EL Rincón de Yanka: HIJOS

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domingo, 3 de agosto de 2025

LA MESA COMO TRINCHERA: 👪 LA COMENSALIDAD O SOBREMESA FAMILIAR, EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA

 

LA MESA COMO TRINCHERA:

EL ARTE PERDIDO DE COMER EN FAMILIA
PARA COMBATIR EL INDIVIDUALISMO EGOTISTA.
Si hay un complot para atomizar la sociedad y dejar inermes a los ciudadanos, entonces ese complot tiene que pasar sí o sí por destruir las comidas en familia y las sobremesas con amigos. Frente al ritmo vertiginoso de la vida actual, la mesa de la cocina o del comedor son trincheras contraculturales que sostienen vínculos, sanan heridas emocionales y reconstruyen el sentido de comunidad desde lo cotidiano. Lo dice la experiencia. Y también la ciencia.

NILO VIEJO 

(Revista "LA ANTORCHA" Nº 8: LA MESA)

No es casual que en el castellano antiguo, hogar y cocina fuesen sinónimos. La mesa -ese altar cotidiano donde se cruzan miradas, se comparten historias y se transmite la vida- ha sido durante siglos el corazón palpitante de la familia. Y España ha dado al mundo un nombre propio para ese espacio en el que la comida se digiere mejor, porque lo nutritivo son los lazos que se construyen en torno a ella: la sobremesa. Un tiempo suspendido, ajeno al reloj, en el que tanto los comentarios como los silencios saben a complicidad, y las palabras tejen pertenencia. Hoy, sin embargo, ese reloj se ha roto en demasiados hogares.
La cultura de la prisa, los horarios fragmentados, la omnipresencia de pantallas y la crisis de sentido han desplazado las comidas familiares al terreno de lo ocasional. Ya no cocinamos juntos ni conversamos con lentitud. Se come de pie, se cena viendo una serie o se pica algo sin mirar a nadie. Y sin darnos cuenta, en ese proceso hemos perdido algo más que un hábito: hemos extraviado un a de las columnas invisibles que sostenía nuestra salud emocional y nuestra vida en común.

La mesa como protección

Puede parecer una exageración, pero las investigaciones más recientes lo confirman: comer juntos no es solo una costumbre entrañable, es una herramienta con la capacidad de prevenir enfermedades mentales -ese gran mal de nuestros días-, proteger la infancia y reconstruir el maltratado tejido familiar.
Un estudio de la Universidad de Oxford demuestra que quienes comen en compañía con frecuencia se sienten más felices, conectados y satisfechos con su vida. El dato, lejos de ser trivial, apunta a una de las raíces del malestar contemporáneo: el aislamiento afectivo y la soledad encubierta, incluso dentro de la familia.
España ha tenido históricamente un antídoto contra ese fenómeno: la sobremesa. A diferencia de otras culturas, aquí la comida no termina cuando se recoge el plato, sino que continúa en la conversación, la risa, el debate o la confidencia. Es un rito que enseña a esperar, a escuchar y a mirar a los ojos. Y ese pequeño milagro diario ha demostrado ser, además, un factor protector frente a trastornos como la ansiedad, la depresión o los comportamientos adictivos.
"Comer en familia es un acto profundamente contracultural. Y, por tanto, profundamente cristiano"
Cómo como, cómo comemos

La antropóloga Margaret Mead decía que uno de los signos más reveladores de una civilización es cómo y con quién se come. Comer en familia es, en este sentido, un acto de civilización: nos humaniza, nos pone en relación, nos recuerda que no somos autosuficientes.
En muchas familias, además, la comida es también un espacio sagrado, iniciado con una oración y vivido como un momento de gratitud y entrega. Así lo vivieron generaciones enteras, donde el pan se partía como se partía el tiempo: para darlo. Ese espíritu de donación está en la raíz de toda mesa cristiana. No en vano, la eucaristía -centro de la vida católica- es, al fin y al cabo, una cena.
La crisis de la mesa es también una crisis espiritual. Cuando los padres comen solos en la cocina, los adolescentes cenan en su cuarto y los niños aprenden a entretenerse con la tableta mientras mastican, se rompe la cadena de transmisión. No solo de la fe, sino del idioma afectivo, de la historia familiar, de la experiencia compartida. Y sin eso, ninguna comunidad resiste.

La ciencia lo confirma: comer juntos protege

Las evidencias empíricas sobre los beneficios de las comidas familiares son abrumadoras. El Family Dinner Project, una iniciativa académica nacida en Harvard, documenta que los niños que cenan con sus padres de forma regular tienen mayor autoestima, mejor rendimiento escolar, menor probabilidad de consumir drogas o alcohol, y una relación más sana con la comida y con su cuerpo.
En España, un estudio realizado en Terrassa (Cataluña) mostró que los adolescentes que cenaban en familia tenían una menor probabilidad de experimentar inseguridad alimentaria y presentar comportamientos peligrosos o dañinos fuera del hogar. Otro estudio publicado en la revista "Nutrients" concluyó que las comidas familiares frecuentes están asociadas con una menor incidencia de trastornos alimentarios entre los adolescentes.

Comer juntos enseña más que hablar

La mesa no es solo un espacio de conversación. Es también un lugar de silencios respetuosos, gestos que hablan y ru1inas que educan. Sentarse en torno a la mesa implica asumir un ritmo común, respetar turnos, aprender a ceder y a comportarse de forma cívica. Son aprendizajes pequ eflos, pero necesarios. Como lo son también las tareas de poner la mesa, servir al otro, recoger juntos. Pequeñas liturgias domésticas que enseñan el arte de vivir en comunidad.
En este sentido, la comida conjunta es una escuela de humanidad en la era de la tecnocracia y la fascinación adolescente de la Inteligencia Artificial.
"La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo"
Un acto contracultural que reconstruye 

Recuperar las comidas en familia puede no parecer una pequeña revolución. Pero lo es. En un tiempo que glorifica la productividad la velocidad y el rendimiento individual detenerse para cocinar, servir, pone la mesa y comer en común es un acto profundamente contracultura!. Y, por tanto profundamente cristiano.
Porque una cultura sin vínculos estables, sin memoria y sin raíces no puede generar hombres fuertes, capaces de amar, venía a decir Benedicto XVI en Caritas in veritate. Y lo decía de forma expresa en Spe Salvi

"Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencia están en profunda comunión entre entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal".


La mesa es precisamente uno de los espacios donde se cultivan las raíces, se genera memoria común y se aprende el arte del amor concreto: servir, escuchar, compartir, esperar.
Las consecuencias sociales son evidentes. Allí donde se pierde la mesa común, se multiplican las patologías del alma. El aumento de los problemas de salud mental en niños y adolescentes no es ajeno a la disolución del vínculo familiar cotidiano. Tampoco lo es el auge de la polarización social, el vacío espiritual o la banalización del sufrimiento.

La sobremesa: patrimonio emocional

No existe en inglés una palabra para sobremesa. Ni en francés. Es un invento español -como el tapeo, la siesta o la tertulia- que dice más de nuestra alma que los tratados de sociología o la cocina del CIS. La sobremesa es un gesto de abundancia interior: cuando ya no queda comida, queda el tiempo. Cuando ya no hay platos, hay historias.
En muchas familias, es el espacio donde los hijos escuchan relatos de sus abuelos, donde se comentan las noticias, donde se debaten temas de fe o de actualidad, donde se pregunta al otro cómo está. Donde se construye un "nosotros" que no nace de la sangre, sino del encuentro.
Big Think, una plataforma que difunde investigaciones sobre  desarrollo humano, subraya que la sobremesa representa un sistema de valores: prioriza la conexión personal frente al aislamiento digital, el tiempo compartido frente a la eficiencia técnica, la escucha frente al monólogo.

Claves prácticas para restaurar la mesa familiar

Volver  a  la  mesa  requiere  intención. No ocurre solo porque se desee. Hace falta orden, renuncias, decisiones pequeñas pero firmes. Algunas claves prácticas, señala el Family Dinner Project, pueden ayudar:
  • Establecer una comida diaria común. Aunque sea solo una, que tenga horario fijo y sea prioridad. La cena suele ser la más viable.
  • Involucrar en la preparación. Que los niños ayuden a poner la mesa, que se planifique el menú en familia, que cada uno tenga una responsabilidad.
  • Eliminar distracciones. Sin televisión, sin móviles, sin pantallas. Solo personas.
  • Cultivar el arte de conversar. Hacer preguntas abiertas, evitar discusiones innecesarias, escuchar con atención.
  • Valorar la sobremesa. Aunque sea breve, que no se levante nadi e hasta compartir al menos unos minutos de charla o agradecimiento.
Una mesa que sostiene a las familias 

Porque en última instancia, la mesa no es solo un lugar donde se alimenta el cuerpo. Es, o puede ser, un santuario cotidiano donde se alimenta el alma, se refuerza la identidad y se cultiva la pertenencia. Es uno de los pocos espacios donde  todavía  se  puede  resistir al desarraigo, al individualismo, a la prisa. Donde se puede enseñar a vivir.
Tal vez por eso, como señalaba Chesterton: "el hogar sigue siendo la última fortaleza de la civilización. Y en el centro del hogar, siempre, hay una mesa.

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jueves, 1 de mayo de 2025

LIBRO "CAMINANDO CON SAM": UN PADRE Y UN HIJO NEOYORQUINOS, Y LA MAGIA DEL CAMINO DE SANTIAGO PARA ESTRECHAR SUS VÍNCULOS



Un padre y un hijo neoyorquinos, 
y la magia del Camino de Santiago 
para estrechar sus vínculos

Al tiempo que su primogénito empezaba a tantear la vida adulta, el neoyorquino Andrew McCarthy sintió la necesidad de desacelerar su ritmo de vida. En pos de reforzar los vínculos antes de que Sam abandonara el nido, y al mismo tiempo revivir el viaje que décadas atrás le había cambiado la vida, McCarthy propuso a su hijo recorrer juntos a pie los 800 kilómetros que separan Saint-Jean-Pied-de-Port de Santiago de Compostela por el Camino Francés.
Andrew McCarthy (Nueva Jersey, 1962) es un reputado escritor especializado en literatura de viajes. Ha sido colaborador asiduo de «National Geographic» y «The New York Times». Antes, en la década de 1980 sobresalió en el cine como joven promesa («St. Elmo, punto de encuentro», 1985; «Este muerto está muy vivo», 1989), carrera que ha proseguido de forma más espaciada («Cosas que nunca te dije», 1996; «Brats», 2024, documental como director). Vive en Nueva York. «Caminando con Sam» es su cuarto libro y el primero traducido al castellano.

En el transcurso de las cinco semanas de viaje a través de unos paisajes inolvidables, padre e hijo mantuvieron más charlas sinceras que las que habían tenido en dos décadas de convivencia. Conversaciones sobre las rupturas de pareja, las huellas que deja la escuela, la difícil relación de McCarthy con su propio padre, la fama o los Cheetos eran susceptibles de socavar la relación o de cimentarla. Caminando con Sam capta con maestría esta íntima, sincera y esperanzada aventura viajera de dos seres a través de España y en busca uno del otro.

«Para convertirse en un caminante 
hace falta una dispensa directa del Cielo».
 Henry David Thoreau

Prólogo

De muy joven, cuando triunfé en el cine por todo lo alto y en muy poco tiempo, se me metió en la cabeza que mis éxitos eran injustificados, que no me los había trabajado y que todo era un gran engaño, algo inmerecido. Esta percepción interna se igualó a la externa cuando una revista publicó un artículo donde se me vinculaba a un grupo de jóvenes actores bautizado como el Brat Pack, «la panda de los mocosos», todos con el mismo sambenito de niñatos mimados e interesados solo por la fama. Según esa semblanza, yo me caracterizaba por no profundizar nunca en las cosas, por aspirar a los premios habiéndome saltado los esfuerzos. Era un peso pluma. Se podrá discutir si era verdad o no. De lo que no cabe duda es de que ese dictamen caló tanto en mí que acabó configurando el modo en que me veía a mí mismo. 

Todo eso lo puso patas arriba hace un cuarto de siglo el Camino de Santiago. En ese viaje a pie no me había propuesto recuperar el relato de mi vida, al menos conscientemente, pero fue lo que pasó. Yo me había convertido en una persona reactiva, que huía de los ataques —o de lo que percibía como tales— y eludía el compromiso emocional mientras trataba de aferrarme a las pocas oportunidades —cada vez menos, en mi percepción— que se me presentaban. Mi paso por España plantó las semillas de otra manera de vivir las cosas, proporcionándome una base interna con la que seguir adelante. Y todo por el mero hecho de echarme a caminar. Caminé y caminé. Por todo un país. Cinco semanas; quinientas millas, u ochocientos kilómetros. Eso no había quien me lo quitase. Tampoco era fácil de subestimar, ni siquiera por mí. Crucé España por mis propios méritos. 

Cada día de camino me lo recordaban los campanarios, aunque no por lo que se podría pensar. Al peregrino que va por los trigales, rodeado de polvo, muy lejos de cualquier núcleo habitado, la primera señal de civilización que se le suele aparecer es un campanario despuntando sobre el horizonte, el punto más alto del pueblo. Verlos siempre me producía una mezcla de alivio y cansancio. 
«Pero cuánto falta aún, por Dios», pensaba siempre; aunque al final tardaba menos en llegar de lo que me había parecido, y con menos esfuerzo. Lo había conseguido. Yo solo, sin atajos. 

Pasados los años, cuando ya no me veía como un hombre superficial que trampeaba por la vida, cuando ya era una persona merecedora de sus éxitos y capaz de digerir sus fracasos, pude atribuirles a ellos, a los campanarios, la primera sensación de haberme ganado con mi esfuerzo lo que había conseguido, y aquello en lo que me había convertido. Caminar tenía algo que se me había clavado hasta la médula, cuajando en un saber indestructible. 

Después de tanto tiempo sintiéndome poco preparado, con algún tipo de carencia, y a menudo muy solo, tuvo que ser el Camino el que me enseñase mi solidez como persona. Fue el mayor de los muchos regalos que recibí de él. Ojalá lo hubiera aprendido mucho antes. Ahora ha llegado el momento de que el regalo cambie de manos, y por eso, veinticinco años después, vuelvo al norte de España. Y me traigo a mi hijo.


El neoyorquino que cruzó a pie España con su hijo adolescente 
para curarle el mal de amores: 
«El Camino de Santiago me dio el mayor lujo 
que puedes tener con un hijo adulto»


La primera ruptura de su hijo adolescente le recordó a Andrew cómo el Camino Francés le espabiló a él la vida más de 25 años atrás, cuando era un actor que descorchaba el éxito mano a mano con su síndrome del impostor. Al mal de amores, pies, 800 kilómetros de confidencias compartidas en el libro «Caminando con Sam». «Esa antigua frase en latín Solvitur ambulando (se soluciona andando) es absolutamente cierta», subraya el americano.

Su primer Camino le puso la vida patas arriba para hacerle tocar tierra y curarle la flojera mental que le causaron las primeras críticas que recibió como actor. Fue tan importante para él caminar que cuando vio a su hijo adolescente Sam venirse abajo tras su primera ruptura de pareja, Andrew se subió enseguida a la máquina del tiempo. Más de 25 años viajó atrás en minutos para recordar aquellas semanas en que había cruzado España 25 años más joven entre trigales y campanarios que eran para él un alivio, «una señal de civilización en el horizonte» cuando llevaba horas andando sin un alma a la vista.

«Sam, ¿te apetecería caminar?», le dijo Andrew a su hijo considerando la idea de patear juntos de Saint-Jean-Pied-de-Port a Compostela un día como otro recogiendo la cocina en su casa de Manhattan. «La verdad es que no mucho», fue lo primero que dijo Sam. Cuando su padre le concretó que no se trataba de ir «al súper a por papel de cocina», sino de convivir caminando unas cinco semanas en el Camino de Santiago, Sam cambió de idea y soltó un «vale».

Sam tenía un asunto pendiente que preocupaba mucho a su padre, un asunto que llevaba alargándose año y medio: la ruptura de golpe de la primera relación seria de pareja. Consciente de esa manera tan light con que suelen pedir ayuda los adolescentes y recordando ese empujón vital del primer Camino recorrido, Andrew no tardó en comprar dos billetes de avión para él y su hijo, que debutaba en ser «un corazón roto».

Andrew es Andrew MCCarthy, un actor que cuando empezó a triunfar en el cine en Estados Unidos se vio perseguido por el síndrome del impostor a raíz de una crítica que lo señalaba como parte de «una panda de mocosos» con más gana de fama que vocación y actitud de currárselo. Ante su inseguridad, fueron los pies los que pudieron darle un vuelco al malestar de su cabeza al recorrer los 800 kilómetros del Camino Francés.

Polvareda de recuerdos. «Yo siempre quise volver a hacer el Camino. La primera vez que lo hice me cambió la vida. Me reveló cuánto miedo había dominado mi vida hasta entonces...», dice este padre peregrino que da cuenta de los frutos de la marcha física y emocional compartida con su hijo en el libro Caminando con Sam, una crónica peregrina novelesca, llena de verdades, historias, anécdotas y guiños literarios. «Como Sam tenía 19 años y estaba comenzando a hacer su vida, sentí que nuestra relación había comenzado a decaer», revela Andrew, que no oculta las dificultades iniciales de tratar de acompasar el paso al singular ritmo con un adolescente.

Sam se sentía cansado ya a 779 kilómetros de Compostela, cuando arrancando la marcha en Saint-Jean-Pied-de-Port, una joya natural a los pies del puerto de Roncesvalles de 1.500 habitantes (sin contar los miles de peregrinos que hacen allí parada en primavera y otoño), su padre le explicó la importancia de seguir las flechas amarillas para acertar el Camino, la historia de Pelayo el ermitaño y le enseñó una de las cosas fundamentales de su día a día en ruta: saber pedir en español un «café con leche».

«Yo sabía desde el principio que el mayor desafío sería mantener a Sam en marcha hasta que el hiciera clic», cuenta Andrew. «El segundo día, Sam me preguntó: ‘‘¿Qué sentido tiene esta caminata?”, y el tercer día: “¿Hay un aeropuerto en Pamplona?”», detalla sobre las «piedrecitas» que el adolescente veía al comienzo en ruta.

Padre e hijo siguieron caminando, y la resistencia inicial de Sam fue cediendo. Empezar una cosa es haber hecho la mitad, dice el proverbio. Con un pie en Estella, llegó en la cabeza adolescente el ansiado clic mental. A esa altura, Sam le dijo a su padre: «No llamaría a esto divertido, pero es satisfactorio», y Andrew sintió ya que el paso se empezaba a acompasar.

LA MEJOR ETAPA

¿Cuál fue la mejor etapa juntos? 
«La entrada a Galicia, llegar a O Cebreiro y más allá. El impulso y la belleza de esa parte de España van ganando terreno conforme te acercas a Santiago. Estábamos en buena forma para caminar, los días parecían fáciles», responde Andrew. Ni la lluvia les aguó la marcha por Galicia, no les llovió. Alcanzado O Cebreiro, su manera de andar se volvió «más suelta, sustituyendo los andares chulescos que se habían impuesto en León», que sucedieron, relata Andrew en Caminando con Sam, «la determinación, a veces severa, de la Meseta», sustituta del impulso que les llevó hasta Burgos, «y este de la elasticidad de la fase riojana, que había disipado el nerviosismo» de los inicios en Roncesvalles.

Semanas antes de ganar la Compostela, Sam le dijo a su padre muchos «bro», le confesó que se sentía «narcisista», hablaron de la «Ex» (la primera ex merece la mayúscula), de esteroides, de botas y zapatillas, de padres con los que quedan reproches emboscados en silencio, de matrimonios fallidos y de padrastros y madrastras, entre coca-colas, tortillas, libros y referencias literarias y cinematográficas, como Hemingway (uno de los atractivos en Pamplona, ¡parada obligada en el café Iruña!) o El mago de Oz. «El Café Iruña, el favorito de Hemingway en Pamplona, fue el primer sitio de mi primer viaje por España donde me relajé», confiesa Andrew, que no esconde una de las «grandes verdades del Camino: los caminantes odian a los ciclistas, [porque] pedaleando se tarda menos de una semana en completar el recorrido» que yendo a pie.

Hacer por primera vez el Camino a Andrew, recuerda, lo convirtió, al fin, «en una persona capaz de terminar las cosas», algo que pensó que podía sucederle a Sam alcanzada la meta. La tensión de la relación de Andrew con su padre, el abuelo de Sam, fue una de las cuentas que sus pies ajustaron en ruta. A Sam se le aflojaron los cordones del nudo con su exnovia y se atrevió a preguntarle a su padre por qué habían roto su madre y él. «Para ser viejo y sabio hay que haber sido joven y tonto», le dice Sam a su padre (cambiando las tornas) a 528 kilómetros de su llegada a Santiago. Hacer el Camino pies con pies a este padre y su hijo les dejó varias enseñanzas. «Una de las cosas principales que aprendí fue que no tenía por qué tener respuestas. Tenía el máximo lujo que puedes tener con un hijo adulto: tiempo. Sabía que, simplemente, tenía que caminar a su lado y estar ahí. Que era suficiente con eso, el resto iría surgiendo», comparte este actor neoyorquino enamorado de Galicia.

¿Se parece hacer el Camino de Santiago a la paternidad? 
«Es un camino largo y complicado... Algunos días son buenos, otros días son difíciles, pero en general, es un viaje maravilloso. Como la vida», resuelve Andrew con paso ligero y seguro.
El Camino mejoró la relación padre-hijo «10 sobre 10». «Cuando somos niños, no solemos ver a nuestros padres como personas que viven sus vidas, sino como un reflejo de nosotros. Y tendemos a hacer una versión de lo mismo como padres. Creo que Sam llegó a ver quién soy, y yo he podido ver el hombre en que él se está convirtiendo, separado de su familia. Fue un privilegio», añade Andrew.

¿Qué fue más valioso en este Camino, los kilómetros recorridos con los pies o los acortados de distancia emocional gracias a las palabras? «¡Trabajan juntos! 
Esa antigua frase en latín Solvitur ambulando (‘Se soluciona andando') es absolutamente cierta», subraya.

Entonces, ¿el que camina... resuelve? «Amén», concede Andrew.

Compartir el Camino valió para hacer la transición de Sam a la edad adulta dejando el nido, y para aliviar esa primera ruptura de pareja del chico. «Sam todas las mañanas comenzaba a caminar y no hablaba. Algunos días me llevaba cinco minutos y otros días horas, pero finalmente Sam comenzaba a hablar sobre su ruptura y tenía mucho que sacar y procesar. Caminar hizo que todo fuera más fácil. Creo que hizo en cuatro semanas caminando lo que le llevaría un año procesar», opina su padre, que se manifiesta convencido de que «no hay otro lugar como Galicia cuando brilla el sol».

Fue en agosto del 2021 cuando llegaron a Compostela, y desde ese agosto de hace tres años, Sam ha hecho el Camino dos veces más. «¡Está enganchado! —revela su padre—. Creo que a mí aún me queda uno más, pero me estoy haciendo mayor, así que será mejor que nos atemos las botas pronto...».

Andrew McCarthy hizo el Camino de Santiago con su hijo Sam. 

Al tiempo que su primogénito empezaba a tantear la vida adulta, el neoyorquino Andrew McCarthy sintió la necesidad de desacelerar su ritmo de vida. En pos de reforzar los vínculos antes de que Sam abandonara el nido, y al mismo tiempo revivir el viaje que décadas atrás le había cambiado la vida, McCarthy propuso a su hijo recorrer juntos a pie los 800 kilómetros que separan Saint-Jean-Pied-de-Port de Santiago de Compostela por el Camino Francés.

viernes, 25 de abril de 2025

LIBRO Y PELÍCULA "SIEMPRE SERÁS MI HIJO (BEAUTIFUL BOY)": PADRE CORAJE 👪💕


Duele tanto no poder salvarlo, protegerlo, 
mantenerlo alejado del camino 
del sufrimiento, escudarlo de su dolor. 
¿Para qué sirven los padres si no para esas cosas? 


«Beautiful Boy (Darling Boy)» «Niño Lindo (Adorado Niño)» es una canción escrita e interpretada por John Lennon.
La letra de "Beautiful Boy (Darling Boy)"contiene la famosa cita de Lennon "La vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes"

Una historia contada a través de dos puntos de vista: el de Nic (Timothée Chalamet en la ficción) y el de su padre David (Steve Carell). Conocemos aquellos años porque sus protagonistas los narraron con detalle en los dos libros –'Tweak', de 2007; y 'Mi hijo precioso (Beautiful Boy)', de 2008– en los que se ha basado el filme del cineasta belga Felix van Groeningen.

Beautiful Boy comienza con David Sheff (Steve Carell) recogiendo un libro en la habitación de su hijo desaparecido. Es una copia de "The Beautiful and Damned" de F. Scott Fitzgerald. El hermoso y condenado en cuestión es su hijo, Nic Sheff (Timothée Chalamet), un estudiante de último año de secundaria con todo por delante; inteligente, querido y con una familia estable y amorosa. Nic es el tipo de chico que está destinado a tener éxito en la vida. En cambio, Beautiful Boy cuenta la historia de la vida real del descenso de Nic a la adicción a la metanfetamina. Basada en dos memorias del periodista estadounidense David Sheff y su hijo, Beautiful Boy es la historia de cómo Nic perdió el control de su adicción a las drogas y cómo David perdió a su hijo por la adicción.
La cinta, como la vida real, se mueve entre el drama con escenas felices de familia de clase media-alta y oscuras estampas de drogadicción. Entre todas ellas hay una que aún persigue a Nic Sheff. Ocurrió en uno de sus regresos a casa desde la universidad. Su familia pensaba que estaba limpio. Se pasó el día jugando con sus hermanos, de hecho. Sin embargo, por la noche roba los ocho dólares que el pequeño Jasper guardaba en su cerdo hucha y los utiliza para comprar metanfetamina.

Mi escritura comenzó con un artículo acerca de nuestra experiencia familiar que envié a "The New York Times Magazine". Me aterrorizaba la idea de invitar a la gente a nuestra pesadilla, pero me sentí obligado a hacerlo. Sentí que valía la pena contar nuestra historia si con ello ayudaba a otras personas de la misma manera que Lynch y otros escritores me habían ayudado a mí. Lo discutí con Nic y con el resto de la familia. A pesar de que ellos me alentaron, me sentía nervioso por exponer a nuestra familia al escrutinio y juicio públicos. Pero la reacción al artículo me dio valor y, de acuerdo con Nic, a él le dio inspiración. Un editor de libros se puso en contacto con él y le preguntó si estaría interesado en escribir una remembranza acerca de su experiencia que inspirara a otros jóvenes en la lucha contra sus adicciones.
Por entonces, Nic estaba limpio y los dos comenzaron a escribir a la vez sus libros. "Fue un proceso curativo para ambos. Escribíamos al mismo tiempo, aunque no lo hacíamos juntos", recuerda Nic. 
"De hecho, yo acabé recayendo en las drogas a mitad de mi libro. No nos vimos ni hablamos durante al menos un año y cuando volví a contactar con él, cuando yo estaba sobrio de nuevo, él había terminado 'Beautiful Boy' y yo 'Tweak'. Nos los mandamos y los leímos; fue un proceso esclarecedor. Nos ayudó a seguir adelante".
David, de 63 años, ya había superado el mantra que repiten a los familiares de adictos, la teoría de las tres C"Tú no lo causaste, tú no lo puedes controlar y tú no puedes curarlo". 
Ya no se culpaba, pero cuando leyó el libro de su hijo y vio por todo lo que había pasado por su adicción a la metanfetamina abrió aún más los ojos. 
"Leerlo fue muy duro. Ver el dolor que sufrió Nic fue abrumador", explica.
"Al mismo tiempo, también fue muy útil porque me ayudó a darme cuenta de que él no lo escogió. Hasta ese momento, como la mayoría, yo pensaba que un adicto no se preocupa por nadie ni por nada más que colocarse. Leer su libro fue muy liberador".

Desde entonces, predica con la única verdad que, dice, se repite siempre con esta enfermedad: "Las drogas son un síntoma, no la causa". Al otro lado, Nic también comprendió el dolor que había infligido a su familia intentando ensordecer el suyo con los narcóticos: "La metanfetamina era la única droga que me protegía de mis inseguridades".
Nic volvió a recaer. En 2011 resurgió otra vez porque ni su padre ni el resto de su familia le abandonaron. Y de nuevo hizo terapia escribiendo: en su artículo 'Breaking Dad' (The Fix, agosto de 2011) y en su segundo libro, 'We All Fall Down' (Todos caemos). "No recaí tan mal como las veces anteriores. Y definitivamente no, no lo disfruté tanto", escribió. "No había nada de divertido en colocarse. Sabía el daño que estaba causando. Era imposible seguir mintiéndome". Admitió que la adicción era una enfermedad mental con la que tendría que luchar siempre.

Crisis social

En los diez años que han pasado desde que los Sheff publicaron sus libros, el consumo de opiáceos en EE UU ha crecido hasta convertirse en una "emergencia de salud pública", como la define el gobierno de Trump. En 2017, 72.000 personas murieron por sobredosis y se calcula que unos cuatro millones tienen algún tipo de desorden con drogas como heroína, cocaína, metanfetamina y fentanilo. El 80% de los adictos a alguna de estas sustancias ha llegado después del abuso de calmantes recetados.
Con sus libros y charlas, los Sheff se han convertido en puntas de lanza en la lucha contra esta epidemia. Ahora publican un nuevo libro juntos, 'High', para rastrear las causas. 
"Esperamos mostrar que la adicción no discrimina, da igual de qué clase socioeconómica vengas. En EE UU hay famosos que han muerto por sobredosis, gente que tiene todo el dinero y poder del mundo y que, presupones, podría haber evitado acabar así", señala Nic.

Saben que la película es un medio "aún más poderoso" para "concienciar al público e inspirar conversaciones". Igual que fue aún más difícil para ellos verse en pantalla que leerse en papel. "Aunque lo había vivido de cerca, ver de un modo tan real lo que Nic se hizo fue una experiencia demoledora", confiesa David con la voz quebrada. "Asistir al pase con mi mujer, los actores y 3.000 personas más en Toronto fue terriblemente doloroso, aunque también conmovedor". Y salta Nic, que no aguantó ver la película de nuevo en ese entorno: "Fue un recordatorio de la suerte que tenemos. Y hoy estamos más unidos que nunca. Sobrevivimos juntos a eso. Sobreviví a todo".

(BEAUTIFUL BOY)
¿Qué le pasó a mi hijo? ¿A nuestra familia? ¿En qué me equivoqué? Esas son las tormentosas preguntas que acompañan a David Sheff en su viaje a través de la adicción a las drogas y los intentos de desintoxicarse de su hijo Nic. Antes de hacerse adicto, Nic Sheff era un niño encantador, alegre y simpático. Adorado por todos, era un buen estudiante y un gran atleta. Pero las metanfetaminas lo transformaron en un tembloroso espectro que mentía, robaba y que llegó a vivir en las calles. En estas páginas, David Sheff traza las primeras señales de alarma y la negación ante el problema, así como su propia preocupación obsesiva por Nic, que se convirtió en otro tipo de adicción con consecuencias igualmente trágicas. «Este libro es para las personas que han dedicado sus vidas a entender y luchar contra las adicciones. Para ellos y sus familias: a las personas que comprenden la historia de mi familia porque la han vivido y todavía la viven. Y a padres como yo». DAVID SHEFF
Nic consumió drogas de manera intermitente durante más de una década. A lo largo de ese tiempo creo que sentí, pensé e hice casi todo lo que el padre de un adicto siente, piensa y hace. Incluso ahora sé que no existe una sola respuesta correcta, ni siquiera un mapa claro para los familiares de un adicto. Sin embargo, en nuestra historia espero que exista cierto solaz, cierta guía o, si no hay nada más, al menos cierta compañía. También espero que la gente pueda echar un vistazo a algo que parece imposible durante muchas etapas de la adicción de un ser amado. Con frecuencia se cita a Nietzsche por decir: “Lo que no nos mata, nos hace más fuertes”. 
Ésta es una verdad absoluta en lo que se refiere a los familiares de un adicto. No sólo sigo de pie, sino que sé más y siento más de lo que alguna vez pensé que era posible. 

Al contar nuestra historia resistí la tentación de adelantarme porque hubiera resultado calculador y no le hubiera servido a nadie que atraviese por esta situación el hecho de anticipar cómo se desarrollarán los acontecimientos. Yo nunca supe lo que sucedería al día siguiente. Me he esforzado por incluir los sucesos principales que dieron forma a Nic y a nuestra familia, lo bueno y lo devastador. Muchos de ellos me sobrecogen. Repudio muchas de las cosas que hice y, de la misma manera, muchas de las cosas que no hice. A pesar de que todos los expertos repiten con gentileza a los padres de adictos: “Ustedes no lo causaron”, yo no me he liberado del anzuelo. 
Con frecuencia siento que le fallé a mi hijo por completo. Al admitir lo anterior no espero simpatía ni absolución; en cambio, sólo establezco una verdad que será reconocida por la mayoría de los padres que han vivido esta experiencia. Una persona que escuchó mi historia expresó perplejidad ante el hecho de que Nic se convirtiera en adicto al decir: “Pero tu familia no parece ser disfuncional”. 

Somos disfuncionales, tan disfuncionales como cualquier otra familia que conozco. A veces más, a veces menos. No estoy seguro de conocer ninguna familia “funcional”, si funcional significa una familia sin periodos difíciles y sin miembros que tengan un rango completo de problemas. Como los mismos adictos, las familias de los adictos son todo lo que cabría esperar y todo lo que no cabría esperar. Los adictos provienen tanto de hogares rotos como de hogares intactos. Son perdedores de carrera larga y grandes éxitos. En las reuniones de Al-Anón y de AA es común escuchar acerca de los inteligentes y encantadores hombres y mujeres que sorprendieron a todos a su alrededor al convertirse en escoria. 

“Eres demasiado bueno para hacerte esto a ti mismo”, le dice un doctor a un alcohólico en una historia de Fitzgerald. Mucha, mucha gente que conoce bien a Nic ha expresado sentimientos similares. Alguien dijo: 
“Él es la última persona a quien hubiera podido imaginar que le sucedería esto. No a Nic. Él es demasiado sólido e inteligente”. También sé que los padres tenemos una memoria discreta que bloquea cualquier cosa que contradiga nuestros recuerdos editados con tanto cuidado, lo cual es un comprensible intento por escapar a la culpa. Por el contrario, los hijos tienen una fijación indeleble a los recuerdos dolorosos porque han dejado huellas más profundas. Espero no ser indulgente en mi revisión paterna al decir que, a pesar de mi divorcio de la madre de Nic, a pesar de nuestro cruento acuerdo de custodia a larga distancia y a pesar de todas mis carencias y errores, gran parte de los primeros años de Nic fueron encantadores. Nic confirma lo anterior, pero tal vez sólo desea ser amable. Esta reconstrucción de hechos, cuyo fin es dar sentido a algo que no lo tiene, es común entre los familiares de los adictos, pero eso no es todo lo que hacemos.

Negamos la severidad del problema de nuestro ser querido, no porque seamos ingenuos, sino porque no podemos saber. Incluso para las personas que, a diferencia de mí, nunca consumieron drogas, es un hecho innegable que muchos, más de la mitad de los chicos, las probarán. Para muchos de ellos las drogas no tendrán un impacto negativo importante en sus vidas. No obstante, para otros el resultado será catastrófico. Nosotros los padres hacemos todo lo posible y consultamos a todos los expertos, pero a veces no será suficiente. Sólo después del hecho es que sabemos que no hicimos lo suficiente o que lo que sí hicimos estuvo mal. Los adictos se encuentran en estado de negación y sus familiares los acompañan porque con frecuencia la verdad es demasiado inconcebible, dolorosa y aterradora. Pero la negación, a pesar de ser tan común, es peligrosa. Desearía que alguien me hubiera sacudido y me dijera: “Intervén mientras puedas, antes de que sea demasiado tarde”. 

Tal vez no hubiera hecho la diferencia, aunque lo ignoro. Nadie me sacudió ni me dijo eso. Incluso si alguien lo hubiera hecho, es probable que yo no hubiera sido capaz de escucharlo. Quizás es que yo tenía que aprender de la manera dura. Como muchas personas en mis circunstancias, yo me hice adicto a la adicción de mi hijo. Cuando me preocupaba, incluso a expensas de mis responsabilidades con mi esposa y mis otros hijos, lo justificaba. Pensaba: ¿cómo es que un padre no se consume ante la lucha de vida o muerte de su hijo? Pero aprendí que mi preocupación por Nic no le ayudó y tal vez lo lastimó. O tal vez fue irrelevante para él. No obstante, lo que sí es seguro es que lastimó al resto de mi familia y a mí. 

Además de ello, aprendí otra lección que hizo estremecer mi alma: nuestros hijos viven o mueren con o sin nosotros. Sin importar lo que hagamos, sin importar nuestra agonía o nuestra obsesión, no podemos elegir si nuestros hijos vivirán o morirán. Es un aprendizaje devastador, pero también liberador. Al final elegí la vida para mí. Elegí el peligroso pero esencial camino que me permite aceptar el hecho de que Nic decidirá por sí mismo cómo vivirá su vida y si vivirá. Como ya mencioné, no me perdono a mí mismo y, mientras tanto, aún lucho con la medida en que soy capaz de perdonar a Nic. 

Él es brillante, maravilloso, carismático y amable cuando está sobrio pero, como cualquier adicto sobre el cual haya escuchado, se convierte en un extraño cuando está drogado: 
distante, absurdo, autodestructivo, quebrantado y peligroso. Me he esforzado por conciliar a estas dos personas. Sin importar la causa (una predisposición genética, el divorcio, mi historia con las drogas, mi sobreprotección, mis intentos fallidos por cuidarlo, mi indulgencia, mi rudeza, mi inmadurez, todas juntas), la adicción de Nic parece tener vida propia. 
He intentado revelar el insidioso estilo de la adicción para infiltrarse en una familia e invadirla. Muchas veces, durante la década pasada, cometí errores debidos a la ignorancia, la esperanza o el miedo.

He intentado relatarlos todos tal como ocurrieron y en el momento en que ocurrieron con la esperanza de que los lectores reconozcan un camino erróneo antes de tomarlo. No obstante, si no lo reconocen, espero que se den cuenta de que no deben culparse por haberlo tomado. Cuando mi hijo nació resultaba imposible imaginar que sufriría como ha sufrido. Los padres sólo desean cosas buenas para sus hijos. 
Yo era el típico padre que pensaba que eso no podría ocurrirnos a nosotros, no a mi hijo. Sin embargo, a pesar de que Nic es único, también es como cualquier hijo. Podría ser el tuyo. 
El lector debe saber que he cambiado algunos nombres y detalles en el libro para ocultar la identidad de las personas que aquí aparecen. 
Comenzaré por el nacimiento de Nic. El nacimiento de un hijo es, para muchas familias si no es que para todas, un suceso transformador pleno de dicha y optimismo. Así lo fue para nosotros.

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viernes, 21 de febrero de 2025

LIBRO DE MEMORIAS: "THE BOYS (LOS CHICOS) RON HOWARD y CLINT HOWARD: ¡UNA BELLA FAMILIA! 👪👦


Una memoria de Hollywood y la familia Howard 
Por Ron Howard y Clint Howard

ÉXITO DE VENTAS INSTANTÁNEO 
DEL NEW YORK TIMES

“Este extraordinario libro no es solo una crónica de las primeras carreras de Ron y Clint y sus alocadas aventuras, sino también una introducción a muchos temas: cómo se prepara un actor, cómo sobrevivir siendo un niño trabajando en Hollywood y cómo ser los mejores padres del mundo. The Boys sorprenderá a todos los lectores con su humanidad”. — Tom Hanks

"He leído docenas de memorias de Hollywood, pero "The Boys" es una de ellas. Una historia encantadora, cálida y fascinante sobre una buena vida en el mundo del espectáculo". — Malcolm Gladwell

Happy Days, The Andy Griffith Show, Gentle Ben... estos programas cautivaron a millones de televidentes en los años 60 y 70. Únase al galardonado cineasta Ron Howard y al actor favorito del público Clint Howard mientras comparten con franqueza y cariño su inusual historia familiar de cómo sobrevivieron a la vida como actores infantiles hermanos.

“¿Cómo fue crecer en la televisión?” A Ron Howard le han hecho esta pregunta a lo largo de su vida adulta. En "The Boys" , él y su hermano menor, Clint, examinan su infancia en detalle por primera vez. Para Ron, interpretar a Opie en The Andy Griffith Show y a Richie Cunningham en Happy Days le ofreció fama, alegría y oportunidades, pero también le generó estrés y acoso. Para Clint, un comienzo rápido en programas como Gentle Ben y Star Trek se desvaneció en la adolescencia, con algunas consecuencias y lecciones duras.

Con la perspectiva del tiempo y el éxito (Ron como cineasta, productor y estrella de Hollywood, Clint como un actor de personajes muy ocupado), los hermanos Howard se adentran en una educación que les parecía normal, pero que no lo era en absoluto. Sus padres, Rance y Jean, del Medio Oeste, se mudaron a California para perseguir sus propios sueños en el mundo del espectáculo, pero fueron sus hijos pequeños quienes encontraron un empleo estable como actores. Rance dejó de lado su ego y su ambición para convertirse en el maestro, sabio y brújula moral de Ron y Clint. Jean se convirtió en su afectuosa protectora (a veces sobreprotectora ) de las trampas de Hollywood.

A ratos confesional, nostálgico, conmovedor y desgarrador, "THE BOYS" es una narración dual que revela la vida íntima de los hermanos Howard. Es el viaje de una unidad familiar de cuatro personas que se mantuvo firme en un negocio implacable y de dos hermanos que sobrevivieron al "síndrome del actor infantil" para convertirse en adultos realizados.




PREFACIO

Siempre me ha desconcertado la forma en que la cultura popular estadounidense retrata a los padres como idiotas torpes y desconectados de la realidad, porque mi única experiencia como padre masculino es la de un padre increíblemente comprometido.
Mi abuelo, Rance Howard, provenía de una generación de hombres que tradicionalmente no participaban de manera significativa en la vida de sus hijos.
Eso no le impidió acompañar a sus hijos en el set, no sólo como su guardián-gerente sino como su siempre presente brújula moral y ética.
Fue un padre moderno, progresista y dedicado, y esa intencionalidad y legado, junto con la inteligencia y el liderazgo de mi abuela Jean Howard, sentaron una base multigeneracional para mi familia.

Todas las familias tienen historias extraordinarias. Como dice mi padre en estas páginas, el éxito que nuestra familia ha alcanzado es algo que ninguno de nosotros da por sentado. No estaba destinado y podríamos haber acabado siendo granjeros de Oklahoma o creadores de Hollywood. Como suele suceder, con unos cuantos cambios de dirección, lo que podría parecer el destino se habría desarrollado a lo largo de un camino ahora irreconocible. En lo que nuestra familia se diferencia es en que nuestros giros y vueltas se han manifestado más públicamente de lo habitual.

Si bien la relación entre mi padre y mi tío Clint marca un vínculo inquebrantable entre dos personas muy diferentes (algo que me maravilla), es una historia de hermanos con la que muchos de nosotros podemos identificarnos. Mi padre y mi tío están unidos por el amor de sus padres. A través de todos los altibajos, han permanecido unidos, mucho más allá de las llamadas telefónicas obligatorias de cumpleaños y vacaciones. Pasan el rato juntos, hablan de béisbol y películas, miran partidos, juegan al baloncesto, al golf, caminan y se ríen mucho. Nadie hace reír más a mi padre que mi tío Clint. La clásica relación entre hermano mayor y hermano menor. Sí, sangre y genética.

Nos conectan, pero como vemos tan a menudo, esa conexión no está garantizada. Hace falta un compromiso para nutrir las relaciones familiares durante años y décadas: trabajo y una fuerza que nos mantenga a flote. Mis abuelos eran esa fuerza.

El abuelo y la abuela Jean establecieron una cultura familiar muy específica en los Howard: calidez, aliento y gratitud. Ser decentes con nuestros semejantes siempre ha sido nuestro principio rector. Nos enseñaron a responsabilizarnos de nuestras acciones y a apoyarnos mutuamente de manera incondicional, incluso cuando no estamos de acuerdo, no con sermones, sino con ejemplos. Nos recordaron constantemente que somos una familia de iguales, un colectivo en el que las apariencias están mal vistas. Nos enseñaron que la fama nunca sustituye a la familia.

En nuestra familia, la narración de historias es un arte que se toma muy en serio y que nos inculcaron una ética de trabajo comprometida. Como dice mi tío Clint, somos “trabajadores duros y duros”. Hollywood es tan brutal como glamoroso y la única forma de sobrevivir es mediante la disciplina y la unión. Eso es algo que mi abuela y modelo a seguir por excelencia nos inculcó a todos. La visión y la creencia de mi abuela en lo que era posible para nuestra familia, así como su alegría de vivir, son lo que lo hizo todo posible. Nunca la oí quejarse, a pesar de haber soportado muchas dolencias y desafíos reales que habrían justificado algo más que un poco de queja por su parte. Su relación con mi abuelo era la imagen de la colaboración y el trabajo en equipo, y un ejemplo del tipo de relación simbiótica que yo quería para mi propia vida.

Al igual que mi padre, mi tío y mis abuelos, yo también soy un narrador de historias, un privilegio que nunca doy por sentado. Y aunque gran parte de mi familia está vinculada a Hollywood, nos fortalecen los valores y hábitos de vida zen del medio oeste, arraigados y realistas, que mis abuelos nos inculcaron.

Mientras leía las páginas de este libro, esperaba encontrarme con historias conocidas, pero al poco tiempo me encontré en una aventura sorprendente. Escuchar la historia de mis abuelos a través de las palabras de sus dos hijos y echar un vistazo a su espectacular y única infancia, navegando por las zonas salvajes de la industria del cine y la televisión en los años 50, 60 y 70, me transportó. Estas páginas capturan un punto de inflexión en la industria del entretenimiento, contado a través de la lente personal de una familia.

Si tuviera que contar la historia de mi vida, no empezaría conmigo. Mi historia y mi identidad son la culminación de varias generaciones, empezando por mis abuelos. Ellos siguen inspirándome y marcando mi propio camino.

Mis hermanos y yo queremos ser mejores personas, no para corregir el legado, sino para estar a la altura. El listón es alto y no queremos quedarnos cortos.

Cuando tenía seis años, vivíamos en Inglaterra mientras mi joven padre se preparaba para dispararle a Willow y mi madre se preparaba para dar a luz a mi hermano, Reed.
Tenemos un video casero que muestra a mi padre expresando su preocupación por el hecho de que estos dos acontecimientos trascendentales estuvieran sucediendo simultáneamente: "¡Películas! ¡Bebés!

¡PELÍCULAS! ¡BEBÉS!” Luego me pidió que predijera el día en que nacería Reed (lo cual hice, con una precisión espeluznante). Esta dinámica de un padre preocupado e involucrado que incluía a sus hijos en estas discusiones familiares era similar a la forma en que sus padres trajeron a sus hijos al redil. El abuelo y la abuela Jean le mostraron que era posible crecer en un set de filmación y tener una infancia. Incluso pusieron a mi papá en una cuna mientras representaban el cuento de verano, atendiéndolo entre escenas.

¿Poco convencional? Claro, pero inclusivo y centrado en la familia. Al igual que sus padres, mi padre nos protegió de la locura y, al mismo tiempo, nos permitió ver de primera mano el circo.

En mi debut como director de largometraje documental, Dads, yo también me sentí atraído por el tema de la familia. Esperaba entrevistar a un futuro padre y, por pura casualidad, mi hermano y su esposa estaban a punto de tener su primer bebé. Recordé que papá me había dicho varias veces a lo largo de los años que su mayor temor era no estar a la altura de su propio padre como padre. Compartí este recuerdo con Reed durante el rodaje y, sorprendido, respondió: 
"¿Dijo eso? Esa es mi mayor preocupación: no estar a la altura de papá". Y así, la tradición continúa...

Clint Howard Interview: (Talks Ron Howard, Star Trek, 
NEW Ice Cream Man, The Boys Book, Star Wars)

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                                      LA TIERRA DE NADIE
                                     THE WILD COUNTRY 1970


LOS CHICOS (THE BOYS) Una m... by Yanka


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