De modo que «dice Google» que le bastan 6 meses, 300 $ y recursos en línea para entregarte «un certificado que equivale a una carrera», y el personal se pone de los nervios. La cosa, por supuesto, proviene de la enésima banalización periodística de una nota del gigante tecnológico que se refiere a puestos de «analista de datos», «diseñador UX» y otros así, esto es, proletariado informático (y a mucha honra) con sueldos que aquí suenan estratosféricos, pero en California dan para lo que dan. Valga, en cualquier caso, el enésimo sobresalto en el corazón de la educación superior para recordarnos sus complejos y su mala conciencia.
La moral de la tropa universitaria está por los suelos. No ayuda que quien ostenta la cartera del asunto no haya dicho esta boca es mía en meses; ni que, cuando, bronceado y broncíneo, lo ha hecho, haya afirmado que no hay plan B para la pandemia (plan A tampoco había). Con tanta pata en tanto charco no es mal momento para limpiarse las gafas de cieno y recordar para qué sirve la universidad.
Recuperar esta misión emancipadora de nuestras universidades no solo no colisiona con la empleabilidad, sino que la mejora. La innovación, con la que tanto se nos llena la boca, requiere personalidades ricas, diletantes en el mejor sentido del término, personas con los suficientes recursos intelectuales, sentimentales y morales.
Por lo visto, no es «educación», la universidad. Cuando la educación sale a la palestra, en los medios de comunicación, en las redes sociales o en las cenas familiares, se alude exclusivamente a la primaria y la secundaria. Si la terciaria asoma en un periódico o en Twitter es para lamentar que las universidades nacionales salgan hundidas en esos rankings internacionales con los que de vez en cuando nos asustan. Y en nueve de cada diez discusiones sobre la universitas solo se emplea el vocabulario de la empleabilidad. Hemos terminado por creernos que educar, lo que se dice educar, es algo que nos compete hasta la mayoría de edad (hasta los dieciséis para los que no llegan al bachillerato), y que a partir de ese punto lo que no sea aprender un oficio es perder el tiempo. No cabe duda de que ganarse la vida, además de una necesidad, es una contribución civil imprescindible. Pero no es menos cierto que la profesión no agota la ciudadanía de uno, y mucho menos supone el todo de lo que significa vivir.
Condorcet, que fue el pensador ilustrado más brillante en la arena educativa, concibió que la misión de la universidad era doble, técnica y moral. John Henry Newman dijo que una educación liberal consistía, además de en la capacitación profesional, en el ejercicio libre y reflexivo de la razón. En Misión de la universidad, Ortega escribía: «Se entenderá por universidad stricto sensu la institución en que se enseña al estudiante medio a ser un hombre culto y un buen profesional». A causa de cierto pragmatismo miope —una moral de esclavo, que diría Nietzsche—, estas afirmaciones suenan cada vez más a bravatas lisérgicas estilo Woodstock o a nostálgicas lamentaciones de humanistas trasnochados.
Solo una visión extraordinariamente pobre de la vida, de la educación o de ambas cosas justifica que obviemos que la educación terciaria, como sostenía Giner de los Ríos, forma una «continuidad indivisa», con la primaria y la secundaria. La universidad no es una mera agencia de capacitación profesional; es también el lugar donde se cultiva la libertad. En su vertiente individual, eso implica preparar el terreno para la autónoma búsqueda de nuestro camino en la vida. En términos civiles, conlleva conseguir que proliferen los ciudadanos libres. Basta atender a lo que ocurre en nuestras sociedades crispadas, emotivistas y a pique de repetir grandes errores del pasado para que nos demos cuenta de que la convivencia democrática nos va en ello.
Un ciudadano libre posee un espíritu crítico. Esto es algo que no se aprende en casa (de suyo); y es algo que resulta especialmente perentorio en una sociedad en la que el engaño está a la orden del día y cuenta con mecanismos más masivos y efectivos que nunca. De ahí la importancia democrática de conseguir que la gente sepa desmontar embustes, para lo cual se ha de disponer de cierta cultura política. Estar políticamente cultivado es lo opuesto a estar politizado, que es lo que abunda en nuestras actuales universidades. El fenómeno es global: las encuestas nos dicen que cada vez hay más jóvenes que reniegan de nuestras conquistas democráticas; y qué les voy a contar de los escraches WOKE y la cultura de la cancelación que se extiende como una mancha de aceite. De algún modo hemos creído que la política es más sencilla que la arquitectura o la física; no obstante, entenderla requiere cierta madurez en el educando, y por eso el lugar natural para aprender cómo se convive en las sociedades complejas es la formación profesional y universitaria.
La soberanía de un pueblo empieza y termina en la capacidad de sus miembros para pensar libremente. La libertad, sin andamiaje intelectual, es de pega. No nos ponen de rodillas Soros ni el club Bilderberg, sino nuestra ignorancia. Y es tarea de la universidad explicar que esto es ser joven y rebelde:
tener juicio propio y ejercerlo, en vez de asentir a los politicastros o mercachifles de turno.
Promulgar leyes contra la corrupción y castigar a los corruptos es un ejercicio necesario y sano. Pero, como escribe Condorcet en sus Cinco memorias, «difundiendo las luces es como, al reducir la corrupción a una vergonzosa impotencia, haréis nacer esas virtudes públicas que son las únicas que pueden dar firmeza y honrar el reino eterno de una apacible libertad».
Tenemos un problema de nivel, y es general. Nos gusta consolarnos pensando que quienes hacen el ridículo en el Congreso, en los mítines y en las tertulias no nos representan; pero no es cierto. «Ellos» son «nosotros», por definición estadística. Y la calidad de las sociedades suele estar en su medio. También lo había visto Ortega, quien en «La elección del amor» escribía: «Nótese que lo decisivo en la historia de un pueblo es el hombre medio […] Y lo que hace magníficos a los pueblos no es primariamente sus grandes hombres, sino la altura de los innumerables mediocres». Este enanismo intelectual y ético es el que nos está conduciendo dócilmente al despeñadero.
Si queremos un espacio de convivencia a resguardo de impresentables, ladrones y autoritarios, la universidad tiene que forjar caracteres sobrios, valientes y críticos. Para ello hace falta cierto bagaje estético, porque se aprende tanto o más en la literatura, la música o en la pintura que en las ciencias sociales. Además, todo ciudadano merece ser instruido en la fragilidad del ser humano, en sus limitaciones y en sus fallas. ¿Cómo puede un economista no hacer el ridículo si no sabe nada de antropología? ¿Y cuánto daño hace que haya tantos dirigentes a los que las Humanidades les suenen a chino? El conocimiento del ser humano por parte de quienes dirigen a otros seres humanos es, por lo común, paupérrimo. Y la gente que no sabe cómo piensan, actúan y padecen sus semejantes está siempre causando problemas.
«Un pueblo ignorante» —escribe Condorcet— se convierte necesariamente en víctima de los bribones que, ya sea que los adulen, ya sea que los opriman, lo hacen instrumento de sus proyectos y víctima de sus intereses personales». Así las cosas, cabe plantearse si no convendría fusionar los ministerios de Educación, Universidades y Defensa, siendo como es la educación la principal arma con la que un pueblo cuenta para defenderse de los que tratan de expoliarlo. Mataríamos tres pájaros de un tiro: también ahorraríamos fondos (que falta hace), y las carteras ministeriales de Castells y Celaá revertirían en Margarita Robles.
Recuperar esta misión emancipadora de nuestras universidades no solo no colisiona con la empleabilidad, sino que la mejora. La innovación, con la que tanto se nos llena la boca, requiere personalidades ricas, diletantes en el mejor sentido del término, personas con los suficientes recursos intelectuales, sentimentales y morales. Y otro tanto cabe decir de la dirección de equipos y organizaciones. El mercado, que no es idiota, lo sabe, lo valora y busca esta riqueza desesperadamente. Les reto a que se hagan uno de esos cursillos de Google y traten de alcanzar un puesto de responsabilidad en el gigante de Mountain View, California; uno de esos que multiplica por diez (o por cien) lo que gana un «analista de datos».
No toda la libertad es civil, ni mucho menos. También se va a la universidad, como dice Allan Bloom, «a tener una aventura con uno mismo». Recuerden que los 18 años de ahora son, siendo benévolos, como los 15 de antes. Un campus es un lugar donde se desarrollan intereses, proyectos y relaciones que con suerte nutrirán el resto de nuestras vidas. En la universidad, puesto que hay educación, también se aprende a vivir. Es igualmente un lugar idóneo para sacudirse prejuicios y falsas seguridades. El proceso no es fácil, ni cómodo. Como le decía al escritor Lewis Lapham uno de sus profesores más queridos, «una educación es como una herida que uno se inflige a sí mismo». No estoy seguro de que eso apetezca a todos, dada la histérica aversión a lo difícil y a lo doloroso que estamos desarrollando. Pero el anhelo persiste. Como escribe William Deresiewicz en El rebaño excelente:
Mis viajes de los últimos años me han enseñado que hay un hambre intensa entre los estudiantes de hoy de lo que la universidad tendría que estar haciendo, pero no hace: ayudarles a encontrar un sentido mayor, un propósito y un rumbo; proporcionarles una experiencia que les hable como seres humanos, no de amasijos de aptitudes; ofrecerles una guía para que afronten las cuestiones importantes de la vida; u otorgarles el simple permiso para pensar sobre esas cosas y el vocabulario con el que hacerlo.
Doy fe, en primera línea de fuego, de lo que Deresiewicz describe: sigue habiendo hambre de encontrar un camino entre tanto ruido y tanto vendedor de crecepelo. Lo de ser un esclavo también deja de tener gracia en cuanto te das cuenta. Y hasta en los peores momentos, saber y entender dignifica y da sabor a la vida. Nos gusta despreciar a los jóvenes (a nosotros, los viejos), pero son todavía muchos los que sueñan, al matricularse, con adentrarse en el mundo para vivir una genuina aventura. Gaudeamus igitur
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