LA DEMOCRACIA VENEZOLANA Y LA CRISIS
DEL SISTEMA POPULISTA DE CONCILIACIÓN
INTRODUCCIÓN
Desde 1958, Venezuela disfruta de una estabilidad democrática excepcional en su convulsionada historia, que, hasta fechas recientes, ha sido considerada como un ejemplo para América Latina. El hecho de que, durante los últimos treinta y tres años, en el país hayan funcionado y se hayan sucedido, en forma continua, gobiernos libremente elegidos, y de que la actual Constitución, con sus treinta años de vigencia, se haya convertido en la de más larga duración de toda nuestra historia republicana, son acontecimientos singularísimos, pues rompen con una lamentable tradición de gobiernos autoritarios y de inestabilidad político-constitucional, que ha caracterizado nuestra vida como nación independiente. En efecto, de las Constituciones del pasado, la única que puede ser considerada como realmente democrática es la de 1947, que apenas duró año y medio, y durante cuya vigencia el primer presidente civil, y elegido por votación universal, directa y secreta en la historia de Venezuela —el gran novelista Rómulo Gallegos—, no pudo completar diez meses en el ejercicio del cargo, pues fue derrocado por un golpe militar.
Dados esos antecedentes, y el cuadro general de gobiernos dictatoriales que hasta hace poco prevaleció en América Latina, el caso venezolano, a partir de 1958, no sólo resultaba extraordinario, sino que ha podido ser considerado —para otros países de la región (o incluso de fuera de ella)— como un modelo de transición y de consolidación democrática exitoso. Sin embargo, algunos acontecimientos recientes —en especial, el estallido social que se produjo el 27 y 28 de febrero de 1989 (sobre su significado, véanse PRATO BARBOSA, 1989; KORNBLITH, 1989, y CIVIT/ESPAÑA, 1989)— han puesto de manifiesto, de forma espectacular, la existencia de una seria crisis, que, aunque agravada en los últimos tiempos, estaba presente, en forma larvada o solapada, desde muchos años atrás, y que constituye una prueba crucial para la aparentemente sólida democracia de Venezuela. De modo que el análisis del caso venezolano puede también arrojar luz sobre las graves dificultades que existen en la actualidad para el mantenimiento de la democracia en América Latina.
En este artículo me propongo tres objetivos:
Primero, examinaré las razones por las que, antes de 1958, no se pudo establecer un régimen democrático en Venezuela y, en particular, por qué se frustró el intento de instaurar una democracia de masas durante el trienio 1945-48.
Segundo, analizaré cómo, a partir de la experiencia traumática de ese período y de las enseñanzas que de ella se derivaron, se logró, a partir de 1958, estabilizar la democracia, y examinaré, asimismo, los principales mecanismos políticos que lo hicieron posible.
Tercero, discutiré las causas de la actual crisis del sistema político venezolano y las perspectivas de la democracia en el país.
LA CRISIS DEL SISTEMA Y LAS PERSPECTIVAS
DE LA DEMOCRACIA
Pese a la crisis por la que atraviesa el sistema populista de conciliación
hasta el momento actual, ningún actor social o político de importancia ha
planteado una alternativa que no sea democrática, y el debate se centra más
bien en la cuestión de, en qué consiste y cómo realizar una «verdadera»
democracia, que se supone ha sido distorsionada por el proyecto político que
hemos seguido a partir de 1958. Esto requiere una modificación de las reglas
de juego básicas del orden político.
En lo que se refiere a las reglas de juego jurídico-formales, consagradas
en la Constitución de 1961, hasta hace poco ningún sector de derecha o de
izquierda había proclamado expresamente que su proyecto político no cabía
dentro del marco amplio y extraordinariamente flexible que proporciona el
texto constitucional, y a lo más se habían sugerido ciertas enmiendas que no
tocaban lo esencial. Pero con motivo de los trabajos que lleva a cabo la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado y la Comisión Bicameral del
Congreso, encargada de estudiar posibles modificaciones a la Constitución, se
han hecho oír algunas voces, asociadas al sector empresarial, y que expresan
una posición neoliberal, según las cuales habría que modificar sustancialmente
el actual texto constitucional, pues consideran que obedece al modelo de welfare state, que sería incompatible con el desarrollo de la iniciativa y la
empresa privada. Aunque no es probable que se llegue a una modificación
de las reglas jurídico-formales de la Constitución, en el sentido en que lo
desearía la iniciativa neoliberal, su ofensiva contra las reglas informales en
que se basaba el sistema populista de conciliación se está desarrollando con
notable éxito.
En Venezuela se está desarrollando una feroz crítica al «populismo», al
que se identifica como el principal responsable de la crisis que vive nuestro
sistema político, y que es atacado, por igual, tanto desde las posiciones ideológicas propias de la nueva derecha neoliberal (ROMERO, 1986) como desde
las de la izquierda tradicional (MALAVÉ MATA, 1987). Esa crítica abarca los
más variados aspectos de ese complejo sistema, que van desde su ideología
y mensaje político manipulativo (BRITTO GARCÍA, 1988 y 1989) hasta su
manejo ineficiente de la economía (SUÁREZ/MANSUETI, 1983); pero los dos
blancos favoritos de tales ataques son el «estatismo» y la «partidocracia».
En Venezuela, la acción del Estado y de los partidos políticos ha sido fundamental no sólo para el mantenimiento de la democracia, a partir de 1958,
sino, desde mucho antes, para el proceso de integración nacional y para la
promoción y el desarrollo de la sociedad moderna; por esta razón, la presencia de ambos (Estado y partidos) en todo el entramado social es muy prominente. De modo que, como consecuencia de esa acción del Estado y de los
partidos, no sólo se ha producido un importante desarrollo de la llamada
«sociedad civil», sino también ha tenido lugar una compleja imbricación entre todos ellos, cuya naturaleza y significación última está abierta a discusión.
De acuerdo a la interpretación neoliberal, el crecimiento del sistema de
empresas del Estado, de los entes públicos descentralizados y del llamado
«sistema de planificación», que se incrementa y acelera después de 1958, ha
significado básicamente un aumento del papel del Estado, de su capacidad
reguladora y de la esfera de actividades sometidas al mismo, así como una
disminución correlativa de la autonomía de la «sociedad civil», y representa
—según tal interpretación— un creciente e indeseable «estatismo», que se
impone unilateralmente sobre la sociedad, asfixiando o bloqueando sus iniciativas, energías y potencialidades y amenazando convertirse en un abierto
despotismo. Pero, de acuerdo a la interpretación que es propia de la izquierda, ese proceso obedece básicamente al deseo de favorecer los intereses de
la empresa privada y ha tenido como consecuencia poner a disposición de ese
sector recursos financieros e instrumentos de regulación públicos (para una
discusión de ambas interpretaciones, véase BIGLER, 1981a). En mi opinión,
ambas interpretaciones son excesivamente unilaterales. En realidad, como consecuencia de la creación de esos mecanismos semicorporativos, una significa tiva parte del proceso de formación de políticas públicas del Estado venezolano tiene lugar mediante un complejo proceso de negociación entre factores
de poder e intereses diversos. Aunque el Gobierno, en cuanto representante
oficial del Estado, aparece como un «arbitro» entre los diversos intereses privados especiales, de hecho es un poder más, sin duda muy importante, pero
que, en la práctica, carece de una capacidad de regulación unilateral, de modo
que tiene que negociar constantemente con esos intereses (lo cual, frecuentemente, ocurre en la fase de implementación de las decisiones o políticas).
A partir de esa interacción entre poderes e intereses diversos, se producen
eventuales equilibrios a largo plazo que no son el producto de una acción
reguladora autónoma y unilateral por parte del Estado, sino del «balance de
poder» de los distintos actores que toman parte. La existencia de ese sistema
semicorporativo introduce, sin duda, en favor de los grupos minoritarios y poderosos, una importante distorsión del resultado final (con respecto al que cabría esperar si sólo funcionaran mecanismos de representación y participación
puramente democráticos) (véase ARROYO TALAVERA, 1988). En estas circunstancias, el Gobierno (en tanto que representante oficial del Estado), los partidos políticos y las organizaciones sociales por éstos controladas son, frecuentemente (pese a sus tendencias elitistas, oligárquicas y manipulativas), los únicos factores que contribuyen a balancear la situación en favor de los sectores
populares para intentar restablecer un cierto equilibrio.
Para algunos —cada vez menos—, la realización de la «verdadera» democracia consistiría en introducir «mejoras» en el sistema de privilegios de naturaleza semicorporativa existente, incorporando al mismo, eventualmente, a
sectores o grupos sociales que todavía no han sido beneficiados por ese sistema. Pero esta «solución» plantea dificultades teóricas, y prácticas insuperables.
Primera, no existe una teoría satisfactoria de algo que pueda ser considerado como una democracia corporativa.
Segunda, un sistema corporativo se
basa en una distribución desigual del poder y de los privilegios, y es incompatible, por tanto, con los valores básicos de la democracia, mucho más en
situaciones como la venezolana, en que los grandes sectores populares carecen de organización (salvo los partidos políticos y los sindicatos controlados por ellos, sobre cuyas deficiencias volveré en un momento), y, por consiguiente, les falta poder de negociación.
Y tercera, una ampliación o extensión
del sistema de privilegios existente encuentra límites infranqueables en la
situación de escasez relativa de recursos del presente, y sólo podría ser viable
a partir de un modelo de desarrollo económico basado en un aumento continuo e ininterrumpido de la renta petrolera, que no es previsible; por el contrario, a medida que la economía del país se vuelva menos dependiente de
los recursos petroleros de origen externo, aumentarán los conflictos distributivos (incluso se convertirán en conflictos redistributivos, en los que hay que
«quitar» a unos para «dar» a otros), de modo que lo que, en realidad, está
planteado no es el aumento de los privilegios, sino cuáles de sus actuales beneficiarios deberán ser excluidos de los mismos. En realidad, para la realización de una verdadera democracia habría que desmantelar los mecanismos de
representación y participación semicorporativa existentes, o limitarlos severamente, asegurando y reforzando el control democrático sobre la toma de decisiones públicas; pero ello no debería implicar ni una eliminación de las actividades distribuidoras y políticas sociales del Estado, ni una disminución de
su capacidad para responder a las preferencias de la mayoría, sino, por el
contrario, un aumento de ella.
La prédica antiestatista propugna no sólo la privatización de gran número
de actividades o empresas actualmente bajo control estatal y la eliminación
de gran parte de las regulaciones de la actividad económica privada, sino también el abandono de las políticas sociales y de bienestar por parte del Estado
venezolano (en las que ve la manifestación de una democracia «populista»,
esto es, demagógica) como condición para el libre desarrollo de la iniciativa
privada. Esta «solución» resulta muy tentadora, pues, por un lado, es la propugnada por los grandes organismos financieros internacionales, cuyo respaldo
es necesario para hacer frente a los graves problemas derivados del manejo
de la deuda externa, y por otro, permite aliviar la carga del Estado, agobiado
por las dificultades fiscales, y renovar el apoyo de grupos de poder (empresariales e incluso sindicales), que serían los beneficiarios de la privatización de
algunas empresas estatales. Esta es la línea de acción que ha emprendido el
actual Gobierno del presidente Pérez, aunque con serias reservas y creciente
descontento dentro de su partido (AD). Pero esta política perjudica a los sectores mayoritarios, que disponen de menos recursos y poder, de modo que
cabe prever que generará un mayor descontento y probablemente obligará al
Gobierno, a medio o largo plano, si no la abandona, a tomar medidas más
autoritarias y represivas.
El otro gran tema de crítica generalizada es el de los partidos políticos.
Aunque, desde mucho antes de 1958, está presente, entre los sectores más
conservadores, una actitud de hostilidad hacia los partidos, no es sino mucho
después cuando se extiende y generaliza la crítica a la llamada «partidocracia». Una idea constante en la cultura política tradicional del país, de inspiración roussoniana-bolivariana —y muy arraigado aún en el estamento militar—, es el rechazo del «espíritu de partido» (como equivalente a la facción)
y la exhortación a la construcción de la «unidad moral» de la República mediante la superación o renuncia de los intereses particulares. Pero es evidente
que, en las condiciones de la sociedad venezolana contemporánea, la eliminación del «espíritu de partido» sólo podría hacerse a costa de instaurar una
dictadura o alguna forma de despotismo estatal, que, con toda probabilidad,
serviría, en realidad, a algún interés privado. En todo caso, es frecuente considerar a los partidos políticos como responsables de gran parte de los males
que afectan a nuestro sistema político e incluso al conjunto de nuestra sociedad. Así se ha afirmado que nuestra democracia ha degenerado en una «partidocracia», pues (ha dejado de ser el Gobierno del pueblo y para el pueblo
y se ha convertido en un Gobierno no sólo de los partidos, sino para los
partidos» (BREWER-CARÍAS, 1985: 57), y no sólo se llega a considerar a los
partidos políticos como los responsables de la crisis política e institucional
del Estado venezolano (BREWER-CARÍAS, 1988), sino que se les acusa de haber usurpado funciones propias de la sociedad civil y de ahogar sus iniciativas y posibilidades de libre desenvolvimiento.
Como tuvimos ocasión de ver, las diversas funciones que han tenido que
cumplir los partidos en Venezuela no son el producto de una «usurpación»,
sino, por un lado, del relativo vacío social en que nacieron y, por otro, de
la falta de adecuado funcionamiento del Estado y de recursos institucionales,
que aún subsiste. Pero lo cierto es que, pese a todas sus deficiencias, los partidos políticos y los sindicatos por ellos controlados constituyen en Venezuela
uno de los pocos factores de equilibrio en favor de los sectores populares,
de modo que su eliminación o la disminución de su papel como agregadores
y articuladores de intereses llevaría a fortalecer el poder de los grupos económicos o de los empresarios individuales. De modo que la «verdadera» democracia no puede consistir en el abandono por parte del Estado de las funciones que actualmente desempeña, en favor de la llamada sociedad civil, ni
en la eliminación de las funciones esenciales cumplidas por los partidos políticos y por los sindicatos, pues si esto ocurriese sólo quedaría la influencia
de las organizaciones económicas privadas.
En todos los análisis anteriores he partido del supuesto de que una característica esencial de un Gobierno democrático es que debe tratar de satisfacer
las preferencias de la mayoría o de dar respuestas positivas a las demandas
de quienes lo han elegido. He supuesto, además, que la competición electoral
entre partidos es un mecanismo adecuado para asegurar ese resultado. Pero
no faltan quienes —dentro y fuera de Venezuela— rechazan estos dos supuestos. En efecto, en Venezuela son cada vez más frecuentes las voces que,
desde una perspectiva neoliberal, y a partir de una crítica al «populismo»
(al que identifican con la competencia demagógica entre los partidos), rechazan como indeseable la idea de que el Gobierno deba dar respuestas positivas a tales demandas, y afirman que la única función del voto debe ser proporcionar un mecanismo destinado a evitar que el Gobierno se convierta en despótico o tiránico. Desde tal perspectiva se propugna, una vez más, si no la
eliminación, al menos la disminución del papel de los partidos políticos en
los procesos electorales. Ante la crisis del sistema populista de conciliación
y la imposibilidad de manejar y satisfacer demandas heterogéneas y crecientes,
la tentación de un cierre del sistema ante ellas, de aumentar la desmovilización
y de exigir, una vez más, a las masas, paciencia y pasividad, es muy grande.
A tal proyecto responden gran parte de las críticas al «populismo», al «estatismo» y a la «partidocracia» que proliferan en el país. Pero en un sistema
que se basó en el alza continua de las expectativas de los diversos grupos
sociales, y en el que la confianza en las organizaciones y líderes está muy
deteriorada, las posibilidades de lograr tal «cierre» sin acudir a la represión
en gran escala son muy escasas.
Pero el rechazo de la «partidocracia» también es común —aunque por
razones distintas— en la izquierda. Así, a partir de una crítica —en gran
parte justa— a la mediatización que los partidos ejercen sobre las organizaciones sociales, así como a su falta de democracia interna y al carácter oligopólico de la competencia entre ellos, propugnan el reducir al mínimo su influencia, para abrir paso a una democracia más auténtica cuyos principales
actores serían los nuevos «movimientos sociales» (vecinales, ecológicos, etc.)
(GÓMEZ CALCAÑO, 1987a y 1987b, y DE LA CRUZ, 1988). El problema consiste en que tal programa responde, más bien, a deseos personales y a la influencia de ideas provenientes del extranjero que a la realidad venezolana,
pues esos «movimientos», que apenas se inician en el país, son extraordinariamente débiles. De modo que, aunque nadie que sea partidario de una verdadera democracia puede estar en contra de la promoción de nuevas capacidades organizativas entre los sectores sociales actualmente más débiles y desorganizados, esto constituye una tarea a largo plazo y de resultados muy inciertos; de modo que, a corto y medio plazo, la tarea más urgente parece ser
la democratización de las organizaciones sociales ya existentes (en particular,
los partidos políticos y los sindicatos).
Hay, por otra parte, quienes, desde un enfoque de inspiración marxista,
niegan que las elecciones puedan constituir un mecanismo efectivo para asegurar la satisfacción de las demandas de la mayoría de los electores (por
ejemplo, SILVA MICHELENA/SONNTAG, 1978: 32, 77-78). Pero son muchos
más quienes, insatisfechos con la falta de respuesta de los partidos a las preferencias de la mayoría de los votantes, creen que, a través de reformas electorales que lleven a la personalización del sufragio, se producirá un debilitamiento de la presencia de las organizaciones partidistas y se logrará un mayor control de los electores sobre los elegidos. Pero si lo que desea es aumentar la responsabilidad de los elegidos frente a sus electores, habría que perfeccionar los mecanismos electorales y de representación y participación democrática, que, como tuvimos ocasión de ver, en la actualidad limitan severamente esa responsabilidad. Es cierto que la existencia de partidos políticos
organizados implica siempre una forma de competencia oligopólica en la vida
política, pero no se trataría de eliminar tal forma para sustituirla por una
competencia perfecta, que resultaría imposible y, en todo caso, indeseable.
En efecto, para ello habría que destruir a los partidos, que son un factor indispensable para la moderna democracia de masas, y si ellos perdieran el
papel central que hoy ocupan, éste sería desempeñado por los mass media
(como ya comienza a ocurrir en Venezuela) y por poderosas organizaciones
de intereses privados, y los dirigentes partidistas serían reemplazados por demagogos o líderes carismáticos irresponsables. Lo que habría que tratar más
bien es de asegurar una competencia oligopólica imperfecta, pero satisfactoria,
capaz de proporcionar incentivos suficientes a los partidos para satisfacer los
deseos e intereses del electorado. Para ello, fundamentalmente, habría que
bajar las «barreras de entrada», que actualmente, representan los altísimos
gastos de las campañas electorales, no para colocar a todos los partidos en
situación de igualdad, sino para permitir un mínimo satisfactorio de competencia efectiva. Por otro lado, habría que eliminar las distorsiones que introduce el sistema de financiamiento privado, a cargo de los económicamente
poderosos. Junto a ello sería necesario aumentar la democracia interna de los
partidos para hacerlos más responsables ante sus militantes de base y su electorado. Y sería necesario, además, que los partidos recuperaran sus funciones
de conducción y liderazgo, en la formación de las preferencias de los votantes,
y cesara la competencia demagógica perversa, que sólo conduce a la frustración de los electores.
Personas mencionadas
La Democracia Venezolana y ... by Víctor M. Quiñones Arenas.
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