HISTORIA DE
LA NACIÓN
ESPAÑOLA
UNA HUELLA MILENARIA
De los tartesos a la
Constitución de Cádiz
Si unos afirman los orígenes de la nación en los tiempos más remotos, otros niegan su existencia histórica y cuestionan incluso su vigencia hoy. Para ilustrar a ambos grupos, en diálogo con todos, escribe esta monumental obra el medievalista Rafael Sánchez Saus, que se sumerge en la Antigüedad y la Edad Media buscando la huella milenaria de España. Una identidad que ya era reconocible en los tiempos visigodos y que, lejos de deshacerse con la invasión islámica, tomó cuerpo entre la resistencia cristiana de la Península.Los Reyes Católicos aterrizaron la utopía en el campo de la realidad política, mientras que la Monarquía hispánica, en siglos decisivos para Europa, optó por una relación con los distintos territorios del Imperio que retrasó la necesaria integración al mismo tiempo que proyectaba a España hacia un destino más universal que propio.Este libro profundiza en el largo proceso por el que ha caminado la nación española hasta que las Cortes de Cádiz le dieron su primera forma política soberana. Un camino lleno de obstáculos que ha dejado cicatrices visibles en la identidad compartida. En estas páginas se abordan de frente controversias como la pertinencia de la leyenda negra, la difícil convivencia de cristianos y musulmanes en el seno de al-Ándalus, el efecto decisivo de la repoblación medieval y las peculiares características del dominio español en América.
¿QUÉ ES UNA NACIÓN?
La nación, un concepto cambiante y una realidad actuante
El sentimiento nacional es uno de los más potentes que cualquier hombre, desde hace algunos siglos, puede experimentar. Ese sentimiento se halla respaldado por el hecho innegable de que las naciones se han mostrado capaces de dar forma a los elementos identitarios presentes en toda sociedad, de protagonizar grandes procesos históricos y generar culturas y estados. Esa impresionante realidad contrasta con la endeblez y relatividad del concepto que las sustenta, de modo que los debates sobre si una u otra comunidad es o no es una nación pueden prolongarse de manera indefinida según lo que se decida primar por las partes.
El profesor español afincado en México Tomás Pérez Vejo ofrece una interesante clave para explicarnos esta paradoja: si bien es cierto que la nación suele presentarse a sí misma como cualitativamente diferente de cualquier otra forma de identidad, «la definición de cada nación concreta se basa en una lógica de tipo acumulativo, en la que su existencia o no existencia aparece determinada por la suma de rasgos diferenciales como la raza, la lengua, la historia, la cultura, la tradición, etc. El problema es que esta acumulación cuantitativa no supone, en la práctica, un índice de nacionalidad creciente» (2001, 45).
En efecto, es fácil constatar que existen comunidades que reúnen la mayoría de las condiciones que se suponen necesarias o convenientes para ser consideradas una nación y, sin embargo, carecen de conciencia nacional; mientras que otras que no las poseen, la tienen de forma acusada y evidente.
«A pesar de que las naciones solo surgen cuando ciertos lazos objetivos —descendencia común, territorio, lengua, entidad política, costumbres, tradiciones, religión, etc.— delimitan a un grupo social, muy pocas poseen todos y, lo que es más importante, ninguno de ellos es determinante para la existencia de una nación» (ídem).
Sin embargo, la complejidad, ambigüedad y versatilidad del concepto de nación no pueden llevarnos a su negación, tal es la fuerza con que se han manifestado y se manifiestan a lo largo de la historia. Lo que tal vez sea inútil es tratar de encontrar una definición objetiva de nación. En cada una de ellas encontraríamos, en diferente combinación y grado —precisamente por eso se configuran como naciones diferentes unas de otras— los siguientes componentes: una comunidad de sentimientos y experiencias que se renueva con cada generación, una elaboración cultural y política sedimentada por el tiempo y que origina un discurso histórico-político coherente y convincente y, quizá lo más importante, una realidad histórica demostrable por su actuación a lo largo de periodos que, en algunos casos, pueden ser muchos siglos. Naturalmente, una tal realidad histórica, para poder hacerse presente en tiempos tan dilatados, ha de ser necesariamente apta para la evolución, cambiante en sus formas y manifestaciones. Pero cometeríamos un grave error si de ese carácter polimorfo y cambiante extrajéramos la conclusión de falta de sustancia o, peor aún, inexistencia.
Para el contemporaneista Juan Pablo Fusi, la formación de las naciones y la aparición de las identidades que las definen son «procesos complejos y lentos, de orígenes imprecisos, evolución conflictiva y consolidación tardía y abierta» (2000, 39). Esos procesos están condicionados por numerosas variables, entre las que destacan las geográficas, religiosas, lingüísticas y culturales en general, pero también por acontecimientos que poseen fuerza suficiente como para acelerar su toma de conciencia, tales como invasiones extranjeras, guerras de conquista, conflictos internos, advenimiento o desaparición de dinastías regias, etc., así como por la acción que sobre el cuerpo de la nación ejercen ideas, creencias y valores comunes. Sobre esos materiales —de compleja intelectualización pero muy fácil comprensión y aceptación casi intuitiva— el nacionalismo de los siglos xix y xx supo crear sentimientos muy fuertes de comunidad, presentados a menudo de forma idealizada y retórica, que proyectó hacia el pasado, un pasado remoto, cuanto más antiguo mejor, de manera que esas mismas comunidades nacionales pudieran llegar a imaginarse como procedentes de la noche de los tiempos e inextinguibles, prácticamente atemporales en lo que respecta a su pasado y a su futuro.
Frente a esta visión, hoy desacreditada aunque no exenta de fuerza movilizadora, se alza la verdad histórica que presenta a las naciones como el resultado —siempre cambiante y abierto a un futuro por esencia desconocido— de herencias diversas y procesos históricos complejos, como realidades políticas y sociales no permanentes, si bien es preciso que con elementos identitarios de consistencia y perdurabilidad suficientes, renovables o desechables con el tiempo, que en cada momento permitan la existencia de la comunidad, faciliten la integración de los individuos y aseguren su reproducción en las siguientes generaciones. «Pero algo sabemos con claridad: que origen común, comunidad de lengua, cultura e historia, y ocupación de un mismo territorio fueron siempre factores esenciales en la aparición y formación del sentimiento de identidad nacional» (ídem, 36-37).
Estos factores señalados por Fusi no son de descubrimiento reciente, ni siquiera de los últimos siglos; los hombres de otros momentos históricos eran tan sensibles a ellos como nosotros, aunque no extrajeran las mismas conclusiones de su existencia, pues existían también en sus comunidades, con fuerza similar o aún mayor, otros factores capaces de generar sentimientos de identidad superiores al nacional. Esta cuestión está unida al hecho de que las palabras implicadas en estos procesos identitarios, empezando por la de nación, poseen la fuerte polisemia que cabe esperar de su larga utilización, a menudo llena de pasión individual y colectiva. Pero esa polisemia tampoco nos debe llevar a la falsa conclusión de que esas expresiones han significado mucho menos que hoy hasta el punto de hacernos negar la realidad que toda palabra revela y, al mismo tiempo, esconde. Por ejemplo, el modernista Mateo Ballester nos advierte con razón que el uso de la palabra «nación» en la España de los siglos XVI y XVII, aún habiendo experimentado una transformación semántica desde entonces, no significaba una realidad esencialmente diferente de la que hoy designa (2010, 43).
Algunos van aún más lejos en su intento de conceptualización y, por ende, de descarnar la nación. El problema es que, cuando tal cosa sucede, en algún momento la nación —tal como la conocemos y como ha podido cumplir su papel histórico, que ha sido y es inmenso— se nos desdibuja y deja de ser esa comunidad capaz de suscitar sentimientos de profunda pertenencia, responsabilidad y hondo afecto. Cuando Pérez Vejo escribe «se trata de ver la nación, no como una realidad objetiva y objetivable, sino como una representación simbólica e imaginaria, como algo perteneciente al mundo de la conciencia de los actores sociales» (ídem, 61), notamos que la nación, tal como la vivimos y la vivieron nuestros padres, tal como ha sido sentida colectivamente por generaciones de individuos de cualquier nacionalidad, se ha esfumado. No está ahí. Por más que un instante después se afirme: «Sin que este carácter imaginario y simbólico impida, por supuesto, que tenga eficacia social, “que exista” como realidad social».
No, entre la nación y, por ejemplo, el sistema métrico decimal, tan eficaz y necesario, o cualquier otro ente de razón sin existencia real hay una gran diferencia. No es ese el campo en el que la nación está llamada a desplegarse. Por eso nos parece muy oportuna la matización de Mateo Ballester que nos invita a considerar que «el objeto de la discusión teórica verse sobre la existencia o no de una nación, en lugar de sobre la existencia o no de una identidad nacional, no supone ventaja alguna» (ídem, 33).
Y es que el concepto de nación, lejos de la fría disección de Pérez Vejo, no puede obviar que la confluencia de identidades individuales hacia una misma entidad simbólica, al mismo tiempo que dota de vida a esta, la potencia de manera superlativa y la transfigura. El ente global, la nación, «trasciende la suma de las identidades individuales que lo conforman, y termina definiendo a todo el colectivo» (ídem). Por eso, la nación es desde hace siglos, y ya con carácter prácticamente universal, la base y el aglutinante de las identidades personales y comunitarias; el único sujeto colectivo reconocido por el derecho internacional con la capacidad de ejercitar los derechos políticos de más alta significación —tal el de autodeterminación— derechos que son inalcanzables para entidades de tan altísimo papel histórico y cultural como pueden ser las Iglesias, las organizaciones económicas, políticas, sindicales o ideológicas. Como han señalado algunos autores, las naciones son «colectividades sustanciales».
Teorías esencialistas, modernistas y perennialistas sobre la nación
Hasta no hace mucho tiempo, el amor, la devoción y la lealtad hacia la propia nación se medían política y socialmente por las demasías que se estuvieran dispuestas a afirmar en su exaltación y defensa. En el caso de España, la fácil tentación era recrearse sin límite en las innegables glorias del pasado, en remontar ese pasado de la nación hasta «los tiempos más remotos», por no hablar de la apelación a una «contextura vital» hispana, detectable desde la protohistoria, como quería todo un Sánchez-Albornoz, si bien era también él quien afirmaba que «no hay un arquetipo definido y definitivo de lo hispánico». Esas concepciones de la nación, aunque pudieran estar presentes en historiadores de gran reputación, eran en realidad herederas de la tradición decimonónica, cuando era creencia común que las naciones —realidad primera y necesaria sobre la que sostener el andamiaje del Estado liberal— eran un fenómeno tan viejo como la humanidad histórica, de modo que los distintos pueblos en los que esta se dividía eran reconocibles por rasgos externos característicos de raza, lengua y cultura. A partir de ellos, y mediante procesos de surgimiento espontáneo de sentimientos de solidaridad interna y diferenciación externa, se habría llegado a los fenómenos complejos característicos de la modernidad, ante todo a la plena conciencia nacional y al descubrimiento de los derechos políticos correspondientes.
Hoy es difícil encontrar historiadores o pensadores defensores de ese esquema. Un esquema que, sin embargo, sigue siendo útil en los debates sobre la nación para situarse frente a él y así encontrar pie para proclamar, con aparente justificación, principios absolutamente diferentes.
Así, por ejemplo, José Álvarez Junco —en la introducción a uno de sus libros más influyentes sobre la nación, el sintomáticamente llamado Dioses útiles— explicita su voluntad de «rechazar todas las explicaciones que tengan que ver con esencias, mentalidades, caracteres colectivos o “formas de ser” de los pueblos» (2016, XVI). Al menos este autor no niega que las naciones —aun siendo, según cree, construcciones históricas de naturaleza contingente, sistemas de creencias y emociones de los que se benefician políticamente las elites locales— responden a viejas identidades colectivas a las que se acabó atribuyendo la soberanía sobre un territorio. Pero el ya citado Pérez Vejo estima necesario, como consecuencia del rechazo a cualquier forma de esencialismo, relativizar la importancia de la nación, hasta el punto de afirmar que en un mismo territorio pueden darse identidades diferentes y hasta opuestas, sin que ninguna posea mayor legitimidad que las restantes:
«Es tan legítimo, o ilegítimo, abogar por la existencia de una nación indoeuropea como de una nación maragata, de una nación española como de una nación vasca, de una nación iberoamericana como de una nación castellana» (2001, 65).
¿Qué criterio mantener ante el inevitable conflicto? «La bondad o maldad de una nación determinada solo puede medirse en función de su capacidad para garantizar los derechos individuales y colectivos del mayor número de personas posibles». Coherentemente, remacha Pérez Vejo, es preciso negar la preexistencia de una conciencia histórica como substrato de cualquier identidad colectiva de tipo nacional. Todas las naciones, pues, son arbitrarias, «fundamentan su existencia en una arbitrariedad de partida». Este es el escenario teórico perfecto, sin duda, para que los hacedores y deshacedores presentes y futuros de naciones puedan actuar con impunidad y total quietud de conciencia, sobre todo si los referimos a la presente realidad nacional española, en proceso activo de desestructuración a partir de la negación o giro radical en la interpretación de las más elementales nociones de su historia.
Así las cosas, no podemos extrañarnos de que alguien de la autoridad y templanza de un Miguel Ángel Ladero advirtiera, ya en 1998, que las criticables imágenes esencialistas sobre la nación española, trufadas de imágenes identitarias que a veces se remontaban a tiempos medievales, habían sido sustituidas, en radical bandazo, por las que reducían a España al mero concepto político de Estado y relegaban «cualquier significado anterior de la palabra al campo de la geografía descriptiva» para sustituirla por la perífrasis «este país»:
«Si la situación anterior producía exageraciones y visiones deformadas o parciales, esta me parece peor porque parte de una falsedad esencial, aunque frecuente en nuestra realidad histórica […] Pero todo podría llegar si la voluntad lo quiere y entonces ocurriría, tal vez, que se olvidara algo bastante claro todavía hoy, a mi entender: que el concepto de España es, ante todo, un concepto histórico y cultural, más allá de lo geográfico y más allá de lo político, que son dos de sus elementos componentes, relativamente fijo el primero, cambiante en el tiempo el segundo» (1998, 15).
Descartado el esencialismo, conocidas algunas derivas de su radical negación y la necesidad de un cierto equilibrio y mesura en temas de tal trascendencia y potencial conflictividad, podría ser bueno que nos adentráramos algo más en la evolución del concepto de nación en los últimos tiempos para así poder situar mejor lo que este ensayo tratará de mostrar. Tal vez la principal divergencia conceptual se produce entre quienes no conciben la nación en ausencia de la soberanía nacional, es decir, no podría hablarse de naciones en tanto no tuvieran integrada la soberanía, que sería parte fundamental e inexcusable para su reconocimiento y existencia, y los que entienden que tal cuestión, siendo como es un aspecto importante desde el punto de vista histórico y a partir de cierto momento, no «pertenece al núcleo conceptual del término».
Esta radical distinción ha dado pie a que se pueda distinguir entre teorías modernistas y perennialistas sobre el origen de la nación.
Las teorías perennialistas podrían resumirse con la definición sobre la nación que Adrian Hastings ofrece en su influyente La construcción de las nacionalidades: «Una comunidad histórico-cultural con un territorio que considera propio y sobre el que reclama una especie de soberanía, de forma que la comunidad cultural se contempla a sí misma con alguna conciencia propia, como una comunidad también territorial y política, más unida horizontalmente por su carácter compartido que verticalmente por razón de la autoridad del Estado» (2000, 41).
Es importante subrayar, como hace Mateo Ballester, que en Hastings la idea de «soberanía» no implica que la nación sea la titular del poder político, que puede residir en el monarca, pero sí tiene la capacidad para fijar los límites de un ente político propio, que no puede estar sometido a cualquier otro ente político-territorial (2010, 24). Los autores perennialistas, aunque presenten distintos matices en cuanto a la existencia o no de la nación en los diferentes periodos históricos, coinciden siempre en lo innecesario del concepto de soberanía para la definición de la nación.
Los teóricos modernistas, sin embargo, señalan la titularidad de la soberanía como requisito indispensable para la nación. Eso supone negar su existencia para cualquier periodo anterior a la Revolución Francesa. Uno de los autores más influyentes de ese espectro ha sido Eric Hobsbawm, uno de los más importantes representantes de la potente historiografía marxista británica de la segunda mitad del siglo XX. Hobsbawm negaba la posible antigüedad de las naciones, más aún, su realidad. Se trataría más bien de construcciones con finalidad política sin otra base real (raza, lengua, religión, historia…) que la que le otorga la «invención de la tradición», cuyo objetivo no es otro que provocar la cohesión social en torno a un conjunto de mitos procedentes del pasado que conseguiría fortalecer la comunidad frente a la fragmentación y la desintegración a las que podrían conducirla la ruptura del marco que ofrecía, en tiempos anteriores a la Revolución, el absolutismo monárquico y los lazos feudales.
Esta concepción, que se ha impuesto ampliamente en el panorama intelectual e historiográfico español, lleva directamente a negar la existencia de la nación española antes de la guerra de Independencia y de la Constitución de 1812. Cualquier posición que intente distanciarse de este más que discutible aserto corre el riesgo de ser tildada, como indica Ballester, de «esencialismo determinista». Sin embargo, este mismo historiador, con el que coincidimos, señala una importante y capital objeción a esta idea, y es que es tan restrictiva que forzosamente deja fuera a momentos históricos en los que es muy difícil no contemplar la existencia de la «nación» y de lo «nacional». Solo a costa de una total desvirtuación del término se puede excluir de la condición de «nacionales» a ideas y momentos históricos de siglos anteriores, máxime cuando, como sucede a menudo en la historia de España previa al siglo XVIII, es dable ver que los protagonistas utilizan el término «nación» con absoluta normalidad y para referirse a un colectivo perfectamente identificable, aunque no haya nada en él que tenga que ver con la reclamación o la afirmación de la soberanía nacional (2010, 27). Al respecto, no deja de tener importancia la observación de que, mientras las teorías modernistas suelen ser secundadas por sociólogos, antropólogos y politólogos, las perennialistas encuentran mayor predicamento entre los historiadores: «Las teorías modernistas, aunque a menudo elegantes y de una coherencia interna intachable, parecen por lo general adolecer de desatención a los aspectos más específicamente empíricos» (ídem, 36).
En el prólogo compartido por Antonio Morales, Juan Pablo Fusi y Andrés de Blas a su monumental Historia de la nación y del nacionalismo español expresan muy bien una idea que, entendemos, puede servirnos para centrar nuestra posición en medio de una polémica que no parece tener visos de llegar a resolverse:
Creemos, en fin, que la nación no es meramente una «construcción», una «invención», una «comunidad imaginada», aun cuando, naturalmente, todas estas formulaciones contengan elementos, al margen de sus limitaciones, fundamentales para el conocimiento de las naciones y de los nacionalismos; sino que se trata, en definitiva, además de «una categoría práctica, una forma institucionalizada y un suceso contingente», de «una comunidad viva, que siente, cuya existencia tiene unas consecuencias muy reales y poderosas».
Las naciones, cuando se trata de realidades viejas y continuas, son comunidades inmemoriales y evolutivas que «hunden sus raíces en una larga historia de vínculos y lealtades compartidas» (2013, VIII). No puede caber ninguna duda de que España es una de esas realidades.
¿Por qué decidió escribir un libro sobre la nación española?
El sentimiento nacional es uno de los más potentes que existen. Sin embargo, pese a su fuerza histórica, el concepto de nación es más bien endeble y relativo. El caso de España no es una excepción y la nación se encuentra bajo una crisis que lleva a muchos a cuestionar su existencia en la historia. Este libro trata de mostrar el largo camino en la configuración de la nación. Si termina en la Constitución de 1812 es porque hay práctica unanimidad en que para entonces la nación española es un hecho histórico, cultural y político incontrovertible. Pero la Constitución fue posible porque la nación ya era una realidad previa completamente formada.
¿Cuál fue la huella de Roma en la formación de España?
Una huella totalmente decisiva. Roma dio unidad a Hispania, le reconoció una personalidad administrativa, le dio cuatrocientos años de paz, le dejó la lengua y el derecho, y además en su tiempo se produjo la evangelización. No afirmamos la existencia de una nación española desde tiempos tan remotos, pero desde entonces Hispania (España) ha poseído una identidad que los tiempos posteriores fueron confirmando a pesar de tantas tribulaciones históricas.
¿Cuál fue el papel del reino visigodo en la génesis de España como patria y nación?
Aunque el recuerdo de Roma y del Imperio fuera muy potente, los hispanos de aquellos siglos sienten ya a Hispania (Spania, como también se escribía) como su patria. El bellísimo elogio de España que hace san Isidoro (“Laus Hispaniae”) no deja lugar a dudas. Todavía, evidentemente, no existe una nación, que es un fenómeno históricamente muy posterior en toda Europa, pero los godos aportan tres elementos decisivos a la memoria que acabará dando paso al sentimiento nacional: por primera vez existió un Estado soberano, no dependiente de ninguna potencia exterior, que abarcó toda la vieja Hispania; ese Estado se organizó como una monarquía, que ha sido la expresión política natural de la nación española, y esa monarquía trabó una estrecha alianza con la Iglesia católica, algo que ha definido al Estado y a la nación hasta ayer mismo. Son elementos de enorme importancia ideológica que cimentarán la progresiva aparición de la nación como realidad cultural e histórica.
¿Cuándo empieza a ser reconocible la identidad española?
Es complicado decir desde cuando existe la nación española porque no hay acuerdo entre los estudiosos sobre qué es una nación. Pero se puede afirmar que, cualquiera que sea el rasgo que decidamos privilegiar para definir una nación, España lo posee, a menudo desde hace siglos. Es más, siempre ha estado entre las primeras en alumbrar y desarrollar dichos rasgos definitorios. Es sintomático que el gentilicio “español” aparezca ya en el siglo XII y fuera de España, en Francia. Es indudable, pues, que había ya una identidad común que era reconocida más allá de los Pirineos y que se extendía a todos los habitantes de los reinos cristianos de la Península.
¿Tiene España una esencia católica y europea, como defendieron grandes historiadores como el maestro D. Claudio Sánchez Albornoz o D. Ramón Menéndez Pidal?
Las naciones no poseen esencia, son productos de la historia, lo que no las rebaja en absoluto, más bien lo contrario. Históricamente España ha sido una nación cristiana inserta en la civilización europea, con rasgos e identidad propios como han tenido todas las demás naciones europeas. La existencia de esos rasgos e identidades propios es lo que justifica la compleja realidad nacional europea, tan poco reducible a proyectos de integración más allá de ciertos límites.
¿Cómo la reconquista sirvió para reforzar esta identidad?
El libro presta mucha atención a ese período porque aquí, como en toda Europa, es cuando se forjan las diferentes naciones europeas, aunque su proceso de maduración sea diferente en cada caso. La Reconquista, y el fenómeno paralelo de la repoblación, permitió crear las nuevas bases poblacionales, sociales y culturales de la nación española, que se irán desarrollando poco a poco. Y ello se hizo merced a la enorme influencia de una ideología muy potente que reivindicaba para los reyes cristianos, especialmente para los de León y Castilla, la herencia del reino godo, destruido por el Islam. Con sus altibajos, pues hubo momentos de mayor carga ideológica que otros, esas ideas restauradoras de una España ideal, cristiana, unida y soberana sobre toda la Península, me parece que fueron decisivas para hacer posible el enorme esfuerzo militar, político y social que significó la Reconquista.
¿Qué importancia tuvieron los Reyes Católicos y lo que se llama la Unión de Reinos?
Los Reyes Católicos coronan un largo proceso de búsqueda pacífica de la unidad dinástica (en 1137 la unión de Aragón y los condados catalanes; en 1230 la de Castilla y León), que no siempre salió bien (en 1385 se fracasó en el intento de unir Castilla y Portugal, seguramente porque se quiso realizar mediante las armas, al contrario que en los casos anteriores). Esa búsqueda estaba motivada por intereses dinásticos concretos más que por un deseo abstracto de unidad de los reinos, pero es cierto que ese deseo se va imponiendo y en siglo XV hay una gran corriente intelectual que la reclama y la considera un gran bien para todos. Los Reyes Católicos están también convencidos de ello y su matrimonio y acción de gobierno colma esa aspiración de muchos. La unión sería imperfecta desde los criterios modernos y actuales, pero no desde los de aquella época. Los reyes eran, en aquel tiempo, la expresión de la soberanía y los exponentes de un poder que se consideraba vicario del de Dios. Nada daba más unidad a los distintos territorios de un país que obedecer al mismo rey. Y a partir de ahí se activaron muy rápidamente otros componentes sociales, culturales e históricos que estaban presentes o en formación desde mucho antes. Sin unidad dinástica no habría habido unidad nacional, pero no bastaba con la unidad dinástica. Era necesario también el cemento previo.
¿Qué importancia tuvo el descubrimiento, la conquista y evangelización de América y la génesis de la Hispanidad?
Dada la complejidad de la historia española, es sorprendente la continuidad que se observa en los sentimientos de una patria común a lo largo de los siglos hasta dar lugar a una nación que, inmediatamente, protagonizó un fenómeno expansivo sin paralelo en la historia. Mi tesis es que lo que pasó en América fue el resultado inmediato, explosivo, de la aparición de la nación española en la historia ya de un modo patente. La Corona no fue la protagonista de las grandes exploraciones, conquistas y fundaciones, aunque las avaló y luego organizó su resultado. Los españoles en América toman conciencia definitiva de lo que son al tener que enfrentarse a un mundo colosal lleno de gentes diferentes y casi siempre hostiles, dominarlo y organizarlo. Es una tarea casi inconcebible que solo los españoles podían hacer en aquel tiempo. Para ello echaron mano de su enorme acervo religioso, político y cultural, forjado en la Edad Media hispánica, y de su experiencia del “Otro”, del trato con los que no eran de la misma fe ni lengua ni costumbres. “Otro” al que se combate cuando es hostil, pero no se trata de exterminar sino de incorporar, aunque sea en situación inferior. Nadie ha actuado así en la historia. Eso es lo que permite la Hispanidad.
¿Cómo sale España airosa ante las acusaciones de la Leyenda Negra?
El conocimiento de la historia es lo que pone las cosas en su sitio. El problema es que, absurdamente, muchos españoles han asimilado los contenidos de la leyenda negra, operación de propaganda de guerra creada por los enemigos de España, cuando era una gran potencia, para debilitarla. No se puede reprochar a los enemigos, que eran inferiores militarmente, que trataran de debilitar a su rival. Lo asombroso es que los españoles, aun sabiendo que la leyenda negra es una gran patraña, la hayan asimilado y actúen con ese complejo característico.
Para terminar, ¿por qué es España hoy una nación cuestionada, amenazada en su unidad y en verdadera crisis?
El libro señala las circunstancias adversas para la formación de la nación española, que pudieron ser superadas pero han dejado una profunda huella condicionante hasta hoy. La grave desestructuración ocasionada en el siglo VIII (invasión árabe), permitió la aparición de identidades particulares, expresadas en los distintos reinos y principados cristianos, que, pese a la gran corriente de unidad detectable desde los siglos medievales, ha generado movimientos cíclicos contra la identidad común. El modelo de estado bajo el que fraguó esa unidad, la Monarquía hispánica, no se planteó la necesidad de una mayor integración en los siglos modernos. Por último, las graves dificultades del periodo 1790-1840 hicieron muy difícil la construcción de un Estado nacional sólido e irreversible. También en nuestra crisis nacional somos hijos y producto de los avatares históricos.
Cuando España
echó a andar
El 23 de noviembre de 1221 nace en Toledo el rey Alfonso X, llamado el Sabio, y a los pocos meses será nombrado heredero en la nueva catedral de estilo gótico de Burgos. Cuando en 1252, tras la muerte de su padre Fernando III, Alfonso X se convierta en rey de Castilla y León, la situación del reino será muy distinta a la de cuando nació. El monarca vivirá una expansión sin precedentes de las fronteras de los reinos hispanos hacia el sur, que incluso alcanzará el otro lado del Estrecho.
Es aquí, en esta tierra fronteriza constantemente rebasada por el empuje cristiano, donde se constituirá una organización del Estado cuya acción tendrá como resultado la nación española, que aglutinará frente al islam a una población muy variada procedente de todas partes de la Península. Gallegos, vascos, castellanos, aragoneses o catalanes, entre otros, se fundirán por la doble vía del reparto territorial y del enlace genealógico (del patrimonio y del matrimonio), y todos ellos adquirirán la condición de españoles. A partir del siglo XIII España se transformará en una nación clave de la historia cuya influencia alcanzará escala global.
En este libro, llamado a despertar controversia, Pedro Insua defiende y evidencia el verdadero nacimiento de nuestra nación que, ya consolidada, echó a andar en el siglo XIII.
—¿Es España una nación?
—me preguntaba un lego en Historia.
Y le dije: «España es internacional,
que es modo universal
de ser más que nación, sobre-nación.
Un conglomerado de republiquetas
no es nada universal si no se eleva a imperio».
MIGUEL DE UNAMUNO
Introducción
España como nación
Un fantasma recorre España, es el fantasma del nacionalismo fragmentario. Un verdadero «viejo topo», según la célebre expresión de Karl Marx, que lleva operando en nuestro territorio nacional ya más de cien años, horadando, cavando túneles y abriendo boquetes en el cuerpo de la sociedad política española.
La cohesión nacional española, labrada durante siglos, ha quedado expuesta a esta labor de zapa en los últimos años, en los que el nacionalismo fragmentario ha penetrado y se ha filtrado en las instituciones políticas, culturales y sociales españolas.
Un nacionalismo que se abona a la idea de que España es una especie de carcasa artificial («Estado español»), obra impositiva del «nacionalismo castellano» que, como velo despótico, ha mantenido sometidos al resto de «pueblos» o naciones peninsulares (España, prisión de naciones»). Una carcasa que, ahora mismo, con la democracia, y por la propia pujanza y vitalidad de esas naciones, al parecer, está en un tris de quebrarse para regresar, por fin, a su verdadero ser «plurinacional».
«España» significa, pues, según esta visión, una verdadera trampa histórica, tendida por el imperialismo castellano, en cuyas garras cayeron, ingenuamente, los pueblos peninsulares durante siglos, pero que hoy, tras ese calvario, están a punto de recuperar —cual hóbbits en la Comarca— su antigua y arcádica inocencia:
«Nosotros, catalanes, gallegos, vascos, andaluces, valencianos, montañeses, asturianos, etcétera, somos inocentes, nada tenemos que ver con esa monstruosidad histórica llamada España, destructora de civilizaciones, aniquiladora de continentes, segregadora de religiones. Es más —añadirían— nosotros somos las primeras víctimas, mártires (“testigos”) de su acción tiránica». Y es que, aun avasalladas durante cientos de años, convertidas en simples «regiones» españolas, no cejan en tratar de recuperar, tras el paréntesis «castellanista», su plena, e incluso pletórica, «identidad nacional».
Este es, más o menos, el retrato ideológico, exculpatorio, que, desde el nacionalismo fragmentario (por lo demás, muy institucionalizado y acomodado en el actual Estado autonómico) se hace de España y de su historia.
El caso es que esta concepción, de mucha fuerza divulgativa, presupone en esas naciones un origen previo a la formación de España, y al margen de esta. Para que este retrato pueda cuajar doctrinalmente, y este nacionalismo tenga efectos prácticos propagandísticos, la versión —el «relato nacionalfragmentario»— tiene que ofrecer pruebas de que tales naciones son anteriores a la formación de España. De este modo, cuando España se constituya con posterioridad, lo hará siempre a costa de desvirtuar, de pervertir la identidad de Galicia, Cataluña, País Vasco y otras naciones previamente constituidas. Todas ellas permanecían puras, impolutas, vírgenes, y España, por la vía de la imposición castellanista, vino a mancillarlas, a manchar su auténtica identidad originaria.
Es fundamental, pues, en el cuento o historieta (storytelling) nacionalista, una vida anterior a la existencia de España, reservada para estas sociedades. Así que la vía de la justificación histórica es imprescindible para sacar adelante —siempre hay que convencer, además de vencer— tales proyectos políticos diferenciales, autonomistas y, en el límite, separatistas («a cada nación le corresponde un Estado»).
LA NEGACIÓN DE LA EXISTENCIA MEDIEVAL DE ESPAÑA
En este sentido, uno de los caballos de batalla del nacionalismo fragmentario es, sin duda, la discusión historiográfica. Se trata de construir en este campo una versión creíble, verosímil, por fantástica que sea, según la cual la nación fragmentaria (la vasca, la catalana, la gallega) se encuentra ya formada, prístina, reluciente, impoluta, autosuficiente, recién estrenada, en un pasado más o menos remoto (in illo tempore), pero siempre anterior a la formación de España. Y es que probar una autosuficiencia previa se convierte en una manera de justificar una autosuficiencia futura, lo que significaría, y esto es lo que busca el nacionalismo fragmentario, que España sobra (Good Bye, Spain).
Para justificar esa presunta anterioridad —ya no solo histórica, sino incluso prehistórica—, el relato nacionalfragmentario escarbará en la arqueología, en la lingüística, en la antropología, en busca de algo que en realidad ya había hallado («Si te busco es porque te he encontrado», decía san Agustín respecto a Dios): los restos de esa «nación» primigenia, auténtica y absoluta (que no requiere de ningún otro poder para existir).
Sin embargo, es muy difícil hallar en la arqueología o en la antropología elementos distintivos entre las regiones de España, salvo el lingüístico. Los demás rasgos culturales no ofrecen con la misma elocuencia una justificación del «hecho diferencial» separatista.
Las lenguas regionales son un hecho que, con cierta consistencia histórica, testimonian una realidad cultural, social e incluso política previa a la constitución de España, a juicio de los nacionalistas. Se pone así sobre la mesa un elemento diferenciador que sigue vigente y que no se encuentra solo en un museo (como otros). Una comunidad lingüística significa cierta cohesión de grupo, el de los hablantes de esa lengua, que lo distingue de otros. De este modo, aquí sí habría un elemento que testimonia una comunidad cohesionada, consistente y constituida al margen de España (si se considera que esta última es un grupo nacional que se ha formado como comunidad lingüística en torno al castellano). El gallego, el euskera y el catalán siguen ahí, como testigos de unas sociedades que tuvieron, al parecer, su consistencia interna sin necesidad de formar parte de España.
Ahora bien, las lenguas regionales, en torno a las cuales se articula y define ese «ser» nacional fragmentario (aunque «total» para ellos, insisto), no pueden remontarse a una época anterior a la Edad Media, por lo menos con respecto a sus primeras manifestaciones escritas y literarias (ni siquiera el euskera). Por eso va a situarse en el período medieval el escenario de la lucha encarnizada por la justificación de esos proyectos nacionalfragmentarios y separatistas. (Lenguas en guerra tituló la periodista y lingüista Irene Lozano un estupendo libro que habla de estas pugnas.)
Así pues, el axioma de este es la negación medieval de España: no existía como nación entonces, ni tampoco los «españoles» como grupo étnico reconocido. Esto convierte a España en un fenómeno político relativamente reciente, nunca anterior a 1492, y, por tanto —razona el nacionalista—, artificioso, sin raigambre, casi provisional, que como tal puede desaparecer ante la reciedumbre, peso y abolengo de las naciones ancestrales (Galicia, País Vasco, Cataluña). España es un Estado que se licúa ante la solidez de las naciones originarias, constituidas casi telúricamente, y que reclaman su derecho a constituirse como Estado (uno que administre su vida nacional desde el «respeto a su identidad»).
Esta idea ha prendido en una parte de la historiografía, más allá de los propios publicistas nacionalistas, y hoy en día es fácil encontrar esa negación de la existencia medieval de España, sobre todo en obras generalistas y de divulgación, que suelen ser las que más eco tienen en la escuela y en el sistema educativo. Con las competencias educativas traspasadas a las comunidades autónomas, esta versión de la historia de España casi se ha convertido en la versión oficial. Castilla, Aragón, Portugal, Navarra y Granada (los llamados «cinco reinos») son, a finales del siglo XV, las entidades políticas que constituyen el campo político peninsular, sin que quepa lugar a ninguna otra «identidad». Solo a partir del siglo XVI podría reconocerse algo parecido a una unidad superior, que las pondría en relación, pero en función de intereses dinásticos, en el fondo extraños (el imperio «europeo» de Carlos V). Algo así como «España», comprendiendo la totalidad de los reinos peninsulares, echaría a andar, si acaso, con Carlos I, aunque de un modo también bastante difuso, incluso precario, porque enseguida se producen desistimientos de unos y otros grupos «nacionales» contra esos intereses dinásticos (rebeliones de los comuneros, de las germanías, de Flandes, de los moriscos, de Cataluña, de Portugal, etcétera). Grupos «nacionales» que pugnan por recuperar su auténtica «identidad», de alguna manera degradada, desnaturalizada, desvirtuada, al integrarse por razones espurias (las derivadas de los intereses de los Habsburgo) en el seno de esa artificiosa unidad imperial española.
En definitiva, España, de ser algo, es un artificio moderno montado sobre la primacía de Castilla. Pero, una vez agotada la «violenta» hegemonía de esta, la Península debe volver a su «ser natural» de los cinco reinos «medievales». Una violencia, la protagonizada por la carpetovetónica Castilla, que arrastró a los demás reinos al «insidioso» proceso de la Reconquista, que terminó, con su empuje de odio e intolerancia, por arruinar una exquisita y luminosa civilización como era la andalusí.
LA «INSIDIOSA» RECONQUISTA Y LA DESLEGITIMACIÓN DE ESPAÑA DURANTE LA TRANSICIÓN
Hace ya unos años el que fuera factótum del grupo Prisa —y, por tanto, máximo gurú de la intelligentsia «progresista», además de miembro de la Real Academia Española—, Juan Luis Cebrián, habló de la «insidiosa» Reconquista para referirse al proceso histórico en el que se forja España como sociedad política. Más recientemente, un artículo firmado por Guillermo Altares en El País hablaba con ironía de la «rabiosa actualidad de la Edad Media»:
achacaba a ciertos partidos de ultraderecha, de reciente creación, que buscaran en las luchas de ese período la justificación de sus posicionamientos políticos. En concreto, ese artículo aludía a Vox, que abrió su campaña electoral en Covadonga, y que retiró una estatua de Abderramán III en un municipio aragonés como primera medida cuando obtuvo la alcaldía. Es curioso que, en dicho artículo, sin embargo, se pase por alto el hecho de que desde hace ya más de cien años existen partidos en España que pueden ser calificados perfectamente de extrema derecha, que llevan buscando en la Edad Media la justificación de sus posiciones actuales, las cuales significan la fragmentación de España, algo que a esa intelligentsia progresista no le ha llamado la atención durante todo este tiempo. Solo ven Edad Media en la irrupción de Vox, aplicando un doble rasero.
Durante buena parte de la Transición (nombre no menos ideológico — insidioso, si se quiere— que el de Reconquista) se quiso borrar o desdibujar el concepto de España en la Edad Media para tratar de justificar la realidad presuntamente preespañola de las distintas autonomías, particularmente de las llamadas de manera enfática «históricas», que según parece tienen su origen justamente en la Edad Media. A esas identidades históricas la España democrática les debe un reconocimiento constitucional (título VIII), que implica una especie de reparación por los daños que les produjo el expansionismo castellano. La autonomía es una sociedad más añeja y auténtica que la artificiosa España, epifenómeno producto del espurio, rancio y mesetario imperialismo castellano. Digamos que la labor tecnológica administrativa, relativa al desarrollo competencial autonómico, tenía que venir acompañada de una labor ideológica de legitimación, poniendo la historiografía a su servicio. Para esta visión autonomista, la Reconquista, lejos de ser un proceso histórico —real—, es más bien un modo ideológico españolista de dar por buena la acción de la España medieval; una España, a su vez, que no es más que un reflejo proyectado por la historiografía españolista (casticista) de los siglos xix y XX.
Negando, pues, la realidad histórica de la España medieval, aparecerían las identidades autonómicas en plena edad dorada, ricas, florecientes (con sus tradiciones, ritos, mitos e idiomas propios) que, con la Transición a la democracia, habrían de algún modo de ser restauradas (tras su eclipse castellanoespañolista). En definitiva, en el medievo no hay España: esta es la coartada que el autonomismo de la Constitución de 1978 quiere encontrar en la historiografía.
EL IMPERIO MEDIEVAL ESPAÑOL
Pero esta negación se da de bruces con la documentación, con las reliquias y los relatos medievales, en los que España está presente con un formato político determinado, el del imperio. Porque cuando borramos el término «imperio» —cuando se cae en «imperiofobia», por utilizar los términos de Elvira Roca Barea— España pierde su sentido unitario, pues la identidad imperial es la que le da unidad. Aunque esta identidad imperial tenga origen medieval, se consumará con el descubrimiento y conquista de América. Entonces el mundo medieval (mediterráneo) quedará completamente desbordado por la acción (atlántica) del Imperio español reconocida en la divisa Plus ultra que figura en el escudo. En este sentido son fundamentales, por las contundentes pruebas documentales que ofrecen acerca de la realidad histórica de la España medieval, los libros El Imperio hispánico y los cinco reinos, de Ramón Menéndez Pidal, y El concepto de España en la Edad Media, de José Antonio Maravall, pues ya responden a esa pretensión ideológica («autonomista») de anularla. Ambos autores, haciéndose eco de esa negación medieval, y para combatirla, tratan de fijar el tipo de organización política que permite hablar de España como una unidad política en la Edad Media. Esta se logrará cohesionar como identidad política a través de la idea de imperio. Para Menéndez Pidal, la unidad imperial medieval, que arrancaría con los Alfonsos, se terminará extinguiendo a partir del siglo XV, desbaratada por el auge de los llamados «cinco reinos». Maravall, sin embargo, pinta las cosas de otra manera: entiende que, a pesar de la división en reinos, persiste un trasfondo de comunidad política (de impronta goda, isidoriana) que penetra ese carácter unitario imperial y perdura más allá del siglo XV, en el fondo normativo (consuetudinario y legislativo) común a todos los reinos hispanos.
Es así que, con el colapso de la Hispania romano-visigoda (el Reino de Toledo) producido tras la conquista musulmana, los núcleos dispersos de identidad cristiano-romana asentados en el norte tratan de restablecer esa unidad visigótica apoyándose en la idea gótica mozárabe de «re-conquista», y concibiendo la conquista musulmana como una invasión. El resultado, sin embargo, es la generación de una nueva sociedad, con una identidad política cuyo desarrollo, si bien se asienta sobre las bases de la sociedad visigótica —sobre todo en el terreno jurídico y teológico político—, responde a unos principios constitucionales nuevos detectables en el cambio de nombre de los reyes, la monarquía hereditaria en lugar de electiva, las lenguas romances, el peregrinaje jacobeo y otros fenómenos.
El Imperio hispano medieval (Alfonso III, Alfonso VI, Alfonso VII, los emperadores) es la nueva identidad política en la que se transforman las sociedades cristianas peninsulares —reinos, condados, etcétera— en lucha indefinida contra el islam. Esta nueva identidad se va consolidando en su avance hacia el sur y tiene en la ciudad de Oviedo —fundada por Alfonso II como la «nueva Toledo», que a su vez se fundó como la «nueva Roma»— su primer centro imperialista de expansión. Desde ahí se va reorganizando y roturando el territorio con nuevas formas institucionales (poblamiento, repartición, etcétera) que configuran un tipo de sociedad distinta de la visigoda, aunque se inspire en ella.
Y es que el islam había roto la unidad visigoda produciendo la dispersión de sus partes. Estas terminan coordinándose y reuniéndose bajo un imperio católico que trata de restituir la unidad cristiano-romana previa (regnum Hispaniae). Sin embargo, su identidad, y esta es la cuestión, ya es distinta de la romano-visigoda.
PLUS ULTRA
Es este el origen de España como sociedad política. La novedad radica en que su identidad no se va a agotar en la restauración de su unidad peninsular; de hecho, la unidad peninsular romano-visigótica ni siquiera se recupera políticamente: ahí sigue Portugal desde Alfonso Raimúndez a Alfonso I de Portugal, a pesar de su anexión por España entre 1580 y 1640. Por el contrario, esta unidad va a quedar desbordada por la vía atlántica a través, sobre todo, del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo, con todo lo que ello implica (organización geográfica, jurídico-política, lingüística). La Española o La Nueva España son nombres que hablan de una continuidad política imperial cuya identidad se hace inasimilable con la identidad de la Hispania romano-visigótica; este «salto oceánico», como decía José Ortega y Gasset, ya no se puede justificar, desde luego, como reconquista.
A través del desarrollo de este imperio, enfrentado a otras potencias políticas, no solo se configura España como nación histórica, sino que también se establecen las primeras redes efectivas de globalización, sobre todo a partir de la circunnavegación de Magallanes-Elcano en 1519-1522. Tras este hito, las partes del orbe antes incomunicadas comienzan a interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, la explotación, la guerra. El proyecto imperial procura involucrar de un modo efectivo a todo el género humano en el proceso civilizatorio.
Así, el Imperio español (con la participación desde el principio de vascos, catalanes, castellanos, aragoneses, gallegos, andaluces, etcétera), si bien no logra gobernar la humanidad (según la idea imperial), es capaz de «envolver» territorios y gentes, sobre todo a los hasta entonces desconocidos indios americanos; de ahí surgirá la cuestión de Indis, sobre la que hablarán Francisco de Vitoria, Juan Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas y otros. Un envolvimiento que en absoluto implicaba la aniquilación de los indios, sino que los incorporó de pleno derecho (conforme a legislación de Indias) a la nación española en tanto que súbditos del rey católico, poniendo así las bases de lo que supondría su ulterior emancipación.
En términos históricos España es, sobre todo, la ejecución de ese proyecto imperial que surge durante la época medieval en lucha contra el islam y que desborda la unidad peninsular ya en época moderna, para acabar convirtiendo los tres grandes océanos, tras la anexión de Portugal, en «mares interiores» suyos.
Es verdad, pues, que la noción de reconquista puede considerarse insidiosa, si se quiere, pero no porque resulte en exceso belicista —y por tanto antipática para ciertos oídos piadosos—, sino porque está restringida al mundo antiguo y medieval. La acción de España a través del océano Atlántico convertirá en regional ese ámbito mediterráneo, en el que la noción de reconquista sí tiene algún sentido. Entonces serán los caminos de agua oceánicos, abiertos por la náutica española, los que harán de la reconquista un término insuficiente para explicar su historia como imperio, al quedar restringida y circunscrita al ámbito (isidoriano) peninsular.
La acción imperial que comienza en Covadonga en el siglo VIII podría verse como reconquistadora si el empuje de España se hubiera quedado en 1492. Sin embargo, lo que comienza a partir del 12 de octubre de ese año ya no es una reconquista, sino una acción —con centro en Sevilla— de descubrimiento y conquista (continental y oceánica). Esta es la que da a España relevancia desde el punto de vista de la historia universal (representada, insisto, en su divisa Plus ultra), y con ella el Imperio español cobra su verdadera identidad y dimensiones. No es Castilla la que hace a España, según decía Ortega y Gasset, sino América. Es el hecho americano —en continuidad con el fecho del allende africano, por cierto— el que sustancia a España, no al revés. Acierta, pues, Unamuno, cuando dice: «Y España toda, ¿dónde se ha hecho sino fuera de sí? ¿Dónde vivirá su vida más para sí sino en la veintena de repúblicas [americanas] que ha parido y en sus futuras democracias?».
El concepto de reconquista quizás sea insidioso como categoría historiográfica, pero no por ser excesivo sino, más bien, por ser insuficiente; se queda corto para significar el sentido de la sociedad política imperial que surgió a partir de Covadonga, cuyo alcance solo se puede medir retrospectivamente.
Será, en definitiva, a través de la acción totalizadora imperial como se produzca el origen de la nación española, resultado de la conexión y comunicación entre los distintos géneros de población peninsular, con raíz prehistórica e histórica. Así terminará constituyéndose un nuevo género nacional, el de los españoles, caracterizado principalmente por el hecho de hablar una lengua común («que siempre la lengua fue compañera del imperio», decía Nebrija).
SOLI HISPANI
De la misma manera que hay prueba documental de la existencia medieval de España como entidad política, también la hay de su existencia como entidad antropológica o sociológica, es decir, nacional.
En esa línea quizás haya sido Américo Castro, en disputa con Sánchez Albornoz, el que más haya insistido en el reconocimiento de la realidad étnica, gentilicia (gens, natio), de los españoles formada en la Edad Media, y no antes.
A partir de un trabajo del romanista suizo Paul Aebischer, en el que afirma el origen provenzal del gentilicio «español», Castro rastrea en la literatura castellana y confirma que este término no es anterior al siglo XIII. Antes de su adopción, a los oriundos de la Península se los denomina, sin más, «cristianos», en el contexto de la pugna entre las «tres castas» — cristiana, musulmana y judía— que Castro considera un factor clave en la formación de la vida hispana. Estudios posteriores reafirman la tesis de esos dos autores y remontan su origen como mucho al siglo XII, cuando entró en la Península a través de la fuerte inmigración procedente del Mediodía galo.
Todavía en el siglo XIII la historiografía hispana —me refiero a las obras del Tudense y del Toledano9— tiene como referencia nacional (étnica), en tanto que sujeto histórico, a la nación goda —isidoriana—. Por tal motivo no se reconoce una realidad hispana diferenciada si no es ligada a esos grupos germánicos que se integraron con los romanos en el seno de la península ibérica y el Mediodía francés (Reino de Tolosa, primero, y Reino de Toledo después).
En los prolegómenos de la batalla de las Navas, Jiménez de Rada ordena que los pueblos transpirenaicos que venían para dar apoyo cruzado a los cristianos peninsulares regresen a sus lugares de origen, pues solo serán las mesnadas hispanas las que compongan el ejército cristiano. Ahí se forma esa singularidad que, probablemente, al ilustre cronista no le resultaba extraña, pues el término «español» ya circulaba como gentilicio castellano. Soli hispani, dice Rada. «Solo los españoles», porque los pueblos cristianos procedentes allende los Pirineos no estaban dispuestos a pactar con las poblaciones mudéjares que habitaban la cuenca del Guadalquivir, sino que buscaban más bien aniquilarla. Así que las tropas, únicamente formadas por peninsulares, son arengadas por el rey castellano Alfonso VIII, que subraya el carácter común de españoles, al margen del reino del que sean súbditos naturales. De esta manera describe Alfonso X este dramático momento: «[Alfonso VIII] apartose otro día con los de Aragón et portugaleses et gallegos et asturianos, essos que y [allí] vinieron; et díxoles assí el rey don Alfonso: “Amigos, todos somos españoles”». Cabe suponer que lo dijo, y la crónica así lo reproduce, en castellano.
Una vez conquistadas, en la llamada Castilla Novísima, Córdoba (1236), Jaén (1246), Sevilla (1248), Cádiz (1262) y Murcia (1266), y con la incorporación de la población mudéjar, que no habla latín, aparece un elemento decisivo en la castellanización, el uso de la lengua castellana en la Administración y en la Cancillería, tanto por parte de la corte de Fernando III, primero, como de Alfonso X después. El latín, lengua litúrgica, propia del poder eclesiástico, pero también del civil hasta ese momento, es sustituido en este ámbito cancilleresco por la lengua vulgar castellana, por el «román paladino, en el cual suele fablar el pueblo a su vecino», dice Berceo (Vida de Santo Domingo de Silos, 1236). Además, y aquí está la gigantesca labor de Alfonso X, el castellano se va a convertir en una lengua de cultura, remplazando al latín en todos los órdenes, ya que mediante él va a ordenarse la vida civil (Partidas, etcétera), y la intelectual (Escuela de Traductores de Toledo). Y lo hará de tal manera que, según el hispanista Márquez Villanueva, «el abrazo integral del castellano, por parte de Alfonso X, que destruía el monopolio del latín […] figura, sin duda, entre los hechos más decisivos en el devenir histórico de los pueblos hispánicos».
Será ahí, en la formación de la Castilla Novísima (o sea, Andalucía), donde aparezcan en su origen embrionario los elementos característicos de lo que hoy llamamos «nación española», la sociedad nacional que actualmente habita, junto con la vecina nación portuguesa, la península ibérica.
Partiendo de la actual nación española, que como Estado soberano tiene asiento en la ONU, se trata de remontar la vía generacional hasta el momento en que ya no podamos seguir hablando de ella en tales términos, sino más bien de la nación goda o hispanorromana (recordando siempre que los procesos históricos se cuentan como mínimo por años, y que no tienen lugar de la noche a la mañana).
La nación española echó a andar precisamente ahí y no antes —esta es la tesis que defiendo—, cuando el castellano se propaga por el resto de los reinos hispanos como elemento de cohesión social. Porque si existe un elemento que hoy otorga unidad nacional a España, ese es el castellano. Como lengua común permite la comunicación y el trato social, presididos fundamentalmente por el convivium —la convivencia— y por el connubium —el establecimiento de lazo de sangre—, que ponen en marcha la sucesión generacional. Y es que la generación es el mecanismo que permite la persistencia de la nación, pues sin nacidos, sin crecimiento natural, no existe la nación en sentido antropológico o sociológico.
ALFONSO X Y LA NACIÓN ESPAÑOLA
En Toledo, el 23 de noviembre de 1221, ve la luz Alfonso. A los pocos meses, en marzo de 1222, será nombrado heredero en Burgos, en la catedral construida en el nuevo estilo procedente de Francia, el gótico. En 1249 se casa con Violante, hija de Jaime I de Aragón, en Valladolid. Cuando el 1 de junio de 1252, tras la muerte de su padre Fernando el día anterior, Alfonso termina convirtiéndose en rey de Castilla y León haciendo valer sus derechos de primogenitura, a los treinta y un años, la situación del reino es muy distinta a la de 1221, cuando nació. La ceremonia de coronación tendrá lugar lejos de Burgos, en la catedral de Sevilla (también del nuevo estilo), ciudad que su padre conquistó el 23 de noviembre de 1248, el mismo día que Alfonso cumplía veintisiete años.
Alfonso experimenta el desarrollo de una expansión sin precedentes de las fronteras de los reinos hispanos hacia el sur, llevada a cabo por su abuelo Alfonso IX de León, que conquista Extremadura, por su padre, Fernando III, con la conquista de Andalucía Occidental (Castilla Novísima) y Murcia (en la que Alfonso participará en primera línea), y por su suegro, Jaime I, con la incorporación de Valencia y Baleares. Entre 1221, año en que nace Alfonso, y 1252, año de su coronación, por el lado castellanoleonés se conquista un área que abarca unos 100.000 km2; en la vertiente aragonesa la expansión alcanza unos 25.000 km2. Estas áreas cierran prácticamente el programa de la Reconquista que iniciado por Pelayo; solo queda Granada, que ya nace, en 1246, vasalla de Castilla.
Es en esta tierra de frontera, constantemente rebasada por el empuje cristiano, donde se constituirá una norma política, con determinada forma de organización del Estado, cuya acción tendrá por resultado un arquetipo nacional, la nación española (con una morfología administrativa, económica, cultural y lingüística característica). Esta aglutina, frente al islam, a una población muy variada procedente de otras partes de la Península. Gallegos, vascos, cántabros, castellanos, aragoneses, catalanes, etcétera, se fundirán por la doble vía del reparto territorial y del enlace genealógico, es decir, por la doble vía del patrimonio y del matrimonio (de la propiedad y del linaje), y adquirirán la condición de españoles. A partir del siglo XIII España empieza a transformarse en una magnitud histórica cuya influencia va a hacerse notar a escala internacional.
En cualquier caso, la imagen de serenidad que muestran algunas miniaturas medievales sobre la sabia persona de Alfonso X contrasta con la realidad convulsa de su reinado, sobre todo al final del mismo, debido al conflicto que se produce tras la muerte prematura de su primogénito Fernando de la Cerda, en 1275. Los pleitos sucesorios con el segundogénito del rey, Sancho, y su rebelión posterior hasta desposeer a su padre dejan al reino en guerra civil y al borde del precipicio. Traición de sus familiares, rebelión de los nobles, continuas y cada vez más graves enfermedades, la humillación de ver rechazada su candidatura a la corona imperial, sin aliados externos, hacen que los últimos años del rey sean devastadores. Ya al final Alfonso recupera posiciones buscando incluso la alianza de los benimerines, su enemigo secular; solo se mantienen fieles a él las ciudades de Sevilla, Murcia y Badajoz. Cuando muere en Sevilla el 4 de abril de 1284, deja a su sucesor, Sancho IV, un reino agitado por fuertes rivalidades internas.
ESPAÑA EN EL SIGLO XIII
Sin embargo, su legado es impresionante. El reinado de Alfonso X ocupa la primera parte de la segunda mitad del siglo XIII, y, a pesar de atravesar grandes problemas políticos, será decisivo en todos los órdenes institucionales —geopolítico, administrativo, económico y cultural— para la consolidación de España como nación.
Desde un punto de vista geopolítico, el siglo XIII se inicia con la derrota musulmana de los almohades en las Navas de Tolosa (15-16 de julio de 1212) y culmina con la presencia aragonesa en Italia, durante el acontecimiento conocido como Vísperas Sicilianas (1282). El primer hecho supone el golpe de gracia contra la presencia hegemónica del islam peninsular, y el segundo, el punto de arranque del expansionismo mediterráneo de Aragón.
En medio de estos hitos Alfonso X pone todo su empeño en la consolidación de la población de la Andalucía Occidental y de Murcia. Su objetivo es neutralizar cualquier otra oleada musulmana procedente del norte de África.
La geopolítica del rey llamado el Sabio fue trazada por su padre Fernando III en su testamento, una vez consumada la Reconquista (el fecho de Espanna). Pero será él quien trate de dar la estocada final al islam con el intento de recuperación del norte de África: el fecho del allende. Para ello ordena el establecimiento de los arsenales en Sevilla, crea el almirantazgo para Castilla y la orden militar de Santa María de España, e inicia relaciones amistosas con las pujantes repúblicas mediterráneas italianas. De Pisa le llegará a Alfonso la propuesta de convertirse en emperador de Alemania (el fecho del imperio), y aspira a ello para tratar de comprometer a Europa en la cruzada africana. Ambos objetivos, el fecho del allende (África), y el fecho del imperio (Europa) marcan la línea de acción de Alfonso durante su reinado, pero también de España en los próximos siglos, que fija en Sevilla el nuevo centro imperial.
El intento de sellado de la Península abre paso a un periodo de transformaciones sin precedentes en las instituciones del Estado (administrativas, jurídicas, económicas, urbanísticas), tratando de establecer una homogeneización en las normas que las rigen, desde una idea secularizada del Estado y de sus instituciones, que va a afectar a todos los aspectos de la vida social. El espíritu secular alfonsí, que viene de la mano del aristotelismo, encabalgado en la escolástica medieval, se manifiesta en toda la amplísima obra cultural, una de cuyas principales consecuencias es la del uso del castellano como lengua de Estado, dejando el latín para su uso eclesiástico y litúrgico.
El llamado, con cierta grandilocuencia, «concepto cultural alfonsí», con la escuela de Traductores de Toledo como punta de lanza, va a convertir la lengua castellana, nacida de nuevo en el área de influencia burgalesa, en el elemento de unión y comunicación más importante para la consolidación de la vida social española como vida nacional. La lengua castellana, como verdadera koiné, se va a extender durante este siglo por toda la Península, y su uso áulico (cancilleresco) y literario por parte de la corte alfonsina va a ser definitivo en su constitución como lengua de cultura. La sustitución del latín por el castellano, a través de esta labor de Alfonso X (en el ámbito jurídico, por supuesto; en el de las ciencias triviales y cuadriviales, particularmente en la astronomía, pero también en el de la historiografía y en otras disciplinas), será el logro más destacado de su legado cultural; tanto que el criterio más sólido para afirmar una continuidad nacional española desde la época de Alfonso X hasta la actualidad me parece justamente el lingüístico. Hablar de una España nacional antes de su reinado resulta problemático, precisamente por la dispersión idiomática. Pero a partir del Sabio hay una línea de continuidad muy clara gracias al hilo de acero que representa la lengua castellana. Cualquier persona alfabetizada en español hoy puede leer, sin mucha dificultad, lo que escribieron los autores del siglo XIII, incluido el propio Alfonso.
Así lo reconoció, nada menos, que Antonio de Nebrija cuando se puso manos a la obra con la elaboración de la primera gramática del castellano, dos siglos después de la muerte del rey Alfonso X:
[la lengua castellana] comenzó a mostrar sus fuerzas en tiempo del muy esclarecido y digno de toda la eternidad el rey don Alfonso el Sabio, por cuyo mandado se escribieron las Siete Partidas, la General Historia, y fueron trasladados muchos libros del latín y arábigo en nuestra lengua castellana; la cual se extendió después hasta Aragón y Navarra, y de allí a Italia, siguiendo la compañía de los infantes que enviamos a imperar en aquellos reinos.
Todas estas transformaciones producen un nuevo orden, que ya no es ni romano ni godo, sino un orden hispano —español— que va dando forma a la nación española, que echa a andar durante el reinado bajomedieval de Alfonso X, y no antes. Además, estas transformaciones no se explican a escala estatal, sino que requieren la escala imperial. Alfonso X se eleva con un vuelo de águila imperial, haciendo una política de gran alcance intercontinental, que no se resuelve en la inmediatez de una clase, sino ni siquiera de un Estado. Hay un plan. Un plan imperial.
De eso trata precisamente este libro: de cómo España se afianza como nación y comienza su andadura durante este siglo (y no antes, ni tampoco después), fijando como hitos fundamentales, en el mismo año 1221, el nacimiento de Alfonso X y el inicio de la construcción de la catedral de Burgos. Ocho centurias después, reinado y catedral son dos monumentos que hablan de una sólida cohesión nacional de España, frente a aquellas posiciones que remontan su origen a un vago «érase una vez» legendario, y también frente a aquellas otras que niegan su existencia medieval como nación. En definitiva, cuando decimos España en el siglo XIII, ¿de qué realidad política, social y cultural estamos hablando? ¿Se conserva en ella la unidad, o esta se disuelve en una pluralidad de reinos diferentes (Castilla, Navarra, Aragón, etcétera), sin que exista un nexo de identidad común? ¿Es consistente la idea de España en la Edad Media porque tiene fundamento en la realidad histórica medieval?, ¿o se trata de una proyección o invención posterior (moderna, contemporánea), de un «dios útil», que sirve para legitimar ideológicamente su acción política frente a otras naciones rivales, o frente a las partes que la integran? ¿Desde cuándo podemos hablar de España como nación? Este libro quiere ser una respuesta a estas cuestiones.
El origen de la nación española
y la «insidiosa» Reconquista
EL CONCEPTO DE NACIÓN
El de nación es un concepto que tiene varias acepciones, según ha distinguido Gustavo Bueno en la exposición más sistemática y profunda de la que tengo noticia. Según entiende Bueno, que haya varias acepciones no significa que sea un concepto «discutido y discutible», como a algunos les ha convenido pensar. Vinculada a la noción de soberanía, la nación política —en sentido contemporáneo, revolucionario si se quiere— es una idea clara y distinta porque el ámbito en el que actúa determinado poder político nacional (soberano) se puede plasmar en un mapa y ser distinguido con claridad, a través de sus fronteras, de otros ámbitos soberanos. El concepto político de nación es, por tanto, claro y distinto; salvo en algunos contextos en los que existen disputas territoriales, el mapamundi está ya cubierto de naciones distinguidas con celosa —a veces recelosa— nitidez unas de otras (no hay terra incognita política, siguiendo las palabras de Lenin).
En cualquier caso, no hay confusión entre las diversas acepciones del concepto de nación. Según Bueno, existen conexiones internas que permiten establecer relaciones genéticas entre ellas, de tal modo que unos sentidos se derivan de otros sin caer en la confusión.
Y conviene distinguir tales acepciones, reconocidas y documentadas históricamente, porque en el contexto del Estado autonómico español muchos buscan confundirlas para, amparándose en ese barullo, poner tal confusión a disposición de las corrientes que buscan la fragmentación (separatista) de la nación española.
El término «nación» es, en sentido lógico, un universal que se despliega en los siguientes tres géneros: el biológico, el étnico y el político.
Las acepciones biológicas recogen el significado del verbo latino nascor (‘nacer’). Conviene recordar que «nación» es, etimológicamente, el «acto y efecto de nacer». Y, por extensión, el conjunto de los nacidos en un territorio común.
Las acepciones étnicas, resultado del despliegue de las anteriores, nos introducen en la situación, ya histórica, desde la cual una sociedad política compleja, como un imperio o un reino, contempla el «nacimiento» de los pueblos que se aglutinan en su entorno o en su propio seno. Según la relación que la sociedad política establezca con estas naciones, puede hablarse de tres especies distintas.
La primera especie, las naciones periféricas, incluye los grupos sociales que rodean a la sociedad política sin formar parte de ella. Encontramos numerosos ejemplos en escritores antiguos: Cicerón decía que «las otras naciones pueden perder la servidumbre; la libertad es propia del pueblo romano»; César señalaba, en sus Comentarios a la guerra de las Galias, el estatus de belgas, aquitanos, helvecios y otros pueblos como naciones étnicas, pues «todos ellos se diferencian entre sí en lenguaje, costumbre y leyes»; Tácito, en Agrícola, describirá las naciones de los britanos, y en la Germania hará lo mismo con las naciones más allá del Rin y del Danubio; Arnobio, el retórico y polemista del siglo IV, dirigirá su libro Adversus nationes contra aquella cuyas «gentes» todavía estaban sin cristianizar (los conceptos de nación y gentes se superponen en la literatura cristiana desde Tertuliano, en A los gentiles, hasta santo Tomás de Aquino, en Suma contra los gentiles).
La segunda especie es la de las naciones integradas, las que forman parte de la sociedad política, y se identifican con el origen del que proceden sus individuos, grupos o instituciones. Por ejemplo, en los mercados medievales se llamaban «naciones» a los agrupamientos de mercaderes que, instalados en Brujas o en Medina del Campo, exponían allí sus mercancías; al igual ocurría en las universidades, donde los estudiantes se encuadraban por «naciones», es decir, según su lugar de procedencia. Este será el sentido habitual en que se emplee el término durante la Edad Media y Moderna europea, y que muchos interesadamente confunden en la actualidad, en anacronismo manifiesto, con su sentido político contemporáneo.
Por último, la tercera especie, la nación envolvente (o histórica) tiene especial interés porque suele confundirse con las acepciones políticas. Francia, España, Inglaterra, Alemania o Italia, al margen de su unidad e identidad políticas, eran consideradas como naciones en sentido histórico desde el siglo XV, lo que quiere decir que han tenido capacidad para envolver a otras naciones (integradas) y convertirlas en partes suyas. Así, por ejemplo, el concepto de nación con sentido envolvente aparece en el Concilio de Constanza, en 1414, donde estuvieron representantes de las naciones más importantes de la Europa occidental, y que pasan a ser mencionadas, en el Liber Pontificalis, de la siguiente manera: itálicas, gálicas, germánicas, hispanas y ánglicas. Cuando Gil de Albornoz funda en Bolonia el Colegio Mayor de San Clemente de los Españoles, en el año 1364, el gentilicio de nuevo hace referencia a ese sentido envolvente de nación.
Ahora bien, la nación así entendida no es todavía política, puesto que la soberanía —el poder político— no reside en ella, sino en el monarca o príncipe. A través de sus empresas, en las que se integran las distintas partes de la nación, se consolida un proceso de homogeneización cultural (lengua, costumbres, religión) que permite distinguir a esa nación envolvente de otras de rango semejante. Tocqueville ya destacaba el papel centralizador de la acción política de las cortes europeas durante el Antiguo Régimen. Se dirá «nación histórica» porque, aunque en ella no resida la soberanía, sí se mueve en una perspectiva ya política, al ser el ámbito en el que recae la acción del príncipe o soberano, a diferencia de la perspectiva puramente antropológica de las dos especies anteriores (la periférica e integrada, organizadas por jefaturas, cacicazgos, arráeces, etcétera, pero no príncipes soberanos).
Y es que en su acepción política, denotativa de soberanía, este nuevo concepto de nación nació en los siglos X VIII y xix a partir de la ruptura revolucionaria con el absolutismo regio del Antiguo Régimen. «La nación reunida (assemblée) no puede recibir órdenes», dice Jean Sylvain Bailly, primer presidente de la Asamblea Nacional francesa, el 23 de junio de 1789, objetando las órdenes de Luis XVI para la disolución de los representantes del Tercer Estado después de haber jurado estos no hacerlo hasta elaborar una nueva Constitución. El concepto de nación cobra así sentido político, por su vinculación plena con el Estado o con la sociedad política en cuyo seno se moldea. La nación aparece ya como sujeto titular de la soberanía, como protagonista directo de la vida política. Por tanto, la nación presupone al Estado (y no al revés), en cuyo seno se produce un proceso por el que sus partes son distinguidas individualmente —ya no por estamento— e igualadas en derechos ante la ley. En definitiva, la nación política representa la destrucción del privilegio del Antiguo Régimen.
El principio de soberanía nacional, que a partir de este momento se impone (en Francia, en España, en Bélgica) y al que se subordina ahora, si es que se conserva, la autoridad real («el rey reina pero no gobierna», dice Adolphe Thiers), implica la posibilidad de planes y programas políticos nuevos. Estos rebasan las empresas de los monarcas de las naciones históricas, circunscritas al Antiguo Régimen —con el privilegio del trono y del altar—, ya que esos planes están dirigidos ahora a toda la nación como «reunión de ciudadanos libres e iguales»: educación universal, ejércitos nacionales, políticas dirigidas al pleno empleo, seguridad social, obras públicas (carreteras, ferrocarril, canales…), promoción de las ciencias y las artes, etcétera. Todos ellos son ahora empresas nacionales, desarrolladas con una potencia y alcance sin precedentes, para las que el privilegio estamental, base del Antiguo Régimen, siempre supondrá un obstáculo, plasmado por ejemplo en forma de aduanas interiores y privilegios fiscales.
La propagación del principio de soberanía nacional va acompañada, debido a la propia lógica política derivada de él, de la industrialización y urbanización a gran escala. Las revoluciones políticas van asociadas a la revolución industrial (es la célebre tesis de Gellner). Y esto tiene como efecto inmediato el extraordinario incremento de la población (principalmente tras la segunda revolución industrial: la del petróleo y la electricidad), que alcanza cotas inauditas (explosión demográfica). Esta población permanece hacinada, deprimida y explotada (manchesterizada, si se quiere). Así se genera la llamada «clase proletaria», puesta al servicio de la industria, en los contornos de las grandes urbes. Esta va a ser canalizada, también nacionalmente (ampliación del sufragio, reducción de la jornada laboral, etcétera), a través de la presión ejercida sobre los gobiernos por las revoluciones socialistas.
La nación política, en sus formas canónicas (Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Rusia, Alemania, Italia, España), desemboca, por las necesidades de su sostenimiento interno a la creciente industrialización, en los imperialismos de la segunda mitad del siglo xix. Y esos imperialismos, por los que todo el planeta se ve comprometido en el principio de soberanía nacional, terminan enfrentándose en la Gran Guerra y, años después, en la Segunda Guerra Mundial.
El socialismo, solidario del internacionalismo, que concibe al proletariado como clase productora universal, procura desbordar en sus planes la perspectiva nacional. Pero, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, se termina readaptando al principio de soberanía nacional (en Rusia, China, Vietnam, Cuba) y queda más o menos encauzado; la lucha entre Estados prevalece sobre la lucha de clases, y acaba imponiéndose la «conciencia nacional» a la «conciencia de clase», como factor práctico de movilización social.
El resultado de ambas contiendas (en las que España, por cierto, no se involucra directamente) es el «concierto internacional» actual, cuando el principio de soberanía se aplica también a las colonias, prefecturas y dominios en general, y el proyecto soviético internacionalista termina por fracasar con la descomposición de la URSS frente a las democracias capitalistas de mercado. Este principio de soberanía nacional (principio de las nacionalidades) guarda en su seno el germen de la nación fragmentaria, que brota cuando se aplica a fragmentos de las naciones canónicas (irlandeses, valones, normandos, bávaros, corsos, vascos, catalanes, gallegos, serbios, croatas, etcétera).
España, en definitiva, se transforma en nación política canónica en el siglo xix, a partir del rechazo a la invasión napoleónica. «El pistoletazo de salida de la nación española son las Cortes de Cádiz», afirma Gustavo Bueno. Es, además, una de las primeras en constituirse como tal en este sentido contemporáneo.
Pero la formación de España como nación política no aparece por generación espontánea, sino que es el resultado de un largo proceso histórico que surge en la Baja Edad Media.
LA CONFUSIÓN SOBRE EL ORIGEN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA
Partimos, pues, del hecho nacional, en el sentido canónico contemporáneo, de la formación de España como nación política en el actual concierto internacional. Con más o menos influencia, España es un sujeto de acción soberana reconocido tanto desde su interioridad constitucional (con su ordenamiento jurídico e institucional) como por las demás naciones del entorno en el actual campo (geo)político de las relaciones internacionales, de modo que firma tratados internacionales, concierta acuerdos comerciales, establece embajadas, etcétera. Es una nación canónica que, además, se asienta sobre un territorio geográfico definido por sus fronteras, y que ocupa cuatro quintas partes de la península ibérica, con sus islas adyacentes, las islas Canarias y las plazas de soberanía en el norte del continente africano. Sus fronteras peninsulares muy estables se mantienen sin apenas cambios significativos desde el siglo XVI.
Ahora bien, ya que, según hemos visto, el concepto de nación no es univoco, sino análogo, la respuesta a la pregunta sobre el origen de la nación española tampoco puede ser unívoca, y debe contemplar las distintas acepciones de nación y sus géneros.
Y es que las cuestiones relativas al origen nunca son independientes de la definición o esencia del concepto (la existencia implica la esencia). Por eso, muchas de las respuestas que se ofrecen a esta cuestión no distinguen esas acepciones de nación, lo que produce confusión por tratar de ofrecer respuestas unívocas a partir de un concepto que no lo es.
Por ejemplo, aquellos que creen que la nación española nace en Cádiz reducen unívocamente el concepto de nación a la nación política, ignorando el concepto de nación histórica o envolvente que lo antecede, como si en Cádiz hubieran encendido un interruptor constitucional y la nación española echase a andar de repente, aglutinando a pueblos de ambos hemisferios por obra y gracia del constitucionalismo doceañista (cual doctor Frankenstein formando a su criatura con un chorro galvánico). Otros, también de modo unívoco, fijan el origen de la nación española a partir de los Reyes Católicos, con el pistoletazo de salida en el matrimonio de Isabel y Fernando en Valladolid en 1469; estos reducen la nación, de nuevo unívocamente —es lo más habitual en la literatura historiográfica—, al concepto de nación envolvente (histórica), y muchas veces lo confunden con el de nación política incurriendo en flagrante anacronismo, porque creen ver surgir en el siglo XV un concepto, el que identifica nación con soberanía, que es decimonónico. El embrollo es total.
Es más, existe una corriente muy caudalosa de historiadores que, desde ese mismo quid pro quo anacrónico, fijan el origen de la nación política española en Covadonga, en el año 722, con la restauración del orden godo frente a la invasión islámica, contemplando la Reconquista como una especie de proceso de liberación nacional que tiene su líder carismático en Pelayo, asimilado a la figura del caudillo libertador decimonónico. De nuevo se trasladan esquemas del xix —es decir, esquemas contemporáneos — al siglo VIII, viendo en la conquista islámica una suerte de invasión napoleónica (Argüelles, en el discurso preliminar de la Constitución de Cádiz, las compara), aunque esta venga desde el sur. Esto resulta, por incoherente, poco sólido como hito fundacional de la nación española, porque esta tendría que prexistir a la conquista islámica para poder ver en la acción de las huestes de Tarik y Muza una acción invasora; la nación ya tendría que estar constituida, como lo estaba con anterioridad a la invasión napoleónica. Para deshacer esta incoherencia, y llevando hasta el final la tesis de la Reconquista como liberación nacional, muchos remontan el origen de la nación española todavía más atrás, y la identifican con el Reino visigodo de Toledo; estos sitúan en la laudatio de san Isidoro el punto culminante de este reconocimiento nacional (hispano-godo) de España ya en el siglo VI, y se olvidan de que De laude Spaniae es un encomio que pertenece a la Historia Gothurum: «ilustre porción de la tierra, en la cual grandemente se goza y espléndidamente florece la gloriosa fecundidad de la nación goda».
En definitiva, insisto que en la marca de estos hitos se da una confusión constante entre las distintas acepciones de nación, a la que no es ajena la historiografía, y que casi siempre tiene un trasfondo ideológico. Según hemos dicho, por su propia vigencia y fuerza como realidad contemporánea, el concepto de nación política se vuelve absorbente con respecto al resto de acepciones, y se acaba viendo una soberanía nacional actuando políticamente cada vez que, en un documento del siglo VIII, del XIII o del XVI, aparece el término «nación», como si detrás de su sola mención estuviese latiendo una soberanía, una sociedad organizada políticamente o con el afán (emancipador, independentista) de hacerlo. Y es así, de este modo sesgado y anacrónico, como se justifica «documentalmente» el concepto de nación fragmentaria actual, a propósito de, por ejemplo, Cataluña, Galicia o País Vasco.
ESTADO Y NACIÓN
Y es que si bien los órdenes de la política y de la antropología (o de la sociología) no pueden estar separados, pues las formas políticas requieren siempre de una materia sociológica y antropológica para realizarse, sí son disociables. Así, el Estado y sus transformaciones a lo largo de la historia han influido sobre los grupos nacionales (étnicos), de tal manera que el dominio político ha tenido efectos aglutinadores (por ejemplo, la Francia capeta sobre la borgoñona, la provenzal, etcétera) creando nuevas naciones, al mezclar unas poblaciones etno-nacionales con otras. Pero también ha tenido un efecto separador (por ejemplo, el Reino Unido en Irlanda), cuando no invasivo, hasta el punto de producir el desplazamiento y, en el límite, la destrucción deliberada de grupos nacionales enteros. Es verdad que otras veces esos cambios políticos no han significado cambio nacional alguno (por ejemplo, los franceses no dejaron de serlo con los cambios de república, hasta la V actual). Por último, hay cambios políticos que no han contribuido ni a crear nuevas naciones, ni a destruirlas, ni tampoco siquiera a dejarlas como estaban, sino que han producido su consolidación como tales naciones con su transformación en nación política (así, los procesos de unificación de Italia y de Alemania en el XIX).
Es más, muchas veces se contemplan determinados cambios políticos como nacionales cuando las transformaciones que se dan en ese orden político —en el del Estado (constituciones jurídicas, matrimonios reales, batallas, etcétera)— responden a una dinámica distinta de la nacional. Y es que la vida nacional tiene lugar en la antropología o en la sociología, mientras que la política ejerce una influencia oblicua sobre ella, y no recta.
Por ejemplo, Carlos I, flamenco de nación, gobernaba tanto sobre súbditos de nación española como italiana, alemana, etcétera, siendo independiente la adscripción nacional del poder político. Sin embargo, sus títulos imperiales, en los que se basaba su autoridad política, algo tenían que ver con esas naciones (era emperador de los germanos, de los romanos, de los lombardos).
Así, mientras que el poder político (Estado) es la acción de ordenar y administrar la sociedad, en la que unos gobiernan y otros obedecen (y que puede ser uninacional o plurinacional, como lo era el imperio de Carlos I), la nación implica la sucesión generacional en una sociedad y su persistencia tiene más que ver con la familia, que es el ámbito en donde se produce la generación (en el lecho), que con el Estado (en el trono o en el Parlamento). Los cambios políticos tienen (o pueden tener) un dinamismo del que carecen los cambios a nivel nacional. En una sola jornada o en unas pocas (el 14 de julio de 1789, el 14 de abril de 1931) pueden cambiar totalmente el orden político. En «diez días» se puede «estremecer el mundo», y puede suceder incluso sin que el cambio sea percibido por la nación, como ocurrió con la toma del Palacio de Invierno. De repente se precipitan los acontecimientos en una ocasión (kairós) cuyo alcance puede ser más o menos revolucionario o reformista en el seno del Estado en el que se producen. Sin embargo, los cambios a nivel nacional se miden por generaciones, requieren de la sucesión y cambio generacionales, en la medida en que exista o no continuidad en las tradiciones, usos o costumbres al pasar de una generación a la siguiente.
Los españoles actualmente vivimos (como ciudadanos españoles) en la nación política, en un contexto institucional surgido en el siglo xix (que supuso la homogeneidad legislativa en los códigos —civil y penal, comercial—, en la fiscalidad, en la administración con la creación de las provincias), y no en la nación histórica que, por ejemplo, protagonizó como sociedad la acción bélica de Lepanto en 1571, o firmó la paz de Westfalia en 1648, o fue objeto de crítica por Cervantes en el Quijote. Esa sociedad española de los siglos XVI y XVII, cuyo tejido institucional era completamente diferente al actual (desde la moneda hasta la administración del Estado, pasando por la economía, la religiosidad y tantos otros factores), se mantiene como tal sociedad española, gracias a unos rasgos comunes (la lengua castellana, y a través de ella la literatura, la continuidad patrimonial, etcétera) que la mantienen cohesionada con el cambio generacional.
Por eso voy a tratar de situar en qué momento, si retrocedemos generacionalmente, llegamos al límite en el que la sociedad española como tal desaparece, y ya no se puede hablar de españoles en referencia al conjunto de esa sociedad (teniendo que hablar de godos, hispano-godos, hispanos o lo que fuera). Porque, en efecto, «los españoles no pueden estar exentos de la universal exigencia (que afecta tanto al sol como a la ameba, a los romanos como a los pigmeos) de pasar del no ser a ser lo que son y como son. Solo Minerva —y sus afines— pudieron brotar ya armados de casco y lanza de la cabeza del Júpiter de turno».
En definitiva, para hablar del origen de la nación española hay que tener en cuenta las distintas acepciones del concepto de nación, que además es oblicuo, políticamente hablando, y no recto.
Aquí nos vamos a comprometer con el hecho de que España no surge como una nación étnica, sino como un imperio (es decir, como entidad política, más bien metapolítica). Y solo en el seno de este imperio, como resultado del torbellino de relaciones sociales, económicas, culturales que pone en funcionamiento su acción secular, surge España como nación histórica o envolvente, involucrando a gallegos, vascos, asturianos, cántabros, castellanos, catalanes y al resto de naciones integradas peninsulares. Es más, estas quedarán definidas a través de España, como partes suyas, pero ya disueltas como naciones étnicas, en el conjunto formado por los españoles, como las aguas de un río se mezclan en el cauce principal con las aguas procedentes de sus afluentes.
Se trata de un imperio que nace modesto, a partir de una batalla, quizás escaramuza, en un lugar recóndito y escarpado de la montaña asturiana, que será el embrión de una nueva formación política, el Reino de Asturias, que terminará desbordándose (primero en León, y después en Castilla) para crear las bases del Imperio hispano.
PROVIDENCIALISMO Y NEGACIONISMO ANTE LA PREGUNTA POR EL ORIGEN DE ESPAÑA
La pregunta por el origen ya supone enfrentarse a dos posturas extremas y absurdas históricamente hablando, ya no solo por ahistóricas, sino por antihistóricas, y, por lo tanto, colocadas en el irracionalismo, al margen de la razón histórica. Estas son la concepción providencialista de una España eterna y la concepción negacionista de una España inexistente.
La concepción de una España eterna puede tener varios sentidos, pero nosotros nos referimos al que vincula España al providencialismo cristiano («martillo de herejes, luz de Trento»), y que estuvo envolviendo desde el principio, como ideología y mito justificativo, la acción de respuesta frente a la conquista islámica tras su victoria en Guadalete, en el 711. Guadalete fue interpretada ya en las primeras crónicas de los vencidos (que eran cristianos) como un castigo divino a consecuencia de los vicios y excesos del último rey godo, Rodrigo, y cuyo resultado catastrófico fue la «pérdida (espiritual) de España». Así, la España isidoriana, que había sido ganada para la causa de Cristo, se desvía de ese curso salvífico para quedar condenada al dominio infiel.
En este marco teológico, la acción de Pelayo en Covadonga, en el 722, va a concebirse como una reacción providencial, coloreada enseguida en las crónicas con un aura bíblica, deuteronomista: a los musulmanes conquistadores se les llama «caldeos» y sus huestes se cuentan con cifras imposibles, propias del Antiguo Testamento. Gracias a ella se va a mantener viva la llama del cristianismo en España, hasta producirse su ulterior restauración, tras los ochocientos años de lucha peninsular contra el islam.
Guadalete y Covadonga son interpretadas, pues, como dos acciones de designio divino (con la intercesión directa de la Virgen o del mismo Dios Padre), que hablan de un proceso espiritual —caída (Guadalete) y restauración (Covadonga)—, y que influye en la redacción de las crónicas ligadas primero al Reino de Asturias, y después al de Castilla y León. La luz del cristianismo en España, que parecía haberse extinguido en Guadalete, se vuelve a encender en Covadonga (siguiendo quizás aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga), de tal manera que la cronística cristiana va a poner toda la carne en el asador para justificar la acción de Pelayo. Las crónicas recogen una célebre conversación (seguramente inventada), previa a la confrontación en Covadonga, entre Pelayo y el obispo Oppas, identificado como hijo de Witiza, y que puede representar a la Iglesia colaboracionista con el conquistador. En ella Pelayo compara la situación de la Iglesia, tras la conquista musulmana, con un pequeño grano de mostaza que termina siendo el germen de grandes cosas (esto es, ganar de nuevo España para el cristianismo).
La acción de Pelayo, por modesta que fuera como acción bélica (así la pintan las crónicas árabes), va a quedar envuelta por la narrativa cristiana y convertida en una gran batalla espiritual. Esta sublimación, operada sobre todo por la cronística posterior, es tan histórica —tan real— como la batalla misma.
Ahora bien, en la medida en que se admita la acción providencialista de Dios actuando realmente en el proceso de acción conquistadora musulmana, y en su réplica reconquistadora cristiana, entonces se admitirá la acción paranormal de un sujeto, en este caso divino, y esto sí que nos situaría fuera del campo de la historia (de la razón histórica). La creencia (narrativa), entre los protagonistas de la acción en Covadonga (o de la cronística posterior), de que Dios o la Virgen están intercediendo a favor de los cristianos sí es un acontecimiento histórico, o puede serlo, pero que la Virgen o Dios estén actuando realmente nunca puede ser una acción histórica. Una cosa es creer en el auxilio divino, y que esta creencia pueda estar conduciendo a las acciones de los hombres (de hecho, lo hace), y otra cosa muy diferente es creer que las acciones de los hombres son conducidas realmente por el auxilio divino.
«Combatieron con todo género de armas y con un granizo de piedras la entrada de la cueva, en que se descubrió el poder de Dios favorable a los nuestros y a los moros contrario, ca las piedras, saetas y dardos que tiraban revolvían contra los que los arrojaban, con grande estrago que hacían en sus mismos dueños. Quedaron los enemigos atónitos con tan gran milagro», relata el padre Mariana siglos después, recogiendo el bagaje de la cronística vinculado al Reino de Asturias (sobre todo las crónicas de Alfonso III). En el momento, pues, decisivo, en que la luz del cristianismo está en un tris de extinguirse en la Península, actúa, según Mariana, la providencia divina para asestar la derrota al enemigo infiel, y con esta misma acción da comienzo esa nueva entidad, sancionada espiritualmente de un capirotazo divino, que se llama España («los nuestros», dice Mariana, refiriéndose a los cristianos).
Por esta vía providencialista, España es una idea eterna, contemplada en la mente de Dios ab aeterno, y que se despliega en un momento dado, en la lucha entre las dos ciudades (Jerusalén o ciudad de Dios/Babilonia o ciudad del pecado), en el contexto de la realización del cristianismo histórico. La Reconquista significa la Spanie salus, la salvación del cristianismo y su Iglesia en España.
Existe otra concepción, en cierto modo sucedánea del providencialismo, que, si bien no se puede asignar a una ideología en concreto, también contempla España sub specie aeternitatis, borrando igualmente su origen. Es aquella que, a la manera del mito platónico de los terrígenos, deriva el carácter español de la geografía, como si de algún modo la tierra imprimiese un carácter singular, un genio, que es común a todos los pueblos que la han ocupado (en esta línea situaríamos el sanchezalbornocismo). Así los españoles responden a un molde arquetípico, el Homo hispanus, cuyo origen se establece in illo tempore, y que se fue revistiendo de romano, de visigodo, más discutiblemente de andalusí, de castellano, de aragonés, pero sin dejar nunca de ser español. Opera aquí un quid pro quo absolutamente metafísico, por el que la constitución actual de España es contemplada como una especie de destino manifiesto desde el que se mira toda la historia anterior como una preparación para llegar a la actualidad española (preparatio hispaniae), como si la piel de toro estuviera destinada a ser necesariamente habitada por los españoles, aunque previamente hubieran de disfrazarse de otras cosas. Detrás de todos esos trajes persiste el mismo sujeto, lo eterno hispano, que en el presente ya se ha revelado en su verdadera esencia, y que tuvo en Covadonga su epifanía, un hito que marca el punto de no retorno para no dejarse avasallar como españoles por ningún otro pueblo extraño. Además, esta concepción lleva aparejada cierta carga axiológica al suponer que, a pesar de los numerosos intentos de sometimiento, los españoles siempre lograron sacar adelante su espíritu irredento (su numantinismo), para nunca dejar de ser lo que son: un ser que siempre conserva cierto aire arcano, un enigma histórico, inescrutable, resultado de su impronta providencial.
En definitiva, el providencialismo o bien niega, sin más, el origen de España (la «España eterna»), o bien lo encubre y esconde con el enigma o el misterio, para presuponer en ambos casos que en el origen de España operan fuerzas que quedan por encima de la racionalidad histórica. Dicho de otro modo, la razón histórica es insuficiente para tratar acerca del origen de España que requiere de la teología.
Por otro lado, por el negacionista, situado acaso en el otro extremo ideológico, aparece la idea de la inexistencia de España. Desde aquí la pregunta por el origen también carece de sentido (o lo tendría, pero solo ideológico).
Según esta visión, España sería una especie de entelequia metafísica, un mito cuyo significado es puramente ideológico, en cuanto epifenómeno al servicio del imperialismo castellano, pero que nunca existió ni como realidad política ni, menos aún, como realidad nacional; Castilla, y España con ella, es una nación inventada. España es, en realidad, un constructo interesado de relatos, al servicio de una especie de conspiración castellanista (entre el rey, el noble y el cura), que ha creado una falsaria historia oficial cuyo propósito es legitimar históricamente ese tinglado político (imperialista, nacionalcatólico) llamado España, para perpetuarse en el tiempo. La historia de España es un ardid político, del nacionalismo español, con sus figuras heroicas inventadas (desde Pelayo hasta Daoiz y Velarde, pasando por el Cid y los Reyes Católicos), para justificar su constitución contemporánea (como nación canónica), pero que no tiene correlato real en la historia de la Edad Media (ni en la Moderna). No existe España en la historia,España esta es la tesis negacionista. Lo que sí existe es el nacionalismo español, y España como un subproducto ideológico suyo (es la idea de la mater dolorosa de Álvarez Junco).
He aquí un botón de muestra representativo de este posicionamiento negacionista, en su formulación más cruda, y menos sutil. Hablando de la «cuestión española», se afirma lo siguiente: «He escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre al mismo tiempo, en los límites de sus pueblos, su reconstitución radical al margen de su historia y a partir de una soberanía cierta que decida contemporáneamente su nombre, su tamaño y su gobierno. Eso todavía está pendiente y la llamada Transición no ha hecho otra cosa que bordear de puntillas la cuestión, prolongando y agravando la paradoja: ha creído, sin ingenuidad alguna, que podía democratizar España sin refundarla democráticamente y que se podía decidir libremente su destino sin haber decidido antes libremente su existencia».
Es curioso que, según Alba Rico, haya que dar prueba demostrativa de la existencia para España, y no ocurra lo mismo para Euskadi (o Cataluña), cuya existencia por lo visto es de una evidencia axiomática, aunque tampoco se sabe de dónde procede tal evidencia, porque, como él mismo reconoce, todavía están esperando Euskadi y Cataluña su constitución democrática, que es como decir genuina, verdadera. El único criterio de existencia válido para una nación, según postula, es el de la libre decisión democrática (sea esto lo que fuera), de tal modo que España no existe porque esa decisión jamás se ha tomado (nunca el pueblo español ha sido libre para tomar una decisión sobre su origen), sino que España ha sido siempre un producto artificioso, espurio (un flatus vocis), de la conspiración oligárquica que ha dejado fuera permanentemente a las clases populares y sus distintas sensibilidades nacionales.
Y es que, en efecto, para este democratismo o fundamentalismo democrático (como lo llamó Gustavo Bueno), la conservación de España, con su historia, es incompatible con la democracia, siendo así que existen unos nacionalismos aceptables (compatibles con la democracia) y otros no (el español, por supuesto, está entre estos últimos), en un planteamiento de la cuestión que constantemente pide el principio de la nación vasca, catalana como ya constituidas, y, además, constituidas democráticamente. En definitiva, la historia de España es la de una conspiración oligárquica, en muchos momentos tiránica, pero nunca puede ser la historia de una nación inexistente.
RECONQUISTA Y EL ORIGEN DE ESPAÑA
Frente al providencialismo de la España eterna, frente al negacionismo de su existencia o frente a esa concepción telúrica del suelo español (sucedánea de la primera), voy a defender que, en efecto, España como nación tienen un origen, y que ese origen tiene lugar en el contexto de lo que la historiografía ha recogido bajo el controvertido nombre de «reconquista».
El concepto ha experimentado últimamente, sobre todo como consecuencia de su reactivación propagandística en la política actual de la mano del partido político Vox, una profunda revisión crítica, al margen de sus usos divulgativos, por destacados especialistas de la historiografía académica: desde los ya clásicos Julio Valdeón, Ladero Quesada y Besga Marroquín, hasta Carlos de Ayala, Francisco García Fitz y el propio García Sanjuán han salido al paso al respecto.
En las últimas semanas de 2018, medievalistas y arabistas españoles y portugueses se reunieron en Palmela con el propósito de valorar ese «constructo» —así se dice more posmoderna en el programa de las Jornadas allí celebradas— y permita «resituarlo en el lugar que le corresponde como muy efectivo discurso justificador»; se supone que justificador de la respuesta cristiana ante la conquista islámica. Con algunos matices, las posiciones defendidas en esas Jornadas por los distintos especialistas arrojan desconfianza sobre el concepto, ya muy sesgado y tendencioso, y lo consideran un producto ideológico propagandístico del nacionalismo conservador decimonónico (dice Ayala). Aun así, algunos creen que, con reservas y sin negar sus aspectos más ideológicos, el concepto es sostenible historiográficamente (por ejemplo, García Fitz), mientras que otros piensan que hay que retirarlo, por ser una «bomba historiográfica», siempre susceptible de ser convertido por la propia carga que arrastra en un arma propagandística en la actualidad política (esta es la posición de García Sanjuán).
Además de ser usado como «constructo justificador», ¿el concepto de «reconquista» responde a una realidad histórica, por muy inflamado que esté o pueda estar ideológica y políticamente hablando? Es decir, atendiendo al significado del término «re-conquista», en el que ese «re» significa réplica, respuesta acción-reacción a una conquista previa, ¿hay algo históricamente real en él, que no se pueda reducir a pura ideología justificadora?
No sería este, desde luego, el único caso en el que un término no se ajusta bien al concepto que quiere representar. Y esto ocurre tanto en el contexto de las ciencias sociales o humanas como en las ciencias naturales. Así, el término químico de «afinidades electivas», como el biológico de «selección natural» o el físico de «átomo» falsean los conceptos que quieren representar. La noción de «partícula subatómica», por ejemplo, no tiene sentido desde el término «átomo», procedente del atomismo de Leucipo y Demócrito, que significa «sin partes».
En la historia también existen términos que están definidos desde otras plataformas: el de «Edad Media» es despectivo, definido oblicuamente desde un Renacimiento que, se supone, recuperaba la luz antigua, clásica, perdida durante el medievo. Por tanto, no son términos de los que sean conscientes sus propios coetáneos. La historia siempre se escribe desde el presente y, obviamente, ni Carlomagno ni Federico Barbarroja sabían que vivían en la Edad Media, igual que César no sabía que vivía antes de la formación del Imperio romano, ni Alejandro supo nunca que con su muerte se inauguraba la época helenística. Son términos que se definen en la historiografía, que tienen ahí su sentido (con más o menos claridad y fortuna), pero que desbordan los propios acontecimientos históricos que señalan.
La historia implica tener presente unos resultados, derivados de la acción de los protagonistas históricos, que esos protagonistas no pudieron tener presentes. En este sentido, la historia siempre es historia universal, porque para hablar de un proceso desarrollado en la Edad Media, hay que presuponer su distinción histórico universal con respecto a la historia antigua, moderna o contemporánea. Sería algo parecido, mutatis mutandis, a un mapa regional que, en la medida en que está atravesado por la red de meridianos y paralelos, ya está implicando el mapamundi. Diríamos, pues, que un relato histórico implica la historia universal como un mapa regional implica el mapamundi, aunque esto compromete mucho la noción de «especialista» en historia, que se volvería muy problemática desde esta perspectiva.
Pues bien, teniendo en cuenta estos matices, repetimos, ¿qué hay de real —histórico— en la noción de «reconquista» que no se pueda reducir a pura justificación ideológica?
De lo que no cabe duda es de que existe una realidad actual, que no se la puede saltar ni el más posmoderno de los posmodernos (para el que cualquier realidad es un vago relato, storytelling), y es la de que España es un país social y culturalmente cristiano (católico, en concreto), y que esto tiene que ver con un proceso, llamado Reconquista, que se inició como respuesta a la conquista islámica de la península ibérica en el 711.
Cuando se dice, como objeción a la admisión historiográfica del concepto, que las crónicas nunca han hablado de «reconquista», en referencia a la acción iniciada por Pelayo, además de que es muy discutible («recuperatione» «recunquisierat», son términos que aparecen en los documentos), hay que tener en cuenta los resultados histórico-universales que desbordan una época determinada. Y el hecho, resultado de este proceso (verum est factum), es que España es hoy una nación política, cultural y socialmente católica (y no musulmana), y son mitos católicos, por muy mitos que sean (desde el patronazgo de Santiago en adelante), los que han conformado esta nación en todos sus aspectos (desde los usos y costumbres cotidianos y festivos hasta la toponimia y los patronímicos —la inmensa mayoría de los españoles tienen nombres bíblicos o del santoral— están marcados por el catolicismo), y lo han hecho en confrontación secular con el islam.
La afirmación de que España es católica puede parecer perogrullesca y con un rendimiento parco, pero esta se debe a lo que la historiografía concibe como «Reconquista». Sin embargo creo que es muy necesario tener en cuenta que el posmodernismo del relato ha convertido a la historia en una vaga red de textos que hablan no ya de una realidad líquida (en el sentido de Baumann), sino gaseosa, volviendo el pasado histórico en algo completamente nebuloso, donde se puede ver cualquier cosa, expuesto siempre a cualquier interpretación, de hermenéutica infinita (una especie de espejo de los deseos de cuento de hadas).
Eso no quiere decir que reconocer la realidad católica de España nos comprometa con una idea providencialista sobre su origen, de la misma manera que la catedral de Burgos, siendo un edificio cuya razón de ser es la liturgia ceremonial católica, no se mantiene en pie por la (inexistente) acción providencial de Dios, sino por las técnicas de la arquitectura.
España, en su lucha contra el islam, no se originó y desarrolló por ninguna acción providencial, sino por la acción política, bélica, administrativa, económica, productiva y doméstica de los que sacaron adelante esa lucha, lo cual no obstó que se concertaran alianzas, tanto entre iguales como de vasallaje, con las sociedades musulmanes que tenían enfrente. Es decir, por muy «guerra divinal» que fuera —por decirlo con Alfonso de Cartagena, y que tanto gusta repetir a Américo Castro— esto no la convierte en una guerra providencial: Dios no entra en los cálculos históricos, aunque sí pueda entrar su idea como creencia providencialista.
La Reconquista —históricamente hablando, sin ningún sentido ideológico— surge como respuesta bajo el liderazgo de Pelayo frente al avance de la conquista islámica, y termina consolidando un Estado bajo la idea de una restitución tanto desde el punto de vista civil (el orden godo anterior) como eclesiástico (una Iglesia no colaboracionista con el islam). Este es el núcleo real a partir del cual se va a desarrollar, con la ampliación de su radio de acción, eso que todavía seguimos llamando España. Pero esta no surge como nación, así de un plumazo, sino como un Estado, casi una jefatura poco más que tribal en el entorno de varias naciones étnicas de asturianos, cántabros, gallegos y vascos. Y va a consolidarse, aglutinando a esos pueblos norteños, hasta convertirse en un imperio. Al principio lo será más intencional que real, pero va a conseguir desbordar ese ámbito «serrano» (como le gusta decir a Sánchez Albornoz), e ir ganando terreno, en el valle del Duero primero, y después derramándose en las cuencas de los demás ríos, para continuar adelante «recubriendo» al islam en un largo proceso que culminará en Granada en 1492.
Es ahí donde aparece la nación española, resultado de la acción aglutinadora de ese imperialismo, recayendo primero sobre la población peninsular, para después consolidarse con la prolongación de su acción en América. La nación española, insisto, no aparece con Pelayo, que nunca puede ser adecuadamente concebido como un libertador nacional, porque no había nación española previa que liberar. Es una nación que aparece cuando este imperio medieval se consolida, comprometiendo a la población peninsular, y empieza a ser visto como tal desde el exterior, cosa que no ocurre, y en esto creo acierta plenamente Américo Castro, hasta el siglo XIII : «Fue lenta, múltiple y profunda la tarea realizada entre la época en que unos habitantes de la Península llamaban a sus lugares Romanos o Godos, y aquella otra —no anterior al siglo XIII — en que el “nosotros” enfrentado, o con el moro o con el vecino reino cristiano, comenzó a denominarse “español”».
Solo cuando se pide el principio de la nación española ya constituida, como hace Sánchez Albornoz, se puede ver en Covadonga el inicio de una «liberación nacional», y entonces se puede hablar críticamente, como Ortega en España invertebrada, de la Reconquista como un período excesivamente largo para que el nombre encaje en él. Pero la Reconquista no es un proceso de liberación nacional, sino que es el período del proceso de una formación nacional, del origen de España como nación histórica o envolvente.
Y es que, en efecto, «en el siglo XIII estaban ya fijados los rasgos tópicos de los caracteres nacionales de los pueblos europeos, como lo demuestra la lectura de textos literarios e incluso el Testamento de Alfonso X, en 1284, donde reflexiona sobre la complementariedad de los caracteres de los españoles y los franceses».
En los capítulos siguientes abordaremos esta cuestión fundamental relativa al imperio medieval español, sobre la que la historiografía viene debatiendo de manera intermitente. Existen posturas que van desde los que niegan su institucionalización medieval como tal imperio (Alfonso García Gallo o, actualmente, Francisco J. Fernández Conde) hasta los clásicos estudios de Menéndez Pidal o de José Antonio Maravall, que la afirman.
El filósofo Pedro Insua afirma que nuestro país
fue alumbrado como realidad administrativa
e idea durante el reinado de Alfonso X
Al alumbramiento de España es posible arrimarse desde diferentes prismas. Y cada uno cuenta con una legión de expertos dispuestos a batirse a daga por sus ideas. Están los que se llevan el origen al Imperio romano –por eso de que ya se llamaba Hispania, 'tierra de conejos'–; aquellos que abogan porque fue el Reino visigodo de Toledo el que puso los mimbres de la nación; los que sostienen que hay que achacarle a los Reyes Católicos el hito y –aunque existen muchos más–, otros tantos que prefieren ser más canónicos y remontarse a la llegada de los Borbones al trono tras la Guerra de Sucesión. Escojan ustedes a su predilecto.
Y ahora, el filósofo Pedro Insua ha llegado para revolucionar toda esta amalgama de teorías desplegadas durante décadas. En 'Cuando España echó a andar' (Ariel), el también autor de '1492, España contra sus fantasmas' (Ariel) sostiene que nuestro país se forjó como idea y como realidad a nivel burocrático gracias a un personaje menos popular que Pelayo o Sus Majestades Católicas, pero también clave: Alfonso X. El Sabio fue quien forjó un proyecto nacional palpable desde el punto de vista administrativo y económico; el que repobló los reinos conquistados a los musulmanes con norteños y, en definitiva, el que apostó por crear un verdadero imperio medieval. Así, con nombres y apellidos.
Sus tesis, aunque cuentan con aires renovados y frescos, hunden sus raíces en las de estudiosos como José Antonio Maravall. Todo emana de la ambición de Alfonso X por convertirse en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; a ese 'fecho del imperio', su particular obsesión por asirse a la poltrona extranjera sobre la base de sus familiares, dedicó dos décadas de su vida. Y, como no lo logró, trasladó sus pretensiones a la península. Narra Insua que el Sabio llamó a estos lares imperio y España. Y no niega tampoco que nuestra nación histórica existe desde mucho antes, allá por Covadonga, pero insiste en que aquello del 'Imperator totius Hispaniae' fue mucho más allá.
Insua sabe que su obra agitará el panorama histórico y político y navegará en un mar de controversia aderezada por los extremos. Pero no le importa lo más mínimo. A sus favor, sostiene, cuenta con datos palpables. Alfonso X fue, al fin y al cabo, el personaje que consolidó elementos básicos para el nacimiento de un país como el castellano –que cohesionó a nivel cultural los reinos– durante su reinado, entre 1252 y 1284. La lista de reformas es interminable.
El Sabio superó la diversidad legal con un corpus jurídico que fomentó una primigenia unificación; administró justicia como cabeza máxima de la pirámide a pesar de que dejó hacer a señores y municipios, y auspició una fiscalidad estatal. Lo suyo fue una maquinaria administrativa bien engrasada.
Y todo ello, sin enumerar el impulso que dio a la Reconquista –término que Insua coge con pinzas– y que muchos autores han minimizado hasta la fecha. Además de dedicarse a la cultura, ganó territorios a los musulmanes, participó en la toma de regiones como Murcia y se basó en la máxima de que la guerra es clave para el devenir de un territorio: «Mover guerra es cosa en que deven mucho parar mientes los que la quieren fazer, antes que la comiencen, porque la fagan con razón e con derecho».
-¿Cuál es la tesis final de la obra?
La tesis fundamental es que España como nación, como grupo gentilicio, como 'gens', nace en el siglo XIII, a partir de la consumación y desbordamiento de la Reconquista. Es decir, es al terminar la Reconquista, con Fernando III y Alfonso X, cuando nace la nación española. La nación surge en el contexto en el que se producen todas las reformas institucionales, en todos los órdenes (jurídico, urbanístico, económico, cultural, lingüístico), llevadas a cabo con Alfonso X, en cuyo proyecto imperialista se verá comprometido decisivamente Aragón, con Jaime I. España se forja cuando las fronteras con el Islam, una vez que se produce el avance cristiano sobre ellas, tienen que ser repobladas.
-¿El imperio medieval alfonsino es el germen de España?
Sí, esta es la idea de Maravall y de Bueno. Partiendo de una pluralidad de reinos es ese trasfondo imperial, que se hace explícito en la intitulación de algunos reyes y en los diplomas cancillerescos, lo que da razón del carácter unitario de España, y es ese trasfondo lo que produce la cohesión ya nacional.
-¿Se forjó de un golpe, o fue un proceso contínuo?
Sí, naturalmente, es una tesis dialéctica. España como nación se va forjando, pero no tendrá la forma canónica que tiene hoy hasta la conquista de Andalucía (la llamada Catlla novísima) y Murcia. La conquista de Sevilla, en 1248, va a ser decisiva. En su repoblación van a participar todos: gallegos, vascos, navarros, catalanes, valencianos, leoneses, castellanos, etc.
-¿Cuál fue la importancia de Alfonso X el Sabio en la creación de España?
Es el que crea absolutamente todo, el ordenamiento jurídico, las aduanas, las vías pecuarias y la Mesta, la urbanización, el castellano como lengua cancilleresca, etc.
-¿Es difícil encontrar en España elementos diferenciadores palpables sobre el nacionalismo más allá del lingüístico?
Imposible. Las diferencias regionales son eso, regionales. No hay ningún componente nacional. Las lenguas sí lo serían, pero el carácter común de la lengua española los reduce a nada. Cualquiera puede recorrer España entera, detrás de esa ardilla que salte de árbol en árbol, y entenderse en español con cualquier conciudadano que se encuentre.
-¿Se suele reducir el concepto de nación a la nación política?
No, el concepto de nación política es una novedad contemporánea, surgida de la transformación del Antiguo régimen (o, mejor, frente al Antiguo régimen). La nación política significa la destrucción de la sociedad estamental.
-¿Qué es la nación histórica?
Es un grupo de nacidos en un mismo ámbito que está determinado políticamente, por una frontera, y que ha ido integrando, en virtud de un orden político determinado, otras naciones periféricas. Por ejemplo, España es una nación histórica que se constituyó a parte del reino de Asturias. Francia, lo mismo (la Francia capeta, o sea, la actual), a partir de la ille de France, etc...
-¿Por qué no nace España con la Reconquista?, ¿y por qué tampoco en Toledo?
Porque la cohesión nacional no se produce hasta que el territorio actual no está consolidado, y las generaciones se van sucediendo en él, mezclándose ('connubium') gallegos, asturianos, montañeses, navarros, vascos, catalanes, aragoneses, valencianos, etc.
-¿Considera el término Reconquista aceptable?
En rigor, si Reconquista significa restauración del orden godo, pues no. Porque el reino godo nunca se restaurará. Pero, bueno, desde un punto de vista historigráfico tampoco es disparatado. Es verdad que los protagonistas de ese proceso pensaban que algo así se estaba produciendo, pero es un concepto emic. El análisis histórico tiene que desbordar los fenómenos ideológicos, y el neogoticismo es una ideología. Funcional, práctica, pero una ideología. Y la historia no es ideología.
¿Es América la que hace a España, o Castilla la que hace a España?
Sí, es América. El plus ultra, el vinculo trasatlántico es lo que da significado a España desde el punto de vista histórico universal. La acción de España en América cambiará el mundo produciendo la caída de la concepción del mundo antiguo y medieval.
-¿Algo que hayamos olvidado...?
Tan sólo decir que el libro busca afirmar la realidad nacional de España en la Edad Media, frente a aquellos que, por haches o bes, la niegan.
De Tierra de Fuego 🔥 hasta Alaska ❄️ nuestra raíz es hispana.
Un adelanto de 🎥 WE THE HISPANOS,
nueva película de José Luis López-Linares
0 comments :
Publicar un comentario