SABOR Y SABER
DE LA LENGUA
ETIMOLÓGICA
La verdad viviente del origen
La ínfima aventura
Cuando nos anonada una desdicha
Durante un segundo nos salvan
Las aventuras ínfimas
De la atención o de la memoria:
El sabor de una fruta, el sabor del agua
Esa cara que un sueño nos devuelve
... ... ...
Una etimología imprevista
... ... ...
Jorge Luis Borges
ABRO EL DICCIONARIO ETIMOLÓGICO DE Corominas y observo el saber y sabor provienen del latín sapere: breve y luminoso descubrimiento. Sigo leyendo y asisto al despliegue luminoso de la palabra. Leo en la etimología los fragmentos de un relato fabuloso, “apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales”, diría Lezama. Los derivados, las aceptaciones, variantes de la palabra van construyendo la red hiperbólica de los sentidos: un cuerpo metafórico.
Para que esto ocurra basta que se suspenda mi actitud juiciosa de lector devorador, engullidor de conocimientos, y adopte una ociosa vigilia degustadora, entregándome a la verdadera fruición de leer. La etimología ha dejado de parecerme un trabajo sistemático— quizás porque la sistematicidad no está en la etimología sino en el deseo del etimólogo. Recuerdo que, para Borges1, uno de los “Justos” es aquel que “descubre con placer una etimología”. Deliciosa precisión: no sólo la justicia está con quien la descubre y no en la etimología misma, sino que hay que descubrirla con placer. Y es que toda la discusión filológica en el interior del artículo es impertinente y ajena a este descubrimiento de las conexiones etimológicas en sí mismas. Más que fijar, diría que las etimologías— como los mitos— celebran los orígenes de la palabra. Descubro, pues, que la palabra es sólo el aposento o la posada del sentido, su albergue transitorio y virtual. (No pienso origen como punto de cierre sino como punto de corte: un posible. El mito habla siempre en plural, habla de “los orígenes”, remitiendo a una multiplicidad dispersa, conjetural e imaginativa. Ni el mito ni la etimología me ofrecen una descripción global y totalizante; al contrario, me muestran el lugar de una dispersión, el semillero de las formas. Su verdad es plural y metafórica, nunca literal).
El etimón ha dejado de ser un rasgo diferencial, identificador y clasificador, para convertirse en una huella. Ya no es la marca de una presencia sino el cabo suelto de una red infinita y posible (el equívoco). Ahora comprendo mejor aquella frase que hablaba de “los gérmenes creadores de la lengua”: el grano, antes de caer y germinar en algún lado (la frase que pronuncia un determinado individuo), debe primero haber sido dispersado a los cuatro vientos. Es decir, los gérmenes de los sentidos no están cosidos (ni cocidos) solidariamente, no forman un conjunto unitario, suficiente en sí mismo. Por lo tanto, las relaciones de analogía, los parecidos entre una acepción y otra, entre un derivado y otro, sólo explican una parte del juego infinito de posibles. Visto de este modo, toda estructura es insuficiente y toda regla una ilusión.
La etimología no sólo me ofrece relaciones de presencia sino también la posibilidad de imaginar cortes imprevistos e involuntarios que no se dan por las transformaciones o modificaciones “naturales” (históricas) del vocablo, sino por salto o mutación imaginativa (el “ingenio”, la “inspiración”) en quien lo dice: es el súbito lezamesco de la imagen (su absurdo) y su disparate goyesco, o la agudeza o el “sueño” barrocos. La era imaginaria de la palabra (no su historia) puede surgir de la ínfima aventura que proporciona una lectura etimológica placentera. (La lectura placentera se diferencia de la otra— seria, compulsiva, yoica— en que decide jugar. Juega con los límites de lo que lee. Si leo con placer no leo de modo uniforme, no “consumo” lo que leo sino que me conecto con ello: interrogo, interrumpo, extiendo o respondo a las solicitaciones imprevistas, no del texto sino de mi lectura).
La “ínfima aventura” a que me invita la etimología no es la clásica aventura del conocimiento. (Llamo “clásica aventura del conocimiento” a todas aquellas que, a partir (grosso modo) del Renacimiento, la cultura occidental ha tenido por tales: empresas intelectuales que comienzan por separar y distanciar al sujeto del objeto de estudio, aquellas donde el sujeto que las hace no se considera parte involucrada o afectada. Diferencio entre conocer (actividad intelectual, mental) y comprender (quedar prendido, contener, incluir algo en sí) o reconocer. Cuando conozco, no sé qué me ocurre, me apropio de mundo por digestión y asimilación. Si digo que alguien es un conocido, estoy diciendo que tengo “trato” con él y no amistad.
La lectura placentera sería lectura amistosa, reconocimiento, comprensión de lo que leo y no sólo conocimiento. Y es que la etimología tiene mucho de auténtica aventura: la causa nunca es una sola y la meta existe como fantasía. No leo la etimología para confirmar o discutir su verdad o justicia sino para creer en ella, para imaginarla (poblarla de imágenes), para rehacer su historia (deshacerla), no fuera (en la historia de la lengua) sino en mí (en la “era imaginaria” de mi lengua). Dejo a un lado la pretensión genética y me quedo con la fábula etimológica.
Desecho sus supuestos de verdad para quedarme con el espesor ficticio del sentido: la palabra como cultivo (y cultura) de una sobrenaturaleza. Sobrenaturaleza: Si la naturaleza nos es inalcanzable (Pascal), agrega Lezama, la literatura es sobrenaturaleza: no una visión o representación de la realidad sino su creación (“súbita”) sustituta, mediante una “vivencia oblicua” de lo real: Nosotros tenemos que alcanzar por la imagen la sobrenaturaleza, que es la nueva cara del mito.2 Es así como la etimología me conduce al contacto con la dimensión menos inteligente (más siguiente, otra inteligencia) y más analfabeta (menos letrada aunque sí más poética) de la palabra, una dimensión que se parece muchísimo a lo que Barthes llamó significancia, a lo que quizá Lacan entendió por efectos del significante, una dimensión del lenguaje que desborda o cae fuera de lo verbal.
“El significante— dice Barthes— es rara cosa, figura como por venir”.3 La etimología puede entonces prestigiar o sacralizar nuevamente el origen de las palabras, convertir su origen en una extensión sagrada. (Aquí debo advertir que no considero un pecado de lesa modernidad, ni un escándalo para la libertad, instaurar espacios sagrados en medio del diario vivir. En efecto, esos espacios siguen ahí, lo que pasa es que ya ni cuenta nos damos. Cada vez que secularizamos un aspecto del vivir con pretensiones científicas o revolucionarias, ideológicas o pragmáticas, perdemos lo que eso tenía de vínculo y de revelación inconmensurable, es decir, perdemos misterio y su cifra).
El pensamiento moderno, al secularizar la cuestión del origen, redujo la etimología a una verdad monolítica y, por lo tanto, a una prescindible cuestión de historia de la palabra. Es decir, algo que no nos afecta en lo más mínimo. Por eso hoy nos cuesta tanto ver la relación entre la palabra y la fantasía; es decir, hemos perdido la imaginación filológica y etimológica, a costa quizás de haber ganado precisión histórica. La mayoría piensa que la imaginación no pasa por la lengua (que es sólo cosa mentale). Y esto, cuando se trata de pensar la literatura, desemboca en la creencia de que el escritor “imagina” las cosas para luego ponerlas en palabras. Si la lengua no pasa ya por la imaginación del lector (o le cuesta muchísimo —y en esto radica gran parte del drama de la cultura moderna),
La lectura apreciará sólo una parte (las ideas, los contenidos, las estructuras) y perderá todo el sabor de la literatura (el uso, el trato peculiar “caricioso”, la forma acuerpada, los relieves y matices), todo lo que en ella es trabajo (amoroso trabajo) con el origen viviente de las palabras (no con su costumbre). Y es que en nuestra relación cotidiana con la lengua tiende a hacerse cada vez más servil (pensar que ya todo está dicho o prescrito en los códigos) y más dictatorial: la ilusión del “patrón” (el amo/ el molde) que dice: “yo manejo el idioma, y la lingüística, o la semiótica, es el instrumento de que mi mente ha inventado para explicarlo”. Ya no jugamos ni comerciamos con la lengua porque nos basta (y nos sobra) con el reino monolítico y la desacralizado de la comunicación, la información o la lógica.
Al universalizar los signos hemos desangrado su cuerpo (el significado termina siempre por borrar la fragilidad de esa figura por venir— el significante). Repito entonces con Derrida: “… el retórico accede a la verdad objetiva, denuncia el error, trata las pasiones, pero por haber perdido la verdad viviente del origen”.4 Regresemos a la ínfima aventura y sigamos leyendo el poema de Borges: nos dice que debemos recurrir a la atención y a la memoria para llevarla cabo. Esta es una aventura para la que no necesito destrezas ni informaciones previas. Si, como dice el poema, lo que quiero es salvarme durante un segundo de la dicha anonada, tendré que recurrir a esas dos fuentes; sólo por su intermedio podré reconocer el sabor de una fruta, el sabor del agua, o el placer de una etimología imprevista.
(He dicho “atención” y pienso en la atención que pedía Rilke: no distraer ni ocupar mi mente con juicios, recuerdos o asociaciones. La atención es una escucha, no al sentido inmediato y codificado de la palabra sino a su juego con otras dimensiones, el paso de lo visto a lo ausente. Una escucha que es “entre-oído”, una visión que es “entrevisión”. La escucha va del cuerpo sensible de la palabra a sus refracciones y caídas en mi imaginación. Evito por lo tanto atenerme demasiado al sentido lato y al sentido simbólico. Pospongo todo lo que pueda entorpecer u obstruir mi atención hacia el cuerpo de la palabra (su ficción); debo por lo tanto desatar esa palabra de lo exclusivamente verbal (sus articulaciones lógicas o ideológicas).
La palabra así “desatada” empieza a sugerirme (no ya a decirme) un saber que no llega a explicitarse nunca, un saber que no consigo traducir en información, no es un “conocimiento” sino reconocimiento. Dudo en calificar este saber ya qué, aun sintiéndolo (me afecta, puedo palparlo o gozarlo), no consigo interpretarlo. Es algo que saboreo directamente sin necesidad de intelectualizarlo. Barthes se ocupó de este asunto y lo llamó “sentido obtuso”. He dicho Memoria, pero no hablo aquí de la memoria caletera y repetitiva; no me refiero a un depósito de hechos o de cosas, sino más bien a su configuración imaginativa en un espacio y un orden ideal. No son de los contenidos sino relaciones cristalizadas.
No es una memoria de la realidad sino una intensificación y una iluminación de lo real. Cuando leo recurriendo a esta memoria (aliada de la atención), las palabras se insertan en ella, no por lo que significan sino por su naturaleza relacionable: la “hipérbole de lo posible”. Resulta, pues, que esta aventura ínfima me ha hecho tropezar con todo aquello que usualmente parece sobrar en las palabras: su parte trivial ha sido reivindicada, atiendo sus caprichos, disparates y absurdos. Hablo de “sobras” no verbales porque me refiero a lo verbal sólo como tablero de ese juego infinito de equívocos y deslizamientos que, forzosamente, están más acá de lo verbal.
Estas sobras constituyen el cuerpo de la lengua, su “verdad viviente”, su “aventura ínfima”. Este cuerpo sabe, es decir, tiene sabor y saber. La pregunta ahora sería: ¿de qué saber se trata? La diferencia radical de este saber con respecto al que proviene de la perspectiva logocéntrica es que proscribe (¿parece proscribir?) cualquier metalenguaje. Es decir, ¿cómo hablo de esas sobras? Quizás debo crear (inventar) un espacio (un extretexto) que las acoja. Tendría que renunciar a ser su amo o patrón, no hablar “de” ellas sino crearles un cuerpo “entrometido” que desate sus posibles. Intuyo que estas preocupaciones pueden conducirme a una cierta erótica de la palabra.
No hablo de la presencia de temas eróticos ni del tratamiento de lo erótico en un texto, sino de la manera como entra Eros (el Dios) en el dominio. Del habla y del saber. He dicho Eros, y no el amor en general, porque conviene introducir una diferenciación en la vasta gama de lo amoroso y del amplísimo espectro del deseo. A Eros no le compete el amor al prójimo, ni el amor filial, ni el amor a la patria, sino el amor ciego (el amor- pasión). Regreso al Corominas y leo la siguiente etimología:
“SABER del latín sapere: ‘tener tal o cual sabor’, ‘ejercer el sentido del gusto, tener gusto’, ‘tener inteligencia, ser entendido’”. Y recuerdo una discreta y sutil observación del profesor Ángel Rosenblat, donde se nos dice que “en muchas ocasiones el criterio decisivo no será el tajante de corrección o incorreción, sino el más delicado, flexible e imponderable del buen gusto o el mal gusto. Esto del gusto es en última instancia el tribunal supremo”.5
En efecto, si leemos con deleite estas Buenas y malas palabras, es por el modo como ese “sensible tribunal” nos va ofreciendo paso a paso el gusto bueno o malo de las palabras, y así deleitándonos, nos alimenta, nos procura un saber sazonado (no meramente conceptual o formal). El entendido, como dice la etimología, es, ni más ni menos, un catador; el que sabe porque las cosas le saben— como al profesor Rosenblat. “¡Elicia, cátale aquí!”,6 gritaba Celestina en el sabroso español de los mesones, donde “mirar” (el más intelectual de los sentidos, el más inteligente y distante) era también catar (probar a qué sabe).
Para entender hay que probar esa “delicada”, “flexible” e “imponderable” aventura del gusto. Un saber que se “prueba” que se gusta y degusta con el doble instrumento del cuerpo y la imaginación (Eros, dicen los antiguos, afectaba por igual al cuerpo y al alma). ¡Maravilla la del origen viviente de las palabras! En un comienzo (…érase una vez para saber que era el sabor…), “sabiduría” no estaba asociada forzosa y exclusivamente al esfuerzo intelectual, no era sinónimo de poder o dominio exterior de las cosas.
Sabiduría, saber, eran tan sólo un discreto “entender algo” y ese entender estaba unido al gusto de las cosas, es decir, a sus virtudes más sensuales y efímeras. Más adelante, Corominas subraya cómo el sentido figurado de “saber”, en la acepción de “entender” o “tener juicio”, se extendió y terminó por imponerse, pero agrega que en Italia y en Iberia “conservó también el sentido etimológico de ‘tener un sabor’: ‘saber el manjar, tener el sabor el manjar’”. Podemos, pues, gustar de ese saber en el manjar por el sabor que tiene.
El saber del sabor será, si no contrario (no quiero hablar de opuestos, sino de otro orden de las cosas), al menos sí distinto al saber de la sola identificación. El sabor no es lo que alimenta sino su gusto, lo que lo hace deseable. Por lo tanto, el saber no es uniforme ni permanente ya que depende, en última instancia, de quien lo prueba. Se trata de un saber acuerpado de la palabra, pero “suelto” con respecto al pensamiento. No lo sostiene ninguna realidad, porque su realidad es metafórica, “una parcela de batiente fascinación”, como ha dicho Lezama, ya que crea, cada vez, un orden de ser nuevo.
Es así como la sabiduría etimológica que nos viene del sabor, es decir, la que tiene un fundamento muy poco intelectual, nos llevará por el camino de sus acepciones y derivados hasta “sabrosura”, que es “lo que tiene de suyo —el sabrosón” (¿No habló Santa Teresa de la sabrosura de Dios?). Sigo, y la etimología me dice que ya en el Poema del Cid y en otros textos arcaicos aparece el vocablo “sabio” con la acepción de “ganas, deseo”; tener sabor de algo era entonces tener ganas (ahora saboreamos mejor a Teresa en sus ganas o deseos de Dios). El sabor será lo que puede conducirnos por los vericuetos seductores y enceguecedores de Eros en la lengua, la lengua traviesa, la lengua deseante, apetente y apetitosa: esos atajos del gusto que, bueno o malo (Eros era según Safo el “amargo dulce”7), sigue siendo el “tribunal supremo”.
EL CUERPO DE LA LENGUA
La sustancia adherente
La voz Hay dos alfabetos: cada letra tiene otra que nunca escribimos.
GUILLERMO SUCRE
Existe en el fondo de la escritura una circunstancia extraña del lenguaje,
como la mirada de una intención que ya no es la del lenguaje.
Esa mirada puede ser una pasión del lenguaje.
ROLAND BARTHES
Cuando me refiero al sabor y saber de las palabras, prefiero decir “lengua” y no “lenguaje”. La lengua, para mí, es una palabra que tiene gusto, sabe a cuerpo, mientras que “lenguaje” no. El uso que se ha generalizado para el vocablo “lenguaje”, su utilización indiscriminada para las más distintas ciencias, seudociencias y tecnologías ha terminado por volvérmelo insípido. Como se ve, no intento definir estos términos ni parto de la oposición saussuriana entre la lengua y habla, sino que me limito a indicar cómo percibo cotidianamente la diferencia. Si digo lenguaje, tiendo a referirme, principalmente, al empleo de una determinada lengua para la función comunicativa; mientras que con la palabra lengua aludo, sobre todo, al conjunto o “tesoro” de signos que utiliza una comunidad. También, cuando digo lengua, oscuramente aludo al órgano que la articula, dándole así una figura sensible y nos menos fantasmática.
(El diccionario nos dice que la lengua sirve para comer y pronunciar. ¿No es el pronunciar otra forma de alimentarnos, de alimentar el deseo que parece ser nuestra forma de apetito más constante?).
Cuando hablo de la lengua, me gusta la confusión que se origina en español (en francés y en italiano también) entre el órgano y el conjunto de signos: esa feliz coincidencia me permite considerar la lengua como cuerpo. (Actualmente cuerpo es una palabra de moda, así como la palabra “discurso” y la palabra “deseo”, y esto indica que está perdiendo sazón, que está casi a medio camino entre la categoría y la banalidad. Entonces, si insisto en decir “cuerpo”, tendré que empezar por sazonarlo). No me refiero solamente al corpus del lenguaje o de la lengua; tampoco me refiero a sus aspectos meramente sensibles (fonéticos, sonoros); entiendo por cuerpo algo más (o menos)que una Physis.
No es el organismo, sino más bien el cuerpo como límite de lo psíquico. No el cuerpo imaginario sino el cuerpo que se sabe imagen, cuerpo deseante, el cuerpo abandonado a su lejanía (la imagen) y devuelto a su presencia. Quizá podría intercambiarlo por “pasión”: pasión de la lengua. Pero si digo pasión podría pensarse en una persona apasionada y yo quiero situar la pasión de la lengua misma. La lengua como pasión o forma de la pasión. Esta pasión de la lengua es la que parece en el cuerpo sazonado de la lengua; es la pasión que nutre la lengua de los místicos, la de los viajeros y cronistas, la de los enamorados, los pícaros y los poetas. Una pasión nunca es la misma y por lo tanto nos obligaría a diferenciar en cada caso.
Cuando hablo del cuerpo de la lengua, me alejo forzosamente de cierta actitud prepotente, prometeica, hacia el conocimiento y que ha hecho su aparición a medida que se ha impuesto vivir secularizado y racionalista al extremo; me alejo forzosamente del logocentrismo típico de la cultura moderna. Me intereso más bien por lo que pueden movilizar otras divinidades (Eros, Hermes, Dionisio), donde es forzoso atender la relación entre el saber y el cuerpo, explorando cómo el juego, el amor y la muerte forman parte del saber. De ese modo entro en una relación más lúdica y placentera con la lengua, pero, por otra parte esta relación se hace más desgarrada. El cuerpo de la lengua sería su parte no domesticada (inmanejable) por el significado, su parte oscura (inconsciente), el lado por donde la palabra se topa con la muerte.
El cuerpo de la lengua nos construye frases, no tiene “sintaxis”. El cuerpo de la lengua se muestra por “recortes”, en el sentido taurino de término: son “suertes hechas con el cuerpo”, recortes de pensamiento donde lo pensado encarna. El cuerpo de la lengua es lengua del corazón son los pases del sentimiento, los que se hacen poniendo y exponiendo el cuerpo, pases donde el sentimiento, buena o malamente, queda enganchado. “Sólo he conocido la libertad por instantes cuando me volvía de repente cuerpo”, dice un texto de Rafael Cadenas.8 El cuerpo de la lengua es como la voz: “ lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz de su autor, esa voz que llega a nosotros”.9
La voz porque es lo más efímero, lo más seductor, lo más ficticio, lo menos significativo de un mensaje. Esa voz del autor que llega a nosotras nunca es abstracción; tampoco se trata del componente acústico; no es el sonido sino su repercusión imaginativa. Por lo tanto, la voz (esta voz) no puede ser formalizada o conceptualizada. En esta voz no percibo la puntuación gramatical sino la otra, irregular, de su escucha (su pulso); la puntuación que no viene dictada por las reglas sino por la emoción. El verdadero tempo de una frase. Puntuación no de signos de puntuación sino de pausas inesperadas, balbuceos, énfasis, disminuciones. Y la relación que mantenemos con un autor depende, en última instancia, de esa voz.
Es una relación sujeta a la escucha (atenta, memoriosa, imaginativa) de los efectos de esa voz en nosotros: En realidad, cada lector, cuando lee, es el propio lector de sí mismo. La obra no es más que una especie de instrumento óptico que el escritor ofrece al lector en fin de permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera visto quizá en sí mismo. El reconocimiento que el lector hace de sí mismo a partir de lo que el libro dice, es la prueba de la verdad de éste. PROUST Porque el verdadero diálogo no consiste tanto en entender lo que otro dice sino de atenderlo (hacerle sitio). No importa lo que las palabras expresan sino lo que movilizan, lo que desatan.
Si siento que autores como Proust, Dostoievski, Mann o Quevedo invaden mi vida, no es tanto por las aventuras que relatan, o por las ideas que expresan, sino por esa voz que supo abrirse camino hacia mí. La voz tiene una intensidad que escapa al lingüista y defraudada estilista. Para detectar esa voz no tengo que mirar escrutadoramente el texto sino escuchar cómo resuena en mí, debo exponerme en ella.
ǀEl cuerpo de la lengua (la lengua del corazón) es la que patentiza de manera radical el cante flamenco, el cante más puro. Basta que nos preguntemos por qué conmueve el cante más allá de la letra. En el cante lo que importa es la voz, pero la voz del cante jondo no tiene que ver con la voz educada y triunfal del cantante “clásico”. El buen cantaor no necesita voz sino “hondura”. En el cante se invierte totalmente la proporción habitual entre canto y emoción. No es cantar emociones. Lo que canta es la emoción. La desigualdad desastrosa y magnífica de la ejecución es lo principal: la queja, los desgarres melódicos, los balbuceos melismáticos, los cortes y pellizcos, van recubriendo (descubriendo) hasta tal punto la significación que termina por crear un sobre-lenguaje que ya no es música sino solamente un tempo: un ritmo del alma.]
Cuando la palabra se quiebra, se interrumpe, se trastorna, aparece el alma, el ángel de las palabras. Como en los aforismos, que huyen del pensamiento discursivo y conceptual, para instaurar la emoción en el pensamiento, el sentir en lugar de la eficacia expresiva. Pero el cuerpo de la lengua no está sólo en el cante o en los aforismos. Bastará con leer o escuchar apuntando al cuerpo, bastará con introducir otra escansión, otra velocidad de lectura, porque, como dice Jean Claude Milner:
“Desde cualquier ángulo que se la considere, la lengua es otra que ella misma, incesantemente heerotópica”.10
Resumiendo, digo que el cuerpo de la lengua no es su corpus, que no puede integrarse o resumirse en una abstracción, que no forma un sistema porque no es totalizable. El cuerpo de la lengua sólo existe actualizado en la expresión individualizada. Me refiero a lo que Lacan bautizó como “las la-lenguas”, indicando con esto la unidad que nunca consigue ser un todo. “Esa lengua, usualmente llamada materna —explica Milner—, puede siempre ser tomada por un aspecto que le impida hacer número junto con otras lenguas”.11 En otra parte señala:
“Es siempre posible— sin apartase de la experiencia inmediata— hacer valer en toda locución una dimensión de no identidad…”12 Adiós entonces a toda pretensión universalista y generalizadora. Adiós a la construcción de modelos, de formas invariantes, adiós a todas las ambiciones lingüísticas y semiológicas, a toda aspiración científica. El cuerpo de la lengua no es recuperable por ni para la ciencia; al menos no para lo que Occidente ha convenido oficialmente en considerar “ciencia”.
Esa dimensión de no identidad a que alude Lacan sería la que recoge todo el saber saborearle de la lengua, su rostro corporal, pasional.
¿Qué aspectos del signo caerían dentro de esta dimensión? Pues creo que todo lo que corresponde al juego del significante (sus fisuras y contrafiguras, no la polisemia del vocablo, sino la fractura en la significación… o su huida), todo lo que se sale del dominio del significado y su fijeza. Ya en El grado cero de la escritura, Barthes habló de cómo “la unidad de la lengua está sin cesar fascinada por zonas de infra o ultra lenguaje”, aludiendo así, oscuramente, a esa zona a la que después dedicó sus últimos trabajos.
Esa zona es la parte impensable del pensamiento ya que carece de un garante imaginario que la maneje (un personaje o personalidad, un amo que pretenda dominarla o interpretarla). Por el contrario, en esa zona la palabra que se enuncia es la del actor que somos; allí hablan las máscaras, mejor dicho, habla la profundidad de la máscara, eso que no tiene dueño ni “mango” por dónde agarrarlo. El ingenio de la lengua y no su juicio; el nosense, el entrelíneas y el entredientes de toda comunicación (tachaduras, omisiones, tartamudeos, enmiendas, estornudos). Todo cuanto en la lengua “hace figura” más allá de los límites razonables, racionales y necesarios de la comunicación. Todo su “posible”: no la lengua de lo imposible sino la lengua de lo posible (lo deseado): su gracia y su desgracia. Es decir, todo lo que da gusto y sustancia equívoca, resbalosa que los lenguajes con pretensiones de eficacia y univocidad censuran, desechan o reprimen y que, por el contrario, la literatura acoge, cultiva y reconoce.
El cuerpo de la lengua es como esa “sustancia adherente” (Lezama), llena de asombros, de formas luminosas pero de oscura memoria, en que nos sumerge la poesía, un “improbable cuerpo intocable”, que emerge “lentísimo como la vida al sueño, como del sueño13 a la vida, blanquísimo”, y que ha hecho al profesor Rosenblat: “son los escritores y los poetas los amos de la lengua”14. Los verdaderos amos, que no dominan sino que juegan. Porque sólo el que juega con la lengua llega a poseerla. El escritor, como amo, ama la lengua, pero lo que ama no es la lengua abstracta sino la lengua del corazón, el cuerpo de la lengua, la sustancia adherente, inseparable ya de sí mismo, por donde se deslizan sus máscaras y sus desvelos. (Juan Goytisolo dijo una vez:
Lo único que me sigue uniendo visceralmente a España es mi instrumento de trabajo, la lengua. En cierto modo podría decir que mi única patria es ésta.15 Don Julián, Juan sin tierra, mudan de piel, de identidad, de nacionalidad, de voz, pero todo ello gracias única y exclusivamente a ese vínculo “visceral”. Para Goytisolo, la lengua ya no es algo meramente “instrumental” sino la sustancia adherente que le permite esa deriva imaginaria donde se multiplica, se dispersa y se precipita). De modo que por el cuerpo de la lengua llegamos a la trastienda de la identidad, sin pasar por la entrada principal. Por ahí se desangra toda ilusión del yo y su unidad. Nada de sorprendente tiene que sea el cuerpo de la lengua, la oscura lengua del corazón, la que sirve a Goytisolo en su empresa radical de pasión y traición consigo mismo.
En Juan sin tierra el responsable del discurso no es el cogito, ni la razón, ni la Revolución, ni la historia, ni siquiera el propio fantasma, sino un saco (un “oscuro objeto”) donde la identidad se ha vuelto tan intratable e inconmensurable como lo es el cuerpo de su lengua. “No hay monólogo interior o exterior que valga”, dice Bergamín, y agrega: “o sea, que el verdadero dialogo, como la caridad verdadera, empieza por uno mismo: porque uno mismo es dos”16…, a lo que podemos agregar el refrán: jamais, deus sans trois. No hablamos solos ni con otro; de por medio siempre hay un intruso: la lengua; no la de los lingüistas sino el cuerpo de la lengua, el “oscuro objeto”, el azogue indispensable sin el cual no habría espejos.
LA LENGUA DEL CORAZÓN
El Ocio, el juego, la fruición
Un idioma es una tradición,
un modo de sentir la realidad,
no un arbitrario repertorio de símbolos.
JORGE LUIS BORGES
Jamás vida sin juego ni juego sin vida.
ANGEL ROSENBLAT
LA VIDA MODERNA tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos y significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas e intelectuales.
Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua. La imaginación ha quedado relegada la jardín de la infancia, alas clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin fisuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tato en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización:
se privilegia de lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, estas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabuladora de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella. Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión.
Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”.17 Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o una clase en la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimientos derrocha, menos sabe.
En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asomo y sin error. Cierta tendencia a considerar la cultura como un asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel de la cultura de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertece más bien a otra cultura).
Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”.18
Ahora entiendo por qué la filología, siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeniza, la que se afecta y se empobrece. la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado.
LEZAMA LIMA
Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la visa”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en manos de un especialista. Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio.
La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado. Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse.
Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos; tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras. En el Persiles aparece la siguiente observación: “El alma ha de estar, dijo Periandro, con el un pie en los labios y el otro en la boca”.
El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orgullo o su vado: por la lengua corre el alma. ¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo púnico que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista.
Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o el etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de la etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar iniciativas a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la fábula abriéndole paso al sentir, todo lo que rebasa la significación.
No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio. Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser un “trabajo el lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el know how). Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponder más bien al ocio, al juego, al placer.
Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua está aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basada exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego de la fruición. No se trata, pues una experimentación “en frío”; todo trabajo con el sabor que se hace sobre el fogón.
La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará solo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote; pero agrega: “juego es también insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”. No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o al buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería llamarse una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee.
Sabemos que lo importante en la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia. Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar el lenguaje con una desazón, con falta de gusto. Ella han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece que sólo desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y su añoranza.
EXCURSUS
Traducir sabores
El sentido se produce por la traducción
de un sentido a otro.
LACAN
Cada uno saborea las frases a la manera de sus labios,
o al menos, necesita que el tiempo
se vuelva sensación en la boza.
LEZAMA LIMA
REGRESO a la etimología y encuentro que traducir y seducir proviene de “aducir” (del latín aducere, ‘conducir a alguna parte’). Entonces, quien traduce seduce, quien traduce (seduce) conduce (sin saberlo, sin saber a dónde). Esta digresión me recuerda que detrás de cada verdadera traducción hay un asombro. Si pierdo asombro y perplejidad hacia la lengua, hacia los vocablos y las frases, ya no hay traducción sino calco. La traducción mecánica de quien dice conocer su oficio y “manejar” las lenguas, achatará sin compasión las diferencias para ofrecernos un texto sin relieve y sin gusto. La verdadera traducción implica entonces una seducción: nace de una fascinación, un fascinarse en lo ajeno, en otro, en la lengua (el cuerpo de la lengua) de otro. El encantamiento, la seducción, implican un pensamiento asediado por el amor del cuento y de la poesía…19.
Hoy parece que sobran los copistas, los calcos y faltan los verdaderos traductores. Se traducen las palabras, no sus sabores: las noticias internacionales, los discursos de las distintas disciplinas, los ensayos y la creación literaria, todo, nos llega a través de traducciones mecánicas, desabrida, irreflexivas. Todo circula como pensamiento sin cuerpo. Hoy los verdaderos traductores son raros, son pocos y olvidados.
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1 Borges, “Los Justos”, en La cifra, Madrid: Alianza, 1981
2 José Lezama Lima, Esferaimagen, Barcelona: Tusquets, 1979, p.17.
3 Raland Barthes, “El tercer sentido”, Por dónde comenzar, Barcelona: Tusquets, 1974, p.143.
4 Jacques Derrida, De la gramatología, Buenos Aires: Siglo XXI, 1971, p.349.
5 Angel Rosenblat, Buenas y malas palabras, i, Madrid: Edime, 1974, p. 14.
6 F de Rojas, La Celestina, Acto I. (Ed. D. Severin. Madrid: Alianza, 1976, p.56).
7 The Oxford Classical Dictionary, Oxford University Press, 1970
8 Rafael Cadenas. De “Zonas”, en Memorial, Caracas: Monte Ávila, 1977, p.59.
9 J.L. Borges. Borges oral, México: Nueva Imagen, 1980, p.24.
10 Jean Claude Milner. El amor por la lengua, México: Nueva Imagen, 1980, p.24.
11 Ibídem, Ob, cit, p.19
12 Milner, Ob, cit, p.19
13 José Lezama Lima, “La sustancia adherente” (de La Fijeza), El reino de la imagen, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p.32.
14 Angel Rosenblat, Ob, cit., p.12.
15 Juan Goystisolo, Disidencias, Barcelona: Seix Barral, 1978, p. 305.
16 José Bergamín, Al fin y al cabo, Madrid: Alianza, 1981, p.239.
17 James Hillman, Revisioning Phychology, New York: Harper & Row, 1977.
18 José Lezama Lima, “Torpezas contra la letra”, Tratados en la Habna, Santiago de Chile: Orbe, 1970, p.40.
19 Adelkebir Khatibi, De la mille et troisième nuit, Rabat: Editions marocaines et internationales, 1980, p.3.
«La lengua del corazón»,
El ocio, el fuego, la fruición
Un idioma es una tradición, un modo de sentir
la realidad, no un arbitrario repertorio de símbolos.
Jorge Luis Borges
Jamás vida sin juego ni juego sin vida.
Ángel Rosenblat
La vida moderna tiende a conferir un poder excesivo a la palabra. Ese poder la hincha y la seca porque el poder de la palabra se ha concentrado en la sobrevaloración de una de sus zonas en detrimento de otras. Todo el énfasis, todos los halagos, todo el peso, se centra en los signos, en los significados. Hemos olvidado que la comunicación es sólo una de las muchas funciones de la lengua; quizá la más reductora. Una preocupación excesiva por la “comunicación” y la “información” ha empobrecido nuestra experiencia de la lengua y un habla estereotipada es hoy el patrimonio común de los tecnólogos, los periodistas y los intelectuales. Nada hay en el diario vivir que estimule la imaginación y nos devuelva el apetito por la lengua.
La imaginación ha quedado reglada al jardín de infancia, a las clínicas psiquiátricas o a los talleres de poesía. La ciencia, la tecnología, los medios de comunicación de masas y los ritmos cada vez más uniformes del vivir han terminado por imponer sus “neolenguas” (lengua abreviada, estereotipada, sin figuras). Cada vez el pensamiento se hace más literal y el campo metafórico más invisible. Tanto en los estudios sobre la lengua como en las vanguardias literarias se tiende, cada vez más, a una suerte de literalización: se privilegia lo textual (los signos) en detrimento de la imagen, y al literalizar las palabras, éstas se vuelven desalmadas, se des-alman porque han perdido la virtud relacionante y fabulosa de la lengua. De ese modo la lengua se hace impersonal, en el peor sentido de la palabra, porque se la ha vaciado de toda emoción. Y al perder ese “instinto” de la lengua, la emoción que cada palabra suscita, perdemos, de paso, el acceso a la lengua, la posibilidad de hacerla nuestra y de reconocernos en ella.
Las palabras hinchadas de una supuesta eficacia han perdido humedad: son fachadas que impiden la reflexión. Esta palabra que se cree todopoderosa, porque todo lo nombra y todo lo explica, tacha el cuerpo de la lengua. La lengua se vuelve unidimensional, sin relieves, sin gusto: “nuestra ansiedad semántica nos ha hecho olvidar que las palabras también queman y se hacen carne cuando hablamos”[1].
Basta circular un poco por la ciudad: comprar un periódico, escuchar la radio o ver la televisión, asistir a una reunión de gente “importante”, a un mitin político, a un congreso científico o a una clase de la Universidad, para comprobar que en todas partes reina el mismo desabor; que mientras más complicada la lengua, menos gusto tiene; mientras más conocimiento derrocha, menos sabe. En todas partes escuchamos una lengua uniforme, previsible, calculable. Una lengua que ni fabula ni simula: una lengua sin dueño, sin asombro y sin error.
Cierta tendencia a considerar la cultura como asunto de cultos nos ha hecho suponer que la lengua sabia tiene que ver con el grado de cultura de la gente. Pero aprender las letras o hacernos “letrados” no garantiza nada. Al contrario, a menudo es la escuela la encargada de matar la letra, o de entontecerla y enmudecerla: nos desazonan la lengua y con ello la vida. La escuela, las escuelas, como las iglesias, nos hacen perder la propia lengua, esa sustancia adherente y viva que es anterior a cualquier alfabetización. Repito, no hablo de una cuestión puramente “verbal” ni aludo al nivel cultural de la gente; me preocupa lo que pone el sabor en la lengua y que no es del orden de la “cultura” (o que pertenece más bien a otra cultura). Aludo a lo que no aprendemos por la gramática ni por la lingüística sino, como decía Lezama, “por ese temblor que sentimos cuando recorremos la piel de un instrumento que nos rebasa en misterio y situación”[2].
Ahora entiendo por qué la filología siempre ha advertido que el deterioro de la lengua comienza desde arriba, en el habla culta, que es la que se homogeiniza, la que se afecta y se empobrece: “la letra mata cuando el espíritu nutricio pasa a ella venenoso y desinflado”. (Lezama Lima).
Por todo lo que les falta, esas lenguas insípidas pueden decirnos mucho más acerca de nuestra indigencia que cualquier estudio estadístico sobre la “calidad de la vida”: vivimos en medio de una tendencia constante a descarnar (descorazonar) y separar la lengua de sus suburbios afectivos. Las palabras, dice Hillman, ya no son fuerzas sino instrumentos en mano de un especialista.
Por eso perdemos el gusto y las ganas. El cultivo unidimensional de la palabra —ya sea estetizante, ideologizante o formalista— mata en nosotros el apetito. Para poder dar con la lengua del corazón y darla, se necesita algo más que saber emplear el lenguaje. Hay que dejarlo entrar, hay que dejar que nos habiten las palabras; también son necesarios los desvelos y cierta desnudez ante la lengua: atención y memoria, diría Borges, dejar la vida protegida y almidonada de la costumbre, pero dejar también las terminologías eficaces, triunfantes y triunfalistas. Así podremos acercarnos humildemente a la lengua inagotable del corazón (esa que sin demasiados conocimientos es la única que sabe), la lengua de las expresiones ricas en equívocos y resbalones, la lengua del mercado, su zona de comercio.
La lengua con sangre entra, dice un dicho, y la sangre de la lengua está muy lejos de esas lenguas almidonadas y resecas. La sangre se encuentra en los suburbios de la lengua, en lo que ya no es puramente verbal, en las impurezas que nos dejan “resabios”. El cuerpo de la lengua está hoy en los “basureros” del sentido: en lo que sobra después del consumo. Porque hoy en día al basurero no va lo inútil sino lo que hemos desechado.
Para recuperar el cuerpo de la lengua hay que irse a esos suburbios del decir, irse a las fronteras de lo verbal, donde la costumbre no ha logrado instalarse. Cuando digo que hay que buscar en las fronteras de la lengua, no pienso en ninguna “misión de rescate” de usos o vocablos perdidos: tampoco hablo literalmente de desplazamientos físicos a determinadas regiones. La frontera de la que hablo está en nosotros, el basurero que digo es el que a diario llenamos con nuestros despojos vitales. Llegar hasta esos desechos es el trabajo que tenemos por delante, porque desde ahí es que podremos encontrar la pasión necesaria para habitar de nuevo las palabras.
En el Persiles aparece la siguiente observación: “El alma ha de estar, dijo Periandro, con un pie en los labios y el otro en la boca”. El alma para Cervantes está más cerca de la lengua que de la cabeza. El alma no es la lengua pero sí su orilla o su vado: por la lengua corre el alma.
¿Hasta cuándo el lenguaje? ¿Para cuándo el sabor? ¿Puede alguien en su sano juicio decir sin empacho que lo único que le importa en la literatura es la aventura del lenguaje? Son demasiadas y muy variadas las afirmaciones de este corte para dudar de su seriedad. Esto se ha dicho con tanta insistencia que no queda más remedio que tomarlo en serio. Entonces hay que preguntarse de qué “lenguaje” se trata. Porque los escritores, por lo general, al hacer afirmaciones de esta naturaleza, no se refieren al lenguaje como abstracto sistema de signos, tal como lo entiende un lingüista. Para el escritor, el lenguaje está más cerca de la materia del filólogo o del etimólogo; habla de esas “ínfimas aventuras” que podrán devolverle el sabor del agua o el placer de una etimología. No se trata entonces de preocupaciones exclusivamente formales. Dar la iniciativa a las palabras, como pedía Mallarmé, es darle la palabra a esa mi lengua, a su cuerpo y su pasión, dejar que hablen mis máscaras y también ese pesado silencio entre una y otra, porque experiencia de lenguaje para un escritor es siempre una aventura en la imaginación y no mera invención de cosas imaginarias. Entonces, cuando un escritor se preocupa por la lengua quiere decir que en él lo que trabaja es la lengua; ella lo mueve, lo seduce; ella es la que fabula abriéndole paso al sentir, a todo lo que rebasa la significación. No se sostiene un poema por sus articulaciones lingüísticas o semiológicas, sino a pesar de ellas; el poema se sostiene por lo que llamó Lezama “su respirante diferencia” y por la difícil conquista de un ritmo propio.
Entonces, ¿por qué se sigue diciendo que la literatura para ser válida debe ser “trabajo de lenguaje”? Porque lo que se suele llamar “trabajo” del escritor con la lengua no es más que la parte más artesanal de su oficio: un saber tratar la materia, cierta familiaridad que no excluye el asombro, cierto cariño que no excluye el maltrato. Es decir, no hay que confundir el tratamiento de las formas con una técnica (el Know how).
Pero a ese trabajo artesanal hay que agregarle algo más. Hay una parte que ya no puede llamarse trabajo porque corresponde más bien al ocio, al juego, al placer. Todo escritor que busca darle sazón a su escritura tendrá que aprender a dejarles la iniciativa a las palabras y al fogón que las transforma. Hay que dejar que la materia trabaje en uno. Esa parte ociosa de las relaciones del escritor con la lengua están aún por estudiarse. Nada sabemos de este oscuro proceso y poco ayudan las teorías literarias basadas exclusivamente en el análisis de los signos a la hora de entrar en la oscuridad y el calor del sabor. Ahí lo impensado pero aliñado emerge. Ahí el sabor se impregna y se instala. Ahí la sustancia deja de ser manipulable; querer acelerar o retardar esos procesos termina arruinando el gusto. Esta espera es lo que garantizará luego la fruición.
No se trata, pues, de una experimentación “en frío”; todo el trabajo con el sabor se hace sobre el fogón. La experimentación concebida como un proceso exclusivamente intelectual dará sólo frutos “pasmados”. Experimentación no es otra cosa que juego, la esencia lúdica de todo trabajo imaginativo. Experimentar es atreverse a jugar con las palabras, divertirse con ellas, es decir, salirse del camino recto. Dice Rosenblat: “jamás vida sin juego ni juego sin vida”, refiriéndose a la lengua del Quijote, pero agrega: “juego es también vida insensata y desesperada”. Lo cual confirma plenamente Cervantes en su Viaje al Parnaso cuando afirma que sus novelas han sido “un camino, por do mostrar con propiedad un desatino”.
No me gusta usar la expresión “eficacia expresiva” para referirme al buen tino o buen sabor de algunas obras. Más que una eficacia, en este caso debería hablarse de una resonancia, porque ninguna literatura es “eficaz” si no provoca en quien la lee ese efecto de eco, si no repercute de algún modo en quien la lee. Sabemos que lo importante de la literatura es lo que desata y no lo que denota. Lo mismo ocurre con la utilización excesiva de la palabra “producción” para referirse a la creación literarias. Hoy se prefiere “producción” porque suena más moderno, más “progresista”, pero en el fondo, detrás de esa preferencia, se esconde un viejo sentimiento de culpa ante el carácter lúdico y festivo de la literatura: su ceremonia.
Hay mucha experimentación que carece de juego; ciertas vanguardias, tanto formalistas como ideológicas, coinciden en tratar al lenguaje con una desazón, con una falta de gusto. Ellas han sustituido el juego por procesos exclusivamente mentales e intelectuales, y olvidan que la fuerza de lo lúdico es necesaria porque es la que puede acercarnos a la memoria. Esta sustitución separa los “lenguajes” de la verdadera fuente de la lengua: la memoria. Y parece sólo que desde la fuerza de lo lúdico podemos todavía acercarnos a ella. En tiempos desmemoriados, sin formas, sin rituales, la imaginación se ha convertido en locura. ¿Acaso no nos volvemos “como locos” leyendo tanta literatura de vanguardia? La imaginación sin memoria no hace imágenes, sino locura. Pero la memoria —es bueno recordarlo— está hecha de las palabras que el corazón espera, de las palabras que perdimos, de su silencio y añoranza.
Palacios, María Fernanda.
Sabor y saber de la lengua. Caracas:
Otero Ediciones, 2004.
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[1] James Hillman, Revisioning Psychology, New York: Harper y Row, 1977.
[2] José Lezama Lima, “Torpezas con la letra”, Tratados en La Habana. Santiago de Chile: Orbe, 1970, p. 40.
Sabor y saber de la lengua ... by Saúl Figueredo
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