EL Rincón de Yanka: DIÁLOGO

inicio














Mostrando entradas con la etiqueta DIÁLOGO. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta DIÁLOGO. Mostrar todas las entradas

viernes, 5 de septiembre de 2025

IN MEMORIAM por ANTONIO PÉREZ ESTÉVEZ, FILÓSOFO Y CATEDRÁTICO GALAICO-VENEZOLANO


ANTONIO PÉREZ ESTÉVEZ 
(1933-2008)

El día 1 de junio de 2008 falleció el profesor
Antonio Pérez Estévez en su residencia de El Escorial (Madrid). La triste noticia de la pérdida de un pensador de la talla de Antonio se ve compensada por su legado fi­losófico y humano del que siempre podremos extraer conocimientos, argumentos y, sobre todo, la vitali­dad suficiente para no cejar en el empeño de seguir en nuestra tarea filosófica. Antonio, modelo de filó­sofo emprendedor, entusiasta y comprometido, supo descubrir vetas de sabiduría tanto en la filosofía medieval como en la contemporánea, tratando figuras y pensamientos tan diversos como los de Duns Scoto, Nietzsche o John Rawls.

Gallego de nacimiento y venezolano de adopción, su vida docente y de investigación estuvo asocia­ da durante cuarenta años a la Universidad del Zulia situada en la cálida ciudad de Maracaibo, en Vene­zuela. Egresó, como dicen por esas tierras, es decir, se licenció en Filosofía en dicha Universidad a la que regresó como profesor y doctor en Filosofía después de haber obtenido su doctorado en la Universidad de Lovaina.

Introdujo el Plan de Estudios para Egresados en la Escuela de Filosofía de la Universidad del Zulia de la que fue director durante el período 1975-1978. Dicho plan sigue aún vigente. Este plan ha permiti­do la entrada en la Escuela de alumnos procedentes de otras profesiones y trabajos lo que ha facilitado la creación de una comunidad universitaria plural, tanto desde el punto de vista de las ideas como de las di­versas experiencias vitales. Yo misma, como profesora invitada de la Escuela en tres ocasiones, pude com­ probar a la hora de impartir mis cursos, la riqueza humana y académica que supone el tener en las aulas a alumnos procedentes de otros ámbitos científicos, desde el Derecho hasta la Ingeniería.

El profesor Pérez Estévez ha propulsado la investigación filosófica a través del Centro de Estudios Filosóficos que lleva el nombre del fundador de la Escuela de Filosofía, el Dr. Adolfo García Díaz. Os­tentó además el cargo de Director de la prestigiosa «Revista de Filosofía» desde 1986 hasta 1993.

El rector de la Universidad Católica «Cecilia Acosta» de Maracaibo, Ángel Lombardi, afirmó que, tanto para la Universidad del Zulia como para la suya, Antonio fue un profesor emblemático por el im­pulso que le dio a la Escuela de Filosofía y al pensamiento intelectual universitario del estado Zulia.

Maestro de futuros profesores e investigadores de las dos universidades citadas, se le concedió, por parte de la Universidad Católica «Cecilia Acosta» el título de profesor Honorario, en reconocimiento de sus méritos, entre los que está la creación del postgrado en Filosofía, especialidad de Pensamiento Cris­tiano Medieval.

Los trabajos de investigación del profesor Pérez Estévez corren paralelos a sus intereses vitales y a sus inquietudes humanas, sociales, morales y políticas.

Abarcó un amplio campo de asuntos y autores filosóficos que impresionan a todos los que se acer­can a sus escritos. Su profundo conocimiento de diversas épocas de la Filosofía, le llevó a escribir sobre una variada temática que, sin embargo, se ceñía a unas cuantas e importantes cuestiones. Así el tema de la materia y el individuo produjo abundantes estudios entre los que podemos señalar los siguientes artí­culos: «La materia en Enrique de Gante», «La materia en Averroes», «La materia prima como fundamento de la naturaleza en la Edad Media». «Materia y generación en Tomás de Aquino», «El individuo en Duns Escoto» y su excelente libro: «La Materia. De Avicena a la Escuela Franciscana», publicado en 1998 por la Universidad del Zulia.

Los problemas relacionados con los derechos humanos, la moral, le ley y el diálogo intercultural, los encontramos en artículos como: «Posición original y derechos humanos en John Rawls», »El diálogo como lectura en Gadamer», «Diálogo y alteridad (presupuestos para un verdadero diálogo)» y «hermenéuti­ca, diálogo y alteridad».

Pero lo que verdaderamente apasionó a Antonio fue el intentar hacer de la Filosofía algo vivo y así sobrepasar la razón fría y dominadora que aísla al individuo y todo lo vital. Para él, sólo la vida y la razón aunadas podrán engendrar un hombre y una cultura nuevos.

El resultado de estas reflexiones se concretiza en escritos como: «Marcuse y el pensamiento negati­vo», «El concepto de materia al comienzo de la Escuela Franciscana de París», «La noción de Vida en Nietzsche», «Feminidad y Racionalidad en el Pensamiento griego y en el Pensamiento Racional Medie­val» y »El individuo y la feminidad».

Su pensamiento es reconocido internacionalmente junto con el nombre de Venezuela en países como Alemania, Estados Unidos, Brasil y en otros muchos. En su nativa España colaboró con la Revista Espa­ñola de Filosofía Medieval, editada por La Sociedad de Filosofía Medieval (SOFIME) de la que fue miembro. Entre sus últimas colaboraciones en esta Revista, podemos citar: «Libertad en Duns Escoto», «De Duns Escoto a Martín Heidegger» y »La materia primera de Enrique de Gante vista por Duns Escoto».

Antonio Pérez Estévez poseía una fuerte personalidad, llena a la vez de vitalidad y de entusiasmo por la labor filosófica que llevaba a cabo. Profesor de una gran honestidad intelectual, supo unir el rigor de la investigación filosófica con una gran afabilidad y hospitalidad.

Su piso de Maracaibo, cerca del Lago que lleva el mismo nombre, fue lugar de encuentros de inte­lectuales. Fui testigo e invitada de uno de ellos, al calor de la acogida y de la buena mesa que tan bien pro­veía su esposa. De este modo y al igual que en el Banquete platónico, las ideas y las palabras se sucedí­an con rapidez.

Aunque mi trato con el profesor Pérez Estévez fue esporádico, no dejó de ser intenso y tengo que agradecerle su sencillez y el respeto que siempre manifestó hacia mis investigaciones, a pesar de la dis­ tancia académica que nos separaba. Me ayudó con sus consejos y su presencia en Congresos Mundiales de Filosofía como el de Boston en 1998 y el de Estambul en 2003. Compartí con él una sesión de Co­municaciones sobre el tema de la libertad (en Duns Escoto y en san Agustín) en el Congreso que la Uni­ versidad de Córdoba y la Sociedad de Filosofía Medieval organizaron en diciembre de 2004. Fue para mí uno de los encuentros más fructíferos y dialogantes en los que he podido participar.

Su legado filosófico servirá como punto de partida para seguir pensando y buscando nuevas vías en cuestiones tan cruciales como las del hombre, la moral, la ley y el diálogo con el otro. Del mismo modo, estoy segura de ello, no faltarán investigadores que buceen en su pensamiento y en sus ideas.

La Universidad Católica de Maracaibo, «Cecilio Acosta», como homenaje póstumo, tiene proyecta­do un libro para el segundo aniversario de su muerte en el que se recogerán muchos de sus artículos.

Descanse en paz y se lleve el agradecimiento de todos los que nos hemos beneficiado de su temple y de su tarea filosófica.


VER+:
    


Con la finalidad de entender la posición del Profesor Pérez-Estévez con respecto a la alteridad, es necesario entender cuál es el diagnostico que hace a la práctica de la alteridad en la modernidad; y, la vía de transición histórica filosófica que ha engendrado esta praxis.

Afirma, que en la modernidad, el sujeto objetiva lo alternante, y desde esta objetivación funda su relación con el entorno. Debido a esto, la naturaleza queda reducida a cosa a “algo”, de lo cual no sólo se tiene el derecho sino el deber de aprovechar con la finalidad de extraer algún beneficio, así signifique esto un detrimento en el ecosistema natural.

Bajo el planteamiento de la modernidad, no sólo la naturaleza es cosificada y explotada; el otro ser humano, el alternante, sufre también el proceso de cosificación, es igualmente es explotable, aprovechable. Así, las relaciones sociales quedan reducidas a la alternancia de aprovechamientos; se valorizan todo lo intercambiables: materia prima, poder de consumo, bienes y servicios; hasta las virtudes y sentimientos sufren una suerte de valoración que entran en el mercado de la demanda y oferta. En tal sentido, la crisis de la modernidad se convierte en una crisis de los valores; indudablemente en una crisis ética.

Ahora bien, Pérez- Estévez afirma que la concepción de alteridad dentro de la modernidad se comprende tras el estudio de los planteamientos filosóficos que la originaron. Por tanto, inicia un análisis del planteamiento filosófico del mundo romano, específicamente de Platón.

El pensamiento platónico, sin lugar a dudas, ejerció y ejerce influencia sobre el pensamiento del mundo occidental. Influyó marcadamente en las doctrinas de la Iglesia Católica, al ser San Agustín de Hipona uno de los intérpretes más representativos de Platón en el siglo I. San Agustín define la búsqueda de la verdad como escape de lo múltiple, de la diferencia y del otro. Afirma en “Vera Religione” que la verdad se encuentra dentro de cada persona, en la capacidad de comunión íntima con Dios, y no en lo múltiple, en la diferencia, en el otro.

Esa verdad absoluta, inmutable, divinizada, capital de unos pocos; es una verdad alejada de la cotidianidad humana, que no tolera disidencia; y por tal, se hace violenta; violencia que genera la barbarie que tanto desprecia.

Bajo esta influencia platónica-agustiniana la verdad, la verdad occidental, europea, deja de ser característica del conocimiento humano y adquiere estatus ontológico divino. Bajo esta premisa, el Profesor Pérez-Estévez (2008:67) señala que la cultura occidental deja de tener el mismo valor, derechos y deberes de otras culturas, pasando a ser una cultura de verdades absolutas; por tanto, la cultura que según sus defensores es superior, y todo lo diferente a ella no sólo es extraña: es bárbara.

La concepción de la tradición filosófica, distingue entre el “hombre escogido” del hombre común, al afirmar que el “el hombre escogido” que respondiendo a su “sustancia divina” posee en sí un alma encarnada que fue capaz de percibir la verdad con mayor claridad que el hombre común; discrimina a la generalidad humana, sobrevalorando la opinión emitida por unos pocos. Esta evidente discriminación, hace de la verdad el capital de unos pocos y refleja la incapacidad de los muchos de poder acceder a ella. Esto, abre las puertas de la discriminación social; pues, al ser la verdad capital de algunos seres especiales, la generalidad no posee los mismos derechos que los dueños de la verdad. De esta forma, al estratificar al hombre, se limita el derecho que la mayoría poseen en el proceso del diálogo... Así, el otro, el extraño, el no poseedor de la verdad, es obstáculo que habita en el mundo sensible y este sólo es capaz de ver sombras y reflejos perecederos y corruptos. Desde este punto de vista, es lícita la imposición de la verdad de los pocos escogidos a los muchos.

De igual manera, el Profesor Pérez- Estévez destaca que el cristianismo es la religión paradigmática de occidente, la cual se diferencia de otras posturas filosófica religiosas como el Mahometismo, el Hinduismo y el Budismo, porque el Cristianismo supone contener la verdad mientras las otras basan sus principios en actos jurídicos que aconsejan las actitudes de comportamiento más idóneos para conducir la vida.

Siguiendo la tradición platónica-agustiniana en el periodo medieval las religiones se impusieron a través del empleo de la coacción, violencia que generó crisis de legitimidad de todas las instituciones que conforman los Estados; a su vez, estas crisis generaron transformaciones dando paso a la modernidad. Y, la modernidad, también ha estado caracterizada por el absolutismo de la verdad. No es de extrañar que el siglo XX haya sido uno de los siglos más violentos de la historia, un siglo caracterizado por las guerras, polaridad mundial, regímenes totalitarios, que en nombre de la verdad sangraron al hermano y al extraño.

Cuando la verdad se eleva al mundo inteligible, deja de ser capital humano, deja de pertenecer al ámbito de la existencia humana para convertirse en divinidad inalcanzable; a la cual el hombre no sólo le debe respeto y anhelo, sino también, veneración y sumisión. Sumisión que exige todos los sacrificios, morir y matar son lícitos con la finalidad de proteger a la verdad de las aspiraciones del otro, del extraño, del ajeno; a decir de los griegos: el bárbaro.

Según el análisis del Profesor Pérez-Estévez se suma; en la modernidad se deshumaniza la verdad, se diviniza, se hace inaccesible para el común; además que le resta al diálogo las características propias de un diálogo constructivo. Por tanto, proponen que es necesario un proceso dialéctico donde los involucrados estén conscientes de sus derechos y deberes sociales, del reconocimiento del otro como distinto pero con iguales derechos; así, poseer y poner en prácticas las suficientes virtudes que permitan la manifestación de las realidades de alter.

El diálogo necesario es un diálogo de encuentro que permita determinar el común camino a seguir. Esto se propone con la finalidad de contrarrestar las consecuencias sociales derivadas de un monólogo cerrado, sin alteridad, de los hombres elegidos para sí mismos, que produce verdades divinas… El diálogo del reconocimiento del otro, es el diálogo de uso para el bien común de los hombres sobre la tierra; diálogo abierto, cónsono con la dignidad humana. Diálogo intercultural, a decir de Pérez-Estévez.

Tal vez, por lo expuesto anteriormente, en la actualidad no pocos pensadores, como el Profesor Pérez-Estévez, se muestran altamente críticos a las concepciones occidentales sobre diálogo, alteridad y verdad. De esta forma, destacan la necesidad del reconocimiento del otro, de la virtud de la escucha, de la alteridad en el proceso dialógico; de la necesidad de la puesta en práctica de la humildad en el diálogo intercultural, para así determinar las realidades tras el encuentro de las diversas subjetividades.

El diálogo existencial, es para el Profesor Pérez-Estévez la alternativa cónsona con la dignidad humana al fenómeno de monólogos alternados evidenciado en la praxis social de la modernidad. El diálogo existencial parte del hecho de que los entes no son sustancias sino existencia; de que la fenomenología deriva del requisito único de la existencia. De esta forma, queda invalidada la postura que afirma una distinción humana por origen; así, el hombre se encuentra con el otro entre iguales y no entre escogidos y segregados. La concepción del diálogo existencia para el Profesor Pérez-Estévez se evidencia cuando afirma (Pérez-Estévez: 2008):

“El dialogante lógico socrático platónico se fundamentaba en el poder racional-discursivo predominantemente de un sujeto y tenía como finalidad u objetivo alcanzar o bien la naturaleza de las cosas por medio de la definición o bien la verdad absoluta encerrada en el mundo inteligible de las ideas. El diálogo existencial por el contrario, se fundamenta en el diálogo real y efectivo de dos o más sujetos y tiene como finalidad u objetivo la interrelación, la comprensión y la realización de los sujetos que dialogan”.

Para la dialéctica existencial, basada en el reconocimiento y validación del alter, el diálogo es el medio que permite el encuentro social, en el cual el instrumento de comunicación es el lenguaje hablado y corpóreo de los interlocutores; el cual se da en un tiempo y espacio determinado. En el diálogo, el proceso permite la expresión de los pensamientos y sentimientos de los diversos Yo involucrados. En la concepción de diálogo que se opone a la concepción de la praxis moderna, la multiplicidad de personas, de opiniones, son necesarias para que después del proceso de argumentación alterna se logre la verdad común. Esto, exige del reconocimiento del otro con los mismos derechos; diferentes en características pero con iguales derechos. El diálogo exige de la suficiente humildad para reconocer el derecho del otro Yo, permitir que el otro se exprese libremente y poderlo escuchar en la finalidad de construir una realidad común.

Así, el momento de la escucha en el diálogo se convierte en el momento de aceptación y validación del alter. El momento en el que se habla es el momento de afirmación del Yo, de lo que se piensa, siente y cree, la manifestación de propia subjetividad. En el momento en el cual se escucha se permite la afirmación del otro, del alter; se valida al Yo alternante. Mas, escuchar va más allá de callar cuando el alter habla, más allá de guardar silencio y prestar atención a la manifestación de la subjetividad alterna; porque en los monólogos entre cordatos o por capítulos también se guarda silencio, es permitir que la subjetividad alternante pueda influir en mi Yo, modificarlo, hasta permitir el encuentro, la determinación de una verdad común.


“…La disposición de escuchar que significa apertura al otro, se tiene, cuando uno posee la convicción de que no está en posesión de toda la verdad y de que el otro tiene algo de verdad que ofrecerme y de la que yo puedo aprender…”

Para el Profesor Pérez-Estévez el diálogo intercultural es la alternativa válida ante la crisis de la modernidad; crisis que ha generado contradicciones sociales importantes; momento que exige la apertura del Yo, el reconocimiento del alter, para la construcción de un nosotros real, auténtico, que permita tras la construcción común, solventar las vicisitudes generada por la implementación de monólogos en lugar de diálogos sociales.

Antonio Pérez Estévez: 
el filósofo de la escucha


Antonio Pérez Estévez en sus años de trabajo entregado y constante en nuestro país, al que dedicó la mayor parte de su vida, se convirtió en el pensador de la Escuela de Filosofía de la Universidad del Zulia, más conocido fuera de nuestras fronteras, en países tan disímiles como Alemania, Estados Unidos, Brasil, Bélgica, la India o su nativa España, entre otros. Si con una palabra hubiese que definirlo, esa palabra sería, en nuestra opinión, diálogo, y quien dice diálogo, en el sentido que él mismo le da a la palabra, dice apertura, escucha, intercambio y enriquecimiento mutuo en la construcción del mundo que habitamos. Por eso nos dice en su artículo “Diálogo intercultural”, publicado en 1999, lo siguiente: “Todo ser humano —unos con mayor facilidad que otros— en función de su libertad racional y a pesar de sus condicionamientos y prejuicios culturales, puede salir al encuentro de otros seres humanos y construir, con ellos, un verdadero diálogo, lo que entraña construir un nuevo mundo común a todos los dialogantes”.[1] 

No sabemos si desde el principio Pérez Estévez estuvo consciente de su intención en cuanto tal, pero es innegable, para quien recorre su obra, que este ha sido el camino sistemático y coherente del que nunca se apartó. Este objetivo se fue concretando de manera cada vez más clara y madura a lo largo de su obra. Además del diálogo interior con los grandes filósofos de cada época, además del diálogo con colegas, amistades y alumnado. Porque en cumplimiento de la importancia que asignó siempre al momento de la escucha, para que se diese un verdadero logos a dos, un dia-logos, supo no solo hablar, sino también guardar silencio expectante, abrirse al otro, escuchar.   

Para dialogar es preciso, según nuestro autor, ser capaz de movernos constantemente de la posición del que habla (que es la que más cómodamente asumimos) a la posición del que escucha, y estar en constante apertura a la individualidad del otro u otra, y a su cultura. A ello debe ayudarnos la conciencia de nuestra finitud y nuestra carencia. Desde esta perspectiva, Pérez Estévez hace una fuerte crítica a la Modernidad occidental y a la religión cristiana, que se han sentido siempre en posesión de la Verdad absoluta y se han investido con la misión de transmitir a los demás esa verdad o de “convertirlos” a ella. Sabemos con pertinencia hoy en día que esa falla de la cultura occidental se encuentra también en otras culturas y religiones, pero este no es aquí nuestro tema.   

Todas estas ideas las explicita luego con más detalle al exponer los momentos del diálogo, el hablar y el escuchar, y la finalidad del mundo, dándonos numerosos ejemplos tomados de la cultura occidental, entre ellos los que muestran la incapacidad de los conquistadores para comprender a los pueblos indígenas, lo cual, como sabemos, es aplicable a cualquier tipo de conquista. En sus conclusiones a este artículo, nuestro pensador hace todo un interesante recorrido por el pensamiento occidental, desde los griegos y su concepción de la verdad como aquello que se deja ver, que se muestra y se adquiere por la visión, hasta las distintas posiciones de los medievales y la modernidad empirista, pasando, finalmente, por el rasero al mismísimo Gadamer, el padre de la hermenéutica contemporánea, otro de los pensadores por él estudiados, e incluso a Habermas y Apel, quienes, tomando el diálogo como acción comunicativa, en realidad plantean un diálogo imposible, pues: 

Los sujetos y la acción comunicativa de que hablan Ha- bermas y Apel son sujetos trascendentales y abstractos dotados de razón pura, totalmente desligados del sujeto humano histórico y concreto, de carne y hueso, que se abre a un mundo cultural específico, en una época determinada y en el que verdaderamente se en- cuentra la alteridad, la casi total alteridad. Y si la autén- tica alteridad, el otro concreto e histórico, encarnado en un ser humano que expresa en palabras su mundo particular, no entra en el diálogo y comparte su construcción, no existe posibilidad alguna de diálogo.[2]

Como ya hemos señalado hace años en el Prólogo que escribimos para su libro Religión, Moral y Política, Pérez Estévez ha defendido siempre los valores del individuo frente a lo totalizante y universal, lo cual confirma uno de los estudiosos más preclaros de su pensamiento, Pompeyo Ramis, profesor de la ULA, que en su libro Veinte filósofos venezolanos señala que ya desde su juventud tenía trazadas las constantes de su pensamiento, lo cual corrobora al elegir como tema de su tesis doctoral en la Universidad de Lovaina, “uno de los temas que requieren de mayor potencia especulativa: el concepto de materia”.[3]   

En efecto, Pérez Estévez hizo su tesis doctoral sobre “El concepto de materia al comienzo de la Escuela franciscana de París”,[4] en la cual, pone de relieve la estima que de lo individual hace la Escuela franciscana, de la cual nuestro pensador estudia particularmente dos autores, San Buenaventura y Ricardo de Mediavilla. Como señala Pompeyo Ramis: 

Pérez Estévez llega, por principio, casi a desconfiar de la razón. Y no porque la razón sea por sí misma un estorbo de la naturaleza humana —mal puede pensar así un filósofo (…) sino porque durante largas épocas la razón se ha impuesto como reina y señora de la facultad volitiva que le debería ser concomitante.[5]
   
Años después de esta tesis doctoral, nuestro autor publica otro libro sobre el mismo tema, esta vez profundizando y extendiendo más el arco de su estudio: La Materia de Avicena a la Escuela franciscana,[6] donde muestra el enfrentamiento entre el tomismo de raíz aristotélica, emergente, y la filosofía de raigambre platónico-agustiniana, cultivada y defendida por la Escuela franciscana. Al respecto, su comentarista Jorge Ayala, de la Universidad de Zaragoza, señala: 

Pérez Estévez invierte los términos: [7]vista la Escuela Franciscana desde el horizonte de la contemporaneidad, nos parece que, especialmente en Metafísica, sostenía doctrinas que van a ser la columna vertebral de la Modernidad. Sus doctrinas sobre el poder u omnipotencia divina, sobre la voluntad y libertad divinas, y humanas en la que se incluye su concepción sobre la providencia y la predestinación, sobre el individuo y la Persona humana, sobre la materia como entidad sólida con ser propio y su doctrina sobre la contingencia radical de todo lo creado que entraña la posibilidad de cambio de todo lo existente, me parece que constituyen el marco de una nueva cosmovisión que abre las puertas a la Modernidad que comenzaba a alborear.[8]   

Ayala señala además la importancia de este libro, ratificada por las buenas críticas que iba recibiendo, y por su carácter no simplemente erudito, sino práctico, que nos “hace caer en la cuenta de las repercusiones histórico-culturales que ha tenido el predominio de uno u otro concepto de materia, haciéndonos llegar hasta el que manejan en la actualidad la mecánica cuántica, la física nuclear y la astrofísica”.[9]   

Así pues, Pérez Estévez ha sido uno de esos pensadores que, como Umberto Eco, ha devuelto al tema de la filosofía de la Edad Media su tono y su importancia para comprender nuestro tiempo, mostrando toda la riqueza y variedad del pensamiento medieval, particularmente el cristiano, tantas veces menospreciado por quienes por pereza o por falta de una buena orientación, y en otros casos por la dificultad para acceder a los textos, despachan este pensamiento en unas cuantas lecturas superficiales, con las cuales justifican su rechazo y en todo caso demuestran su ignorancia.   

Pero el pensamiento de Pérez Estévez, como ya mostramos al principio, dialoga constantemente con los autores más importantes del escenario filosófico y maneja sin cesar los temas que van apareciendo en el tapete de la reflexión filosófica, generalmente puestos en ella por la fuerza de las cosas. Por eso, en dos de sus libros más conocidos, El individuo y la feminidad[10] y Religión, Moral y Política,[11] aborda una multiplicidad de autores y cuestiones. El primero de ellos recoge cuatro trabajos que nuestro pensador desarrolló durante los años setenta, tratando temas tan diversos como “El lenguaje en Merleau Ponty”, donde ya despunta el tema de lo lingüístico, que llegará a ser tan importante en su pensamiento; el concepto de pensamiento negativo en la filosofía de Herbert Marcuse; la noción de vida en Nietzsche, y, finalmente, “Feminidad y racionalidad en el pensamiento griego y medieval”, texto con el cual discutimos duramente en muchas ocasiones y que muestra la capacidad de nuestro autor para vislumbrar los problemas acuciantes de nuestro tiempo y acercarse a ellos con generosidad y con respeto por la posición del que es considerado otro(a), haciendo siempre gala de su capacidad de apertura y diálogo. Al respecto escribimos el final del artículo que le dedicamos, y en referencia a este trabajo sobre lo femenino en especial: 

… hemos de señalar que, a pesar de nuestras diferencias con el autor, que creemos son más de forma que de fondo, este trabajo, al igual que los anteriores, nos parece un valiosísimo aporte al estudio del aspecto ideológico que incide tan fundamentalmente en la “condición femenina” de subordinación y de sumisión que durante siglos ha sido, y aún es, el lote que el patriarcado ha atribuido a las mujeres.(…) En este sentido recomendamos la lectura y el análisis crítico de este texto tan especial.[12] 

En cuanto al segundo de estos libros, Religión, Moral y Política, nos correspondió, como ya señalamos, el honor de escribir su Prólogo. Ya en aquella ocasión indicamos que nos parecía ser este un punto culminante en la producción de su autor, manteniéndose en él la misma preocupación por la defensa de los valores del individuo, de lo particular, frente a todo aquello, universal y abstracto que pretende negarlo y ahogarlo en el monólogo de una palabra única. Encontramos en este libro artículos como “La Acción educativa I, II y III”; “Materia e individuo en Roger Marston”; “Medicina y Moral”; “Religión y Política en la Constitución de los Estados Unidos de América”; “Moral y Política”; también dialoga aquí con autores como Kant, Hegel o Lukacs, y mantiene su interés por el tema de lo femenino al mostrar la perspectiva hegeliana sobre este. Decimos también allí que Pérez Estévez sería uno de los representantes del pensamiento negativo, a lo marcusiano, en Iberoamérica, y destacamos la variedad y actualidad de los asuntos tratados en el libro, que van desde la liberación femenina, o la descomposición de nuestro sistema político, hasta la relación individuo-divinidad en nuestro tiempo, la ética médica, la masificación y el consumismo destructivo, la caída de los regímenes del Este y un largo etcétera.   

Y aunque ya lo señalamos al comienzo, hemos de insistir aquí en la etapa en la que al final de sus días se movió preferentemente nuestro autor, lo que podríamos llamar su etapa de interés por la hermenéutica, la cual estudia con profundo espíritu crítico, sin dejarse llevar por las modas, sino sometiendo el tema a la lupa de su reflexión y su fuerza creadora. Así, en revistas nacionales e internacionales encontramos artículos como “Hermenéutica, diálogo y alteridad”; “El diálogo como lectura en Gadamer”; “La acción comunicativa de Habermas como diálogo racional”; así como el que mencionamos al principio: “Diálogo intercultural”. No es preciso repetir que el eje organizador del pensamiento de Pérez Estévez es aquí el concepto de diálogo. Todos esos artículos, y algunos otros, dieron origen a un libro póstumo que se publicó en Brasil. La voz de Pérez Estévez resuena en estos textos; los leo como si le escuchase hablar. 

Y si para mí, y quizás para much@s que lo conocimos de cerca, Pérez Estévez nos sigue hablando con mucha fuerza en esos textos, ello quizás se debe precisamente a que lo conocimos y tenemos profundos sentimientos de amistad, admiración y respeto hacia él y su obra, pero probablemente también al hecho de que sus escritos están despojados de ese academicismo que obliga a quien investiga a expresarse de una manera forzada y estereotipada. Aún respetando las normas que impone la investigación académica, la voz de Pérez Estévez se escucha a través de sus obras, porque él supo escribir de forma vívida, traer la vida a la filosofía. Y de ese modo seguramente será percibido dentro de muchos años, o incluso ahora por quienes no lo conocieron, porque este pensador vivía la filosofía y escribía sobre lo que creía, o dialogaba para “ajustar” a su pensamiento aquello con lo que no concordaba, o incluso para corregirlo y liberar de ello a quienes lo leyesen. 

Mucho podríamos aún decir, comentando la obra de Antonio Pérez Estévez, autor pródigo y profundo, pero el tiempo no lo permite. Y así, aunque físicamente ya no esté aquí, seguirá dialogando con nosotros e interpelándonos en la medida en que, en su pensamiento, encontramos siempre una orientación bien fundada para movernos en nuestro complicado tiempo. 
_______________________________

[1] Pérez Estévez, Antonio: “Diálogo intercultural”, en Utopía y Praxis Latinoamericana, número 6, Enero-Abril de 1999. Pág. 42. 
[2] Ibíd. Pág. 52. 
[3] Ramis, Pompeyo: “Antonio Pérez Estévez: Proyecto de un neovoluntarismo”, en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Universidad Católica Cecilio Acosta, Maracaibo, 2002, página 74. 
[4] Publicado por Ediluz en 1976. 
[5] Ramis, Pompeyo: “Antonio Pérez Estévez: Proyecto de un neovoluntarismo” en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Opus Citat, pág. 74. 
[6] Pérez Estévez, Antonio: La Materia, de Avicena a la Escuela Franciscana. Ediluz, Maracaibo, 1998. 
[7] Con ello se refiere al hecho de que, en su tiempo, los tomistas parecían los innovadores, frente al supuesto carácter conservador de la tradición platónico-agustiniana representada por la escuela franciscana. 
[8] Ayala, Jorge: “Recensión a: La Materia, de Avicena a la Escuela franciscana” en: Comesaña Santalices, Gloria; Pérez Estévez, Antonio; Márquez Fernández, Álvaro, Compiladores: Signos en Rotación. Pensadores Iberoamericanos. Opus Citat, pág. 79. 
[9] Ibíd., pág. 80. 
[10] Pérez Estévez, Antonio: El individuo y la feminidad. Ediluz, Maracaibo, 1976. 
[11] Pérez Estévez, Antonio: Religión, Moral y Política. Ediluz, Maracaibo, 1991 . 
[12] Comesaña Santalices, Gloria: “El Individuo y la feminidad. Antonio Pérez Estévez”. En Revista de Filosofía. Vol.14. Centro de Estudios Filosóficos, LUZ, Maracaibo, 1992.


A partir de una evocación personal y biográfica de las raíces ibéricas de Antonio Pérez-Estévez, se expone, por una parte, la condición humana y moral del filósofo y, por la otra, el valor que éste le asigna a la libertad de pensar y expresar, como también a la de sentir, condiciones irrenunciables que Pérez Estévez defiende como las más auténticas de una vida con sagrada al saber y al diálogo.





domingo, 3 de agosto de 2025

LA MESA COMO TRINCHERA: 👪 LA COMENSALIDAD O SOBREMESA FAMILIAR, EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA

 

LA MESA COMO TRINCHERA:

EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA
PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA.
Si hay un complot para atomizar la sociedad y dejar inermes a los ciudadanos, entonces ese complot tiene que pasar sí o sí por destruir las comidas en familia y las sobremesas con amigos. Frente al ritmo vertiginoso de la vida actual, la mesa de la cocina o del comedor son trincheras contraculturales que sostienen vínculos, sanan heridas emocionales y reconstruyen el sentido de comunidad desde lo cotidiano. Lo dice la experiencia. Y también la ciencia.

NILO VIEJO 

(Revista "LA ANTORCHA" Nº 8: LA MESA)

No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa -ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida- ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia. Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares.
La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado un a de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común.

La mesa como protección

Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo confirman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales -ese gran mal de nuestros días-, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar.
Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
España ha tenido históricamente un antídoto contra ese fenómeno: la sobremesa. A diferencia de otras culturas, aquí la comida no termina cuando se recoge el plato, sino que continúa en la conversación, la risa, el debate o la confidencia. Es un rito que enseña a esperar, a escuchar y a mirar a los ojos. Y ese pequeño milagro diario ha demostrado ser, además, un factor protector frente a trastornos como la ansiedad, la depresión o los comportamientos adictivos.
"Comer en familia es un acto profundamente contracultural. Y, por tanto, profundamente cristiano"
Cómo como, cómo comemos

La antropóloga Margaret Mead decía que uno de los signos más reveladores de una civilización es cómo y con quién se come. Comer en familia es, en este sentido, un acto de civilización: nos humaniza, nos pone en relación, nos recuerda que no somos autosuficientes.
En muchas familias, además, la comida es también un espacio sagrado, iniciado con una oración y vivido como un momento de gratitud y entrega. Así lo vivieron generaciones enteras, donde el pan se partía como se partía el tiempo: para darlo. Ese espíritu de donación está en la raíz de toda mesa cristiana. No en vano, la eucaristía -centro de la vida católica- es, al fin y al cabo, una cena.
La crisis de la mesa es también una crisis espiritual. Cuando los padres comen solos en la cocina, los adolescentes cenan en su cuarto y los niños aprenden a entretenerse con la tableta mientras mastican, se rompe la cadena de transmisión. No solo de la fe, sino del idioma afectivo, de la historia familiar, de la experiencia compartida. Y sin eso, ninguna comunidad resiste.

La ciencia lo confirma: comer juntos protege

Las evidencias empíricas sobre los beneficios de las comidas familiares son abrumadoras. El Family Dinner Project, una iniciativa académica nacida en Harvard, documenta que los niños que cenan con sus padres de forma regular tienen mayor autoestima, mejor rendimiento escolar, menor probabilidad de consumir drogas o alcohol, y una relación más sana con la comida y con su cuerpo.
En España, un estudio realizado en Terrassa (Cataluña) mostró que los adolescentes que cenaban en familia tenían una menor probabilidad de experimentar inseguridad alimentaria y presentar comportamientos peligrosos o dañinos fuera del hogar. Otro estudio publicado en la revista "Nutrients" concluyó que las comidas familiares frecuentes están asociadas con una menor incidencia de trastornos alimentarios entre los adolescentes.

Comer juntos enseña más que hablar

La mesa no es solo un espacio de conversación. Es también un lugar de silencios respetuosos, gestos que hablan y ru1inas que educan. Sentarse en torno a la mesa implica asumir un ritmo común, respetar turnos, aprender a ceder y a comportarse de forma cívica. Son aprendizajes pequ eflos, pero necesarios. Como lo son también las tareas de poner la mesa, servir al otro, recoger juntos. Pequeñas liturgias domésticas que enseñan el arte de vivir en comunidad.
En este sentido, la comida conjunta es una escuela de humanidad en la era de la tecnocracia y la fascinación adolescente de la Inteligencia Artificial.
"La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo"
Un acto contracultural que reconstruye 

Recuperar las comidas en familia puede no parecer una pequeña revolución. Pero lo es. En un tiempo que glorifica la productividad la velocidad y el rendimiento individual detenerse para cocinar, servir, pone la mesa y comer en común es un acto profundamente contracultura!. Y, por tanto profundamente cristiano.
Porque una cultura sin vínculos estables, sin memoria y sin raíces no puede generar hombres fuertes, capaces de amar, venía a decir Benedicto XVI en Caritas in veritate. Y lo decía de forma expresa en Spe Salvi

"Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencia están en profunda comunión entre entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal".


La mesa es precisamente uno de los espacios donde se cultivan las raíces, se genera memoria común y se aprende el arte del amor concreto: servir, escuchar, compartir, esperar.
Las consecuencias sociales son evidentes. Allí donde se pierde la mesa común, se multiplican las patologías del alma. El aumento de los problemas de salud mental en niños y adolescentes no es ajeno a la disolución del vínculo familiar cotidiano. Tampoco lo es el auge de la polarización social, el vacío espiritual o la banalización del sufrimiento.

La sobremesa: patrimonio emocional

No existe en inglés una palabra para sobremesa. Ni en francés. Es un invento español -como el tapeo, la siesta o la tertulia- que dice más de nuestra alma que los tratados de sociología o la cocina del CIS. La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo. Cuando ya no hay platos, hay historias.
En muchas familias, es el espacio donde los hijos escuchan relatos de sus abuelos, donde se comentan las noticias, donde se debaten temas de fe o de actualidad, donde se pregunta al otro cómo está. Donde se construye un "nosotros" que no nace de la sangre, sino del encuentro.
Big Think, una plataforma que difunde investigaciones sobre  desarrollo humano, subraya que la sobremesa representa un sistema de valores: prioriza la conexión personal frente al aislamiento digital, el tiempo compartido frente a la eficiencia técnica, la escucha frente al monólogo.

Claves prácticas para restaurar la mesa familiar

Volver  a  la  mesa  requiere  intención. No ocurre solo porque se desee. Hace falta orden, renuncias, decisiones pequeñas pero firmes. Algunas claves prácticas, señala el Family Dinner Project, pueden ayudar:
  • Establecer una comida diaria común. Aunque sea solo una, que tenga horario fijo y sea prioridad. La cena suele ser la más viable.
  • Involucrar en la preparación. Que los niños ayuden a poner la mesa, que se planifique el menú en familia, que cada uno tenga una responsabilidad.
  • Eliminar distracciones. Sin televisión, sin móviles, sin pantallas. Solo personas.
  • Cultivar el arte de conversar. Hacer preguntas abiertas, evitar discusiones innecesarias, escuchar con atención.
  • Valorar la sobremesa. Aunque sea breve, que no se levante nadi e hasta compartir al menos unos minutos de charla o agradecimiento.
Una mesa que sostiene a las familias 

Porque en última instancia, la mesa no es solo un lugar donde se alimenta el cuerpo. Es, o puede ser, un santuario cotidiano donde se alimenta el alma, se refuerza la identidad y se cultiva la pertenencia. Es uno de los pocos espacios donde  todavía  se  puede  resistir al desarraigo, al individualismo, a la prisa. Donde se puede enseñar a vivir.
Tal vez por eso, como señalaba Chesterton: "el hogar sigue siendo la última fortaleza de la civilización. Y en el centro del hogar, siempre, hay una mesa.

VER+:



viernes, 29 de noviembre de 2024

LIBRO "SABOR Y SABER DE LA LENGUA" por MARÍA FERNANDA PALACIOS 💬

 
SABOR Y SABER 
DE LA LENGUA


ETIMOLÓGICA

La verdad viviente del origen 
La ínfima aventura 

Cuando nos anonada una desdicha 
Durante un segundo nos salvan 
Las aventuras ínfimas 
De la atención o de la memoria: 
El sabor de una fruta, el sabor del agua 
Esa cara que un sueño nos devuelve 
... ... ... 

Una etimología imprevista 
... ... ... 

Jorge Luis Borges 

ABRO EL DICCIONARIO ETIMOLÓGICO DE Corominas y observo el saber y sabor provienen del latín sapere: breve y luminoso descubrimiento. Sigo leyendo y asisto al despliegue luminoso de la palabra. Leo en la etimología los fragmentos de un relato fabuloso, “apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales”, diría Lezama. Los derivados, las aceptaciones, variantes de la palabra van construyendo la red hiperbólica de los sentidos: un cuerpo metafórico.

Para que esto ocurra basta que se suspenda mi actitud juiciosa de lector devorador, engullidor de conocimientos, y adopte una ociosa vigilia degustadora, entregándome a la verdadera fruición de leer. La etimología ha dejado de parecerme un trabajo sistemático— quizás porque la sistematicidad no está en la etimología sino en el deseo del etimólogo. Recuerdo que, para Borges1, uno de los “Justos” es aquel que “descubre con placer una etimología”. Deliciosa precisión: no sólo la justicia está con quien la descubre y no en la etimología misma, sino que hay que descubrirla con placer. Y es que toda la discusión filológica en el interior del artículo es impertinente y ajena a este descubrimiento de las conexiones etimológicas en sí mismas. Más que fijar, diría que las etimologías— como los mitos— celebran los orígenes de la palabra. Descubro, pues, que la palabra es sólo el aposento o la posada del sentido, su albergue transitorio y virtual. (No pienso origen como punto de cierre sino como punto de corte: un posible. El mito habla siempre en plural, habla de “los orígenes”, remitiendo a una multiplicidad dispersa, conjetural e imaginativa. Ni el mito ni la etimología me ofrecen una descripción global y totalizante; al contrario, me muestran el lugar de una dispersión, el semillero de las formas. Su verdad es plural y metafórica, nunca literal). 

El etimón ha dejado de ser un rasgo diferencial, identificador y clasificador, para convertirse en una huella. Ya no es la marca de una presencia sino el cabo suelto de una red infinita y posible (el equívoco). Ahora comprendo mejor aquella frase que hablaba de “los gérmenes creadores de la lengua”: el grano, antes de caer y germinar en algún lado (la frase que pronuncia un determinado individuo), debe primero haber sido dispersado a los cuatro vientos. Es decir, los gérmenes de los sentidos no están cosidos (ni cocidos) solidariamente, no forman un conjunto unitario, suficiente en sí mismo. Por lo tanto, las relaciones de analogía, los parecidos entre una acepción y otra, entre un derivado y otro, sólo explican una parte del juego infinito de posibles. Visto de este modo, toda estructura es insuficiente y toda regla una ilusión. 

La etimología no sólo me ofrece relaciones de presencia sino también la posibilidad de imaginar cortes imprevistos e involuntarios que no se dan por las transformaciones o modificaciones “naturales” (históricas) del vocablo, sino por salto o mutación imaginativa (el “ingenio”, la “inspiración”) en quien lo dice: es el súbito lezamesco de la imagen (su absurdo) y su disparate goyesco, o la agudeza o el “sueño” barrocos. La era imaginaria de la palabra (no su historia) puede surgir de la ínfima aventura que proporciona una lectura etimológica placentera. (La lectura placentera se diferencia de la otra— seria, compulsiva, yoica— en que decide jugar. Juega con los límites de lo que lee. Si leo con placer no leo de modo uniforme, no “consumo” lo que leo sino que me conecto con ello: interrogo, interrumpo, extiendo o respondo a las solicitaciones imprevistas, no del texto sino de mi lectura).

La “ínfima aventura” a que me invita la etimología no es la clásica aventura del conocimiento. (Llamo “clásica aventura del conocimiento” a todas aquellas que, a partir (grosso modo) del Renacimiento, la cultura occidental ha tenido por tales: empresas intelectuales que comienzan por separar y distanciar al sujeto del objeto de estudio, aquellas donde el sujeto que las hace no se considera parte involucrada o afectada. Diferencio entre conocer (actividad intelectual, mental) y comprender (quedar prendido, contener, incluir algo en sí) o reconocer. Cuando conozco, no sé qué me ocurre, me apropio de mundo por digestión y asimilación. Si digo que alguien es un conocido, estoy diciendo que tengo “trato” con él y no amistad. 

La lectura placentera sería lectura amistosa, reconocimiento, comprensión de lo que leo y no sólo conocimiento. Y es que la etimología tiene mucho de auténtica aventura: la causa nunca es una sola y la meta existe como fantasía. No leo la etimología para confirmar o discutir su verdad o justicia sino para creer en ella, para imaginarla (poblarla de imágenes), para rehacer su historia (deshacerla), no fuera (en la historia de la lengua) sino en mí (en la “era imaginaria” de mi lengua). Dejo a un lado la pretensión genética y me quedo con la fábula etimológica. 

Desecho sus supuestos de verdad para quedarme con el espesor ficticio del sentido: la palabra como cultivo (y cultura) de una sobrenaturaleza. Sobrenaturaleza: Si la naturaleza nos es inalcanzable (Pascal), agrega Lezama, la literatura es sobrenaturaleza: no una visión o representación de la realidad sino su creación (“súbita”) sustituta, mediante una “vivencia oblicua” de lo real: Nosotros tenemos que alcanzar por la imagen la sobrenaturaleza, que es la nueva cara del mito.2 Es así como la etimología me conduce al contacto con la dimensión menos inteligente (más siguiente, otra inteligencia) y más analfabeta (menos letrada aunque sí más poética) de la palabra, una dimensión que se parece muchísimo a lo que Barthes llamó significancia, a lo que quizá Lacan entendió por efectos del significante, una dimensión del lenguaje que desborda o cae fuera de lo verbal. 

“El significante— dice Barthes— es rara cosa, figura como por venir”.3 La etimología puede entonces prestigiar o sacralizar nuevamente el origen de las palabras, convertir su origen en una extensión sagrada. (Aquí debo advertir que no considero un pecado de lesa modernidad, ni un escándalo para la libertad, instaurar espacios sagrados en medio del diario vivir. En efecto, esos espacios siguen ahí, lo que pasa es que ya ni cuenta nos damos. Cada vez que secularizamos un aspecto del vivir con pretensiones científicas o revolucionarias, ideológicas o pragmáticas, perdemos lo que eso tenía de vínculo y de revelación inconmensurable, es decir, perdemos misterio y su cifra).

El pensamiento moderno, al secularizar la cuestión del origen, redujo la etimología a una verdad monolítica y, por lo tanto, a una prescindible cuestión de historia de la palabra. Es decir, algo que no nos afecta en lo más mínimo. Por eso hoy nos cuesta tanto ver la relación entre la palabra y la fantasía; es decir, hemos perdido la imaginación filológica y etimológica, a costa quizás de haber ganado precisión histórica. La mayoría piensa que la imaginación no pasa por la lengua (que es sólo cosa mentale). Y esto, cuando se trata de pensar la literatura, desemboca en la creencia de que el escritor “imagina” las cosas para luego ponerlas en palabras. Si la lengua no pasa ya por la imaginación del lector (o le cuesta muchísimo —y en esto radica gran parte del drama de la cultura moderna), 

La lectura apreciará sólo una parte (las ideas, los contenidos, las estructuras) y perderá todo el sabor de la literatura (el uso, el trato peculiar “caricioso”, la forma acuerpada, los relieves y matices), todo lo que en ella es trabajo (amoroso trabajo) con el origen viviente de las palabras (no con su costumbre). Y es que en nuestra relación cotidiana con la lengua tiende a hacerse cada vez más servil (pensar que ya todo está dicho o prescrito en los códigos) y más dictatorial: la ilusión del “patrón” (el amo/ el molde) que dice: “yo manejo el idioma, y la lingüística, o la semiótica, es el instrumento de que mi mente ha inventado para explicarlo”. Ya no jugamos ni comerciamos con la lengua porque nos basta (y nos sobra) con el reino monolítico y la desacralizado de la comunicación, la información o la lógica. 

Al universalizar los signos hemos desangrado su cuerpo (el significado termina siempre por borrar la fragilidad de esa figura por venir— el significante). Repito entonces con Derrida: “… el retórico accede a la verdad objetiva, denuncia el error, trata las pasiones, pero por haber perdido la verdad viviente del origen”.4 Regresemos a la ínfima aventura y sigamos leyendo el poema de Borges: nos dice que debemos recurrir a la atención y a la memoria para llevarla cabo. Esta es una aventura para la que no necesito destrezas ni informaciones previas. Si, como dice el poema, lo que quiero es salvarme durante un segundo de la dicha anonada, tendré que recurrir a esas dos fuentes; sólo por su intermedio podré reconocer el sabor de una fruta, el sabor del agua, o el placer de una etimología imprevista.

(He dicho “atención” y pienso en la atención que pedía Rilke: no distraer ni ocupar mi mente con juicios, recuerdos o asociaciones. La atención es una escucha, no al sentido inmediato y codificado de la palabra sino a su juego con otras dimensiones, el paso de lo visto a lo ausente. Una escucha que es “entre-oído”, una visión que es “entrevisión”. La escucha va del cuerpo sensible de la palabra a sus refracciones y caídas en mi imaginación. Evito por lo tanto atenerme demasiado al sentido lato y al sentido simbólico. Pospongo todo lo que pueda entorpecer u obstruir mi atención hacia el cuerpo de la palabra (su ficción); debo por lo tanto desatar esa palabra de lo exclusivamente verbal (sus articulaciones lógicas o ideológicas). 

La palabra así “desatada” empieza a sugerirme (no ya a decirme) un saber que no llega a explicitarse nunca, un saber que no consigo traducir en información, no es un “conocimiento” sino reconocimiento. Dudo en calificar este saber ya qué, aun sintiéndolo (me afecta, puedo palparlo o gozarlo), no consigo interpretarlo. Es algo que saboreo directamente sin necesidad de intelectualizarlo. Barthes se ocupó de este asunto y lo llamó “sentido obtuso”. He dicho Memoria, pero no hablo aquí de la memoria caletera y repetitiva; no me refiero a un depósito de hechos o de cosas, sino más bien a su configuración imaginativa en un espacio y un orden ideal. No son de los contenidos sino relaciones cristalizadas. 

No es una memoria de la realidad sino una intensificación y una iluminación de lo real. Cuando leo recurriendo a esta memoria (aliada de la atención), las palabras se insertan en ella, no por lo que significan sino por su naturaleza relacionable: la “hipérbole de lo posible”. Resulta, pues, que esta aventura ínfima me ha hecho tropezar con todo aquello que usualmente parece sobrar en las palabras: su parte trivial ha sido reivindicada, atiendo sus caprichos, disparates y absurdos. Hablo de “sobras” no verbales porque me refiero a lo verbal sólo como tablero de ese juego infinito de equívocos y deslizamientos que, forzosamente, están más acá de lo verbal. 

Estas sobras constituyen el cuerpo de la lengua, su “verdad viviente”, su “aventura ínfima”. Este cuerpo sabe, es decir, tiene sabor y saber. La pregunta ahora sería: ¿de qué saber se trata? La diferencia radical de este saber con respecto al que proviene de la perspectiva logocéntrica es que proscribe (¿parece proscribir?) cualquier metalenguaje. Es decir, ¿cómo hablo de esas sobras? Quizás debo crear (inventar) un espacio (un extretexto) que las acoja. Tendría que renunciar a ser su amo o patrón, no hablar “de” ellas sino crearles un cuerpo “entrometido” que desate sus posibles. Intuyo que estas preocupaciones pueden conducirme a una cierta erótica de la palabra. 

No hablo de la presencia de temas eróticos ni del tratamiento de lo erótico en un texto, sino de la manera como entra Eros (el Dios) en el dominio. Del habla y del saber. He dicho Eros, y no el amor en general, porque conviene introducir una diferenciación en la vasta gama de lo amoroso y del amplísimo espectro del deseo. A Eros no le compete el amor al prójimo, ni el amor filial, ni el amor a la patria, sino el amor ciego (el amor- pasión). Regreso al Corominas y leo la siguiente etimología: 

“SABER del latín sapere: ‘tener tal o cual sabor’, ‘ejercer el sentido del gusto, tener gusto’, ‘tener inteligencia, ser entendido’”. Y recuerdo una discreta y sutil observación del profesor Ángel Rosenblat, donde se nos dice que “en muchas ocasiones el criterio decisivo no será el tajante de corrección o incorreción, sino el más delicado, flexible e imponderable del buen gusto o el mal gusto. Esto del gusto es en última instancia el tribunal supremo”.

En efecto, si leemos con deleite estas Buenas y malas palabras, es por el modo como ese “sensible tribunal” nos va ofreciendo paso a paso el gusto bueno o malo de las palabras, y así deleitándonos, nos alimenta, nos procura un saber sazonado (no meramente conceptual o formal). El entendido, como dice la etimología, es, ni más ni menos, un catador; el que sabe porque las cosas le saben— como al profesor Rosenblat. “¡Elicia, cátale aquí!”,6 gritaba Celestina en el sabroso español de los mesones, donde “mirar” (el más intelectual de los sentidos, el más inteligente y distante) era también catar (probar a qué sabe). 

Para entender hay que probar esa “delicada”, “flexible” e “imponderable” aventura del gusto. Un saber que se “prueba” que se gusta y degusta con el doble instrumento del cuerpo y la imaginación (Eros, dicen los antiguos, afectaba por igual al cuerpo y al alma). ¡Maravilla la del origen viviente de las palabras! En un comienzo (…érase una vez para saber que era el sabor…), “sabiduría” no estaba asociada forzosa y exclusivamente al esfuerzo intelectual, no era sinónimo de poder o dominio exterior de las cosas. 

Sabiduría, saber, eran tan sólo un discreto “entender algo” y ese entender estaba unido al gusto de las cosas, es decir, a sus virtudes más sensuales y efímeras. Más adelante, Corominas subraya cómo el sentido figurado de “saber”, en la acepción de “entender” o “tener juicio”, se extendió y terminó por imponerse, pero agrega que en Italia y en Iberia “conservó también el sentido etimológico de ‘tener un sabor’: ‘saber el manjar, tener el sabor el manjar’”. Podemos, pues, gustar de ese saber en el manjar por el sabor que tiene. 

El saber del sabor será, si no contrario (no quiero hablar de opuestos, sino de otro orden de las cosas), al menos sí distinto al saber de la sola identificación. El sabor no es lo que alimenta sino su gusto, lo que lo hace deseable. Por lo tanto, el saber no es uniforme ni permanente ya que depende, en última instancia, de quien lo prueba. Se trata de un saber acuerpado de la palabra, pero “suelto” con respecto al pensamiento. No lo sostiene ninguna realidad, porque su realidad es metafórica, “una parcela de batiente fascinación”, como ha dicho Lezama, ya que crea, cada vez, un orden de ser nuevo. 

Es así como la sabiduría etimológica que nos viene del sabor, es decir, la que tiene un fundamento muy poco intelectual, nos llevará por el camino de sus acepciones y derivados hasta “sabrosura”, que es “lo que tiene de suyo —el sabrosón” (¿No habló Santa Teresa de la sabrosura de Dios?). Sigo, y la etimología me dice que ya en el Poema del Cid y en otros textos arcaicos aparece el vocablo “sabio” con la acepción de “ganas, deseo”; tener sabor de algo era entonces tener ganas (ahora saboreamos mejor a Teresa en sus ganas o deseos de Dios). El sabor será lo que puede conducirnos por los vericuetos seductores y enceguecedores de Eros en la lengua, la lengua traviesa, la lengua deseante, apetente y apetitosa: esos atajos del gusto que, bueno o malo (Eros era según Safo el “amargo dulce”7), sigue siendo el “tribunal supremo”.

EL CUERPO DE LA LENGUA

La sustancia adherente

La voz Hay dos alfabetos: cada letra tiene otra que nunca escribimos. 
GUILLERMO SUCRE

Existe en el fondo de la escritura una circunstancia extraña del lenguaje, 
como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje. 
Esa mirada puede ser una pasión del lenguaje. 
ROLAND BARTHES

Cuando me refiero al sabor y saber de las palabras, prefiero decir “lengua” y no “lenguaje”. La lengua, para mí, es una palabra que tiene gusto, sabe a cuerpo, mientras que “lenguaje” no. El uso que se ha generalizado para el vocablo “lenguaje”, su utilización indiscriminada para las más distintas ciencias, seudociencias y tecnologías ha terminado por volvérmelo insípido. Como se ve, no intento definir estos términos ni parto de la oposición saussuriana entre la lengua y habla, sino que me limito a indicar cómo percibo cotidianamente la diferencia. Si digo lenguaje, tiendo a referirme, principalmente, al empleo de una determinada lengua para la función comunicativa; mientras que con la palabra lengua aludo, sobre todo, al conjunto o “tesoro” de signos que utiliza una comunidad. También, cuando digo lengua, oscuramente aludo al órgano que la articula, dándole así una figura sensible y nos menos fantasmática.

(El diccionario nos dice que la lengua sirve para comer y pronunciar. ¿No es el pronunciar otra forma de alimentarnos, de alimentar el deseo que parece ser nuestra forma de apetito más constante?).

Cuando hablo de la lengua, me gusta la confusión que se origina en español (en francés y en italiano también) entre el órgano y el conjunto de signos: esa feliz coincidencia me permite considerar la lengua como cuerpo. (Actualmente cuerpo es una palabra de moda, así como la palabra “discurso” y la palabra “deseo”, y esto indica que está perdiendo sazón, que está casi a medio camino entre la categoría y la banalidad. Entonces, si insisto en decir “cuerpo”, tendré que empezar por sazonarlo). No me refiero solamente al corpus del lenguaje o de la lengua; tampoco me refiero a sus aspectos meramente sensibles (fonéticos, sonoros); entiendo por cuerpo algo más (o menos)que una Physis. 

No es el organismo, sino más bien el cuerpo como límite de lo psíquico. No el cuerpo imaginario sino el cuerpo que se sabe imagen, cuerpo deseante, el cuerpo abandonado a su lejanía (la imagen) y devuelto a su presencia. Quizá podría intercambiarlo por “pasión”: pasión de la lengua. Pero si digo pasión podría pensarse en una persona apasionada y yo quiero situar la pasión de la lengua misma. La lengua como pasión o forma de la pasión. Esta pasión de la lengua es la que parece en el cuerpo sazonado de la lengua; es la pasión que nutre la lengua de los místicos, la de los viajeros y cronistas, la de los enamorados, los pícaros y los poetas. Una pasión nunca es la misma y por lo tanto nos obligaría a diferenciar en cada caso. 

Cuando hablo del cuerpo de la lengua, me alejo forzosamente de cierta actitud prepotente, prometeica, hacia el conocimiento y que ha hecho su aparición a medida que se ha impuesto vivir secularizado y racionalista al extremo; me alejo forzosamente del logocentrismo típico de la cultura moderna. Me intereso más bien por lo que pueden movilizar otras divinidades (Eros, Hermes, Dionisio), donde es forzoso atender la relación entre el saber y el cuerpo, explorando cómo el juego, el amor y la muerte forman parte del saber. De ese modo entro en una relación más lúdica y placentera con la lengua, pero, por otra parte esta relación se hace más desgarrada. El cuerpo de la lengua sería su parte no domesticada (inmanejable) por el significado, su parte oscura (inconsciente), el lado por donde la palabra se topa con la muerte. 

El cuerpo de la lengua nos construye frases, no tiene “sintaxis”. El cuerpo de la lengua se muestra por “recortes”, en el sentido taurino de término: son “suertes hechas con el cuerpo”, recortes de pensamiento donde lo pensado encarna. El cuerpo de la lengua es lengua del corazón son los pases del sentimiento, los que se hacen poniendo y exponiendo el cuerpo, pases donde el sentimiento, buena o malamente, queda enganchado. “Sólo he conocido la libertad por instantes cuando me volvía de repente cuerpo”, dice un texto de Rafael Cadenas.8 El cuerpo de la lengua es como la voz: “ lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz de su autor, esa voz que llega a nosotros”.9 

La voz porque es lo más efímero, lo más seductor, lo más ficticio, lo menos significativo de un mensaje. Esa voz del autor que llega a nosotras nunca es abstracción; tampoco se trata del componente acústico; no es el sonido sino su repercusión imaginativa. Por lo tanto, la voz (esta voz) no puede ser formalizada o conceptualizada. En esta voz no percibo la puntuación gramatical sino la otra, irregular, de su escucha (su pulso); la puntuación que no viene dictada por las reglas sino por la emoción. El verdadero tempo de una frase. Puntuación no de signos de puntuación sino de pausas inesperadas, balbuceos, énfasis, disminuciones. Y la relación que mantenemos con un autor depende, en última instancia, de esa voz. 

Es una relación sujeta a la escucha (atenta, memoriosa, imaginativa) de los efectos de esa voz en nosotros: En realidad, cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. La obra no es más que una especie de instrumento óptico que el escritor ofrece al lector en fin de permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera visto quizá en sí mismo. El reconocimiento que el lector hace de sí mismo a partir de lo que el libro dice, es la prueba de la verdad de éste. PROUST Porque el verdadero diálogo no consiste tanto en entender lo que otro dice sino de atenderlo (hacerle sitio). No importa lo que las palabras expresan sino lo que movilizan, lo que desatan. 

Si siento que autores como Proust, Dostoievski, Mann o Quevedo invaden mi vida, no es tanto por las aventuras que relatan, o por las ideas que expresan, sino por esa voz que supo abrirse camino hacia mí. La voz tiene una intensidad que escapa al lingüista y defraudada estilista. Para detectar esa voz no tengo que mirar escrutadoramente el texto sino escuchar cómo resuena en mí, debo exponerme en ella.

ǀEl cuerpo de la lengua (la lengua del corazón) es la que patentiza de manera radical el cante flamenco, el cante más puro. Basta que nos preguntemos por qué conmueve el cante más allá de la letra. En el cante lo que importa es la voz, pero la voz del cante jondo no tiene que ver con la voz educada y triunfal del cantante “clásico”. El buen cantaor no necesita voz sino “hondura”. En el cante se invierte totalmente la proporción habitual entre canto y emoción. No es cantar emociones. Lo que canta es la emoción. La desigualdad desastrosa y magnífica de la ejecución es lo principal: la queja, los desgarres melódicos, los balbuceos melismáticos, los cortes y pellizcos, van recubriendo (descubriendo) hasta tal punto la significación que termina por crear un sobre-lenguaje que ya no es música sino solamente un tempo: un ritmo del alma.] 

Cuando la palabra se quiebra, se interrumpe, se trastorna, aparece el alma, el ángel de las palabras. Como en los aforismos, que huyen del pensamiento discursivo y conceptual, para instaurar la emoción en el pensamiento, el sentir en lugar de la eficacia expresiva. Pero el cuerpo de la lengua no está sólo en el cante o en los aforismos. Bastará con leer o escuchar apuntando al cuerpo, bastará con introducir otra escansión, otra velocidad de lectura, porque, como dice Jean Claude Milner: 

“Desde cualquier ángulo que se la considere, la lengua es otra que ella misma, incesantemente heerotópica”.10 

Resumiendo, digo que el cuerpo de la lengua no es su corpus, que no puede integrarse o resumirse en una abstracción, que no forma un sistema porque no es totalizable. El cuerpo de la lengua sólo existe actualizado en la expresión individualizada. Me refiero a lo que Lacan bautizó como “las la-lenguas”, indicando con esto la unidad que nunca consigue ser un todo. “Esa lengua, usualmente llamada materna —explica Milner—, puede siempre ser tomada por un aspecto que le impida hacer número junto con otras lenguas”.11 En otra parte señala: 

“Es siempre posible— sin apartase de la experiencia inmediata— hacer valer en toda locución una dimensión de no identidad…”12 Adiós entonces a toda pretensión universalista y generalizadora. Adiós a la construcción de modelos, de formas invariantes, adiós a todas las ambiciones lingüísticas y semiológicas, a toda aspiración científica. El cuerpo de la lengua no es recuperable por ni para la ciencia; al menos no para lo que Occidente ha convenido oficialmente en considerar “ciencia”.

Esa dimensión de no identidad a que alude Lacan sería la que recoge todo el saber saborearle de la lengua, su rostro corporal, pasional. 
¿Qué aspectos del signo caerían dentro de esta dimensión? Pues creo que todo lo que corresponde al juego del significante (sus fisuras y contrafiguras, no la polisemia del vocablo, sino la fractura en la significación… o su huida), todo lo que se sale del dominio del significado y su fijeza. Ya en El grado cero de la escritura, Barthes habló de cómo “la unidad de la lengua está sin cesar fascinada por zonas de infra o ultra lenguaje”, aludiendo así, oscuramente, a esa zona a la que después dedicó sus últimos trabajos. 

Esa zona es la parte impensable del pensamiento ya que carece de un garante imaginario que la maneje (un personaje o personalidad, un amo que pretenda dominarla o interpretarla). Por el contrario, en esa zona la palabra que se enuncia es la del actor que somos; allí hablan las máscaras, mejor dicho, habla la profundidad de la máscara, eso que no tiene dueño ni “mango” por dónde agarrarlo. El ingenio de la lengua y no su juicio; el nosense, el entrelíneas y el entredientes de toda comunicación (tachaduras, omisiones, tartamudeos, enmiendas, estornudos). Todo cuanto en la lengua “hace figura” más allá de los límites razonables, racionales y necesarios de la comunicación. Todo su “posible”: no la lengua de lo imposible sino la lengua de lo posible (lo deseado): su gracia y su desgracia. Es decir, todo lo que da gusto y sustancia equívoca, resbalosa que los lenguajes con pretensiones de eficacia y univocidad censuran, desechan o reprimen y que, por el contrario, la literatura acoge, cultiva y reconoce. 

El cuerpo de la lengua es como esa “sustancia adherente” (Lezama), llena de asombros, de formas luminosas pero de oscura memoria, en que nos sumerge la poesía, un “improbable cuerpo intocable”, que emerge “lentísimo como la vida al sueño, como del sueño13 a la vida, blanquísimo”, y que ha hecho al profesor Rosenblat: “son los escritores y los poetas los amos de la lengua”14. Los verdaderos amos, que no dominan sino que juegan. Porque sólo el que juega con la lengua llega a poseerla. El escritor, como amo, ama la lengua, pero lo que ama no es la lengua abstracta sino la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua, la sustancia adherente, inseparable ya de sí mismo, por donde se deslizan sus máscaras y sus desvelos. (Juan Goytisolo dijo una vez: 

Lo único que me sigue uniendo visceralmente a España es mi instrumento de trabajo, la lengua. En cierto modo podría decir que mi única patria es ésta.15 Don Julián, Juan sin tierra, mudan de piel, de identidad, de nacionalidad, de voz, pero todo ello gracias única y exclusivamente a ese vínculo “visceral”. Para Goytisolo, la lengua ya no es algo meramente “instrumental” sino la sustancia adherente que le permite esa deriva imaginaria donde se multiplica, se dispersa y se precipita). De modo que por el cuerpo de la lengua llegamos a la trastienda de la identidad, sin pasar por la entrada principal. Por ahí se desangra toda ilusión del yo y su unidad. Nada de sorprendente tiene que sea el cuerpo de la lengua, la oscura lengua del corazón, la que sirve a Goytisolo en su empresa radical de pasión y traición consigo mismo. 

En Juan sin tierra el responsable del discurso no es el cogito, ni la razón, ni la Revolución, ni la historia, ni siquiera el propio fantasma, sino un saco (un “oscuro objeto”) donde la identidad se ha vuelto tan intratable e inconmensurable como lo es el cuerpo de su lengua. “No hay monólogo interior o exterior que valga”, dice Bergamín, y agrega: “o sea, que el verdadero dialogo, como la caridad verdadera, empieza por uno mismo: porque uno mismo es dos”16…, a lo que podemos agregar el refrán: jamais, deus sans trois. No hablamos solos ni con otro; de por medio siempre hay un intruso: la lengua; no la de los lingüistas sino el cuerpo de la lengua, el “oscuro objeto”, el azogue indispensable sin el cual no habría espejos.

LA LENGUA DEL CORAZÓN

El Ocio, el juego, la fruición 
Un idioma es una tradición, 
un modo de sentir la realidad, 
no un arbitrario repertorio de símbolos. 
JORGE LUIS BORGES

Jamás vida sin juego ni juego sin vida. 
ANGEL ROSENBLAT

LA VIDA MODERNA tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos y significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas e intelectuales. 

Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua. La imaginación ha quedado relegada la jardín de la infancia, alas clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin fisuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tato en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización: 

se privilegia de lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, estas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabuladora de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella. Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión. 

Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”.17 Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o una clase en la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimientos derrocha, menos sabe. 

En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asomo y sin error. Cierta tendencia a considerar la cultura como un asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel de la cultura de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertece más bien a otra cultura). 
Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”.18

Ahora entiendo por qué la filología, siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeniza, la que se afecta y se empobrece. la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado.

LEZAMA LIMA

Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la visa”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en manos de un especialista. Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio. 

La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado. Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse. 

Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos; tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras. En el Persiles aparece la siguiente observación:  “El alma ha de estar, dijo Periandro, con el un pie en los labios y el otro en la boca”. 

El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orgullo o su vado: por la lengua corre el alma. ¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo púnico que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista. 

Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o el etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de la etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar iniciativas a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la fábula abriéndole paso al sentir, todo lo que rebasa la significación. 

No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio. Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser un “trabajo el lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el know how). Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponder más bien al ocio, al juego, al placer. 

Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua está aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basada exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego de la fruición. No se trata, pues una experimentación “en frío”; todo trabajo con el sabor que se hace sobre el fogón. 

La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará solo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote; pero agrega: “juego es también insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”. No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o al buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería llamarse una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee. 

Sabemos que lo importante en la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia. Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar el lenguaje con una desazón, con falta de gusto. Ella han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece que sólo desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y su añoranza.

EXCURSUS

Traducir sabores

El sentido se produce por la traducción 
de un sentido a otro. 
 LACAN

Cada uno saborea las frases a la manera de sus labios, 
o al menos, necesita que el tiempo 
se vuelva sensación en la boza. 
LEZAMA LIMA

REGRESO a la etimología y encuentro que traducir y seducir proviene de “aducir” (del latín aducere, ‘conducir a alguna parte’). Entonces, quien traduce seduce, quien traduce (seduce) conduce (sin saberlo, sin saber a dónde). Esta digresión me recuerda que detrás de cada verdadera traducción hay un asombro. Si pierdo asombro y perplejidad hacia la lengua, hacia los vocablos y las frases, ya no hay traducción sino calco. La traducción mecánica de quien dice conocer su oficio y “manejar” las lenguas, achatará sin compasión las diferencias para ofrecernos un texto sin relieve y sin gusto. La verdadera traducción implica entonces una seducción: nace de una fascinación, un fascinarse en lo ajeno, en otro, en la lengua (el cuerpo de la lengua) de otro. El encantamiento, la seducción, implican un pensamiento asediado por el amor del cuento y de la poesía…19.

Hoy parece que sobran los copistas, los calcos y faltan los verdaderos traductores. Se traducen las palabras, no sus sabores: las noticias internacionales, los discursos de las distintas disciplinas, los ensayos y la creación literaria, todo, nos llega a través de traducciones mecánicas, desabrida, irreflexivas. Todo circula como pensamiento sin cuerpo. Hoy los verdaderos traductores son raros, son pocos y olvidados.

________________________________

1 Borges, “Los Justos”, en La cifra, Madrid: Alianza, 1981
2 José Lezama Lima, Esferaimagen, Barcelona: Tusquets, 1979, p.17.
3 Raland Barthes, “El tercer sentido”, Por dónde comenzar, Barcelona: Tusquets, 1974, p.143.
4 Jacques Derrida, De la gramatología, Buenos Aires: Siglo XXI, 1971, p.349.
5 Angel Rosenblat, Buenas y malas palabras, i, Madrid: Edime, 1974, p. 14.
6 F de Rojas, La Celestina, Acto I. (Ed. D. Severin. Madrid: Alianza, 1976, p.56).
7 The Oxford Classical Dictionary, Oxford University Press, 1970
8 Rafael Cadenas. De “Zonas”, en Memorial, Caracas: Monte Ávila, 1977, p.59.
9 J.L. Borges. Borges oral, México: Nueva Imagen, 1980, p.24.
10 Jean Claude Milner. El amor por la lengua, México: Nueva Imagen, 1980, p.24.
11 Ibídem, Ob, cit, p.19
12 Milner, Ob, cit, p.19
13 José Lezama Lima, “La sustancia adherente” (de La Fijeza), El reino de la imagen, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p.32.
14 Angel Rosenblat, Ob, cit., p.12.
15 Juan Goystisolo, Disidencias, Barcelona: Seix Barral, 1978, p. 305.
16 José Bergamín, Al fin y al cabo, Madrid: Alianza, 1981, p.239.
17 James Hillman, Revisioning Phychology, New York: Harper & Row, 1977.
18 José Lezama Lima, “Torpezas contra la letra”, Tratados en la Habna, Santiago de Chile: Orbe, 1970, p.40.
19 Adelkebir Khatibi, De la mille et troisième nuit, Rabat: Editions marocaines et internationales, 1980, p.3.

La Anécdota de Jacques Derrida y la palabra que nunca termina

«La  lengua  del  corazón»,  
El ocio, el fuego, la fruición
Un idioma es una tradición, un modo de sentir
la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.
Jorge Luis Borges

Jamás vida sin juego ni juego sin vida.
Ángel Rosenblat

La vida moderna tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos, en los significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales. Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua.

La imaginación ha quedado reglada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin figuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tanto en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización: se privilegia lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, éstas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabulosa de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella.

Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión. Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”[1].

Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver la televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o a una clase de la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimiento derrocha, menos sabe. En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asombro y sin error.

Cierta tendencia a considerar la cultura como asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel cultural de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertenece más bien a otra cultura). Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”[2].

Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeiniza, la que se afecta y se empobrece: “la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado”. (Lezama Lima).

Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la vida”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en mano de un especialista.

Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio.

La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado.

Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse. Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos: tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras.

En el Persiles aparece la siguiente observación: “El alma ha de estar, dijo Periandro, con un pie en los labios y el otro en la boca”. El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orilla o su vado: por la lengua corre el alma.

¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo único que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista. Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o del etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de una etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar la iniciativa a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra a esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la que fabula abriéndole paso al sentir, a todo lo que rebasa la significación. No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio.

Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser “trabajo de lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay que confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el Know how).

Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponde más bien al ocio, al juego, al placer. Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua están aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basadas exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor se impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego la fruición.

No se trata, pues, de una experimentación “en frío”; todo el trabajo con el sabor se hace sobre el fogón. La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará sólo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote, pero agrega: “juego es también vida insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”.

No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería hablarse de una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien la lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee. Sabemos que lo importante de la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “producción” para referirse a la creación literarias. Hoy se prefiere “producción” porque suena más moderno, más “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia.

Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar al lenguaje con una desazón, con una falta de gusto. Ellas han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece sólo que desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. ¿Acaso no nos volvemos “como locos” leyendo tanta literatura de vanguardia? La imaginación sin memoria no hace imágenes, sino locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y añoranza.

Palacios, María Fernanda. 
Sabor y saber de la lengua. Caracas: 
Otero Ediciones, 2004.
___________________________

[1] James Hillman, Revisioning Psychology, New York: Harper y Row, 1977.
[2] José Lezama Lima, “Torpezas con la letra”, Tratados en La Habana. Santiago de Chile: Orbe, 1970, p. 40.


Sabor y saber de la lengua ... by Saúl Figueredo