EL Rincón de Yanka: VIEJOS DESHECHABLES Y EL OBJETIVO ÚLTIMO ES QUE LA GENTE PIERDA SU ALMA por JUAN MANUEL DE PRADA 👿👴👵

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viernes, 16 de febrero de 2024

VIEJOS DESHECHABLES Y EL OBJETIVO ÚLTIMO ES QUE LA GENTE PIERDA SU ALMA por JUAN MANUEL DE PRADA 👿👴👵

 


VEJEZ

Si echamos la vista atrás y tratamos de hallar algún rasgo constitutivo común entre las distintas y más apartadas civilizaciones (tanto en el tiempo como en el espacio), descubriremos que casi todas se distinguieron por honrar a sus ancianos. En efecto, son raras las formas de comunidad humana en las que los viejos han sido desdeñados o condenados al descrédito; y todas ellas han fenecido pronto. En la Antigüedad, los ancianos ocuparon siempre los puestos más encumbrados de la consideración social, como custodios de las tradiciones, depositarios de una sabiduría ancestral y espejo en el que los jóvenes deseaban contemplarse: ellos eran reyes y consejeros de reyes, sumos sacerdotes, oráculos y
profetas; ellos eran patriarcas y tutores de sus respectivas familias y clanes; y se les rendía respeto y veneración, pues se reconocía en ellos un conocimiento profundo de las cosas, nacido de la experiencia y la meditación, que les permitía avizorar el futuro con mayor clarividencia y ecuanimidad.

La sabiduría acumulada de los ancianos, su magisterio vivo, su prudencia cautelosa fueron tenidos tradicionalmente como el más preciado tesoro por quienes nos precedieron. Y los ancianos fueron, durante siglos, el corazón de nuestra civilización: en el seno de la familia, en la organización política, en el culto religioso, en los foros intelectuales, su voz era escuchada y sus consejos atendidos; y a ellos se encargaba la formación de las nuevas generaciones. Este papel activo y medular que los ancianos desempeñaron en otras fases de la historia fue puesto en solfa en épocas recientes, bajo un disfraz cínicamente humanitario: se entendió que los viejos ya habían prestado en su juventud y madurez el servicio que la sociedad les demandaba; y se estableció que debían completar su vida descansando de pasadas fatigas. Así, bajo esta máscara jubilar, los viejos fueron confinados en un arrabal de inactividad; y poco a poco, desposeídos del puesto que tradicionalmente ocupaban en la sociedad, se fueron convirtiendo en rémoras: expulsados de la vida pública, su consejo dejó de alumbrar la política; apartados de las labores docentes, su enseñanza se eclipsó; y hasta fueron despojados del lugar preeminente que ocupaban en el seno familiar, a medida que se difuminaba el mandato humano y divino de honrar a los padres. De manera casi imperceptible, los ancianos dejaron de ser el más preciado tesoro de la comunidad, para convertirse en su mayor lastre; pues sólo se vio en ellos una fuente inagotable de gasto asistencial (y ocasionalmente un granero de votos). Y todo esto ocurría, paradójicamente, mientras la sociedad, yerma y ensimismada en su bienestar, envejecía a una velocidad creciente.

Pero detrás de este desprestigio de la vejez se ocultan taras sociales muy profundas. Ante todo, una destrucción de los vínculos intergeneracionales que aseguran la identidad de las comunidades humanas, que cuando reniegan de la tradición que las nutre acaban convertidas en organismos invertebrados, huérfanos de una genealogía espiritual y fácil pasto de la opresión. Una sociedad que ha reducido a sus viejos a la irrelevancia es una sociedad que, por no saber mirarse en su pasado, está incapacitada para afrontar su futuro. Decía Cicerón que «el viejo no puede hacer lo que hace un joven; pero lo que hace es mejor». Sin embargo, en nuestra época parece que se intenta prolongar la adolescencia hasta la madurez y la madurez hasta el tiempo de la sabiduría que debería ocupar la vejez. Es decir, se lucha contra la naturaleza intentando alterar e invertir su orden, impidiendo que discurra como debería hacerlo. El resultado es inevitable: llegada la hora final, nos sentimos incompletos y vacíos… porque probablemente lo estemos. Así se explica la liviandad con la que hemos aceptado el abandono de miles de viejos en los morideros llamados cínicamente 'residencias', durante la plaga coronavírica; y también la promulgación de leyes vitandas (que nuestra sórdida época considera, sin embargo, humanitarias) para que los viejos abandonados y solos, acechados por los achaques y el dolor, puedan recibir un dulce matarile. La vejez se ha convertido en un arrabal excedente de la vida, un túnel en el que nadie desea entrar; y quienes en él entran ya saben que les aguarda el abandono de los cachivaches recluidos en un desván.

Pero envejecer no es adentrarse en un túnel ni recluirse en un desván; envejecer es –la frase pertenece al cineasta Ingmar Bergman– «como escalar una gran montaña: mientras se sube, las fuerzas disminuyen; pero la mirada es más libre y la vista más amplia y serena». Las sociedades que prescinden de esa mirada, o la ciegan, son sociedades decrépitas que no merecen seguir viviendo.

Viejos deshechables

He detectado un cierto tufillo farisaico en la conmoción social causada por esa sentencia judicial que impone a los familiares de una viejecita que había sido abandonada en la vía pública una multa ínfima. Y esa hipocresía ha alcanzado su clímax cuando se ha comparado la citada sentencia con otra que castigaba más severamente a los dueños de un perro por dejarlo tirado en similares circunstancias. Pues, no nos engañemos, hoy por hoy un perro es mucho más digno de protección que un anciano. Cierto progresismo ambiental ha enarbolado como vindicación prioritaria los llamados «derechos de los animales»; en cambio, se acepta que la vejez sea una edad excedente, una prolongación ignominiosa de la vida que conviene recluir y esconder, para que no nos recuerde la inminencia de la muerte. Quienes defienden la eutanasia activa (con frecuencia, los mismos que vindican los «derechos de los animales») habrían considerado a esa viejecita octogenaria y aquejada de Alzheimer una víctima (perdón, una beneficiaria) idónea de la muerte dulce que predican, pues, según sus presupuestos, una vida humana de la que emigrado la consciencia no merece la pena ser vivida; no así una vida animal, que merece prolongarse aunque nunca haya sido consciente. La viejecita de la sentencia, náufraga en las nieblas de la desmemoria, se había convertido ya en un cachivache desechable. El novio de una de sus nietas lo ha expresado expeditivamente: «Si no participamos en la herencia, ¿por qué teníamos que limpiarle el culo?».

Y al chavalote, de retórica tan abrupta como menesterosa, le ha faltado añadir que, a fin de cuentas, no hicieron con la abuela nada más de lo que nuestra época les ha enseñado. La vejez se ha convertido en la lepra más abominable: nos esforzamos patéticamente en rehuir su imperio recurriendo a disfraces indumentarios bochornosos, aferrándonos al cultivo de aficiones juveniles, incluso rectificando nuestras arrugas en un quirófano. Vanos y desesperados intentos de interrumpir el curso de la mera biología, que sin embargo se explican si consideramos que la vejez constituye un baldón social. No sólo la desdeñamos como depositaria de una sabiduría ancestral, también nos esforzamos por segregarla de nuestra vida: así, encerramos a los viejos en lazaretos apartados de las ciudades, para no presenciar su decrepitud; nuestras empresas se desprenden de sus trabajadores más veteranos mediante el oprobioso recurso de la «prejubilación»; en el cine y la televisión está completamente prohibido otorgar el protagonismo a actores que sobrepasen los sesenta años (algunos menos si son actrices), para los que en todo caso se reservan papeles de relleno, pintorescos o atrabiliarios. Si algún viejo se atreve a rebelarse contra esta dictadura de la juventud, negándose al ostracismo y exponiendo sus achaques a los reflectores de la atención pública, como hace el Papa, apenas logramos reprimir nuestro disgusto, pues consideramos que en ese gesto, amén de un rasgo de rebeldía, subyace un obsceno desafío que nos amedrenta.

Pero este menosprecio de la vejez no habría calado tan hondo si previamente no nos hubiésemos ocupado de arrasar los vínculos que sostienen la familia. Pues es en la familia donde adquirimos una noción verdadera de lo que significa el paso de las generaciones como vehículo transmisor de valores, afectos, cultura, creencias y sufrimientos; una vez aprendida esa enseñanza vital, resulta imposible contemplar a un viejo como un mero armatoste desechable, menos valioso que un perro. Pero cada época lega a la posteridad los frutos de su clima moral; y esa sentencia que impone a los familiares de una vieja abandonada el pago de una multa ínfima se me antoja una expresión cabal, definitoria y coherente de la época que vivimos.

Sobre la poca consideración que tiene ahora la vejez Prada explica que eso tiene que ver “con la pérdida de la Tradición”. 
“La Tradición es la única respuesta que hay, la única respuesta política, la única alternativa verdadera que existe. Y la ruptura de la Tradición, que tiene muchas calamidades, una de las que tiene es la ruptura de los vínculos familiares, del amor que se profesan las generaciones entre sí”, explica. 
“En las sociedades sanas los jóvenes reconocen en los viejos la expresión de la sabiduría”, añade el escritor.

Las ideologías antitradicionales han dejado al hombre convertido en “un despojo”, explica Prada. La mujer a partir de una determinada edad, “como ya no es un reclamo sexual” tiene que “ ir a que la operen” y se convierte en un “engendro”. Los hombres “hemos renunciado a nuestra masculinidad, en el sentido bueno y honesto de la palabra”. “A los niños los han convertido en monstruos perversos, les han infantilizado por una parte, les alargan la infancia”, pero al mismo tiempo “están hipersexualizados”. “Y los viejos son escombros que no hay que mostrar, porque no forman parte de esa sociedad de superhombres individualistas y maravillosos que nos han vendido”, asegura Prada.

Hay que “disolver la familia” y las estructuras familiares “arrasarlas por completo”. Y entonces los viejos se convierten en “despojos humanos, material excedente” porque además “nadie quiere cuidar de ellos”. “El deber de piedad que los hijos tienen con sus padres ha sido totalmente abolido, esto es una de las mayores expresiones de bestialismo que uno puede imaginar”, lamenta.

“Cuando conviertes a la gente en un manojo de pulsiones puedes hacer con ellos lo que te dé la gana. Por eso también la religión es tan peligrosa para el tirano, porque la religión vertebra tu vida”, asegura Prada. “La persona auténticamente religiosa es una persona que tiene una coherencia -si es auténticamente religiosa, no un hipócrita- en lo que hace, entonces estas modalidades de ingeniería social las percibe como una agresión, porque inmediatamente detecta que hay algo que no está bien”, manifiesta el escritor.

“El objetivo último es que la gente pierda su alma”, dice Prada al final de la entrevista, relacionándolo con la espiritualización del dinero y el poder de los plutócratas en el devenir de las naciones. “El modo en el que se está haciendo es la instauración de un reinado plutocrático mundial. Para lo cual necesitan convertir a mucha gente en chatarra humana», asegura.