Un padre y un hijo neoyorquinos,
y la magia del Camino de Santiago
para estrechar sus vínculos
Al tiempo que su primogénito empezaba a tantear la vida adulta, el neoyorquino Andrew McCarthy sintió la necesidad de desacelerar su ritmo de vida. En pos de reforzar los vínculos antes de que Sam abandonara el nido, y al mismo tiempo revivir el viaje que décadas atrás le había cambiado la vida, McCarthy propuso a su hijo recorrer juntos a pie los 800 kilómetros que separan Saint-Jean-Pied-de-Port de Santiago de Compostela por el Camino Francés.
Andrew McCarthy (Nueva Jersey, 1962) es un reputado escritor especializado en literatura de viajes. Ha sido colaborador asiduo de «National Geographic» y «The New York Times». Antes, en la década de 1980 sobresalió en el cine como joven promesa («St. Elmo, punto de encuentro», 1985; «Este muerto está muy vivo», 1989), carrera que ha proseguido de forma más espaciada («Cosas que nunca te dije», 1996; «Brats», 2024, documental como director). Vive en Nueva York. «Caminando con Sam» es su cuarto libro y el primero traducido al castellano.
En el transcurso de las cinco semanas de viaje a través de unos paisajes inolvidables, padre e hijo mantuvieron más charlas sinceras que las que habían tenido en dos décadas de convivencia. Conversaciones sobre las rupturas de pareja, las huellas que deja la escuela, la difícil relación de McCarthy con su propio padre, la fama o los Cheetos eran susceptibles de socavar la relación o de cimentarla. Caminando con Sam capta con maestría esta íntima, sincera y esperanzada aventura viajera de dos seres a través de España y en busca uno del otro.
«Para convertirse en un caminante
hace falta una dispensa directa del Cielo».
Henry David Thoreau
Prólogo
De muy joven, cuando triunfé en el cine por todo lo alto y en muy poco tiempo, se me metió en la cabeza que mis éxitos eran injustificados, que no me los había trabajado y que todo era un gran engaño, algo inmerecido. Esta percepción interna se igualó a la externa cuando una revista publicó un artículo donde se me vinculaba a un grupo de jóvenes actores bautizado como el Brat Pack, «la panda de los mocosos», todos con el mismo sambenito de niñatos mimados e interesados solo por la fama. Según esa semblanza, yo me caracterizaba por no profundizar nunca en las cosas, por aspirar a los premios habiéndome saltado los esfuerzos. Era un peso pluma. Se podrá discutir si era verdad o no. De lo que no cabe duda es de que ese dictamen caló tanto en mí que acabó configurando el modo en que me veía a mí mismo.
Todo eso lo puso patas arriba hace un cuarto de siglo el Camino de Santiago. En ese viaje a pie no me había propuesto recuperar el relato de mi vida, al menos conscientemente, pero fue lo que pasó. Yo me había convertido en una persona reactiva, que huía de los ataques —o de lo que percibía como tales— y eludía el compromiso emocional mientras trataba de aferrarme a las pocas oportunidades —cada vez menos, en mi percepción— que se me presentaban. Mi paso por España plantó las semillas de otra manera de vivir las cosas, proporcionándome una base interna con la que seguir adelante. Y todo por el mero hecho de echarme a caminar. Caminé y caminé. Por todo un país. Cinco semanas; quinientas millas, u ochocientos kilómetros. Eso no había quien me lo quitase. Tampoco era fácil de subestimar, ni siquiera por mí. Crucé España por mis propios méritos.
Cada día de camino me lo recordaban los campanarios, aunque no por lo que se podría pensar. Al peregrino que va por los trigales, rodeado de polvo, muy lejos de cualquier núcleo habitado, la primera señal de civilización que se le suele aparecer es un campanario despuntando sobre el horizonte, el punto más alto del pueblo. Verlos siempre me producía una mezcla de alivio y cansancio.
«Pero cuánto falta aún, por Dios», pensaba siempre; aunque al final tardaba menos en llegar de lo que me había parecido, y con menos esfuerzo. Lo había conseguido. Yo solo, sin atajos.
Pasados los años, cuando ya no me veía como un hombre superficial que trampeaba por la vida, cuando ya era una persona merecedora de sus éxitos y capaz de digerir sus fracasos, pude atribuirles a ellos, a los campanarios, la primera sensación de haberme ganado con mi esfuerzo lo que había conseguido, y aquello en lo que me había convertido. Caminar tenía algo que se me había clavado hasta la médula, cuajando en un saber indestructible.
Después de tanto tiempo sintiéndome poco preparado, con algún tipo de carencia, y a menudo muy solo, tuvo que ser el Camino el que me enseñase mi solidez como persona. Fue el mayor de los muchos regalos que recibí de él. Ojalá lo hubiera aprendido mucho antes. Ahora ha llegado el momento de que el regalo cambie de manos, y por eso, veinticinco años después, vuelvo al norte de España. Y me traigo a mi hijo.
El neoyorquino que cruzó a pie España con su hijo adolescente
para curarle el mal de amores:
«El Camino de Santiago me dio el mayor lujo
que puedes tener con un hijo adulto»
La primera ruptura de su hijo adolescente le recordó a Andrew cómo el Camino Francés le espabiló a él la vida más de 25 años atrás, cuando era un actor que descorchaba el éxito mano a mano con su síndrome del impostor. Al mal de amores, pies, 800 kilómetros de confidencias compartidas en el libro «Caminando con Sam». «Esa antigua frase en latín Solvitur ambulando (se soluciona andando) es absolutamente cierta», subraya el americano.
Su primer Camino le puso la vida patas arriba para hacerle tocar tierra y curarle la flojera mental que le causaron las primeras críticas que recibió como actor. Fue tan importante para él caminar que cuando vio a su hijo adolescente Sam venirse abajo tras su primera ruptura de pareja, Andrew se subió enseguida a la máquina del tiempo. Más de 25 años viajó atrás en minutos para recordar aquellas semanas en que había cruzado España 25 años más joven entre trigales y campanarios que eran para él un alivio, «una señal de civilización en el horizonte» cuando llevaba horas andando sin un alma a la vista.
«Sam, ¿te apetecería caminar?», le dijo Andrew a su hijo considerando la idea de patear juntos de Saint-Jean-Pied-de-Port a Compostela un día como otro recogiendo la cocina en su casa de Manhattan. «La verdad es que no mucho», fue lo primero que dijo Sam. Cuando su padre le concretó que no se trataba de ir «al súper a por papel de cocina», sino de convivir caminando unas cinco semanas en el Camino de Santiago, Sam cambió de idea y soltó un «vale».
Sam tenía un asunto pendiente que preocupaba mucho a su padre, un asunto que llevaba alargándose año y medio: la ruptura de golpe de la primera relación seria de pareja. Consciente de esa manera tan light con que suelen pedir ayuda los adolescentes y recordando ese empujón vital del primer Camino recorrido, Andrew no tardó en comprar dos billetes de avión para él y su hijo, que debutaba en ser «un corazón roto».
Andrew es Andrew MCCarthy, un actor que cuando empezó a triunfar en el cine en Estados Unidos se vio perseguido por el síndrome del impostor a raíz de una crítica que lo señalaba como parte de «una panda de mocosos» con más gana de fama que vocación y actitud de currárselo. Ante su inseguridad, fueron los pies los que pudieron darle un vuelco al malestar de su cabeza al recorrer los 800 kilómetros del Camino Francés.
Polvareda de recuerdos. «Yo siempre quise volver a hacer el Camino. La primera vez que lo hice me cambió la vida. Me reveló cuánto miedo había dominado mi vida hasta entonces...», dice este padre peregrino que da cuenta de los frutos de la marcha física y emocional compartida con su hijo en el libro Caminando con Sam, una crónica peregrina novelesca, llena de verdades, historias, anécdotas y guiños literarios. «Como Sam tenía 19 años y estaba comenzando a hacer su vida, sentí que nuestra relación había comenzado a decaer», revela Andrew, que no oculta las dificultades iniciales de tratar de acompasar el paso al singular ritmo con un adolescente.
Sam se sentía cansado ya a 779 kilómetros de Compostela, cuando arrancando la marcha en Saint-Jean-Pied-de-Port, una joya natural a los pies del puerto de Roncesvalles de 1.500 habitantes (sin contar los miles de peregrinos que hacen allí parada en primavera y otoño), su padre le explicó la importancia de seguir las flechas amarillas para acertar el Camino, la historia de Pelayo el ermitaño y le enseñó una de las cosas fundamentales de su día a día en ruta: saber pedir en español un «café con leche».
«Yo sabía desde el principio que el mayor desafío sería mantener a Sam en marcha hasta que el hiciera clic», cuenta Andrew. «El segundo día, Sam me preguntó: ‘‘¿Qué sentido tiene esta caminata?”, y el tercer día: “¿Hay un aeropuerto en Pamplona?”», detalla sobre las «piedrecitas» que el adolescente veía al comienzo en ruta.
Padre e hijo siguieron caminando, y la resistencia inicial de Sam fue cediendo. Empezar una cosa es haber hecho la mitad, dice el proverbio. Con un pie en Estella, llegó en la cabeza adolescente el ansiado clic mental. A esa altura, Sam le dijo a su padre: «No llamaría a esto divertido, pero es satisfactorio», y Andrew sintió ya que el paso se empezaba a acompasar.
LA MEJOR ETAPA
¿Cuál fue la mejor etapa juntos?
«La entrada a Galicia, llegar a O Cebreiro y más allá. El impulso y la belleza de esa parte de España van ganando terreno conforme te acercas a Santiago. Estábamos en buena forma para caminar, los días parecían fáciles», responde Andrew. Ni la lluvia les aguó la marcha por Galicia, no les llovió. Alcanzado O Cebreiro, su manera de andar se volvió «más suelta, sustituyendo los andares chulescos que se habían impuesto en León», que sucedieron, relata Andrew en Caminando con Sam, «la determinación, a veces severa, de la Meseta», sustituta del impulso que les llevó hasta Burgos, «y este de la elasticidad de la fase riojana, que había disipado el nerviosismo» de los inicios en Roncesvalles.
Semanas antes de ganar la Compostela, Sam le dijo a su padre muchos «bro», le confesó que se sentía «narcisista», hablaron de la «Ex» (la primera ex merece la mayúscula), de esteroides, de botas y zapatillas, de padres con los que quedan reproches emboscados en silencio, de matrimonios fallidos y de padrastros y madrastras, entre coca-colas, tortillas, libros y referencias literarias y cinematográficas, como Hemingway (uno de los atractivos en Pamplona, ¡parada obligada en el café Iruña!) o El mago de Oz. «El Café Iruña, el favorito de Hemingway en Pamplona, fue el primer sitio de mi primer viaje por España donde me relajé», confiesa Andrew, que no esconde una de las «grandes verdades del Camino: los caminantes odian a los ciclistas, [porque] pedaleando se tarda menos de una semana en completar el recorrido» que yendo a pie.
Hacer por primera vez el Camino a Andrew, recuerda, lo convirtió, al fin, «en una persona capaz de terminar las cosas», algo que pensó que podía sucederle a Sam alcanzada la meta. La tensión de la relación de Andrew con su padre, el abuelo de Sam, fue una de las cuentas que sus pies ajustaron en ruta. A Sam se le aflojaron los cordones del nudo con su exnovia y se atrevió a preguntarle a su padre por qué habían roto su madre y él. «Para ser viejo y sabio hay que haber sido joven y tonto», le dice Sam a su padre (cambiando las tornas) a 528 kilómetros de su llegada a Santiago. Hacer el Camino pies con pies a este padre y su hijo les dejó varias enseñanzas. «Una de las cosas principales que aprendí fue que no tenía por qué tener respuestas. Tenía el máximo lujo que puedes tener con un hijo adulto: tiempo. Sabía que, simplemente, tenía que caminar a su lado y estar ahí. Que era suficiente con eso, el resto iría surgiendo», comparte este actor neoyorquino enamorado de Galicia.
¿Se parece hacer el Camino de Santiago a la paternidad?
«Es un camino largo y complicado... Algunos días son buenos, otros días son difíciles, pero en general, es un viaje maravilloso. Como la vida», resuelve Andrew con paso ligero y seguro.
El Camino mejoró la relación padre-hijo «10 sobre 10». «Cuando somos niños, no solemos ver a nuestros padres como personas que viven sus vidas, sino como un reflejo de nosotros. Y tendemos a hacer una versión de lo mismo como padres. Creo que Sam llegó a ver quién soy, y yo he podido ver el hombre en que él se está convirtiendo, separado de su familia. Fue un privilegio», añade Andrew.
¿Qué fue más valioso en este Camino, los kilómetros recorridos con los pies o los acortados de distancia emocional gracias a las palabras? «¡Trabajan juntos!
Esa antigua frase en latín Solvitur ambulando (‘Se soluciona andando') es absolutamente cierta», subraya.
Entonces, ¿el que camina... resuelve? «Amén», concede Andrew.
Compartir el Camino valió para hacer la transición de Sam a la edad adulta dejando el nido, y para aliviar esa primera ruptura de pareja del chico. «Sam todas las mañanas comenzaba a caminar y no hablaba. Algunos días me llevaba cinco minutos y otros días horas, pero finalmente Sam comenzaba a hablar sobre su ruptura y tenía mucho que sacar y procesar. Caminar hizo que todo fuera más fácil. Creo que hizo en cuatro semanas caminando lo que le llevaría un año procesar», opina su padre, que se manifiesta convencido de que «no hay otro lugar como Galicia cuando brilla el sol».
Fue en agosto del 2021 cuando llegaron a Compostela, y desde ese agosto de hace tres años, Sam ha hecho el Camino dos veces más. «¡Está enganchado! —revela su padre—. Creo que a mí aún me queda uno más, pero me estoy haciendo mayor, así que será mejor que nos atemos las botas pronto...».
0 comments :
Publicar un comentario