EL Rincón de Yanka: EGOCRACIA

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viernes, 23 de mayo de 2025

LIBROS "EL SUICIDIO DE ESPAÑA": LA AUTOCRACIA DE PEDRO SÁNCHEZ y "EL SÍNDROME DE NARCISO": DE LA DEMOCRACIA AL SOCIALPOPULISMO AUTÓCRATA por LUIS HARANBURU ALTUNA

 EL SUICIDIO DE ESPAÑA

LA AUTOCRACIA
DE PEDRO SÁNCHEZ

España en la cuerda floja: ¿reacción o rendición? 

LUIS HARANBURU ALTUNA

España atraviesa un proceso de transformación profunda que amenaza con socavar los principios de la democracia liberal construida tras la Transición. En este ensayo provocador y meticulosamente documentado, Luis Haranburu Altuna analiza cómo la deriva autoritaria del gobierno de Pedro Sánchez ha debilitado las instituciones democráticas, impulsando una mutación política de consecuencias imprevisibles. A través de un recorrido histórico y filosófico, el autor establece un paralelismo entre la teoría de la servidumbre voluntaria, formulada por Étienne de La Boétie, y la creciente aceptación de medidas autocráticas en España. Desde el abuso del Decreto Ley hasta la manipulación del lenguaje político y la subordinación de los poderes legislativo y judicial, Haranburu Altuna expone las estrategias que han permitido a Sánchez consolidar su poder. 
El libro plantea cuestiones fundamentales: 
¿Cómo una sociedad puede aceptar voluntariamente la erosión de sus libertades? ¿De qué manera el socialismo del siglo XXI ha permeado el PSOE hasta convertirlo en un instrumento de dominación ideológica? ¿Estamos ante una transformación irreversible o aún es posible revertir este proceso? 
El suicidio de España es un ensayo imprescindible para quienes buscan comprender el rumbo político del país y las claves de un fenómeno que trasciende fronteras. Una advertencia contundente sobre los peligros del autoritarismo encubierto bajo el disfraz de la democracia. 
«Cuando un gobierno convierte a la mitad de su pueblo en su enemigo, la democracia se tambalea. Este ensayo disecciona la autocracia del sanchismo y su peligrosa mutación de España hacia la servidumbre voluntaria». José María Múgica Heras, abogado y víctima de ETA.

“La actitud pasiva de la sociedad civil 
ante el progreso del autoritarismo sanchista 
raya con la colaboración servil”

Luis Haranburu Altuna, nacido en Alegría de Oria (Guipúzcoa) en 1947 ha compaginado a lo largo de su vida las tareas de escritor y editor. Es autor de una amplia obra literaria que supera la treintena de títulos. La mayor parte de su trabajo, que abarca tanto la narrativa como el teatro y el ensayo, la ha escrito en euskera. De entre sus trabajos publicados en castellano destacan los ensayos Cartas de Agosto al Lehendakari Ibarretxe, Duelos y quebrantos del euskera, El Dios de los Vascos (2008), Historia alternativa de la literatura vasca, El Crepúsculo de Dios, Historia cultural del cristianismo en Vasconia. Recientemente, ha publicado Odiar para ser. Nacionalismo vasco y Pedro Sánchez o el síndrome de Narciso. También ha desarrollado una intensa labor periodística en periódicos y revistas como Triunfo, El Mundo, Zeruko Argia, Anaitasuna y Berriak. Acaba de publicar El suicidio de España (Editorial Almzaara, 2025).
¿Qué le llevó a escribir "El suicidio de España" en este momento político concreto? El 2024 publiqué mi ensayo sobre el perfil psicológico y político de Pedro Sánchez (Pedro Sánchez, el síndrome de Narciso) donde aventuraba un diagnóstico político sobre la ruta seguida por el sanchismo, “desde la democracia al socialpopulismo autócrata”. En este libro he llegado a la conclusión de que el régimen actualmente establecido en España es ya una autocracia. 

¿Cómo definiría en una frase el objetivo último de su libro? 
Tratar de despertar a quienes desde su silencio y anuencia han hecho posible el colapso del régimen democrático de 1978. 

¿Esta obra es una advertencia o una acusación? 
Es una mezcla de ambas cosas, pero sobre todo pretende ser una llamada a la libertad. No en vano dedico el libro a los “amantes de la libertad”. En el libro habla de un “desmantelamiento institucional planificado”. 

¿Sobre qué elementos sostiene esta afirmación?
En política es, a veces, necesario que el tiempo transcurra para poder calibrar los acontecimientos que nos afectan. Dos décadas no permiten hablar de una conspiración antidemocrática plena, pero si constituyen un lapso suficiente para identificar una voluntad destituyente de la España de 1978. El relato inspirado por Zapatero e instaurado por Sánchez denota una intencionalidad de ruptura con el sistema democrático instaurado en la Transición. 

En su opinión, ¿puede una democracia sobrevivir al abuso del Decreto Ley como herramienta habitual de gobierno? 
Nuestra democracia es parlamentaria y todas las políticas que contravengan o traten de ignorar al Parlamento mediante el abuso del Decreto Ley conllevan un grave deterioro de las formas parlamentarias. La democracia plena lo ha de ser en sus contenidos y en sus formas, pero el sanchismo elude y burla la balanza del poder al sustraerse al control del Parlamento. Sánchez afirmó que gobernaría incluso sin el apoyo del Parlamento y con ello definió su designio autocrático. Dicha afirmación fue aplaudida por el órgano de control del PSOE. 

¿Qué papel juega la sociedad civil en esta aparente “normalización” de prácticas autoritarias?
Es fundamental el silencio y el `laissez faire´ de la mayoría que sustenta al actual gobierno de España. Desgraciadamente, la sociedad civil en su conjunto no es consciente del deterioro democrático que Sánchez ha acarreado con sus políticas. En mi libro establezco un paralelismo entre el diagnóstico que Éttiene de La Boétie estableció en su “Discurso sobre la servidumbre voluntaria” y el fenómeno del sanchismo. Es relevante la actitud pasiva de la sociedad civil española que raya con la colaboración servil ante el progreso del autoritarismo sanchista. 

¿Cómo ha influido el pensamiento de autores como Arendt, Schmitt o Tocqueville en su análisis? 
Tocqueville y Arendt, en sus análisis, aportan luz y criterio a la hora de escudriñar la cualidad política de nuestra decreciente democracia, mientras que Carl Schmitt nos permite identificar los vicios estructurales de la llamada “izquierda reaccionaria” representada por el gobierno de progreso que nos desgobierna. La creación de la figura del enemigo (fachosfera) realizada por el sanchismo es el principal aporte teórico de debido a Carl Schmitt, inspirador jurídico del nacionalsocialismo y temprano admirador de Mussolini. 

En el libro habla de la “neolengua del sanchismo”. ¿Puede darnos ejemplos concretos y explicar su función política?
Pedro Sánchez con su proverbial capacidad de disimulo y mendacidad es un lector aventajado de George Orwell. El relato iniciado por Zapatero y culminado por Sánchez se sostiene sobre una retórica que falsea la verdad y niega las evidencias históricas. Se trata de un falso relato, que incluso una parte de la oposición democrática ha dado por bueno y se nutre de términos manipulados como “democracia real”, “pueblo”, “progreso” o “nación de naciones”. 
En el libro se establece un léxico de urgencia para entender el neolenguaje del sanchismo. Su función es la construcción del falso relato para justificar el gobierno autocrático. 

¿Estamos ante un populismo de izquierdas o ante una nueva forma de autocracia / tecnocracia? 
La Historia pondrá nombre al régimen que nos ha tocado vivir, pero creo que el término de populismo de izquierdas se queda corto. Mas bien, nos encontramos ante una autocracia que bajo la superstición ideológica del “progresismo” ha desembocado en un régimen personalista y patrimonial que identifica autocracia con cleptocracia, arbitrariedad y narcisismo. 

¿Ve posible una regeneración democrática sin una profunda reforma institucional?
Es muy complicado. Sin embargo, tenemos la salvaguarda de Europa que si bien hasta ahora nos ha mirado con cierta perplejidad, parece que comienza a desenmascarar la tramoya sanchista. Es muy ilustrativo todo lo ocurrido con la necesidad del rearme solicitado desde la UE y la OTAN. No obstante, echo de menos la existencia de una plan alternativo, bien estructurado y eficiente, que debería rehacer los rotos producidos por el sanchismo y reparar los desperfectos estructurales provocados por el sesgo autocrático de Pedro Sánchez. Hecho de menos a las élites de la sociedad civil que aporten luz, ilusión e ideas para solucionar el entuerto que padecemos y lamento, sobre todo, la deficiente calidad intelectual y la falta de autoridad moral de nuestra clase política. 

¿Qué responsabilidad tienen los medios de comunicación en la erosión de la calidad democrática? 
Importante. Los medios, por desgracia, son siervos de la contingencia económica, pero la irrupción de las nuevas tecnologías ha hecho posible la existencia de nuevos medios que han posibilitado una democratización de la información. Lo cual ha enfurecido a quienes disfrutaban del monopolio sobre el relato y la información. Los medios tradicionales han tendido a la servidumbre respecto al poder político y ello con grave menoscabo de la libertad informativa y política. La digitalización de los medios ha abierto una ventana de oportunidad a la libertad. 

¿Qué mensaje espera que cale en el lector tras cerrar la última página de El suicidio de España? 
Concluyo mi ensayo con la imagen de Ulises que al regresar a Ítaca vislumbra el humo que emerge de su hogar. Desearía que el lector añore el regreso al hogar democrático que supuso la Constitución de 1978. Un regreso que haya somatizado el peligro tanto del populismo como de la autocracia personal del Uno. Una añoranza de la libertad y de la igualdad, que nos constituye en ciudadanos libres e iguales.


PEDRO SÁNCHEZ 
Y EL SÍNDROME DE NARCISO 

DE LA DEMOCRACIA 
AL SOCIAL POPULISMO AUTÓCRATA

En la personalidad política de Pedro Sánchez convergen signos y rasgos que sugieren un síndrome narcisista, que influye y condiciona su particular estilo de gobernanza. Si bien el narcisismo en su medida adecuada puede fortalecer la autoestima personal, en exceso puede tornarse perjudicial. El autor de este ensayo sostiene que la personalidad del presidente Sánchez está estrechamente ligada al fenómeno del socialpopulismo que actualmente define el panorama político español, caracterizado por una polarización política promovida desde el gobierno. En el socialpopulismo, la voluntad del líder se erige como la única fuente de legitimidad, sin estar sujeta ni a la ley ni al interés general. El entramado político concebido por Pedro Sánchez y su círculo cercano constituye un artefacto políticamente eficaz pero democráticamente perjudicial. Este ensayo busca indagar en las causas y motivos que han llevado a la involución democrática del peculiar Gobierno de España. El uso del «escudo social» como encubrimiento de políticas clientelistas y populistas es el núcleo del socialpopulismo, cuyo principal propósito es la perpetuación en el poder. La evitación de la alternancia política es la meta de este régimen, empleando como principal estrategia la creación de un enemigo (denominado «la fachosfera») desprovisto de virtudes y marcado por su ilegitimidad original, basada en una falsa narrativa histórica sobre la transición política de España. Luis Haranburu Altuna sostiene, en estas páginas, que el actual deterioro democrático de España está estrechamente vinculado a la personalidad de su presidente: una personalidad narcisista con un evidente sesgo autocrático.

"En realidad, el hombre no tiene derechos en una democracia.
No los perdió en beneficio de la colectividad nacional ni de la nación, sino de una casta político-financiera de banqueros y agentes electorales. 
La democracia masónica (globalista), a través de una traición sin igual, se disfraza de apóstol de la paz en esta tierra y al mismo tiempo proclama la guerra entre el hombre y Dios.
"Paz (Pacifismo) entre los hombres y guerra contra Dios". Corneliu Zelea Codreanu

Prólogo

TEO URIARTE

Este ensayo que prologo, lo digo sin rodeos, trata de entender la personalidad del presidente Sánchez, al dedicar su autor un profundo estudio de su personalidad que recuerda, aunque este sea más extenso, el que dedicara Marx a Luis Bonaparte en su "El dieciocho Brumario", personaje al que con toda justeza no dejó de llamarle crápula, y donde el autor de los grandes sistemas filosóficos nos indica que la política pasa por el carácter de sus dirigentes y hasta por cómo hacen la di­ gestión sus protagonistas.

Posiblemente nunca conozcamos las razones que llevaron a Pedro Sánchez a romper traumáticamente con la postura que España, con sus diferentes Gobier­nos de derechas e izquierdas, había mantenido con respecto al Sahara occidental, rompiendo con uno de los referentes identitarios más sólidos de la izquierda y con la resolución de una institución tan cara en sus discursos como es la ONU. Fue sorprendente que lo hiciera sin causa conocida por la opinión pública, sin ni siquiera rumor periodístico que pudiera avanzar la decisión que se iba a tomar y sin ninguna solvente explicación.
Este giro en la política exterior fue llevado de forma radical, de la noche a la mañana, sin pasar por el Consejo de Ministros y mucho menos por las Cortes. La decisión parecía surgir de la voluntad de un déspota del Antiguo régimen. 
¿Hubo chantaje del reino de Marruecos o de alguna otra potencia? Probablemente nunca lo sabremos. Pero el ensayo que nos presenta Luis Haranburu Altuna nos puede sugerir fundamentadas hipótesis y razones de por qué nuestro presidente actúa de tan arbitraria manera.

No fue el caso del contencioso marroquí con el Sahara el único en el que nos viéramos sorprendidos, recordándonos a los viejos del lugar cómo tomaba mu­chas decisiones el dictador Franco, el cual, como deben saber, acaparaba todos los poderes. Con Sánchez las formas democráticas que hasta la fecha habían regido en la corta democracia española desde su «no es no», que paralizó la vida política, estaban cambiando en un sentido autoritario amén de agresivo, pues no se puede empezar el primer debate al que asiste llamando «indecente» a su oponente. Lo que no es óbice para recurrir al victimismo cuando él se considera el insultado. Resultó de una prepotencia desmedida las dos veces que anuló derechos fundamentales de la ciudadanía, y cerró las Cortes mediante un decreto de alarma a causa del covid-19 (declarado inconstitucional), o que gobierne escandalosamente mediante el decreto ley, o que repetidamente haya llevado a cabo decisio­nes que anteriormente proclamara no realizar, sea el acuerdo de formación del «Gobierno Frankenstein», los pactos con Bildu o el indulto a los condenados por sedición y malversación en Cataluña. O que se haya atrevido recientemente a promover una amnistía, cuando en varias ocasiones él y su Gobierno la habían calificado de inconstitucional en un ejercicio de constructivismo jurídico execra­ ble, y negociar la presente legislatura con el prófugo Puigdemont en Suiza me­ nospreciando al legislativo, al poder judicial y al propio rey.

Llama la atención la sensibilidad de su partido al denunciar como delito de odio la rechazable acción, por parte de manifestantes, de destrozar una piñata que re­ presentaba su figura, cuando desde el Gobierno se ha obviado todo tipo de actos contra la figura del rey y de otros políticos, y se ha permitido homenajes a presos deeta, lo que pudiera indicar un culto a la personalidad digno de otros regímenes e impropios de nuestro sistema democrático.
Pues bien, sobre estos comportamientos descubrirán sugerentes reflexiones en este libro, en el que su autor se cuida mucho de denominar autócrata al personaje que analiza, aunque lo compara con todos los que sí responden a este calificativo y que han pasado o están presentes en la política internacional. Y lo hace sesudamente, con todo tipo de referencias, mostrando una gran preocupación ante las consecuencias que puede producir el comportamiento de este líder. 
«Es muy posible -escribe- que el presidente Sánchez pase a la historia como el campeón del bibloquismo y de la polarización política. España se encuentra dividida, como jamás lo estuvo desde la época que precedió a la guerra civil. Se trata de una divi­ sión impostada de manera artificiosa que tiene por finalidad la perpetuación en el poder del llamado "bloque progresista"». Y añade: «¿Es normal que el interés personal de uno prevalezca sobre el interés general de toda una nación?».

Y para conseguir tal polarización el autor considera, siguiendo a Félix Ovejero, que ha logrado mutar a la izquierda en una ensoñación romántica del progreso como nueva religión civil, con el triunfo del sentimiento frente a la razón, y donde «el personalismo cesarista de su dirigencia constituyen el basamento de esta nueva iglesia que nos considera creyentes o descreídos antes que ciudada­ nos. 
La izquierda ha desaparecido al amortizarse la razón, la igualdad, la libertad y el esfuerzo que siempre figuraron en el blasón de la izquierda política».
Haranburu Altuna sostiene sus opiniones sin caer en el insulto, basándose en el carácter narcisista del actual líder del socialismo español, narcisismo surgido de un evidente resentimiento. Para ello se apoya en un largo listado de psicólogos, sociólogos y politólogos: Freud, Otto Kernberg, Heinz Kohut, Christopher Lasch, Robert Jay Lifton, Amando de Miguel, Marie-France Hirigoyen, Joaquín Sama y Melanie Klein (autora del ensayo "Envidia y Gratitud"), y otros más cercanos a nosotros como Unamuno, Félix de Azúa o Fernando Sabater. No cabe duda de que la osadía del autor al someter a su análisis a tan encumbrado personaje cuenta con muchas referencias de autoridad, lo que pudiera entorpecer la rapidez de lectura y exigir una cierta dedicación.

«¿Qué humillaciones no habrá sufrido Sánchez para tener tan frenética sed de venganza personal?». Lugar de donde parte el tratamiento del personaje para conectar con la argumentación de Nietzsche sobre este trauma. En palabras del autor: 
«El resentimiento, cuna del narcisismo, es el motor que ha acelerado la eclosión identitaria contemporánea. El nativismo, el progresismo reaccionario, el feminismo woke o los nacionalismos insolidarios tienen en el resentimiento la herida narcisista que los impulsa».
En general, todas las cualidades de nuestro presidente (su contumaz uso de la mentira, cuyo caso más reciente y llamativo es recordarle al portavoz de upn, en el debate de investidura, que gobernaban en Pamplona gracias a su partido cuando ya había pactado entregar la alcaldía a Bildu; la falta de piedad con sus oponentes, como lo demostrara en la persecución de Tomás Gómez; o la carencia de escrúpulo utilizando alas personas como clínex) quedan englobadas en el aná­lisis del profundo narcisismo del que adolece.
Concluyo con el autor: «Las cosas solo pueden ir a peor mientras seamos gober­ nados por hombres y mujeres que solo tienen la perversa obsesión de quererse a sí mismos».
Vitoria, 8 de enero de 2024

Introducción

El escenario político que se ha abierto con la investidura de Pedro Sánchez, gracias al apoyo de todos los que desean derruir nuestro hábitat democrático, es imprevisible además de problemático e inseguro. Es por ello que cabe preguntar:
¿Por qué y cómo hemos llegado al escenario actual? ¿Qué oscuras fuerzas inciden en la actual deriva política de España? ¿Es acaso un problema derivado de la coyuntura política española? ¿Es debido al extravío de un partido político que ha perdido el norte del sentido de Estado? ¿O es tal vez la personalidad de nuestro presidente la que determina esta situación compleja y opaca donde la libertad y la igualdad se muestran problemáticas?
En la historiografía existen diversas corrientes a la hora de señalar a los prota­ gonistas de la historia. Una de ellas sostiene que la historia es el resultado de las acciones y decisiones de los individuos que, con su voluntad, carácter y talento, influyen en el curso de los acontecimientos. Autores como Plutarco, Carlyle, Nietzsche,Gregorio Marañón y Ortega y Gasset apoyan la tesis de la importancia de las individualidades en la historia. Otros como Marx, Engels, Lenin y Gramsci, en cambio, afirman que la historia es el producto de las condiciones materiales, sociales y culturales que determinan el comportamiento de los individuos y los grupos humanos.

Posiblemente, ni los partidarios de las individualidades, ni los que valoran las relaciones sociales de los colectivos poseen toda la razón, y es la concomitancia de individuos y de contextos históricos lo que determina el devenir de la historia. Si miramos al presente nos encontraremos con instituciones que tienen un carácter neutro, donde las individualidades carecen de protagonismo y este corresponde a colectivos burocráticos. Como ejemplo de una institución de este tipo, podríamos mencionar ala Unión Europea, que carece de personalidades destacadas. Muy por el contrario, nos encontramos con naciones y Estados fuertemente marcados por sus dirigentes, que reúnen las características de una personalidad narcisista.

Actualmente vivimos una eclosión de personalidades narcisistas que, al modo de Putin, Erdogan, Trump,Xi Jinping o Macron imprimen su sello personal a los Gobiernos que presiden, de modo que es del todo obligado estudiar sus biografías y actuaciones públicas para tratar de entender y, tal vez, predecir sus políticas. Es una obviedad que en la España actual tenemos a una individualidad desco­llante, que durante su presidencia al frente del Gobierno ha marcado de manera determinante la política española. Nos estamos refiriendo, por supuesto, a Pedro Sánchez Castejón, secretario general del psoe y presidente del Gobierno de Es­ paña. Como bien apunta Ignacio Varela: «No hay duda de que Pedro Sánchez es el político español más importante de la década. Nada de lo sucedido en España desde el verano de 2014 se explica sin él».

Para bien o para mal, lo que Varela afirma es una evidencia. La personalidad de Pedro Sánchez ha marcado la historia política de España en la última década. Este marcaje, sin embargo, no es ajeno a la manera de ser de Pedro Sánchez ni al perfil psicológico de nuestro presidente. Su personalidad narcisista nos ayudará a entender los porqués de algunas de sus actuaciones y nos aclarará algunos de los resortes psicológicos que explican su manera de proceder. Nada se entiende en la política española de la última década sin tener en cuenta la peculiar personalidad del presidente que lo impregna todo.

En la segunda parte de las memorias de Pedro Sánchez que lleva por título "Tierra firme", se cantan las excelencias de nuestro presidente y se glorifica su manera de ejercer el poder, sin atisbo alguno de autocrítica. Sánchez se nos presenta como el avezado piloto que ha traído a buen puerto la nave que es España. La exitosa singladura, sin embargo, no ha acabado aún, ya que se propone navegar «de la resistencia a la tierra firme que llegará cuando culminen las transformaciones en marcha». Las transformaciones en marcha son varias y todas ellas afectan, negativamente, a la estabilidad política de la nación, a la unidad de su territorio y a la concordia de la sociedad española. Pero de entre la profusa y reiterada na­ rración de los supuestos éxitos de Pedro Sánchez, llama la atención una reflexión del presidente que lo retrata, tal vez sin proponérselo. Casi al final de su libro Sánchez realiza la siguiente consideración sobre Vladimir Putin: «La forma de ser de Putin, determina su forma de ver el mundo y ha tenido un papel decisivo, como dirigente de un país autocrático».

Si el nombre de Vladimir Putin lo sustituyéramos por el de Pedro Sánchez, posiblemente obtendríamos una foto fija de lo que acontece en esta España presidida por el autor de la frase. Efectivamente la forma de ser de nuestro presidente determina su forma de ver el mundo, y ha tenido un papel decisivo como diri­gente de este país (cada vez más) autocrático. Es decir, Sánchez es consciente de que la personalidad de un dirigente determina su cosmovisión y ejerce un papel decisivo en su manera de gobernar. Lo que no dice el presidente es que él, al igual que Putin, padece de un trastorno de personalidad narcisista que determina su forma de ver el mundo y condiciona sus políticas. Es de esto de lo que trata el pre­sente ensayo.

Escribir sobre la personalidad de alguien es una tarea azarosa, en tanto en cuanto la privacidad de cada cual impone límites infranqueables al cuestiona­ miento de las personas. Pero las cosas cambian cuando la persona en cuestión posee una proyección pública e incide en la vida de cada cual. Pedro Sánchez ha actuado en política con alguna opacidad e incluso, a veces, de espaldas a quie­ nes están legitimados para juzgar y, en su caso, corregir sus actuaciones, pero ello no obsta para que los ciudadanos tengamos el derecho de opinar sobre su actividad pública. Las actuaciones de nuestro presidente afectan a nuestras vidas y tenemos el legítimo derecho para observar y tasar su actividad. En democracia, la ciudadanía está habilitada para emitir juicios morales y políticos sobre sus dirigentes y no solo en las elecciones habilitadas para ello, sino que es un derecho inherente a la participación democrática. Es, por lo tanto, en el uso del derecho de todo ciudadano a juzgar y a criticar al gobernante, por lo que nos hemos «entrometido» en la vida y milagros de nuestro presidente Sánchez para tratar de com­ prender y, en su caso, apoyar o no sus políticas que tanto nos conciernen.

Este no es un ensayo de índole meramente psicológico, sino que pretende ir más allá de los rasgos característicos de alguien para realizar un análisis político de las causas que intervienen en nuestro devenir político como sociedad y como ciudadanos. Existen suficientes evidencias para aventurar que la personalidad de Pedro Sánchez ha determinado y determina sus políticas, que tienen una repercusión directa en nuestras vidas. Es por ello que nos hemos propuesto indagar sobre su personalidad, tratando de hallar la razón última de algunas de sus políticas.

La Psiquiatría ha habilitado instrumentos y patrones de conducta que ayudan a rastrear y entender algunas constantes de la personalidad narcisista. Dichos instrumentos pueden ser correctamente utilizados, sin recurrir al examen clínico y pormenorizado de las personas objeto de estudio, cuando se trata de identificar y calificar actuaciones de orden político que son públicos y notorios. Lo que pretendo decir es que no es preciso reclinar en un diván a Putin ni a Sánchez para darse cuenta de que sus acciones políticas pueden ser objeto de observación y análisis. Hace dos mil años quedó sentenciado que «por sus frutos los conoce­réis» (Mateo, 7) y es que al árbol se le conoce por sus frutos. Es desde esta eviden­cia empírica como podemos aproximarnos, con tiento y buena fe, a analizar los frutos cosechados durante la última década en el huerto de Sánchez. Un huerto donde hallaremos frutos similares a los cosechados por personajes emblemáticos con nombres tan sonoros como Donald Trump, Boris Johnson, Vladimir Putin o Silvio Berlusconi. Pedro Sánchez se ha ganado a pulso el derecho a figurar en la nómina de los ilustres personajes que acabamos de enumerar.

La pregunta que cabe formular sin ningún tipo de cortapisas es la siguiente: ¿es Pedro Sánchez narcisista? La respuesta es afirmativa en la medida en la que todos los humanos lo somos en un grado u otro, por lo que habría que reformular la cuestión en otros términos: ¿es Pedro Sánchez un narcisista patológico? El autor de este ensayo es incapaz de responder a semejante pregunta, ya que no cuenta con una cualificación académica al respecto. Sin embargo, quien esto escribe se ha preocupado de realizar algunas lecturas e indagar sobre casos clínicos, que le permiten calificar de plausible y verosímil la hipótesis de un trastorno de personalidad narcisista. Es un trastorno muy corriente, tanto en la clase política como en la financiera y la empresarial. No obstante, no seré yo quien pontifique sobre si Pedro Sánchez padece un trastorno de personalidad, dejo al lector que se haga su propia composición de lugar, y mi tarea se limitará a indicar comportamientos, indicios y síntomas para que el lector se sitúe. El lector adulto y avisado sabrá hacerse una idea al respecto y concluir sobre si Pedro Sánchez se ajusta al patrón de comportamiento de un trastorno de personalidad o no. Por mi parte, me limi­taré a mostrar los frutos para que desde ellos se pueda identificar al árbol.

Vayamos, pues, a los frutos. Y a los hechos.

El primero y más destacado de los frutos de la gobernanza de Sánchez es la construcción de una trinchera política entre dos bloques antagónicos. En un lado está la España reaccionaria e históricamente perversa que PP y VOX representan, y frente a ella se alza la España progresista, feminista, ecologista y solidaria que representan la veintena de partidos soberanistas o de izquierda extrema, amalgamados en tomo a Sánchez. Poco importa el que en el bando de la España progresista se sitúen partidos de signo racista o directamente partidarios de la liquidación del espacio político que constituye la nación española. Es típico de la mentalidad narcisista la percepción de la realidad en términos maniqueos, donde el bien y la virtud se residencian en el lado del narciso (lado correcto de la historia), mientras que la maldad, el vicio y la corrupción anidan en el bloque opuesto. 
En la sesión de investidura del día 15 de noviembre de 2023, Sánchez proclamó en el Congreso que su meta política era la construcción de un muro «democrático» para hacer frente a la extrema derecha. «Conmigo o contra mí» es la personal visión narcisista de Sánchez. Es este un fruto ya cosechado por Sánchez, y en su virtud España ha recobrado el fantasma de las dos Españas enfrentadas, retrotrayéndonos a los tiempos que precedieron a la tragedia de 1936.

El segundo de los frutos cosechados por Pedro Sánchez consiste en la mayor acumulación de poder, desde la muerte de Franco, en su persona. La posesión del poder, de todo el poder, es la meta ambicionada de todo narciso, y Sánchez se ha empleado a fondo para anular los contrapesos típicos de toda democracia. Comenzó clausurando el Congreso durante la crisis sanitaria del covid-19, clausura que el Tribunal Constitucional declaró ilegal y continuó eludiendo al Congreso en su tarea legislativa. Los decretos leyes se convirtieron en norma, y los controles del Consejo de Estado y la tutela de la abogacía del Estado se convirtieron en papel mojado. 
La gota que ha colmado el vaso, en el afán de colonizar todos los aparatos del Estado, lo ha supuesto la acusación de lawfare al conjunto de la judicatura según el acuerdo de investidura alcanzado por el PSOE y Junts en Bruselas. Es decir, Pedro Sánchez ha dado por buena la imputación de prevaricación a losjue­ ces españoles. Sánchez está a punto de acumular todo el poder en sus manos.

El tercero de los frutos obtenidos por Pedro Sánchez consiste en la parcial anulación de las prerrogativas del rey. Desde la cancelación de la presencia del rey en actos oficiales celebrados en Cataluña, hasta la expresa desautorización de la figura del rey mediante la ley de amnistía pactada con Puigdemont a cambio de sus siete votos, supone un claro ejemplo de personalidad narcisista, al no tole­ rar que nadie esté por encima de su persona. La pulsión narcisista se evidencia cuando el histórico mensaje institucional del rey, del día 3 de octubre de 2017, es desautorizado al asumir Sánchez el relato político del secesionismo catalán, en virtud del cual se legitima el procés, con grave menoscabo de todas las instancias legales y políticas que se opusieron al golpe soberanista contra la democracia.

El cuarto fruto cosechado por Pedro Sánchez Castejón es el de su soberana arbitrariedad al proclamarse por encima de la ley y de la moral políticas. Narciso no reconoce una instancia superior a la de su ambición de poder. Es por ello por lo que recrea una realidad paralela presidida por su particular y egoísta interés, y guiada por una axiología propia. Ya nos avisó Nietzsche de la capacidad del resentido para generar una nueva realidad, tras subvertir la tabla de valores al uso. El narciso es, en definitiva, un resentido que trata de vivir con su herida narcisista y no concibe ninguna ley que contravenga sus intereses. No es que el narciso mienta y cambie constantemente de opinión. No. El narciso se orienta tan solo por lo que en cada momento indica la brújula de su ambición. No es que sea arbitrario o mienta, sino que desde su mendacidad orgánica (realidad virtual e interesada), el narciso es plenamente coherente con lo que el propio interés le dicta. El cambio de opinión sobre el Sahara, por ejemplo, o la sustitución de los relatos encaso del procés catalán o del terrorismo de ETA, obedecen a la pulsión úl­ tima de su interés particular, dictado por su ambición.

El quinto y más reciente de los frutos producidos por el árbol sanchista es de la ley de amnistía cosechada entre el PSOE y Junts. Si es cierto que por sus frutos se conoce al árbol, la fruta que ha madurado con el nombre de amnistía para todos los implicados en el procés catalán revela con meridiana claridad el tipo de árbol que lo ha producido.

Es un hecho que la investidura de Sánchez es la culminación de un fraude en el que la manipulación y la mentira han jugado un papel determinante. Fraude con respecto al espíritu de las leyes,manipulación del contexto cognitivo de la ciudadanía y mentira basada en la mendacidad orgánica de un presidente disociado de la realidad. Decía Max Scheler que la mendacidad orgánica era una de las notas específicas del resentimiento y de la distorsión de los valores. El narcisista resen­ tido subvierte la tabla de valores al uso, para construir una axiología propia cuya finalidad es servir a su desmesurada ambición.

La democracia parlamentaria se rige por las mayorías, pero estas han de ser coherentes y racionales con la vista fija en el interés general. La mayoría que ha hecho posible la investidura de Sánchez es un conglomerado guiado por intereses espurios que tienen en común la obscenidad de sus propósitos. Porque obsceno es mercadear con lo que es de todos,a cambio de satisfacer la ambición personal de alguien, y obsceno es el propósito de unas minorías empeñadas en subvertir el orden constitucional del que España se dotó en la Transición.

La clave de bóveda de la investidura de Sánchez no es otra que una tortuosa y falaz amnistía, arrancada al sistema por quienes trataron de arruinar nuestra democracia constitucional. Tortuosa por el constructivismo jurídico del que se ha hecho gala, para meter con calzador una ley de amnistía que contraviene el espíritu de nuestra Constitución, y falaz por la mentira que pretende equivocar la defensa de los altos valores constitucionales con la mísera ambición de quien precisa de media docena de votos para gobernar de manera despótica. Es preciso hacer notar que al malvado despotismo ilustrado,que nos gobernó durante una parte del siglo XIX, le sucede ahora el peor despotismo de la incuria y la sinrazón. Hay tres razones fundamentales para denunciar el fraude que representa la ley de amnistía redactada al son de los intereses de Puigdemont y sus secuaces.

La primera de ellas es su inconstitucionalidad, que se pretende eludir recu­rriendo a artimañas dolosas de una retórica mendaz, saboteando el espíritu de la ley y la axiología conexa a ella. Nuestra Constitución es la que ampara los valores de la libertad, la igualdad, la solidaridad, la concordia y la justicia, valores todos ellos que son denigrados y sacrificados en el altar de una ambición venal.

La segunda de las razones es que la ley que supuestamente ha de contribuir a la concordia de los ciudadanos profundiza en la discordia, que durante cinco años de Gobiernos presididos por Pedro Sánchez, se ha buscado potenciar el biblo­quismo como estrategia para perdurar en el disfrute del poder.

La tercera de las razones tiene que ver con el desarme del Estado de derecho frente a la sedición y la malversación de los fondos públicos, al quedar al albur de futuras asonadas y golpes de estado contra la democracia. La ley de amnistía buscada y propiciada por el psoe de Sánchez vulnera gravemente la división de poderes al situar la decisión del líder carismático por encima de la ley.

En la entrevista que Pablo Motos hizo a Pedro Sánchez en plena campaña electoral, el presidente del Gobierno trato de refutar el término sanchismo, y no sin un cierto sarcasmo concluyó diciendo que: «el sanchismo es mentiras, maldades y manipulación». Se trató, obviamente, de un lapsus linguae,que ocurre cuando alguien se siente demasiado seguro de sus cualidades y desprecia las críticas y argumentos de sus adversarios. La autodefinición de Sánchez tiene la virtud de la concisión y de la oportunidad. Es difícil definir tan escuetamente el perfil político de una gobernanza que no ha dejado indiferente a nadie. Glosando brevemente la autodefinición mencionada, es posible rastrear actuaciones políticas de Pedro Sánchez donde se corrobora la existencia de mentiras, maldades y manipulacio­ nes que, por otra parte, constituyen tres elementos estructurales del trastorno de personalidad narcisista.

Las mentiras que jalonan la actividad política de Sánchez son muchas y va­ riadas. Ya avisó Maquiavelo que al príncipe le estaban permitidas las mentiras siempre que estas le ayudaran a lograr y preservar el poder. Pero hay mentiras y mentiras, algunas son leves y todos los políticos mienten cuando prometen el cielo o niegan la existencia de los infiernos,pero hay mentiras que son auténticos fraudes que tergiversan la realidad. Esa realidad que el narcisista se inventa a su conveniencia. En el caso de Pedro Sánchez, la mentira es compulsiva y él miente sin pudor ni vergüenza. La mendacidad orgánica a la que ya hemos hecho refe­ rencia es, tal vez, la principal característica de su personalidad, que los suyos tra­tan de camuflar con el eufemismo de «cambios de opinión».

Las maldades que forman parte de la autodefinición de Pedro Sánchez se aglutinan en una única maldad que tiene el nombre de «discordia». Es la principal característica de las políticas llevadas a cabo durante su vida pública. La discor­ dia es su arma más letal. Llegó a la cúspide del psoe sembrando la discordia y enfrentado a quienes desde la Transición habían formado un cuerpo que, pese a las desavenencias, se había mantenido unido. Las corrientes dejaron de existir y quienes disentían de las políticas del líder eran condenados al ostracismo y al silencio. Pese a ser llamativa la forzada unanimidad en el seno del partido, todo queda en casa, pero cuando se formula la intención de levantar un muro frente a la mitad de la nación, la maldad encarnada en la discordia se convierte en letal. 

Es una obviedad el hecho de que España ha retrocedido democrática, cultural y po­ líticamente desde que el noismo de Sánchez tomo cuerpo en la política nacional hasta hacer realidad el sintagma de las dos Españas de antaño. El «no es no» de Sánchez, noismo, es un vicio político que ha acabado con los consensos básicos que fundamentaron la Transición y la Constitución de 1978. Sánchez necesita de la discordia para mantenerse en el poder, la concordia civil es su peor enemiga y lo dejó bien claro con ocasión de su investidura, cuando afirmó que su misión era levantar un muro infranqueable para que las derechas no pudieran ser alterna­ tiva de gobierno. De una tacada, Sánchez estaba condenando al ostracismo polí­ tico a once millones de españoles que no le habían votado. No cabe mayor maldad política que dividir al demos, con el único objetivo de dar cauce a su ambición personal. Se trata de la antipolítica pura y dura. Es la maldad que inspira y funda­ menta al sanchismo. La política debe estar al servicio de la concordia, y buscar la discordia para evitar la alternancia política supone prostituir la democracia.

La manipulación, como tercer elemento del sanchismo, no es posible sin el recurso al engaño y a la mentira. Según la tercera de las acepciones de la palabra manipulación, esta significa: «intervenir con medios hábiles y, a veces, arteros, en la política, en el mercado, en la información, etc., con distorsión de la verdad o la justicia, y al servicio de intereses particulares». 
La manipulación es, también, un modo de corrupción. La distorsión de la verdad y la justicia significa corromper la verdad y prevaricar. La prolija enumeración de falsos motivos en el preámbulo de la ley de amnistía, decretada para obtener los siete votos de Junts, es manipular la verdad y la justicia con la única finalidad de lograr ser inves­ tido presidente del Consejo de Ministros. Actuar con engaño y mendacidad para alterar la Constitución mediante hechos consumados o colonizando el Tribunal Constitucional, es manipular la Constitución con el único fin de perdurar en el poder. Ocultar, en el programa electoral, al conjunto de la nación e incluso a su propio partido su verdadera intencionalidad política, es una actuación mendaz e injusta. Es manipular.

Estos son los hechos. Estos los frutos que el árbol del sanchismo produce y es en virtud de dichos frutos como cabe definir política y éticamente a su líder. No porque lo diga Mateo (7, 16), sino por la coherencia epistémica que emana de los hechos probados. El peor enemigo de Pedro Sánchez es la hemeroteca y la memoria de los españoles, por mucho que la mentira y el engaño se traten de dis­ frazar como cambios de opinión o mutaciones cronológicas. Los hechos son los que son y los hechos apuntan a un probable trastorno de personalidad narcisista. Es una explicación plausible, porque como escribió Ignacio Varela en el día de la investidura de Pedro Sánchez: «Otras explicaciones posibles escapan del ámbito del análisis político y serían objeto de otras disciplinas».

El objetivo del presente ensayo es el de tratar de comprender por qué ha llegado la democracia española a la actual situación de decadencia y deterioro. Las líneas que anteceden dibujan un panorama sombrío, que las razones políticas no acaban de esclarecer. Desde mi punto de vista, es imposible llegar a compren­ der lo que ha ocurrido y ocurre en España indagando en la causalidad política, entendiendo por tal la cadena de actos observables desde el análisis político. La historia política es siempre multicausal, pero no todas las causas son detectables desde la mera politología; a veces, se ha de ampliar el foco para abarcar lacomple­ jidad de lo que sucede y tratar de entender desde las pasiones humanas aquello que escapa a la razón y al sentido común. La irrupción de Pedro Sánchez en el escenario político español supuso, desde su inicio, una alteración profunda en la lógica política y los usos democráticos. Con Sánchez irrumpió un modo atípico de hacer política, donde primaba lo pasional y visceral sobre lo razonable. Sus com­pañeros de partido lo advirtieron muy pronto y es por ello que lo apartaron de la secretaría general del psoe. Pero Sánchez regresó exhibiendo, ya sin disimulo, su verdadera faz. Sánchez es un obseso del poder y supedita a su ambición cuantas leyes, normas y usos se le oponen. Pasa por encima de las personas y de las instituciones con la única finalidad de ostentar el poder.

La ambición y la autoestima son resortes psicológicos necesarios, tanto en la vida como en la política. La ambición desorbitada, sin embargo, no tiene cabida en un régimen democrático sujeto a normas y procedimientos, y suele ser fuente de excesos y decisiones equivocadas. Las razones de una pulsión autárquica o cesarista han de ser buscadas, no en la lógica de la política democrática, sino en el ámbito personal de las pasiones. En el ámbito de la Psicología y, por qué no, en el campo de la mitología. Este ensayo pretende hallar en el mito de Narciso la expli­cación cabal de lo que ocurre en la política española. El enfoque desde la mitología no pretende ser ni unívoco ni exclusivo, pero constituye un instrumento útil para entender lo que nos ha pasado y está pasando. El drama de España tiene visos de convertirse en tragedia si las pasiones siguen sustituyendo a las razones.

En el primero de los cinco capítulos que componen el presente ensayo se trata de visualizar la deriva iliberal de los Gobiernos de Sánchez, para ello se ha recurrido a una especie de diario político que el autor ha llevado acabo desde 2016. Algunas de las páginas de dicho diario han visto la luz en las tribunas publicadas en El Correo y en El Diario Vasco, y han sido retocadas al objeto de este ensayo. Otras páginas,la mayoría, son inéditas. 

El segundo de los capítulos aborda el tema del narcisismo en la política. 
El tercer capítulo recoge las semblanzas de algunos lí­deres políticos contemporáneos, donde puede observarse que Pedro Sánchez no es la excepción. El cuarto se detiene en una exposición detallada y razonada de la personalidad narcisista del presidente Sánchez. 
Finalmente, el quinto capitulo está dedicado a las heridas narcisistas de las que España se duele.

San Sebastián, 2 de enero de 2024

El ocaso de la democracia española

Está ocurriendo ante nuestros ojos. La democracia española se deteriora y la ciudadanía contempla impotente su deriva desde una democracia plena a otra de carácter iliberal y menguante. Es la democracia que preside Pedro Sánchez Castejón, un líder cuestionado por muchos y aplaudido por otros tantos, en un escena­ rio de bloques y trincheras auspiciado desde las élites políticas.

Pedro Sánchez se ha interesado, reiteradamente, por el juicio que la historia le ha de deparar. Presume de ser el paladín de los derechos sociales y, sobre todo, de los que afectan a las mujeres; también se cree acreedor de un lugar de honor en la his­toria por sus políticas migratorias, pero es muy posible que el presidente Sánchez pase a la historia como el campeón del bibloquismo y de la polarización política. España se encuentra dividida, como jamás lo estuvo desde la época que precedió a la guerra civil. Se trata de una división impostada de manera artificiosa, que tiene por finalidad la perpetuación en el poder del llamado «bloque progresista». 

El mencionado bloque lo conforman formaciones dispares, y aún contradictorias, cuyo objetivo es impedir la alternancia política, usual en toda democracia que se precie. En el sedicente bloque de progreso se amalgaman formaciones políticas que aspiran a la independencia política de sus respectivas autonomías, partidos antisistema que tiene en el populismo de izquierda su referencia, nostálgicos de distopias fracasadas y grupos, en general, contrarios al consenso político que hizo posible la Constitución de 1978. El baluarte principal del bloque de progreso lo constituye el nuevo psoe, cuyo líder y secretario general, Pedro Sánchez Castejón, califica reiteradamente en sus memorias (Manual de resistencia) de «nuevo». El 'Nuevo psoe' de Pedro Sánchez se ha convertido en la herramienta necesaria para la instauración del socialpopulismo en España.

Poco a poco, decreto a decreto, mentira tras mentira, relato a relato, se ha ido socavando el espíritu y la letra de nuestra Constitución, de manera que el periodo en el que Pedro Sánchez ha gobernado se ha proclamado como tiempo constituyente, según declaró el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, en el Congreso de los Diputados antes de ser nombrado miembro del Tribunal Constitucional.

España se halla, de facto, en un periodo destituyente en el que se impone un constructivismo jurídico que depaupera, cuando no vacía, algunos de los contenidos fundamentales de la Constitución de 1978, como son la unidad de la nación o la igualdad de los españoles. La labor de zapa contra el orden constitucional se ha llevado a cabo de espaldas al poder legislativo, obviando al Congreso de los Diputados e ignorando los dictámenes del Consejo de Estado y evitando los cauces normales de la confección de leyes. El abusivo recurso al instrumento del decreto ley se ha utilizado para ningunear el poder legislativo, imponiendo la vo­ luntad arbitraria y discrecional del gobierno de la nación.
España no es, por fortuna, un país totalitario, pero sí posee un acusado sesgo de totalismo, según la feliz expresión de Robert Jay Lifton, experto en regímenes totalitarios y autocráticos, que conoce bien la encarnadura política de países como China, Corea del Norte y la Alemania de Hitler.

LA NORMALIDAD TÓXICA

Creo que fue el historiador Antonio Elorza quien introdujo en España a Robert Jay Filton y su concepto del totalismo en su ensayo "La religión política", que publicó en el año 1995. En dicho ensayo se hacía alusión al término totalismo en contraposición al totalitarismo. El concepto de totalitarismo, estudiado entre otros por Hannah Arendt, se refiere al régimen político en que la autocracia se implanta y perdura mediante la violencia explicita; el totalismo, por su parte, se refiere al régimen político que implanta su normalidad autocrática valiéndose de métodos no violentos, pero no por ello menos agresivos y contundentes. A la normalidad que preside un régimen totalista, Filton la califica de malignant normality, que bien podría traducirse por la castiza expresión de normalidad tóxica.

Robert Jay Filton participó como soldado en la guerra de Corea y al licenciarse se propuso continuar sus investigaciones históricas y psiquiátricas en Asia, donde reparó en el fenómeno de la implantación de una ideología hegemónica en la China de Mao, mediante técnicas de lavado de cerebro y reclusiones en «centros de reeducación». Filton se embarcó también en la averiguación de las consecuen­cias de la bomba atómica de Hiroshima y, más tarde, entrevistó a los médicos alemanes que trabajaron sobre cobayas humanas en los campos de concentración nazis.

Los médicos nazis actuaban en el marco de la normalidad tóxica implantada por Hitler. Hannah Arendt llegó a conclusiones similares al estudiar el caso del criminal Adolf Eichmann juzgado en Israel. Los médicos y el burócrata Eichmann actuaban en el contexto de una normalidad tóxica que amortiguaba cualquier tipo de reparo moral. Cumplían con sus tareas.

En la segunda mitad del pasado siglo son detectables algunas realidades po­líticas en las que la normalidad tóxica se impuso en toda su crudeza. Todos tenemos en mente la normalidad xenófoba de Sudáfrica, la normalidad populista de algunas repúblicas de América del Sur, la normalidad maligna del franquismo, la normalidad criminal de la Italia mafiosa o, sin ir más lejos, la normalidad tó­xica del País Vasco durante la vigencia del terrorismo nacionalista. También en la Europa actual asistimos a brotes de normalidad tóxica en el retroceso democrá­tico de regímenes iliberales en Hungría y Polonia, donde la división de poderes es precaria o la diversidad política es puesta en entredicho.

España está en el punto de mira de instituciones e instancias que evalúan las democracias del mundo y consideran que la democracia española sufre una de­riva descendente, habida cuenta de su extrema polarización, la colonización de las instituciones y el ímpetu de los nacionalismos étnicos. Desgraciadamente, también en España se está entronizando una normalidad tóxica, detectable en anomalías tan estridentes como palmarias. La más grave de todas ellas es el veto moral y político de la izquierda a los partidos conservadores con el fin de perpetuarse en el poder. La alternancia política es denostada e incluso declarada ilegitima. El bibloquismo maniqueo, impulsado desde el sedicente bloque progre­sista, ha impuesto una normalidad tóxica donde la separación de poderes y la ley se consideran extravagancias que chocan con la voluntad del pueblo y donde el Ejecutivo ignora los controles del Parlamento y deslegitima en la práctica las sentencias de la judicatura.

La normalidad tóxica dimana de la cabeza del Ejecutivo que ignora a los demás poderes, subvirtiendo el espíritu y la letra de la Constitución. Robert Jay Lifton se ha dedicado en la última etapa de su vida al análisis del trumpismo y sus secuelas tóxicas. Losing reality (perdiendo el principio de realidad) es el título de su penúltimo ensayo, y en él se constata la pérdida del sentido de la realidad que predomina en las políticas sectarias. Para los narcisos tóxicos y solipsistas la realidad se reduce a lo que el líder prescribe según su necesidad, con abso­ luto desprecio a la alteridad y al principio de realidad. Es el líder quien desde su supremacismo narcisista, fija lo que es la realidad de las cosas desde su interés personal, arropado siempre en el falso relato del interés general o del progreso. Quien no asuma la realidad autodesignada por el líder es excluido del bloque de los creyentes. Inmersos en la normalidad tóxica que nos invade, cabe señalar las anomalías que nos acechan y cuestionan.
(...)

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jueves, 21 de noviembre de 2024

LIBRO "EL TRIUNFO DE LA ESTUPIDEZ": POR QUÉ LA IGNORANCIA (LA IDEOLOGÍA) ES MÁS PELIGROSA QUE LA MALDAD 😵 por JANO GARCÍA


EL TRIUNFO 
DE LA 
ESTUPIDEZ
Por qué la ignorancia 
es más peligrosa 
que la maldad
Un original ensayo político sobre cómo la mediocridad ha conquistado el poder, en el que Jano García desmonta con datos el relato establecido sobre la igualdad, la justicia social, la multiculturalidad o la solidaridad intergeneracional.
Un libro imprescindible que nos ofrece argumentos para contrarrestar la más dañina de las pandemias: la de la estupidez.
La corriente igualitaria que desde hace décadas recorre Occidente nos ha sometido al dictado de los más mediocres de la sociedad. Las élites gubernamentales, con la complicidad de los medios de comunicación y las grandes corporaciones, han exaltado sin escrúpulos las más bajas pasiones humanas con el fin de generar una homogeneidad que arrasa con la desigualdad natural.
El resultado es una sociedad envidiosa, fanática y orgullosa de su servidumbre voluntaria a unos políticos que conocen la limitación intelectual de sus votantes. De esta forma, la belleza, la sofisticación, la meritocracia y la justicia han sido sustituidas por la vulgaridad de la masa.
LA PELIGROSIDAD DE LOS ESTÚPIDOS

Introducción

El mundo está lleno de estúpidos. Se asegura que nunca antes había tantos incultos, estúpidos y dementes rondando por el planeta Tierra. Pues bien, esta afirmación es falsa. Quizá no en cuanto a números absolutos se refiere, pero relativamente no creo que el número haya sufrido un gran avance en términos porcentuales.

Si hay algo que caracteriza el mundo actual es la capacidad a la hora de conocer lo que ocurre en lugares remotos. Hasta no hace mucho tiempo, las naciones asiáticas se consideraban una especie de submundo en el que todo quedaba englobado como «los chinos» a pesar de las enormes diferencias que existen en el continente asiático. Sí, esas personitas de piel amarilla y ojos rasgados eran todo lo que el populacho creía conocer del otro mundo. La globalización vino acompañada —irremediablemente— de la hiperconectividad que engloba nuestros días a través de internet. De ese modo, naciones que apenas nadie sabía ubicar en el mapa pasaron a convertirse en los destinos favoritos de los viajeros y, también, de los viajes de luna de miel. ¡Mira, veneran a un elefante con cuatro brazos!, cuando lo cierto es que llevan venerando al dios Ganesha desde allá por el siglo IV d. C., y el hinduismo hunde sus raíces en la religión védica, que cuenta, aproximadamente, con más de cuatro mil años de historia. Pero para nosotros, los occidentales, pareciera que nada de lo que conocíamos previamente existía, lo cual supone toda una relevación novedosa. Este hecho, el de la conectividad instantánea con todos los mundos que habitan la Tierra, ha provocado que las estupideces, tanto propias como ajenas, corran a gran velocidad haciéndonos creer que somos más estúpidos que nunca. Lo cierto es, sin embargo, que el ser humano siempre ha contado con esa condición en su seno, solo que ahora se expone con mayor asiduidad ante nuestros ojos.

El gran cambio no ha sido un incremento de estúpidos, sino más bien la llegada del superhombre democrático, una época en la que todas las opiniones valen lo mismo —o eso dicen— y cada cual tiene plena libertad para expresarse. Esto atañe a todos los individuos sin excepción, pero el estúpido en la actualidad no solo siente la necesidad de hablar y expresarse públicamente, sino que, además, las élites gubernamentales le han dicho que lo haga sin pudor. ¡Nadie es menos que nadie! ¡Tienes derecho a expresarte! Esta terrible incitación ha provocado, como es lógico, que el estúpido se lance al mundo a gritar a los cuatro vientos lo estúpido que es. Asimismo, se ha topado con la sorpresa de que no es tan estúpido como creía o le habían dicho, pues hasta el más idiota de los hombres es capaz de encontrar un coro de estúpidos que le dan «like», lo retuiteen, lo sigan y hasta lo voten. 

¡Miradme, no era como me habías hecho creer!, asegura el rey de los estúpidos. El hecho de contar con una camarilla de estúpidos no hace que el nivel de estupidez sea menor; simplemente, donde antes había un estúpido diciendo estupideces, ahora hay mil, cien mil, un millón o varios millones. La estupidez no queda eliminada por unir a la causa a un número indeterminado de otros ejemplares que pertenecen a la misma especie; más bien, la estupidez aumenta haciendo que los talentosos entren en pánico al contemplar cómo los seres más limitados exponen sus estúpidas tesis e, incluso, llegan a dirigir naciones centenarias cuya dirección antes quedaba reservada a una élite de personas instruidas y capaces. Este hecho diferencial es el que les hace creer que el hombre contemporáneo es más estúpido que nunca. Esta tesis no es cierta ni consistente. La humanidad siempre ha estado compuesta por una mayoría de estúpidos que realizaban y decían estupideces. El cambio, no menor, ha sido otorgarle a la masa estúpida el poder de dirigir las naciones, las empresas públicas, las instituciones y las tareas más complejas a las que toda nación debe enfrentarse.

Y es que antiguamente el estúpido se autocensuraba, es decir, temía hacer el ridículo diciendo alguna estupidez y trataba de ocultarla o disimularla interviniendo lo menos posible en los asuntos de índole compleja. Pero llegó la democracia y la masa pasó de ser despreciada por las élites a convertirse en la masa divina. Los reyes ya no tenían la potestad de ostentar el poder por derecho divino, ahora era la masa la que contaba con esa gracia impuesta por vete a saber quién. De hecho, nunca nadie logró explicar por qué sí es justo estar sometido a la masa y no a un monarca. ¿Simplemente porque son más? ¡Menudo argumento!

Nadie se reconoce a sí mismo como estúpido. Es como esos españoles —en concreto, el 88 %— que aseguran que circulan demasiados coches por las ciudades (eso sí, ninguno cree que sea el suyo el que molesta), o esos ciudadanos que dicen que el turismo es aberrante (eso sí, cuando viajan ellos no son turistas, sino una especie de exploradores que van a descubrir váyase a saber usted qué). Y qué decir de los que aseguran que el planeta va a implosionar por consumir demasiados recursos (pero el que lo denuncia no cree que su consumo afecte). Pues lo mismo ocurre con la estupidez: nadie se reconoce como tal. Nunca nadie creó la asociación de los estúpidos, ni el partido de los estúpidos. No tienen rey, ni presidente, ni estatutos que los rijan. A diferencia de lo que ocurre con el resto de ideas o formas de vida, que siempre encuentran una forma de articularse y una serie de valores en los que reconocerse para guiar su existencia, el estúpido no, pero a pesar de ello, la estupidez consigue actuar con una perfecta armonía que ni el libre mercado es capaz de lograr. La estupidez no descansa en ningún momento del día, del mes o del año. Activa veinticuatro horas, sin un solo día de descanso, la estupidez consigue vencer allá donde se lo propone debido a su profunda, intensa y obstinada necesidad de demostrar al mundo lo poderosa que es.

Si es cierto que Dios creó al hombre, es casi seguro que Dios tiene un gran sentido del humor. Un humor cínico e irónico que le llevó a crear una mayoría de estúpidos y, a su vez, una pequeñísima parte de genios que, sufriendo en sus carnes a diario el estar rodeados de estúpidos, han sido capaces de lograr los avances humanos más espectaculares y maravillosos. Como si de una investigación se tratara para descubrir hasta qué punto el talento puede sobreponerse a las peores de las calamidades, la estupidez ha sido incapaz de detener el progreso humano a lo largo del tiempo. Y eso, las mentes brillantes de nuestra historia y presente lo consiguen a pesar de estar sometidas a una monotonía incesante de estupidez allá por donde miran, siendo estorbadas en cada proceso y obstaculizadas en cada actividad que realizan. Un milagro espectacular al que uno solo puede arrodillarse por tan extraordinaria criatura. No ocurre lo propio en el reino animal, en el que los débiles quedan destruidos por los más fuertes continuamente y aquellos animales que no pudieron adaptarse al devenir de los tiempos se extinguieron. 

La estupidez no solo consigue sobrevivir, sino que se perfecciona con el paso del tiempo y su supervivencia es deudora de los más brillantes, por más que tratan de acabar con ellos de todas las formas posibles. Por eso no debería desmotivarnos la estupidez que reina en nuestros días. Si bien es cierto que en esta era la estupidez se exhibe sin rubor y la hiperconectividad de nuestro tiempo hace que uno se tope con ella casi cada minuto que está despierto, el milagro de la humanidad es imparable. Otro de los rasgos distintivos de la estupidez es el egocentrismo disparatado, creerse el centro del universo. Los estúpidos asumen que los estúpidos eran nuestros antepasados que habitaban en la más absoluta oscuridad, llegando al punto de compadecerse de ellos. Míralos, pobrecitos, cómo vivían... Porque el estúpido no entiende que la evolución humana, el gran milagro de todos, es imparable a pesar de que la humanidad esté compuesta por necios que no saben ni adónde van ni por qué. Afortunadamente, la vida eterna no está reservada para la vida terrenal y nosotros no lo veremos, pero no le quepa duda de que transcurridos unos siglos desde nuestra marcha los humanos que habiten el planeta Tierra estudiarán nuestros comportamientos y los tacharán de estúpidos. Se compadecerán al comprobar cómo viajábamos hacinados como ganado en avioncitos que tardaban diez horas en cruzar el charco mientras que ellos lo harán en cuestión de minutos. Siempre ha sido así y siempre lo será. 

El hombre contemporáneo estúpido cree que el fin de la historia ha llegado con su existencia y que nada es susceptible de mejorar o avanzar si no está él en el mundo. Es por ello que el ser humano es una criatura extraordinaria de una valía incomparable. A pesar de la estupidez, de cómo esta sigue vigente con el paso de los siglos, es heredada de tatarabuelos a tataranietos, recorre a gran velocidad el globo terráqueo y se hace presente en cada rincón, en cada gremio y en cada acto rutinario de nuestra vida, siempre hay una pequeña élite que es capaz de hacernos avanzar. Siempre hemos sido profundamente estúpidos e incluso ridículos, pero las grandes tragedias de la humanidad se han podido superar gracias a aquellos que tienen la fortuna de no padecer la condición estúpida de la mayoría. 

El ser humano no es la única especie que habita el planeta que tiene que sufrir todo tipo de calamidades, pero sí es cierto que es el único animal racional y eso le obliga a cargar con una sobredosis de lamentos, miedos, frustraciones y temores que no se dan en otros animales. La corriente igualitaria que lleva siglos transitando por Occidente asume una tesis que, de ser cierta, haría que la humanidad no hubiese progresado jamás: todos somos iguales, igual de estúpidos. Como decía Voltaire en una carta dirigida a D’Aquin de Château-Lyon: 

«Dios ha dado el canto a los ruiseñores y el olfato al perro. Y con todo, hay perros que no lo tienen. ¡Qué extravagancia pensar que todo hombre habría podido ser Newton!». (Ricardo Moreno Castillo, Breve tratado sobre la estupidez humana, Fórcola, 2021, p. 58)
A Dios gracias, esta tesis es falsa, a pesar de los innumerables intentos por parte de los gobernantes democráticos, los grandes medios de masas, los científicos y sociólogos deplorables de presentar largos informes que dicen corroborar dicha tesis. Algunos llegan incluso a sostener que si no somos iguales se debe a un constructo social que ha generado una desigualdad entre los hombres, pero que esta desigualdad puede ser vencida si se acaba con aquello que la generó. Lo que vienen a decirnos es que nadie es estúpido per se y que nadie puede poseer de forma innata un talento especial que lo diferencie del resto. Es una opinión enormemente extendida que no se sostiene. Por lo que a mí respecta, tengo la convicción, avalada simplemente por la observación, de que los seres humanos no somos iguales. Algunos son estúpidos y otros no, del mismo modo que hay altos y bajos, guapas y feas, gordos y delgados, rubios y morenos. Unos son estúpidos por decisión propia, mientras que otros lo son no porque lo hayan decidido o hayan recibido una educación particular, sino por la inapelable, firme, inamovible e incuestionable naturaleza humana. 

El estúpido se hace y, sobre todo, nace. Muchos son estúpidos por el designio de la Providencia o, como decía Cipolla, «uno pertenece al grupo de los estúpidos como otro pertenece a un grupo sanguíneo». (Carlo M. Cipolla, Allegro ma non troppo, p. 64.)

Una vez obtenida la condición de estúpido desde el vientre materno, uno no puede hacer nada para deshacerse de ella. Será su compañera de viaje hasta el final de sus días y, a lo sumo, podrá ser consciente de su estupidez y tratar de ocultarla, pero esta siempre descubrirá la manera de exhibirse. Igualmente, la estupidez no afecta particularmente más a los hijos de los pobres que a los hijos de los ricos, como tampoco lo hace por cuestiones de sexo, raza o religión. La estupidez es, como dicen ahora los horteras, genuinamente transversal y ataca indiscriminadamente a todos los grupos humanos. 

La probabilidad de ser estúpido es la misma para todos sin importar la condición. De igual forma, la estupidez no solo ataca de forma directa a los estúpidos, sino que también lo hace de manera indirecta a los que no lo son. Los seres humanos somos gregarios por naturaleza y una de nuestras características fundamentales es la necesidad de socializar con otros individuos. Unos podrán hacerlo con mayor o menor intensidad, pues no a todos nos gustan las mismas cosas y donde uno halla gozo rodeado de miles de personas otro halla desasosiego. No obstante, incluso el hombre más ermitaño tiene que tratar con sus semejantes y aunque sea en menor escala se topará irremediablemente con seres estúpidos. Nadie escapa al fenómeno, simplemente unos se enfrentarán a la estupidez con mayor asiduidad y otros lo harán de forma menos recurrente.

El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer sostenía que la estupidez es la más peligrosa de las condiciones, peor incluso que la maldad, pues la primera puede ser fácilmente manipulada en favor de la segunda. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que la estupidez es como la muerte. Cuando uno fallece no sabe que está muerto y no sufre por ello, pero sí lo hace el resto de su entorno, que lamenta su pérdida. Lo mismo ocurre cuando uno es estúpido. Y es que el estúpido se hace daño a sí mismo, pero también se lo hace a los demás. No saca provecho alguno para sí, llegando al punto de perjudicarse a sí mismo en el ejercicio de su estupidez. Ante esta realidad, los seres humanos racionales suelen reaccionar con incredulidad al ver un comportamiento estúpido, pues son incapaces de comprender qué razonamiento los ha llevado a tomar esa decisión. Además, la estupidez —a diferencia de la maldad— no puede ser prevista ya que actúa en cualquier momento, situación y condición. 

Todos los seres racionalmente superiores a los estúpidos recuerdan acontecimientos en los que la estupidez les provocó una pérdida sin que el otro obtuviera un provecho por ello. Si, por el contrario, al sufrir una pérdida el otro obtuvo un beneficio, entonces no estamos hablando de un estúpido, sino de un malvado. El ser humano perverso es aquel que nos perjudica y recurre a la calumnia, el fraude o la mentira para beneficiarse él durante el proceso; es decir, tú pierdes, pero él gana algo a cambio. 

En el otro extremo encontramos a las personas inteligentes que nos permiten sacar un beneficio no solo para ellos, sino también para nosotros. Dichos casos ocurren a lo largo de nuestra existencia en numerosas ocasiones, si bien en la mayoría de nuestras relaciones humanas lo habitual es toparse con estas absurdas criaturas que entorpecen, que generan inconvenientes y una pérdida de energía sin que estas ganen absolutamente nada con sus acciones. 

¿Cómo explicar racionalmente el proceder de un estúpido si no obtiene beneficio alguno? Resulta imposible. La única explicación a su comportamiento es que esa persona es profundamente estúpida. Si bien un malvado puede ser inteligente, no tiene por qué ser estúpido; el estúpido irremediablemente lo es siempre. De igual modo, una buena persona puede ser estúpida y, fagocitada por su condición innata, perjudicar al resto en un momento determinado de forma involuntaria.

Ahora bien, los estúpidos son mucho más peligrosos que los malvados. ¿Por qué digo esto? Porque un malvado, para llevar a cabo su plan malévolo, siempre requiere de la participación de otros para alcanzar su objetivo. Un malvado puede diseñar una estafa piramidal exquisita, pero sin el concurso de un número de estúpidos a los que estafar jamás podrá beneficiarse. Un malvado podrá tratar de manipular a las masas, pero sin una masa estúpida que se crea los mensajes que envía su propósito no se cumplirá. De igual forma, un gobernante democrático, para poder cosechar un gran número de votos, necesita recurrir a las pasiones más bajas que movilizan a los estúpidos. Si su mensaje fuera dirigido exclusivamente a una audiencia racional, no obtendría ningún beneficio. 

También cabe reseñar que los estúpidos de forma aislada apenas pueden causar un gran mal; es decir, un estúpido que habita en una pequeña aldea puede ocasionar un perjuicio limitado a sus vecinos, mientras que los estúpidos unidos son capaces de ocasionar grandes catástrofes a toda una nación. Si bien esto nunca debe llevar a descuidar el poder que un solo estúpido puede tener si se le encomienda una tarea fundamental. A lo largo de la historia son muchos los ejemplos en los que la estupidez de un solo hombre derivó en el desastre más absoluto. 

La caída de Constantinopla es quizá el mejor ejemplo. La larga lucha entre los otomanos y el Imperio bizantino concluyó el 29 de mayo de 1453 cuando Constantinopla fue conquistada por las tropas de Mehmed II en uno de los mayores asedios de la historia de la humanidad. Los otomanos eran superiores en número, su ejército estaba compuesto por no menos de 100.000 hombres. Al otro lado de las murallas, las fuerzas bizantinas no superaban los 10.000 hombres. La derrota parecía asegurada, pero inexplicablemente los sitiados conseguían repeler el ataque definitivo a través de una defensa numantina y con la ayuda de un pueblo entero que estaba dispuesto a derramar hasta la última gota de sangre para no ceder ante el invasor. 

El emperador Constantino XI había inspirado a sus súbditos colocándose en primera línea de la batalla, dispuesto a morir por su pueblo y su imperio. La muralla de Teodosio, que se alzaba desde el siglo V, estaba compuesta por cinco estratos defensivos y las bajas otomanas no dejaban de aumentar al intentar —sin éxito— penetrar en la ciudad. Bizancio parecía salvada cuando de pronto, tal y como relata Stefan Zweig, unos pocos otomanos que deambulaban sin rumbo entre la primera y la segunda muralla descubrieron que la puerta llamada Kerkaporta estaba abierta. La reacción de los jenízaros fue de incredulidad; no concebían que esa puerta, que permitía llegar al corazón de la ciudad, estuviera abierta. Creyeron que se trataba de una estratagema, de una trampa por parte de los defensores y que atravesarla les costaría la vida. Aguardaron hasta contar con más refuerzos, pues esperaban una emboscada al atravesarla, pero no encontraron resistencia alguna y pudieron adentrarse al centro de la ciudad para atacar por la espalda a los defensores. 

La puerta quedó abierta porque al encargado de cerrarla se le olvidó. Un pequeño detalle, Kerkaporta —la puerta olvidada—, decidió la historia del mundo. Y así, sin más, la estupidez acabó con todo un imperio y para Europa significó la pérdida de un baluarte cristiano frente al islam. Un cambio en la historia de la humanidad que los historiadores comparan con el 11-S.

A raíz de la democratización, los estúpidos del mundo moderno cuentan, por ser mayoría, con el papel fundamental de escoger a sus gobernantes, o lo que es lo mismo: la estupidez es la que ostenta el poder. La pregunta que los seres dotados de una racionalidad superior al estúpido se plantean continuamente es cómo es posible que las personas estúpidas puedan alcanzar posiciones de poder y autoridad. Donde antaño los puestos de mayor responsabilidad quedaban reservados para la gente más instruida, con la llegada de la democracia estos fueron ocupados por los partidos políticos. 

Como explicamos en anteriores obras, esto es inevitable en las democracias modernas. No existe ejemplo alguno —ni nunca podrá existir debido a la naturaleza de la democracia— de un sistema democrático que no cuente con partidos políticos que agrupen a un gran número de personas y electores. Las elecciones democráticas brindan una gran oportunidad a la estupidez para poder perjudicar a todos los demás sin obtener ningún beneficio. 

Numerosos son los ejemplos de cómo una nación ha resultado empobrecida y denigrada a través del voto democrático porque la mayoría de las personas llamadas a votar son estúpidas. A tenor de esta realidad no resulta extraño que el poder político haya azuzado el potencial nocivo de los estúpidos. Incluso el gobernante hace uso de su inteligencia malvada para fomentar la estupidez y así poder manipular mejor a la masa, que, como veremos, es estúpida por naturaleza. La masa, con su alma burda y estúpida, se entrega para saborear los bienes de la democracia convertida irremediablemente en la competición de los necios.


Una persona normal, si entendemos normalidad como lo habitual, es estúpida; por lo tanto, ser normal es ser estúpido. Lo extraordinario, lo anormal —esto es, lo que se sale de lo común— es no serlo. Por eso nos vemos obligados a construir la pirámide con un grueso de personas estúpidas —una mayoría—, una minoría con capacidad de raciocinio, gente talentosa y la élite compuesta por un número muy limitado de los más brillantes de los talentosos. Adviértase que no estoy defendiendo bajo ningún concepto erradicar a los estúpidos. Las prácticas eugenésicas resultan del todo inmorales e inhumanas. Sería tan absurdo como pretender acabar con la maldad o la fealdad. Todas ellas forman parte de la naturaleza humana y pretender luchar contra ella es un imposible. Es más, uno de los signos de la estupidez es la funesta ilusión de que la naturaleza humana es moldeable a través de la ley y que algún día la legislación será la correcta y la utopía se verá cumplida. 

Partiendo de sus premisas, uno podría argüir cosas tan ridículas como que es posible acabar con la tristeza, la sordera o la miopía porque la ley todopoderosa las prohíbe. La desigualdad es algo propio de la naturaleza humana y los brillantes, una excepción que nos ayuda a recordar lo grandiosos que podemos llegar a ser. Otra de las grandes singularidades del estúpido es que no escarmienta en cuerpo ajeno. Los cubanos aseguraban que la revolución comunista no podría triunfar en su isla, posteriormente los venezolanos aseguraban que ellos no eran como Cuba y ahora tienen un orangután como presidente. 

Los argentinos, los nicaragüenses y las demás regiones hispanoamericanas afirmaban que ellos eran más listos que los otros. El estúpido se sobrevalora a sí mismo continuamente y cuenta con la terrible característica de ser incapaz de aprender a través de la observación. Supongamos que uno se halla enfrente de una casa donde hay una pequeña fila para entrar en ella, y cada poco la gente sale con quemaduras de tercer grado. Bastaría observar un solo caso para comprender que algo ocurre en su interior y no es conveniente entrar. 

El estúpido, por el contrario, entra. Necesita vivir en sus propias carnes lo que otros han vivido y relatado. No le parecen suficientes miles de años de historia para comprender que si haces A, el resultado será siempre el mismo. La lógica —derivada de la razón— es uno de los grandes puntos de ventaja de los humanos sobre el resto de los animales. Sin embargo, no todos son capaces de aplicarla correctamente. De hacerlo, se podrían evitar innumerables desdichas que nos rodean cotidianamente. 

El aprendizaje a través de la observación de terceros podría evitarnos grandes males, pero el estúpido es incapaz de recurrir a ella. El hecho de carecer del poder de la observación impide que la estupidez pueda emular a los mejores. Esto también se da en el reino animal. El pez arquero, por poner uno de los miles de ejemplos que podríamos enumerar, posee una técnica enormemente sofisticada para cazar a sus presas: escupirles agua. A través de su boca son capaces de lanzar potentes chorros de agua a los insectos que habitan en las plantas que rodean su hábitat, especialmente los estuarios de los ríos, las aguas costeras salobres de Asia y los manglares. Su técnica requiere una complejidad todavía mayor, pues ese preciso chorro de agua lanzado a presión debe impactar directamente sobre los insectos calculando la distorsión que genera la refracción de la luz al pasar del agua al aire, como ocurre cuando sumergimos una vara en el agua. Aun así, logra impactar a los insectos para que caigan al agua y devorarlos.

Incluso hasta el pez arquero es capaz de aprender a través de la observación de sus semejantes. Los novatos se fijan en cómo consiguen sus presas los mejores cazadores para luego emularlos y obtener ellos las suyas propias. Pero no, el milagro humano consiste en poder sobrevivir a pesar de ser profundamente estúpidos. Aunque tampoco el pez arquero queda exento de sufrir a los menos talentosos que, incapaces de depurar su técnica a la hora de cazar, se limitan a robar las presas cazadas por otros conforme caen al agua. Hasta en el reino animal hay estúpidos que lastran a los más válidos obligándoles a cazar más de lo que sería necesario. 

Otra de las razones por la que los estúpidos son más peligrosos que los malvados es la incapacidad que posee la persona razonable de prever sus movimientos o acciones. Una persona racional puede comprender perfectamente la inteligencia malvada de Hitler o Stalin. Ambos personajes siniestros seguían una calculada estrategia forjada en la racionalidad, aunque esta fuera destinada a hacer el mal. Esto permitía poder anticiparse a sus movimientos, comprender por qué hacían o decían tal cosa y, en última instancia, entender cuáles eran sus deplorables y oscuras intenciones. No ocurre lo propio con los estúpidos, que no siguen estrategia o razonamiento alguno. El estúpido actúa sin un plan, sin una estrategia elaborada, actúa a golpe de estímulos irracionales, sus actos son erráticos, sus aspiraciones absurdas, y aparece en los momentos más inoportunos e improbables. 

No existe forma humana de poder anticiparse a un movimiento estúpido. Por eso Dios tiene un gran sentido del humor: creó al estúpido de tal forma que resultara indescifrable. Ni la mente más brillante de la humanidad es capaz de adelantarse a un estúpido para protegerse de su ataque. En cierta forma es como tratar de dialogar con los defensores del movimiento terraplanista. 

¿Cómo convencer a alguien que sostiene continuamente que todas las pruebas que demuestran que la Tierra no es plana son falsas? ¿Cómo razonar con un tipo que asegura que el cielo no es azul, sino verde? ¿Qué clase de debate racional cabe ahí? Ninguno. Simplemente la persona es estúpida o un malvado que se quiere aprovechar de los estúpidos. No cabe otra posibilidad. Frente a una persona estúpida, al ser de todo punto imposible comprender su nulo razonamiento, el individuo racional se halla completamente indefenso. También hay que tener en cuenta el hecho de que la persona estúpida no sabe que lo es. 

El que es inteligente lo sabe en mayor o menor medida, pues la humildad suele acompañarle. Igualmente, el malvado sabe que es un ser despreciable y por eso recurre a disfrazar sus acciones para no ser descubierto. El estúpido se exhibe sin remordimientos llegando al punto de alardear de su acción ridícula porque cree haber tenido una idea brillante. Por todo lo expuesto, el estúpido es enormemente más peligroso que el perverso. 

Cuando los estúpidos entran en acción todo cambia o, más bien, cuando los estúpidos son los que tienen el poder. A lo largo de los siglos, la estupidez, me temo, ha sido una constante que no ha cambiado sin importar la región que escojamos. La diferencia entre las sociedades prósperas y las decadentes reside en el lugar que ocupan los estúpidos. Mientras que las sociedades que avanzan los relegan a su posición natural, las sociedades decadentes permiten que ellos sean los que gobiernen, decidan, impongan y legislen. No es que un país entre en decadencia porque el porcentaje de estúpidos haya aumentado, sino porque los individuos que están en el poder deben su cargo a la estupidez. 

La humanidad, por lo tanto, siempre se ha encontrado en ese estado deplorable soportando desdichas y calamidades de todo tipo. No debería sofocarnos, alarmarnos y mucho menos preocuparnos el nivel de estupidez. Por el contrario, lo que sí es enormemente preocupante es el poder que se le ha concedido a la estupidez en nuestra era.

Conclusión

Son muchos los diagnósticos realizados para explicar la realidad española a través de libros, artículos, programas de radio y documentales. A menudo se realizan sesudos análisis sobre la situación política, económica y social de España. Los analistas, tertulianos, periodistas e intelectuales señalan diferentes causas y se empeñan en aupar unas frente a otras: que si el posfranquismo, que si la Constitución, que si la separación de poderes, que si los medios de comunicación, que si las redes sociales, que si la plurinacionalidad, que si la confederación, etc. 

En realidad, la respuesta a casi todo lo malo que nos pasa obedece a una sola cuestión: la estupidez. No es que Pedro Sánchez y su equipo sean unos estrategas brillantes. Es habitual escuchar —incluso por parte de sus detractores— cierta admiración a su capacidad de decir una cosa y la contraria en cuestión de minutos. Se señala que es un político habilidoso que no tiene escrúpulos, como si tal cosa fuera algo admirable, por lo que sus cambios de opinión de la noche a la mañana se tachan de genialidades. No hay mayor estupidez que tal afirmación. 

¿Qué tiene de genialidad decir que no vas a conceder los indultos y posteriormente hacerlo para tu supervivencia política? ¿Qué tiene de genialidad que prometiera delante de todos los españoles que jamás depositaría la gobernabilidad del país en los partidos secesionistas y posteriormente, una vez pasadas las elecciones de julio de 2023, pactara con los secesionistas vascos y catalanes? ¿Dónde puede alguien encontrar un atisbo de brillantez en decir que la amnistía no podría ser aplicada nunca porque es inconstitucional —72 horas antes de esas mismas elecciones— y aprobar una amnistía a los pocos meses? 

Solo un estúpido podría ver genialidad en tan burdo bandazo. No es exagerado afirmar que la inmensa mayoría de los debates que llenan las parrillas de las televisiones, prensa escrita, YouTube y demás redes sociales podrían zanjarse rápidamente aludiendo a una condición tan humana como es la estupidez. Desde luego que Pedro Sánchez no es estúpido, cosa que no ocurre con gran parte del Ejecutivo, que sí cuenta entre sus filas con dramáticas criaturas que hacen daño a la nación y a sí mismas, como pueden ser Yolanda Díaz, Óscar Puente, Mónica García y demás ralea que —casi con toda seguridad— serían vapuleados por un simio en una competición para resolver un rompecabezas. 

El gran éxito de Pedro Sánchez es haberse percatado de la estupidez de la masa y, para más inri, ni siquiera esconder que es consciente de ello. Sabe que puede reírse, mentir y humillar a sus votantes hasta la extenuación y que un porcentaje mayoritario no le dará la espalda a cambio de «frenar a la ultraderecha» que viene a robar sus derechos y libertades fundamentales. Esto no tiene nada de genialidad, en todo caso tiene mucho de abuso, pues aprovecharse de los más cortos mentales de la sociedad para sacar un beneficio propio es siempre un acto repugnante. A pesar de ello, no son pocos los que observan al personaje con cierta fascinación. Tan ridículo como si alguien exhibiera admiración por un tipo que se jacta de haber estafado a un síndrome de Down. 

Alguno podría refutar tal afirmación diciendo que, en caso de que gobernara esa supuesta extrema derecha en España, los derechos de los ciudadanos y la igualdad desaparecerían. También se suele indicar que la «derecha» beneficia a una élite en detrimento de todos los demás o que la xenofobia aparecería para perseguir al distinto. Incluso se llama a defender la libertad. 
¿Acaso la igualdad no se ha roto con el cupo vasco y, ahora, el cupo catalán? ¿Hay mayor acto de xenofobia que perseguir a los hijos de aquellos padres que quieren que sus hijos estudien en español? ¿Hay mayor beneficio para una élite —en este caso, la élite política catalana— que redactar leyes ad hoc para un grupo reducido de personas? ¿La libertad? ¿Hablan de libertad los socios de proetarras, chavistas, sandinistas y regímenes liberticidas? 

No deja de ser curioso que precisamente esos supuestos peligrosos planes que llevaría a cabo la extrematurboderecha son exactamente los mismos que «su Gobierno» está poniendo en práctica. Para el estúpido no es tanto el qué sino el quién, es decir, ante un mismo hecho objetivo reacciona de diferente manera en función de quién lo comete en vez de juzgar el acto en sí. Y es que no es opinable afirmar que la llamada «financiación singular para Cataluña» en la práctica supone que el extremeño, el valenciano, el manchego, el gallego, etc., van a ver cómo sus ingresos son menores para que una región española disfrute de una serie de privilegios en detrimento de todas las demás. 

No es de extrañar que algún socialista, especialmente los de la vieja guardia, alcen la voz contra tamaña injusticia. El hecho no es opinable, esto es, nadie puede refutar que ese privilegio concedido a unos pocos perjudica a todos los demás que no entran en el selecto grupo. Nadie podría decir que opina que no, que beneficia a todos. Y si alguno, que lo habrá, afirmara tal cosa, no dejaría de ser una conclusión estúpida. Tan absurdo como si alguien dice opinar que 2+2 no son 4 sino 8. Este ejemplo, el de la financiación singular, puede ser extrapolado a cualquier otro para entender cómo funciona la estupidez frente a los debates de nuestro tiempo. Si, como hemos explicado, la principal diferencia entre un malvado y un estúpido es que el primero perjudica a otros, pero obtiene un beneficio para sí, mientras que el segundo perjudica a los demás y, también, a sí mismo, ¿cómo podríamos calificar objetivamente a un votante de Pedro Sánchez en Extremadura, Andalucía, Galicia o Comunidad Valenciana? 

Un votante socialista que apueste por Pedro Sánchez está apostando por perjudicarse a sí mismo y, de paso, al resto de los españoles que no habitan en Cataluña. Podríamos afirmar sin ningún atisbo de duda a equivocarnos que se trata de un acto propio de estúpidos. Quizá alguno podría achacarlo al fanatismo, pero en el fondo el fanatismo no es más que un síntoma propio de la estupidez. Al fanático los hechos y los datos le dan igual, pues le obligarían a cambiar de opinión; por eso persigue a los disidentes que le incomodan con sus razonamientos, que le hacen dudar de estar o no en lo cierto. 

No es de extrañar que la libertad de expresión sea siempre la primera víctima de cualquier movimiento fanático ya que resulta molesta para la prole que la secunda. Mientras que una persona inteligente duda, razona, reflexiona y, evidentemente, cambia de opinión si le demuestran que está equivocada, el fanático se revuelve con gran ira contra aquellos que le revelan su error. Solo un fanático puede estar seguro de todo y no cambiar de opinión; por lo tanto, un fanático no es más que un estúpido ferviente, si así lo desean, pero estúpido, al fin y al cabo. 

El principio de Hanlon nos enseña que no se ha de atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez. Y, ciertamente, no es que esas personas se dediquen en su día a día a realizar actos perversos contra sus vecinos de forma consciente ni a realizar el mal allá por donde van. Es posible que sean bellísimas personas, pero redomadamente imbéciles. Por ello, no es tanto por culpa de Sánchez o de cualquier otro que venga a perjudicarnos el empobrecimiento generalizado y la ausencia de un futuro mejor, sino más bien de los necios que reivindican y apoyan a los malvados porque les horroriza pensar. 

La estupidez siempre rehúye la verdad y la realidad; prefiere abrazar el error y divinizarlo si este le permite justificar sus actos. Por eso, quien conoce la naturaleza de los estúpidos se convierte fácilmente en su tirano y, por el contrario, quien decide desilusionarles con dosis de cruda realidad se convierte en su enemigo a batir. Ante esta ineludible imperfección humana, los estúpidos se retuercen como una ostra cuando siente un chorro de limón y hallan consuelo en las urnas democráticas. Hasta el más zoquete es capaz de introducir una papeleta en una urna y eso les hace considerarse uno más. Además, si sumamos que el voto vale lo mismo porque todos somos iguales, ¿quién va a decirle al estúpido que está equivocado cuando de cara al sistema vale lo mismo la necedad, la inteligencia, la verdad y la mentira? 

Ante la dificultad de pensar, al necio solo le quedan dos caminos: sostener sus ideas hasta el fin de los días o, por el contrario, apuntarse a la última moda que a las élites políticas se les ocurra para tener entretenidos a los bobos. El poder político democrático se nutre de la estupidez y por ellos la fomenta. A ningún aspirante democrático le interesa una sociedad ilustrada y alejada del fanatismo, pues es un juego de suma cero que requiere crear sectarios que apoyen la causa —el partido— pase lo que pase. Obviar este hecho implica ser incapaz de comprender por qué los mismos que clamaban por los casos de corrupción de unos callan cuando se producen en sus filas o cómo ante un hecho idéntico actúan de distinta forma según quién sea el político que lo comete. Si nos adentramos un poco más en la evolución del voto en los últimos años en España comprobamos que apenas hay grandes variaciones entre los bloques denominados «izquierda» y «derecha». 

En el año 2011, el Partido Popular cosechó 10.866.566 votos; el PSOE obtuvo 7.003.511; Izquierda Unida, 1.686.040, y UPyD se hizo con 1.143.225. El bloque de derechas nacional cosechó 10.866.566 votos y el bloque nacional de izquierdas, 9.832.776.

En las elecciones del año 2015, el Partido Popular cosechó 7.236.965 votos; el PSOE obtuvo 5.545.315; Ciudadanos, 3.514.528; Podemos, 4.128.464, e Izquierda Unida, 926.783. El bloque de derechas nacional cosechó 10.751.493 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.600.562. En el año 2016 se produjeron otras elecciones. El Partido Popular cosechó 7.941.236 votos; el PSOE obtuvo 5.443.846; Podemos, 5.087.538, y Ciudadanos se hizo con 3.141.570. El bloque de derechas nacional cosechó 11.082.806 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.531.384. Como vemos, en un lustro el bloque de derechas osciló entre los 11.082.806 votos y los 10.751.493 votos, mientras que el bloque de izquierdas osciló entre los 10.600.562 votos y los 10.531.384. 

Una variación minúscula a pesar de la entrada y salida de nuevos partidos en el tablero político. Si continuamos con las próximas elecciones vemos cómo el cambio de los votos —y eso que son numerosos los escándalos que sacuden la política española— no tuvo un gran impacto. En el año 2019 el PSOE obtuvo 7.513.142 votos, el PP se hizo con 4.373.653, Ciudadanos con 4.155.665, Podemos con 2.897.419 y VOX con 2.688.092. El bloque de derechas nacional cosechó 11.217.410 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.410.561. Ese mismo año se repitieron elecciones y el resultado fue muy similar: el PSOE obtuvo 6.792.199 votos, el PP se hizo con 5.047.040, VOX con 3.656.979, Podemos con 3.119.364 y Ciudadanos con 1.650.318. El bloque de derechas nacional cosechó 10.354.337 votos y el bloque nacional de izquierdas, 9.991.563. 

Las variaciones vienen más bien por el lado de la participación, y no tanto por el cambio de criterio de los electores que cambian de partido entre los mismos bloques. Si el ejercicio lo hiciéramos respecto al porcentaje, comprobaríamos cómo las diferencias apenas tienen que ver con un par de puntos porcentuales.

En las elecciones del año 2023 el PP obtuvo 8.160.837 votos, el PSOE se hizo con 7.821.718, VOX con 3.057.000 y Sumar con 3.044.996. El bloque de derechas nacional cosechó 11.217.837 votos y el bloque nacional de izquierdas, 10.866.714. Si hiciéramos la comparativa con las elecciones del año 2016, en las que la participación fue calcada a las elecciones del año 2023 (66%), podemos ver cómo el bloque de derechas obtuvo 11.082.806 votos y la izquierda, 10.531.384; es decir, en apenas siete años de convulsa política apenas se mueven un puñado de votos entre los diferentes bloques: 135.031 votos menos en el bloque de la derecha nacional y 335.330 votos más en la izquierda nacional. 

¿Qué queremos decir con este batiburrillo de tediosos números y porcentajes? Que, excepto por un cataclismo, pase lo que pase los ciudadanos prácticamente no cambian de idea y continúan votando a unos u otros no en función de su gestión, sino más bien por una cuestión casi tradicional. El advenimiento de la masa a la vida política y su progresiva transformación en clase dirigente es, sin duda, una de las grandes transformaciones sociales de los últimos tiempos. Hace apenas unos siglos la opinión de la masa no contaba prácticamente nada. Hoy, por el contrario, la opinión de la masa es la preponderante. Y, como hemos visto, si la masa es estúpida, lo lógico es que la tendencia natural de cualquier sociedad sea adaptarse a una mayoría de estúpidos. Ahí están esas nuevas armas de destrucción masiva como TikTok que sirven para tener a los estúpidos entretenidos entre un mar de inservibles y absurdos reels que llenan espíritus vaciados de cualquier amor por el conocimiento y la verdad. 

En este proceso de elevación artificial, pues la masa jamás será capaz de sustituir a una pequeña élite de brillantes hombres que tiran del pesado carro de la humanidad, la educación juega un papel fundamental. Podríamos limitarnos a compadecernos de los menos lúcidos de la sociedad, pero si el futuro de la misma depende de ellos, convendría preocuparse de qué tipo de ideas reciben. La terrible idea que recibe cualquier ciudadano de «superhombre» que puede ser lo que quiera genera enorme frustración en la sociedad. El hecho de hacerles creer a los estúpidos que pueden convertirse en lo que anhelen y, además, sin necesidad de grandes esfuerzos provoca un odio visceral contra aquellos que, gracias a un talento innato sumado a enormes sacrificios, han conseguido ser lo que a ellos les gustaría. 

Quizá usted está enormemente interesado en conocer los porqués del comportamiento de sus semejantes, dedica un gran número de horas al estudio para tratar de entender mejor el mundo que le rodea y siente un enorme interés por aprender cada día. ¿Acaso es esto la norma habitual? No. ¿Por qué? Las explicaciones son varias, pero esencialmente podemos enfocarlo a través de un concepto económico: el coste de oportunidad. Estudiar a Marx, Mill, Schumpeter, Bastiat, Hayek, Lenin, Trotski, Nurkse, Pareto o Mosca requiere de muchas horas de formación previas para poder comprender en profundidad lo que quieren transmitirnos y esto supone un coste de oportunidad, es decir, si estamos estudiando no estamos haciendo otra cosa. 

El coste de oportunidad mide las otras alternativas a las que renunciamos cuando tomamos una decisión. Si nuestro deseo es estudiar en profundidad los problemas de la formación del capital, entonces estaremos renunciando a otras actividades: salir con los amigos, ver un partido de fútbol, acudir a un concierto, ver una película, aprender otros asuntos o ir a cenar. Algunos podrán argüir que no hay por qué renunciar a nada, pero la tozuda realidad nos recuerda que el tiempo es limitado y que no se puede comprar, con lo que cada decisión que tomamos es a costa de otra. 

Es bien conocido por todos que la inmensa mayoría prefiere invertir su tiempo en cuestiones que otorgan una satisfacción inmediata. Suponga que usted tiene que escoger entre irse con unos amigos a cenar o quedarse leyendo El capital. Mientras que una opción le otorga de inmediato una satisfacción en forma de alegría, buena comida y carcajadas, la otra opción le garantiza al corto plazo aburrimiento, desesperación por no entender lo que está leyendo y frustración por tener que consultar a cada rato en internet conceptos que desconoce. 

Así, no es de extrañar que la inmensa mayoría prefiera evitar leer El capital, pues requiere atravesar un desierto de ignorancia que solo a largo plazo puede reportar una recompensa. Y de pronto el hijo del obrero no quiere serlo, el hijo del campesino rechaza ser campesino y los burgueses solo ven como posibilidad que su hijo se convierta en un financiero de alto prestigio. En lugar de formar a hombres para enfrentarse a la realidad, se fabrican hombres deformados por la artificialidad. Y así, la crédula estupidez se revuelve contra la brillante víctima de su frustración. 

Lo cierto es que no todos pueden vivir en lujosas mansiones ni tener éxito en su profesión. Solo unos pocos llegarán a tal escenario, mientras que a los demás lo único que nos queda es perecer algún día y ser enterrados en tumbas que nadie visitará transcurridos un par de generaciones. Esta dinámica crea un ejército de descontentos de su suerte que urge al Estado providencial a poner fin a la desigualdad. Inculpan a los demás de sus propias carencias y, siendo incapaces de emprender acción alguna para mejorar su situación, se conforman con ver la miseria repartida equitativamente. Lo cierto es que una nación que abraza semejantes conceptos debería mirarse al espejo y preguntarse por su podredumbre espiritual, moral, ética y estética.

¿Qué le queda entonces al estúpido? Atrincherarse en la irracionalidad, obviar la complejidad del mundo y dejar de lado todo esfuerzo que requiere una gran inversión de tiempo. Por eso debatir con un estúpido es una pérdida de tiempo, ya que no cambiará de opinión porque es lo más cómodo y sencillo para tener una respuesta a los problemas de nuestro tiempo. El intercambio de ideas es una gran actividad que estimula y mejora la humanidad, no cabe duda, pero al estúpido no se le convence por esa vía, sino más bien por el plano sentimental. Eric Hoffer, en su obra El verdadero creyente, realiza un acertadísimo diagnóstico al respecto del comportamiento de estas criaturas: 
Aquellos que chillan con más fuerza por la libertad son con frecuencia los que serían menos felices en una sociedad libre. Los frustrados, oprimidos por sus deficiencias, culpan de su fracaso a las prohibiciones existentes. Su deseo más íntimo es poner fin a la libertad para todos. Desean eliminar la libre competición y las despiadadas pruebas a las que continuamente está sujeto el individuo en una sociedad libre. (Eric Hoffer, El verdadero creyente, Madrid, Tecnos, 2009, p. 52.)
No todos los estúpidos son iguales. Todos, sin excepción, somos estúpidos en ciertos ámbitos y cometemos estupideces a lo largo de nuestra vida. Hay estúpidos a tiempo parcial, otros a medias y, desde luego, estúpidos a jornada completa. Es cierto que la maldad humana ha sido, para muchos, la gran causante de las grandes tragedias y barbaridades de la historia. Pero nunca una idea malvada podría haberse llevado a cabo si no hubiera existido un gran grupo de personas estúpidas que la apoyaran. 

El malvado se sostiene gracias a los imbéciles, por lo que, en realidad, la estupidez es la más peligrosa de cualquier condición humana. Si pudiéramos escoger entre suprimir la maldad o la estupidez, sin duda la segunda sería la mejor opción porque el malvado, el demagogo y el charlatán se quedarían sin armas para llevar a cabo sus delirios. Y adviértase que cuando hablo de inteligentes y estúpidos no lo hago desde el plano cultural; es decir, de nada sirven los títulos universitarios. Si un título universitario fuera síntoma de inteligencia, este libro carecería de sentido alguno, pues hasta el más limitado es capaz de obtenerlo debido a la degradación absoluta de su valor. 

Mucho más sabio es el hombre común semianalfabeto que habita en el mundo rural, pero que se deja guiar por la lógica, la razón y el sentido común, que el académico urbanita, deformado enormemente por las lecturas de su biblioteca, que cree poder reformar la naturaleza humana a través de un Parlamento. Una nación que aspira a progresar debe contar con unos servidores públicos de elevado nivel. La política tiene que ser aburrida, incomprensible para la masa. Si la masa entiende de qué se habla es porque el nivel de los gobernantes es muy bajo. Bastaría un grupo de tecnócratas que usando un discurso tan sofisticado y complejo nadie entendiera qué dicen, porque si lo entienden, el nivel es acorde con el de la masa y entonces estamos ante la política del espectáculo. 

La complejidad requiere especialización y la masa solo puede especializarse en una cosa: la estupidez. La única verdad demostrada es la naturaleza humana y su comportamiento gregario. Por ello, la moral de la masa es lo fundamental y, sobre todo, relegarla a su posición natural: la estupidez acompañando, mas no elevándose por encima de los talentosos. La clase media —por mucho que se repita— no es la que hace que una nación avance. Otorga cohesión, que es fundamental, pero sin los talentosos que tiran de todos no hay nada. El brillante individual, ese es el gran benefactor de la humanidad que nos permite avanzar. Y, como hemos visto, el nivel del individuo decrece a gran velocidad en cuanto este pasa a conformar la masa. Por este motivo, el principio mayoritario debe ser impugnado, rechazado y despreciado, pues lo verdadero y lo bueno son independientes del número de hombres que sean capaces de reconocerlo. 

La tesis mayoritaria prevalece no porque sea infalible y certera, sino porque es impuesta desde una superioridad numérica a una minoría. El número no expresa ni la verdad ni el bien, simplemente expresa una cantidad determinada de personas que sostienen una serie de ideas. Incluso llegados al punto de existir una unanimidad sobre la igualdad, esta no dejaría de ser una falaz pretensión. Es por ello que resulta de vital importancia no estimular la estupidez, y para eso resulta esencial rechazar el mundo consumista moderno que genera una sociedad de fracasados. 

Mientras las generaciones pasadas consideraban progresar, mejorar su situación profesional, formar una familia, aumentar sus ingresos —trabajando duro, no reduciendo la jornada laboral—, tener una casa en propiedad e incluso hacerse con una segunda vivienda, ahora nos enfrentamos a una miseria que tratan de disimular con ridículos nombres como coliving, coworking, nesting y un sinfín de ridículos términos. Lo cierto es que no tiene nada de progresista compartir piso a cierta edad, no poder tener tu propio espacio de trabajo, cambiar el ocio por quedarse en casa, no tener un coche, darse duchas de agua fría, no comer carne o tener que vestirse con ropa de segunda mano. 

Eso no es progreso, sino más bien retroceso. Y es cierto que ahora las estupideces cuentan con mayor apoyo —en gran medida gracias a las redes sociales— y los seres más ridículos se hacen virales a gran velocidad cosechando numerosos seguidores que se reconocen en personajes absurdos disfrazados con los trajes más horteras y los vestidos más siniestros del mercado. Uno solo puede contemplar a izquierda y derecha personajes patéticos propios de un esperpento de Valle Inclán. Por eso, es vital acabar con el poder otorgado a la masa estúpida y que esta vuelva a su lugar natural. 

No conviene desesperarse ni exaltarse en el proceso de reajuste que antes o después llegará, pues el cataclismo está garantizado bajo la senda de la estupidez. Y es que siempre habrá un rincón en el que poder comprobar que es preferible la belleza a la fealdad, la inteligencia a la estupidez, la bondad a la maldad, la sofisticación a la vulgaridad, la prosperidad a la pobreza y el conocimiento a la ignorancia.

Dios es un tipo con un gran sentido del humor. No dotó a ningún humano de plena inteligencia, pero sí de plena estupidez. Y, sin duda, decidió dejar reducido a un porcentaje casi nulo de hombres la genialidad humana para así poder demostrar cómo unos pocos son capaces de hacer que la humanidad, a pesar de todo, siga evolucionando y cosechando grandes obras.