EL TRIUNFO
DE LA
ESTUPIDEZ
Por qué la ignorancia
es más peligrosa
que la maldad
Un original ensayo político sobre cómo la mediocridad ha conquistado el poder, en el que Jano García desmonta con datos el relato establecido sobre la igualdad, la justicia social, la multiculturalidad o la solidaridad intergeneracional.Un libro imprescindible que nos ofrece argumentos para contrarrestar la más dañina de las pandemias: la de la estupidez.La corriente igualitaria que desde hace décadas recorre Occidente nos ha sometido al dictado de los más mediocres de la sociedad. Las élites gubernamentales, con la complicidad de los medios de comunicación y las grandes corporaciones, han exaltado sin escrúpulos las más bajas pasiones humanas con el fin de generar una homogeneidad que arrasa con la desigualdad natural.El resultado es una sociedad envidiosa, fanática y orgullosa de su servidumbre voluntaria a unos políticos que conocen la limitación intelectual de sus votantes. De esta forma, la belleza, la sofisticación, la meritocracia y la justicia han sido sustituidas por la vulgaridad de la masa.
LA PELIGROSIDAD DE LOS ESTÚPIDOS
Introducción
El mundo está lleno de estúpidos. Se asegura que nunca antes había tantos incultos, estúpidos y dementes rondando por el planeta Tierra. Pues bien, esta afirmación es falsa. Quizá no en cuanto a números absolutos se refiere, pero relativamente no creo que el número haya sufrido un gran avance en términos porcentuales.
Si hay algo que caracteriza el mundo actual es la capacidad a la hora de conocer lo que ocurre en lugares remotos. Hasta no hace mucho tiempo, las naciones asiáticas se consideraban una especie de submundo en el que todo quedaba englobado como «los chinos» a pesar de las enormes diferencias que existen en el continente asiático. Sí, esas personitas de piel amarilla y ojos rasgados eran todo lo que el populacho creía conocer del otro mundo. La globalización vino acompañada —irremediablemente— de la hiperconectividad que engloba nuestros días a través de internet. De ese modo, naciones que apenas nadie sabía ubicar en el mapa pasaron a convertirse en los destinos favoritos de los viajeros y, también, de los viajes de luna de miel. ¡Mira, veneran a un elefante con cuatro brazos!, cuando lo cierto es que llevan venerando al dios Ganesha desde allá por el siglo IV d. C., y el hinduismo hunde sus raíces en la religión védica, que cuenta, aproximadamente, con más de cuatro mil años de historia. Pero para nosotros, los occidentales, pareciera que nada de lo que conocíamos previamente existía, lo cual supone toda una relevación novedosa. Este hecho, el de la conectividad instantánea con todos los mundos que habitan la Tierra, ha provocado que las estupideces, tanto propias como ajenas, corran a gran velocidad haciéndonos creer que somos más estúpidos que nunca. Lo cierto es, sin embargo, que el ser humano siempre ha contado con esa condición en su seno, solo que ahora se expone con mayor asiduidad ante nuestros ojos.
El gran cambio no ha sido un incremento de estúpidos, sino más bien la llegada del superhombre democrático, una época en la que todas las opiniones valen lo mismo —o eso dicen— y cada cual tiene plena libertad para expresarse. Esto atañe a todos los individuos sin excepción, pero el estúpido en la actualidad no solo siente la necesidad de hablar y expresarse públicamente, sino que, además, las élites gubernamentales le han dicho que lo haga sin pudor. ¡Nadie es menos que nadie! ¡Tienes derecho a expresarte! Esta terrible incitación ha provocado, como es lógico, que el estúpido se lance al mundo a gritar a los cuatro vientos lo estúpido que es. Asimismo, se ha topado con la sorpresa de que no es tan estúpido como creía o le habían dicho, pues hasta el más idiota de los hombres es capaz de encontrar un coro de estúpidos que le dan «like», lo retuiteen, lo sigan y hasta lo voten.
¡Miradme, no era como me habías hecho creer!, asegura el rey de los estúpidos. El hecho de contar con una camarilla de estúpidos no hace que el nivel de estupidez sea menor; simplemente, donde antes había un estúpido diciendo estupideces, ahora hay mil, cien mil, un millón o varios millones. La estupidez no queda eliminada por unir a la causa a un número indeterminado de otros ejemplares que pertenecen a la misma especie; más bien, la estupidez aumenta haciendo que los talentosos entren en pánico al contemplar cómo los seres más limitados exponen sus estúpidas tesis e, incluso, llegan a dirigir naciones centenarias cuya dirección antes quedaba reservada a una élite de personas instruidas y capaces. Este hecho diferencial es el que les hace creer que el hombre contemporáneo es más estúpido que nunca. Esta tesis no es cierta ni consistente. La humanidad siempre ha estado compuesta por una mayoría de estúpidos que realizaban y decían estupideces. El cambio, no menor, ha sido otorgarle a la masa estúpida el poder de dirigir las naciones, las empresas públicas, las instituciones y las tareas más complejas a las que toda nación debe enfrentarse.
Y es que antiguamente el estúpido se autocensuraba, es decir, temía hacer el ridículo diciendo alguna estupidez y trataba de ocultarla o disimularla interviniendo lo menos posible en los asuntos de índole compleja. Pero llegó la democracia y la masa pasó de ser despreciada por las élites a convertirse en la masa divina. Los reyes ya no tenían la potestad de ostentar el poder por derecho divino, ahora era la masa la que contaba con esa gracia impuesta por vete a saber quién. De hecho, nunca nadie logró explicar por qué sí es justo estar sometido a la masa y no a un monarca. ¿Simplemente porque son más? ¡Menudo argumento!
Nadie se reconoce a sí mismo como estúpido. Es como esos españoles —en concreto, el 88 %— que aseguran que circulan demasiados coches por las ciudades (eso sí, ninguno cree que sea el suyo el que molesta), o esos ciudadanos que dicen que el turismo es aberrante (eso sí, cuando viajan ellos no son turistas, sino una especie de exploradores que van a descubrir váyase a saber usted qué). Y qué decir de los que aseguran que el planeta va a implosionar por consumir demasiados recursos (pero el que lo denuncia no cree que su consumo afecte). Pues lo mismo ocurre con la estupidez: nadie se reconoce como tal. Nunca nadie creó la asociación de los estúpidos, ni el partido de los estúpidos. No tienen rey, ni presidente, ni estatutos que los rijan. A diferencia de lo que ocurre con el resto de ideas o formas de vida, que siempre encuentran una forma de articularse y una serie de valores en los que reconocerse para guiar su existencia, el estúpido no, pero a pesar de ello, la estupidez consigue actuar con una perfecta armonía que ni el libre mercado es capaz de lograr. La estupidez no descansa en ningún momento del día, del mes o del año. Activa veinticuatro horas, sin un solo día de descanso, la estupidez consigue vencer allá donde se lo propone debido a su profunda, intensa y obstinada necesidad de demostrar al mundo lo poderosa que es.
Si es cierto que Dios creó al hombre, es casi seguro que Dios tiene un gran sentido del humor. Un humor cínico e irónico que le llevó a crear una mayoría de estúpidos y, a su vez, una pequeñísima parte de genios que, sufriendo en sus carnes a diario el estar rodeados de estúpidos, han sido capaces de lograr los avances humanos más espectaculares y maravillosos. Como si de una investigación se tratara para descubrir hasta qué punto el talento puede sobreponerse a las peores de las calamidades, la estupidez ha sido incapaz de detener el progreso humano a lo largo del tiempo. Y eso, las mentes brillantes de nuestra historia y presente lo consiguen a pesar de estar sometidas a una monotonía incesante de estupidez allá por donde miran, siendo estorbadas en cada proceso y obstaculizadas en cada actividad que realizan. Un milagro espectacular al que uno solo puede arrodillarse por tan extraordinaria criatura. No ocurre lo propio en el reino animal, en el que los débiles quedan destruidos por los más fuertes continuamente y aquellos animales que no pudieron adaptarse al devenir de los tiempos se extinguieron.
La estupidez no solo consigue sobrevivir, sino que se perfecciona con el paso del tiempo y su supervivencia es deudora de los más brillantes, por más que tratan de acabar con ellos de todas las formas posibles. Por eso no debería desmotivarnos la estupidez que reina en nuestros días. Si bien es cierto que en esta era la estupidez se exhibe sin rubor y la hiperconectividad de nuestro tiempo hace que uno se tope con ella casi cada minuto que está despierto, el milagro de la humanidad es imparable. Otro de los rasgos distintivos de la estupidez es el egocentrismo disparatado, creerse el centro del universo. Los estúpidos asumen que los estúpidos eran nuestros antepasados que habitaban en la más absoluta oscuridad, llegando al punto de compadecerse de ellos. Míralos, pobrecitos, cómo vivían... Porque el estúpido no entiende que la evolución humana, el gran milagro de todos, es imparable a pesar de que la humanidad esté compuesta por necios que no saben ni adónde van ni por qué. Afortunadamente, la vida eterna no está reservada para la vida terrenal y nosotros no lo veremos, pero no le quepa duda de que transcurridos unos siglos desde nuestra marcha los humanos que habiten el planeta Tierra estudiarán nuestros comportamientos y los tacharán de estúpidos. Se compadecerán al comprobar cómo viajábamos hacinados como ganado en avioncitos que tardaban diez horas en cruzar el charco mientras que ellos lo harán en cuestión de minutos. Siempre ha sido así y siempre lo será.
El hombre contemporáneo estúpido cree que el fin de la historia ha llegado con su existencia y que nada es susceptible de mejorar o avanzar si no está él en el mundo. Es por ello que el ser humano es una criatura extraordinaria de una valía incomparable. A pesar de la estupidez, de cómo esta sigue vigente con el paso de los siglos, es heredada de tatarabuelos a tataranietos, recorre a gran velocidad el globo terráqueo y se hace presente en cada rincón, en cada gremio y en cada acto rutinario de nuestra vida, siempre hay una pequeña élite que es capaz de hacernos avanzar. Siempre hemos sido profundamente estúpidos e incluso ridículos, pero las grandes tragedias de la humanidad se han podido superar gracias a aquellos que tienen la fortuna de no padecer la condición estúpida de la mayoría.
El ser humano no es la única especie que habita el planeta que tiene que sufrir todo tipo de calamidades, pero sí es cierto que es el único animal racional y eso le obliga a cargar con una sobredosis de lamentos, miedos, frustraciones y temores que no se dan en otros animales. La corriente igualitaria que lleva siglos transitando por Occidente asume una tesis que, de ser cierta, haría que la humanidad no hubiese progresado jamás: todos somos iguales, igual de estúpidos. Como decía Voltaire en una carta dirigida a D’Aquin de Château-Lyon:
«Dios ha dado el canto a los ruiseñores y el olfato al perro. Y con todo, hay perros que no lo tienen. ¡Qué extravagancia pensar que todo hombre habría podido ser Newton!». (Ricardo Moreno Castillo, Breve tratado sobre la estupidez humana, Fórcola, 2021, p. 58)
A Dios gracias, esta tesis es falsa, a pesar de los innumerables intentos por parte de los gobernantes democráticos, los grandes medios de masas, los científicos y sociólogos deplorables de presentar largos informes que dicen corroborar dicha tesis. Algunos llegan incluso a sostener que si no somos iguales se debe a un constructo social que ha generado una desigualdad entre los hombres, pero que esta desigualdad puede ser vencida si se acaba con aquello que la generó. Lo que vienen a decirnos es que nadie es estúpido per se y que nadie puede poseer de forma innata un talento especial que lo diferencie del resto. Es una opinión enormemente extendida que no se sostiene. Por lo que a mí respecta, tengo la convicción, avalada simplemente por la observación, de que los seres humanos no somos iguales. Algunos son estúpidos y otros no, del mismo modo que hay altos y bajos, guapas y feas, gordos y delgados, rubios y morenos. Unos son estúpidos por decisión propia, mientras que otros lo son no porque lo hayan decidido o hayan recibido una educación particular, sino por la inapelable, firme, inamovible e incuestionable naturaleza humana.
El estúpido se hace y, sobre todo, nace. Muchos son estúpidos por el designio de la Providencia o, como decía Cipolla, «uno pertenece al grupo de los estúpidos como otro pertenece a un grupo sanguíneo». (Carlo M. Cipolla, Allegro ma non troppo, p. 64.)
Una vez obtenida la condición de estúpido desde el vientre materno, uno no puede hacer nada para deshacerse de ella. Será su compañera de viaje hasta el final de sus días y, a lo sumo, podrá ser consciente de su estupidez y tratar de ocultarla, pero esta siempre descubrirá la manera de exhibirse. Igualmente, la estupidez no afecta particularmente más a los hijos de los pobres que a los hijos de los ricos, como tampoco lo hace por cuestiones de sexo, raza o religión. La estupidez es, como dicen ahora los horteras, genuinamente transversal y ataca indiscriminadamente a todos los grupos humanos.
La probabilidad de ser estúpido es la misma para todos sin importar la condición. De igual forma, la estupidez no solo ataca de forma directa a los estúpidos, sino que también lo hace de manera indirecta a los que no lo son. Los seres humanos somos gregarios por naturaleza y una de nuestras características fundamentales es la necesidad de socializar con otros individuos. Unos podrán hacerlo con mayor o menor intensidad, pues no a todos nos gustan las mismas cosas y donde uno halla gozo rodeado de miles de personas otro halla desasosiego. No obstante, incluso el hombre más ermitaño tiene que tratar con sus semejantes y aunque sea en menor escala se topará irremediablemente con seres estúpidos. Nadie escapa al fenómeno, simplemente unos se enfrentarán a la estupidez con mayor asiduidad y otros lo harán de forma menos recurrente.
El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer sostenía que la estupidez es la más peligrosa de las condiciones, peor incluso que la maldad, pues la primera puede ser fácilmente manipulada en favor de la segunda. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la estupidez es como la muerte. Cuando uno fallece no sabe que está muerto y no sufre por ello, pero sí lo hace el resto de su entorno, que lamenta su pérdida. Lo mismo ocurre cuando uno es estúpido. Y es que el estúpido se hace daño a sí mismo, pero también se lo hace a los demás. No saca provecho alguno para sí, llegando al punto de perjudicarse a sí mismo en el ejercicio de su estupidez. Ante esta realidad, los seres humanos racionales suelen reaccionar con incredulidad al ver un comportamiento estúpido, pues son incapaces de comprender qué razonamiento los ha llevado a tomar esa decisión. Además, la estupidez —a diferencia de la maldad— no puede ser prevista ya que actúa en cualquier momento, situación y condición.
Todos los seres racionalmente superiores a los estúpidos recuerdan acontecimientos en los que la estupidez les provocó una pérdida sin que el otro obtuviera un provecho por ello. Si, por el contrario, al sufrir una pérdida el otro obtuvo un beneficio, entonces no estamos hablando de un estúpido, sino de un malvado. El ser humano perverso es aquel que nos perjudica y recurre a la calumnia, el fraude o la mentira para beneficiarse él durante el proceso; es decir, tú pierdes, pero él gana algo a cambio.
En el otro extremo encontramos a las personas inteligentes que nos permiten sacar un beneficio no solo para ellos, sino también para nosotros. Dichos casos ocurren a lo largo de nuestra existencia en numerosas ocasiones, si bien en la mayoría de nuestras relaciones humanas lo habitual es toparse con estas absurdas criaturas que entorpecen, que generan inconvenientes y una pérdida de energía sin que estas ganen absolutamente nada con sus acciones.
¿Cómo explicar racionalmente el proceder de un estúpido si no obtiene beneficio alguno? Resulta imposible. La única explicación a su comportamiento es que esa persona es profundamente estúpida. Si bien un malvado puede ser inteligente, no tiene por qué ser estúpido; el estúpido irremediablemente lo es siempre. De igual modo, una buena persona puede ser estúpida y, fagocitada por su condición innata, perjudicar al resto en un momento determinado de forma involuntaria.
Ahora bien, los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados. ¿Por qué digo esto? Porque un malvado, para llevar a cabo su plan malévolo, siempre requiere de la participación de otros para alcanzar su objetivo. Un malvado puede diseñar una estafa piramidal exquisita, pero sin el concurso de un número de estúpidos a los que estafar jamás podrá beneficiarse. Un malvado podrá tratar de manipular a las masas, pero sin una masa estúpida que se crea los mensajes que envía su propósito no se cumplirá. De igual forma, un gobernante democrático, para poder cosechar un gran número de votos, necesita recurrir a las pasiones más bajas que movilizan a los estúpidos. Si su mensaje fuera dirigido exclusivamente a una audiencia racional, no obtendría ningún beneficio.
También cabe reseñar que los estúpidos de forma aislada apenas pueden causar un gran mal; es decir, un estúpido que habita en una pequeña aldea puede ocasionar un perjuicio limitado a sus vecinos, mientras que los estúpidos unidos son capaces de ocasionar grandes catástrofes a toda una nación. Si bien esto nunca debe llevar a descuidar el poder que un solo estúpido puede tener si se le encomienda una tarea fundamental. A lo largo de la historia son muchos los ejemplos en los que la estupidez de un solo hombre derivó en el desastre más absoluto.
La caída de Constantinopla es quizá el mejor ejemplo. La larga lucha entre los otomanos y el Imperio bizantino concluyó el 29 de mayo de 1453 cuando Constantinopla fue conquistada por las tropas de Mehmed II en uno de los mayores asedios de la historia de la humanidad. Los otomanos eran superiores en número, su ejército estaba compuesto por no menos de 100.000 hombres. Al otro lado de las murallas, las fuerzas bizantinas no superaban los 10.000 hombres. La derrota parecía asegurada, pero inexplicablemente los sitiados conseguían repeler el ataque definitivo a través de una defensa numantina y con la ayuda de un pueblo entero que estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre para no ceder ante el invasor.
El emperador Constantino XI había inspirado a sus súbditos colocándose en primera línea de la batalla, dispuesto a morir por su pueblo y su imperio. La muralla de Teodosio, que se alzaba desde el siglo V, estaba compuesta por cinco estratos defensivos y las bajas otomanas no dejaban de aumentar al intentar —sin éxito— penetrar en la ciudad. Bizancio parecía salvada cuando de pronto, tal y como relata Stefan Zweig, unos pocos otomanos que deambulaban sin rumbo entre la primera y la segunda muralla descubrieron que la puerta llamada Kerkaporta estaba abierta. La reacción de los jenízaros fue de incredulidad; no concebían que esa puerta, que permitía llegar al corazón de la ciudad, estuviera abierta. Creyeron que se trataba de una estratagema, de una trampa por parte de los defensores y que atravesarla les costaría la vida. Aguardaron hasta contar con más refuerzos, pues esperaban una emboscada al atravesarla, pero no encontraron resistencia alguna y pudieron adentrarse al centro de la ciudad para atacar por la espalda a los defensores.
La puerta quedó abierta porque al encargado de cerrarla se le olvidó. Un pequeño detalle, Kerkaporta —la puerta olvidada—, decidió la historia del mundo. Y así, sin más, la estupidez acabó con todo un imperio y para Europa significó la pérdida de un baluarte cristiano frente al islam. Un cambio en la historia de la humanidad que los historiadores comparan con el 11-S.
A raíz de la democratización, los estúpidos del mundo moderno cuentan, por ser mayoría, con el papel fundamental de escoger a sus gobernantes, o lo que es lo mismo: la estupidez es la que ostenta el poder. La pregunta que los seres dotados de una racionalidad superior al estúpido se plantean continuamente es cómo es posible que las personas estúpidas puedan alcanzar posiciones de poder y autoridad. Donde antaño los puestos de mayor responsabilidad quedaban reservados para la gente más instruida, con la llegada de la democracia estos fueron ocupados por los partidos políticos.
Como explicamos en anteriores obras, esto es inevitable en las democracias modernas. No existe ejemplo alguno —ni nunca podrá existir debido a la naturaleza de la democracia— de un sistema democrático que no cuente con partidos políticos que agrupen a un gran número de personas y electores. Las elecciones democráticas brindan una gran oportunidad a la estupidez para poder perjudicar a todos los demás sin obtener ningún beneficio.
Numerosos son los ejemplos de cómo una nación ha resultado empobrecida y denigrada a través del voto democrático porque la mayoría de las personas llamadas a votar son estúpidas. A tenor de esta realidad no resulta extraño que el poder político haya azuzado el potencial nocivo de los estúpidos. Incluso el gobernante hace uso de su inteligencia malvada para fomentar la estupidez y así poder manipular mejor a la masa, que, como veremos, es estúpida por naturaleza. La masa, con su alma burda y estúpida, se entrega para saborear los bienes de la democracia convertida irremediablemente en la competición de los necios.
Una persona normal, si entendemos normalidad como lo habitual, es estúpida; por lo tanto, ser normal es ser estúpido. Lo extraordinario, lo anormal —esto es, lo que se sale de lo común— es no serlo. Por eso nos vemos obligados a construir la pirámide con un grueso de personas estúpidas —una mayoría—, una minoría con capacidad de raciocinio, gente talentosa y la élite compuesta por un número muy limitado de los más brillantes de los talentosos. Adviértase que no estoy defendiendo bajo ningún concepto erradicar a los estúpidos. Las prácticas eugenésicas resultan del todo inmorales e inhumanas. Sería tan absurdo como pretender acabar con la maldad o la fealdad. Todas ellas forman parte de la naturaleza humana y pretender luchar contra ella es un imposible. Es más, uno de los signos de la estupidez es la funesta ilusión de que la naturaleza humana es moldeable a través de la ley y que algún día la legislación será la correcta y la utopía se verá cumplida.
Partiendo de sus premisas, uno podría argüir cosas tan ridículas como que es posible acabar con la tristeza, la sordera o la miopía porque la ley todopoderosa las prohíbe. La desigualdad es algo propio de la naturaleza humana y los brillantes, una excepción que nos ayuda a recordar lo grandiosos que podemos llegar a ser. Otra de las grandes singularidades del estúpido es que no escarmienta en cuerpo ajeno. Los cubanos aseguraban que la revolución comunista no podría triunfar en su isla, posteriormente los venezolanos aseguraban que ellos no eran como Cuba y ahora tienen un orangután como presidente.
Los argentinos, los nicaragüenses y las demás regiones hispanoamericanas afirmaban que ellos eran más listos que los otros. El estúpido se sobrevalora a sí mismo continuamente y cuenta con la terrible característica de ser incapaz de aprender a través de la observación. Supongamos que uno se halla enfrente de una casa donde hay una pequeña fila para entrar en ella, y cada poco la gente sale con quemaduras de tercer grado. Bastaría observar un solo caso para comprender que algo ocurre en su interior y no es conveniente entrar.
El estúpido, por el contrario, entra. Necesita vivir en sus propias carnes lo que otros han vivido y relatado. No le parecen suficientes miles de años de historia para comprender que si haces A, el resultado será siempre el mismo. La lógica —derivada de la razón— es uno de los grandes puntos de ventaja de los humanos sobre el resto de los animales. Sin embargo, no todos son capaces de aplicarla correctamente. De hacerlo, se podrían evitar innumerables desdichas que nos rodean cotidianamente.
El aprendizaje a través de la observación de terceros podría evitarnos grandes males, pero el estúpido es incapaz de recurrir a ella. El hecho de carecer del poder de la observación impide que la estupidez pueda emular a los mejores. Esto también se da en el reino animal. El pez arquero, por poner uno de los miles de ejemplos que podríamos enumerar, posee una técnica enormemente sofisticada para cazar a sus presas: escupirles agua. A través de su boca son capaces de lanzar potentes chorros de agua a los insectos que habitan en las plantas que rodean su hábitat, especialmente los estuarios de los ríos, las aguas costeras salobres de Asia y los manglares. Su técnica requiere una complejidad todavía mayor, pues ese preciso chorro de agua lanzado a presión debe impactar directamente sobre los insectos calculando la distorsión que genera la refracción de la luz al pasar del agua al aire, como ocurre cuando sumergimos una vara en el agua. Aun así, logra impactar a los insectos para que caigan al agua y devorarlos.
Incluso hasta el pez arquero es capaz de aprender a través de la observación de sus semejantes. Los novatos se fijan en cómo consiguen sus presas los mejores cazadores para luego emularlos y obtener ellos las suyas propias. Pero no, el milagro humano consiste en poder sobrevivir a pesar de ser profundamente estúpidos. Aunque tampoco el pez arquero queda exento de sufrir a los menos talentosos que, incapaces de depurar su técnica a la hora de cazar, se limitan a robar las presas cazadas por otros conforme caen al agua. Hasta en el reino animal hay estúpidos que lastran a los más válidos obligándoles a cazar más de lo que sería necesario.
Otra de las razones por la que los estúpidos son más peligrosos que los malvados es la incapacidad que posee la persona razonable de prever sus movimientos o acciones. Una persona racional puede comprender perfectamente la inteligencia malvada de Hitler o Stalin. Ambos personajes siniestros seguían una calculada estrategia forjada en la racionalidad, aunque esta fuera destinada a hacer el mal. Esto permitía poder anticiparse a sus movimientos, comprender por qué hacían o decían tal cosa y, en última instancia, entender cuáles eran sus deplorables y oscuras intenciones. No ocurre lo propio con los estúpidos, que no siguen estrategia o razonamiento alguno. El estúpido actúa sin un plan, sin una estrategia elaborada, actúa a golpe de estímulos irracionales, sus actos son erráticos, sus aspiraciones absurdas, y aparece en los momentos más inoportunos e improbables.
No existe forma humana de poder anticiparse a un movimiento estúpido. Por eso Dios tiene un gran sentido del humor: creó al estúpido de tal forma que resultara indescifrable. Ni la mente más brillante de la humanidad es capaz de adelantarse a un estúpido para protegerse de su ataque. En cierta forma es como tratar de dialogar con los defensores del movimiento terraplanista.
¿Cómo convencer a alguien que sostiene continuamente que todas las pruebas que demuestran que la Tierra no es plana son falsas? ¿Cómo razonar con un tipo que asegura que el cielo no es azul, sino verde? ¿Qué clase de debate racional cabe ahí? Ninguno. Simplemente la persona es estúpida o un malvado que se quiere aprovechar de los estúpidos. No cabe otra posibilidad. Frente a una persona estúpida, al ser de todo punto imposible comprender su nulo razonamiento, el individuo racional se halla completamente indefenso. También hay que tener en cuenta el hecho de que la persona estúpida no sabe que lo es.
El que es inteligente lo sabe en mayor o menor medida, pues la humildad suele acompañarle. Igualmente, el malvado sabe que es un ser despreciable y por eso recurre a disfrazar sus acciones para no ser descubierto. El estúpido se exhibe sin remordimientos llegando al punto de alardear de su acción ridícula porque cree haber tenido una idea brillante. Por todo lo expuesto, el estúpido es enormemente más peligroso que el perverso.
Cuando los estúpidos entran en acción todo cambia o, más bien, cuando los estúpidos son los que tienen el poder. A lo largo de los siglos, la estupidez, me temo, ha sido una constante que no ha cambiado sin importar la región que escojamos. La diferencia entre las sociedades prósperas y las decadentes reside en el lugar que ocupan los estúpidos. Mientras que las sociedades que avanzan los relegan a su posición natural, las sociedades decadentes permiten que ellos sean los que gobiernen, decidan, impongan y legislen. No es que un país entre en decadencia porque el porcentaje de estúpidos haya aumentado, sino porque los individuos que están en el poder deben su cargo a la estupidez.
La humanidad, por lo tanto, siempre se ha encontrado en ese estado deplorable soportando desdichas y calamidades de todo tipo. No debería sofocarnos, alarmarnos y mucho menos preocuparnos el nivel de estupidez. Por el contrario, lo que sí es enormemente preocupante es el poder que se le ha concedido a la estupidez en nuestra era.
Conclusión
Son muchos los diagnósticos realizados para explicar la realidad española a través de libros, artículos, programas de radio y documentales. A menudo se realizan sesudos análisis sobre la situación política, económica y social de España. Los analistas, tertulianos, periodistas e intelectuales señalan diferentes causas y se empeñan en aupar unas frente a otras: que si el posfranquismo, que si la Constitución, que si la separación de poderes, que si los medios de comunicación, que si las redes sociales, que si la plurinacionalidad, que si la confederación, etc.
En realidad, la respuesta a casi todo lo malo que nos pasa obedece a una sola cuestión: la estupidez. No es que Pedro Sánchez y su equipo sean unos estrategas brillantes. Es habitual escuchar —incluso por parte de sus detractores— cierta admiración a su capacidad de decir una cosa y la contraria en cuestión de minutos. Se señala que es un político habilidoso que no tiene escrúpulos, como si tal cosa fuera algo admirable, por lo que sus cambios de opinión de la noche a la mañana se tachan de genialidades. No hay mayor estupidez que tal afirmación.
¿Qué tiene de genialidad decir que no vas a conceder los indultos y posteriormente hacerlo para tu supervivencia política? ¿Qué tiene de genialidad que prometiera delante de todos los españoles que jamás depositaría la gobernabilidad del país en los partidos secesionistas y posteriormente, una vez pasadas las elecciones de julio de 2023, pactara con los secesionistas vascos y catalanes? ¿Dónde puede alguien encontrar un atisbo de brillantez en decir que la amnistía no podría ser aplicada nunca porque es inconstitucional —72 horas antes de esas mismas elecciones— y aprobar una amnistía a los pocos meses?
Solo un estúpido podría ver genialidad en tan burdo bandazo. No es exagerado afirmar que la inmensa mayoría de los debates que llenan las parrillas de las televisiones, prensa escrita, YouTube y demás redes sociales podrían zanjarse rápidamente aludiendo a una condición tan humana como es la estupidez. Desde luego que Pedro Sánchez no es estúpido, cosa que no ocurre con gran parte del Ejecutivo, que sí cuenta entre sus filas con dramáticas criaturas que hacen daño a la nación y a sí mismas, como pueden ser Yolanda Díaz, Óscar Puente, Mónica García y demás ralea que —casi con toda seguridad— serían vapuleados por un simio en una competición para resolver un rompecabezas.
El gran éxito de Pedro Sánchez es haberse percatado de la estupidez de la masa y, para más inri, ni siquiera esconder que es consciente de ello. Sabe que puede reírse, mentir y humillar a sus votantes hasta la extenuación y que un porcentaje mayoritario no le dará la espalda a cambio de «frenar a la ultraderecha» que viene a robar sus derechos y libertades fundamentales. Esto no tiene nada de genialidad, en todo caso tiene mucho de abuso, pues aprovecharse de los más cortos mentales de la sociedad para sacar un beneficio propio es siempre un acto repugnante. A pesar de ello, no son pocos los que observan al personaje con cierta fascinación. Tan ridículo como si alguien exhibiera admiración por un tipo que se jacta de haber estafado a un síndrome de Down.
Alguno podría refutar tal afirmación diciendo que, en caso de que gobernara esa supuesta extrema derecha en España, los derechos de los ciudadanos y la igualdad desaparecerían. También se suele indicar que la «derecha» beneficia a una élite en detrimento de todos los demás o que la xenofobia aparecería para perseguir al distinto. Incluso se llama a defender la libertad.
¿Acaso la igualdad no se ha roto con el cupo vasco y, ahora, el cupo catalán? ¿Hay mayor acto de xenofobia que perseguir a los hijos de aquellos padres que quieren que sus hijos estudien en español? ¿Hay mayor beneficio para una élite —en este caso, la élite política catalana— que redactar leyes ad hoc para un grupo reducido de personas? ¿La libertad? ¿Hablan de libertad los socios de proetarras, chavistas, sandinistas y regímenes liberticidas?
No deja de ser curioso que precisamente esos supuestos peligrosos planes que llevaría a cabo la extrematurboderecha son exactamente los mismos que «su Gobierno» está poniendo en práctica. Para el estúpido no es tanto el qué sino el quién, es decir, ante un mismo hecho objetivo reacciona de diferente manera en función de quién lo comete en vez de juzgar el acto en sí. Y es que no es opinable afirmar que la llamada «financiación singular para Cataluña» en la práctica supone que el extremeño, el valenciano, el manchego, el gallego, etc., van a ver cómo sus ingresos son menores para que una región española disfrute de una serie de privilegios en detrimento de todas las demás.
No es de extrañar que algún socialista, especialmente los de la vieja guardia, alcen la voz contra tamaña injusticia. El hecho no es opinable, esto es, nadie puede refutar que ese privilegio concedido a unos pocos perjudica a todos los demás que no entran en el selecto grupo. Nadie podría decir que opina que no, que beneficia a todos. Y si alguno, que lo habrá, afirmara tal cosa, no dejaría de ser una conclusión estúpida. Tan absurdo como si alguien dice opinar que 2+2 no son 4 sino 8. Este ejemplo, el de la financiación singular, puede ser extrapolado a cualquier otro para entender cómo funciona la estupidez frente a los debates de nuestro tiempo. Si, como hemos explicado, la principal diferencia entre un malvado y un estúpido es que el primero perjudica a otros, pero obtiene un beneficio para sí, mientras que el segundo perjudica a los demás y, también, a sí mismo, ¿cómo podríamos calificar objetivamente a un votante de Pedro Sánchez en Extremadura, Andalucía, Galicia o Comunidad Valenciana?
Un votante socialista que apueste por Pedro Sánchez está apostando por perjudicarse a sí mismo y, de paso, al resto de los españoles que no habitan en Cataluña. Podríamos afirmar sin ningún atisbo de duda a equivocarnos que se trata de un acto propio de estúpidos. Quizá alguno podría achacarlo al fanatismo, pero en el fondo el fanatismo no es más que un síntoma propio de la estupidez. Al fanático los hechos y los datos le dan igual, pues le obligarían a cambiar de opinión; por eso persigue a los disidentes que le incomodan con sus razonamientos, que le hacen dudar de estar o no en lo cierto.
No es de extrañar que la libertad de expresión sea siempre la primera víctima de cualquier movimiento fanático ya que resulta molesta para la prole que la secunda. Mientras que una persona inteligente duda, razona, reflexiona y, evidentemente, cambia de opinión si le demuestran que está equivocada, el fanático se revuelve con gran ira contra aquellos que le revelan su error. Solo un fanático puede estar seguro de todo y no cambiar de opinión; por lo tanto, un fanático no es más que un estúpido ferviente, si así lo desean, pero estúpido, al fin y al cabo.
El principio de Hanlon nos enseña que no se ha de atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez. Y, ciertamente, no es que esas personas se dediquen en su día a día a realizar actos perversos contra sus vecinos de forma consciente ni a realizar el mal allá por donde van. Es posible que sean bellísimas personas, pero redomadamente imbéciles. Por ello, no es tanto por culpa de Sánchez o de cualquier otro que venga a perjudicarnos el empobrecimiento generalizado y la ausencia de un futuro mejor, sino más bien de los necios que reivindican y apoyan a los malvados porque les horroriza pensar.
La estupidez siempre rehúye la verdad y la realidad; prefiere abrazar el error y divinizarlo si este le permite justificar sus actos. Por eso, quien conoce la naturaleza de los estúpidos se convierte fácilmente en su tirano y, por el contrario, quien decide desilusionarles con dosis de cruda realidad se convierte en su enemigo a batir. Ante esta ineludible imperfección humana, los estúpidos se retuercen como una ostra cuando siente un chorro de limón y hallan consuelo en las urnas democráticas. Hasta el más zoquete es capaz de introducir una papeleta en una urna y eso les hace considerarse uno más. Además, si sumamos que el voto vale lo mismo porque todos somos iguales, ¿quién va a decirle al estúpido que está equivocado cuando de cara al sistema vale lo mismo la necedad, la inteligencia, la verdad y la mentira?
Ante la dificultad de pensar, al necio solo le quedan dos caminos: sostener sus ideas hasta el fin de los días o, por el contrario, apuntarse a la última moda que a las élites políticas se les ocurra para tener entretenidos a los bobos. El poder político democrático se nutre de la estupidez y por ellos la fomenta. A ningún aspirante democrático le interesa una sociedad ilustrada y alejada del fanatismo, pues es un juego de suma cero que requiere crear sectarios que apoyen la causa —el partido— pase lo que pase. Obviar este hecho implica ser incapaz de comprender por qué los mismos que clamaban por los casos de corrupción de unos callan cuando se producen en sus filas o cómo ante un hecho idéntico actúan de distinta forma según quién sea el político que lo comete. Si nos adentramos un poco más en la evolución del voto en los últimos años en España comprobamos que apenas hay grandes variaciones entre los bloques denominados «izquierda» y «derecha».
En el año 2011, el Partido Popular cosechó 10.866.566 votos; el PSOE obtuvo 7.003.511; Izquierda Unida, 1.686.040, y UPyD se hizo con 1.143.225. El bloque de derechas nacional cosechó 10.866.566 votos y el bloque nacional de izquierdas, 9.832.776.
En las elecciones del año 2015, el Partido Popular cosechó 7.236.965 votos; el PSOE obtuvo 5.545.315; Ciudadanos, 3.514.528; Podemos, 4.128.464, e Izquierda Unida, 926.783. El bloque de derechas nacional cosechó 10.751.493 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.600.562. En el año 2016 se produjeron otras elecciones. El Partido Popular cosechó 7.941.236 votos; el PSOE obtuvo 5.443.846; Podemos, 5.087.538, y Ciudadanos se hizo con 3.141.570. El bloque de derechas nacional cosechó 11.082.806 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.531.384. Como vemos, en un lustro el bloque de derechas osciló entre los 11.082.806 votos y los 10.751.493 votos, mientras que el bloque de izquierdas osciló entre los 10.600.562 votos y los 10.531.384.
Una variación minúscula a pesar de la entrada y salida de nuevos partidos en el tablero político. Si continuamos con las próximas elecciones vemos cómo el cambio de los votos —y eso que son numerosos los escándalos que sacuden la política española— no tuvo un gran impacto. En el año 2019 el PSOE obtuvo 7.513.142 votos, el PP se hizo con 4.373.653, Ciudadanos con 4.155.665, Podemos con 2.897.419 y VOX con 2.688.092. El bloque de derechas nacional cosechó 11.217.410 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.410.561. Ese mismo año se repitieron elecciones y el resultado fue muy similar: el PSOE obtuvo 6.792.199 votos, el PP se hizo con 5.047.040, VOX con 3.656.979, Podemos con 3.119.364 y Ciudadanos con 1.650.318. El bloque de derechas nacional cosechó 10.354.337 votos y el bloque nacional de izquierdas, 9.991.563.
Las variaciones vienen más bien por el lado de la participación, y no tanto por el cambio de criterio de los electores que cambian de partido entre los mismos bloques. Si el ejercicio lo hiciéramos respecto al porcentaje, comprobaríamos cómo las diferencias apenas tienen que ver con un par de puntos porcentuales.
En las elecciones del año 2023 el PP obtuvo 8.160.837 votos, el PSOE se hizo con 7.821.718, VOX con 3.057.000 y Sumar con 3.044.996. El bloque de derechas nacional cosechó 11.217.837 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.866.714. Si hiciéramos la comparativa con las elecciones del año 2016, en las que la participación fue calcada a las elecciones del año 2023 (66%), podemos ver cómo el bloque de derechas obtuvo 11.082.806 votos y la izquierda, 10.531.384; es decir, en apenas siete años de convulsa política apenas se mueven un puñado de votos entre los diferentes bloques: 135.031 votos menos en el bloque de la derecha nacional y 335.330 votos más en la izquierda nacional.
¿Qué queremos decir con este batiburrillo de tediosos números y porcentajes? Que, excepto por un cataclismo, pase lo que pase los ciudadanos prácticamente no cambian de idea y continúan votando a unos u otros no en función de su gestión, sino más bien por una cuestión casi tradicional. El advenimiento de la masa a la vida política y su progresiva transformación en clase dirigente es, sin duda, una de las grandes transformaciones sociales de los últimos tiempos. Hace apenas unos siglos la opinión de la masa no contaba prácticamente nada. Hoy, por el contrario, la opinión de la masa es la preponderante. Y, como hemos visto, si la masa es estúpida, lo lógico es que la tendencia natural de cualquier sociedad sea adaptarse a una mayoría de estúpidos. Ahí están esas nuevas armas de destrucción masiva como TikTok que sirven para tener a los estúpidos entretenidos entre un mar de inservibles y absurdos reels que llenan espíritus vaciados de cualquier amor por el conocimiento y la verdad.
En este proceso de elevación artificial, pues la masa jamás será capaz de sustituir a una pequeña élite de brillantes hombres que tiran del pesado carro de la humanidad, la educación juega un papel fundamental. Podríamos limitarnos a compadecernos de los menos lúcidos de la sociedad, pero si el futuro de la misma depende de ellos, convendría preocuparse de qué tipo de ideas reciben. La terrible idea que recibe cualquier ciudadano de «superhombre» que puede ser lo que quiera genera enorme frustración en la sociedad. El hecho de hacerles creer a los estúpidos que pueden convertirse en lo que anhelen y, además, sin necesidad de grandes esfuerzos provoca un odio visceral contra aquellos que, gracias a un talento innato sumado a enormes sacrificios, han conseguido ser lo que a ellos les gustaría.
Quizá usted está enormemente interesado en conocer los porqués del comportamiento de sus semejantes, dedica un gran número de horas al estudio para tratar de entender mejor el mundo que le rodea y siente un enorme interés por aprender cada día. ¿Acaso es esto la norma habitual? No. ¿Por qué? Las explicaciones son varias, pero esencialmente podemos enfocarlo a través de un concepto económico: el coste de oportunidad. Estudiar a Marx, Mill, Schumpeter, Bastiat, Hayek, Lenin, Trotski, Nurkse, Pareto o Mosca requiere de muchas horas de formación previas para poder comprender en profundidad lo que quieren transmitirnos y esto supone un coste de oportunidad, es decir, si estamos estudiando no estamos haciendo otra cosa.
El coste de oportunidad mide las otras alternativas a las que renunciamos cuando tomamos una decisión. Si nuestro deseo es estudiar en profundidad los problemas de la formación del capital, entonces estaremos renunciando a otras actividades: salir con los amigos, ver un partido de fútbol, acudir a un concierto, ver una película, aprender otros asuntos o ir a cenar. Algunos podrán argüir que no hay por qué renunciar a nada, pero la tozuda realidad nos recuerda que el tiempo es limitado y que no se puede comprar, con lo que cada decisión que tomamos es a costa de otra.
Es bien conocido por todos que la inmensa mayoría prefiere invertir su tiempo en cuestiones que otorgan una satisfacción inmediata. Suponga que usted tiene que escoger entre irse con unos amigos a cenar o quedarse leyendo El capital. Mientras que una opción le otorga de inmediato una satisfacción en forma de alegría, buena comida y carcajadas, la otra opción le garantiza al corto plazo aburrimiento, desesperación por no entender lo que está leyendo y frustración por tener que consultar a cada rato en internet conceptos que desconoce.
Así, no es de extrañar que la inmensa mayoría prefiera evitar leer El capital, pues requiere atravesar un desierto de ignorancia que solo a largo plazo puede reportar una recompensa. Y de pronto el hijo del obrero no quiere serlo, el hijo del campesino rechaza ser campesino y los burgueses solo ven como posibilidad que su hijo se convierta en un financiero de alto prestigio. En lugar de formar a hombres para enfrentarse a la realidad, se fabrican hombres deformados por la artificialidad. Y así, la crédula estupidez se revuelve contra la brillante víctima de su frustración.
Lo cierto es que no todos pueden vivir en lujosas mansiones ni tener éxito en su profesión. Solo unos pocos llegarán a tal escenario, mientras que a los demás lo único que nos queda es perecer algún día y ser enterrados en tumbas que nadie visitará transcurridos un par de generaciones. Esta dinámica crea un ejército de descontentos de su suerte que urge al Estado providencial a poner fin a la desigualdad. Inculpan a los demás de sus propias carencias y, siendo incapaces de emprender acción alguna para mejorar su situación, se conforman con ver la miseria repartida equitativamente. Lo cierto es que una nación que abraza semejantes conceptos debería mirarse al espejo y preguntarse por su podredumbre espiritual, moral, ética y estética.
¿Qué le queda entonces al estúpido? Atrincherarse en la irracionalidad, obviar la complejidad del mundo y dejar de lado todo esfuerzo que requiere una gran inversión de tiempo. Por eso debatir con un estúpido es una pérdida de tiempo, ya que no cambiará de opinión porque es lo más cómodo y sencillo para tener una respuesta a los problemas de nuestro tiempo. El intercambio de ideas es una gran actividad que estimula y mejora la humanidad, no cabe duda, pero al estúpido no se le convence por esa vía, sino más bien por el plano sentimental. Eric Hoffer, en su obra El verdadero creyente, realiza un acertadísimo diagnóstico al respecto del comportamiento de estas criaturas:
Aquellos que chillan con más fuerza por la libertad son con frecuencia los que serían menos felices en una sociedad libre. Los frustrados, oprimidos por sus deficiencias, culpan de su fracaso a las prohibiciones existentes. Su deseo más íntimo es poner fin a la libertad para todos. Desean eliminar la libre competición y las despiadadas pruebas a las que continuamente está sujeto el individuo en una sociedad libre. (Eric Hoffer, El verdadero creyente, Madrid, Tecnos, 2009, p. 52.)
No todos los estúpidos son iguales. Todos, sin excepción, somos estúpidos en ciertos ámbitos y cometemos estupideces a lo largo de nuestra vida. Hay estúpidos a tiempo parcial, otros a medias y, desde luego, estúpidos a jornada completa. Es cierto que la maldad humana ha sido, para muchos, la gran causante de las grandes tragedias y barbaridades de la historia. Pero nunca una idea malvada podría haberse llevado a cabo si no hubiera existido un gran grupo de personas estúpidas que la apoyaran.
El malvado se sostiene gracias a los imbéciles, por lo que, en realidad, la estupidez es la más peligrosa de cualquier condición humana. Si pudiéramos escoger entre suprimir la maldad o la estupidez, sin duda la segunda sería la mejor opción porque el malvado, el demagogo y el charlatán se quedarían sin armas para llevar a cabo sus delirios. Y adviértase que cuando hablo de inteligentes y estúpidos no lo hago desde el plano cultural; es decir, de nada sirven los títulos universitarios. Si un título universitario fuera síntoma de inteligencia, este libro carecería de sentido alguno, pues hasta el más limitado es capaz de obtenerlo debido a la degradación absoluta de su valor.
Mucho más sabio es el hombre común semianalfabeto que habita en el mundo rural, pero que se deja guiar por la lógica, la razón y el sentido común, que el académico urbanita, deformado enormemente por las lecturas de su biblioteca, que cree poder reformar la naturaleza humana a través de un Parlamento. Una nación que aspira a progresar debe contar con unos servidores públicos de elevado nivel. La política tiene que ser aburrida, incomprensible para la masa. Si la masa entiende de qué se habla es porque el nivel de los gobernantes es muy bajo. Bastaría un grupo de tecnócratas que usando un discurso tan sofisticado y complejo nadie entendiera qué dicen, porque si lo entienden, el nivel es acorde con el de la masa y entonces estamos ante la política del espectáculo.
La complejidad requiere especialización y la masa solo puede especializarse en una cosa: la estupidez. La única verdad demostrada es la naturaleza humana y su comportamiento gregario. Por ello, la moral de la masa es lo fundamental y, sobre todo, relegarla a su posición natural: la estupidez acompañando, mas no elevándose por encima de los talentosos. La clase media —por mucho que se repita— no es la que hace que una nación avance. Otorga cohesión, que es fundamental, pero sin los talentosos que tiran de todos no hay nada. El brillante individual, ese es el gran benefactor de la humanidad que nos permite avanzar. Y, como hemos visto, el nivel del individuo decrece a gran velocidad en cuanto este pasa a conformar la masa. Por este motivo, el principio mayoritario debe ser impugnado, rechazado y despreciado, pues lo verdadero y lo bueno son independientes del número de hombres que sean capaces de reconocerlo.
La tesis mayoritaria prevalece no porque sea infalible y certera, sino porque es impuesta desde una superioridad numérica a una minoría. El número no expresa ni la verdad ni el bien, simplemente expresa una cantidad determinada de personas que sostienen una serie de ideas. Incluso llegados al punto de existir una unanimidad sobre la igualdad, esta no dejaría de ser una falaz pretensión. Es por ello que resulta de vital importancia no estimular la estupidez, y para eso resulta esencial rechazar el mundo consumista moderno que genera una sociedad de fracasados.
Mientras las generaciones pasadas consideraban progresar, mejorar su situación profesional, formar una familia, aumentar sus ingresos —trabajando duro, no reduciendo la jornada laboral—, tener una casa en propiedad e incluso hacerse con una segunda vivienda, ahora nos enfrentamos a una miseria que tratan de disimular con ridículos nombres como coliving, coworking, nesting y un sinfín de ridículos términos. Lo cierto es que no tiene nada de progresista compartir piso a cierta edad, no poder tener tu propio espacio de trabajo, cambiar el ocio por quedarse en casa, no tener un coche, darse duchas de agua fría, no comer carne o tener que vestirse con ropa de segunda mano.
Eso no es progreso, sino más bien retroceso. Y es cierto que ahora las estupideces cuentan con mayor apoyo —en gran medida gracias a las redes sociales— y los seres más ridículos se hacen virales a gran velocidad cosechando numerosos seguidores que se reconocen en personajes absurdos disfrazados con los trajes más horteras y los vestidos más siniestros del mercado. Uno solo puede contemplar a izquierda y derecha personajes patéticos propios de un esperpento de Valle Inclán. Por eso, es vital acabar con el poder otorgado a la masa estúpida y que esta vuelva a su lugar natural.
No conviene desesperarse ni exaltarse en el proceso de reajuste que antes o después llegará, pues el cataclismo está garantizado bajo la senda de la estupidez. Y es que siempre habrá un rincón en el que poder comprobar que es preferible la belleza a la fealdad, la inteligencia a la estupidez, la bondad a la maldad, la sofisticación a la vulgaridad, la prosperidad a la pobreza y el conocimiento a la ignorancia.
Dios es un tipo con un gran sentido del humor. No dotó a ningún humano de plena inteligencia, pero sí de plena estupidez. Y, sin duda, decidió dejar reducido a un porcentaje casi nulo de hombres la genialidad humana para así poder demostrar cómo unos pocos son capaces de hacer que la humanidad, a pesar de todo, siga evolucionando y cosechando grandes obras.
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