EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL TRIUNFO DE LA LIBERTAD SOBRE EL DESPOTISMO" por JUAN GERMÁN ROSCIO 🗽

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sábado, 16 de noviembre de 2024

LIBRO "EL TRIUNFO DE LA LIBERTAD SOBRE EL DESPOTISMO" por JUAN GERMÁN ROSCIO 🗽


EL TRIUNFO DE LA LIBERTAD 
SOBRE EL DESPOTISMO


Prólogo de Domingo Miliani

1.- Boceto 1

Es la confesión de un pecador arrepentido de sus pecados y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía.

En lo ideológico, la lucha emancipadora fue tan ardua como en lo militar. La idea de emancipación mental, enunciada por Bello, reiterada obsesivamente por Leopoldo Zea, apunta al proceso. Arrancar el poder a la monarquía absolutista española, conservada al comienzo por los mismos hispanoamericanos, quienes defendieron en 1810 a Fernando V II contra la usurpación de José Bonaparte, impuesto por su hermano Napoleón, fue gesta que produjo héroes bélicos. Barrer de las conciencias el lastre católico-feudal fue proeza prolongada y difícil. Esta última engendró héroes intelectuales, menos espectaculares que los primeros. A la segunda categoría pertenece el venezolano Juan Germán Roscio, hijo de mestiza provinciana — Paula María Nieves— e inmigrante milanés — Cristóbal Roscio—, nacido el 27 de mayo de 1763 en San Francisco de Tiznados, pueblo perteneciente en la época a la Provincia de Caracas.

El no ser miembro de la “ nobleza” criolla habría obstaculizado a Roscio el acceso a la educación universitaria, elitesca, reservada para el mantuanaje, si no hubiese mediado la generosa protección que le dispensó doña María de la Luz Pacheco, esposa del Conde de San Javier.

Roscio ingresó en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, donde obtuvo el título de Bachiller en Cánones (1792) y los grados de Doctor en Teología (1794) y Derecho Civil (1800). Entre ambos doctorados ejerció interinamente la docencia como profesor de Instituta (1798). No alcanzó estabilidad como catedrático porque, al solicitar el ingreso en el Colegio de Abogados de Caracas, fue vetado. Apeló y originó un litigio ventilado ante la Real Audiencia, organismo que retardó el dictamen hasta 1801. La razón es que Roscio, además de “pardo” era considerado sospechoso de ideas infidentes contra su Majestad Imperial.

Al producirse los acontecimiento del 19 de abril de 1810, Roscio fue uno de los primeros en incorporarse al Cabildo de Caracas, como “representante del pueblo”. Secundó al Canónigo chileno José Cortés de Madariaga en el emplazamiento al Capitán General Vicente Emparán. Redactó la minuta de aquella tormentosa sesión. Formó parte de la Junta Suprema, conservadora de los derechos de Fernando V II — aunque era partidario de la independencia inmediata— y fue comisionado para redactar el acta respectiva. En el nuevo gobierno provisional asumió la Secretaría de Relaciones Exteriores. Sugirió el envío inmediato de misiones diplomáticas ante los gobiernos de Estados Unidos, Inglaterra y la Nueva Granada. Al segundo país le correspondió enviar a López Méndez, Bolívar y Bello.

El 2 de marzo de 1811 se incorpora como Diputado electo al Primer Congreso de Venezuela. Participa en la escritura de unos “Derechos del Pueblo” . El 5 de julio, proclamada la independencia, es designado con Francisco Isnardy para que juntos redacten el Acta memorable. Integró la comisión que habría de redactar la primera Constitución Federal, de aplicación efímera, cuyos contenidos fueron reivindicados más tarde, en 1859, durante la insurrección popular encabezada por Ezequiel Zamora, con que daba inicio a la llamada Revolución Federal.

Desde el comienzo de las acciones emancipadoras Roscio estaba convencido de que, para consolidar la República, era imprescindible una batalla ideológica orientada a cambiar las mentalidades sometidas a lo calificado por él como obediencia ciega ante la religión católica, soporte doctrinario de la monarquía absoluta.

En 1812, cuando Francisco de Miranda capitula y entrega el mando al realista Domingo Monteverde, Roscio será uno de los prisioneros inmediatos. Es calificado de monstruo por el General canario, recluido en las ergástulas de La Guaira, deportado a Cádiz y enviado finalmente al tenebroso presidio de Ceuta, junto con el canónigo Madariaga y seis patriotas más.

Los años de cautiverio fueron escuela de meditación autocrítica. En contacto con patriotas liberales madura su determición de entregarse por entero al combate doctrinario contra lo que él llamaba teología feudal, justificadora del despotismo y la tiranía.

La actitud de Roscio reafirma la tesis de Leopoldo Zea respecto a la emancipación mental, precisada así:

La labor de emancipación con el pasado, la labor de regeneración, tenía que ser lograda más tarde: y para ello las armas tenían que ser otras muy distintas. Ya no era guerra contra el despotismo físico, sino contra el despotismo que anidaba en el corazón y mente de los hispanoamericanos. Destruido el poder visible era menester destruir el poder invisible que arraigaba en los hispanoamericanos.2

En 1814, ayudado por un joven británico — Thomas Richards—, amigo de la independencia hispanoamericana, Roscio y otros patriotas logran evadirse del penal de Ceuta. Llegan a Gibraltar. Por gestiones ante el Gobierno del Estrecho, el Alcalde de la prisión de Ceuta obtiene la recaptura y devolución de los fugados. Richards sigue a Londres y emprende campaña de ayuda a los patriotas venezolanos hasta conseguir su libertad en 1815.

Roscio y sus compañeros emprenden regreso a América por Jamaica. En Kingston permanece hasta finales de 1816. El día de Año Nuevo de 1817 desembarca en New Orleans para seguir de inmediato a Filadelfia, ciudad muy hospitalaria con los patriotas liberales de Hispanoamérica desde el momento mismo de la Independencia norteamericana 3.

De inmediato, en el Distrito de Pennsylvania quedan registrados para Roscio los derechos de su libro titulado El triunfe da la libertad sobre el despotismo, en las confesiones de un pecador arrepentido de sus errores políticos> y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía. El mismo año 1817 salía de las prensas de Thomas H. Palmer y lo firmaba J. G. R., ciudadano de Venezuela en la América del Sur.

Aquel título tan barroco identificaba una de las obras de más poderosa argumentación liberal en favor de la lucha contra el despotismo monárquico.

Mientras residía en Filadelfia, Roscio escribió también un Catecismo religioso-político contra el Real Catecismo de Fernando VII. Quedó inédito hasta el siglo XX. 4 Tradujo del francés y publicó en edición bilingüe (español/inglés) una Homilía del Cardenal Chiaramonti, Obispo de Imola, actualmente Sumo Pontífice Pío VII, editada por J. F. Furtel y con una introducción firmada por “Un ciudadano de Venezuela en la América del Sur” , donde da cuenta de ser el mismo autor de "El triunfo de la libertad sobre el despotismo".

Enfermo de gravedad, dicta testamento en favor de su hermano José Félix, quien residía en Cádiz. En lo intelectual cede el albaceazgo de libros y papeles a Antonio da Cruz. Pero se recupera pronto y permanece atento a las noticias políticas de Venezuela. El gobierno republicano se ha reconstituido en Angostura. Roscio decide regresar a mediados de 1818. Se incorpora al grupo republicano en la ciudad guayanesa. Colabora afanosamente en los preparativos del Congreso que habría de reunirse en aquella ciudad del Sur en 1819. Participa como Diputado en el Congreso, redacta documentos legales y colabora con Francisco Antonio Zea y Fernando Peñalver en la fundación del periódico El Correo del Orinoco. Al constituirse el nuevo gobierno patriota, germen de la Gran Colombia, Roscio es nombrado Vice-Presidente del Departamento de Venezuela y, al poco tiempo, también del de Nueva Granada, en reemplazo de su amigo Francisco Antonio Zea. Con estas responsabilidades se redica en El Rosario de Cúcuta, ciudad fronteriza entre Venezuela y Colombia. Sin embargo, su salud, resentida desde 1820, va desmejorando día a día. El 10 de marzo de 1821 muere en la ciudad colombiana.

2. - El triunfo de la libertad sobre el despotismo

El hombre actuante en los preliminares de la independencia, a la luz de los exaltados de la Sociedad Patriótica, pasaba como “ el prudente”. Lo era. Veinte años mayor que Bolívar — quien lo respetó siempre— , provisto de ampia cultura, pasó como el hermano más experimentado del grupo. No vaciló nunca, pero creía en la lucha doctrinaria, además de la militar. Federalista convencido, procedió con cautela ante las exaltaciones individualistas.

El hombre que regresaba a América en 1815, luego de un presidio tiránico, era una conciencia severamente crítica y dispuesta a librar combate, en todo terreno. Su salud precaria no le permitía empuñar las armas, aunque expresó por escrito su voluntad de hacerlo. En una de sus cartas escritas desde Kingston a Martín de Tovar, manifiesta:

Morir en los campos de batalla, perecer entre las manos de los enemigos de la libertad, es muy glorioso, para quien ha llegado a conocer el alto precio de ella y la suma importancia de romper para siempre los hierros de la servidumbre. Esta idea me consolaba en la prisión y no sentía sino morir antes de dejar escritas y publicadas las observaciones hechas en favor de la emancipación de todo el mundo colombiano. Son de preferencia todas aquellas que tienen por objeto el combatir los errores religiosos y políticos que afianzan la tiranía y la servidumbre 5.

Su voluntad era, pues, clara. El regreso a América, una retoma de conciencia continental de la emancipación. Su propósito, viajar primero a Filadelfia, editar su libro y, luego, reincorporarse a los cuadros liberadores de su patria. Roscio no se subestimaba. Se sabía dueño de una lúcida inteligencia jurídica y doctrinaria. La había probado en la acción política. Conocía bien el latín, además del francés y el inglés. Había leído a fondo, tanto los textos bíblicos como el pensamiento de los enciclopedistas, particularmente Rousseau y también los filósofos escolásticos. La Universidad donde se había formado era, desde mucho antes, centro polémico entre escolásticos y escotistas. El racionalismo cartesiano había encontrado lugar en las exposiciones de cátedra.

Sabía que estaba en condiciones de acometer una tarea de lucha ideológica eficaz contra los usufructuarios políticos de la religión católica. Roscio no renegó de su catolicismo pero, como buen liberal, sostuvo principios de laicismo 6. Estaba convencido de que la mejor refutación a los fariseos doctrinarios de la Iglesia se hallaba en los propios textos sagrados de las Escrituras. Rebatir con tales argumentos desarmaba a los traficantes y afianzaba una fe militante por la independencia, entre las mayorías cristianizadas, para librarlas de la sumisión a la monarquía.

Desmantelar en las conciencias la imposición de la teología feudal fue su tarea y cristalizó en la publicación de su libro El triunfo de la libertad sobre el despotismo, constituido por 51 capítulos y un apéndice.

La obra alcanzó dos ediciones en Filadelfia. La primera, de 1817, ordenada por su mismo autor. Otra, reimpresión de 1821, salida de las prensas de M. Carey e hijos. De tres posteriores, hablaremos en su momento. Una época en la cual la publicación de libros no era exuberante marca la relevancia en el hecho de que una misma obra alcanzara cinco ediciones, separadas por escasos años e indica bien la acogida y el efecto ideológico de su recepción. Como también es indicador, por contraste, el que no hubiera edición venezolana y, en cambio, ejemplares de la edición de Filadelfia hubieran sido incinerados en Caracas, en auto de fe 7. Eso vale por un juicio de temor.

El triunfo de la libertad sobre el despotismo es una lectura jurídico-política y social de las Escrituras, con intención de proyectar argumentos contra la situación opresiva de la América en lucha. Es una lectura desde la óptica de un liberalismo profesado por autor cristiano pero no clericalista. Para la exégesis, Roscio busca apoyo a sus argumentos en teólogos como San Agustín, cuyo modelo de las Confesiones es adoptado como punto de vista del discurso, dirigido a Dios y en segunda persona. Acude a Santo Tomás para justificar el regicidio. Además, en otra perspectiva, disimulada, introduce conceptuaciones de Descartes y Rousseau, sin mencionarlos, para una irradiación moderna de lo que, sin desvirtuar ni exagerar, era el objetivo último de Roscio: sentar las bases de una teología de la emancipación, opuesta a la teología feudal.

Las ejemplificaciones a que alude para enfatizar la iniquidad refieren a Venezuela y al resto de América, en especial México, o apuntan hacia la Europa absolutista, con la mira puesta en España. En la Introducción revela los motivos que lo indujeron a escribir su libro:

(...) Yo vi desplomarse en España el edificio de su nueva Constitución. Liberal, sin duda, con el territorio de la Península, con las islas Baleares y Canarias, era muy mezquina con los países de ultramar en cuanto al derecho de representación. Por más que desde los primeros pasos de la revolución se había proclamado igualdad omnímoda de derechos, caludicaban las proclamas en la práctica y fueron luego desmentidas en el nuevo código constitucional. Lloré sin embargo su ruina y suspiraba por su restablecimiento y mejora. Me bastaba para estos sentimientos el mirar declarado en la nueva carta el dogma de la soberanía del pueblo; sentadas las bases de la convención social; abierto el camino de la felicidad a una porción de mis semejantes; y marcado el rumbo de la perfección de una obra que debía ser imperfecta y viciosa en la cuna. Conocía luego la causa principal del trastorno, obrado por el rey y su facción en Valencia, a su regreso de Valencey. Me confirmé en mi concepto, cuando de la prensa ya esclavizada, empezaron a salir papeles y libros contra principios naturales y divinos profesados en la constitución. Unos textos de Salomón y San Pablo eran los batidores de la falange que acababa de triunfar de las ideas liberales que han exasperado en todos los tiempos el alma de los ambiciosos y soberbios 8.

Era el tiempo del regreso de Fernando V II al trono y el desconocimiento de la Constitución Liberal promulgada en 1812. Coincidía justamente con la tentativa de fuga de Roscio desde Ceuta. Era el comienzo del desengaño respecto a unos derechos al trono, cuya conservación había sido el pretexto del 19 de abril de 1810, que Roscio había acatado sin mucho entusiasmo, porque creía en la independencia firme desde el primer momento.

En seguida reconoce el autor que, pocos años antes, él había “ renunciado a las falsas doctrinas” que justificaban el reinado de Fernando y, al verlas utilizadas contra la Independencia, “ suspiraba por una obra que refutase estos errores, no con razones puramente filosóficas, sino con la autoridad de los mismos libros de donde la facción contraria deducía sofismas con qué defender y propagar la ilusión. Tanto más deseada llegó a ser para mí esta obra, cuanto que uno de los impresos en circulación decía que ‘aunque atendida la filosofía de los gentiles, no podía negarse al pueblo la calidad de soberano; los que profesamos la religión de Cristo, debíamos defender lo contrario y confesar que el poder y la fuerza venían derechamente de lo alto a la persona de los reyes y príncipes” (p. 8).

Como se anotó antes, todo el discurso está dirigido a Dios en segunda persona, en contrapunto con el yo de un pecador que amplifica y condensa la posición de los creyentes hispanoamericanos, colocados ante el dilema de optar entre la independencia o la fe.

La carencia de obras que adoptaran una posición católica y, al mismo tiempo, revolucionaria, era su angustia, cuya contemporaneidad es obvia. “ Yo estaba muy lejos de pensar que faltasen defensores de la libertad fundados en la autoridad de libros religiosos. Yo no podía creer que desde que el ídolo de la tiranía erigió su imperio sobre el abuso de las Escrituras, hubiese dejado de tener impugnadores armados de la sana inteligencia de ellas. (...) Pero no aparecían sus escritos, cuando más urgía la necesidad del desengaño y de la impugnación de un error reproducido con mayor insolencia. En tal conflicto debía suplirse esta falta de cualquier modo, considerando que tanto vale el no aparecer como el no existir. Por más que se haya profanado la Escritura en obsequio del poder arbitrario, son incansables los tiranos en imprimir y reimprimir sus abusos. ¿Por qué, pues, no imitar su tesón, multiplicando y reproduciendo el contraveneno?” (pp. 8-9).

Esta idea flotaba en el ambiente del pensamiento liberal hispanoamericano. José María Luis Mora, según afirma Abelardo Villegas, había adoptado posiciones similares 9. Roscio no hizo más que consolidar en un denso tratado esas aspiraciones de combate ideológico.

Por lo demás, el jurista estaba convencido de que, mucho más grave que las actitudes individualistas y soberbias de algunos militares patriotas, el obstáculo máximo para aglutinar un pueblo en torno a la independencia era la ignorancia y el miedo de ese pueblo, obnubilado por los sofismas religiosos y, por ende, inhibido de abrazar la causa de su liberación 9_A.

En la lectura política de la Biblia consideró que el Antiguo Testamento, además de su valor sagrado, era todo un sistema conceptual de organización político administrativa referido a la sociedad hebrea y, en consecuencia, sin tocar “ lo concerniente al reino de la gracia y de la gloria” , era posible extraer de su texto, como del Nuevo Testamento, suficientes directrices para aplicarlas a la nueva sociedad hispanoamericana. “ Así me dediqué a lo político, como pudiera dedicarse un albañil al examen de todas las obras de arquitectura que se refieren en la Escritura, o como pudiera hacerlo un militar que quisiese criticar, conforme a las reglas de su arte, todas las campañas que allí se leen, marchas, expediciones, disciplina y táctica de los Hebreos y de sus enemigos” (p. 10).

Destinatarios primordiales de su libro serían individuos que, como él, sometidos un tiempo a la obediencia ciega de los dogmas de fe, hubieran cometido errores de omisión frente a la independencia o adoptaran el bando del sometimiento al monarca, por miedo al castigo divino, ejercido por los falsos vicarios de Dios en el mundo temporal, pero inmunes a las leyes civiles bajo el pretexto de rendir cuentas en el otro mundo, respecto a las tropelías cometidas en éste. A quien se nallare en semejante situación, lo invita a que “ Fije los ojos sobre la conducta de los déspotas y los verá no menos atentos a la organización y fomento de sus fuerzas físicas que al incremento y vuelo de la fuerza moral de sus errores políticos y religiosos. Vea el diario empleo de sus prensas, de sus oradores y confesores: acérquese al despacho de sus inquisidores; y los hallará a todos dedicados con preferencia a la propagación y mantenimiento de las fábulas que hacen el material de mi confesión. No crea que la multitud posee sus luces: no la imagine, en punto de religión y gobierno, de un espíritu tan despreocupado como el suyo. (...) El número de los necios es infinito. . . ” (pp. 10-11).

3. - Ideas fundamentales del libro

El primer blanco de refutación fue el concepto de obediencia. Distingue tres tipos: ciega, pasiva y activa. La primera es definida por Roscio como “el resultado de una conciencia ciega que sin discernir entre lo bueno y lo malo, ciegamente abraza cuanto se le propone” (Cap. X X X , pp. 243-244). Diferentes son la obediencia pasiva de los ciudadanos de una república respecto de sus leyes y la activa de los magistrados y administradores de una sociedad. La obediencia ciega es inductora de ignorancia y esclavitud. Si la obediencia ciega reinara universalmente, “Permaneciendo ciegos en sus deberes y derechos todos los pueblos, la esclavitud sería universal, el género humano estaría más degradado y menguado; no se leerían en la historia sagrada tantos hechos heroicos por la libertad, contra el poder arbitrario y la usurpación” . (Ibid, pp. 244-245).

El concepto de usurpación como soporte de la tiranía, tiene en Roscio la misma denotación aristotélica. A partir de esta idea, considera a Cristo como libertador espiritual; pero a los héroes bíblicos como- verdaderos modelos revolucionarios para la extirpación de la tiranía en el mundo tangible. (Cap. L). Dentro de la estirpe de revolucionarios ejemplares expresa reiteradamente su admiración por los Macabeos, a quienes exhibe con carácter de arquetipos de una revolución social. Por analogía, los planteamientos de Roscio hacen recordar la famosa novela Mis gloriosos hermanos, del norteamericano contemporáneo, Howard Fast. Ostenta la saga del Adón Matatías y sus descendientes como auténticos receptores del mensaje bíblico, antes de que apareciera “ la maldita raza de intérpretes que habrían de convertirlas (a las Escrituras) en usura del despotismo y perjuicio de la libertad” . (Cap. X X X I, p. 178).

Los interrogantes de Roscio sobre si los antiguos tuvieron o no conocimiento pleno de las Escrituras, antes de la prohibición católica, son vehementes:

¿Podían por ventura ignorarla los príncipes del Sanedrín y todo el pueblo de Judá en los tiempos de Amasias? (...). Siendo, pues, imposible esta ignorancia, ¿cómo es que dejaron de salir al frente de la defensa de Roboán y Amasias, unos textos que al cabo de tantos siglos vinieron a ser por la primera vez el pedestal de la tiranía? 
¿Tendremos bastante audacia para decir que el sentido político de las escrituras antiguas es para nosotros más claro que para sus coetáneos o para todos aquellos que las tenían en su propio idioma, en su original y exentas de la vicisitud y calamidad de los tiempos? 
Si al mando, pues, de los Macabeos, sacudió el yugo extranjero la nación judaica, fue sin duda, porque eran más inteligentes que nosotros en la doctrina política de sus libros, porque tenían soberanía, porque su sociedad era compuesta de hombres dotados de alma y cuerpo, de nervio y robustez, de talento, de virtud y armas, elementos constitutivos de la majestad del pueblo; porque en suma, el poder y la fuerza de ellos era más soberana que la de sus opresores; Matatías murió sin haber terminado la empresa; pero murió con la gloria de ser el primer corifeo de la insurrección; y animados con su ejemplo, sus hijos y compañeros de armas, suplieron heroicamente la ausencia de su persona” . (Cap. X X X I, p. 178).

Apoyado en el contenido revolucionario, guía de acción explícita en el Antiguo Testamento, Roscio arremete en su lectura contra la interpretación de la teología feudal, según cuyos postulados los símbolos sacros de la insurrección devienen en instrumentos demagógicos —ideologizadores, sería más exacto— de la tiranía. Remitido a los pasajes de Salomón y Roboán, imagina su reacción, si ambos gobernantes bíblicos pudieran transponerse históricamente a la época de las monarquías europeas, feudales y absolutistas, donde proliferan los expertos “ en dorar la píldora, imponiendo falsos nombres a las cosas” (Cap. XV, pp. 123-124). Se pregunta qué pensarían ante los procedimientos con que se utilizaban las escrituras para inundar de términos “ beneficiosos y melifluos” la oratoria de la sumisión, orientada a permutar “ la espada por el cordero, el trono con el altar, el cáliz con el cetro” , como sustentos del despotismo. Esta idea es reiterada por él en varios pasajes de su obra (Cap. XV y LI).

El concepto de soberanía, tan caro a la ideología liberal del siglo X IX , es materia de documentación bíblica prolija. Los capítulos II al X III y parte de la Introducción insisten en ella. Concluye en que tal principio accede a la categoría de dogma político y cuasi religioso en las escrituras, desde la legislación mosaica hasta que se produce su aplastamiento en la era de la teología feudal.

Cuando la soberanía se concentra en un gobernante — monarca o no— y éste la ejerce a espaldas del pueblo y no en su beneficio, es usurpación. En ese caso es justificado el tiranicidio. Quien personaliza la delegación de su pueblo para traicionarlo deja de ser soberano y debe ser revocado por la base de la nación. El pueblo que acepta la usurpación de la soberanía pasivamente incurre en esclavitud, por sumisión a la obediencia ciega.

En un planteamiento posterior relativo a la soberanía infiere Roscio su origen en relación con el discutido carácter vicario de los monarcas, ministros del culto y otros que presumen estar ungidos de la gracia. Estima que dicho atributo no es privativo de los reyes ni de la casta sacerdotal, sino que es comprensivo respecto al hombre en tanto imagen y semejanza de su creador 10. Si en forma individual es así, más se afirma cuando se extiende a toda la sociedad, puesto que si los hombres, “ cada uno de ellos en su estado solitario, como hechura vuestra, es un digno servidor vuestro. ¿Con cuánta mayor razón no lo será acompañado de sus semejantes?” (Cap. X X V III, p. 226).

Estos fundamentos sirvieron al pensador venezolano para desarrollar uno de los postulados más modernos de su libro: la abolición necesaria de los fueros y privilegios de los ministros vicarios de Dios, que terminan convertidos en acólitos de las tiranías absolutistas. De ahí la necesidad de diferenciar los deberes políticos de los ciudadanos y los deberes religiosos con su creador. Cuando ambos se funden cumplida y honestamente en una persona justa, como en el caso de Moisés, entonces no hacen sino reafirmar el principio cuasi religioso de la soberanía popular, pero no ocurre igual en el caso de las usurpaciones tiránicas. (Cap. LI, pp. 457-458).

Cuando la soberanía delegada por el pueblo en su gobernante es atropellada o mal empleada contra ese mismo pueblo, emerge el derecho natural a la insurrección. Esta idea sigue siendo, hasta hoy, de gran vigencia aunque muy controversial. La incipiente conciencia de poder nacional es exprimida por Roscio a varias fuentes bíblicas: la sucesión de David (Cap. XIV ), los reinados de Salomón y Roboán (Cap. XV), el discurso de Abías, que cimenta los conceptos de libertad, derecho y ley (Cap. XVI).

Y si la revocabilidad ejercida por el poder nacional, cifrado en la soberanía social, no surte efecto en relación con un magistrado usurpador (tiránico), entonces Roscio considera que el regicidio o tiranicidio, aplicado contra un monarca despótico y corrompido, no es crimen sino acto de justicia, como lo comprueba el episodio de Amasias (Cap. XXI). En este caso, insiste, el poder revocado por el pueblo elimina la investidura del gobernante y lo retrae a la condición de un ciudadano común sobre quien se ejerce la justicia.

Contrariando el principio de obediencia ciega, Roscio considera que la justicia aplicada contra un gobernante católico por incumplimiento o inconsecuencia con su pueblo, más que un derecho es un deber. Caso diferente es la falsa justicia ejercida contra un mandatario por el hecho de profesar creencias distintas a las que sustenta la fe católica. Su aserto halla bases en las predicaciones del Nuevo Testamento, cuando interroga: “ ¿Mentiría el Apóstol (Timotheo, 5) cuando dijo que quien no cuidaba de los suyos había renunciado a la fe y era peor que los infieles? Si es pues peor que el gentil un magistrado católico que no cuida de los suyos, ¿por qué mejorarle con la impunidad de sus descuidos y rapacidades? (Cap. XXX , p. 248). A la inversa, admira y reconoce al gobernante justo y virtuoso en las ejecutorias favorables a su pueblo, sin distinción o apego al sentido monárquico del poder: “Reyes como los de Esparta, reyes constitucionales y moderados, son para mí lo mismo que los Macabeos en su República, que los cónsules de Roma, que el Presidente de los Estados Unidos. Los amo, los honro y reverencio como representantes de una nación soberana, compuesta de millares o millones de imágenes y semejanzas tuyas” . Y a renglón seguido descarta todo reconocimiento cifrado en la nobleza de sangre o en los privilegios postizos de las familias reales o aristocráticas: “ Por ser cada hombre una copia tuya, merece mis consideraciones y respetos. La simple aprensión desnuda de falsedades me basta para tocar la diferencia que hay entre la mera unidad y la muchedumbre de estos seres, en quienes quisiste ser representado desde el instante de su creación. Removidas las apariencias engañosas yo no hallo más fundamento para la excelencia de un individuo sobre otro, que la de su virtud y talento” . (Cap. X LIX , pp. 436-437).

La virtud y talento individuales apoyan, entonces, la idea de que la única aristocracia válida es la que se funda en la idoneidad y no en la herencia de sangre noble. “ Por la misma idea valdrá el pacto de no administrar sino aquellos socios más idóneos; y ésta será una arictocracia laudable y firme, mientras los administradores se ciñan al consentimiento general expreso en la carta constitucional, rindiendo a su tiempo la cuenta correspondiente” .

Respecto al ejercicio de poder delegado en un individuo, su concepción es la de administración vigilada y no la dependencia incontrolable: “ Depender de la voluntad de un hombre sólo es esclavitud; y tanto en este contrato como en cualquier otro en que se elija la industria y virtud personal, está reprobada la sucesión hereditaria” (Cap. V, p. 58). Este principio es ratificado en el Cap. XVI.

La razón de que la Iglesia hubiera llegado a ser el cimiento de las tiranías absolutistas, la atribuye Roscio al monopolio del discurso sagrado de las Escrituras, como vía para el saqueo ideológico y el uso falaz de sus enseñanzas. A partir de tal monopolio se fue tejiendo la idea del carácter divino de los reyes, que el jurista considera una fantasía escolástica (Cap. X X I). Cuestionado el ocultismo del saber sacro para implantar una ignorancia dirigida, también queda puesta en entredicho la atribución del vicariato ejercido por los ministros del culto que, a través de congregaciones y cuerpos se erigen “ padres” y “ madres” de los demás mortales. Y el beneficio material de tales prácticas desemboca directamente en la institución de fueros y privilegios infundados.

Al erigirse el alto clero y el Papado en gran elector de reyes, la consecuencia inmediata es el comercio de privilegios y beneficios materiales. “ Mientras los Obispos de Roma no llegaron a un poder tan eminente, que a su arbitrio disponía de las coronas vacantes, se contentaban con auxiliar a sus poseedores con las falsas doctrinas que empezaban a fructificar ya con el rayo de la excomunión, que muy presto fue tan frecuente como escandaloso.

Lo que al principio fue mera condescendencia con aquellos monarcas de quienes esperaban y recibían mercedes y beneficios, fue después elevado a la clase de derecho pontificio: les zanjó el camino para dominar a la sucesión de sus dominadores’^ . . . ) . (Cap. X X X IX , p. 332).

En el tránsito de aquellos beneficios al enriquecimiento y la corrupción del gremio eclesiástico, no restaba sino un paso.

El abuso de la potestad eclesiástica inauguró el peculado en nombre de Dios. “ Este es uno de los excesos procedentes de los vicios que pervierten la razón, corrompen la voluntad y hacen que el más fuerte y el más astuto y osado labre su fortuna a costa de la miseria y esclavitud de sus semejantes. Reducida a sólo nombre la pobreza evangélica por la execrable hambre del oro, no podía ser otro el fruto de esta reducción. Si la codicia es la raíz de todos los males, ¿para qué buscar otro origen al desorden de los ministros del culto? Apenas desapareció del gremio de la religión la pobreza del Evangelio, cuando aparecieron los abusos de los conductores. Ellos, en todas partes y todos tiempos, han sido consecuencia necesaria del oro y la plata” (Cap. X X X IX , p. 331).

Sin salirse del contexto de las Escrituras, el pensador halla remedios aplicables al mundo temporal para esos atropellos. Su reflexión incide en el centro de lo que la teología feudal había instaurado como derechos. Y refuta: “ no puede ser derecho ni ley lo que carece de justicia y equidad; sin embargo, por inauditas y humillantes que sean las gabelas y demás impuestos de monarquías absolutas, se titulan derechos reales” . Y añade: “ Derechos llaman los curiales a las espórtulas y salarios, aunque sean excesivos e indebidos” (Cap. XVI, p. 136). Aunque por vía inversa, los mismos gremios eclesiásticos estimen como abuso la eliminación de los fueros que los exoneran de pagar impuestos al Estado. Con base en la parábola del pago de impuestos al César, por parte de Cristo, Roscio desarrolla su teoría de los gravámenes económicos a los bienes del clero. Así como el sometimiento de este gremio a las leyes de un estado: “ Lo que a todos toca por todos debe aprobarse. Constituciones, leyes, gobierno, son todos efectos de la voluntad general, porque todo esto es del interés común. De igual naturaleza son las contribuciones; y es por esto que deben imponerse, tantearse y emplearse del mismo modo. Ellas ocupan un lugar distinguido en las cartas constitucionales; y no pueden imponerse sino por el cuerpo de la nación o sus representantes. A las propiedades sigue esta carga, porque sin contribuciones no pueden ser protegidas. Si pudiesen vivir exentos de gastos extraordinarios los pueblos, sería muy sencilla esta materia. Pero siendo inevitables las emergencias extraordinarias, no pueden dejar de contribuir subsidios extraordinarios los propietarios, a quienes toca su conocimiento y arreglo en la forma determinada en la Constitución. (...) No es de presumir que rehúse este deber ningún ciudadano amante de sus intereses y de los de la comunidad, estando previamente instruido por sus urgencias” (Cap. XXXV , p. 284). En este asunto de política impositiva es digno destacar que Roscio precisa el pago por parte de los propietarios, pero no de quienes viven de su trabajo: “ Duro es el peso de las contribuciones forzadas, pero es más duro el de aquellas que se exigen de quien no es propietario, ni tiene más que su trabajo personal de qué vivir” (p. 285).

La recriminación más fuerte del tratadista es enfilada a los clérigos que apelan al nombre de Cristo para evadir las cargas impositivas y, validos de sus fueros, eludir la aplicación de la justicia general, so pretexto de ser juzgados por los tribunales divinos del más allá.

La Iglesia, en cuanto propietaria de cuantiosos bienes, estaba obligada a pagar impuestos. Respaldado en la historia de la tierra de promisión (Levítico, 25), el jurista argumenta que, con interpretación desfigurada, la iglesia llegó a la apropiación ilegítima de tierras americanas otorgadas por el monarca, o justificadas en los argumentos del Creador, quien entregó los bienes en usufructo, pero no a perpetuidad de posesión. (Cap. XLVI, pp. 403-404).

Otra fuente de apropiación y enriquecimiento de la Iglesia había sido la participación de herencias. A propósito, Roscio evoca el Evangelio de Lucas, para incriminar esta política:

Cuando yo veo a Jesús absteniéndose de mezclarse en la partición de la herencia de los dos hermanos, a pesar de la sencillez del negocio y de la instancia que le hacía uno de los interesados (...) yo no puedo conciliar esta conducta con la de sus ministros desde la organización del feudalismo. Cuando ejercen en todo su vigor el poderío feudal: cuando parten no solamente herencias de particulares sino también reinos y principados de la tierra (...) me parecen más acreedores que los fariseos a las increpaciones y censuras que recibían de Jesús. (Cap. X X X IX , p. 334).

Por último, con respecto a los fueros que dejaban a clérigos y corporaciones fuera de las leyes y de la justicia civiles, bajo el argumento de ser regidos por sus propios códigos, Roscio es contundente. No admite aquella práctica feudal de que los sacerdotes fueran juzgados por sus propios tribunales corporativos. En el capítulo L de su libro, que subtitula “Juez en causa propia” , busca respaldo en los textos bíblicos para su afirmación de que, en materia privada, “en su estado natural, cada hombre es juez competente de sus propios intereses” , pero este derecho cesa cuando se trata de intereses de la comunidad social, en conjunto: “ en la nación reside el principio de toda soberanía y ningún cuerpo, ningún individuo puede tener autoridad que no dimane expresamente de aquélla” (p. 444).

No hay duda de que Roscio concibió uno de los libros más demoledores sobre los abusos del poder eclesiástico en la cuestión americana de la emancipación. Al escribirlo rebasó las circunstancias de la época. Su hallazgo, si no original, al menos oportuno, radicó en demostrar que los textos bíblicos, más que utensilios para la represión social de todos los tiempos, podían ser leídos como un manual de acción revolucionaria. Y la diferenciación entre el mundo espiritual y el social, en el capítulo L lo confirma en sus meditaciones. Al ser leída la Biblia como historia y doctrina de luchas, se aclara el panorama y permite a los creyentes una toma de conciencia más acorde con los procesos de la sociedad donde están insertos. Cito a propósito un párrafo de cierre:

Para la emancipación espiritual del género humano convenía que obrase Jesús de la manera prescrita en los derechos de su misión. Mas para libertar a las naciones del yugo de la tiranía, son ineptas las medidas de este orden misterioso, y subsisten inalterables, las que pusiste a disposición del hombre, desde que empezó a sentirse oprimido por sus semejantes. Si yo fuese comisionado tuyo para librar místicamente a otro mundo del yugo de la esclavitud del demonio, seguiría las instrucciones del Mesías, siempre que tú no me dieses otras. Pero si me encargases de salvar de su angustia y trabajos a los que gimen bajo el despotismo de los Reyes, sería Abraham mi norte, y mi guía sería Moisés, Josué, Aod, Gedeón, Samuel y Jeroboán, o los Macabeos el original de donde copiaría yo mis instrucciones. En vez de portarnos entonces como mansos corderos, obraríamos como estos leones de Israel en obsequio de nuestra libertad y la de nuestros semejantes. Si los déspotas del cristianismo practicasen los consejos y preceptos evangélicos que reservan exclusivamente para las víctimas de su arbitrariedad, cesaría la opresión en sus reinos, serían monarcas constitucionales y moderadísimos, no tendrían vasallos y esclavos sino súbditos, hermanos y ciudadanos libres; nunca temerían revoluciones, ni el que fuese imitada la conducta de los héroes de aquellas tribus. (Cap. L, p. 451).

4. - Posible influjo de "El triunfo de la libertad sobre el despotismo" en la formación intelectual de Benito Juárez. El lector del recuento precedente de la obra de Roscio, si está familiarizado con la vida y el contexto social de Benito Juárez (1806-1872), el gran reformista indígena que desde la Presidencia de México puso en vigencia las famosas leyes de Reforma (1857), hallará seguramente analogías entre los planteamientos teóricos del venezolano y las ejecutorias gubernamentales del mexicano.

En efecto, Juárez, como Ministro de Justicia (1855) del Gobierno Liberal y como Presidente (1857-1862), aplicó medidas contra los fueros corporativos de la Iglesia y sometió sus miembros a la justicia civil. Al promulgar y aplicar las leyes de Reforma en 1857, tuvo que defender con las armas principios tan avanzados como la legislación sobre “ mano muerta” , expropiación de los bienes del clero, eliminación de corporaciones (congregaciones y escuelas) religiosas para implantar la educación popular y laica, inhibición de la autoridad civil en materia de contribuciones en dinero o bienes a la Iglesia, restricciones a los directores espirituales para actuar como testadores, prohibición del pago de legados testamentarios en bienes raíces, etc. Recuérdese también que a Juárez correspondió actuar en la dura tarea del juicio y fusilamiento del Emperador Maximiliano de Austria. Estas analogías de acción con los postulados de El triunfo de la libertad sobre el despotismo, son obvias, pero no azarosas.11.

También el lector podría pensar que al hacer abstracción de las ideas fundamentales de Roscio, para efectos de este Prólogo, intencionalmetne hubieran sido seleccionados aspectos para hacerlos coincidir con la legislación y la praxis juarista en México. O podría concluirse que todos estos planteamientos flotaban en la atmósfera del liberalismo continental durante el siglo X IX. Por ahora no habría lugar a una compulsa más detallada.

Hay una distancia cronológica entre ambas figuras. Cuando Roscio publica la primera edición de su libro (1817), Juárez, nacido en 1806, apenas tenía once años de edad y aún vivía en su hogar paterno de Guelatao, poblado indígena en el interior del Estado de Oaxaca. Hablaba lengua zapoteca y aún no leía español. Un año después llegaría a Oaxaca, la capital del Estado. En esa ciudad comienza a recibir educación cuando trabaja como aprendiz en un taller de encuadernación, a cargo del fraile Antonio Salanueva, quien lo enseña a leer castellano. Despierta su vocación de lector en los textos de San Pablo, del padre Feijóo y de innumerables obras religiosas. Su afirmación en la fe católica estuvo, pues en manos de aquel fraile y además estimulada por una ciudad que Loló de la Torriente describe así:

. . . Oaxaca vivía a la sombra de sus cúpulas y al abrigo de sus monasterios. Ciudad con catedral magnífica en cuyo frontispicio aparecen estatuas hieráticas y bajorrelieves de piedra tallada con maestría. Conventos llenos de reliquias litúrgicas. Casonas con patio y aljibe. Allí todos eran frailes o querían serlo, porque Oaxaca vivía en éxtasis ante el altar de María. Pero esta mística unción se recogía también en el mercado al que Benito concurría a pasear, oír hablar su lengua y sentir el contacto directo con los pobladores de su comarca 12.

Juárez vivía bajo la protección de su hermana Josefa, quien prestaba servicios como cocinera en una de aquellas casas “ con patio y aljibe” .

Aparte de esas distancias de fechas, Roscio fue esencialmente un luchador doctrinario, cuya salud, como vimos, por su precariedad, le impidió actuar con las armas y apenas si desempeñó efímeras funciones de gobierno. Juárez crecería fundamentalmente como hombre de acción, ejecutor de reformas en la práctica de gobierno contra los abusos y privilegios del clero. Por lo demás, se ha dicho que el zapoteco fue hombre de no muy densa cultura 13. Entonces suena a presunción imaginar que el oaxaqueño hubiera leído el texto de Roscio, editado en Filadelfia y muy poco ligado a la realidad mexicana inmediata.

A pesar de lo anterior, algunos biógrafos de Benito Juárez han sostenido que la obra de Roscio influyó en la formación del dirigente mexicano. Cito a Héctor Pérez Martínez:

Dos autores, dice un comentarista de la obra de Juárez, contribuyeron a formar el espíritu liberal del indio: Benjamín Constant y Juan Germán Roscio. El colaborador de los Cien Días, derrama en el joven un nuevo punto de vista sobre esos ideales de los que oye hablar, a todas horas, en las aulas del Instituto. El venezolano Roscio, autor de un libro titulado El triunfo de la libertad sobre el despotismo, en la confesión de un pecador arrepentido de sus errores políticos, y dedicado a desagraviar en esta parte a la religión ofendida con el sistema de la tiranía, abre a su vez, otra tronera al cielo azul. Juárez hace de este último libro el compañero fiel. En los corrillos del Instituto gusta discutir ardientemente los temas del autor venezolano: la palabra “ libertad” toma en sus labios una entonación grave, un sentido misterioso. Parece una invocación 14.

Pareciera tratarse de la imaginación ficcional de un biógrafo, quien seguramente no conocía la obra de Roscio, donde algo más que la palabra “ libertad” hubiera impresionado a Juárez y donde las troneras no se abren en el cielo azul, sino que los disparos verbales están dirigidos a incidir en la entraña del mundo terrestre. Pero si fuera cierta la afirmación, entonces la pregunta es cómo pudo llegar la obra de Roscio a manos de Juárez, quien ingresó al Seminario de Oaxaca, donde obtuvo con honores, en 1828, el título de Bachiller en Artes. Tenía 22 años. Ese mismo año, sin embargo, por las pugnas entre el poder civil y el alto clero, se funda en Oaxaca un Instituto de Ciencias y Artes, dirigido por el Dr. José Juan Canseco, de notoria filiación liberal. Juárez mismo evoca aquel cambio vocacional que lo sustrajo de haber sido un “ cura de misa y olla” como dice Loló de la Torriente y, en cambio, se orientara a los estudios de Derecho, para graduarse de Abogado en 1831:

... muchos estudiantes del Seminario se pasaron al Instituto. Sea por este ejemplo, sea por curiosidad, sea por la impresión que en mí hizo el discurso del Dr. Canseco, sea por el fastidio que me causaba el estudio de la teología por lo incomprensible de sus principios, o sea por mi natural deseo de seguir otra carrera distinta de la eclesiástica, lo cierto es que yo no cursaba a gusto la cátedra de teología, a que había pasado después de aprobar el curso de filosofía. Luego que sufrí el examen de estatuto me despedí de mi maestro, que lo era el canónigo don Luis Morales, y me pasé al Instituto a estudiar Ju ­ risprudencia en agosto de 1828. E l Director y catedrático de este nuevo establecimiento eran todos del Partido Liberal y tomaban parte, como era natural, en todas las cuestiones políticas que se suscitaban en el Estado. Por esto, y por lo que es más cierto, porque el clero conoció de aquel nuevo plantel de educación donde no se ponían trabas a la inteligencia para descubrir la verdad, sería en lo sucesivo, como lo ha sido en efecto, la ruina de su poder basado sobre el error y las preocupaciones, le declaró una guerra sistemática y cruel, valiéndose de la influencia muy poderosa que entonces ejercía sobre la autoridad civil, sobre las familias y sobre toda la sociedad. Llamaban al instituto casa de prostitución y a los catedráticos y discípulos, herejes y libertinos 15.

En la parte 3 de este Prólogo señalé, como sin intención que, además de las dos norteamericanas, E l triunfo de la libertad sobre el despotismo había alcanzado otras tres ediciones. Las omití premeditadamente para retomarlas ahora. En efecto, en 1824 circuló una edición abreviada por alguien que se identifica con las iniciales N. S. Salió de la imprenta de Martín Rivera, en la ciudad de México. Aun así, es de suponer que las comunicaciones entre la capital mexicana y Oaxaca, para aquel tiempo, no eran tan directas como hoy y, menos, para llevar a una ciudad, monástica por excelencia, un libro tan peligrosamente crítico. Pero de haber llegado algunos ejemplares, el futuro estadista indígena estudiaba todavía en el Seminario y no habría sido fácil que la obra traspasara los muros intelectuales de aquella casa destinada a la formación de sacerdotes. Tuvo que ser cuatro años más tarde cuando el mexicano leyera al venezolano. Pérez Martínez precisa que fue en la época de estudios en el Instituto de Ciencias y Artes, cuya liberalidad, evocada por Juárez, acaba de transcribirse.

Aceptada la evocación autobiográfica como cierta, dentro de este ejercicio de escepticismo, sin duda que el Instituto sí pudo acoger el libro de aquel “ libertino” venezolano. Pero se trataría de una edición abreviada en la ciudad de México. En tal caso, quizás no habría sido tan impactante como para que el texto de Roscio se convirtiera en “ compañero fiel” de Juárez. Pero aquí surge otra sorpresa.

Justamente en 1828, en Oaxaca, en la Imprenta York, a cargo de Juan Oledo, se imprimía otra edición, esta vez completa, de El triunfo de la libertad sobre el despotismo. En la portada se lee tercera impresión 16 tal vez porque aludiera al carácter incompleto de la impresa en la ciudad de México, o porque el editor oaxaqueño conociera una sola de las publicadas en Filadelfia. Ahora sí, precisamente en los años de cambio de conciencia y actitud frente a la religión, Juárez pudo haber leído el libro de Roscio, el cual influiría en la formación intelectual del estadista para alejarlo del “ rebaño”.

Un libro que no tuvo en su tiempo muchos lectores venezolanos y ninguna edición en nuestro país, hasta 1953, halló en el indio zapoteco ese lector que salva una obra para la historia.

Tampoco termina aquí la cuestión.

Juárez culmina sus estudios de Derecho. Actúa en el ejercicio de su profesión, llega a ser Fiscal, Magistrado de la Corte Estadal y asume la Gobernación de su estado natal. Si no profundizó en grandes medidas, por lo menos se ocupó de romper un tanto el monoplio que la Iglesia ejercía sobre la educación. Modernizó el Instituto donde se había formado y del cual llegó a ser Director en 1852. Luego accede al Ministerio de Justicia en 1855. Si su trayectoria hasta entonces no fue tan estridente para convertirlo todavía en hombre temido y combatido, al asumir el Ministerio, redacta una ley memorable, conocida como Ley Juárez. Con ella desata las iras del alto clero, expresadas en la voz tonante del Obispo Mungía, de Michoacán. Era la madurez plena del liberal laico.

A partir de 1855 la política mexicana sufre un cambio decisivo. De una parte finaliza el arbitraje político del caudillo y dictador Antonio López de Santa Anna, quien desde finales de los 20 se había convertido en potencia omnímoda de la política. El movimiento encabezado por Comonfort, cristalizado en el programa liberal conocido como plan de Ayuda, lleva a la Presdencia de México a Juan Alvarez. Comonfort asume el Ministerio de Guerra y Juárez el de Justicia. En todo el proceso, con predominio de un liberalismo moderno, la influencia del indio oaxaqueño lo revela como gran ideólogo17.

La conocida como Ley Juárez, sin ser un texto radical, establecía la igualdad de todos los ciudadanos, sin excepciones, ante las leyes, eliminaba los tribunales especiales, privaba al clero de participar en las elecciones. Fue suficiente 18. No se trataba de atropellar, sino de abolir privilegios y prebendas. Pero el hostigamiento del alto clero se hizo palmario. También ocurrió igual con la llamada Ley Lerdo de Tejada, según la cual era posible adquirir los bienes de la Iglesia. Eran los comienzos del proceso conocido históricamente como la Reforma, que culminaría en 1857. Personalmente, para Juárez, faltaba aún el paso decisivo: acceder a la Presidencia de la Corte Suprema de Justicia, que fungía como Vice-Presidencia de la República y, de ahí, a la Presidencia del país. La agitación social, nuevamente promovida por el alto clero, acompañó la gestión de Juárez como Presidente. En aquel momento, cuando más “compañeros fieles” necesitó, seguramente el libro de Roscio fue un respaldo ideológico invalorable para disuadir a los creyentes en la obediencia ciega y contrarrestar las amenazas de los sacerdotes dirigidas a quienes acataran la nueva Constitución liberal. En aquella difícil coyuntura se produce la tercera sorpresa que vincula el libro del pensador venezolano con el estadista indígena de México

En 1857, en la ciudad de México, al cuidado de Simón Blanquel, editada en la Imprenta de Juan R. Navarro, circulaba una nueva edición de El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Juárez entraba en la encrucijada de su labor reformista que a poco tiempo lo llevaría a empuñar las armas para defender las conquistas constitucionales del liberalismo. El “ compañero fiel”, como lectura, reaparecía en las pocas manos de amigos y en las muchas de quienes acogieron aquellas leyes como una vía de dignificación y estabilidad para la república, poco antes de la restauración monárquica. El convencimiento de Juárez buscó seguramente apoyo en la obra del jurista de nuestra emancipación, para reafirmar planteamientos que el Presidente de México habría de consignar años después así:

Triunfante la revolución era preciso hacer efectivas las promesas reformando las leyes que consagraban los abusos del poder despótico que acababa de desaparecer. Las leyes anteriores sobre administración de justicia que adolecían de ese defecto, porque establecían tribunales especiales para las clases privilegiadas haciendo permanente en la sociedad la desigualdad que ofendía la justicia manteniendo en constante agitación el cuerpo social. No sólo en este ramo, sino en todos los que formaban la admición de justicia adolecían de ese defecto, porque la revolución era social. (...) Era, pues, muy difícil hacer algo útil en semejantes circunstancias y esta era la causa de que las reformas que consigné en la ley de justicia fueran incompletas, limitándome sólo a extinguir el fuero eclesiástico en el ramo civil y dejándolo subsistente en materia criminal, a reservas de dictar más adelante la medida conveniente sobre este particular 19.

El objetivo de Roscio, ser útil con su escritura en la lucha contra la industria de la fe, estaba alcanzado treinta y seis años después de su muerte, en una tierra que no era la de su nacimiento, pero sí una prolongación de esa América que él ansiaba integralmente libre. Lo que en su libro había sido alegato y reclamo, llamado a una conciencia de igualdad y de justicia, se hacía tangible y concretaba en ejecutorias legales llevadas a la práctica, con sacrificio y larga resistencia, por su lector Benito Juárez.

El 27 de mayo de 1983 se cumplen 220 años del nacimiento de Juan Germán Roscio. Su obra, como hemos procurado mostrar, trascendió mucho más fuera de nuestras fronteras cuando en el propio país apenas si se conoció su existencia. Roscio no pudo ver consolidada nuestra independencia. Murió en marzo de 1821, tres meses antes de que las batallas de Carabobo y del lago de Maracaibo, consolidaran el proceso de lucha.

Fue apenas en 1953 cuando Venezuela rindió homenaje impreso al gran jurista e ideólogo de la emancipación, al editar sus Obras en tres volúmenes. Su circulación fue exigua, por haber aparecido dentro de una colección destinada a ser distribuida entre los participantes de la X Conferencia Interamericana, convocada por entonces en Caracas. México, en cambio, le otorgó importancia excepcional a El triunfo de la libertad sobre el despotismo, como lo prueba el hecho de que allí circularan tres ediciones en un lapso relativamente breve: 1824, 1828, 1857. Una vez más constatamos que nuestros pensadores máximos de la época fundacional de una república, vertieron su talento y su escritura sobre otros países de América, pero no alcanzaron la acogida que merecían en suelo propio. Así pasa con Bello y Simón Rodríguez, así ocurre con Roscio. Con motivo del Bicentenario del nacimiento del Libertador, la Editorial Monte Avila, certeramente ha fundado una nueva Colección: Simón Bolívar. En ella caben nombres de quienes acompañaron al gran guerrero y pensador que nos emancipó. Bolívar tuvo siempre en Roscio una plena confianza, otorgada a un hermano mayor en quien respetaba la capacidad como legislador, la prudencia como ciudadano, la lealtad como amigo. Roscio y Sanz fueron los nombres mayores de aquella generación, porque su edad y experiencia así lo precisaron. Cronológicamente mayores aún que Rodríguez y Bello. A la hora de redactar los textos fundamentales de nuestro nacimiento republicano, ellos estuvieron presentes. A la hora actual de los homenajes y las conmemoraciones, ellos son dignos acompañantes de Bolívar, acreedores a figurar en la colección que él preside. Más de ciento cincuenta años después de su primera edición, El triunfo de la libertad sobre el despotismo hallará manos y ojos de lectores venezolanos que descubrirán una obra esencial en la producción doctrinaria de nuestros orígenes independientes.
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* La versión inicial de este Prólogo fue una ponencia leída en México, en un Simposio sobre “El mundo de los Libertadores. Vigencia y Proyección”, que organizó el Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México, en octubre de 1982. Su título de entonces fue: “Juan Germán Roscio. Vigencia de su pensamiento. Posibles influjos en la formación intelectual de Benito Juárez” .

1. Resumo aquí los datos biográficos investigados y publicados por Pedro Grases (“ Un hombre del 19 de abril” ) y Benito Raúl Losada (Juan Germán Roscio. Biografía), cuyos datos completos se consignan en la Bibliografía al final del Prólogo.
2. Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano, t. I, p. 105.
3. Cf. Pedro Grases. “El Círculo de Filadelfia” . En: Obras, vol. 3, pp. 280-282.
4. Cf. Pedro Grases. “ Traducciones de interés político-cultural en la época de la independencia de Venezuela” . En: Investigaciones bibliográficas. Obras, vol. 6, pp. 135-156.
5. Carta del 16 de junio de 1816, desde Kingston, a Martín de Tovar. En: Obras, t. III, pp. 45-46. Todas las citas textuales de Roscio van referidas a esta edición, la única realizada en Venezuela hasta el presente y cuyas referencias se consignan en la Bibliografía.
6. Cf. Elias Pino Iturrieta. La mentalidad venezolana de la emancipación. Y también Abelardo Villegas: México en el horizonte liberal.
7. Cf. Augusto Mijares. Prólogo al vol. I de las Obras de Roscio, edición de 1953.
8. El triunfo... Introdución. Obras, t. I, pp. 7-8
9. Aludiendo a los ataques del Obispo Munguía, de Michoacán, contra la Ley Juárez, en 1855, apunta: “Estos elementos habían sido ya refutados en la década de los treinta por el más profundo ideólogo de los liberales, el doctor José María Luis Mora, cuyo doctorado en teología y cuya experiencia como sacerdote jesuíta, profesión a la que renunció, lo hacían conocer a fondo los argumentos eclesiásticos” . México en el horizonte liberal, p. 18. Nótese, sin embargo que Roscio había escrito su libro entre 1814 y 1816 y lo había publicado en 1817; es decir, antecedía a Mora en más de diez años.
9-A En su correspondencia de 1816 con Martín de Tovar, dice: “ Nadie ignora que casi toda la fuerza del tirano es americana. ¿Y hay por ventura entre ellos mando despótico y militar de los independientes? ¿Hay en ellos Mirandas, Bolívares, Ribas? ¿Por qué, pues, abrazan la causa del tirano y no la de los insurgentes de las demás partes de América? Por las falsas ideas de religión y de política que aprendieron desde la cuna, y mediante las cuales creen que es un atentado contra Dios y su santa religión el levantarse contra el despotismo español, desprenderse de él y fundar el sistema de la independencia” . (Carta desde Kingston, el 16-6--1816). (Cf. nota 3 de este Prólogo).
10. “ El hombre, como imagen y semejanza tuya, fue considerado entre los sublunares como el más digno de esta vicaría. Si al asociarse con sus semejantes perdiese el carácter y dignidad de su ser, tolerable sería la fábula del nuevo ministerio. Pero mejorando en condiciones en su estado social, siendo más aptas para el servicio vuestro sus fuerzas combinadas, ¿no sería una estolidez remarcable el abandonarle entonces, excogitando un suplemento sobrenatural y milagroso, aborto propio de la tenebrosa era del feudalismo?” . (Cap. X X V III, p. 228).
11. Existe una edición accesible del pensamiento de Benito Juárez, compilada por Manuel Galich: Benito Juárez. Pensamiento y acción. Fue editada por la Casa de las Américas de La Habana (1974), con excelente prólogo de Loló de la Torriente. Quien se interese por ahondar más en el conocimiento de Juárez, deberá referirse a: Jorge L. Tamayo (comp.): Benito Juárez. Documentos, discursos, correspondencia. México, Secretaría del Patrimonio Nacional, 1964-1970, 14 vols.
12. Prólogo a Juárez, pensamiento y acción, pp. 8-9.
13. Abelardo Villegas, al referirse a Juárez en su época de Gobernador del Estado de Oaxaca (1834), comenta: “ Nada extraordinario, pues, nada radical; ni reformas agrarias, ni expropiaciones, ni explosiva libertad de conciencia. Uno de los múltiples censores de Juárez resumió así la situación: ‘Juárez alcanzó la edad de cuarenta y seis años sin ser más que un buen, un afable burócrata con inclinaciones de patriarca; una cariñosa oveja, muy apegada a su lana del rebaño del Buen Pastor (...). Su inteligencia era mediana, su instrucción insignificante; y en consecuencia, en vez de adelantarse a su época, debía de ser uno de sus más caracterizados moluscos’. (“ Juárez y el horizonte liberal” . En: México en el horizonte liberal, p. 38).
14. Héctor Pérez Martínez. Juárez, el impasible, p. 31.
15. Apuntes para mis hijos. En: Benito Juárez. Pensamiento y acción, p. 34.
16. Grases, responsable de la edición de Obras de Roscio, publicadas en Caracas en 1953, reproduce facsimilarmente las portadas de las ediciones, tanto de Filadelfia, como las realizadas en México. Gracias a ello, fue posible seguir la trayectoria del libro, como base de nuestro planteamiento.
17. Una excelente versión de los acontecimientos puede leerse en Ivie E. Cadenhead Jr. Benito Juárez y su época, especialmente caps. II y III.
18. El texto de la famosa Ley de 1855 puede leerse en: Benito Juárez. Pensamiento y acción, en el apéndice de Documentos.
19. Juárez. Apuntes, en: Pensamiento y acción, p. 53.