SIMÓN BOLÍVAR
DOCTRINA DEL LIBERTADOR
Doctrina del Libertador presenta diversos aspectos del pensamiento de Simón Bolívar (Venezuela, 1783-Colombia, 1830). La selección ha sido realizada con el propósito de no descuidar ninguna faceta importante del ideario bolivariano: los mensajes donde expone sus proyectos constitucionales; su concepto de la independencia y de la democracia; sus iniciativas en pro de la igualdad social; su lucha contra el peculado y la corrupción administrativa; sus ideas sobre el poder moral; su decidida promoción de la educación y la cultura; su visión americanista y universal; su repudio de la esclavitud y de la mita; su defensa de la soberanía nacional; su protección a la agricultura y a la industria, etc.
El presente volumen reproduce íntegramente y en riguroso orden cronológico cien documentos que obedecen a la necesidad de ofrecer en un solo corpus lo más representativo del pensamiento político, económico y social de Simón Bolívar.
Esta nueva coedición con el Banco Central de Venezuela, cuenta con una bibliografía selecta.
ESTE VOLUMEN reúne una centena de los documentos fundamentales del pensamiento bolivariano. Por medio del ordenamiento cronológico de sus textos, asistimos al despliegue de las ideas del Padre de la Patria y Libertador suramericano. Su radical antimperialismo, su ética libertaria y la casi infinita gama de escritos donde Bolívar plasma sus posiciones político-filosóficas desfilan en esta selección. Cartas, discursos, decretos, leyes y proclamas son algunas de las formas que asume el pensamiento libertador para dar cuenta de sus propuestas de construcción de la patria grande nuestramericana.
El Simón Bolívar presente en estas páginas legisla, sentencia, arenga y reflexiona sobre los más importantes sucesos que su tiempo histórico le brindó y muchos de los cuales lo tuvieron como protagonista principal.
Además del acceso a las fuentes del pensamiento bolivariano presentes en esta selección realizada por Manuel Pérez Vila, este volumen nos brinda un estudio introductorio que le sirve de prólogo, escrito por Augusto Mijares, uno de los más connotados estudiosos de la vida y obra de Simón Bolívar.
PRÓLOGO
BOLÍVAR COMO POLÍTICO
Y REFORMADOR SOCIAL
En LA CARTA que ha sido llamada profética, escrita por Simón Bolívar en Jamaica el 6 de septiembre de 1815, expresa el Libertador un juicio sobre la revolución de independencia, que tiene múltiples derivaciones sociológicas e históricas. Para Bolívar aquella contienda era “una guerra civil”, pero no por el hecho anecdótico y circunstancial de que había españoles en las filas republicanas y criollos bajo las banderas realistas, sino porque aquella guerra no era sino un episodio de la lucha mundial entre progresistas y conservadores:
seguramente –escribía Bolívar– la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Aparte del valor universal que estas observaciones del Libertador le daban a la guerra de independencia, ellas llevaban implícita esta otra característica que el Libertador tendría siempre a la vista en su actuación como político: que aquella lucha no debía tener como único objetivo la separación de España; que era una verdadera revolución, un punto de partida para organizar bajo nuevas formas los Estados que debían surgir de aquel enfrentamiento mundial.
De esa profunda convicción es de la cual nace el carácter de reformador social que asume el Libertador; y por eso su maestro don simón Rodríguez –testigo de aquella actitud, y quizás su lejano inspirador durante la niñez de Bolívar– exclamaba entusiasmado:
“Hoy se piensa, como nunca se había pensado, se oyen cosas, que nunca se habían oído, se escribe, como nunca se había escrito, y esto va formando opinión en favor de una reforma, que nunca se había intentado, LA DE LA SOCiEDAD”1.
Esto lo escribía Rodríguez en 1828, dos años antes de la muerte del Libertador, y precisamente durante aquel ocaso del genio se desarrollaba el último episodio de su lucha contra los políticos egoístas o acerbamente regionalistas, que lograron estancar la revolución dentro de estas menudas pasiones y apetencias.
Más que nunca incomprendido, Bolívar también necesitaba entonces la voz de su maestro, para que explicara así a la posteridad la clase de ambición que se le enrostraba: “sabe que no puede ser más de lo que es; pero sí que puede hacer más de lo que ha hecho”2.
La intención del presente volumen corresponde a esas observaciones que hemos hecho: por una parte, se propone destacar en Bolívar al pensador político y al reformador social; por la otra, espera que el Libertador pueda servirle todavía a la América Hispana, donde muchedumbres de desamparados encuentren quizás que él, si no puede ser más de lo que es, sí puede hacer más de lo que ha hecho.
II
No vacilo en atribuir a un remoto suceso de su infancia el primer impulso de aquella vehemente vocación de reformador social del Libertador.
Fue un episodio que hubiera podido hacer de él un resentido, con todas las funestas características que señala en la psicología de los resentidos Gregorio Marañón en su biografía del emperador tiberio; pero que transformado en fecunda y generosa rebeldía contra la injusticia –como también puede ocurrir en los espíritus superiores, según aquel crítico español– dio en el Libertador admirables frutos, totalmente contrarios a los que podían temerse.
Ocurrió que el 23 de julio de 1795 –por consiguiente, el día anterior al de cumplir sus doce años– Bolívar, ya huérfano de padre y madre, se fugó de la casa de su tío y tutor don Carlos Palacios, solterón hosco y de limitados alcances con quien jamás logró congeniar el futuro Libertador. La intención del niño era refugiarse en el hogar de su hermana María Antonia, pero don Carlos tenía la ley a su favor, y después de muchos y dolorosos incidentes el pupilo fue llevado a la fuerza al domicilio de su representante legal. Según el expediente levantado por las autoridades, el niño Bolívar manifestó entonces con sorprendente firmeza: “que los tribunales bien podían disponer de sus bienes, y hacer de ellos lo que quisiesen, mas no de su persona; y que si los esclavos tenían libertad para elegir amo a su satisfacción, por lo menos no debía negársele a él la de vivir en la casa que fuese de su agrado”3.
Pues bien, considero este suceso como de enorme repercusión en la vida de Bolívar porque casi treinta años después, en 1824, estando el Libertador en la cima de su gloria, escribe en el Perú al prefecto del departamento de trujillo y emplea en favor de los esclavos los mismos conceptos que le inspiró cuando niño su desamparada situación.
Y lo hace con una pasión que contrasta agudamente con el lenguaje oficial que debía emplear:
Todos los esclavos –ordena– que quieran cambiar de señor, tengan o no tengan razón, y aun cuando sea por capricho, deben ser protegidos y debe obligarse a los amos a que les permitan cambiar de señor concediéndoles el tiempo necesario para que lo soliciten. S.E. previene a V.S. dispense a los pobres esclavos toda la protección imaginable del Gobierno, pues es el colmo de la tiranía privar a estos miserables del triste consuelo de cambiar de dominador. Por esta razón S.E. suspende todas las leyes que los perjudiquen sobre la libertad de escoger amo a su arbitrio y por su sola voluntad. Comunique V.S. esta orden al síndico Procurador General para que esté entendido de ella y dispense toda protección a los esclavos.4
Nada satisfecho quedaba sin embargo el Libertador con aquellas reiteradas órdenes, que sólo aliviaban la situación de los esclavos: la abolición total de la esclavitud había sido su infatigable demanda ante los legisladores de Venezuela y de Colombia.
Había comenzado, desde luego, por manumitir a sus propios siervos; después, en 1816, “proclamé –dice en carta al general Arismendi– la libertad general de los esclavos”, y en 1819 decía así en su Mensaje al Congreso de Angostura: “yo abandono a vuestra soberana decisión la reforma o la revocación de todos mis estatutos y decretos; pero yo imploro la confirmación de la libertad absoluta de los esclavos, como imploraría mi vida y la vida de la República”.
Muy audaz resultaba sin embargo aceptar aquella demanda del Libertador, y basta para juzgarlo así recordar que, más de cuarenta años después, la abolición de la esclavitud en norteamérica provocó una larga y devastadora guerra civil.
Fácil es imaginar, pues, los numerosos intereses que en la América Hispana presionaban contra aquella medida, y la alarma que ésta debía causar estando ya comprometida la nación en una guerra contra España. tan poderosas eran esas fuerzas reaccionarias que en 1826, comentando Bolívar en carta a santander su proyecto de Constitución para la recién nacida República de Bolivia, decía: “Mi discurso contiene ideas algo fuertes, porque he creído que las circunstancias así lo exigían; que los intolerantes y los amos de esclavos verán mi discurso con horror, mas yo debía hablar así, porque creo que tengo razón y que la política se acuerda en esta parte con la verdad”5.
Más radical aún en otro aspecto de aquella lucha social que se desarrollaba paralelamente a la de independencia, Bolívar había llegado a pedir que el mestizaje, mediante la unión de nuestras diferentes razas, fuera intencionalmente aceptado como base de la armonía que la vida republicana debía establecer: “La sangre de nuestros ciudadanos es diferente; mezclémosla para unirla”, reclamaba en el citado Mensaje.
Y consecuentemente, en el mismo documento justificaba así la igualdad legal que debía imponerse: “La naturaleza hace a los hombres desiguales en genio, temperamento, fuerzas y caracteres. Las leyes corrigen esta diferencia, porque colocan al individuo en la sociedad para que la educación, la industria, las artes, los servicios, las virtudes, le den una igualdad ficticia (¿facticia?) propiamente llamada política y social”.
Son muy interesantes estas conclusiones del Libertador, porque en su época el argumento más fuerte contra la libertad ante la ley era la observación de que los hombres nacen desiguales. Bolívar parte de este mismo principio, pero le da un ingenioso vuelco en favor de la igualdad, advirtiendo que ésta debe imponerse, no para obedecer a la naturaleza sino para corregirla en beneficio de la justicia y del orden social.
De acuerdo con las ideas predominantes en nuestros días, me tocaría exponer ahora cuáles fueron las medidas de orden económico que tomara el Libertador para completar y afianzar aquella igualdad social que preconizaba.
Pero considero que es irreflexivo anacronismo exigirle demasiado en ese campo a un reformador social de aquellos días. Y sobre todo, en países donde la agricultura y la explotación pecuaria, todavía primitivas, no permitían la pequeña propiedad, o la reducían a aliviar con escasos ingresos la situación del campesino. Y en cuanto a las ciudades, que estaban muy poco desarrolladas y formaban apenas una endeble fachada ante las grandes extensiones rurales que eran el verdadero país, puesto que carecían de industrias y el comercio estaba reducido a una compraventa de carácter local y muy limitado, también en ellas el gobernante más emprendedor sólo podía dedicarse a estimular y diversificar aquella incipiente economía.
Era posible, eso sí, erradicar o reducir los abusos de los poderosos, y a esa línea de conducta corresponden las numerosas medidas que el Libertador dictó, en todos los países emancipados por él, acerca del trabajo de los indígenas y su remuneración, el trato que debía dárseles en las misiones, el trabajo de los mineros, etc.
Además, y a lo menos en Venezuela, varias medidas que se habían tomado desde el principio de la revolución –como fueron las que suprimían los mayorazgos y las llamadas “manos muertas”, que mantenían estancadas y en gran parte improductivas vastas propiedades– eran iniciativas de orden económico que contribuían a la redistribución de la riqueza. Y así mismo, la confiscación de los bienes pertenecientes a los realistas y el establecimiento de los Haberes Militares, que permitía pagarles a los servidores de la República a expensas de esos bienes, fue un estímulo de amplio alcance a la nivelación económica de la población.
III
Fue sobre todo a través de la educación popular como los libertadores, y el Libertador con especial empeño, buscaron realizar este doble objetivo económico y social: por una parte, abrirle al pueblo el acceso a una vida más productiva y remuneradora; y por la otra, modificar la estructura de una sociedad que, sin clases medias, exhibía en lo más alto una oligarquía de propietarios, letrados y funcionarios, y no tenía debajo sino un pueblo ignorante, miserable y pasivo.
El desarrollo de la educación popular encontraba sin embargo dos obstáculos casi insuperables: uno, que era muy difícil formar maestros, tanto por aquella incultura casi general de la población como por los pocos incentivos que la profesión presentaba; el otro, que en medio de la miseria agravada por la guerra, no había dinero para pagar los maestros y menos aún para la instalación y el equipo, siquiera elementales de las escuelas.
Estos dos problemas perdurarían en Venezuela durante todo el resto del siglo –que también fue de miseria y guerras– y anularon los esfuerzos que a partir de 1830 hicieron los fundadores ideológicos de la segunda República.
Pero en tiempos del Libertador el analfabetismo y la escasez de maestros eran un problema mundial, y por eso había despertado tanto entusiasmo el método llamado de enseñanza mutua, o de Lancaster, que consistía básicamente en utilizar a los alumnos más adelantados de cada escuela para enseñar a los recién llegados o más remisos.
Bolívar, que había conocido a Lancaster en Londres, en la casa del Precursor Miranda –interesado también en aquel problema vital para la América Hispana–, concibió desde entonces grandes esperanzas en la aplicación de su sistema.
Igual le ocurría a uno de sus mejores ministros, el doctor José Rafael Revenga. Hasta el punto de que habiendo ido a Londres en misión oficial, fue encarcelado allá por los acreedores de la Gran Colombia, porque se había comprometido personalmente por las deudas de ésta, pero Revenga contrademandó y obtuvo una indemnización pecuniaria. ¿Y qué se le ocurrió entonces hacer con aquel dinero? Emplearlo en la compra de útiles escolares para fundar en su patria una escuela normal gratuita, bajo el método de Lancaster6.
La posición de don simón Rodríguez era diametralmente opuesta, pero es fácil comprenderlo. Es que Miranda, Bolívar y Revenga consideraban sobre todo la urgencia de resolver el problema de la educación popular y las dificultades que se oponían a ello. Pero don simón Rodríguez, como exigente pedagogo, juzgaba antes que nada las deficiencias que para impartir una verdadera educación presentaba el sistema lancasteriano. Lo consideraba semejante –decía con su peculiar humorismo– a las sopas de hospital, que llenan pero no alimentan; y en franca oposición a Bolívar, insistía: “Cuando más, se necesitan cinco años para dar un pueblo a cada República. Pero para conseguirlo, es preciso algo más que fundar escuelas de Lancaster”.
Colocado en el justo medio, el gran humanista don Andrés Bello opinaba que las ideas de Lancaster eran adaptables en cierta medida a la educación primaria, pero las rechazaba para la educación media y la superior.
Me he extendido tanto en la exposición de estas opiniones antagónicas porque considero extraordinario que cinco venezolanos eminentes, y de tan diferentes caracteres y actividades, como eran Miranda, Bolívar, Revenga, Rodríguez y Bello, se apasionaran de aquella manera al juzgar un sistema de enseñanza, como si fueran maestros de escuela.
Eso nos indica el entusiasmo y los cuidados que ponían en el propósito de la educación popular; y ratifica lo que al principio decíamos: que para ellos la independencia no tenía como único objetivo la separación de España; que la veían como una profunda revolución, dirigida a organizar a estos países bajo nuevas formas de igualdad y justicia.
Tres años después de la victoria decisiva de Carabobo en 1821, el propio Lancaster llegó a Venezuela para ensayar su sistema. Pero la Municipalidad de Caracas, que lo había invitado a venir y lo recibió con la mayor cordialidad, se le mostró después adversa. Bolívar tomó entonces sobre sí la protección del pedagogo; desde Lima le escribió para alentarlo en su empresa; en otra carta se quejó al Ayuntamiento caraqueño por haberlo hostilizado; le ofreció 20.000 duros del millón que el Perú le había autorizado a emplear; y como al fin su letra para saldar esta deuda no pudo ser satisfecha por el gobierno peruano, dispuso que al venderse las minas de Aroa –lo único que le quedaba de su patrimonio familiar– se le pagaran a Lancaster 22.000 duros, a lo cual montaba ya aquella deuda, con sus intereses.
Pero aquélla no era sino una más de las numerosas ocasiones en que el Libertador demostraría su interés por la educación.
Muy conocido es el apremiante aforismo que estableció en su discurso ante el Congreso de Angostura: “Moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades”.
En aquellos momentos la victoria frente a los realistas estaba más que nunca comprometida, y los ejércitos republicanos carecían de todo –no sólo de armas, sino también de calzado, de ropa y hasta de alimentos–, pero éstas no eran para Bolívar las primeras necesidades, sino la moral y la educación. Siempre sus miradas fijas en el porvenir; en la organización social y política que debía darse a estas Repúblicas después del triunfo. Y porque esa Reforma de la sociedad –como la llamaba don simón Rodríguez– era el verdadero objetivo y la única justificación de la devastadora guerra que se sufría.
Otra observación que considero de gran valor subjetivo es ésta: que Bolívar ha sido considerado muchas veces como un rousseauniano, y en gran parte lo era; pero que acerca de la educación había meditado tanto por su propia cuenta, que así como no vacila en separarse de su maestro al juzgar el sistema lancasteriano, tampoco teme apartarse de Rousseau al darles a las madres papel primordial en la educación de sus hijos.
Rousseau, además de su aversión a las mujeres letradas, prefería que el discípulo ideal fuera huérfano. Bolívar consideraba, por el contrario, que era
…absolutamente indispensable la cooperación de las madres para la educación de los niños en sus primeros años, y siendo éstos los más preciosos para infundirles las primeras ideas y los más expuestos por la delicadeza de sus órganos, la Cámara cuidará muy particularmente de publicar y hacer comunes y vulgares en toda la República algunas instrucciones breves y sencillas, acomodadas a la inteligencia de todas las madres de familia sobre uno y otro objeto. Los curas y los agentes departamentales serán los instrumentos de que se valdrá para esparcir estas instrucciones, de modo que no haya una madre que las ignore, debiendo cada una presentar la que haya recibido y manifestar que la sabe el día que se bautice su hijo, o se inscriba en el registro de nacimiento.7
En cuanto a la educación que debían recibir los niños ya más crecidos, puede servirnos de ejemplo la que quiso establecer en el Perú y Bolivia según el testimonio de don simón Rodríguez:
Expidió un decreto –nos narra éste– para que se recogiesen los niños pobres de ambos sexos… no en Casas de Misericordia a hilar por cuenta del Estado; no en Conventos a rogar a Dios por sus bienhechores; no en Cárceles a purgar la miseria o los vicios de sus padres; no en Hospicios, a pasar sus primeros años aprendiendo a servir, para merecer la preferencia de ser vendidos a los que buscan criados fieles o esposas inocentes. Los niños se habían de recoger en casas cómodas y aseadas, con piezas destinadas a talleres y éstos surtidos de instrumentos y dirigidos por buenos maestros… Las hembras aprendían los oficios propios de su sexo, considerando sus fuerzas; se quitaban por consiguiente, a los hombres, muchos ejercicios que usurpan a las mujeres. Todos debían estar decentemente alojados, vestidos, alimentados, curados y recibir instrucción moral, social y religiosa… se daba ocupación a los padres de los niños recogidos, si tenían fuerzas para trabajar; y si eran inválidos se les socorría por cuenta de sus hijos; con esto se ahorraba la creación de una casa para pobres ociosos, y se daba a los niños una lección práctica sobre uno de sus principales deberes. Tanto los alumnos como sus padres gozaban de libertad –ni los niños eran frailes ni los viejos presidiarios–; el día lo pasaban ocupados y por la noche se retiraban a sus casas, excepto los que querían quedarse. La intención no era (como se pensó) llenar el país de artesanos rivales y miserables, sino instruir, y acostumbrar al trabajo, para hacer hombres útiles, asignarles tierras y auxiliarlos en su establecimiento… era colonizar el país con sus propios habitantes. Se daba instrucción y oficio a las mujeres para que no se prostituyesen por necesidad, ni hiciesen del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia.8
Para apreciar debidamente el alcance de este plan en aquellos días, debemos recordar que en la propia Europa no existían entonces, para los hijos del pueblo, sino aquellas Casas de Misericordia, aquellos Conventos, Cárceles y Hospicios, que indignaban a Bolívar y a don simón; y que hasta principios de este siglo las mujeres, sin oficio y esclavizadas por los prejuicios, crecían aterrorizadas por la disyuntiva de prostituirse abiertamente o de aceptar en el matrimonio otra forma de prostitución disimulada.
Si es notable la independencia de criterio que en materia de educación conserva Bolívar frente a don simón Rodríguez y a Rousseau, más sorprendente aún es ver cómo reacciona contra los prejuicios de su época, según los cuales tener “un borlado” en la familia era el ideal supremo de todas las personas “de calidad”. Bolívar, por el contrario, adelantándose a una revolución que todavía está por hacerse en la América Hispana, escribía acerca de la educación de su sobrino Fernando Bolívar: “siendo muy difícil apreciar dónde termina el arte y principia la ciencia, si su inclinación le decide a aprender algún arte u oficio yo lo celebraría, pues abundan entre nosotros médicos y abogados, pero nos faltan buenos mecánicos y agricultores que son los que el país necesita para adelantar en prosperidad y bienestar”.
Muchas otras ideas e iniciativas del Libertador sobre la educación quisiera comentar, pero darían extensión abusiva a este prólogo.
No me privaré sin embargo de tomar dos breves citas del borrador inconcluso, titulado La instrucción pública, que Bolívar dejó entre sus papeles. Sencillas y hermosas, elevadas y tiernas, algunas de sus observaciones sobre la formación de los niños no parecen salir del endurecido guerrero y ajetreado político que era el Libertador.
Obsérvese, por ejemplo, con cuánto cariño se duele por los chicos que eran víctimas del rigor escolar aceptado entonces en el mundo entero: “Decirle a un niño vamos a la escuela, o a ver al Maestro, era lo mismo que decirle: vamos al presidio, o al enemigo; llevarle, y hacerle vil esclavo del miedo y del tedio, era todo uno”.
Y el remedio que propone contra ese atroz sistema:
Los premios y castigos morales, deben ser el estímulo de racionales tiernos; el rigor y el azote, el de las bestias. Este sistema produce la elevación del espíritu, nobleza y dignidad en los sentimientos, decencia en las acciones. Contribuye en grande manera a formar la moral del hombre, creando en su interior este tesoro inestimable, por el cual es justo, generoso, humano, dócil, moderado, en una palabra un hombre de bien.9
IV
En cuanto a las ideas políticas del Libertador, no cometeré la simpleza de exponerlas o explicarlas aquí, cuando con tanto brillo y precisión lo hizo él en los documentos que en este libro encontrarán nuestros lectores.
Pero sí es necesario, para entender algunos de sus aspectos, exponer con alguna extensión una peculiaridad de nuestros revolucionarios de aquella época, que Bolívar consideró siempre extremadamente peligrosa.
Y fue que, obsesionados los que hicieron nuestra primera Constitución, en 1811, por el temor de que la República sucumbiera bajo el despotismo unipersonal –como había sucedido en Francia con napoleón– o que el gobierno deliberativo cediera ante el prestigio de los caudillos, como ya podía temerse en la América Hispana, se empeñaron en rodear de trabas de toda clase al Poder Ejecutivo. Con el consiguiente debilitamiento de la prontitud y eficacia que debían tener sus decisiones para superar los problemas de los quince años de guerra que nos esperaban, hasta la expugnación de El Callao en 1826.
No solamente, pues, los fundadores de nuestra primera República se decidieron por el régimen federal, que dispersaba temerariamente la acción del poder central, sino que por la propia organización del Poder Ejecutivo lo maniataron, confiándoselo a un triunvirato cuyos miembros debían turnarse en su ejercicio.
Y a tanto llegaron las otras precauciones legales en el mismo sentido, que en los primeros días de la guerra se dio el caso de que, debiéndose enviar un batallón fuera de Caracas para auxiliar a unas fuerzas comprometidas frente al enemigo, fue necesario deliberar y decidir previamente si aquel batallón debía considerarse como parte del Ejército de la Confederación, como un cuerpo adscrito a la defensa de la provincia, o como milicias de la capital. Porque en los dos últimos casos no podía salir fuera de la provincia o de la ciudad.
Tal fue la causa de que aquel primer ensayo republicano cayera vencido ante las fuerzas realistas. Pues aunque aparentemente se le confió al Precursor Miranda la dictadura, fue cuando casi todo el país estaba ya en poder del enemigo. Y todavía –todavía– para que se le concediera la facultad de nombrar a los jefes militares subalternos y ascenderlos durante la campaña, se emprendieron lentas deliberaciones.
Estos amargos recuerdos perduraron en Bolívar durante toda su vida. Y eran los que le hacían decir en su “Manifiesto de Cartagena” del 15 de diciembre de 1812, al juzgar la caída de la primera República:
De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas, y capaces de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad, con suceso y gloria. Por el contrario: se establecieron innumerables cuerpos de milicias indisciplinadas, que además de agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus hogares e hicieron odioso el Gobierno que obligaba a estos a tomar las armas y a abandonar sus familias.
Y reiteraba:
El resultado probó severamente a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes, por llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales, porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse a los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo perdido, desde que es derrotado una vez; porque la experiencia no le ha probado que el valor, la habilidad y la constancia corrigen la mala fortuna.
Sobre lo que había sido en Venezuela el régimen federal, escribía:
Cada Provincia se gobernaba independientemente; y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades (…) Las elecciones populares hechas por los rústicos del campo y por los intrigantes moradores de las ciudades, añaden un obstáculo más a la práctica de la federación entre nosotros, porque los unos son tan ignorantes que hacen sus votaciones maquinalmente, y los otros tan ambiciosos que todo lo convierten en facción; por lo que jamás se vio en Venezuela una votación libre y acertada, lo que ponía el gobierno en manos de hombres ya desafectos a la causa, ya ineptos, ya inmorales. El espíritu de partido decidía en todo, y por consiguiente nos desorganizó más de lo que las circunstancias hicieron. Nuestra división, y no las armas españolas, nos tornó a la esclavitud.
Pero tampoco fueron simples recuerdos para el Libertador aquellos errores y desdichas. Ante él se irguió siempre la misma tendencia anarquizante, que por desgracia arrastraba a muchos republicanos de buena fe y con valiosos servicios.
Tal fue el caso, en 1817, del llamado Congresillo de Cariaco, que algunos políticos y militares reunieron con la consigna de restablecer “el gobierno en receso”, o sea, el de 1811, bajo el sistema federal y con un Ejecutivo de tres miembros. Era portavoz de estas ideas el canónigo José Cortés de Madariaga, el cual, recién llegado del extranjero, prometía que al restablecerse el gobierno constitucional en aquella forma, obtendría reconocimiento y ayuda de inglaterra. Algunos patriotas civiles de cierta importancia se le sumaron, y entre los militares hasta el almirante Brión, tan adicto al Libertador. Pero fue sobre todo el general santiago Mariño quien le dio más calor al proyecto, hasta el punto de que habiendo reunido en el pueblo de Cariaco a los que se consideraron más llamados a formar la asamblea que debía organizar el gobierno –apenas en número de once– renunció en su nombre y en el de Bolívar la autoridad que se les había conferido en Los Cayos. Y ya dentro de ese desorbitado proceder, el Congresillo nombró para ejercer el Poder Ejecutivo a tres personas: en primer término a Fernando del toro, inválido desde 1811 y refugiado desde entonces en trinidad; en segundo lugar al ciudadano Francisco Xavier Mayz, y como tercer miembro a Bolívar, que para nada había figurado en el asunto. Mariño fue reconocido, naturalmente, comandante en jefe del Ejército; y como se señaló para capital de la República la ciudad de La Asunción, en la isla, y allí debían permanecer los elegidos para el triunvirato Ejecutivo, Bolívar hubiera quedado recluido allí, esperando gobernar un mes de cada tres…
Para juzgar hasta qué punto era descabellado ese plan, baste decir que en aquellos momentos casi todo el territorio de Venezuela estaba ocupado por los realistas, de tal manera que los patriotas no tuvieron una sola ciudad de cierta importancia donde reunir aquella ostentosa Asamblea Constituyente.
Pero cuando Bolívar convocó el Congreso de Angostura, y a pesar de que casi simultáneamente iba a obtener, sin interrupción, los triunfos deslumbrantes que le permitieron llevar las banderas republicanas desde el Orinoco hasta el Potosí, no por eso cejó aquella oposición legalista, muy respetable, repito, pero detrás de la cual se movían no pocas veces las asechanzas de los caudillos rivales.
Obsérvese en primer término que cuando Bolívar presenta ante aquel Congreso su célebre Mensaje y los proyectos constitucionales que había concebido, él mismo considera que está vigente la Constitución de 1811; y por eso habla en presente cuando dice: “nuestro triunvirato carece, por decirlo así, de unidad, de continuación y de responsabilidad individual”.
Es una particularidad que los historiadores han pasado por alto y que me parece muy significativa. Porque indica que, íntimamente, el Libertador compartía la idea de que, dentro de una estricta juridicidad, él estaba obligado, como simple general victorioso, a reponer “el gobierno en receso” de 1811, según habían pretendido los promotores del Congresillo de Cariaco. Y a su vez este estado de ánimo nos indica cuánto pesaban sobre él las exigencias de los más exaltados constitucionalistas.
Pero como por otra parte comprendía la temeridad de restaurar aquel orden legal que había arruinado a la República, eso nos explica la vehemencia con que reacciona y las acres observaciones que contiene aquel Mensaje, acerca de la naturaleza humana en general, y en particular sobre los peligros de la anarquía ideológica que se sumaba en Venezuela a los intentos desintegradores del caudillismo.
Como es bien sabido, el Congreso de Angostura no aceptó ni la Presidencia vitalicia ni el senado hereditario, propuestos por Bolívar como base hipotética de nuestra estabilidad institucional. Las funciones del Presidente fueron reducidas a cuatro años; y aunque por el momento los senadores fueron declarados vitalicios, en 1821 se redujo a ocho años su mandato.
También fue soslayado el establecimiento del Poder Moral, en el cual ponía tantas esperanzas el Libertador. Y si consideramos que de él formaba parte aquella Cámara de Educación que ya hemos comentado, nos resultan simplistas y brutales las opiniones de algunos de los congresistas, tal como quedaron expresadas en el dictamen final de la Asamblea: “El Poder Moral –decía este documento– estatuido en el proyecto de Constitución presentado por el General Bolívar, como Jefe supremo de la República, en la instalación del Congreso, fue considerado por algunos diputados como la idea más feliz y la más propia a influir en la perfección de las instituciones sociales. Por otros como una inquisición moral, no menos funesta ni menos horrible que la religiosa”10.
Obsérvese que la Constitución de Angostura fue firmada después del triunfo del Libertador en Boyacá, y la Constitución de 1821 después de la victoria de Carabobo. De manera que con aquel rechazo de los propósitos bolivarianos parecían ratificar los congresistas que, por muy alto que hubiera subido el prestigio de Bolívar, no los cohibía para juzgarlo a él y a sus proyectos.
Más graves fueron otros sucesos que ocurrieron en aquel mismo año de 1819, durante la prodigiosa campaña en la cual Bolívar tramontó los Andes para triunfar en Boyacá. Algunos congresistas se lanzaron contra él, a pretexto de que no había consultado al Congreso su expedición sobre la nueva Granada, y aunque esta pretensión era absurda, puesto que del secreto de aquella empresa dependía su éxito, varios militares uniéronse a los políticos intrigantes, obligaron al doctor Zea a renunciar la vicepresidencia, y lo sustituyeron por el general Arismendi… que estaba preso por una sublevación reciente. inmediatamente Arismendi se adjudicó la autoridad y el título de capitán general y, entre otras precipitadas medidas, tomó la de arrebatar a Bermúdez el mando del ejército de Oriente, para confiárselo a Mariño. En resumen, una vez más, completa anarquía militar y política: si se hubieran derrumbado detrás de él aquellas montañas que acababa de escalar, no hubiera sido más desesperada la situación de Bolívar.
En 1824, hallándose el Libertador en el Perú, tuvo que sufrir nuevos embates de aquel espíritu divisionista que a veces no vacilaba en arriesgar la propia suerte de la patria.
Estaba entonces en su mayor esplendor la Gran Colombia, creada mediante la unión de Venezuela, nueva Granada y la actual República del Ecuador.
Pero algunos políticos de la capital –que era entonces Bogotá– no habían visto con buenos ojos la expedición de Bolívar para libertar al Perú, y alegaban dos razones que no dejaban de ser valiosas: una, que Colombia había quedado despoblada y en extrema miseria, por lo cual no podían exigírsele nuevos sacrificios en hombres y en dinero; y la otra, que ella misma estaba amenazada por el triunfo de la santa Alianza y del absolutismo en Europa y, además, porque en la propia Venezuela habían persistido hasta fines de 1823 considerables fuerzas realistas que intentaban la reconquista.
Bolívar, sin embargo, había logrado que predominase su criterio, según el cual era un deber de toda la América acudir en auxilio de sus hermanos peruanos. Y que, por otra parte, más de temer que los contingentes realistas de Venezuela y que la amenaza de la santa Alianza, era el poderoso ejército que España mantenía en el Perú. Y que envalentonado porque jamás había sido vencido, podía atacar a voluntad sobre el norte o el sur del continente.
En todo caso, puesto que el Congreso de Bogotá había autorizado la expedición, era desleal y temerario comprometerla ahora con regateos sobre los auxilios que necesitaba, o con intrigas de otro género. Pero eso fue, sin embargo, lo que ocurrió.
Bolívar había llevado consigo un ejército, es verdad; y durante los primeros meses de la campaña los departamentos de Quito y Guayaquil lo ayudaron a costa de sacrificios increíbles. Pero los españoles contaban con fuerzas que ascendían a 22.000 hombres y tenían de su parte todas las ventajas que largos años de paz y de autoridad sin discusión ofrecen a los vencedores.
En enero de 1824 la situación había llegado a ser desesperante, y el Libertador le escribe al general Salom, que gobernaba el Departamento de Quito: “… el Perú no tiene en el día ramos de hacienda de que disponer. Si ud. no se esfuerza en mandarme los reclutas pedidos, los vestuarios, fornituras, morriones, capotes, quinientas sillas, ponchos o frazadas ordinarias y todos mis demás pedidos para el ejército, nada haremos de provecho; el Perú se perderá irremediablemente…”11.
Y tratando de estimular a santander, vicepresidente de la Gran Colombia encargado de la Presidencia, le promete: “Mande ud. esos 4.000 hombres que ha ido a buscar ibarra y el día que ud. sepa que han llegado al Perú, haga ud. de profeta y exclame: ¡Colombianos, ya no hay españoles en América!”12.
Pero la respuesta de Santander fue que “si el Congreso me da auxilios pecuniarios, o de Europa los consigo, tendrá ud. el auxilio, y si no, no”. Agregaba que solicitaría del Congreso “una ley para poder auxiliar, porque hasta ahora no la tengo”; y ante nuevas exhortaciones de Bolívar le contesta al fin, tajantemente:
Yo soy gobernante de Colombia y no del Perú; las leyes que me han dado para regirme y gobernar la República nada tienen que ver con el Perú y su naturaleza no ha cambiado, porque el Presidente de Colombia esté mandando un ejército en ajeno territorio. Demasiado he hecho enviando algunas tropas al sur; yo no tenía ley que me lo previniese así, ni ley que me pusiese a órdenes de ud., ni ley que me prescribiese enviar al Perú cuanto ud. necesitase y pidiese.13
Poco después al mismo santander se le ocurrió otra cosa. Que fue consultar al Congreso “si los grados y empleos concedidos por el Libertador en el ejército de Colombia tendrían validez en ésta”.
Se refería, desde luego, al ejército colombiano que combatía en el Perú, y Bolívar se alarmó por el efecto desmoralizador que en esas tropas podía causar tan extraña duda. Recomendó, pues, a sucre la mayor prudencia frente a la reacción que podía temerse; pero el propio sucre encabezó una representación de los oficiales así agredidos, en la cual calificaban como “atroz injuria del Poder Ejecutivo en consultar al Congreso si los empleos que V.E. había dado al ejército serían reconocidos en Colombia, como si nosotros hubiéramos renunciado a nuestra patria”.
Y después vino lo peor. La Cámara de Representantes de Bogotá había llegado hasta discutir si el Libertador “había dejado de ser Presidente (de Colombia) por admitir la Dictadura (en el Perú) sin permiso del Congreso”. Y apoyado después en la misma presunta incompatibilidad de funciones, optó por destituir a Bolívar del mando del ejército colombiano que combatía en el Perú.
Lo cual hubiera acarreado la pérdida total de aquella empresa, si Bolívar no hubiera tenido a sucre para continuarla.
Por otra parte, si el lector ha puesto atención a las fechas que hemos venido citando, se habrá dado cuenta de que fue incesante, y se manifestó bajo las más variadas formas, aquel “espíritu de partido” que Bolívar señalaba en 1812 como causa de la destrucción de la República. Y podrá imaginar cuánto tino, cuánta paciencia y cuánto valor moral necesitó el Libertador para enfrentar o soslayar aquella presión constante. Que además –y era lo más conflictivo– el mismo Bolívar consideraba respetable, como necesario contrapeso de la opinión pública a la voluntad absorbente del gobernante.
Con sin igual nobleza lo expresa así en 1828, frente a los últimos y más despiadados ataques que sufría al final de su vida; y el análisis que hace tiene una extraordinaria lucidez, objetiva y subjetiva a la vez. Es en carta a urdaneta, el 7 de mayo de aquel año, y decía así:
… debo irme o romper con el mal. Lo último sería tiranía y lo primero no se puede llamar debilidad, pues que no la tengo. Estoy convencido de que si combato triunfo y salvo el país y ud. sabe que yo no aborrezco los combates. ¿Mas por qué he de combatir contra la voluntad de los buenos que se llaman libres y moderados? Me responderán a esto que no consulté a estos mismos buenos y libres para destruir a los españoles y que desprecié para esto la opinión de los pueblos; pero los españoles se llamaban tiranos, serviles, esclavos y los que ahora tengo al frente se titulan con los pomposos nombres de republicanos, liberales, ciudadanos. He aquí lo que me detiene y me hace dudar.14
Sí: solamente aquellos escrúpulos morales podían detener al infatigable batallador. Y haberlos conservado intactos hasta el término de su vida, a través de tantas perfidias y desilusiones, es uno de los rasgos más hermosos de su carácter.
En cuanto al objetivo mismo de sus proyectos constitucionales, es también muy significativo observar que, lejos de ceder a la tentación de regularizar en ellos la autoridad expeditiva y caudillesca que las circunstancias ponían en sus manos, el Libertador se empeñó también en rodear de trabas y contrapesos al Poder Ejecutivo.
De tal manera que si por algo peca la amplísima y original estructura legislativa que proponía, es por su extrema complejidad. Dijérase que angustiado en exceso, porque no creía que la sociedad de su tiempo podía darle una base estable para la reorganización del Estado, quiso invertir audazmente los términos y forjar un Estado que fuera la base de una nueva sociedad. Es lo que expresa cuando, siempre fiel al racionalismo revolucionario, sugiere al Congreso de Angostura que su misión será “echar los fundamentos a un pueblo naciente”. Y puntualiza: “se podría decir la creación de una sociedad entera”.
Augusto Mijares
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1. Simón Rodríguez, Sociedades americanas, Caracas, edición facsimilar, 1950, p. 81. El subrayado [aquí en cursivas] y las mayúsculas son del propio don Simón.
2. Simón Rodríguez, Defensa de Bolívar (El Libertador del mediodía de América y sus compañeros de armas defendido por un amigo de la causa social), Caracas, imprenta Bolívar, 1916, p. 78. El subrayado [aquí en cursivas] es de don Simón.
3. Expediente ante la Real Audiencia de Caracas sobre domicilio tutelar del menor don Simón Bolívar. Boletín de la Academia Nacional de la Historia, Caracas, no 149, enero-marzo, 1955, 64 p.
4. Simón Bolívar, Decretos del Libertador, Caracas, sociedad Bolivariana de Venezuela, 1961, tomo i, p. 289.
5. Simón Bolívar, Cartas del Libertador corregidas conforme a los originales, Vicente Lecuna; comp., Caracas, Litografía y tipografía Comercio, 1929, v. 5, p. 32.
6. Es dato que tomo de la valiosa obra del Dr. Armando Rojas, Ideas educativas de Simón Bolívar, Madrid, [Afrodisio Aguado], 1958, p. 65.
7. La Cámara a la cual se refiere Bolívar es a la Cámara de Educación, que formaba parte del Poder Moral propuesta por él en Angostura. Por lo general, cuando las citas que hago corresponden a documentos incluidos en este volumen, me parece innecesario señalar la fuente.
8. Simón Rodríguez, El Libertador del mediodía de América y sus compañeros de armas defendidos por un amigo de la causa social, Arequipa, [imprenta Pública], 1830. La cita de Rodríguez se refiere en concreto a lo decretado en Bolivia; pero los planes eran iguales para el Perú y Colombia. En ésta –en Bogotá– Rodríguez acaba de fundar una “Casa de industria Pública”, según el mismo modelo.
9. Vicente Lecuna, Papeles de Bolívar, Caracas, [Litografía del Comercio], 1917, pp. 303 y 304, respectivamente.
10. Augusto Mijares, El Libertador, 5a edición, Caracas, [Ministerio de Obras Públicas], 1969, p. 347.
11. Simón Bolívar, Cartas del Libertador, op. cit., v. 4, pp. 23-24.
12. Ibidem, tomo iV, p. 150.
13. Francisco de Paula santander, Cartas de Santander, Caracas, [edición del Gobierno de Venezuela], 1942, pp. 275 y 290, respectivamente.
14. Simón Bolívar, Cartas del Libertador, op. cit., v. 7, p. 260
8716514 Simon Bolivar Doctrina Del Libertador by wr_molina
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