EL Rincón de Yanka: LIBRO "COSAS QUE HE APRENDIDO DE GENTE INTERESANTE": FILOSOFÍA, POLÍTICA Y RELIGIÓN por MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

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viernes, 11 de julio de 2025

LIBRO "COSAS QUE HE APRENDIDO DE GENTE INTERESANTE": FILOSOFÍA, POLÍTICA Y RELIGIÓN por MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ

COSAS QUE HE APRENDIDO 
DE GENTE INTERESANTE

Filosofía, política y religión

Un arsenal de autores y argumentos para defenderse de las ideas más estúpidas de nuestra época.
¿Es racional sentirse orgulloso de tu país? ¿Es verdad que la izquierda tiene una mayor sensibilidad social que la derecha? ¿Cabe hablar de un ecologismo conservador? ¿Puede un católico criticar al Papa? ¿Son los cristianos mejores personas? Estas son sólo algunas de las preguntas a las que da respuesta el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz, en esta selección de los mejores artículos que ha publicado a lo largo de la última década.
De la mano de un vasto elenco de autores de todas las épocas, Quintana Paz aborda múltiples cuestiones de actualidad que conciernen a la filosofía, la política y la religión, demostrando que la historia del pensamiento puede servir para iluminar los debates contemporáneos, incluso los más pedestres.
Entre los temas recurrentes del autor están la epidemia de moralismo y emotivismo que nos aflige, las falacias discursivas del progresismo, la tibieza política del centroderecha liberal o el empobrecimiento de la educación religiosa.
Con su característico estilo mordaz y provocador, Quintana Paz se atreve a cuestionar nociones tan arraigadas como la empatía, el consenso, el diálogo o los valores éticos. Y todo ello para reivindicar el legado intelectual de la civilización occidental y sacarla del nihilismo que la atenaza. Cosas que he aprendido de gente interesante es un arma teórica fundamental para dar la batalla cultural contra ofendiditos, escandalizaditos y moderaditos de todo pelaje.
Introducción

A mí tía Josefa en casa la llamábamos Pepa y era carmelita descalza. Había dos maneras muy distintas de poder ver a la tía Pepa.

La primera pasaba por visitarla en su convento de clausura, sito en Peñaranda de Bracamonte. Lo pienso hoy día y me resulta curioso: esas visitas, algún que otro domingo, constituyeron una de las actividades extraordinarias de mi infancia. Íbamos al convento y charlábamos junto al brasero de una sala encalada, entreviendo el tocado de la tía Pepa a través de un doble enrejado, rodeados de cuadros religiosos con pátina de siglos, tomando los dulces y el mosto que poco antes nos habían entregado por el torno. (Todo tenía un aire como de novela de Gabriel Miró.) Lo pienso hoy día y me resulta curioso; hoy, que las actividades de nuestros niños tienen más que ver con videojuegos los sábados por la mañana o parques de bolas los domingos por la tarde; hoy, que palabras como brasero y torno les parecen provenir de una terra ignota.

La otra vía para llegar a estar con la tía Pepa era mucho más esporádica. En tales ocasiones, era ella quien venía a visitarnos a Salamanca. Aprovechaba para ello alguna cita médica en el hospital de al lado de casa. Décadas más tarde, revisando armarios y papeles, descubrí que las complicaciones de su salud (algo no iba del todo bien en su corazón) habían estado lejos de ser pequeñas o infrecuentes. Sus visitas al médico, con todo, habían sido escasas.

Uno de mis recuerdos más antiguos (¿tendría yo tres años?) se remonta a una de esas visitas de la tía Pepa. Con el paso del tiempo mi memoria resulta, claro, un tanto fragmentaria. Sólo sé que aquel día hacía sol, que la tía Pepa me regaló un caramelo alargado de fresa, que me cogió de la mano y que me llevó, por primera vez en mi vida, a la guardería parroquial. Ni ella ni yo lo sabíamos, pero durante los cincuenta años restantes yo ya no saldría de allí: había empezado mi relación con nuestro sistema educativo.

Durante estos años he atravesado mil vicisitudes, pero nunca he sentido que mi tía Pepa me estafara al regalarme un caramelo alargado de fresa como prólogo a todo lo que vendría más tarde. En la guardería aprendí algunas de las cosas más importantes de la vida: a leer, a contar y a rezar. Más tarde, en el colegio, en la universidad y ahora en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP), he seguido aprendiendo y, en lo posible, devolviendo algo de lo aprendido: es a eso a lo que llamamos ser profesor. He conseguido, incluso, que me remuneren por todo ello. Quizá podríamos aseverar, por tanto, que en cierto sentido humilde de la expresión soy un hombre feliz. 
¿Cómo no estarle agradecido, pues, a mi tía Pepa —y a todos los que vendrían más tarde—?

El último capítulo (por el momento) de esta historia de enseñanzas que vengo narrando lo encierra este libro que ahora tiene usted, amigo lector, entre manos. He querido recopilar aquí también (y anunciarlo ya desde el título) unas cuantas cosas que he venido aprendiendo en los últimos años de gente interesante: 
desde filósofos hasta santos, desde literatos hasta caudillos, incluyendo también algún progre y algún papa (nota: no me refiero a la misma persona con estos dos términos). Aquí hallará usted reflexiones diversas en torno a los tres asuntos que más me obsesionan: la filosofía, la política y la religión. De ahí que figuren en el subtítulo. Pero detrás de todas esas reflexiones espero que encuentre usted un mismo hálito: el de alguien que ha disfrutado, aprendiendo, de conversaciones a través de los libros con los muertos y con los vivos. Y que sólo quiere invitarle a usted a compartir un ratillo tales charlas.

La mayoría de los capítulos que le presento aquí se publicaron con anterioridad, en versión de artículo, en el periódico digital The Objective; apenas un puñado de ellos vio la luz en otros diarios españoles, como El Mundo, El Español, Economía Digital o Vozpópuli; también hay alguno editado por la Fundación Disenso. 
He de agradecerles a todos ellos la oportunidad que me otorgaron en su día de contrastar mis ideas con el gran público. Pues estos diálogos con gente interesante que aquí reúno me gusta pensar que no sólo implicarán a los lectores de hoy y mañana, como ya he apuntado, sino que también incluyeron en su momento a los lectores de entonces, que con sus ánimos y sugerencias me dieron el sustento moral para arribar hasta este libro. 
Entre tales lectores me gustaría destacar a una: Paula Quinteros, el alma detrás del diario The Objective, que durante casi diez años ha sabido ser ese puntal discreto donde te reconforta pensar que siempre podrías apoyarte.

Algunos de los conceptos que se me ocurrió idear (¿no somos eso, en el fondo, los filósofos: diseñadores de conceptos?) para los textos aquí reunidos han alcanzado a lo largo de estos últimos años, por así decirlo, vida propia; y ya corretean por ahí sin necesidad de apoyarse en su progenitor, al que en muchos casos se desconoce (y eso es un orgullo para todo padre). Así ocurrió pronto, por ejemplo, con el término ofendiditos. Lo utilicé por vez primera allá por mayo de 2017, en un artículo aquí recogido como capítulo inicial. Lo cierto es que por aquel entonces, deseoso yo como buen académico de trazar una mínima etimología del término, investigué si había sido ya empleado en el mismo sentido con que me disponía a dotarlo. El resultado de tales pesquisas fue negativo. Ahora bien, tras publicar mi textito, enseguida esa expresión y ese sentido irían cuajando en todo tipo de personas y personajes. Así, al año siguiente, ya lo manejarían el dúo cómico Pantomima Full o aparecería en el anuncio publicitario con el que la empresa Campofrío suele felicitar las Navidades. En 2019, la periodista Lucía Lijtmaer escribiría un libro de título homónimo; si bien, en su caso, para reivindicar el derecho a sentirse ofendidísimos por todo tipo de cosas. Hoy constituye una palabra de uso común en España.

Asimismo, hay nociones como «capitalismo moralista» o «PSOE state of mind» que han cuajado más allá de los textos donde hablé por primera vez de ellas —en 2019 y 2021, respectivamente—, textos que también aquí se recogen. Ambas expresiones, por cierto, han llegado a ser pronunciadas desde la tribuna del Congreso de los Diputados por parlamentarios a los que agradecí en su momento (y agradezco ahora) que me citaran. Esa misma cortesía me gustaría tenerla hacia los obispos españoles que incluyeron una reflexión sobre el capitalismo moralista en su documento de orientaciones pastorales para el período 2021-2025, titulado Fieles al envío misionero.

En ocasiones he observado que las ideas (que el lector podrá encontrar desarrolladas aquí) de un liberalismo «de niños burbuja» o de que vivimos bajo un «imperio del emotivismo» han sido empleadas con bastante tino aquí, allá o acullá.

Pero si hablamos de las repercusiones que ya se han dado de los textos aquí reunidos, quizá lo más notable resida en otra parte. La publicación en la primavera de 2025 de estas Cosas que he aprendido de gente interesante coincide con otro libro titulado, precisamente, como uno de nuestros capítulos primeros: Moderaditos. De forma análoga a Lucía Lijtmaer, en esta otra obra, cuyo autor es Diego Sánchez Garrocho, se trata de encomiar las virtudes de ser moderado, muy moderado o muy moderadito; algo sobre lo cual un servidor en el capítulo citado tiene una visión muy diferente (y nada moderadita). Cuando las personas afines a ti empiezan a usar tus conceptos te sientes, ciertamente, reconfortado; pero cuando son incluso quienes denuestan tus ideas los que recurren a las palabras que tú has popularizado, la complacencia alcanza zonas de tus sinapsis muy especiales. Agradezco, pues, a Diego Sánchez Garrocho la ocasión de tal deleite.

Con todo y con eso, a quien querría dedicar aquí mi agradecimiento más cordial es a Roger Domingo, director editorial de Deusto, con quien hablé por primera vez sobre la posibilidad de este libro allá por el año 2018. Desde entonces ha tenido la paciencia de esperar su advenimiento final. Podría, como tantos otros, echarle la culpa de este retraso a la pandemia de 2020, o podría también recurrir a la circunstancia de que en 2021 mi vida cambió sobremanera (dejé la universidad, me trasladé a Madrid, empecé a trabajar en ISSEP). Pero todo eso no serían sino falaces excusas para disimular mis yerros, por fortuna saldados gracias a la enorme generosidad de Roger.

Termino. Hay cierto pasaje donde Nietzsche compara la historia de la humanidad con un armario de disfraces que conviene conocer para así ser capaz, en cada momento, de ponerse el traje que mejor le venga a uno: vestir de pensador griego cuando proceda, de noble romano cuando sea lo preferible, de caballero medieval cuando resulte más oportuno. 

Me gustaría pensar en este libro de un modo similar a ese armario nietzscheano. No encontrará aquí el lector un «sistema» de filosofía, aunque hablaremos de filosofía; no hallará el desarrollo de una ideología política, aunque hablaremos de política; no se topará, ¡válgame el cielo!, con una teología determinada, aunque hablaremos de religión. Lo que aquí se guarda son más bien trajes distintos, herramientas diversas, conversaciones diferentes que podrán cuadrarle en alguna ocasión más que otra. 

Los capítulos a menudo están muy relacionados con el autor citado en su título; en otras ocasiones, la ligazón con el mismo resulta tenue, apenas una excusa para pensar. También hay capítulos (como los dedicados a los ofendiditos, a los escandalizaditos o al capitalismo moralista) que, por referirse a conceptos que ya han cobrado cierta vida propia —como comentábamos antes—, no contienen referencia a ningún autor en su título: no la precisan.

Aunque he intentado organizar todos estos textos según cierto orden, como en las estanterías de una biblioteca, lo cierto es que el lector es libre de picotear un capítulo aquí y otro más allá, como por entre las estanterías de una biblioteca. Al fin y al cabo, ¿no surge a veces el orden de nuestros vagabundeos más disipados? Los anglosajones han inventado una palabra, que en español decimos serendipia, para esos hallazgos casuales. Yo prefiero recordar el armario de Nietzsche, donde puedes toparte con una corona de laurel al lado de unas gafas de sabio, con un papiro antiguo al lado de un ordenador.

O también me gusta recordar, de vez en cuando, una de mis lecciones primeras. Ya la conoce el lector. En ocasiones, las cosas puede que empiecen con que te regalan un simple caramelo de fresa, alargado. Para que luego, al cabo de decenios, acabes encontrándote con que has aprendido una abigarrada multitud de cosas. Quizá no recuerdes exactamente en qué año o en qué mes comenzó todo. No importa en exceso. Pues de lo que sí estarás seguro es de que aquel fue un día soleado.

Solía contar el filósofo Gustavo Bueno el siguiente chiste. Cierto vasco, hombre de pocas palabras, asiste a un sermón dominical en que el sacerdote se prolonga perorando durante más de una hora. Al volver a su casa, su esposa le inquiere acerca de cuál fue el contenido de un sermón tan prolijo. 
«Habló sobre el pecado», contesta nuestro vasco. «Y ¿qué dijo el señor cura?», le repregunta su mujer. «Que no es partidario». 
Las universidades occidentales resulta que tampoco son partidarias del pecado y últimamente se afanan en dejárnoslo claro. Hace un tiempo, la Universidad de Oxford difundió entre sus miembros un pormenorizado «listado de microagresiones». Consisten tales listados en recopilaciones de mandamientos morales que habrás de obedecer si no quieres ser tachado de racista, machista, especista, homófobo, tránsfobo, animalófobo y demás pecados hodiernos. 

Las nuevas tablas de mandamientos de la Universidad de Oxford incluían, entre las formas de «racismo sutil, cotidiano» que denunciaban, el no mirar directamente a los ojos de la persona con que estés hablando. Ahora bien, inmediatamente se alzaron voces protestando porque este precepto ofendía a los autistas: muchos de ellos encuentran difícil mirar a los ojos de su interlocutor, pero ello no implica que sean reos de racismo. Intentando evitar las ofensas a las personas con otro color de piel, la Universidad de Oxford las había ofendido. De modo que ésta hubo de pedir perdón a los autistas. 

La moraleja es que en este tipo de asuntos uno camina siempre por terreno resbaladizo: si te esfuerzas por no ofender nunca a la gente de Guatemala, a veces acabas ofendiendo a la de Guatepeor. 

(Nota aclaratoria: en mi párrafo anterior no pretendo identificar a los autistas como algo «peor» que los guatemaltecos, sino que sólo hago un juego de palabras bastante tópico. Aprovecho, por cierto, el paréntesis para aclarar asimismo que en el párrafo primero de este texto ni don Gustavo Bueno ni un servidor pretendíamos ofender a los vascos poco locuaces). Permítaseme narrar ahora una anécdota más personal. Hace unos años yo mismo asistí a unas jornadas universitarias sobre transexualidad, bien sustanciosas. 

En un momento determinado me pareció oportuno preguntar a un conferenciante si había algún modo de diagnosticar la transexualidad a edades tempranas. El ponente, en primer lugar, me reprochó que utilizara el verbo diagnosticar para algo como la transexualidad, pues le parecía ofensivo. Dijo que «la patologizaba». 
En segundo lugar, me preguntó que cómo sabía yo mismo que yo era un varón y no una mujer. Cuando le fui a responder, el hombre me interrumpió para reconocerme que se había dado cuenta de que acababa de cometer un grave error. Y me pidió encarecidamente perdón por haber dado por supuesto que yo era un varón, fundándose sólo en cosas tan superficiales como mi aspecto físico o mi tono de voz, cuando en realidad yo podría poseer una rica interioridad de mujer que era a la postre, según él, lo único importante. 
Al final no tuve muy claro si era él o era yo quien más cosas supuestamente ofensivas había dicho en tan breve diálogo. Mas sí capté nítido que mi pregunta originaria había quedado sin contestar, sepultada bajo un grueso follaje de posibles ofensas mutuas. 

Estos ejemplos que ofrezco seguramente hayan traído a la mente del lector un variopinto elenco de casos similares. Vivimos, caben escasas dudas, en una época en que abunda la gente que se siente ofendida por cosas. Hay quien piensa que toda esa gente tiene siempre la razón, que si se ofenden es porque alguien habrá cometido la fechoría de ofenderlos y debe ser castigado.

Otros pensamos, sin embargo, que la actitud filosófica correcta reside en ponerse a distinguir entre ofensas reales y ofensas meramente imaginarias, dado que, al menos desde Platón, lo sensato es diferenciar siempre entre la verdad y lo engañoso. Pero también cabe otra pregunta filosófica acerca de todo esto: 
¿por qué vivimos en una época en que tanta gente se siente cada vez más ofendida por cada vez más cosas? Antes nunca ocurrió así. Se ha dado una respuesta de tipo, digamos, «psicológico» a tal interrogante. Vivimos en un mundo en que los adultos de hoy empiezan a ser cada vez más los antiguos críos de familias en que los padres pasaban poco tiempo con ellos. 
A veces por motivos laborales, a veces por divorcio, a veces porque los niños estaban sobrecargados de tareas extraescolares. Como consecuencia, esos padres han tratado a tales niños, en el escaso tiempo que podían pasar con ellos, con excesiva laxitud. 

Meredith Haaf, en su libro Dejad de lloriquear, explica que cada vez más padres ven como un deber dar siempre la razón a sus hijos, preservarlos de todo problema y contarles continuamente cuánto les gusta todo lo que hacen. 
Por consiguiente, esos niños, que hoy van siendo ya jóvenes adultos o simplemente adultos, no han aprendido cómo reaccionar ante gente que piensa o actúa de modo diferente al que ellos querrían. Y se ofenden. Existe también una respuesta política a nuestra pregunta. 

Ya en 1983, el sociólogo Alain Touraine explicó que nos adentrábamos en una época que él denominó «postsocialismo». Durante tal postsocialismo la izquierda dejaría de defender sólo a los trabajadores o a las partes más depauperadas de la sociedad y trataría de mostrarse como la principal defensora de cualquier minoría social (mujeres, gais, jóvenes, grupos étnicos o nacionales minoritarios ...). 

Dado que esos grupos a menudo pueden sentirse ofendidos por lo que la mayoría de la sociedad dice con respecto a ellos (las mayorías son así, no conocen todo lo que les molesta a las minorías), la nueva misión de la izquierda, según el análisis de Touraine, bien puede ser la de fomentar esos sentimientos de ofensa para, inmediatamente después, erigirse como el único paladín que librará a los ofendiditos de las garras de los pérfidos ofensores. Y cuantos más sean tales ofendidos, más votos irán al regazo de esa izquierda postsocialista que los quiere acurrucar. Alguien estaría sacando prósperos beneficios, pues, del actual incremento del número de ofendidos. Con todo y con eso, creo que ni la respuesta psicológica ni la respuesta política son capaces de explicar completamente por qué nos vamos sumergiendo en un mundo repleto de ofendidos. 

Y voy a proponer, para terminar, el esbozo de una respuesta más bien histórico-filosófica a todo este asunto. Occidente, que es la sociedad donde están sucediendo estas cosas, es desde hace unos 1.700 años una civilización marcada por el cristianismo. Y el cristianismo se caracteriza por dar una respuesta muy peculiar al problema del sufrimiento humano. En vez de echarle la culpa a la persona que sufre, como hacen algunas morales, o a las vidas anteriores que tuvo esa persona que sufre, como hacen otras religiones, el cristianismo aquí hace una afirmación atrevidísima: Dios mismo sufrió. Fue crucificado. Y, por tanto, el sufrimiento, por intolerable que parezca a veces, tiene siempre un sentido (divino). 

El Dios cristiano acompaña al que sufre, pero no como un cireneo que echa la mano por el hombro al sufriente, sino padeciendo Dios mismo también. Cualquier persona que sufre, pues, debería merecer de un cristiano su atención: Dios mismo está en ella. Mientras que, en otras culturas, podría merecer más fácilmente condenas, desprecio o indiferencia. Ahora bien, hoy nuestra sociedad ha olvidado estas nociones cristianas sobre lo divino del sufrimiento, pero parece haber conservado el empeño cristiano por fijarse en los que sufren. Así, no sabemos muy bien cómo tratar a todo el que dice que sufre, aunque tampoco aceptemos volver a la mentalidad romana o helénica, que invitaba a ignorarlos sin más. Ya no creemos en un Dios que acompañe a todo el que padezca algún daño, de modo que intentamos sustituirle y ser nosotros los que prestemos atención a cualquiera que diga sufrirlo; sin fijarnos mucho en si, a menudo, la causa de su dolor puede ser sólo una ofensa nimia. 

Entramos así en un mercadeo en que, si queremos recibir la atención de los demás, lo más fácil es mostrarnos como víctimas (el cristianismo apostaba por la víctima), pero sin tener ya muy claro cuál es el criterio para ser una verdadera víctima (hemos perdido al Dios cristiano, que sí lo tenía). Pensando habernos librado de un Dios crucificado y sus mandamientos, nos vemos ahora rodeados de cientos de diosecillos que exhiben sus cruces y nos reclaman miles de nuevos preceptos para no hacérselas más pesadas. Resulta poco sorprendente, pues, que ante todo esto Nietzsche pensara que nuestra sociedad es la sociedad de «los últimos hombres». Donde, naturalmente, ni la palabra hombres pretende ofender a las mujeres (Nietzsche no las excluía de tal decadencia), ni la palabra últimos pretende hacer daño a quienes preferimos no llegar los primeros a algunas metas. Como, pongamos por caso, en una carrera hacia la estupidez.

VER+:


«Qué lecciones profundas (sobre la Verdad, la Nación o el Mal) no hemos sabido aprender, o aprendimos mal, durante nada menos que 80 años tras el Holocausto»


«Toda la charlatanería sobre ‘valores éticos’ puede abocar, en unos casos, a relativistas morales; en otros, a meros moralistas y en otros, a fanáticos»


«Estamos exhaustos más en el alma que en el cuerpo. Solo vemos alrededor seres empeñados en subir una piedra por una pendiente que siempre les traiciona»


«Si queremos vencer al progresismo desatado de nuestros días, hay al menos un requisito que no podemos pasar por alto: hay que dejar de ser imbéciles»


«El Gobierno más radical de nuestra historia ha aprobado leyes que no solo van contra la fe cristiana, sino contra las bases mismas de nuestra civilización»


Cada día se intenta etiquetar más y más cosas como “delitos de odio”, para castigar así a todo el que ose expresarse de forma que alguien considere “ofensiva”


Estas ansias de controlar verdades no ciñen sus tentáculos a nuestro presente. Para controlar el futuro, tanto o más necesario es fiscalizar el pasado: lo han sabido bien todos los enemigos de la libertad.

MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ: 
"CLARO QUE HAY QUE PROVOCAR, PROVOCAR INCOMODIDAD A VECES ESTÁ BIEN..."