CÓMO TOMAR DECISIONES
Sabiduría práctiva para cada día
Peter Kreeft
«Lucha»: el arte de la guerra espiritual
He he querido llamar la atención hacia aquellos aspectos de la moralidad práctica más olvidados y más necesarios en nuestra sociedad: la formación del carácter, los principios, los absolutos, el fin y el significado de la vida, las cegueras de nuestra sociedad, la raíz de la puesta en práctica de nuestros ideales morales y la necesidad de actuar contra la cultura ambiental en nuestra guerra espiritual.Creo que éstas son las parcelas más prácticas y más necesarias de la moralidad actual y no el razonamiento moral controvertible e ingenioso sobre cuestiones concretas e inciertas de moda.Este libro, por tanto, es un libro a la antigua usanza.
«Los tiempos no son nunca tan malos
como para impedir que un hombre bueno viva en ellos.»
(Santo Tomás Moro)
Ninguno de los consejos morales de este libro puede funcionar hoy día a no ser que pongamos esfuerzo en cumplirlos. En épocas anteriores la sociedad nos ayudó a vivir moralmente, hoy nos lo impide; por ello debemos luchar. N o es algo que podamos evitar. Pero la idea de lucha espiritual, la idea de que vivir una vida moral implica un combate, se ha olvidado, precisamente cuando es más necesaria y crucial. El pulpo social nos seduce y hace que nos durmamos en sus tentáculos. Es algo tan penoso como dormirse en un campo de batalla. Si el abandono de los absolutos morales ha sido la consecuencia inmediata y penosa del pensamiento moderno, el abandono de la noción de guerra espiritual le sigue en importancia. De hecho, éste se deriva del abandono de los absolutos. Si no hay absolutos, la lucha deja de ser un asunto de vida o muerte.
La guerra es, por definición, un asunto de vida o muerte, una batalla contra la muerte. El combate espiritual no es menos sangriento que el físico, aunque lo que está en juego no es la vida o la muerte físicas, sino la vida y la muerte espirituales. «Porque nuestra lucha no es contra la sangre o la carne, sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos que están por las regiones aéreas (Ef 6, 12). La guerra contra el espíritu del mal no es menos real y terrible que la guerra contra un enemigo de carne y hueso. La mayor guerra de la historia no ha sido la Segunda Guerra Mundial, sino esta guerra espiritual. En ella estamos ahora.
Hay una división filosófica profunda en nuestro mundo entre los modernistas y los tradicionalistas morales; entre los relativistas y los absolutistas; entre secularistas y defensores de lo sagrado; entre quienes basan la ley moral en la sociedad humana y quienes la fundamentan en Dios; entre quienes hacen opciones morales de la misma forma que un yuppie elige alimentos de gourmet, y quienes hacen opciones morales como un general que elige a sus hombres para la batalla. Detrás de esta división hay dos perspectivas opuestas de la vida: ¿estamos en paz o estamos en guerra? Si no hay absolutos morales, no hay necesidad de guerra espiritual.
¿Cuál es la diferencia? La misma diferencia que hay entre dormir y estar en vela. Cuando usted sabe que está en guerra, su adrenalina fluye, se vuelve apasionado, hace voluntariamente sacrificios. No espera ni exige una gratificación instantánea de cada capricho, un confort constante, seguridad, placer y entretenimiento. Cuando usted oye la palabra «emergencia», todo cambia. Los cristianos ven esta situación del mismo modo en que vemos el cielo: derramado en cada cosa. Las tareas de cada día se convierten en una misión de espionaje, una orden de nuestro comandante. La vida en el campo de batalla deja de ser anodina o insípida.
Cuando hay «un peligro claro y presente», la vida tiene un claro objetivo y una opción determinada: «Yo invoco hoy por testigos a los cielos y a la tierra de que os he propuesto la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia...» (Dt 30, 19). La Escritura es muy clara sobre este punto. La idea de la guerra espiritual es continua, es un tema general, desde la caída hasta el juicio final. La idea se explicita a veces (como en el sermón de Moisés), pero siempre es asumida, al menos implícitamente, en la infraestructura. El verdadero sentido del más importante evento de la historia humana, la encarnación, fue una guerra espiritual: la invasión de Dios del territorio ocupado por el enemigo para salvar a sus hijos de la cautividad de las fuerzas del mal. La Navidad fue el día-D de Dios. Pero el mundo moderno, incluso la moderna cristiandad, está asombrosamente callada en lo que concierne a este omnipresente tema bíblico.
Gran parte de la Iglesia parece deslizarse hacia una forma de pensar mundana, como hizo el antiguo Israel. Necesita oír y entender las palabras terminantes de los profetas, como el lamento de Jeremías contra los maestros populares de religión de su tiempo: «Pretenden curar la desgracia de mi pueblo como cosa leve, diciendo: ¡Paz, paz!, cuando no hay paz» (Jer 6, 14). La paz es uno de los dones del Espíritu, prometidos por Cristo; pero esta paz se refiere a Dios, a uno mismo y al misterio, no al mundo, a la carne y al demonio. Tres son los aspectos de la noción de guerra espiritual. Los tres están en peligro de extinción y necesitados desesperadamente de rescate.
Primero está la realidad de la guerra espiritual, la visión de la vida como batalla espiritual.
Segundo, la realidad de nuestros enemigos espirituales, de «los principados y potestades», más allá de la carne. Tercero está la realidad del mal espiritual o del pecado. En el contexto de las dos primeras ideas, el pecado implica traición, trabajo a favor del enemigo. Veamos primero la vida cristiana como guerra espiritual. Tradicionalmente, esta vida consta de dos partes: la positiva y la negativa.
La parte positiva incluía la oración y las obras de caridad. La negativa incluía el arrepentimiento, la enmienda y la «mortificación». ¿Mortificación? Su práctica y la palabra misma han desaparecido de nuestro vocabulario, salvo que seamos «anticuarios». «Mortificación» significa muerte, exponerse a la muerte. La profesión de un soldado, hablando clara y honestamente: es matar. La raza humana sabe instintivamente que el negocio del asesinato espiritual es terriblemente importante; por esto, las religiones paganas están llenas de sacrificios...
Consejos prácticos
para un contraataque espiritual
Si estamos en guerra (cfr. págs. 187 a 198) y el enemigo tiene una estrategia, nosotros también debemos tener otra. Exponemos algunos puntos prácticos sobre ella:
1. Sea sobre todo honesto, por incómodo que le parezca. Nunca crea algo «porque se sienta bien», como dicen algunos. Aunque nuestra mente esté nublada, puede quedar una parte clara en ella que sepa que el resto está obnubilado; incluso aunque se sea ignorante se puede saber que se es ignorante. Hay que llamar al pan pan y al pecado pecado.
2. No llame pecado a lo que no lo es. Las conciencias patológicamente culpables son fácilmente manipulables. Es preciso acentuar lo positivo, no lo negativo. Lo único suficientemente poderoso para vencer la lujuria es el amor (Flp 4, 8 es la respuesta a Mt 12, 43-45).
3. Comenzar allí donde el sexo se inicia: en la cabeza. Haz que tus pensamientos queden cautivos de Cristo (Cor 10, 5). Tu creador tiene tanto derecho a poseer tu pensamiento como el resto de tu ser. No hay un recoveco de tu vida que sea exclusivamente tuyo y sobre el que Dios carezca de derechos. Ni siquiera tu mente, que es el piloto de tu vida. Hay tres razones para ofrecer a Cristo todos tus pensamientos. Primero, El es el amo y tú debes servirle porque El es tu Creador (Col 1, 16) y Redentor. Segundo, esta primera moral absoluta existe por amor a la luz, a la honestidad. Tercero, por el éxito en superar el pecado. La tentación es más fácil de resistir al principio. Es como una enfermedad: los médicos dicen que una enfermedad incipiente es fácil de curar, aunque sea difícil de diagnosticar. Aprende a reconocer inmediatamente los pensamientos malos y evítalos sencillamente, sin ambages. Recuerda: «siembra un pensamiento y recogerás un acto; siembra un acto y recogerás un hábito; siembra un hábito y recogerás un carácter; siembra un carácter y recogerás un destino».
4. No debe haber ninguna duda ni compromiso en absoluto. La clave para resistir la tentación en cualquier área de la vida es la palabra «inmediatamente». Deberás tener la actitud habitual de que el pecado no es sólo una opción, sino algo intolerable, como la guerra para un pacifista o el error bíblico para un fundamentalista o el divorcio y el nuevo matrimonio para un católico ortodoxo. No tener esas opciones es sencillamente liberador.
5. Cuando caigas, (también los santos cayeron muchas veces) levántate inmediatamente. El hermano Lawrence, en La práctica de la presencia de Dios, nos ilustra esta norma: «cuando dejó de cumplir su deber, él confesaba solamente su falta diciendo a Dios: “nunca más lo haré si me ayudas”». Esto es lo que San Pablo dijo también en la epístola a los Romanos 7, 18. El siguiente paso está en Romanos 8, 6-9. Arrepentirse del pecado es ser perdonado y liberado del pasado. Arrepentirse es vivir en el presente; el momento real no es el pasado, que está periclitado y muerto. Cada presente es un nuevo comienzo.
6. Santo Tomás de Aquino dice que Dios a, veces no nos da la gracia para superar un pecado porque ve que si lo hiciera todavía cometeríamos pecados peores, como un médico que tolera una enfermedad menor para curar una mayor. Creo que El, a menudo, niega la gracia para evitar los pecados sexuales para que evitemos otro pecado muchísimo más grave, como es el orgullo. La única forma que conozco de superar el orgullo es la plegaria. Sólo cuando estando en presencia de Dios sabemos lo pequeños que somos. La humildad es realismo, vivir en un mundo real, ponerse en la auténtica y real perspectiva. La perspectiva de Dios es la perspectiva real. La verdadera perspectiva confiere humildad. La humildad vence el orgullo y vencer el orgullo ayuda a vencer la lujuria. Cualquier pecado se evita colocándose en presencia de Dios, porque Dios y el pecado son absolutamente opuestos. Antes de desobedecer la voluntad de Dios hemos apartado nuestro pensamiento de El. La solución más sencilla de todas es la oración. No la oración compulsiva, desesperada, ansiosa, que pide algo, sino la que se practica de forma relajada, sin prisa, que nos acerca a la presencia de Dios.
7. Finalmente, debemos restaurar una cosa muy buena que muchos falsos maestros nos han hecho creer mala: el temor. Cuando se está en un campo de batalla, con proyectiles que silban alrededor de la cabeza, sentir un temor saludable es realista y necesario: «En las trincheras no hay ateos».
Hay tres razones relacionadas con un temor saludable para evitar el sexo ilícito. Primero, el temor de la muerte. El SIDA, por ejemplo, es fatal.
Segundo, el miedo a destruir el matrimonio y la familia; el núcleo fundamental de una sociedad sana. Las personas que han tenido relaciones sexuales antes del matrimonio se divorcian en una proporción doble que las que las han evitado. Tercero, el temor de Dios. Dios es amor, pero Dios es también santo y debe castigar el pecado. Dios es amor, pero el amor no te fuerza, te deja libre; libre para decir sí o no a Dios. Decir que no a Dios es decir que no a tu propia alegría, a la auténtica dicha. Esto es lo que busca el pecado en realidad. De esta forma, San Agustín dice: «Busca lo que buscas (la dicha), pero no donde lo buscas (en el pecado)».
El pecado es como las drogas: al igual que las drogas destruyen las células cerebrales, el pecado destruye las células del alma. Un pecado sin arrepentimiento destruye la verdadera vida del espíritu, y nos puede enviar al infierno. No me he inventado esta idea. Me la enseñó, en muchas ocasiones, el hombre más tierno, compasivo y tolerante que haya vivido nunca. Sus brazos son el único lugar seguro al que hay que acudir para derrotar el pecado y encontrar alegría.
La ayuda de siete poderes Existen siete ayudas, todas asociadas con el Espíritu Santo, necesarias para nuestra batalla espiritual. Cada una de ellas viene del Espíritu y conduce a una mayor intimidad en la vida del Espíritu.
La primera ayuda es la oración. La oración es fuerza. La oración es el alambre que conecta con la dinamo divina. «La plegaria ha conseguido más cosas de las que el mundo puede soñar» (Tennyson). Se han escrito millones de páginas de instrucciones sobre la oración; en lugar de repetir aquí algunas, quiero decir sólo una palabra breve, más importante que esos millares de páginas.
La palabra es ¡HAZLO! Necesitamos saber cómo orar, desde luego, mas para la mayor parte de nosotros el problema se plantea antes, en un nivel mucho más sencillo: antes de aprender cómo hacerla, necesitamos hacerla. Si no damos a Dios cada día quince minutos de una plegaria ininterrumpida, de cualquier tipo que sea, entonces todos los libros del mundo sobre cómo orar no nos servirán de nada.
El segundo poder es la familiaridad con la palabra de Dios, la Biblia. Jesús dice que el secreto del poder en la oración es que gracias a ella el poder de Dios mora en nosotros Qn 15, 7). Puesto que la palabra de Dios es poderosa y está viva (Heb 4,12), si vive dentro de nosotros no sólo tendremos su verdad, sino también su poder.
No debemos simplemente conocer la palabra de Dios como un estudiante conoce un libro de texto para un examen; debemos conocerla como conocemos nuestro propio cuerpo o nuestra propia casa. Debemos vivir en él. Cuando la Palabra de Dios se convierta en el aire que nuestro espíritu respire, comenzaremos a volar como un águila (cfr. Is 40, 31). La Biblia utiliza la misma frase, «la palabra de Dios», para referirse tanto a la Biblia como a Jesús. Los dos son la revelación pura e infalible de la mente del Padre, una impresa y la otra encarnada. Las dos se relacionan como un retrato y la persona representada. La Biblia es un retrato de Cristo. Cada palabra del libro es un dibujo de alguna arruga o poro de su carne. Los dos se refuerzan mutuamente: cuanto más le amemos y comprendamos, más amaremos y comprenderemos su retrato, y cuanto más amemos y comprendamos su retrato, más le amaremos y te comprenderemos a El.
Una de las diferencias más claras que establece el haber sido bautizado en el Espíritu Santo reside en nuestra comprensión de la Escritura. Cuando el autor principal de la Escritura está en nosotros, alumbrando nuestras mentes e iluminando cada páginas, entonces la luz interior y la exterior son como dos rayos de luz que se funden en uno. Cuando la Escritura nos alumbra, bajo el poder del Espíritu, leerla es como recibir cartas de una persona que antes nos era extraña, y que ahora se ha convertido en un amigo íntimo. Desde luego, ahora entenderá mejor sus palabras, porque lo hará desde la intimidad.
Un tercer poder es la comunidad cristiana. Las otras personas nos ayudan a ser buenos o malos. La comunidad visible e invisible llamada Iglesia tiene muchos aspectos y muchas funciones, pero hay una que es increíblemente sencilla y que tendemos a olvidar: nos ayuda a ser buenos. Nos necesitamos unos a otros. El hacerse santo autónomamente es una contradicción. Corte una mesa en cuatro partes y ninguna se sostendrá en pie. Pero si las cuatro patas se apoyan mutuamente, la mesa se sostiene. Lo mismo sucede con nosotros. La mesa es la Iglesia y las patas cada uno de nosotros. La Iglesia es un cuerpo y cada uno de nosotros un órgano (así lo dice 1 Cor, 12). Este principio también es bien conocido de alcohólicos anónimos. La Iglesia es semejante: es la comunidad de pecadores anónimos.
El cuarto poder que nos ayuda es el silencio, y se compagina con el anterior, aunque la mayor parte de nosotros tenga una tendencia natural a preferir uno y relegar al otro; pero necesitamos los dos, el diálogo y la soledad. Pues sin silencio, la comunidad se reduce a un ruido superficial, y sin comunidad, el silencio se hace peligrosamente narcisista. Podemos aprender tanto la necesidad de silencio como algunos métodos de cultivarlo en las religiones orientales (hinduismo, budismo y taoísmo). Pero podemos aprender las mismas cosas, con mayor seguridad y firmeza, de nuestros propios santos y místicos.
El peligro de convertir las religiones orientales en técnicas es que estas técnicas cultivan el silencio por él mismo, como un tipo de autohipnosis no objetiva. Pero estas religiones no son habitualmente conscientes del fin elevado del amor. Las religiones orientales no conocen a un Dios que posee una voluntad y una ley del amor, sólo a un Dios que es «pura conciencia». Las técnicas orientales de la oración sirven sólo para la purificación de nuestra conciencia, no para santificar nuestra voluntad.
El misticismo es su ideal último, el nuestro es la santidad. Los dos pueden ayudarse mutuamente, pero no son la misma cosa. Creo que el peligro más inmediato y agobiante del cristiano medio no es el peligro de navegar demasiado cerca de la costa oriental del silencio buscado por sí mismo, sino el peligro de navegar demasiado lejos, hacia las playas de la superficialidad, el ruido, la banalidad y la mundanidad occidentales (véase el capítulo sobre la sencillez). Oriente reza inadecuadamente, Occidente lo hace con mucha dificultad. Pero no podemos orar sin silencio. No podemos oír la palabra de Dios, dentro o fuera de nosotros, sin silencio. No podemos ser buenos sin silencio, porque sin silencio no podemos desarrollar raíces profundas y sin raíces profundas no podemos desarrollar el carácter que necesitamos para ser buenos.
Una quinta ayuda poderosa es la alegría. «La alegría del señor es tu fuerza» (Neh 8,10). La alegría no es exactamente la felicidad y la satisfacción, sino dinamismo, movimiento, fuerza para vencer al mundo. La alegría no es consumación, el final de una búsqueda, sino el poder y la fuerza del comienzo. El mundo cree que los cristianos son personas oscuras y mortalmente aburridas. Aquel cristiano maravillosamente alegre que fue G. K. Chesterton escribió que «el único argumento irrebatible contra el cristianismo son los cristianos» (e.d., los cristianos sin alegría). El mundo nos contempla y dice: «tengan lo que tengan, no los quiero». Pero el mundo contemplaba a los primeros cristianos y decía: «hagan lo que hagan, deseo lo que tienen». Por esto, doce pescadores conquistaron el mundo. El mundo vio una alegría secreta; quedó asombrado ante el hecho de que aquellos hombres se enfrentasen a los leones con himnos en los labios.
La Iglesia católica no canonizará a un santo, declarando públicamente que su vida ha sido un modelo de organización, a no ser que reúna una serie de requisitos y uno de ellos es la alegría. Los santos sin alegría son una pura contradicción, porque la alegría es el segundo don del Espíritu Santo, viene inmediatamente después del amor (cfr. Gal 5, 22-23). Un sexto poder que nos ayuda es el sufrimiento. El sufrimiento no es lo opuesto de la alegría. Por el contrario, la alegría cristiana se perfecciona por el sufrimiento. El sufrimiento cristiano es la mayor alegría. Puede ser difícil que entendamos o aceptemos esto, pero todos los santos lo han dicho. Su mayor alegría ha sido sufrir por Cristo. La explicación, el lazo entre estas dos cosas aparentemente opuestas, es, desde luego, el amor. A veces, todo lo que podemos hacer es sufrir.
A veces hemos probado todo y hemos fracasado y no nos ha quedado esperanza. Pero hay siempre una cosa que podremos hacer: siempre podremos sufrir. Un paciente, paralítico, postrado en la cama, enfermo terminal en un hospital, puede ser una de las personas más poderosas en el mundo, a los ojos de Dios; es decir, ante la Verdad. Pero un cristiano nunca sufre solo, sino en Cristo, con Cristo como parte del cuerpo de Cristo. El sufrimiento que Cristo soportó en su cuerpo crucificado, y que todavía soporta en su cuerpo místico, que es la Iglesia, es el mayor poder que el mundo ha visto jamás. El Calvario hizo que todo el mundo contemplase la cruz; todo cristiano puede participar en el mismo poder (Col 1, 24).
La cosa más maravillosa que hizo Cristo no fueron sus milagros, sino su sufrimiento. Uno de sus milagros confería la salud a una persona, pero una gota de su sangre, derramada al morir, conquistó el cielo para millones. Nuestro poder, como el de Jesús, nuestra cabeza, «se consolidó en la debilidad» (Cor 12, 9) y en el sufrimiento. El séptimo poder lo ilustra el ejemplo de la Virgen María, que —según dice la Escritura— fue «bien favorecida», «bendita entre las mujeres» y «llena de gracia». Fue para nosotros el modelo de tres grandes secretos de poder espiritual: la meditación, la generosidad y la plegaria. María tenía el hábito de «meditar (todas estas cosas) en su corazón» (Le 2, 19). Era una verdadera contemplativa. María estaba totalmente dispuesta decir a Dios, con todo su corazón, la palabra de la aceptación: sí. «Hágase en mí según tu palabra» (Le 1, 38). Este es el secreto sencillo de la santidad. La santidad de María se perfeccionó en la oración. Su «Magníficat» (Le 1, 46-55) es la perfecta oración cristiana. Este es el poder secreto. Un título profundo de Merlin Carothers (que corresponde a un libro también profundo) dice: hay un «poder en la oración». Los tres van conjuntamente y en orden. La meditación confiere profundidad a nuestras vidas, prepara nuestro seno espiritual para la llegada de Dios. La aceptación nos introduce en Dios. Y la oración hace que brille la luz.
Prognosis
Vigorizados por el Espíritu y por la ayuda de los mencionados siete poderes, podemos conquistar el mundo para Cristo de nuevo. La bondad es conquistable. La bondad es odiada por algunos, pero produce el amor y la emulación de otros muchos. Es contagiosa.
La madre Teresa ha conquistado más corazones que un millón de libros. Mi opinión no es simplemente que debemos ser optimistas sobre la conquista de los espíritus individuales. Cosa cierta absolutamente. Mi opinión es que debemos ser optimistas sobre la posibilidad de conquistar el mundo, recristianizando este mundo descristianizado y apóstata. Occidente está viejo y cansado, es como una fruta madura presta a caer de la rama en nuestras manos. Ya no somos del viejo sistema, sino los nuevos rebeldes, la ola del futuro. Para un mundo que lo ha probado todo y ha percibido que era vano, la ortodoxia es la única novedad posible. Nuestro testimonio conquistará el mundo sólo si es completo, y para ser completo debe tener dos hojas o filos, como las tijeras: las palabras y los hechos.
Las palabras deben arrastrar hechos reales tras de sí, porque los hechos son los datos a que se refieren las palabras. Los primeros cristianos conquistaron el mundo no sólo por medio de la palabra, sino por medio de los hechos, realizando la verdad tanto como refiriéndola. Nosotros debemos hacer lo mismo Comencé este libro con un diagnóstico pesimista de nuestro mundo moderno y éste ha continuado en cada capítulo. Aun sin retractarme en absoluto de ello, soy optimista, de la misma forma que los profetas lo eran también. Ellos dijeron también muchas cosas pesimistas, muchas cosas negativas de forma incisiva. Pero en último extremo fueron optimistas y tuvieron esperanza.
En realidad, impulsaron nuestro pensamiento en dos direcciones, mucho más lejos de nuestro objetivo, porque nos referían cómo nos veía Dios. Y Dios nos ve recorriendo un camino hacia uno u otro de los dos destinos —la salvación eterna o la miseria eterna—; debemos alcanzar el primero y huir del segundo.
A continuación referiré cómo expresaba un profeta moderno esta perenne visión cristiana del significado de nuestras vidas y la incalculable importancia de nuestras elecciones libres. Se trata del pasaje más grande escrito por el mayor escritor de nuestro siglo: la conclusión del sermón de C. S. Lewis, titulado, adecuadamente, «El peso de la gloria»:
«Es muy serio vivir en una sociedad de posibles dioses y diosas, recordar que la persona más estúpida y sin interés con la que podamos hablar puede ser algún día una criatura ante cuya presencia nos sintamos movidos a adorarla, o una naturaleza horrorosa y corrupta semejante a la de una pesadilla. Día tras día nos ayudamos de algún modo los unos a los otros a encaminarnos hacia uno de esos dos destinos.
A la luz de esas aplastantes posibilidades, el temor reverencial y la circunspección ante ambas deberían dirigir nuestra conducta y trato con los demás, nuestra amistad, amor, los momentos de juego y la actividad política. No hay gente vulgar. Nunca hemos hablado con un mero mortal. Mortales son las naciones, culturas, corrientes artísticas y civilizaciones.
Su vida se parece a la nuestra como la de un mosquito. Los seres con quienes bromeamos, trabajamos, nos casamos, a quienes desairamos y explotamos son inmortales —horrores inmortales o esplendores inacabables.»
Esto es lo que está en juego, en último extremo, cuando hacemos una elección libre.
VER+:
0 comments :
Publicar un comentario