EL Rincón de Yanka: LIBRO "(POS)VERDAD Y DEMOCRACIA" por MANUEL ARIAS MALDONADO 📰📺📻📲

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martes, 5 de noviembre de 2024

LIBRO "(POS)VERDAD Y DEMOCRACIA" por MANUEL ARIAS MALDONADO 📰📺📻📲

(POS)VERDAD Y DEMOCRACIA

El vínculo entre verdad y política ha ganado un inesperado protagonismo en los últimos años. Se postula una tesis inquietante: en el marco de una conversación pública desordenada en la que surgen nuevas formas de comunicación, los ciudadanos han perdido la capacidad de discernir la verdad de la mentira.
Hablamos así de posverdad para designar un estadio de la cultura donde los hechos no cuentan y la verdad ya no juega su papel tradicional; de ahí fenómenos como las fake news o la polarización grupal. Nada de esto puede entenderse sin el impacto de unas tecnologías digitales que han transformado el espacio público, facilitando el ascenso del populismo y la sentimentalización de la política. A nadie puede extrañar que nuestras democracias sufran una erosión iliberal que amenaza con reducirlas a la condición de autocracias electorales.

Pero conviene no adherirse de manera irreflexiva a este diagnóstico. Porque no está claro que la posverdad sea lo que se dice que es, ni está demostrado que las redes sociales socaven la conversación pública. Verdad y política se relacionan de manera intrincada, hasta el punto de que no sabemos qué lugar debe (o puede) ocupar la primera en una democracia liberal.
Si abrazar una concepción fuerte de la verdad puede dificultar la convivencia y poner en riesgo el pluralismo, conformarnos con el relativismo conduce a la toma de malas decisiones colectivas y abre la puerta al gobierno de los demagogos. ¿Qué hacer? En este libro, Manuel Arias Maldonado arroja una mirada nueva sobre este viejo dilema, empleando categorías originales y rehuyendo los lugares comunes sin incurrir en el alarmismo ni caer en la complacencia.

INTRODUCCIÓN:

ALARMA EN EL EXPRESO

Si la política es la continuación de la guerra por otros medios (como propuso Foucault dando la vuelta a Clausewitz) y la verdad es siempre la primera víctima de cualquier guerra (como quizá dijo ya Esquilo), ¿acaso hay que concluir que la verdad es incompatible con la política?1 Así parece creerlo nuestra época, alarmada por el efecto de la digitalización sobre la opinión pública: incremento de la desinformación, credibilidad del fake, éxito del populismo. Desde este punto de vista, la democracia se encontraría hoy en peligro porque los ciudadanos han perdido la capacidad de distinguir la verdad de la mentira y los medios tradicionales han dejado de cumplir su función moderadora. Tanto los líderes autoritarios como los partidos extremistas aprovechan esa novedad para ganarse el favor de un público desorientado. De ahí que haya hecho fortuna la idea de que vivimos en el tiempo inédito de la posverdad: aquel en que dejamos de creer que la verdad exista o pueda llegar a encontrársela. 
La posverdad sería, por decirlo con el filósofo Juan Antonio Nicolás, el lugar al que llegan las comunidades humanas «al final de un proceso histórico de impugnación de los pilares fundamentales de la modernidad ilustrada». 2 A consecuencia de ello, la democracia se convierte en el escenario de una lucha de poder donde la deliberación racional es sustituida por la movilización afectiva y donde la verdad solo es uno de los disfraces de la mentira. 

Se trata de una hipótesis —la posverdad como nuevo paradigma cultural— que trae bajo el brazo un buen número de interrogantes. La desigual literatura sobre el tema ha tratado de explorarlos sin demasiado éxito. 3 
¿Se ha producido la transformación cultural y social que postulan los defensores de esta noción fuerte de posverdad? Y si es el caso, ¿debemos resignarnos a que la política sea aquella esfera de la vida social donde prevalecen la mentira y la simulación? O lo que es igual: ¿puede una democracia prescindir de la verdad y seguir llamándose democracia? 
No se trata solamente de un escrúpulo moral; hay razones para pensar que una democracia que abandonase la verdad como criterio rector para la toma de decisiones (sustituyéndola por el sentimiento político o el dogma ideológico) sería incapaz de proporcionar a los ciudadanos aquellos bienes de orden material que incrementan la legitimidad de tal democracia —del crecimiento económico a la redistribución de la riqueza, pasando por el eficaz funcionamiento de los servicios públicos o el mantenimiento del orden público— y que la hacen preferible a sus alternativas. 

Atención: si concluimos que la democracia debe vincularse estrechamente a la verdad, ¿cómo podríamos hacer tal cosa sin restringir la libertad individual y poner con ello en riesgo la convivencia pacífica entre los diferentes? Si las democracias liberales son la forma ideal de gobierno para las sociedades pluralistas, es porque en ellas no hay manera de evitar —sí de atenuar— el conflicto moral y político que surge cuando entran en contacto quienes tienen formas de ver el mundo inconciliables entre sí. ¿Dónde queda la verdad cuando no hay acuerdo posible? Siempre se puede invocar la fórmula propuesta por el filósofo norteamericano Richard Rorty: cuida la libertad, que la verdad se cuidará sola. 4 
Si creamos las condiciones necesarias para el libre intercambio de opiniones y el desenvolvimiento de distintas formas de vida, en definitiva, la verdad se impondrá por sí misma tarde o temprano. ¿Y qué pasa si no lo hace, o lo hace cuando ya es demasiado tarde para evitar resultados catastróficos?

Verdad y política, mentira y democracia, consenso y pluralismo: he aquí un bonito puzle para teóricos sociales. El inconveniente está en que sus piezas no terminan de encajar; solucionarlo se ha demostrado imposible hasta ahora. De hecho, la experiencia acumulada durante los últimos quince años ha creado la sensación de que estamos más lejos que nunca de lograrlo: al desorden suscitado por la digitalización del espacio público se han sumado el malestar producido por la Gran Recesión y la incertidumbre creada por la sucesión de calamidades —pandemia, invasión rusa del territorio ucraniano, recrudecimiento del conflicto palestino-israelí— que definen este siglo. Para colmo, las propias democracias liberales se encuentran sometidas a la presión generada por fuerzas iliberales de distinto signo —populistas, extremistas, nacionalistas, activistas woke— que operan en su interior y han dejado una huella indeleble en algunas de ellas. 

Piénsese en la salida del Reino Unido de la Unión Europea, decidida mediante un referéndum popular que vino precedido de una campaña dominada por la demagogia. Se manejaron en ella argumentos inverosímiles sobre los beneficios que traería consigo para los británicos el abandono de la organización política comunitaria; ahora que la fantasía soberanista ha dejado paso a la realidad, el hecho de que un número significativo de británicos haya cambiado de posición sirve ya de poco: el daño está hecho. 
Y no olvidemos al insoslayable Donald Trump, quien ganó las elecciones presidenciales estadounidenses en 2016 y alentó la toma del Capitolio por parte de sus seguidores tras caer derrotado ante Joe Biden en noviembre de 2020: 
si su primera victoria causó estupor en el mundo entero, provocando un intenso debate acerca de la capacidad de los electorados para seleccionar a sus gobernantes, la sola posibilidad de que regrese al cargo parecería confirmar los peores temores acerca de la trayectoria declinante de la democracia de masas. 

Sobre la base proporcionada por estos dos ejemplos se ha levantado toda una rama de la industria editorial dedicada a anunciar la crisis de la democracia liberal y advertir sobre la posibilidad de su colapso. 5 
Al listado de amenazas se fueron sumando después los partidos y líderes de la extrema derecha: Abascal, Meloni, Marine Le Pen, Bolsonaro, Alternativa por Alemania. Todos estos casos demostrarían que el uso de la mentira política y de la desinformación propicia el ascenso de líderes autoritarios con tendencia al extremismo ideológico. 
Que esta pulsión iliberal no es patrimonio exclusivo de la derecha había quedado ya claro con el ejemplo venezolano, y se vio reafirmado después con los éxitos del Movimiento 5 Estrellas en Italia y de Podemos en España, sin olvidarnos de López Obrador en México. Y qué decir del procés impulsado por el separatismo catalán, sostenido en todo momento por un puñado de mentiras —existe un conflicto centenario entre Cataluña y España, la primera es objeto de expolio fiscal a manos de la segunda, los jueces reprimen a unos separatistas que se limitan a expresar sus opiniones— que el socialismo español parece haber dado por buenas tras forjar una alianza con los nacionalistas catalanes con objeto de recuperar el poder y conservarlo después. 

Hay quienes creen que de este callejón solo se podrá salir restaurando la autoridad pública de la verdad. O sea: afirmando sin ambages su existencia y reforzando las instituciones que están llamadas a protegerla. Dicho de otra manera: las sociedades liberales solo podrán seguir siéndolo si limitan los efectos corrosivos de ese relativismo que viene socavando sus cimientos desde que los filósofos posmodernos denunciasen que la modernidad ilustrada estaba desnuda y apostaran por un descreimiento irónico que se refugia con demasiada facilidad en el cinismo. Nuestra cultura pública, erosionada por la desinformación y la intolerancia, debe recuperar el rigor sin perder el vigor, volviendo a comprometerse con la búsqueda de la verdad y el respeto a los valores democráticos; una tarea a la que están convocados por igual gobiernos, medios de comunicación y ciudadanos. 

De qué manera pueda hacerse tal cosa, sin embargo, no está demasiado claro. Y tampoco conviene dar por bueno este diagnóstico a las primeras de cambio; la situación en la que se encuentran las democracias liberales contemporáneas puede explicarse de distintas maneras, y ni la devaluación de la verdad ni el impacto de la digitalización son necesariamente los factores más determinantes. Sostener que los líderes populistas o autoritarios son resultado de la posverdad supone pasar por alto que ha habido líderes populistas y autoritarios en el pasado. Y supone reducir al mínimo el papel que hayan podido jugar en la deriva iliberal de muchas democracias —no todas sufren este destino— factores como el impacto anímico de la Gran Recesión, la zozobra causada por la globalización o el mismísimo cambio demográfico. No cabe duda de que explicar a Donald Trump o el Brexit como un efecto de la digitalización del espacio público y de la facilidad con que gracias a ella puede mentirse a los ciudadanos resulta sin duda consolador; es también autocomplaciente y superficial. 

Aunque la atención periodística dispensada al fenómeno ha terminado por causar la impresión contraria, los estudiosos de la política no se ponen de acuerdo sobre si existe la posverdad, ni —si concluimos que existe— cuál es la relevancia que haya de dársele a la hora de explicar la disfuncionalidad de nuestras democracias. 
La razón es simple: ni sabemos cómo se relacionan en la práctica verdad y democracia, ni, sobre todo, tenemos una idea compartida sobre cómo deberían relacionarse idealmente. Por lo demás, de nada sirve desear que la verdad reine en democracia si no existen medios que hagan posible la consecución de tan discutible propósito. Para decir posverdad hay que saber primero cuál es la verdad que habría sido superada a golpe de fakes y desplazada con ello del núcleo deliberativo de las democracias liberales. 

¿Nos estamos refiriendo a una verdad «factual» cuya integridad se vería amenazada por la postulación de «hechos alternativos» y demás expresiones de una desinformación potenciada por las tecnologías digitales de la comunicación? ¿O tal vez se alude a un cambio cultural más amplio, según el cual la creencia compartida en la verdad estaría viéndose socavada, hasta el punto de que las condiciones sociales que hacen posible distinguir la verdad de la mentira desaparecen a ojos vista? Si fuera el caso, ¿podrán las democracias mantenerse en pie? ¿Y no podría ser que estuviéramos dejándonos llevar por el pánico, exagerando el significado de un conjunto de transformaciones que tienen tanto consecuencias positivas como evidentes contraindicaciones? ¿No es característico de las democracias liberales considerarse a sí mismas en estado crítico y bajo amenaza de extinción? 

Concédase a los pesimistas que ya no creemos que la democracia liberal sea una forma de gobierno inevitable y llamada a ser adoptada de manera paulatina por las distintas sociedades humanas. Por más que Francis Fukuyama acertase en su momento al sostener que no existe mejor manera de organizar el gobierno de las sociedades pluralistas que por medio de un régimen liberal, lo cierto es que el avance global de la democracia se ha detenido y la calidad de su desempeño allí donde ya existía ha sufrido un deterioro reseñable. Y si bien algunos de los factores que explican esta preocupante trayectoria —que va del fin de la Historia a la sintomatología iliberal— tienen un aire conocido, como pasa con el auge de los extremismos o la tentación del hombre fuerte, otros nos resultan más novedosos. 
Ahí están la disrupción tecnológica de la esfera pública, la difusión del estilo político populista en el interior de sociedades desarrolladas o la fragmentación creciente de una comunidad política que se divide en tribus identitarias que apenas dialogan entre sí. 
Todas estas novedades, que no carecen de precedentes, son en gran medida un efecto de la radicalización de los presupuestos del liberalismo democrático: de un lado, la exaltación de la autonomía personal y de la diversidad social complican la creación de una voluntad colectiva, obstaculizando la deliberación pública; de otro, el populismo se autolegitima invocando el fundamento ideológico de la democracia, con arreglo al cual el pueblo se gobierna a sí mismo en lugar de ser gobernado por unas élites corruptas y distantes.

Igual que el concepto de «modernidad tardía» ha sido empleado por los sociólogos para caracterizar a unas sociedades que se ven enfrentadas a las consecuencias imprevistas de su propio desarrollo, 6 como sucede por ejemplo con el cambio climático, propongo que hablemos de democracia liberal tardía para designar el momento histórico particular en el que se encuentran hoy los regímenes democráticos occidentales. Porque también las democracias liberales se ven enfrentadas a las consecuencias imprevistas de su propio desarrollo, que han quedado a la vista tras el estallido de la Gran Recesión y por efecto de la nueva expresividad de masas posibilitada por las redes sociales. 
A eso hay que añadir todavía otro rasgo capital de nuestro presente tardío, que afecta por igual a la modernidad y a la democracia: el desencanto que padecen quienes han escuchado ya en demasiadas ocasiones las mismas promesas emancipatorias y comprueban que ni las sociedades liberales —por no hablar de las demás— ni las democracias que las gobiernan experimentan la constante mejora que se les suponía. La historia es triste y hemos leído ya todas las constituciones; no hay fórmulas mágicas cuya aplicación pueda dar de golpe la vuelta al desánimo que parece cundir en nuestras sociedades. 

La posverdad forma parte de esa condición tardía o crepuscular y se refiere asimismo a la radicalización de los presupuestos conceptuales e ideológicos de la democracia liberal. Pero la dificultad de conciliar pluralismo y objetividad dista de ser nueva; solo se nos ha hecho más evidente en una coyuntura definida por los rendimientos materiales decrecientes y por la correlativa sensación de que se han incumplido las expectativas heredadas. 
Así que resulta difícil elucidar si nos encontramos ante un fenómeno genuinamente original o solo ante una turbación pasajera que cesará cuando las sociedades democráticas y quienes participan en ella —políticos, medios, ciudadanos, movimientos sociales, periodistas— se adapten al nuevo espacio público. También cabe la posibilidad de que esa adaptación no conduzca de regreso a la vieja estabilidad, sino que transforme de manera duradera los regímenes democráticos. Seguimos a oscuras. 

En cualquier caso, el impacto combinado de populismos y redes sociales ha suscitado una conversación sobre el papel de la verdad en la democracia; una conversación a la que no puede sino darse la bienvenida. Y es que de poco sirve escudriñar la conversación pública en busca de mentiras y bulos si no tenemos claro cuál es la función que la verdad puede cumplir en la política democrática. Solo una vez que hayamos fijado un estándar realista, lo que quiere decir uno que vaya más allá de la expresión de buenos deseos, podremos empezar a hablar de desviaciones de la norma y anomalías democráticas. Y solo entonces podrá plantearse la posibilidad de realizar ajustes institucionales destinados —si tal cosa es posible— a reducir el impacto negativo de la desinformación y la mentira. 

Breve noticia de este libro 

Tales son los asuntos a los que se dedica este trabajo, que los aborda con las herramientas propias de la teoría política y reclama el auxilio de disciplinas como las ciencias de la comunicación, la filosofía, la sociología o la psicología política. A fin de llegar al lector culto de carácter no especializado, he buscado dar a esta obra un tono ensayístico —más que aquel propio de la investigación científica en las ciencias humanas— sin tampoco renunciar al rigor argumentativo ni prescindir de las referencias bibliográficas llamadas a dar solidez a las tesis que aquí se defienden. 

En cuanto a la organización del trabajo, he dedicado los primeros capítulos a plantear los términos del debate sobre la posverdad; tras preguntarme si las democracias liberales están en crisis, presento dos tesis contrapuestas acerca del protagonismo que en el aparente deterioro de estas democracias cabe atribuir a la posverdad: la que sostiene que tal posverdad es causa principal del auge de populismos y extremismos y la que responde que no hemos de confundir la radicalización del pluralismo con la crisis de la democracia. 
A continuación, trato de arrojar luz sobre la relación entre verdad y posverdad, defendiendo la necesidad de distinguir clases diferentes de «verdad» y poniendo esa tipología en relación con aquello que la política democrática pueda o deba hacer con ellas. Presentada la distinción en apariencia crucial entre hechos y opiniones, me ocupo de revisar críticamente las contribuciones de la filósofa Hannah Arendt sobre la verdad y la mentira en la política, tomadas a menudo como referencia en nuestros días para abordar el fenómeno de la posverdad; me ocupo asimismo de la relación entre verdad y lenguaje, dando cuenta de las tesis de los posmodernos y sopesando la llamada a la claridad verbal que hizo en su momento George Orwell y que muchos hoy hacen suya. 

La segunda mitad del libro comienza explorando la potencia epistémica de la democracia, sometiendo a escrutinio la idea de que las democracias liberales gozan de mayor eficacia epistémica que sus alternativas y analizando la relación que esa premisa guarda con el conocimiento (o ignorancia) de los ciudadanos que creen, opinan y votan. Planteado ya el problema de la búsqueda de la verdad en la democracia, vuelvo la mirada a los expertos y me pregunto por su función en el proceso democrático: ¿quién es experto, qué le confiere autoridad, cuán corrompible es? 
El capítulo siguiente aborda la digitalización del espacio público y su impacto sobre la formación de la opinión pública: si la arena democrática es aquella donde buscamos la verdad, su transformación a manos de la tecnología debe ser tenida en cuenta; máxime cuando no faltan quienes advierten contra los efectos perniciosos de Internet sobre la producción, difusión y consumo de información en las sociedades liberales. 
El último capítulo reflexiona sobre la paradójica posición que la verdad ocupa en el liberalismo político, describiendo el fundamento normativo de la democracia pluralista y presentando a esta última como el mejor marco institucional posible para la convivencia pacífica de quienes albergan creencias incompatibles entre sí. 
Finalmente, la conclusión propone una lectura de la posverdad que se funda en la premisa de que la democracia liberal ha entrado —como la modernidad de la que forma parte— en una fase tardía donde el desencanto juega un papel anímico determinante: bajo esa ambigua luz debemos evaluar la melancólica preocupación por el estatuto de la verdad y el futuro de las sociedades liberales. 

Debo el acicate para la elaboración de este trabajo a mi participación en el Proyecto de Investigación de carácter multidisciplinar «Posverdad a debate: reconstrucción social tras la pandemia» (P020_00703), dirigido por el catedrático de Filosofía de la Universidad de Granada Juan Antonio Nicolás y financiado por la Junta de Andalucía. Quisiera agradecer al profesor Nicolás su generosidad al invitarme a coordinar el grupo dedicado a la Ciencia Política, del que formaron parte mis colegas Elena García Guitián, Rafael Rubio, Daniel Gamper y Carlos Fernández Barbudo; las discusiones que se desarrollaron durante más de tres años entre académicos pertenecientes a disciplinastan variadas como la historia, la psicología, la economía, la filosofía o el derecho resultaron a la vez instructivas y estimulantes. 
He reelaborado aquí trabajos realizados para las reuniones científicas del proyecto, además de alguna publicación posterior derivada del mismo —en particular mi artículo «(Pos)verdad y política en la democracia liberal», publicado en la revista Quaderns de Filosofía, vol. X, número 2, 2023, páginas 69-92—. 
Igualmente, me he servido de algunas entradas aparecidas en mis blogs, primero Torre de Marfil (Revista de Libros) y luego Casa Rorty (Letras Libres), acostumbrado como estoy a usarlos a la manera de un laboratorio ensayístico más o menos apegado a la actualidad social o teórica.

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1. Sobre la afirmación de Foucault, véase su Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), FCE, México DF, 2000, p. 29.
2. J. A. Nicolás Marín, «Posverdad: cartografía de un fenómeno complejo», Diálogo filosófico, 105, 2019, p. 303.
3. Véanse, entre otros, J. Elkins y A. Norris (eds.), Truth and Democracy, University of Pennsylvania Press, Filadelfia, 2012; A. Besussi, Filosofia, verità e politica. Questioni classiche, Carocci, Roma, 2015; M. d‘Ancona, Post-Truth: The New War on Truth and How to Fight Back, Ebury Press, Londres, 2017; S. Fuller, Post-Truth: Knowledge as a Power Game, Anthem Press, Londres, 2018; B. McNair, Fake News: Falsehood, Fabrication and Fantasy in Journalism, Routledge, Londres, 2018; L. McIntyre, Post-truth, The MIT Press, Cambridge (Mass.), 2018; M. Ferraris, Posverdad y otros enigmas, Alianza, Madrid, 2019; J. Farkas y J. Schou, Post-Truth, Fake News and Democracy: Mapping the Politics of Falsehood, Routledge, Nueva York, 2020; M. C. Navin y R. Nunan (eds.), Democracy, Populism, and Truth, Springer, Cham, 2020; S. Giusti y E. Piras (eds.), Democracy and Fake News: Information Manipulation and Post-Truth Politics, Routledge, Londres y Nueva York, 2021.
4. R. Rorty, Take Care of Freedom and Truth Will Take Care of Itself: Interviews with Richard Rorty, Stanford University Press, Stanford, 2005.
5. Véanse S. Levitsky y D. Ziblatt, Cómo mueren las democracias, Ariel, Barcelona, 2018; W. Merkel y S. Kneip (eds.), Democracy and Crisis. Challenges in Turbulent Times, Springer, Berlín, 2018; T. Snyder, The Road to Unfreedom: Russia, Europe, America, Tim Duggan Books, Nueva York, 2018; D. Runciman, Así termina la democracia, Paidós, Barcelona, 2019; A. Przeworski, Crises of Democracy, Cambridge University Press, Cambridge y Nueva York, 2019; T. Ginsburg y A. Z. Huq, How to Save a Constitutional Democracy, University of Chicago Press, Chicago, 2020; A. Applebaum, Twilight of Democracy: The Seductive Lure of Authoritarianism, Doubleday, Nueva York, 2020; A. Sajó, Renáta Uitz, Stephen Holmes (eds.), The Routledge Handbook of Illiberalism, Routledge, Nueva York y Londres, 2022.
6. Véanse U. Beck, Risikogesellschaft. Auf dem weg in eine andere Moderne, Suhrkamp, Fráncfort, 1986; A. Giddens, The Consequences of Modernity, Polity, Cambridge, 1991.