EL Rincón de Yanka: LIBRO "LIBEROFOBIA": EL (DES)GOBIERNO DE LAS BUENAS INTENCIONES y VIDEO "EL PODER DE LA CONVERSIÓN" por ANTONINI DE JIMÉNEZ

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domingo, 25 de febrero de 2024

LIBRO "LIBEROFOBIA": EL (DES)GOBIERNO DE LAS BUENAS INTENCIONES y VIDEO "EL PODER DE LA CONVERSIÓN" por ANTONINI DE JIMÉNEZ

 LIBEROFOBIA

El (des)gobierno 
de las buenas intenciones

ANTONINI DE JIMÉNEZ

Marchena, 1983
Doctor en Ciencias Económicas y Magíster 
en Economía del Desarrollo por 
la London School of Economics.

PREFACIO

Prueba de la gran calidad humana de Antonini de Jiménez es la de que haya confiado en quien es­ cribe la tarea de realizar una pequeña laudatio de la excelente crestomatía que a continuación podrán leer, dado que discrepo de muchas de las cosas que en ella se afirman y nuestro autor es consciente de ello. Pero discrepo dentro del mismo marco de pensamiento que él, lo que demuestra a su vez que en este caben todo tipo de opiniones, reflexiones o propuestas de actuación. Es nuestro mundo, el liberal, un espacio de reflexión para nada monolítico pero en el que las discusiones, como quería el viejo Chesterton, se dan a consciencia y por una letra, un punto o una coma, como es en este caso.

El señor Antonini defiende la libertad, como buen liberal y buen cristiano que es, con perseverancia y osadía en muchos ámbitos pero muy especialmente en todo lo que se refiere a las políticas llevadas a cabo por los gobiernos en este tiempo de pandemias, muy especialmente la vacunación y el confina­ miento. El problema, como acostumbra a ocurrir, es que no existe una única definición de libertad en­ tre los liberales y esto nos lleva a que partiendo del mismo marco nuestras propuestas sean distintas. Existe, como correctamente señala nuestro autor, una libertad negativa, de no interferencia, que se ve agredida por las decisiones arbitrarias de los gobiernos. Pero también existe la libertad de no ser in­fectado de forma grave por otras personas en el discurrir de la vida cotidiana, que es lo que puede acontecer en el caso de no tomarse precauciones, y podría ser pertinente algún tipo de limitación a las interacciones para prevenirlas. Esta última es la postura que yo defiendo. No es la ideal, lo sé, pero el tratamiento del contagio ha sido burocratizado desde mediados del siglo XIX y la sociedad civil no cuenta a día de hoy con las herramientas necesarias para prevenirlas en ausencia de dicha interferen­cia porque por parte de los poderes políticos se ha inhibido su desarrollo. 

Hoy día no contamos con los medios necesarios para frenar una pandemia sin recurrir a la mano visible del estado. Pero de esta discusión deberían salir propuestas de cómo lidiar en el futuro con este tipo de problemas sin tener que recurrir a medidas coercitivas y sin tener que violar las libertades individuales, como acertada y justamente se reclama en el libro. Estas existían de forma incipiente en el pasado y podrían sin duda ser desarrolladas en un futuro próximo de haber voluntad. Las quejas del señor Antonini son justas y conformes a la moral y la funcionalidad de estas debe ser la de comenzar a debatir nuevos marcos de organización social en las que sean posibles. No sé si de forma acelerada o más lenta pero en esta lu­cha seguro que nos encontraremos y podremos trabajar juntos para un futuro en libertad.
MIGUEL ANXO BASTOS BOUBETA

PRÓLOGO

Saber leer los tiempos, con mayor o menor gracia, es una tarea harto compleja. No solo requiere de un hábito de lectura bien conseguido, así como de frecuentar el pensamiento a diario. También exige haber limpiado el corazón de los vicios y las pasiones más mundanas si no quiere uno verse enredado, o peor aún, abandonado del recto camino de las cosas. Poca ciencia derrite el entendimiento, mucha ciencia, lo aturde. Para empezar, se debe haber alcanzado la firme convicción de que existen verdades innegociables. La primera: la verdad misma. Además, se ha debido esquivar los miedos de enfrentar el empuje de un mundo que se empeña en pensar con el corazón y sentir con la cabeza. Entonces, y solo entonces, nuestro amigo ya está en condiciones de afrontar tamaña empresa; al principio solo, y luego acompañado por ti, querido lector.

Las páginas que conforman este libro son una serie de textos breves que fui labrando desde que dio inicio el confinamiento con el único fin de comprenderme a mí mismo, y ya puestos, a mis semejan­tes. Una variedad de temas se reúne a lo largo de estas páginas todos ellos al calor de la pandemia.
¡Alto aquí! No te dejes llevar por el fastidio de toparte con otro libro sobre el mismo tema . Este no es un texto sobre la pandemia, antes sobre el hombre en pandemia. Necesitamos vernos sacudidos con fuerza de nuestra acomodada vida para asistir a lo que arde en nuestro interior. Como si fuera un ejer­ cicio de espeleología, ahora sí moral, nos adentramos en lo más oscuro que habita en nuestra alma para entender de qué está hecha y qué le da forma. Solo en el peligro el hombre descubre su auténtica naturaleza. 
Antes de arrastrarse a través de lo que manda la realidad, se ve tentado con recubrir la de­ bilidad de su empeño de buenas intenciones. Ninguno de los innumerables personajes, fueran reales o inventados por Papini, que enfrentaron las páginas de su juicio Universal estuvieron faltos de bue­nas razones con las que adornar las atrocidades perpetradas en vida. La maldad puede ser malintencionada en un hombre pero es imposible cuando congrega a todos los hombres. Por esto mismo, el infierno se llena de buenas intenciones y el hecho de apelar a las rectas costumbres para justificar la re­tahíla de confinamientos y toques de queda, la segregación de muchos de nuestros semejantes, no quedan exonerados del error y de la culpa cuando el corazón que los incita está envilecido por el miedo y por una confianza torcida en la ciencia.

De esto va el libro; del miedo del hombre contemporáneo incapaz de doblegar el destino último de la vida y del intento por  disimularlo a través de la lógica de las buenas intenciones. Aquel que no aprende a vivir, reza el sano entendimiento, no está pronto para la muerte, y de repente, todos los ava­ tares de la existencia se le presentan como terribles calamidades inevitables. Esta pandemia es el ejemplo claro de una reacción desproporcionada que hemos justificado primero, y alimentado des­pués, con el único fin de no ver lo que hay detrás: miedo y desconcierto vital ¡crisis de civilización!
Un virus que nació en China, un miedo al virus que se desparramó por Europa y un miedo al miedo de Europa que asfixia a Iberoamérica. Empeñados en forzar las estadísticas que nos hagan ver lo que no están en condiciones de enseñar para, en última instancia, disimular la violencia oculta tras el mora­ lismo que reivindica cuidarnos a toda costa; el hombre de hoy, tras haberse inoculado dos dosis ente­ ras, se ha entregado a la perversa lógica de actualizarlas ad infinitum entregando su cuerpo a un ejer­cicio de sacrificios redentores. Pero ¿redimirlo de qué?, te preguntarás. Del desencanto de una vida desprendida de referencias que lo saquen de la superficialidad de un mundo donde todo está llamado a consumirse. Consumir es satisfacer y a la vez, desagradar. Por un lado, consigue acallar la necesi­dad, por otro, la aviva cual llama humeante. Cuando el hombre hace de esta inconsistente lógica su entero proceder ve precipitarse en un oscuro bosque de confusión al alejar de sí cualquiera referencia inalterable que tanto necesita para sostener su rumbo.

El sentido con el que el hombre da luz a las cosas anda reñido con ese intento de hacer consumible cualquier manifestación de la vida; pues si bien el primero encuentra su solución en la fe y en las co­sas gobernadas por lo más elevado, el segundo, en cambio, lo haya en un movimiento repetitivo y cir­cular siempre a la misma distancia del suelo. Ante tal hecho una insoportable confusión se apodera del corazón del hombre dejando tras de sí una hilera irregular a su paso. Igual que el amante finge ante su pareja alguna lesión que le permita escapar aunque sea un instante del trance del «tenemos que hablar»; el hombre de hoy hace por adherirse a una ingente cantidad de sacrificios (ya sean por­ que no pueden cumplirse de manera efectiva o porque son claramente inefectivos) con el firme pro­pósito de apartar el verdadero problema de sentido que lo aflige. De este modo el hombre encuentra una salida, aunque ridícula, ineficaz, a la vez que destructiva, pero una salida a fin de cuentas frente a todo este atolladero de desconcierto y pesadumbre en el que se veía instalado. Si no hace por elevarse, hará por empequeñecerse, de esta manera podrá creer que vuelve a gobernar ampliamente su domi­nio aunque solo sea desde la tristeza de curar aquellas heridas que a sí mismo se ha infringido.

Ahora el mundo tiene algo por lo que luchar: recuperar la normalidad perdida. Sin embargo, esa nor­ malidad con la que anhela reencontrarse fue por otra el síntoma que lo ha transportado a esta «nueva normalidad», por lo que regresar a ella se antoja imposible. Mientras tanto, y para evitar esta verdad corrosiva, la sociedad hará por hinchar la preocupación reinante, dará nuevas razones para confinamientos selectivos o duraderos, impondrá medidas coercitivas por el bien común y amedrentará el ánimo de la resistencia. Y hará bien, haciéndonos un mal, pues la sociedad que lucha por sobrevivir no puede permitirse el lujo de contemplarse a sí misma como si de la obra de un místico se tratara. Debe hacer cualquier cosa mientras no sepa qué debe hacer. Con este libro profundizamos en esta cruenta paradoja que nos atraviesa. ¿Me acompañas?

LIBERTAD: 

Hacemos mal en diferenciar entre pensadores optimistas y pesimistas, cuando en realidad deberíamos distinguir entre paradojicistas y no paradojicistas. Los paradojicistas son aquellos que ven a izquierda y derecha, no solo se quedan con una parte de la foto, sino que ven la película entera y atienden que la realidad está llena de colores y de fuerzas que luchan entre sí cuando no es que colaboran. Los no paradojicistas son los que tienen una mentalidad fría, estática, rígida. No ven más que aquella parte que quieren ver (y la otra desde el reflejo que proyecta la suya).

Aceptar las paradojas es un acto de humildad, de ruptura del marco de creencias propio (por eso hay tan pocos paradojicistas), pues supone que lo que creías de algo no es, y lo contrario, tampoco. Es algo más. Y ese algo más exige que salgas de tu ombligo y te eches a la calle (¡qué difícil con lo cómodo que se anda por casa!, ¿verdad?). La libertad tiene a un lado al liberal (a la derecha o a la izquierda, tú decides), de actitud gnóstica, platónica, idealista (angelismo). Estos abrazan una idea de la libertad abstracta, ¡les falta calle! Dicen que la libertad es la posibilidad de hacer lo que te dé la gana, mientras que tus ganas no atenten contra las ganas de los demás para hacer lo que les dé la gana.

TANTO LOS LIBERALES COMO LOS LIBEROFÓBICOS TIENEN ALGO EN COMÚN: UNA IDEA IRREAL DE LO QUE SIGNIFICA SER LIBRE. UNOS, LOS PRIMEROS, LA IDEALIZAN; LOS SEGUNDOS, REACCIONAN ANTE EL IDEALISMO DE LOS PRIMEROS, Y LA NIEGAN

Esta noción de libertad es irrealizable, al menos, por dos razones: (1), porque nuestras decisiones así sean nuestras, también son de los demás; no solo porque conviven con la de los otros, a veces, incluso, sucumben ante ellas. Me explico. Para un liberal, la actitud de un ludópata no contravendrá nunca su idea de libertad, pues entiende que no hay ninguna autoridad que lo empuje a hacer lo que hace, ni con su actuación amedrenta la libertad de los demás. Se alega que es libre, pues nadie manda en su bolsillo salvo él mismo; lo que no te dicen es que si bien en su bolsillo manda él, en él mandan las tragaperras. ¿Te has parado a pensar alguna vez cuántas de las cosas que crees hacer por ti mismo las haces en realidad en nombre de la ignorancia, de la ideología o de la inercia? (2) Por otro lado, tampoco somos islas donde nuestras acciones pululen en libertad, sin interferencias. El acto de respirar impide a otro respirar el aire que uno está respirando. Mis decisiones estimulan, pero también entorpecen la libertad de los demás; y es solo un asunto de fineza percatarse de ello. Los ladridos del perro de mi vecino me fastidian, y nada puede hacer mi vecino para remediarlo sin que uno de los dos, o ambos, nos veamos perjudicados.

Al otro lado del espectro andan los liberofóbicos. Estos creen que la libertad, o no existe, o sucumbe a manos de entidades superiores. Aquí hay poco que discutir y muchos ejemplos con qué ilustrar. Tenemos al club Bilderberg, a Naciones Unidas, a los judíos, a los masones, a George Soros, e incluso a Henry Kissinger (resucitado). Pero ¿por qué tantos se afanan en creer algo tan perjudicial para su felicidad? Porque así pueden quitarse de encima el peso de cargar con su libertad. Ya que la libertad es más grande que uno mismo, al tener por alimento cosas que se escapan de nuestra mano, prefieren cederla a algo o a alguien que han creído superior, así se descargan del suplicio por llevar una vida tan mal encaminada.

Tanto los liberales como los liberofóbicos tienen algo en común: una idea irreal de lo que significa ser libre. Unos, los primeros, la idealizan; los segundos, reaccionan ante el idealismo de los primeros, y la niegan. Ambos atentan contra la libertad real (¡el camino a tu mejor versión!, ¡recuérdalo!), pues se ponen de espalda a la realidad. Y el que va contra la realidad es enemigo de la libertad, y por ende, socialista. Fíjate. Si me tiro a la piscina creyendo que aprender a nadar es aprender inglés solo porque el mejor nadador es inglés, en algún momento me veré gritando al socorrista (papa Estado) para que salga en mi ayuda.

Para los liberales, la libertad real (no es liberal) resulta ser autoritaria, pues deja concurrir al Estado en el manejo de la vida cotidiana, y esto les resulta impensable; mientras que para los liberofóbicos, la libertad es irreal, puro cuento de hadas. Eso sí, si me dan a elegir entre ambos males, me quedo con los liberales. Pues, el liberalismo puede ser el primer paso para la libertad, mientras que el liberofobismo es siempre el último paso contra ella.

LIBEROFOBIA: con Miguel Anxo BASTOS

El poder de la conversión | Antonini de Jiménez