ESPAÑA,
ZONA DE CONFORT
CRIMINAL
👮
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Todo lo que está en juego en la conservación
de nuestra libertad y seguridad
Sofisticadas organizaciones criminales internacionales.
Mandos policiales que han convertido la seguridad en su cortijo.
Una sociedad temerosa y desorientada frente al deterioro de su país.
Cientos de asociaciones y ONG subvencionadas que convierten el drama en negocio.
Una clase política incompetente y cobarde, cuando no condescendiente con el crimen.
Estos son los principales atributos de la zona de confort criminal en la que se está convirtiendo España. Para Josema Vallejo y Samuel Vázquez, la seguridad y la lucha eficaz contra el crimen van más allá de la tradicional división política entre derecha e izquierda. En nuestras costas, en Barcelona, Madrid o en muchas otras ciudades se libra una pelea diaria en la que estamos perdiendo terreno frente a las mafias, las bandas organizadas, el narcotráfico, el tráfico de personas y la violencia extrema.Mientras tanto, late un conflicto silenciado en parte por el ruido mediático. Es el que enfrenta a una poderosa minoría con intereses en un sistema inoperante y en buena medida corrupto contra una mayoría ciudadana que lo sufre. Este libro dedica sus páginas a explicar la relación entre ambos problemas y cómo sin resolver el segundo será imposible superar el primero. Se trata de una batalla trascendental que tendremos que afrontar como sociedad si queremos conservar la libertad, el bienestar y los valores que le habían dado forma.
Introducción
UNA POLÍTICA PROCRIMINAL
Cuanto más cerca está la caída de un imperio,
más locas son sus leyes.
Atribuido a Marco Tulio Cicerón
Elitecracia, una agenda política que nadie
ha votado
Uno tiene la sospecha de que las reglas del juego social están,
como mínimo, parcialmente adulteradas. Las noticias de pequeños
y grandes hechos delictivos nos han acompañado desde que tenemos memoria, ya se trate de hurtos, robos, palizas, violaciones,
asesinatos, secuestros o terrorismo. Desde que existen los medios
de comunicación y podemos conocer, casi en tiempo real, lo que
ocurre en el mundo, y aunque las personas honradas saben que
poco podemos hacer por evitar que el crimen exista, lo único a lo
que podíamos aspirar era a que no nos afectara a nosotros o a los
nuestros. Veíamos el telediario y en algún lugar remoto —y si era
en España, siempre en las habituales zonas marginales—, los dramas se sucedían, pero, por lo menos, no en nuestro barrio, no
debajo de nuestra misma casa. La verdad es que vivíamos relativamente tranquilos porque, a excepción de las bombas y los tiros en
la nuca de ETA —y durante mucho tiempo convencieron al españolito medio de que eso solo le ocurría a los militares, policías
y guardias civiles—, la probabilidad de convertirte en víctima de
la violencia era muy baja.
Hay quien sostiene que la delincuencia es una disfunción social
que puede solventarse por la vía de la educación y con aquella cacareada máxima de la «igualdad de oportunidades», pero todos sabemos ya que ese razonamiento, que tenía sentido en los contextos
sociales de mediados del siglo pasado, está dejando de servir en el
mundo actual, donde la criminalidad tiene otro rostro y otros métodos operativos más globalizados y peligrosos.
El fenómeno clásico de la delincuencia, el de tirón de bolso y
atraco a farmacia es fácilmente comprensible. Como decía Sabina
en «Princesa»:
Tú que sembraste en todas las islas de la moda las flores de tu
gracia
¿Cómo no ibas a verte envuelta en una muerte con asalto a
farmacia?
¿Con qué ley condenarte si somos juez y parte, todos, de tus
andanzas?
Sigue con tus movidas, nena, pero no pidas,
que me pase la vida
pagándote fianzas.
En ese modus vivendi ochentero, el contexto social de tu existencia, tu cuna, los posibles de tu familia, tu entorno y tu barrio sí condicionaban de manera evidente tu conducta futura, y sin justificar ni
entrar en grandes debates técnicos sobre criminología, sí podía explicar algunos comportamientos antisociales (la mayoría no tenían otra
explicación que una palabra: heroína). Por eso, Sabina también dejó
claro su negativa a condenar ese comportamiento antisocial: «¿Con
qué ley condenarte si somos juez y parte, todos, de tus andanzas?».
Y es que resultaba obvio. De madre prostituta y padre alcohólico, o de padre toxicómano y madre ausente o desde la crianza en
el descampado, rodeado de jeringuillas, difícilmente, aunque se hayan dado casos, encontrábamos veinte años más tarde a la siguiente generación de doctores en Filosofía o Arquitectura.
La responsabilidad de aquella sociedad desordenada era de todos, pero ese contexto social ya no opera hoy como un marcador
definitivo, aunque de eso hablaremos más tarde.
Una puñalada es una puñalada, y todos sabemos lo que ocurre
cuando te apuñalan en el corazón. El titular es fácil de leer y la noticia sencilla de entender: «Joven de veinte años muere apuñalado».
Y cuando lees en el cuerpo de la noticia que el muchacho estaba
en la puerta de una discoteca y que llegó un grupo de chavales de
una banda y le clavaron un pincho en el corazón, ya tienes claro lo
que ha pasado. Algunos ciudadanos, tengan hijos o no, toman conciencia y se preocupan porque ven que el rumbo de la sociedad no
es el correcto; otros solamente se interesan por el problema cuando
tienen hijos.
Sin embargo, también hay una parte anestesiada, tenga descendencia o no, que cree que esas noticias son falsas, que nada de eso
ocurre y que España es el país más seguro del mundo mundial porque gobiernan los suyos. Y también creen, por el contrario, que el
mismo día que dejen de gobernar los suyos, pasará a ser un nido de
delincuentes. Sí, es curioso comprobar que hay personas que no
creen que dentro de nuestro mundo brillante se esconde uno muy
oscuro. No importa cuántas noticias lean o cuántos testimonios
escuchen, no lo creen hasta que no lo sufren. A veces, ni así llegan a
creerlo. No saben lo rápido que el caos se extiende cuando las leyes
se malean y corrompen, cuando el principio de igualdad se quiebra
y cuando no se apoya a los agentes del orden. No entienden que los
lobos acechan y que las ovejas están perdidas si atamos a los perros
pastores. La realidad es que existen personas que tienen la desgracia
de nacer con el cerebro averiado, y otros de ir a caer en familias
completamente desestructuradas que viven en, por y para la delincuencia. También los hay malvados, viles, que disfrutan haciendo
daño. Se les ve de lejos, casi lo llevan escrito en la cara. No obstante,
los hay con exquisita educación y formación académica de alto
nivel, con cabal apariencia y modales, pero que son criminales sin escrúpulos ni empatía. No se manchan las manos, pero con su acción, arruinan vidas y empresas e, incluso, destruyen naciones. Esta
delincuencia, por lo sofisticada, pasa desapercibida para el común de
los mortales hasta que, por azar, se tropiezan con ella de morro: el
capital de una inversión que desaparece, los fondos de la cuenta
corriente de una caja de ahorros que se han volatilizado, el dinero
de unas pensiones contributivas «garantizadas» para las que ya no
hay garantías porque el sistema es inviable, ingentes cantidades en
subvenciones que siempre reciben los mismos, administraciones
desleales o dinero público que «no es de nadie» —aunque en el
fondo sabes de sobra que parte de ese dinero público es tu dinero—,
la especialidad del niño bien que estudió económicas o empresariales
y acabó arruinando la empresa que fundó su padre o el que, a sus
tiernos dieciocho añitos, se afilió a las juventudes de un partido y
acabó en un consejo de administración. En fin; el peculio, la divisa, el
oro y el papel moneda suelen ser el objeto deseado de la «criminalidad limpia» y de la «criminalidad sucia», pero a diferencia de la «sucia»
—donde lo que se busca es un Audi más grande, una cadena de oro
más gorda o un adosado donde construir una piscina de mármol y un
baño con grifería dorada—, la «limpia» o de corbata busca simple y
llanamente poder, con todo lo que el poder implica.
¿Qué ocurre con la delincuencia que tradicionalmente se llamó
de guante blanco? Y no nos referimos al elegante ladrón que roba
un Rembrandt en un museo. Hablamos del chorizo de traje y corbata con cargo público que se vale de su puesto para llevárselo
crudo, o para que otros se lo lleven a cambio de posteriores favores
y puertas giratorias, o bien del que permite con su acción u omisión que el delincuente profesional tenga una carrera fecunda. El
político, el gobernante, el diputado, director general o secretario de
Estado que, con sus leyes absurdas o participando del sistema, contribuye a que nuestro país se esté convirtiendo en un nido de criminalidad y podredumbre, cada día más apestosa, ante la que ese ciudadano honesto, del que empezábamos hablando, está desamparado e impotente. Ni siquiera puede defenderse ya que esas mismas
leyes que miman al delincuente, examinarán cada uno de sus movimientos el día que —Dios no lo quiera—, miembros de un clan
entren en la casa donde duermen sus hijos de madrugada.
—¿Fue usted proporcional? ¿Fue congruente? ¿Hubo necesidad racional del medio de defensa empleado? ¿Y ese disparo por la
espalda?
—¡Yo qué sé! Estaban mis hijos durmiendo y ellos eran tres
encapuchados. Agarré la escopeta y disparé a todo lo que se movía.
Estaba yo como para pensar. ¿Por qué no los examinan a ellos?
Nayib Bukele, presidente de El Salvador, ha hecho célebre la
frase que algunos llevamos casi una década pronunciando:
«Cuando
un gobierno no combate efectivamente la criminalidad no es porque no tenga la capacidad de hacerlo, sino porque los cómplices de
los criminales están en el Gobierno».
Y así es: las naciones podridas son hijas de dirigentes podridos.
Dirigentes que provienen de una sociedad que primero es individualista, después indolente ante la desgracia ajena y, al final, víctima
de su propia inacción cuando la delincuencia la aplasta y ya es demasiado tarde para todo. Este es el escenario actual. El fin del mundo occidental. Un mundo sometido a una agenda que nadie ha
votado, que nadie termina de entender y ante la que nadie protesta,
porque los líderes de los habituales agentes de agitación callejera, los
jóvenes de la izquierda, rebeldes de IPhone, Vans y X —antes Twitter—, han sido comprados por las élites que promueven esa agenda
para que actúen como disidencia controlada, defendiendo todos y
cada uno de los puntos del oscuro ideario que, repetimos, nadie ha
votado: la elitecracia.
La elitecracia es el poder oculto, difuso. Es la mano que mece el
mundo. Todos hablamos de ese poder, pero nadie lo conoce. Cuidado, amigo, porque convertirse en siervo de la elitecracia es muy
sencillo. Basta con leer poco o leer mal. A veces basta con leer demasiado de lo que algunos han escrito para adoctrinar a los que les
han de servir.
En ocasiones, esos siervos pueden llegar a ocupar cargos de
relevancia intermedia, pero muy bien remunerados. Es ahí, cuando
pobres desgraciados que hasta entonces eran personas normales o
lo parecían, pasan de ser corrientes asalariados a ostentar carguito y,
es ahí, cuando sacan lo que llevan dentro y demuestran que este
mundo no tiene arreglo.
Es el albañil convertido en concejal que, de pronto, se transforma en promotor y constructor, pelotazo mediante. Es el abogado, la
juez, el empresario y el camarero, la arquitecta y la metre del hotel;
la médico y el músico de orquesta que, por alguna magia o hechizo,
reciben una pizca de poder político y se vuelven locos, ajenos a lo
humano, y pasan a creerse el ombligo del mundo, a llegar tarde a
todas partes porque, mientras que antaño no eran nadie, ahora se
creen muy importantes.
En ese proceso, una profesora de la concertada, por ejemplo,
que gana poco más de 1.600 euros al mes, consigue un carguito a
base de sonreír y aparecer en todos los actos del partido, sabiendo a
quien tiene que hacer la pelota y que, en poco tiempo, pasa a cobrar
3.000 euros y, después, 4.000 —y, aun así, le sigue pareciendo poco
y se permite el lujo de decir que «pierde dinero en política»—, se
pierde la noción de la realidad. Es en el juego de mantenerse y de
querer lo que es de otro, en el que no importa mentir, trepar y medrar, levantar falsos testimonios contra los que tiene a su alrededor,
con tal de seguir saliendo en la foto. Y es en el momento en que
empieza a exigir que le lleven cada día el café al despacho o a pedir
que le cambien las obras de arte de la pared porque «le parecen muy
tristes» cuando, alguien que no era nadie, se viene arriba y cree que
los que eran de su categoría laboral hasta hace un par de meses
ahora son sus esbirros. En ese periplo se consiguen arruinar otras
vidas y, aunque ellos no se den cuenta, acaban convertidos en mamarrachos apesebrados cuya única opción —porque en cualquier otra esfera de la vida se morirían de hambre o ganarían cuatro chavos—, es seguir agarrados al clavo ardiendo del miserable puestecito que justifica su patética existencia.
Es la condición humana, parece ser, envidia y codicia. Y más
que envidia y codicia, cobardía y paranoia. El siervo de la elitecracia
siempre está alerta, porque se cree elegido y, a su alrededor, todos
conspiran para arrebatarle su puesto. El siervo cree que lo espían,
que tiene micros en el despacho, agentes de información que lo
siguen; cualquier noticia sin importancia en la que sea citado, es
para el siervo una afrenta directa a su persona. Todos se han confabulado en su contra. La desconfianza y el miedo que siente no son
otra cosa que el reflejo de su mediocridad y su estupidez. No tolera que nadie le lleve la contraria. El siervo de la elitecracia necesita
de la mentira y el halago, porque tiene tanto miedo de los que le
dominan que ejerce su despotismo sobre los que están por debajo de
él. Exhibir sus constantes caprichos y su despotismo es la forma
de colmar su necesidad de sentirse importante. Siempre está rodeado de gente con la que sonríe y se abraza, pero no ama ni es amado.
No es extraño que este tipo de gente, que se cree con derecho
a tenerlo «todo pagado», acabe creyendo que todo el presupuesto de
una institución les pertenece. Y así pasa que, a fuerza de ir contratando y comprando para sí o sus acólitos, acaba tejiendo una red
clientelar de favores, cohechos, prebendas y tráfico de influencias
que se lleva toda la pasta. Y se sorprende cuando la UCO de la
Guardia Civil entra en su casa y se lo lleva engrilletado y se pregunta qué ha hecho mal.
Gobernar para el crimen
El crimen es tan antiguo como el mundo. Se ha usado como método de supervivencia, como forma de enriquecimiento o como sistema de desestabilización política mediante el terror, pero en muchas ocasiones se ha desarrollado con la complacencia de las más
altas esferas del Estado.
Es por eso que llega un momento en la historia de todo país en
el que los ciudadanos de a pie —confiados en que por encima de
ellos hay un sistema protector y garante de sus derechos, con una
maquinaria que sanciona al malo y recompensa al bueno y que
incluye a una policía que impide cualquier desorden y agresión—
se caen del guindo y se dan cuenta de que están solos, de que son
esclavos del sistema y no ciudadanos, de que son el juguete del
poder y no el objeto de su cuidado.
Ese día, cuando la protección ha fallado, cuando el daño se ha
producido y es irreparable, no importa qué indemnización puedan
recibir, la desesperanza cunde en las víctimas y sus familias. Esas
familias ya nunca esperarán nada del sistema ni de sus leyes. Resignados a vivir su sufrimiento en soledad, podrían llegar a asumir que
su pérdida fuera olvidada por la sociedad, pero lo que jamás podrían
imaginar es que su pérdida, su inmenso sacrificio, fuera despreciado
precisamente por las más altas instituciones de un Estado al que,
ahora, ya consideran cómplice.
«Ya no me quedan dudas de que cerrarás más veces los ojos y
dirás y harás muchas más cosas que me helarán la sangre».
Estas palabras son parte de una carta que Pilar Ruiz escribió en mayo de
2005 al entonces secretario general del Partido Socialista de Euskadi, Patxi López, cuando el PSOE comenzaba a blanquear la historia
de la banda terrorista ETA por intereses políticos. Entonces no se
usaba el término «viral» y las redes sociales estaban en pañales, pero
el contenido de la carta corrió como la pólvora en la prensa, televisión y radio. Sin embargo, el mensaje no debió llegar a Patxi López
ni a ninguno de los miembros del gobierno de José Luis Rodríguez
Zapatero, entonces en el poder. Si llegó, se lo pasaron, como vulgarmente se dice, por el forro.
Para entender por qué Pilar Ruiz tenía motivos para estar cabreada, conviene explicar que era la madre de Joseba Pagazaurtundúa, militante socialista y jefe de la Policía Local de Andoáin asesinado por ETA el 8 de febrero de 2003, dos años antes de que
escribiera tan proféticas palabras.
Pagaza, como le llamaban sus amigos, fue sistemáticamente acosado por los vecinos de su pueblo e, incluso, por los mandos policiales
de la Ertzaintza, que ignoraron deliberadamente cuantas informaciones sobre el entorno de ETA intentó trasladar a la cúpula para que se
produjeran detenciones. A raíz de ello y de que comunicó a la Guardia Civil aquellos datos y se desarticuló un comando terrorista, su
calvario se tornó martirio. El entorno abertzale quemó cuantos coches tuvo, incendió la fachada de su casa, amenazó su vida y la de su
familia. Pagaza solicitó en reiteradas ocasiones su traslado y escribió a
Javier Balza, consejero de Interior del gobierno vasco, afirmando que
«cada día veo más cerca mi fin a manos de ETA». Este no hizo absolutamente nada. Cuando a Joseba le volaron la cabeza de cuatro tiros,
mientras estaba en un bar, negó haber recibido aquellas cartas.
Al año siguiente, el ayuntamiento de Andoáin le concedió la
medalla al mérito, con los votos en contra del PNV y Eusko Alkartasuna, otro de esos partidos que han acabado por integrarse en
Bildu. La excusa que utilizaron para votar en contra de la condecoración fue que «el homenaje rompía los consensos».
En mayo de 2006 un soplo a los responsables del aparato de extorsión de ETA, ordenado por parte de la cúpula del ministerio de
Interior, dirigido entonces por Alfredo Pérez Rubalcaba, desbarataba
en el bar Faisán de Irún (Guipúzcoa) una larga investigación para
desmantelar parte del sistema de extorsión de la banda. Este suceso
coincidió casualmente con la tregua de ETA, conseguida por Zapatero.
Esta «tregua», vendida a la sociedad española como «el fin de ETA» y
que, tras unas cuantas bombas, unos cuantos muertos y muchas bajadas de pantalones del Gobierno, culminó con una grotesca puesta en
escena, digna del más disparatado episodio de La Vida de Brian, en la
que los terroristas presentaron cuatro pistolas oxidadas fingiendo que
entregaban todo su arsenal y renunciaban a la lucha armada.
La citada escenificación, por lo ridículo, podría haber encajado
perfectamente en un gag de La hora chanante y resultaría graciosa de
no ser porque, detrás de aquellos asesinos embozados, había tantos
crímenes. Entregaron aquellas pistolas roñosas, unos petardos y cuatro escopetas, pero guardaron a buen recaudo abundante material
por si volvían a necesitarlo. Por lo demás, efectivamente, renunciaron a la «lucha armada». Eso dijeron. Ya no les hacía falta.
Cuando a la banda de valientes que disparaban siempre por la
espalda ya no le quedaba un hálito de vida, derrotada por el ejército,
los policías y los guardias civiles, la tregua del PSOE supuso para
ellos un balón de oxígeno. Y todo para poder vender en el futuro
que el fin de ETA había sido éxito y mérito suyo. ¿Cómo no se le
iba a helar la sangre a los familiares y amigos de las víctimas?
ETA y sus grupúsculos acababan de vencer al Estado. A partir
de entonces, dictan el destino de millones de españoles desde sus
escaños en el Congreso de la nación que odian y, poco a poco, con
la sabiduría de la experiencia que acumulan en la materia, secuestran las instituciones de la autonomía vasca, desplazando al Partido
Nacionalista Vasco, al que bien empleado le está, pues fueron los
padres y abuelos que consintieron a los niños mimados de la borroka
que hoy les disputan en el poder.
Aun así, los etarras no se resistieron a una última demostración
de fuerza. El 30 de diciembre de 2006 volaron el aparcamiento de
la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, mataron a dos personas,
dejaron millones de euros en daños y, ni por esas, el Gobierno fue
contundente en su mensaje de condena ni en su acción. Llegaron
incluso a justificarlo con los habituales «no querían», «se les fue la
mano» o «avisaron, pero fue tarde». El propio ministro Pérez Rubalcaba afirmó que «probablemente no formaba parte del plan de ETAque murieran dos personas», y el presidente Zapatero se refirió al atentado diciendo que había sido «un accidente». El Estado de derecho volvió a agachar la cabeza.
Veinte mil personas se encontraban aquel día en la terminal. No
fue una masacre de proporciones bíblicas porque cientos de policías,
vigilantes de seguridad, empleados de las compañías aéreas y personal
del aeropuerto se jugaron la vida para evacuar la terminal y el aparcamiento. No llegaron a tiempo para salvar a los ciudadanos ecuatorianos Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate, de diecinueve y
treinta y cinco años, respectivamente, que se encontraban en sus vehículos, esperando a unos familiares. Fallecieron enterrados bajo toneladas de escombros. Veintiséis personas resultaron heridas.
El Gobierno despachó la muerte de estos pobres currantes, que
habían venido a nuestro país a trabajar como mulas para proporcionar
un mejor futuro a sus familias, con una serie de actos difundidos a
bombo y platillo. Retornaron los cadáveres a su país. ¡Qué menos!
Les dieron 280.000 míseros euros de indemnización y, en febrero de
2007, publicaron en el BOE la concesión de la medalla de oro al
mérito en el trabajo. Como siempre, tarde; como siempre, tapando los
cadáveres con tierra y las negligencias políticas con pompa y boato.
Muchos personajes fueron los protagonistas de aquella España
oscura de finales del siglo pasado, que nos trajo hasta esta era aún
más tenebrosa. José María Setién, el obispo de San Sebastián, que
desde la década de 1980 cobijó en el seno de la iglesia a los terroristas, dio continuidad a la tibieza de parte del clero vasco que se
olvidó del «no matarás». Javier Arzalluz, el político del PNV que se
solazaba de recoger las nueces que caían de los árboles que agitaban
«los chicos de la gasolina». Baltasar Garzón, el juez que llevaba demasiado tiempo entretenido instruyendo la trama de extorsión etarra sin llegar a ninguna parte. Fernando Grande-Marlaska —que,
siendo juez, ordenó a los guardias civiles que llevaron el caso Faisán
que «solo le informaran a él y no a sus superiores»—, años más tarde, ya como ministro del Interior, cesó al coronel Pérez de los
Cobos por informar solo al juez y no a sus superiores.
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