, por terrible que sea, la conversión de toda una raza y de toda una civilización en racista por pecados del pasado más que superados y la victimización de otros sectores que se convierten en puntas de lanza, o la fobia al sentimiento patriótico en contraposición al ensalzamiento del poder estatal, que siempre es una forma de sometimiento. La Industria Política, así, acomoda la violencia a sus propios intereses.

Pretenden que confundamos los defectos implantados por el estatismo, por la Industria Política, con defectos propios del sistema democrático. Esto es, los mismos que han provocado las disfuncionalidades acusan a la parte civil de la sociedad que no las ha causado de ser la responsable de los defectos del sistema, cuando no se trata de defectos del sistema sino de problemas creados, unas veces deliberadamente y otras por incompetencia, por los mismos que denuncian esos supuestos defectos como propios del sistema.

Utilizan la subvención como forma de Gobierno de modo que se somete a masas ingentes de población de las que se cautiva su voto, provocando la invasión de la política en todos los ámbitos privados, imputando defectos (racismo, violencia del hombre sobre la mujer, etc) a grupos en lugar de a individuos, demoliendo así la concepción individualista de los hombres y mujeres de modo que éstos dejen de ser sujetos de derechos políticos y enarbolando la culpa colectiva como justificación de la aniquilación de esos grupos y de sus aspiraciones políticas, como hicieron los nazis con los judíos.

Se crea de este modo una sociedad buenista que todo lo acepta, que admite culpa sólo de sí misma y que equipara la civilización más avanzada creada por el hombre con otras coetáneas donde los derechos humanos y políticos brillan por su ausencia y son vulnerados continuamente, en un relativismo insensato en el que todo tiene el mismo valor: lo justo y lo injusto, lo razonable y lo irrazonable, la verdad y la mentira. Se convierte en una sociedad infantilizada, débil, de individuos enfermizos y apocados que se creen en deuda histórica imposible de pagar frente a otras razas, frente a la mujer, frente a los pobres del mundo, frente a todo aquel que diga de sí mismo que es víctima de algo, aunque sea infundado o sea un enfermo imaginario, y en la que, en buena lógica, se asienta el odio al disidente, al que no piensa igual, al que critica estos defectos que nos harán desaparecer más pronto que tarde como le ocurrió al Imperio Romano cuando sus ciudadanos ya no querían trabajar ni defender su civilización y dejaron en manos de los bárbaros ambas funciones de trabajo y defensa. Cuanto más débil es alguien mejor se somete y peor odia. Ese es el fruto de la cultura izquierdista.

El individuo fruto de esa degeneración es convertido por el poder en un parásito. El lobo de Hobbes ya no es el hombre que devora al hombre, sino el parásito, construido deliberadamente desde el poder mediante la pobreza instaurada y mantenida por el poder a través de políticas ineficaces (deliberadamente implantadas) y el subsidio de miseria permanente, y el parásito que no produce pero vive directamente de la Industria Política construida para su sostenimiento infructuoso.

Alguien dijo que los padres realizarán acciones heroicas para que sus hijos puedan ser médicos y abogados y sus nietos poetas y artistas. Esta última generación no sólo no escribe poesía notable sino que no tiene la menor noción de arte y ha devenido en una generación idiota que aspira a instalar aquello contra lo que combatieron sus abuelos en una actitud demencial que sólo puede terminar mal. Refractarios a la autoridad, la sustituyen por el poder, como apuntó Robert Nisbet.

No podría la Industria Política construir este mundo horrible en que se está convirtiendo Europa y América del Norte sin la complicidad de las grandes corporaciones y de algunas multinacionales privadas, muchas ocupando situaciones de auténtico monopolio o, cuando menos, oligopolio, gracias al poder al que retroalimentan; otras son meras extensiones del poder político en sectores estratégicos en los que no se permite la competencia para sostener el poder que, a su vez, los sujeta de las riendas.

De ese modo, estamos viendo cómo grandes multinacionales se pliegan a la censura de todo lo que disiente del pensamiento políticamente correcto que, si antes era impuesto por la maquinaria propagandista de la izquierda, ahora ya se está plasmando en muchos países occidentales en normas jurídicas que están cumpliendo la agenda socialista y que están llevando a cabo, al menos en Europa, políticos de todas las tendencias, pues la mayoría de los líderes conservadores son tan intervencionistas como sus adversarios, generalmente por compartir las ideas estatistas y proteccionistas y otras veces, porque, aunque no se consideren socialistas, no saben oponer una ideología diferente al socialismo imperante. Son los tribunales de la Neoinquisición que se ha implantado por la izquierda.

Si fuéramos electores inteligentes desconfiaríamos de los políticos que prometen intervenir y gastar más. Es una prueba de lo idiotas que son y de que no saben solucionar los problemas. Para tapar su ineficacia prometen gastar nuevas ingentes cantidades de dinero que normalmente sólo sirven para incidir y agrandar el problema, no para solucionarlo.

Proteccionismo, socialismo y comunismo son productos del mismo árbol, como sostuvo Bastiat. Lo mismo que oclocracia, colectivismo, nacionalismo, amiguismo o mercantilismo son facetas y matices distintos de la misma basura política: el estatismo de Estado sobredimensionado, todas ellas variantes del socialismo.

Muchos creen que son los pobres aquéllos a los que más interesa un Estado sobredimensionado que vele por ellos. Es una falacia. Cuanta más Industria Política existe, cuando más Estado existe, más recursos necesita para alimentar su propia maquinaria, con lo cual sólo una parte residual llega a los necesitados de verdad, a pesar de que provoca una verdadera exacción de la sociedad civil tanto en sus plusvalías económicas como en su moral, lo que lleva a la vampirización de la sociedad entera a favor de la maldita e inicua Industria Política.

Como no puede ser de otro modo, la Industria Política, enorme, ingente, sobredimensionada, necesita de medios fuera de la Ley para sostenerse: desde las comisiones para financiación ilegal de partidos hasta el amiguismo, el despotismo, el nepotismo y la corrupción. Un Estado grande es lo más parecido a un sistema mafioso que puede existir, donde la obtención de beneficios depende de la influencia o del chantaje, de la necesidad o del capricho del líder de turno más que del mérito o el hallazgo. En el sistema de Industria Política el beneficio es resultado de la coerción, de lo ilegal, de la amenaza y del poder. Es decir, consecuencia de aquello que impone el socialismo: fuerte jerarquización, poder ilimitado, ausencia de controles al poder, no respeto por la propiedad privada, ausencia de meritocracia y ascenso a través del amiguismo y la influencia, es decir, todo aquello en lo que el socialismo convierte al Estado cuando triunfa.

Los seguidores de la Industria Política, por millones, reflejan perfectamente aquello que sostenía Mises: La clase de aquéllos que tienen la capacidad de pensar sus propios pensamientos está insalvablemente separada de la clase de aquéllos que no pueden. Hoy, los que no pueden son mayoría y están permitiendo que agonice una civilización que es, paradójicamente, la única que les reconoce su dignidad y su libertad. El populismo se enseñorea en nuestras sociedades y pierde su careta dejando ver su verdadero rostro: socialismo puro y duro.

A pesar de ello, insisten en seguir la senda de la izquierda de la cual se sabe perfectamente lo que quiere destruir: la mejor civilización que jamás haya existido basada en la libertad y la democracia. Pero si hace cien años presumían de querer construir el paraíso en la tierra (Trotsky) a través de la dictadura del proletariado, ahora ocultan lo que quieren construir más allá de la democracia. Hablan de más libertad y más democracia, lo que es obviamente mentira porque las consecuencias de sus actos son las contrarias, y en sus labios se convierten en palabras huecas, vacías, que no son más que las máscaras que ocultan la verdadera intención: una nueva distopía socialista, otra época oscura. Se llame como se llame el destino al que nos quieren llevar no hay duda de que será un mundo diferente, donde la ruina campe a sus anchas porque no habrá libertad económica, donde sólo haya una línea de pensamiento aceptable, donde se destruya civilmente a los disidentes, donde el poder público ahogue a los individuos. No quieren ponerle nombre pero todos sabemos cómo se llama: socialismo.

Hoy, de nuevo, la línea que separa la civilización de la barbarie es muy frágil. Y la Industria Política es el tren en el que nos llevan a una nueva Edad de la Oscuridad.

MAMONCRACIA

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