EL Rincón de Yanka: SOCIOLOGÍA

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viernes, 11 de julio de 2025

LIBRO "COSAS QUE HE APRENDIDO DE GENTE INTERESANTE": FILOSOFÍA, POLÍTICA Y RELIGIÓN por MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

COSAS QUE HE APRENDIDO 
DE GENTE INTERESANTE

Filosofía, política y religión

Un arsenal de autores y argumentos para defenderse de las ideas más estúpidas de nuestra época.
¿Es racional sentirse orgulloso de tu país? ¿Es verdad que la izquierda tiene una mayor sensibilidad social que la derecha? ¿Cabe hablar de un ecologismo conservador? ¿Puede un católico criticar al Papa? ¿Son los cristianos mejores personas? Estas son sólo algunas de las preguntas a las que da respuesta el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz, en esta selección de los mejores artículos que ha publicado a lo largo de la última década.
De la mano de un vasto elenco de autores de todas las épocas, Quintana Paz aborda múltiples cuestiones de actualidad que conciernen a la filosofía, la política y la religión, demostrando que la historia del pensamiento puede servir para iluminar los debates contemporáneos, incluso los más pedestres.
Entre los temas recurrentes del autor están la epidemia de moralismo y emotivismo que nos aflige, las falacias discursivas del progresismo, la tibieza política del centroderecha liberal o el empobrecimiento de la educación religiosa.
Con su característico estilo mordaz y provocador, Quintana Paz se atreve a cuestionar nociones tan arraigadas como la empatía, el consenso, el diálogo o los valores éticos. Y todo ello para reivindicar el legado intelectual de la civilización occidental y sacarla del nihilismo que la atenaza. Cosas que he aprendido de gente interesante es un arma teórica fundamental para dar la batalla cultural contra ofendiditos, escandalizaditos y moderaditos de todo pelaje.
Introducción

A mí tía Josefa en casa la llamábamos Pepa y era carmelita descalza. Había dos maneras muy distintas de poder ver a la tía Pepa.

La primera pasaba por visitarla en su convento de clausura, sito en Peñaranda de Bracamonte. Lo pienso hoy día y me resulta curioso: esas visitas, algún que otro domingo, constituyeron una de las actividades extraordinarias de mi infancia. Íbamos al convento y charlábamos junto al brasero de una sala encalada, entreviendo el tocado de la tía Pepa a través de un doble enrejado, rodeados de cuadros religiosos con pátina de siglos, tomando los dulces y el mosto que poco antes nos habían entregado por el torno. (Todo tenía un aire como de novela de Gabriel Miró.) Lo pienso hoy día y me resulta curioso; hoy, que las actividades de nuestros niños tienen más que ver con videojuegos los sábados por la mañana o parques de bolas los domingos por la tarde; hoy, que palabras como brasero y torno les parecen provenir de una terra ignota.

La otra vía para llegar a estar con la tía Pepa era mucho más esporádica. En tales ocasiones, era ella quien venía a visitarnos a Salamanca. Aprovechaba para ello alguna cita médica en el hospital de al lado de casa. Décadas más tarde, revisando armarios y papeles, descubrí que las complicaciones de su salud (algo no iba del todo bien en su corazón) habían estado lejos de ser pequeñas o infrecuentes. Sus visitas al médico, con todo, habían sido escasas.

Uno de mis recuerdos más antiguos (¿tendría yo tres años?) se remonta a una de esas visitas de la tía Pepa. Con el paso del tiempo mi memoria resulta, claro, un tanto fragmentaria. Sólo sé que aquel día hacía sol, que la tía Pepa me regaló un caramelo alargado de fresa, que me cogió de la mano y que me llevó, por primera vez en mi vida, a la guardería parroquial. Ni ella ni yo lo sabíamos, pero durante los cincuenta años restantes yo ya no saldría de allí: había empezado mi relación con nuestro sistema educativo.

Durante estos años he atravesado mil vicisitudes, pero nunca he sentido que mi tía Pepa me estafara al regalarme un caramelo alargado de fresa como prólogo a todo lo que vendría más tarde. En la guardería aprendí algunas de las cosas más importantes de la vida: a leer, a contar y a rezar. Más tarde, en el colegio, en la universidad y ahora en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP), he seguido aprendiendo y, en lo posible, devolviendo algo de lo aprendido: es a eso a lo que llamamos ser profesor. He conseguido, incluso, que me remuneren por todo ello. Quizá podríamos aseverar, por tanto, que en cierto sentido humilde de la expresión soy un hombre feliz. 
¿Cómo no estarle agradecido, pues, a mi tía Pepa —y a todos los que vendrían más tarde—?

El último capítulo (por el momento) de esta historia de enseñanzas que vengo narrando lo encierra este libro que ahora tiene usted, amigo lector, entre manos. He querido recopilar aquí también (y anunciarlo ya desde el título) unas cuantas cosas que he venido aprendiendo en los últimos años de gente interesante: 
desde filósofos hasta santos, desde literatos hasta caudillos, incluyendo también algún progre y algún papa (nota: no me refiero a la misma persona con estos dos términos). Aquí hallará usted reflexiones diversas en torno a los tres asuntos que más me obsesionan: la filosofía, la política y la religión. De ahí que figuren en el subtítulo. Pero detrás de todas esas reflexiones espero que encuentre usted un mismo hálito: el de alguien que ha disfrutado, aprendiendo, de conversaciones a través de los libros con los muertos y con los vivos. Y que sólo quiere invitarle a usted a compartir un ratillo tales charlas.

La mayoría de los capítulos que le presento aquí se publicaron con anterioridad, en versión de artículo, en el periódico digital The Objective; apenas un puñado de ellos vio la luz en otros diarios españoles, como El Mundo, El Español, Economía Digital o Vozpópuli; también hay alguno editado por la Fundación Disenso. 
He de agradecerles a todos ellos la oportunidad que me otorgaron en su día de contrastar mis ideas con el gran público. Pues estos diálogos con gente interesante que aquí reúno me gusta pensar que no sólo implicarán a los lectores de hoy y mañana, como ya he apuntado, sino que también incluyeron en su momento a los lectores de entonces, que con sus ánimos y sugerencias me dieron el sustento moral para arribar hasta este libro. 
Entre tales lectores me gustaría destacar a una: Paula Quinteros, el alma detrás del diario The Objective, que durante casi diez años ha sabido ser ese puntal discreto donde te reconforta pensar que siempre podrías apoyarte.

Algunos de los conceptos que se me ocurrió idear (¿no somos eso, en el fondo, los filósofos: diseñadores de conceptos?) para los textos aquí reunidos han alcanzado a lo largo de estos últimos años, por así decirlo, vida propia; y ya corretean por ahí sin necesidad de apoyarse en su progenitor, al que en muchos casos se desconoce (y eso es un orgullo para todo padre). Así ocurrió pronto, por ejemplo, con el término ofendiditos. Lo utilicé por vez primera allá por mayo de 2017, en un artículo aquí recogido como capítulo inicial. Lo cierto es que por aquel entonces, deseoso yo como buen académico de trazar una mínima etimología del término, investigué si había sido ya empleado en el mismo sentido con que me disponía a dotarlo. El resultado de tales pesquisas fue negativo. Ahora bien, tras publicar mi textito, enseguida esa expresión y ese sentido irían cuajando en todo tipo de personas y personajes. Así, al año siguiente, ya lo manejarían el dúo cómico Pantomima Full o aparecería en el anuncio publicitario con el que la empresa Campofrío suele felicitar las Navidades. En 2019, la periodista Lucía Lijtmaer escribiría un libro de título homónimo; si bien, en su caso, para reivindicar el derecho a sentirse ofendidísimos por todo tipo de cosas. Hoy constituye una palabra de uso común en España.

Asimismo, hay nociones como «capitalismo moralista» o «PSOE state of mind» que han cuajado más allá de los textos donde hablé por primera vez de ellas —en 2019 y 2021, respectivamente—, textos que también aquí se recogen. Ambas expresiones, por cierto, han llegado a ser pronunciadas desde la tribuna del Congreso de los Diputados por parlamentarios a los que agradecí en su momento (y agradezco ahora) que me citaran. Esa misma cortesía me gustaría tenerla hacia los obispos españoles que incluyeron una reflexión sobre el capitalismo moralista en su documento de orientaciones pastorales para el período 2021-2025, titulado Fieles al envío misionero.

En ocasiones he observado que las ideas (que el lector podrá encontrar desarrolladas aquí) de un liberalismo «de niños burbuja» o de que vivimos bajo un «imperio del emotivismo» han sido empleadas con bastante tino aquí, allá o acullá.

Pero si hablamos de las repercusiones que ya se han dado de los textos aquí reunidos, quizá lo más notable resida en otra parte. La publicación en la primavera de 2025 de estas Cosas que he aprendido de gente interesante coincide con otro libro titulado, precisamente, como uno de nuestros capítulos primeros: Moderaditos. De forma análoga a Lucía Lijtmaer, en esta otra obra, cuyo autor es Diego Sánchez Garrocho, se trata de encomiar las virtudes de ser moderado, muy moderado o muy moderadito; algo sobre lo cual un servidor en el capítulo citado tiene una visión muy diferente (y nada moderadita). Cuando las personas afines a ti empiezan a usar tus conceptos te sientes, ciertamente, reconfortado; pero cuando son incluso quienes denuestan tus ideas los que recurren a las palabras que tú has popularizado, la complacencia alcanza zonas de tus sinapsis muy especiales. Agradezco, pues, a Diego Sánchez Garrocho la ocasión de tal deleite.

Con todo y con eso, a quien querría dedicar aquí mi agradecimiento más cordial es a Roger Domingo, director editorial de Deusto, con quien hablé por primera vez sobre la posibilidad de este libro allá por el año 2018. Desde entonces ha tenido la paciencia de esperar su advenimiento final. Podría, como tantos otros, echarle la culpa de este retraso a la pandemia de 2020, o podría también recurrir a la circunstancia de que en 2021 mi vida cambió sobremanera (dejé la universidad, me trasladé a Madrid, empecé a trabajar en ISSEP). Pero todo eso no serían sino falaces excusas para disimular mis yerros, por fortuna saldados gracias a la enorme generosidad de Roger.

Termino. Hay cierto pasaje donde Nietzsche compara la historia de la humanidad con un armario de disfraces que conviene conocer para así ser capaz, en cada momento, de ponerse el traje que mejor le venga a uno: vestir de pensador griego cuando proceda, de noble romano cuando sea lo preferible, de caballero medieval cuando resulte más oportuno. 

Me gustaría pensar en este libro de un modo similar a ese armario nietzscheano. No encontrará aquí el lector un «sistema» de filosofía, aunque hablaremos de filosofía; no hallará el desarrollo de una ideología política, aunque hablaremos de política; no se topará, ¡válgame el cielo!, con una teología determinada, aunque hablaremos de religión. Lo que aquí se guarda son más bien trajes distintos, herramientas diversas, conversaciones diferentes que podrán cuadrarle en alguna ocasión más que otra. 

Los capítulos a menudo están muy relacionados con el autor citado en su título; en otras ocasiones, la ligazón con el mismo resulta tenue, apenas una excusa para pensar. También hay capítulos (como los dedicados a los ofendiditos, a los escandalizaditos o al capitalismo moralista) que, por referirse a conceptos que ya han cobrado cierta vida propia —como comentábamos antes—, no contienen referencia a ningún autor en su título: no la precisan.

Aunque he intentado organizar todos estos textos según cierto orden, como en las estanterías de una biblioteca, lo cierto es que el lector es libre de picotear un capítulo aquí y otro más allá, como por entre las estanterías de una biblioteca. Al fin y al cabo, ¿no surge a veces el orden de nuestros vagabundeos más disipados? Los anglosajones han inventado una palabra, que en español decimos serendipia, para esos hallazgos casuales. Yo prefiero recordar el armario de Nietzsche, donde puedes toparte con una corona de laurel al lado de unas gafas de sabio, con un papiro antiguo al lado de un ordenador.

O también me gusta recordar, de vez en cuando, una de mis lecciones primeras. Ya la conoce el lector. En ocasiones, las cosas puede que empiecen con que te regalan un simple caramelo de fresa, alargado. Para que luego, al cabo de decenios, acabes encontrándote con que has aprendido una abigarrada multitud de cosas. Quizá no recuerdes exactamente en qué año o en qué mes comenzó todo. No importa en exceso. Pues de lo que sí estarás seguro es de que aquel fue un día soleado.

Solía contar el filósofo Gustavo Bueno el siguiente chiste. Cierto vasco, hombre de pocas palabras, asiste a un sermón dominical en que el sacerdote se prolonga perorando durante más de una hora. Al volver a su casa, su esposa le inquiere acerca de cuál fue el contenido de un sermón tan prolijo. 
«Habló sobre el pecado», contesta nuestro vasco. «Y ¿qué dijo el señor cura?», le repregunta su mujer. «Que no es partidario». 
Las universidades occidentales resulta que tampoco son partidarias del pecado y últimamente se afanan en dejárnoslo claro. Hace un tiempo, la Universidad de Oxford difundió entre sus miembros un pormenorizado «listado de microagresiones». Consisten tales listados en recopilaciones de mandamientos morales que habrás de obedecer si no quieres ser tachado de racista, machista, especista, homófobo, tránsfobo, animalófobo y demás pecados hodiernos. 

Las nuevas tablas de mandamientos de la Universidad de Oxford incluían, entre las formas de «racismo sutil, cotidiano» que denunciaban, el no mirar directamente a los ojos de la persona con que estés hablando. Ahora bien, inmediatamente se alzaron voces protestando porque este precepto ofendía a los autistas: muchos de ellos encuentran difícil mirar a los ojos de su interlocutor, pero ello no implica que sean reos de racismo. Intentando evitar las ofensas a las personas con otro color de piel, la Universidad de Oxford las había ofendido. De modo que ésta hubo de pedir perdón a los autistas. 

La moraleja es que en este tipo de asuntos uno camina siempre por terreno resbaladizo: si te esfuerzas por no ofender nunca a la gente de Guatemala, a veces acabas ofendiendo a la de Guatepeor. 

(Nota aclaratoria: en mi párrafo anterior no pretendo identificar a los autistas como algo «peor» que los guatemaltecos, sino que sólo hago un juego de palabras bastante tópico. Aprovecho, por cierto, el paréntesis para aclarar asimismo que en el párrafo primero de este texto ni don Gustavo Bueno ni un servidor pretendíamos ofender a los vascos poco locuaces). Permítaseme narrar ahora una anécdota más personal. Hace unos años yo mismo asistí a unas jornadas universitarias sobre transexualidad, bien sustanciosas. 

En un momento determinado me pareció oportuno preguntar a un conferenciante si había algún modo de diagnosticar la transexualidad a edades tempranas. El ponente, en primer lugar, me reprochó que utilizara el verbo diagnosticar para algo como la transexualidad, pues le parecía ofensivo. Dijo que «la patologizaba». 
En segundo lugar, me preguntó que cómo sabía yo mismo que yo era un varón y no una mujer. Cuando le fui a responder, el hombre me interrumpió para reconocerme que se había dado cuenta de que acababa de cometer un grave error. Y me pidió encarecidamente perdón por haber dado por supuesto que yo era un varón, fundándose sólo en cosas tan superficiales como mi aspecto físico o mi tono de voz, cuando en realidad yo podría poseer una rica interioridad de mujer que era a la postre, según él, lo único importante. 
Al final no tuve muy claro si era él o era yo quien más cosas supuestamente ofensivas había dicho en tan breve diálogo. Mas sí capté nítido que mi pregunta originaria había quedado sin contestar, sepultada bajo un grueso follaje de posibles ofensas mutuas. 

Estos ejemplos que ofrezco seguramente hayan traído a la mente del lector un variopinto elenco de casos similares. Vivimos, caben escasas dudas, en una época en que abunda la gente que se siente ofendida por cosas. Hay quien piensa que toda esa gente tiene siempre la razón, que si se ofenden es porque alguien habrá cometido la fechoría de ofenderlos y debe ser castigado.

Otros pensamos, sin embargo, que la actitud filosófica correcta reside en ponerse a distinguir entre ofensas reales y ofensas meramente imaginarias, dado que, al menos desde Platón, lo sensato es diferenciar siempre entre la verdad y lo engañoso. Pero también cabe otra pregunta filosófica acerca de todo esto: 
¿por qué vivimos en una época en que tanta gente se siente cada vez más ofendida por cada vez más cosas? Antes nunca ocurrió así. Se ha dado una respuesta de tipo, digamos, «psicológico» a tal interrogante. Vivimos en un mundo en que los adultos de hoy empiezan a ser cada vez más los antiguos críos de familias en que los padres pasaban poco tiempo con ellos. 
A veces por motivos laborales, a veces por divorcio, a veces porque los niños estaban sobrecargados de tareas extraescolares. Como consecuencia, esos padres han tratado a tales niños, en el escaso tiempo que podían pasar con ellos, con excesiva laxitud. 

Meredith Haaf, en su libro Dejad de lloriquear, explica que cada vez más padres ven como un deber dar siempre la razón a sus hijos, preservarlos de todo problema y contarles continuamente cuánto les gusta todo lo que hacen. 
Por consiguiente, esos niños, que hoy van siendo ya jóvenes adultos o simplemente adultos, no han aprendido cómo reaccionar ante gente que piensa o actúa de modo diferente al que ellos querrían. Y se ofenden. Existe también una respuesta política a nuestra pregunta. 

Ya en 1983, el sociólogo Alain Touraine explicó que nos adentrábamos en una época que él denominó «postsocialismo». Durante tal postsocialismo la izquierda dejaría de defender sólo a los trabajadores o a las partes más depauperadas de la sociedad y trataría de mostrarse como la principal defensora de cualquier minoría social (mujeres, gais, jóvenes, grupos étnicos o nacionales minoritarios ...). 

Dado que esos grupos a menudo pueden sentirse ofendidos por lo que la mayoría de la sociedad dice con respecto a ellos (las mayorías son así, no conocen todo lo que les molesta a las minorías), la nueva misión de la izquierda, según el análisis de Touraine, bien puede ser la de fomentar esos sentimientos de ofensa para, inmediatamente después, erigirse como el único paladín que librará a los ofendiditos de las garras de los pérfidos ofensores. Y cuantos más sean tales ofendidos, más votos irán al regazo de esa izquierda postsocialista que los quiere acurrucar. Alguien estaría sacando prósperos beneficios, pues, del actual incremento del número de ofendidos. Con todo y con eso, creo que ni la respuesta psicológica ni la respuesta política son capaces de explicar completamente por qué nos vamos sumergiendo en un mundo repleto de ofendidos. 

Y voy a proponer, para terminar, el esbozo de una respuesta más bien histórico-filosófica a todo este asunto. Occidente, que es la sociedad donde están sucediendo estas cosas, es desde hace unos 1.700 años una civilización marcada por el cristianismo. Y el cristianismo se caracteriza por dar una respuesta muy peculiar al problema del sufrimiento humano. En vez de echarle la culpa a la persona que sufre, como hacen algunas morales, o a las vidas anteriores que tuvo esa persona que sufre, como hacen otras religiones, el cristianismo aquí hace una afirmación atrevidísima: Dios mismo sufrió. Fue crucificado. Y, por tanto, el sufrimiento, por intolerable que parezca a veces, tiene siempre un sentido (divino). 

El Dios cristiano acompaña al que sufre, pero no como un cireneo que echa la mano por el hombro al sufriente, sino padeciendo Dios mismo también. Cualquier persona que sufre, pues, debería merecer de un cristiano su atención: Dios mismo está en ella. Mientras que, en otras culturas, podría merecer más fácilmente condenas, desprecio o indiferencia. Ahora bien, hoy nuestra sociedad ha olvidado estas nociones cristianas sobre lo divino del sufrimiento, pero parece haber conservado el empeño cristiano por fijarse en los que sufren. Así, no sabemos muy bien cómo tratar a todo el que dice que sufre, aunque tampoco aceptemos volver a la mentalidad romana o helénica, que invitaba a ignorarlos sin más. Ya no creemos en un Dios que acompañe a todo el que padezca algún daño, de modo que intentamos sustituirle y ser nosotros los que prestemos atención a cualquiera que diga sufrirlo; sin fijarnos mucho en si, a menudo, la causa de su dolor puede ser sólo una ofensa nimia. 

Entramos así en un mercadeo en que, si queremos recibir la atención de los demás, lo más fácil es mostrarnos como víctimas (el cristianismo apostaba por la víctima), pero sin tener ya muy claro cuál es el criterio para ser una verdadera víctima (hemos perdido al Dios cristiano, que sí lo tenía). Pensando habernos librado de un Dios crucificado y sus mandamientos, nos vemos ahora rodeados de cientos de diosecillos que exhiben sus cruces y nos reclaman miles de nuevos preceptos para no hacérselas más pesadas. Resulta poco sorprendente, pues, que ante todo esto Nietzsche pensara que nuestra sociedad es la sociedad de «los últimos hombres». Donde, naturalmente, ni la palabra hombres pretende ofender a las mujeres (Nietzsche no las excluía de tal decadencia), ni la palabra últimos pretende hacer daño a quienes preferimos no llegar los primeros a algunas metas. Como, pongamos por caso, en una carrera hacia la estupidez.

VER+:


«Qué lecciones profundas (sobre la Verdad, la Nación o el Mal) no hemos sabido aprender, o aprendimos mal, durante nada menos que 80 años tras el Holocausto»


«Toda la charlatanería sobre ‘valores éticos’ puede abocar, en unos casos, a relativistas morales; en otros, a meros moralistas y en otros, a fanáticos»


«Estamos exhaustos más en el alma que en el cuerpo. Solo vemos alrededor seres empeñados en subir una piedra por una pendiente que siempre les traiciona»


«Si queremos vencer al progresismo desatado de nuestros días, hay al menos un requisito que no podemos pasar por alto: hay que dejar de ser imbéciles»


«El Gobierno más radical de nuestra historia ha aprobado leyes que no solo van contra la fe cristiana, sino contra las bases mismas de nuestra civilización»


Cada día se intenta etiquetar más y más cosas como “delitos de odio”, para castigar así a todo el que ose expresarse de forma que alguien considere “ofensiva”


Estas ansias de controlar verdades no ciñen sus tentáculos a nuestro presente. Para controlar el futuro, tanto o más necesario es fiscalizar el pasado: lo han sabido bien todos los enemigos de la libertad.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ: 
"CLARO QUE HAY QUE PROVOCAR, PROVOCAR INCOMODIDAD A VECES ESTÁ BIEN..."


miércoles, 11 de septiembre de 2024

LIBRO "VERDADES PENÚLTIMAS" por JAVIER GOMÁ y PEDRO VALLÍN

Verdades 
penúltimas 
Si la democracia liberal es el mejor momento de la Historia, 
¿por qué la gente está tan enfadada? Un debate ilustrado

Una conversación extraordinaria entre dos amigos liberales —augusto y polichinela del debate público español— que reflexionan juntos sobre el estado del mundo hoy.
La inevitable imperfección del mundo, el malestar generalizado, la indignación, la crisis de la democracia, la teoría de la conspiración y la teoría de la chapuza, la importancia de la dignidad del individuo, la difícil gestión del fastidio de existir... Javier Gomá y Pedro Vallín, dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, decidieron un día mantener una serie de charlas sobre las aristas del presente.
Verdades penúltimas es la literaturización de sus encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos en la terraza de un bar, desayunando en un Café o tomando unas cervezas en un elegante salón. Las cinco partes de este breve volumen resumen su mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son.
«Solo las personas superficiales desconocen 
la importancia de las apariencias». 
OSCAR WILDE

INTRODUCCIÓN

Javier Gomá y yo nos conocimos hace una década de la forma más prosaica y apropiada, dadas nuestras ocupaciones respectivas, la filosofía y el periodismo: en una entrevista. Él publicaba Necesario pero imposible, libro cuarto de la Tetralogía de la Ejemplaridad, y yo oficiaba de periodista cultural en Madrid para La Vanguardia. Por aquel entonces había tomado por costumbre no preparar las entrevistas, rara vez llevaba apuntes o preguntas en el cuaderno porque era muy común que el aviso para hacerlas me llegara con apenas uno o dos días de margen, de modo que dedicaba a leer todas las horas previas al encuentro. Solía sentarme ante el escritor con la letra fresca y mil ideas bullendo en la cabeza y a poco que el libro tuviera el mínimo interés, las preguntas salían solas. Dispongo de una inhabitual capacidad para el entusiasmo y, llegado el caso de un proyecto fallido, también de una notable magnanimidad para hacer las preguntas sobre lo que el libro debió haber sido y quiso ser, y no sobre lo que resultó ser. Necesario pero imposible —yo entonces no había leído Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo ni Ejemplaridad pública, sus predecesores—, estaba muy lejos de ser un proyecto fallido, de hecho, era un libro impresionante e insólito, un regreso de una filosofía de las grandes cuestiones pero sin la solemnidad, la fatuidad y el hermetismo académicos que lastra las mejores mentes. Era un volumen lleno de hallazgos de una inteligencia deslumbrante dispuestos sobre las páginas con un estilo tan preciso como hermoso. Como lector, la inteligencia me embriaga pero la belleza me rinde. 

El tipo que me encontré en su despacho de la Fundación Juan March, responsable de aquellas páginas asombrosas, resultó ajustarse físicamente a la condición de gentleman británico —un atributo no infrecuente en los naturales de Bilbao— pero más jovial que flemático. Tan inteligente y locuaz como sus líneas, lo cual tampoco es norma. Javier Gomá es un extraordinario conversador, espléndido incluso ante las preguntas más peregrinas. A menudo, ante los grandes libros o las grandes películas, los periodistas descubrimos que quien está detrás ha dado lo mejor de sí en la empresa y su conversación no puede rendir a tal altura. Me he topado pocas excepciones, por eso siempre me asalta el recuerdo de los cineastas españoles Paula Ortiz y Nacho Vigalondo, porque hay inteligencias que producen vértigo, y esa ingravidez que empuja el estómago contra los pulmones haciendo flotar el intestino no se olvida fácilmente.

Aquella primera entrevista con Gomá fue así y, fruto de mi enardecimiento, se convirtió en una charla donde el interés periodístico quedó desplazado por la curiosidad mundana. De ahí que se alargara más de lo aconsejable si, como es el caso, luego tienes que transcribir la grabación y no eres un mecanógrafo especialmente raudo. 
La fluidez en la conversación y la mutua simpatía se consolidaron en posteriores entrevistas y mi filiación gomista no hizo sino afianzarse con cada artículo que Javier publicaba y con cada uno de nuestros encuentros alrededor de sus libros, que acabaron convirtiéndose en una costumbre con la que sancionar los semestres. Los periodistas sabemos que no es fácil ni aconsejable frecuentar la amistad de tus ídolos porque descansa sobre un cimiento asimétrico y a menudo esa jerarquía que construye la devoción sincera se convierte, como toda desigualdad, en un lastre difícil de gestionar. 
Descubrir que había una cierta reciprocidad en el mutuo interés no solo fue un hallazgo venturoso sino un orgullo para el que suscribe, poco dado a las cortesías de falsa modestia, que uno siempre ha considerado —cuando no es natural sino educada — como el vicio pasivo-agresivo de quienes necesitan negociar tablas con el mundo alrededor. 

Parte de los pronunciamientos de Javier se convirtió en recurso habitual en mis propios textos y, como nos ocurre ante la verdadera clarividencia, citar a Gomá —junto a un pequeño grupo de habituales como Richard Ford, Dioni López, Manuel Portela, David Remartínez y Jaime Miquel— se volvió para mí una estación de paso obligada para construir discurso sobre los asuntos más variopintos. 

Cuando abordé con Álvaro y Joaquín Palau, editores de este volumen, la posibilidad de que Gomá, sin abandonar su longeva lealtad a sus editores habituales, nos iluminara con un breve tratado sobre el momento de la democracia, sobre la escasa ejemplaridad de los nuevos iconos políticos, sobre su ufana maldad y su incompetencia presuntuosa —pensaba y pienso en Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nigel Farage, Isabel Díaz Ayuso o, de forma más reciente, Javier Milei—, el interpelado propuso hacer el libro conmigo. 
Entendí que, dada la naturalidad y prodigalidad con la que han discurrido siempre nuestras entrevistas, repetirlas con paso largo era el mecanismo más sencillo y eficiente para iluminar con las ideas del mejor filósofo de su generación el momento político que atraviesa un Occidente abismado al mausoleo de anteriores ruinas. Pero para mi rubor y júbilo, Javier no quería que lo entrevistara sino que mantuviésemos una charla, un tête à tête como los que tejemos cuando es la holganza y no el interés lo que nos convoca y nos robamos la palabra en el frenesí de las ideas. 
Uno, que se quiere bien, suele recibir los ascensos y galones con patente contento y sin dejar que el síndrome del impostor amargue la fiesta. Bien pensado, había algo profundamente divertido y estimulante en la idea de que dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, discutieran sobre las aristas del presente. 
La coartada para frecuentarnos más y alargar nuestra conversación sobre el mundo, que ha ido desplegándose taciturna durante la última década, era un obsequio añadido. 

El asunto lo merece. En el fondo era mi propia curiosidad sobre el parecer de Javier lo que pretendía satisfacer a lo largo de la charla. El fenómeno que me causa confusión es cómo se han torcido hasta tal punto las percepciones sobre la virtud pública y la ejemplaridad para que comportamientos que hace muy pocos años a buen seguro le costarían la carrera política a su autor hoy fueran factor de apoyo popular. Señalar que el fascismo es el lado bueno de la historia, admitir que se ha mentido a la población, amenazar con disparar contra la ciudadanía o que trasciendan comportamientos indecorosos, cuando no de violencia sexual, no solo no son conductas hoy merecedoras de reproche social en la competición electoral sino que, bien al contrario, han sido celebradas por buena parte de los votantes. Con los particularismos obvios, el fenómeno es de alcance global, así que necesariamente ha de haber corrientes de fondo comunes que expliquen esta vertiginosa ola en mar abierto que amenaza la flotabilidad de las democracias de medio mundo. 

El resultado de nuestra charla debería medir las causas, profundidad y consecuencias del malestar de la democracia, y así se habría titulado este volumen de no ser por que ya había un libro anterior con ese título (paradójicamente, de un momento en que ese mal cuerpo aún no había dado señales de alarma tan patentes como las que hoy vemos por doquier) y porque en los últimos meses se habían llenado las mesas de novedades de las librerías de una colección de malestares que amenazaban con arruinar la digestión de los eventuales compradores. 
Vivarachos bien informados como somos ambos, la conversación resultante, informal y sin pretensiones de exhaustividad o cátedra, pretendía no orillar ninguno de los síntomas de ansiedad del presente, pero no con el propósito de ganar el prestigio y el oropel de tantos pájaros de mal agüero sino, bien al contrario, tratando de explicar y explicarnos por qué ninguno de nosotros dos, en nuestra militante zalamería intelectual —hace tiempo que atribuyo nuestro mutuo aprecio a que ambos cultivamos una sana y muy poco habitual combinación de vanidad y distancia irónica sobre nosotros mismos—, ninguno, digo, hemos perdido el buen ánimo en un periodo a priori tan desconcertante y lleno de zozobra. Apenas superada la pandemia, dos guerras se desencadenaron a las puertas de nuestro civilizado rincón del mundo mientras compartíamos los vermús, cañas y pitanzas que animan este libro, a pesar de lo cual nos propusimos llegar al final sin entregar un rebaño de lamentos. En parte, también porque en esa dialéctica entre lo que ocurría y lo que hacíamos, entre la guerra y la cháchara, se contiene un provisorio lenitivo para la desazón humana que evita el tentador atajo del cinismo. Si en términos estrictos una nación solo es un cuento —una narración ejemplar—, un país es una conversación infinita. 

Las cinco partes de este breve volumen resumen nuestra mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son. No por error del común sino por motivos profundos, que esbozamos, relacionados precisamente con los muchos progresos humanos, un contrasentido que no debe alarmar al lector, porque es la paradoja —a la que hemos consagrado el título de este entremés— el bastidor sobre el que se asientan la mayoría de los asuntos humanos, tan inclinados a la anfibología y tan elusivos de las conclusiones categóricas. 

La última prevención que cabe hacer al lector animoso es la militancia literaria que alienta estas páginas: a diferencia de la metodología común de los libros de dos autores, consistente en grabar y transcribir a los participantes mientras discuten, ambos estábamos convencidos de que la literatura —y el ensayo político ha de serlo tanto como el periodismo o la filosofía— no se declama, se escribe. De modo que lo que sigue es una literaturización de nuestros encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos que pretende ser amena y en la que nuestro propósito era aventurar algunas certezas provisionales, cuales son las que incorpora la democracia, verdades penúltimas que sostienen nuestra confianza para volver a reunirnos y celebrar el presente.

PEDRO VALLÍN (enero, 2024)

VER+:





JAVIER GOMÁ y PEDRO VALLÍN. 
Democracia, progreso, libertad, malestar, Constitución | Arpa Talks #52

Clase magistral de Javier Gomá La causa de nuestro actual descontento

sábado, 31 de agosto de 2024

LIBRO " EL ALMA EN LA PIEDRA" por JOSÉ VICENTE PASCUAL ⛬ 🐻


EL ALMA EN LA PIEDRA

Altamira, 13.000 a.C.
El clan Tiznado lucha por 
sobrevivir en un entorno hostil.

Altamira, 13000 a. C. El clan Tiznado se reúne en torno a la hoguera, frente a la gran cueva que los protege del mundo. Ibo Huesos de Liebre, hábil rastreador, también experto en representar imágenes en los techos y paredes del sagrado refugio, trae noticias sobre la próxima cacería: ha localizado el cubículo donde se guarecen una osa y sus dos oseznos. La joven Ojos Grises escucha encandilada el relato del cazador. Abajo, en el valle, tribus de ancestrales adversarios del clan Tiznado esperan la menor oportunidad para acabar con sus enemigos. El destino de lucha y supervivencia está marcado, aunque Ibo Huesos de Liebre intuye que para los suyos no hay futuro sin conocimiento, sin saber quiénes son y por qué habitan en este lado de la existencia, el territorio de los Aún Vivos. El drama de la vida, la esperanza y la muerte, aguardan como siempre a unos y otros.
«La gente entiende fácilmente que los “primitivos” 
cimenten su orden social mediante creencias 
en fantasmas y espíritus, y que se reúnan 
cada luna llena para bailar 
juntos alrededor de una hoguera. 
Lo que no conseguimos apreciar 
es que nuestras instituciones modernas 
funcionan exactamente sobre la misma base». 
Yuval Noah Harari, Sapiens

«Me gustaría saber qué es lo cierto. 
No me gusta no saber». 
Carl Sagan, Cosmos

Nota del autor

Todos los períodos históricos han tenido épocas de esplendor. El Paleolítico superior es una «edad dorada», previa a la escisión entre el ser humano y la naturaleza que supuso el inevitable avance neolítico. 

La Biblia, en el mito de Caín y Abel (por citar un texto clásico, de todos conocido), da buena cuenta de este paso traumático y decisivo en la evolución de nuestra especie. Existe un continuo cultural en la historia que pone de manifiesto la intervención de la conciencia como necesario agente de progreso y, al mismo tiempo, elemento de reflexión sobre sí misma. 

Al homo sapiens paleolítico le inquietaban las mismas preguntas trascendentes que a nosotros: el porqué del mundo, de los fenómenos y las cosas; y, sobre todo, el porqué de ellos mismos, su razón de ser y su motivo de estar: su causa y su propósito. 
Desde su origen como disciplinas científicas, hasta hace poco, la historiografía y la descriptiva estudiaban el arte prehistórico como expresión de inquietudes mágico-religiosas y, en todo caso, ornamentarias. Sin embargo, las últimas aportaciones de la arqueología y la antropología dirigen su atención hacia un aspecto inédito: el arte rupestre expresivo del interrogante humano, la mirada introspectiva y la posibilidad cognitiva; una representación de conocimientos avanzados por medio de las utilidades tecnológicas al alcance de la humanidad en aquel tiempo. 

Dichas propuestas de investigación trabajan sobre la hipótesis de que el arte parietal, así como algunas muestras de artesanía objetuaria, intentaron representar y reproducir el movimiento por medio de desarrollos gráficos combinados con efectos de luz y sonido. 

El arqueólogo y divulgador Marc Azéma, tras años de investigación sobre numerosos escenarios minuciosamente observados, ofrece una conjetura plausible al tiempo que novedosa acerca de esta cuestión: «Desde el principio, el hombre hizo su cine», escribe en su libro Origines paléolithiques de la narration graphique. Según esta teoría, desarrollada en varias publicaciones y documentales, muchos siglos antes de Edison y los hermanos Lumière, las paredes de las cuevas y los objetos decorados por artistas paleolíticos dieron testimonio de la creación de procesos gráficos, técnicas y narrativas que caracterizan una verdadera «prehistoria de la tecnología descriptiva». 

El trabajo de campo en «museos» prehistóricos como Altamira, la cueva del Castillo y los yacimientos del valle de Vézêre, entre otros lugares, e igualmente el examen minucioso del «figurativo analítico» rupestre con ayuda de potentes medios científicos, confirman la hipótesis de que en las paredes y techos de aquellos ancestrales refugios están ciertamente representadas (pintadas) las inquietudes cotidianas del homo sapiens en torno a la actividad cinegética y la supervivencia; pero también están escritos los primeros libros de filosofía y ciencia de la humanidad. 

El alma en la piedra es una obra de ficción que aborda desde esta exclusiva vertiente —la pura ficción— unos momentos trascendentales de la historia: cuando, florecida la conciencia en caudalosa curiosidad sobre su hábitat y sentido último, se empeña el ser humano, como siempre ha hecho, en comprender el mundo y entenderse a sí mismo. Por simple motivo de cercanía cultural, y porque la de Altamira es la única cueva donde se alberga arte prehistórico que he tenido oportunidad de visitar (hace de eso muchísimos años), he ambientado la acción de la novela en este entorno, o muy parecido. Si bien, los hechos narrados en El alma en la piedra podrían haberse desarrollado en cualquier lugar del sur de Europa y en cualquier momento entre 14000 y 10000 a. C. 

Sobre el uso del lenguaje en esta novela, tanto por la voz narradora como por los personajes integrados en el argumento, creo conveniente anticipar la siguiente explicación: He reflexionado mucho en el tono de la historia —lo que sin duda acrecienta mis posibilidades de equivocarme—: cómo debía expresarse el narrador y cómo debían hacerlo los personajes. Tal como señala Yuval Noah Harari en su estimulante ensayo Sapiens, el lenguaje es simultáneamente un elemento generador fundamental en la revolución cognitiva humana y el resultado más eficiente de esta, en razón de las necesidades y anhelos que aunaban la actividad común de nuestros primitivos antepasados. 

Señala Harari, creo que con acierto: «Nuestro lenguaje evolucionó como un medio de compartir información sobre el mundo. Pero la información más importante que era necesaria transmitir era acerca de los humanos, no acerca de los leones y los bisontes. Nuestro lenguaje evolucionó como una variante de chismorreo. El homo sapiens es ante todo un animal social. La cooperación social es nuestra clave para la supervivencia y la reproducción. No basta con que algunos hombres y mujeres sepan el paradero de los leones y los bisontes. Para ellos es mucho más importante saber quién de su tribu odia a quién, quién duerme con quién, quién es honesto y quién es un tramposo». 

Evidentemente, no sabemos ni por lo remoto cómo hablaban los seres humanos 15000-10000 años a. C, aunque tenemos sobrada constancia de que se comunicaban entre ellos por medio de signos complejos, tanto fónicos y gestuales como gráficos, además de recurrir a abundante objetuario simbólico. Si aceptamos el principio elemental de que cuanto más desarrollada tecnológicamente es una sociedad más sofisticado es el idioma en que sus miembros interactúan, no resulta difícil imaginar que los habitantes del Paleolítico superior disponían de un acervo lingüístico nada despreciable. 

Sabemos que desarrollaron técnicas ornamentales y fabriles avanzadas, que bastantes miembros del mismo grupo humano debían ponerse de acuerdo para organizar cacerías masivas, que sanaban heridas y trataban enfermedades con métodos rudimentarios aunque en ocasiones muy eficaces; y también sabemos que habían ingeniado todo un mundo de referencias sagradas, de carácter mágico-religioso, por medio del cual intentaban no solo conjurar los peligros e inconvenientes que pudieran surgirles en su entorno cotidiano, sino también dotar de sentido y trascendencia la vida de los individuos. 

La religión en ese período (única filosofía posible) era sin duda animista, y la representación del mundo que ejecutaban y que observamos en las pinturas y demás vestigios rupestres así lo confirma. Todo ello requería la utilización de un lenguaje hablado que favoreciera la operatividad de elementos abstractos y la exposición de conceptos no tangibles aunque con capacidad para aglutinar idearios colectivos, así como de coordinar a la perfección acciones llevadas a cabo por grupos significativos de individuos en pos de una meta colectiva. Todo ello confirma mi convicción de que el lenguaje paleolítico integraba niveles superiores de la percepción y el conocimiento humanos, necesarios a la gran revolución cognitiva que facilitaría el advenimiento de la era neolítica. Ahora bien, en lo que concierne a la vida cotidiana y afanes espirituales de los pobladores paleolíticos, sabemos muy poco. 

«Suponemos que eran animistas, pero este dato no es muy informativo. No sabemos a qué espíritus rezaban, qué festividades celebraban o qué tabúes observaban. Y, lo más importante, no sabemos qué relatos contaban. Esto constituye una de las mayores lagunas en nuestra comprensión de la historia humana». (Y. N. Harari). Cualquier conjetura descriptiva sobre los detalles de la espiritualidad arcaica es un ejercicio meramente especulativo, pues las muestras e indicios son muy escasos, y los pocos que tenemos —un número muy pequeño de objetos, ajuares funerarios y pinturas rupestres— pueden ser analizados y explicados de muchas y distintas maneras. Las teorías de los científicos y sabios en la materia que afirman conocer qué anhelaban y sentían los cazadores-recolectores nos hablan más de las ideas preconcebidas de estos estudiosos que sobre las religiones en la Edad de Piedra. 

En vez de construir numerosas teorías sobre hallazgos esporádicos de restos y tumbas, pinturas rupestres y estatuillas de hueso, es mejor ser honesto y sincero y admitir que solo alcanzamos a tener ideas muy vagas y escasa certeza sobre las religiones, ritos, costumbres y lenguaje de los antiguos cazadores del Paleolítico. Es por todo lo anterior que determiné «hacer hablar» a los personajes de El alma en la piedra con la soltura y espontánea naturalidad de seres racionales contemporáneos —no olvidemos que entre los orígenes de nuestra cabal contemporaneidad neolítica y aquella humanidad prehistórica median tres milenios, a lo sumo—; si bien, en aras de la verosimilitud ficcionaria, he intentado mantener un estilo expresivo sencillo, simplificado, abundante en aliteraciones que, espero, no caigan en la reiteración. 

También he evitado en lo posible la utilización de conceptos que solo han alcanzado sentido pleno en el transcurso de la modernidad. No estoy muy seguro, pero creo que ninguno de ellos se ha colado por alguna rendija de la novela. Aparte de la elegida, tenía dos opciones más para solventar esta cuestión. 

La primera, hacer que mis personajes se expresasen a la manera de los indios en las películas del Oeste, lo que me parecía en exceso ridículo porque las tribus aborígenes americanas poseían idiomas bastante más perfeccionados que ese rejuntado de infinitivos, del todo absurdo, por el que los productores de Hollywood se han empeñado en hacerles hablar desde que se inventó el cine sonoro. 

La segunda: sobredimensionar la descripción subjetiva en la narración e inventar un idioma para momentos especiales —diálogos— en el cual se expresarían los personajes excepcionalmente, lo cual quedó de inmediato fuera de toda consideración porque mi propósito al escribir "El alma en la piedra" no era formular una rigurosa reconstrucción antropológica de una época y una civilización, sino adentrarme justamente en los terrenos más privados de los individuos: 
el florecer la conciencia y la interpretación del mundo conforme a la capacidad sapiencial de cada uno de ellos. 

De tal forma, los personajes de El alma en la piedra hablarán entre sí y para el lector como los de cualquier otra novela, en la espera por mi parte de que su llaneza y claridad lexical no quiebre lo verosímil de su trazado; también acogiéndome, en última instancia, a la benevolencia del lector, ya prevenido de que se encuentra ante una obra de ficción histórica, no ante un compendio científico… Sobre el cual, por cierto, ya me gustaría estar en condiciones y tener conocimientos de escribir.

Vale.

martes, 27 de agosto de 2024

EL GRAN MAL SOCIAL ACTUAL: LA DISONANCIA CONGNITIVA (COGNOSCITIVA) Y SU IMPACTO EN LA MANIPULACIÓN POLÍTICA 👉👆👈👇🔄


Vieron "Los Juegos del Hambre" y aclamaron a la resistencia.
Vieron "La guerra de las galaxias" y aclamaron a la resistencia.
Vieron "Terminator" y aclamaron a la resistencia.
Vieron "Matrix" y aclamaron a la resistencia.
Vieron "Divergente" y aclamaron a la resistencia.
Vieron "V de Vendetta" y aclamaron a la resistencia.

Cuando se trata de cine y ficción, aclaman a la resistencia.
Cuando se trata de la realidad, todos son COBARDES, 
ESTÚPIDOS y esclavos de los amos.
Y se ríen de los que se resisten.
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El gran mal social actual: 
la disonancia cognitiva (cognoscitiva) 
y su impacto en la manipulación política
     El Desafío de la razón en la era de la polarización: 
la disonancia cognitiva, un concepto acuñado por el psicólogo social Leon Festinger en 1950, nos permite adentrarnos en el terreno de lo inexplicable en cuanto a nuestros comportamientos. En el ámbito político, esta disonancia se convierte en un fenómeno intrigante: las personas que sienten una fuerte conexión emocional con un partido político, líder, ideología o creencia tienden a dejar que esa lealtad piense por ellas, e incluso llegan al extremo de ignorar o distorsionar cualquier evidencia real que desafíe o cuestione esas lealtades arraigadas.
“Así como hoy te digo una cosa, mañana te digo otra…”; “sí, pensaba eso pero cambié de parecer…”; “es que no había interpretado bien el texto y encontré un texto escondido, hay que saber leer entre líneas…”; “en realidad me están interpretando mal, yo no quería decir eso, hay mucho amarillismo y mala prensa…”; “el contexto ha cambiado y hay que acomodarse a las nuevas realidades…”; “ahora sí, todo será diferente…”.
Seguro que muchos hemos escuchado este tipo de frases o hemos sido testigos de este tipo de contradicciones en los discursos de la clase política, pero más que fallas semánticas o cambios de pareceres como mecanismo de autodefensa es posible que estemos frente a casos de “disonancia cognitiva”.

La caracterización de este fenómeno fue descrita en 1957 por el psicólogo estadounidense Leon Festinger, en su obra: “A Theory of Cognitive Dissonance” (TEORÍA DE LA DISONANCIA COGNOSCITIVA). 
El planteamiento de Festinger establece que, al producirse esa incongruencia o disonancia de manera muy apreciable, la persona se ve automáticamente motivada para esforzarse en generar ideas y creencias nuevas para reducir la tensión hasta conseguir que el conjunto de sus ideas y actitudes encajen entre sí, constituyendo una cierta coherencia interna, nos permite comprender lo inexplicable de algunos de nuestros comportamientos. Por ejemplo, en política, cuando las personas sienten una fuerte conexión emocional con un partido político, líder, ideología o creencia es más probable que dejen que esa lealtad piense por ellas. Hasta el extremo de que pueda ignorar o distorsionar cualquier evidencia real que desafíe o cuestione esas lealtades. Es decir, justificamos nuestras decisiones —que se convierten en prejuicios— aunque existan datos que confirmen el error de nuestras convicciones.

La disonancia cognitiva impide razonar sobre la realidad, evaluar nuestras ideas y corregir, consecuentemente, nuestros comportamientos. La teoría de Festinger explica cómo las personas se esfuerzan por dar sentido a ideas contradictorias y llevar vidas coherentes en sus mentes, aunque la realidad demuestre que están equivocadas.
Tal como señala Jonathan García-Allen: La relación entre la mentira y la disonancia cognitiva es uno de los temas que más ha llamado la atención de los investigadores. El propio Leon Festinger, junto a su colega James Merrill Carlsmith, realizaron un estudio que demostró que la mente de quienes se autoengañan resuelve la disonancia cognitiva “aceptando la mentira como una verdad”.

La disonancia cognitiva, además de ser una trampa psicológica para justificar nuestros errores, es el primer escalón de una peligrosa escalera descendiente hacia el odio. Se empieza con el prejuicio que lleva a la polarización, para seguir descendiendo por el sectarismo que deviene fanatismo, instalándose virulentamente en el odio. Esta deriva, en un contexto digital, adquiere tintes de linchamiento, por parte de turbas digitales capaces de justificarse agrediendo al distinto por su pensamiento autónomo o disidente.
El experimento de Festinger y Carlsmith sobre motivaciones extrínsecas y disonancia cognitiva (Stanford, 1954) comprobó que cuando los individuos son persuadidos a mentir sin darles suficiente justificación, llevarán a cabo la tarea de convencerse a sí mismos de la falsedad, en lugar de decir una mentira. Además, cada individuo tiene su propia manera de evaluarse a sí mismo. Generalmente, esto se hace mediante la comparación de uno mismo con los demás.

En síntesis, la disonancia cognitiva implica cierta falta de coherencia entre actitud y acción, y es una experiencia muy común. Cada vez que decimos cosas que realmente no creemos o que tomamos una decisión difícil equivocada experimentamos disonancia. En todas estas situaciones, hay un salto entre nuestras acciones y nuestra forma de pensar que tiende a hacernos sentir bastante incómodos. Teniendo presente que nuestra actitud característica está constituida tanto por componentes afectivos como cognitivos, puede decirse que la falta de coherencia que experimentamos en la disonancia se debe a la falta de coincidencia entre nuestro querer y nuestro pensar.
Inclusive podemos experimentar una clásica lucha interna entre razón y emoción; los antiguos dirían entre carne (sarx) y espíritu (pneuma); sé que no debo hacer esto, pero lo hago. Quizá está a la base este principio perplejo: «El comportamiento humano consiste en escapar del dolor e ir tras el placer…» (Richard Sackler, Painkiller Netflix 2023).

Varios manifiestos recientes han alertado del deterioro de nuestra convivencia democrática por el incremento de la intolerancia prejuiciosa, que convierte al adversario en enemigo, al discrepante en un peligro, al disidente en un traidor. Hay una atmósfera polarizada peligrosa y perversa que debemos, entre todos los y las demócratas, desactivar urgentemente con dosis incrementales de mayor respeto al otro y dudas cautelares sobre nuestras convicciones.
La política es una de las áreas en las que la evidencia parece tener poco efecto en la opinión y las creencias de las personas. A pesar de la abundancia de información disponible sobre los problemas políticos y sociales, la mayoría de la gente tiende a aferrarse a sus puntos de vista preexistentes. Este fenómeno puede atribuirse a la teoría de la disonancia cognitiva, la cual sostiene que las personas tienen una tendencia natural a proteger sus creencias y valores, incluso cuando se enfrentan a información que las contradice incluyendo la evidencia.

Desde una visión política, la disonancia cognitiva puede ser utilizada como una herramienta por el Estado para reforzar su poder y control sobre la ciudadanía. En su libro «1984», Orwell describe un mundo en el que el Estado utiliza la disonancia cognitiva para controlar las percepciones de la ciudadanía y mantener su poder. En este mundo, el Estado domina todos los medios de comunicación y produce discursos oficiales que son coherentes con su visión del mundo. Cualquier información que desafíe esta visión del mundo se elimina o se presenta de una manera que justifique la perspectiva del Estado. De esta manera, el Estado puede generar disonancia cognitiva en la ciudadanía que puede llevar a la sumisión y la aceptación acrítica de su autoridad.

Desde una aproximación sociológica, la disonancia cognitiva puede ser vista como un proceso de negociación de la identidad social. La identidad social se refiere a la parte de la identidad de una persona que está basada en su pertenencia a un grupo social. En situaciones donde las creencias o posturas políticas de una persona entran en conflicto con las normas y valores de su grupo social, la disonancia cognitiva puede ser especialmente intensa. En este caso, la persona puede sentir que su pertenencia al grupo está en riesgo, lo que puede generar una fuerte resistencia a cambiar sus creencias o posturas políticas.

La disonancia cognitiva, un fenómeno psicológico bien documentado, tiene un impacto significativo en la política de América. A medida que los líderes políticos y estrategas buscan influir en la opinión pública y en las decisiones de voto, comprenden y explotan esta tendencia humana para promover sus agendas. Esto se cruza con la manipulación política en el contexto americano de varias maneras, desde sesgos de confirmación en las redes sociales hasta la polarización y la identificación partidaria.

Otros factores que hacen que pese la evidencia no cambiamos de posición política

Además de la disonancia cognitiva, hay otros factores que explican por qué la evidencia no cambia lo que pensamos en política. Uno de ellos es la polarización política, que ha alcanzado las últimas décadas en muchos países y no estamos exento a ello como país latinoamericano. La polarización política hace que las personas se adhieran más robustamente a sus posiciones y se identifiquen con su grupo político, lo que hace más difícil cambiar de opinión y aceptar información que contradice sus ideas.
Otro factor es la selección de información, que es la tendencia a buscar y aceptar información que confirma nuestras creencias preexistentes y rechazar información que las contradice. Esto puede ser especialmente problemático en la era de las redes sociales, donde las personas pueden personalizar sus fuentes de noticias y consumir información que está en línea acorde a su posición política. Cabe destacar que varias redes sociales presentan algoritmos para presentarnos información similar a la que hemos dedicado más tiempo, esta repetición continua y espaciada robustece en nuestra memoria las ideas a fines, radicalizando más las posturas.

La evidencia puede tener poco efecto en lo que pensamos en política debido a la disonancia cognitiva, la polarización y la selección de información.
Aunque es importante buscar información objetiva y tener un enfoque basado en la evidencia al abordar los problemas políticos y sociales, también es importante reconocer que nuestras creencias y puntos de vista pueden ser resistentes al cambio. Es necesario abrir nuestra mente y encontrar las mejores soluciones basadas en las evidencias y no en nuestras creencias.
Anatole France, en su novela Los dioses tienen sed nos advertía de la pendiente acelerada de la intolerancia. Cada vez más rápida, cada vez más descendiente: «Profeso el culto de la razón sin dejarme fanatizar por ella. La razón guía y alumbra, pero si la divinizáis, acaso ciegue y sea instigadora de crímenes…». 
La disonancia cognitiva no puede justificar ni la ignorancia ni la intolerancia. Comprender cómo funciona nuestra mente no nos exime de nuestros errores.
La única forma de evolucionar es desarrollar el pensamiento crítico y poder revisar nuestros propios sesgos emocionales. Entender que muchos miedos sociales son impulsados por la manipulación. Solo la constante revisión individual y social del poder y de la administración del estado pueden contribuir a una sociedad más justa, libre, próspera, con paz y orden.

 

TEORÍA DE LA DISONANCIA COG... by Yanka



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