EL Rincón de Yanka: BARBARIE

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sábado, 6 de septiembre de 2025

"COGITO INTERRUPTUS": LA ÉPOCA QUE HA DEJADO DE PENSAR, DE CUESTIONAR 💭 por DIEGO FUSARO


Cogito interruptus: 
la época que ha dejado de pensar

(*) N. del T. El término Uccidente –con “U”- es un juego de palabras, que el autor utiliza con frecuencia, compuesto por el vocablo “Occidente” y el verbo italiano “uccidere” –literalmente “matar”, “asesinar”-, para describir la pervertida deriva liberal-atlantista y turbocapitalista de Occidente.
Como ha evidenciado Heidegger en ¿Qué significa pensar?, “lo que es más digno de pensar” (das Bedenklichste) hoy en día es el hecho de que el pensamiento ha desaparecido por completo, sustituido por el cálculo y por la cuantificación, por el número y por la cantidad. Parafraseando la fórmula de Descartes, con la que se inaugura la aventura de la filosofía moderna y su centralidad del Sujeto, vivimos en el tiempo del cogito interruptus: 
la época ha dejado de pensar y se ha rendido a las razones del cálculo y de la cantidad, de la acción productiva y de la valorización del valor.

El llamado “pensamiento único”pensée unique, tematizado por Bourdieu y abordado por nosotros en Pensar diferente– se convierte, de esta manera, en la figura paradigmática de la desvitalización de la facultad de pensar que actualmente se registra en todas las latitudes: 
el Uccidente, en efecto, también está teniendo éxito en la labor de aniquilar el “pensamiento pensante”, asfixiado bajo una capa de homologación mental que esteriliza toda energía intelectual y promueve la confortable condición en la que los súbditos de la jaula de hierro son dispensados del esfuerzo de emplear activamente su propia cabeza. Tal vez nada más que el “pensamiento crítico” –aunque, en verdad, la expresión resulte redundante, pues cualquier pensamiento, para ser auténticamente tal, presupone el elemento de la κρίσις –krísis-, del “juicio” y de la “decisión”– molesta al Uccidente global-nihilista: el pensar, de hecho, interrumpe el orden “natural” de la producción y del actuar, llamándolo socráticamente a rendir cuentas de sí mismo y de sus presupuestos, de sus orientaciones y de sus implicaciones. Pone en discusión lo que se supone que sea natural y esté más allá de cualquier cuestionamiento posible.

Recuperando, aunque con un significado diferente, la pareja conceptual utilizada por Gentile, en el tiempo del pensamiento único el “pensamiento pensado” prevalece sobre el “pensamiento pensante”: los marcos simbólicos y mentales suministrados hipnóticamente por el sistema tecnocapitalista y por el aparato de la industria cultural (justamente, el pensamiento pensado) desplazan la elaboración crítica que cada uno está llamado a llevar a cabo con su propia cabeza (el pensamiento pensante), concediendo o rechazando el asentimiento en función de aquello que le sugiera su facultad de juzgar pensando. Cuando todos, como hoy sucede, piensan lo mismo, eso significa que ninguno está pensando y que todos se limitan a repetir pavlovianamente el mensaje único homologado de la civilización tecnocapitalista; mensaje que, por definición, no es otra cosa que la superestructura de santificación del orden establecido y que, en consecuencia, se puede condensar en última instancia en el imperativo ne varietur (no hay alternativa).

En realidad, el pensamiento único podría entenderse legítimamente como la rica serie de esquemas conceptuales y prohibiciones mentales destinadas a la demonización preventiva de toda posible fuerza cinética de escape de la caverna platónica, ideológicamente transformada en jaula de acero con barrotes inoxidables. Lo hemos definido como pensamiento único “políticamente correcto” y “éticamente corrupto”, ya que, por un lado, glorifica y petrifica ideológicamente en un a priori inmodificable el diagrama de las relaciones de poder realmente dadas; y, por otro lado, procede a la aniquilación de aquellas “raíces éticas” (sittliche Wurzein) de hegeliana memoria que, desde la familia hasta la escuela, desde los sindicatos hasta el Estado soberano, resultan eo ipso incompatibles con la redefinición tecnocapitalista del mundo entero como el open space –espacio abierto– de un único mercado unificado para consumidores apátridas y desarraigados (un único e inmenso “sistema de las necesidades”, System der Bedürfnisse, diría Hegel).

Cierto es que, en cada época histórica, ha habido un «pensamiento dominante», coincidente –Marx docet– con las ideas dominantes de las clases dominantes (o incluso con su dominio material transferido al cerebro de los hombres): pero nunca, hasta hoy, se había registrado la aniquilación del pensamiento «antagónico» y «divergente». El pensamiento, de “dominante” se transforma en “único” –y, por tanto, pierde la prerrogativa misma de λόγον διδόναι, o sea de dar razón respecto a las otras perspectivas– cuando consigue eliminar la posibilidad misma de pensar diferente. No es de extrañar, entonces, que buena parte de las energías del pensamiento único y de sus múltiples voceros –los pedagogos del mundialismo tecnocapitalista– sean empleadas con vistas a la desactivación apriorística de la posibilidad de pensar de otro modo y, en último extremo, de pensar tout court –a secas-: no hay locus revelationis de la condena a muerte del pensamiento llevada a cabo por el Uccidente que lo refleje mejor que la “neolengua” en la que el pensamiento único se articula y se cristaliza.

Actuando mediante proscripción censora y no por refutación socrática, la neolengua neo-orwelliana de la civilización uccidental se rige por una gama más o menos rica de lemas y funciones conceptuales cuyo fin no es promover el pensamiento, sino desvitalizar sus mismas condiciones de posibilidad y de ejercicio. Por ejemplo, la neolengua tecnocapitalista condena al ostracismo como “soberanista” a cualquiera que aspire a la recuperación de la soberanía nacional como base de la soberanía del pueblo (es decir, de la democracia). Demoniza como “homófobo” a cualquiera que no se adecúe al nuevo orden erótico del panconsumismo sexual y todavía defienda la centralidad de la familia natural como célula genética de la sociedad y como fuente de la vida. Deslegitima como “populista” a cualquiera que aún crea que la soberanía corresponde al δῆμος –dêmos– y no a la banca y a los consejos de administración de la plutocracia neoliberal no border. Y, sobre todo, estigmatiza como “conspiranoico” a quien intente cuestionar sus dogmas del pensamiento único, ejercitando el arte de pensar que, según la etimología, expresa ante todo la capacidad de sopesar y evaluar críticamente.

Va de suyo que, para el nuevo orden mental impuesto por la civilización tecnocapitalista, la propia labor de la filosofía aparece como un comportamiento conspirativo, siendo verdad como lo es, que la filosofía occidental se origina precisamente de la necesidad de buscar una verdad más profunda que aquella presunta ofrecida por la fenomenicidad del discurso común y por el darse inmediato de los entes. En una carta fechada el 18 de diciembre de 1812, Hegel sostiene –disgustado por las diversas quejas sobre la difícil exposición de su Logik– que la filosofía especulativa debe necesariamente parecer, a cuantos aún no han sido iniciados en ella y son profanos, como un verkehrte Welt, como un “mundo al revés” o “mundo invertido” (según una imagen afortunada que tendrá un gran impacto en el pensamiento de Marx): un mundo al revés que contradice todos los conceptos usuales y las más probadas representaciones, sobre todo la “no filosofía” (Unphilosophie), basada sobre el sentido común, que molesta se encoge de hombros en presencia de las argumentaciones filosóficas.

Y es también siguiendo esta clave hermenéutica como se explica la enemistad entre el tecnocapitalismo y la filosofía como capacidad de pensar diferente, de problematizar lo obvio, de refutar lo falso, de utilizar la propia cabeza como único fundamento para el saber verdadero (sapere aude!, según el lema asignado por Kant a la Ilustración) y como búsqueda de la Verdad de la Totalidad. A esto se añade la estructural “inutilidad de la filosofía”, o sea su ser intrínsecamente liberada del vínculo de lo útil y del servir-a-algo y, además, su estar establemente en condiciones de someter a crítica un mundo que los eleva a único criterio de referencia y a exclusiva fuente de sentido.

La filosofía, siguiendo las huellas de Hegel, es ciencia de la Totalidad articulada y, por tanto, saber máximamente “con-creto”, respecto a la relación dinámica entre las Partes y el Todo en su con-crescer: conoce, evalúa y transforma el Todo, planteándose como saber a un tiempo teorético, axiológico y práctico. La era tecnocapitalista, como ya se ha subrayado, se encomienda y se consagra exclusivamente a la ciencia del “intelecto abstracto”, que determina y acepta la parte aislada del Todo y vuelve, eo ipso, imposible el conocimiento, la valoración y la transformación de la Totalidad alienada. La sociedad misma no es un “hecho” que pueda ser fijado como tal, sino una relación dinámica entre las Partes y el Todo. El método científico profundiza el conocimiento del Objeto que se encuentra frente al científico (Obiekt), pero de ningún modo puede indicarnos qué sea el bien, qué sea lo justo y cómo se puede perseguir la “vida buena” (del griego εὖ ζῆν) tanto a nivel individual como social. Y confiar enteramente en la ciencia produce un resultado dialéctico preciso: el de la inversión del racionalismo científico del intelecto abstracto en un inédito –y hoy hegemónico- irracionalismo de masas. En el hodierno Uccidente, cientificismo e irracionalismo coexisten como fenómenos opuestos e igualmente expresivos de la racional irracionalidad de nuestro tiempo.

Filosofía y ciencia –explica Hegel– se presentan, en consecuencia, diferentes ya sea por método, ya sea por contenido: 
la razón dialéctica que aferra la differenzierte Totalität (lo Verdadero) es irreductible al intelecto abstracto científico, que descompone lo real en sus partes empíricas reflejadas con exactitud (lo cierto científico). La mera ciencia de los hechos produce –observaba Husserl– meros hombres de hecho, que constatan y aceptan el orden de las cosas, mientras que la ciencia filosófica de la verdad –ἐπιστήμη τῆς ἀληθείας, con la Metafísica aristotélica (993 b)– genera seres humanos pensantes (y no sólo calculantes), capaces de conocer y evaluar su tiempo y, si es necesario, modificarlo operativamente.

De manera más general, se podría afirmar que el Uccidente pantoclasta, reabsorbido en las espirales de la dictadura del relativismo y del ateísmo líquido de la indiferencia, es completamente «alethófobo», es decir, opuesto a toda instancia veritativa: 
la muerte de Dios y el dominio absoluto del tecnocapital no requieren fundamentos metafísicos y veritativos y, es más, deben desalentarlos y deslegitimarlos, para que nada pueda poner en cuestión un orden fundado sobre la nada. Por eso, el Uccidente condena a muerte, junto a la filosofía, también a la religión y al arte, o sea las otras dos figuras fundamentales del absoluter Geist –Espíritu Absoluto– tematizado por Hegel. Coincidiendo con la unidad de idealidad y objetividad del Espíritu, el “Espíritu Absoluto” se corresponde con la Verdad Absoluta, por tanto con el contenido que comparten el arte, la filosofía y la religión, diversificado únicamente por las modalidades expresivas que utilizan.

En efecto, bajo la escolta de Hegel, la forma debilitada de la “representación” (Vorstellung) religiosa y de la “representación sensible” operada por el arte son diferentes e inferiores al poder del “concepto” (Begriff) filosófico, el único capaz de rendir cuenta de la sujeto-objetividad y de la Totalidad diferenciada (differenzierte Totalitaet). Solamente la filosofía es, en sentido pleno, “espíritu pensante”, es decir, “la forma más alta, más libre y más sabia” del Espíritu. Sólo con el Begriff filosófico –explica Hegel– el Sujeto y el Objeto son momentos del mismo Espíritu: y su oposición es, en verdad, la oposición de la Sustancia consigo misma. Con la potencia del concepto, por tanto, la filosofía supera y, al mismo tiempo, hace realidad arte y religión: la objetividad del arte se libera ahora de lo sensible, del mismo modo que la subjetividad de la religión se purifica en subjetividad del pensamiento puro. En cuanto reino del Herrschaft des Begriffs, del «señorío de los conceptos», la filosofía puede, de este modo, definirse como superación o Aufhebung -por tanto, como «negación» y como «conservación»- del arte y de la religión, puesto que los supera, los niega y los conserva, manteniendo sus contenidos y, al mismo tiempo, elevándolos en la forma superior del Begriff.

En este sentido, el arte, la religión y la filosofía coinciden con el “Domingo de la vida” y el “Viernes Santo especulativo” (der spekulative Karfreitag), con lo eterno celebrado en lo finito y con la “autoconciencia del Espíritu Absoluto”. Con el Espíritu Absoluto –arguye Hegel en la Enciclopedia (§ 552)– se tiene el “saber del Espíritu Absoluto, que es el saber de la verdad eternamente real”. No puede escaparse como, para Hegel, la ciencia, que tiene su campo de aplicación específico en el reino de lo cierto, no forma parte de las figuras del Espíritu Absoluto y no tiene por objeto la verdad: el hecho de que el tecnocapitalismo promueva la ciencia como único conocimiento permitido revela cómo el Uccidente alethofóbico aspira a aniquilar la cuestión de la verdad, sustituyéndola por la de una certeza calculable y controlable, orgánica al funcionamiento de la Técnica. Pero –deberíamos preguntarnos– ¿qué puede decir la ciencia en presencia de la Totalidad? ¿Y ante el problema de Dios? ¿O, incluso, delante de una obra de Caravaggio o de Velázquez? El error del Uccidente –vale la pena insistir– no reside en la valorización de la ciencia, sino en su elevación integrista a único saber permitido: la ciencia es, ciertamente, una de las ideaciones fundamentales de la humanidad, pero, como señalaba Husserl en La Crisis de las ciencias europeas, «sería absurdo que el hombre decidiese dejarse juzgar definitivamente por una sola de sus ideaciones».

La condena a muerte de la filosofía como “alethofilia” y como arte del pensar diferente en la búsqueda de la verdad se acompaña, en el reino del Uccidente, de una idéntica demonización y neutralización de las otras dos figuras del Espíritu Absoluto. Así pues, la mejor definición que se puede ofrecer del ateísmo es la hegeliana, según la cual éste coincide con la pérdida del interés por la cuestión de la verdad: la muerte de Dios, como la expresa el lenguaje representativo de la religión, no es otra cosa que la muerte de la verdad y del fundamento último. El homo globalis ya no tiene un “Domingo de la vida” y está perpetuamente atrapado en las irreflexivas “tareas cotidianas” de producir y consumir, de calcular y usar.

La eutanasia a la que es sometida la filosofía se realiza no sólo mediante la imposición del pensamiento único, sino también, sinérgicamente, a través de la mencionada absolutización religiosa de la ciencia como único saber admitido y por medio de las performances de sentido de la subcultura posmoderna: racionalización filosófica de la renuncia programática a cambiar el mundo, el posmoderno asume el estatus de nihilismo plenamente desarrollado, transfigurado en única posibilidad de emancipación hoy permitida («nihilismo y emancipación», como sugería un texto de Vattimo) y en «gran relato», que cuenta la pérdida originaria del fundamento, la ansiedad que deriva de esta pérdida, la resignación por el hecho de que es irreversible y, por último, el hábito que gradualmente surge de ella, hasta la plena aceptación de este mundo como el menos malo o, en todo caso, el único posible.

Por lo que concierne al arte, su condena a muerte –decididamente distinta de la “muerte del arte” atribuida a Hegel– se verifica mediante la reducción de la obra de arte a mercancía entre las mercancías, desprovista de toda tensión veritativa y reducida a valor de cambio, por tanto evaluada no por la experiencia de verdad que revela y hace posible, sino por el dinero que puede generar para quienes la comercian. Es cuanto eficazmente aflora de la película de 2013 La mejor oferta. En el “tiempo de los mercaderes”, siguiendo la locución de Hegel, el arte ya no parece capaz de hablar al homo globalis, apto únicamente para entender el lenguaje de la Técnica, de los negocios y de la certeza científica.

En la era del cogito interruptus, del pensamiento único y de lo que Bourdieu definiera como la invasión neo-liberal, se vuelve de vital importancia reapropiarse de las tres figuras del Espíritu Absoluto y, más en general, del pensamiento pensante; y a la obsesión tecnocientífica por la “inmunidad de rebaño”, es necesario contraponer la figura de la “inmunidad del rebaño”. Pensar con la propia cabeza sigue siendo la vía real del filosofar y, sinérgicamente, de la resistencia a la barbarie progresista del Uccidente tecnocapitalista.

VER+:







viernes, 11 de julio de 2025

LIBRO "COSAS QUE HE APRENDIDO DE GENTE INTERESANTE": FILOSOFÍA, POLÍTICA Y RELIGIÓN por MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

COSAS QUE HE APRENDIDO 
DE GENTE INTERESANTE

Filosofía, política y religión

Un arsenal de autores y argumentos para defenderse de las ideas más estúpidas de nuestra época.
¿Es racional sentirse orgulloso de tu país? ¿Es verdad que la izquierda tiene una mayor sensibilidad social que la derecha? ¿Cabe hablar de un ecologismo conservador? ¿Puede un católico criticar al Papa? ¿Son los cristianos mejores personas? Estas son sólo algunas de las preguntas a las que da respuesta el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz, en esta selección de los mejores artículos que ha publicado a lo largo de la última década.
De la mano de un vasto elenco de autores de todas las épocas, Quintana Paz aborda múltiples cuestiones de actualidad que conciernen a la filosofía, la política y la religión, demostrando que la historia del pensamiento puede servir para iluminar los debates contemporáneos, incluso los más pedestres.
Entre los temas recurrentes del autor están la epidemia de moralismo y emotivismo que nos aflige, las falacias discursivas del progresismo, la tibieza política del centroderecha liberal o el empobrecimiento de la educación religiosa.
Con su característico estilo mordaz y provocador, Quintana Paz se atreve a cuestionar nociones tan arraigadas como la empatía, el consenso, el diálogo o los valores éticos. Y todo ello para reivindicar el legado intelectual de la civilización occidental y sacarla del nihilismo que la atenaza. Cosas que he aprendido de gente interesante es un arma teórica fundamental para dar la batalla cultural contra ofendiditos, escandalizaditos y moderaditos de todo pelaje.
Introducción

A mí tía Josefa en casa la llamábamos Pepa y era carmelita descalza. Había dos maneras muy distintas de poder ver a la tía Pepa.

La primera pasaba por visitarla en su convento de clausura, sito en Peñaranda de Bracamonte. Lo pienso hoy día y me resulta curioso: esas visitas, algún que otro domingo, constituyeron una de las actividades extraordinarias de mi infancia. Íbamos al convento y charlábamos junto al brasero de una sala encalada, entreviendo el tocado de la tía Pepa a través de un doble enrejado, rodeados de cuadros religiosos con pátina de siglos, tomando los dulces y el mosto que poco antes nos habían entregado por el torno. (Todo tenía un aire como de novela de Gabriel Miró.) Lo pienso hoy día y me resulta curioso; hoy, que las actividades de nuestros niños tienen más que ver con videojuegos los sábados por la mañana o parques de bolas los domingos por la tarde; hoy, que palabras como brasero y torno les parecen provenir de una terra ignota.

La otra vía para llegar a estar con la tía Pepa era mucho más esporádica. En tales ocasiones, era ella quien venía a visitarnos a Salamanca. Aprovechaba para ello alguna cita médica en el hospital de al lado de casa. Décadas más tarde, revisando armarios y papeles, descubrí que las complicaciones de su salud (algo no iba del todo bien en su corazón) habían estado lejos de ser pequeñas o infrecuentes. Sus visitas al médico, con todo, habían sido escasas.

Uno de mis recuerdos más antiguos (¿tendría yo tres años?) se remonta a una de esas visitas de la tía Pepa. Con el paso del tiempo mi memoria resulta, claro, un tanto fragmentaria. Sólo sé que aquel día hacía sol, que la tía Pepa me regaló un caramelo alargado de fresa, que me cogió de la mano y que me llevó, por primera vez en mi vida, a la guardería parroquial. Ni ella ni yo lo sabíamos, pero durante los cincuenta años restantes yo ya no saldría de allí: había empezado mi relación con nuestro sistema educativo.

Durante estos años he atravesado mil vicisitudes, pero nunca he sentido que mi tía Pepa me estafara al regalarme un caramelo alargado de fresa como prólogo a todo lo que vendría más tarde. En la guardería aprendí algunas de las cosas más importantes de la vida: a leer, a contar y a rezar. Más tarde, en el colegio, en la universidad y ahora en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP), he seguido aprendiendo y, en lo posible, devolviendo algo de lo aprendido: es a eso a lo que llamamos ser profesor. He conseguido, incluso, que me remuneren por todo ello. Quizá podríamos aseverar, por tanto, que en cierto sentido humilde de la expresión soy un hombre feliz. 
¿Cómo no estarle agradecido, pues, a mi tía Pepa —y a todos los que vendrían más tarde—?

El último capítulo (por el momento) de esta historia de enseñanzas que vengo narrando lo encierra este libro que ahora tiene usted, amigo lector, entre manos. He querido recopilar aquí también (y anunciarlo ya desde el título) unas cuantas cosas que he venido aprendiendo en los últimos años de gente interesante: 
desde filósofos hasta santos, desde literatos hasta caudillos, incluyendo también algún progre y algún papa (nota: no me refiero a la misma persona con estos dos términos). Aquí hallará usted reflexiones diversas en torno a los tres asuntos que más me obsesionan: la filosofía, la política y la religión. De ahí que figuren en el subtítulo. Pero detrás de todas esas reflexiones espero que encuentre usted un mismo hálito: el de alguien que ha disfrutado, aprendiendo, de conversaciones a través de los libros con los muertos y con los vivos. Y que sólo quiere invitarle a usted a compartir un ratillo tales charlas.

La mayoría de los capítulos que le presento aquí se publicaron con anterioridad, en versión de artículo, en el periódico digital The Objective; apenas un puñado de ellos vio la luz en otros diarios españoles, como El Mundo, El Español, Economía Digital o Vozpópuli; también hay alguno editado por la Fundación Disenso. 
He de agradecerles a todos ellos la oportunidad que me otorgaron en su día de contrastar mis ideas con el gran público. Pues estos diálogos con gente interesante que aquí reúno me gusta pensar que no sólo implicarán a los lectores de hoy y mañana, como ya he apuntado, sino que también incluyeron en su momento a los lectores de entonces, que con sus ánimos y sugerencias me dieron el sustento moral para arribar hasta este libro. 
Entre tales lectores me gustaría destacar a una: Paula Quinteros, el alma detrás del diario The Objective, que durante casi diez años ha sabido ser ese puntal discreto donde te reconforta pensar que siempre podrías apoyarte.

Algunos de los conceptos que se me ocurrió idear (¿no somos eso, en el fondo, los filósofos: diseñadores de conceptos?) para los textos aquí reunidos han alcanzado a lo largo de estos últimos años, por así decirlo, vida propia; y ya corretean por ahí sin necesidad de apoyarse en su progenitor, al que en muchos casos se desconoce (y eso es un orgullo para todo padre). Así ocurrió pronto, por ejemplo, con el término ofendiditos. Lo utilicé por vez primera allá por mayo de 2017, en un artículo aquí recogido como capítulo inicial. Lo cierto es que por aquel entonces, deseoso yo como buen académico de trazar una mínima etimología del término, investigué si había sido ya empleado en el mismo sentido con que me disponía a dotarlo. El resultado de tales pesquisas fue negativo. Ahora bien, tras publicar mi textito, enseguida esa expresión y ese sentido irían cuajando en todo tipo de personas y personajes. Así, al año siguiente, ya lo manejarían el dúo cómico Pantomima Full o aparecería en el anuncio publicitario con el que la empresa Campofrío suele felicitar las Navidades. En 2019, la periodista Lucía Lijtmaer escribiría un libro de título homónimo; si bien, en su caso, para reivindicar el derecho a sentirse ofendidísimos por todo tipo de cosas. Hoy constituye una palabra de uso común en España.

Asimismo, hay nociones como «capitalismo moralista» o «PSOE state of mind» que han cuajado más allá de los textos donde hablé por primera vez de ellas —en 2019 y 2021, respectivamente—, textos que también aquí se recogen. Ambas expresiones, por cierto, han llegado a ser pronunciadas desde la tribuna del Congreso de los Diputados por parlamentarios a los que agradecí en su momento (y agradezco ahora) que me citaran. Esa misma cortesía me gustaría tenerla hacia los obispos españoles que incluyeron una reflexión sobre el capitalismo moralista en su documento de orientaciones pastorales para el período 2021-2025, titulado Fieles al envío misionero.

En ocasiones he observado que las ideas (que el lector podrá encontrar desarrolladas aquí) de un liberalismo «de niños burbuja» o de que vivimos bajo un «imperio del emotivismo» han sido empleadas con bastante tino aquí, allá o acullá.

Pero si hablamos de las repercusiones que ya se han dado de los textos aquí reunidos, quizá lo más notable resida en otra parte. La publicación en la primavera de 2025 de estas Cosas que he aprendido de gente interesante coincide con otro libro titulado, precisamente, como uno de nuestros capítulos primeros: Moderaditos. De forma análoga a Lucía Lijtmaer, en esta otra obra, cuyo autor es Diego Sánchez Garrocho, se trata de encomiar las virtudes de ser moderado, muy moderado o muy moderadito; algo sobre lo cual un servidor en el capítulo citado tiene una visión muy diferente (y nada moderadita). Cuando las personas afines a ti empiezan a usar tus conceptos te sientes, ciertamente, reconfortado; pero cuando son incluso quienes denuestan tus ideas los que recurren a las palabras que tú has popularizado, la complacencia alcanza zonas de tus sinapsis muy especiales. Agradezco, pues, a Diego Sánchez Garrocho la ocasión de tal deleite.

Con todo y con eso, a quien querría dedicar aquí mi agradecimiento más cordial es a Roger Domingo, director editorial de Deusto, con quien hablé por primera vez sobre la posibilidad de este libro allá por el año 2018. Desde entonces ha tenido la paciencia de esperar su advenimiento final. Podría, como tantos otros, echarle la culpa de este retraso a la pandemia de 2020, o podría también recurrir a la circunstancia de que en 2021 mi vida cambió sobremanera (dejé la universidad, me trasladé a Madrid, empecé a trabajar en ISSEP). Pero todo eso no serían sino falaces excusas para disimular mis yerros, por fortuna saldados gracias a la enorme generosidad de Roger.

Termino. Hay cierto pasaje donde Nietzsche compara la historia de la humanidad con un armario de disfraces que conviene conocer para así ser capaz, en cada momento, de ponerse el traje que mejor le venga a uno: vestir de pensador griego cuando proceda, de noble romano cuando sea lo preferible, de caballero medieval cuando resulte más oportuno. 

Me gustaría pensar en este libro de un modo similar a ese armario nietzscheano. No encontrará aquí el lector un «sistema» de filosofía, aunque hablaremos de filosofía; no hallará el desarrollo de una ideología política, aunque hablaremos de política; no se topará, ¡válgame el cielo!, con una teología determinada, aunque hablaremos de religión. Lo que aquí se guarda son más bien trajes distintos, herramientas diversas, conversaciones diferentes que podrán cuadrarle en alguna ocasión más que otra. 

Los capítulos a menudo están muy relacionados con el autor citado en su título; en otras ocasiones, la ligazón con el mismo resulta tenue, apenas una excusa para pensar. También hay capítulos (como los dedicados a los ofendiditos, a los escandalizaditos o al capitalismo moralista) que, por referirse a conceptos que ya han cobrado cierta vida propia —como comentábamos antes—, no contienen referencia a ningún autor en su título: no la precisan.

Aunque he intentado organizar todos estos textos según cierto orden, como en las estanterías de una biblioteca, lo cierto es que el lector es libre de picotear un capítulo aquí y otro más allá, como por entre las estanterías de una biblioteca. Al fin y al cabo, ¿no surge a veces el orden de nuestros vagabundeos más disipados? Los anglosajones han inventado una palabra, que en español decimos serendipia, para esos hallazgos casuales. Yo prefiero recordar el armario de Nietzsche, donde puedes toparte con una corona de laurel al lado de unas gafas de sabio, con un papiro antiguo al lado de un ordenador.

O también me gusta recordar, de vez en cuando, una de mis lecciones primeras. Ya la conoce el lector. En ocasiones, las cosas puede que empiecen con que te regalan un simple caramelo de fresa, alargado. Para que luego, al cabo de decenios, acabes encontrándote con que has aprendido una abigarrada multitud de cosas. Quizá no recuerdes exactamente en qué año o en qué mes comenzó todo. No importa en exceso. Pues de lo que sí estarás seguro es de que aquel fue un día soleado.

Solía contar el filósofo Gustavo Bueno el siguiente chiste. Cierto vasco, hombre de pocas palabras, asiste a un sermón dominical en que el sacerdote se prolonga perorando durante más de una hora. Al volver a su casa, su esposa le inquiere acerca de cuál fue el contenido de un sermón tan prolijo. 
«Habló sobre el pecado», contesta nuestro vasco. «Y ¿qué dijo el señor cura?», le repregunta su mujer. «Que no es partidario». 
Las universidades occidentales resulta que tampoco son partidarias del pecado y últimamente se afanan en dejárnoslo claro. Hace un tiempo, la Universidad de Oxford difundió entre sus miembros un pormenorizado «listado de microagresiones». Consisten tales listados en recopilaciones de mandamientos morales que habrás de obedecer si no quieres ser tachado de racista, machista, especista, homófobo, tránsfobo, animalófobo y demás pecados hodiernos. 

Las nuevas tablas de mandamientos de la Universidad de Oxford incluían, entre las formas de «racismo sutil, cotidiano» que denunciaban, el no mirar directamente a los ojos de la persona con que estés hablando. Ahora bien, inmediatamente se alzaron voces protestando porque este precepto ofendía a los autistas: muchos de ellos encuentran difícil mirar a los ojos de su interlocutor, pero ello no implica que sean reos de racismo. Intentando evitar las ofensas a las personas con otro color de piel, la Universidad de Oxford las había ofendido. De modo que ésta hubo de pedir perdón a los autistas. 

La moraleja es que en este tipo de asuntos uno camina siempre por terreno resbaladizo: si te esfuerzas por no ofender nunca a la gente de Guatemala, a veces acabas ofendiendo a la de Guatepeor. 

(Nota aclaratoria: en mi párrafo anterior no pretendo identificar a los autistas como algo «peor» que los guatemaltecos, sino que sólo hago un juego de palabras bastante tópico. Aprovecho, por cierto, el paréntesis para aclarar asimismo que en el párrafo primero de este texto ni don Gustavo Bueno ni un servidor pretendíamos ofender a los vascos poco locuaces). Permítaseme narrar ahora una anécdota más personal. Hace unos años yo mismo asistí a unas jornadas universitarias sobre transexualidad, bien sustanciosas. 

En un momento determinado me pareció oportuno preguntar a un conferenciante si había algún modo de diagnosticar la transexualidad a edades tempranas. El ponente, en primer lugar, me reprochó que utilizara el verbo diagnosticar para algo como la transexualidad, pues le parecía ofensivo. Dijo que «la patologizaba». 
En segundo lugar, me preguntó que cómo sabía yo mismo que yo era un varón y no una mujer. Cuando le fui a responder, el hombre me interrumpió para reconocerme que se había dado cuenta de que acababa de cometer un grave error. Y me pidió encarecidamente perdón por haber dado por supuesto que yo era un varón, fundándose sólo en cosas tan superficiales como mi aspecto físico o mi tono de voz, cuando en realidad yo podría poseer una rica interioridad de mujer que era a la postre, según él, lo único importante. 
Al final no tuve muy claro si era él o era yo quien más cosas supuestamente ofensivas había dicho en tan breve diálogo. Mas sí capté nítido que mi pregunta originaria había quedado sin contestar, sepultada bajo un grueso follaje de posibles ofensas mutuas. 

Estos ejemplos que ofrezco seguramente hayan traído a la mente del lector un variopinto elenco de casos similares. Vivimos, caben escasas dudas, en una época en que abunda la gente que se siente ofendida por cosas. Hay quien piensa que toda esa gente tiene siempre la razón, que si se ofenden es porque alguien habrá cometido la fechoría de ofenderlos y debe ser castigado.

Otros pensamos, sin embargo, que la actitud filosófica correcta reside en ponerse a distinguir entre ofensas reales y ofensas meramente imaginarias, dado que, al menos desde Platón, lo sensato es diferenciar siempre entre la verdad y lo engañoso. Pero también cabe otra pregunta filosófica acerca de todo esto: 
¿por qué vivimos en una época en que tanta gente se siente cada vez más ofendida por cada vez más cosas? Antes nunca ocurrió así. Se ha dado una respuesta de tipo, digamos, «psicológico» a tal interrogante. Vivimos en un mundo en que los adultos de hoy empiezan a ser cada vez más los antiguos críos de familias en que los padres pasaban poco tiempo con ellos. 
A veces por motivos laborales, a veces por divorcio, a veces porque los niños estaban sobrecargados de tareas extraescolares. Como consecuencia, esos padres han tratado a tales niños, en el escaso tiempo que podían pasar con ellos, con excesiva laxitud. 

Meredith Haaf, en su libro Dejad de lloriquear, explica que cada vez más padres ven como un deber dar siempre la razón a sus hijos, preservarlos de todo problema y contarles continuamente cuánto les gusta todo lo que hacen. 
Por consiguiente, esos niños, que hoy van siendo ya jóvenes adultos o simplemente adultos, no han aprendido cómo reaccionar ante gente que piensa o actúa de modo diferente al que ellos querrían. Y se ofenden. Existe también una respuesta política a nuestra pregunta. 

Ya en 1983, el sociólogo Alain Touraine explicó que nos adentrábamos en una época que él denominó «postsocialismo». Durante tal postsocialismo la izquierda dejaría de defender sólo a los trabajadores o a las partes más depauperadas de la sociedad y trataría de mostrarse como la principal defensora de cualquier minoría social (mujeres, gais, jóvenes, grupos étnicos o nacionales minoritarios ...). 

Dado que esos grupos a menudo pueden sentirse ofendidos por lo que la mayoría de la sociedad dice con respecto a ellos (las mayorías son así, no conocen todo lo que les molesta a las minorías), la nueva misión de la izquierda, según el análisis de Touraine, bien puede ser la de fomentar esos sentimientos de ofensa para, inmediatamente después, erigirse como el único paladín que librará a los ofendiditos de las garras de los pérfidos ofensores. Y cuantos más sean tales ofendidos, más votos irán al regazo de esa izquierda postsocialista que los quiere acurrucar. Alguien estaría sacando prósperos beneficios, pues, del actual incremento del número de ofendidos. Con todo y con eso, creo que ni la respuesta psicológica ni la respuesta política son capaces de explicar completamente por qué nos vamos sumergiendo en un mundo repleto de ofendidos. 

Y voy a proponer, para terminar, el esbozo de una respuesta más bien histórico-filosófica a todo este asunto. Occidente, que es la sociedad donde están sucediendo estas cosas, es desde hace unos 1.700 años una civilización marcada por el cristianismo. Y el cristianismo se caracteriza por dar una respuesta muy peculiar al problema del sufrimiento humano. En vez de echarle la culpa a la persona que sufre, como hacen algunas morales, o a las vidas anteriores que tuvo esa persona que sufre, como hacen otras religiones, el cristianismo aquí hace una afirmación atrevidísima: Dios mismo sufrió. Fue crucificado. Y, por tanto, el sufrimiento, por intolerable que parezca a veces, tiene siempre un sentido (divino). 

El Dios cristiano acompaña al que sufre, pero no como un cireneo que echa la mano por el hombro al sufriente, sino padeciendo Dios mismo también. Cualquier persona que sufre, pues, debería merecer de un cristiano su atención: Dios mismo está en ella. Mientras que, en otras culturas, podría merecer más fácilmente condenas, desprecio o indiferencia. Ahora bien, hoy nuestra sociedad ha olvidado estas nociones cristianas sobre lo divino del sufrimiento, pero parece haber conservado el empeño cristiano por fijarse en los que sufren. Así, no sabemos muy bien cómo tratar a todo el que dice que sufre, aunque tampoco aceptemos volver a la mentalidad romana o helénica, que invitaba a ignorarlos sin más. Ya no creemos en un Dios que acompañe a todo el que padezca algún daño, de modo que intentamos sustituirle y ser nosotros los que prestemos atención a cualquiera que diga sufrirlo; sin fijarnos mucho en si, a menudo, la causa de su dolor puede ser sólo una ofensa nimia. 

Entramos así en un mercadeo en que, si queremos recibir la atención de los demás, lo más fácil es mostrarnos como víctimas (el cristianismo apostaba por la víctima), pero sin tener ya muy claro cuál es el criterio para ser una verdadera víctima (hemos perdido al Dios cristiano, que sí lo tenía). Pensando habernos librado de un Dios crucificado y sus mandamientos, nos vemos ahora rodeados de cientos de diosecillos que exhiben sus cruces y nos reclaman miles de nuevos preceptos para no hacérselas más pesadas. Resulta poco sorprendente, pues, que ante todo esto Nietzsche pensara que nuestra sociedad es la sociedad de «los últimos hombres». Donde, naturalmente, ni la palabra hombres pretende ofender a las mujeres (Nietzsche no las excluía de tal decadencia), ni la palabra últimos pretende hacer daño a quienes preferimos no llegar los primeros a algunas metas. Como, pongamos por caso, en una carrera hacia la estupidez.

VER+:


«Qué lecciones profundas (sobre la Verdad, la Nación o el Mal) no hemos sabido aprender, o aprendimos mal, durante nada menos que 80 años tras el Holocausto»


«Toda la charlatanería sobre ‘valores éticos’ puede abocar, en unos casos, a relativistas morales; en otros, a meros moralistas y en otros, a fanáticos»


«Estamos exhaustos más en el alma que en el cuerpo. Solo vemos alrededor seres empeñados en subir una piedra por una pendiente que siempre les traiciona»


«Si queremos vencer al progresismo desatado de nuestros días, hay al menos un requisito que no podemos pasar por alto: hay que dejar de ser imbéciles»


«El Gobierno más radical de nuestra historia ha aprobado leyes que no solo van contra la fe cristiana, sino contra las bases mismas de nuestra civilización»


Cada día se intenta etiquetar más y más cosas como “delitos de odio”, para castigar así a todo el que ose expresarse de forma que alguien considere “ofensiva”


Estas ansias de controlar verdades no ciñen sus tentáculos a nuestro presente. Para controlar el futuro, tanto o más necesario es fiscalizar el pasado: lo han sabido bien todos los enemigos de la libertad.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ: 
"CLARO QUE HAY QUE PROVOCAR, PROVOCAR INCOMODIDAD A VECES ESTÁ BIEN..."


miércoles, 25 de junio de 2025

LIBRO "SALVAR EUROPA" por IRENE GONZÁLEZ 🌍🔥

 SALVAR 
EUROPA

Irene González

Europa enfrenta un momento crucial para su supervivencia como civilización al haber sido despojada de su identidad espiritual y libertad política. Con un análisis provocador y fresco, la autora presenta una visión del nuevo orden que acecha a Europa desde la perspectiva de una generación decepcionada ante una realidad social destruida con la democracia liberal. Un enfoque clarificador de las nuevas formas de poder y de su evolución hacia un sistema tecnocrático bajo una dictadura emocional.
Sobre todo, es un libro acerca de la guerra espiritual que libra Europa y el resto de Occidente. Mucho más profunda y decisiva que la batalla cultural ideológica, donde está en juego salvar la civilización occidental. El globalismo deshumanizador con una agenda decrecentista junto a la islamización de Europa han llevado a un desarraigo profundo en la sociedad, siendo el origen del desastre la descristianización de Europa.
Sin embargo, es un libro esperanzador que nos invita a recuperar la verdad y las raíces cristianas de Europa para frenar su disolución y preservar su identidad.
Un texto esencial para quienes buscan respuestas e inspiración. 
Un libro para defender una Europa libre y fiel a sus raíces que recupere su belleza.

"Estamos inmersos en una guerra espiritual, 
mucho más profunda que 
la batalla cultural ideológica"

Irene González, colaboradora de Vozpópuli, es una de esas firmas que no teme defender opiniones impopulares. Lo confirma en su reciente ensayo "Salvar Europa" (Ciudadela libros), donde reivindica las raíces cristianas del continente, se enfrenta a las élites de burócratas que nos gobiernan y cuestiona incluso las bondades de CULTURA La abogada y escritora publica "Salvar Europa”, un ensayo profundo y contundente
Irene González, colaboradora de Vozpópuli, es una de esas firmas que no teme defender opiniones impopulares. Lo confirma en su reciente ensayo Salvar Europa (Ciudadela libros), donde reivindica las raíces cristianas del continente, se enfrenta a las élites de burócratas que nos gobiernan y cuestiona incluso las bondades de a democracia liberal. 
El texto no se corta a la hora de analizar los numerosos males que lastran al Viejo Continente, desde la islamización hasta el decrecentismo clasista que quiere imponer la Agenda 2030, pero también ofrece un sólido camino de esperanza sostenido en nuestras tradiciones, el retorno a los enfoques católicos y la reconstrucción de lazos comunitarios carcomidos por el individualismo consumista. 


En este sentido, la autora del libro “Salvar Europa” ha querido destacar la diferencia entre Europa como civilización y la Unión Europea como estructura política, advirtiendo que esta última no representa necesariamente los valores tradicionales del continente y que, sin embargo, sus instituciones políticas atentan contra las raíces y el fundamento de lo que son los europeos. En este contexto, ha denunciado el avance de una agenda transhumanista que vertebra las propuestas políticas y las instituciones y que, según ella, pretende desligar al ser humano de su naturaleza corporal: “Lo woke ha sido un instrumento para ello. La tecnocracia busca disolver los vínculos verdaderos: familiares, de amistad y románticos«, ha afirmado.
Para González, el combate contra esta crisis pasa por una revitalización de la vida intelectual al servicio de la Verdad y el Bien Común y por el coraje y la valentía de desafiar las narrativas dominantes y de perder el miedo a expresarse públicamente.
En este sentido, la columnista ha animado a los estudiantes a ilusionarse con un cambio de rumbo de la situación que tiene que empezar por nosotros mismos y por nuestro compromiso público: «Lo que nos ha de mover no es el odio, sino el amor. Uno lucha por lo que ama. Debemos convertirnos en personas valiosas que construyan una civilización digna de ser salvada y reconstruida«, ha concluido.

Pregunta. Su libro parte de la premisa de que Europa ha sido despojada de su identidad religiosa y de su libertad política. ¿Cómo ha ocurrido? 
R. Creo que no puede entenderse como un proceso de degradación, sino de guerra espiritual, mucho más profunda que la batalla cultural ideológica. En esencia pretenden arrebatarnos nuestra identidad y libertad política para crear al individuo absurdo, manejable que produce y consume sin tener conciencia de su trascendencia. Para conseguirlo y arrebatarnos todo, su objetivo clave es la descristianización de Europa, que no es nuevo, incluso anterior a la Revolución francesa, pero en la posmodernidad está alcanzando su apogeo. Las herramientas que utilizan son la sacralización de la democracia liberal y su inherente antihumanismo, así como la islamización. Todo lo que nos lleve a una deshumanización que se logra a través del desarraigo material y espiritual es parte de la batalla. 

P. ¿Qué papel ha jugado en todo esto la democracia liberal? 
R. Yo denuncio cómo mi generación ha sido engañada con ese consenso vacío de la democracia liberal. Cómo ese mejor de los mundos posibles no es más que una mentira que nos ha traído desarraigo, pobreza y falta de libertad con unos poderes que no nos representan. Por eso creo esencial romper esos consensos acerca de la democracia liberal, es hora de que la siguiente generación podamos tomar las riendas de nuestro mundo y denunciar la farsa en la que viven anclados tantos.
Es la herramienta para despojar al hombre de esas virtudes que le comprometen con algo que trasciende al poder de los hombres. Un instrumento que ha sacralizado procesos donde el Estado es Dios, y por tanto sus dirigentes, y la democracia una religión, un fin en sí mismo, en lugar de un sistema para defender el bien común. La herramienta que ha debilitado nuestra identidad y la puerta por la que han entrado los enemigos de la civilización cristiana. Sólo así se llega a que en democracia la ley proteja al delincuente y machaque al ciudadano que lo sufre. 

P. Otra idea en la que incide su ensayo es la de las élites irresponsables, que no responden ante los ciudadanos sino ante instituciones de la burocracia globalista. ¿Cómo se puede recuperar la rendición de cuentas de los que mandan? 
R. Recuperando en primer lugar la verdad. Este libro contribuye a romper todos esos consensos construidos sobre mentiras y nihilismo que nos han encadenado a un proceso descivilizatorio y suicida. Recuperar virtudes como el coraje, la justicia y el patriotismo. Que los dirigentes no sean empleados de élites globalistas, sino vinculados al bien común con consecuencias. Hoy tienen plena impunidad quienes deciden que no podemos ir solos en nuestro coche o debemos talar olivos para placas solares. 

P. En cierto sentido, su libro es metapolítica: da más importancia a la batalla cultural y religiosa que a la ideológica. ¿Qué papel debe jugar el cristianismo en el futuro de Europa? 
R. Así es, puesto que la clave del libro es la guerra espiritual. Si el proceso de destrucción de nuestra civilización se ha llevado a cabo a través de hechos y la expulsión de Dios de la sociedad, revertirlo requiere acciones y volver a levantar la Cruz en público. Tanto quienes carecen de fe, los conocidos como católicos culturales, y especialmente los creyentes. Un orden común que ofrezca una opción verdadera y mejor frente a la islamización colonialista de Europa.

P. Denuncia que la democracia está siendo sustituida por la tecnocracia. ¿Cuál es el precio del cambio? 
R. Es la evolución lógica del fin de la historia de Fukuyama, de la democracia liberal sin disputas ideológicas a la tiranía tecnocrática. El alcance es desconocido hoy en día ante las posibilidades de la IA. El precio es nuestra deshumanización si permitimos que la tecnología se use para usurpar nuestra riqueza, como puede ser el euro digital, y un arma de control y poder absoluto sobre la vida de los hombres como no se ha conocido jamás. 

P. Dedica un capítulo al transhumanismo, la mayor ruptura antropológica de nuestro tiempo. ¿Qué nos jugamos en ese precipicio? 
R. Absolutamente todo. Evitar ese mundo siniestro que defiende como avance en sus libros Yuval Noah Harari, un miembro de esas élites transhumanistas. El transhumanismo pretende despojarnos de lo que ellos llaman “limitaciones biológicas”, liberarnos del cuerpo y crear una súper conciencia, una especie de dios tecnológico para quienes se creen dioses, que se encargue de tomar decisiones liberándonos de la pesada carga de pensar. Al final crearán dos castas entre quienes tienen acceso a la tecnología y quienes son esclavos para alimentarla. 

P. El libro cierra hablando sobre patriotismo, una actitud que muchos consideran anticuada y zafia. Nos proponen ser patriotas pero de la Constitución, no de España. ¿Por qué es importante recuperar el patriotismo? 
R. Quizá sea algo generacional, pero no hay nada que me resulte más casposo y rancio que el desprecio al patriotismo. Es algo patético seguir la posmodernidad que tanto daño nos ha hecho creyéndose innovador. En mi libro, así como en mis artículos en Vozpópuli señalo el patriotismo como la característica esencial para desempeñar cargo público. Algo que no se puede presuponer, puesto que los dirigentes están vendidos a intereses de terceros por beneficio personal en contra del interés de la nación y del pueblo que dicen representar. También el patriotismo es beneficioso para ordenar la sociedad alrededor del bien común. No me importa lo que digan esos absurdos en contra del patriotismo. 

P. Este es un libro incómodo, escrito a la contra, me temo que le pueden llamar de todo, desde "extrema derecha" a "putinista", pasando por "conspiranoica". ¿Hay algún insulto a malentendido que le preocupe especialmente? 
R. Ninguno. Me aburre mucho la gente que usa esos términos, suele ser indicativo de fanáticos estúpidos alérgicos a la razón y la verdad. A estas alturas la hipérbole, la mentira y la manipulación, el lenguaje del mal, pretende callar la verdad. El nivel de locura y fango llama “putinista” a quienes criticamos a la Unión Europea, la desindustrialización y las políticas antihumanistas. Ya si nos negamos a ir a morir al Donbás para defender los privilegios de von der Leyen somos enemigos públicos. No me imagino mejor campaña publicitaria para Putin. 

P. El arranque de libro es un texto dedicado al profesor Dalmacio Negro, recientemente fallecido. ¿Qué destacaría de su legado? 
R. Dalmacio Negro me concedió como penúltimo honor escribir el prólogo de mi primer libro, pero falleció antes de hacerlo. Por eso mi libro no podía tener un prólogo de nadie más y quise rendir mi humilde homenaje al mayor sabio español del siglo XX, como la alumna que él escogió fuera del aula. Su legado es inmenso, en su obra y persona. Su concepción del Estado, del poder y la importancia de la religión como eje de ordenación de sociedades… Siento mucho no poder compartir con él este momento que tanto le hubiese gustado. 

P. Para terminar, pinta un panorama más bien sombrío para el Viejo Continente. ¿Cuáles son los movimientos, procesos o personajes que le dan algo de esperanza? 
R. La realidad es sombría, pero el mensaje del libro ya desde el título es un mensaje claro de esperanza que surge de una profunda convicción de poder recuperar la verdad. En caso contrario no defendería que hubiese nada que salvar. Pero esta actitud no es compatible con el conformismo, la sumisión o la negación de la realidad. Confieso que tampoco de la cobardía. 
Todo movimiento dirigido a derribar lo que nos ha traído hasta aquí y a defender las virtudes sobre las que se ha construido nuestra civilización cristiana en torno al bien común y nuestra identidad será parte de la solución. 
Quienes denominan estos movimientos como extrema derecha y desprecian estos principios intrínsecos en la naturaleza del hombre son parte del problema.

RECUPERAR EL HONOR, LA VERDAD, 
LA DECENCIA y LA HONESTIDAD

Irene González, autora del libro “Salvar Europa” en las Jornadas sobre libertad de expresión en el Congreso de los Diputados.
Liberarnos de la falsa "moral" de Estado que criminaliza la verdad.
La única cultura que ha creado la posmodernidad ha sido la cultura de la cancelación.
Se legisla invirtiendo valores: proteger a los criminales y criminalizar a los inocentes, persiguiendo a quien cuestione el poder de los gobernantes. Eso es el verdadero delito de odio.

Historia de una época con Fernando Paz e Irene Gutiérrez; SALVAR EUROPA