EL Rincón de Yanka: LIBRO Y PELÍCULA "LA MILLA VERDE" (THE GREEN MILE)

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viernes, 14 de febrero de 2025

LIBRO Y PELÍCULA "LA MILLA VERDE" (THE GREEN MILE)


LA MILLA VERDE (The Green Mile): 
la trágica historia que inspiró 
la novela de Stephen King

Esta es una de las novelas y películas más icónicas de Stephen King y está basada en el caso de George Stinney Jr.
La historia de LA MILLA VERDE "The Green Mile" está inspirada en una historia real de injusticia, asesinato y una ejecución que nuca debió suceder.
La Milla Verde es una de las pocas novelas de Stephen King que no son exactamente de terror, es una historia oscura, pero llena de magia que nos presenta a un gigante noble que se encuentra esperando su ejecución en el corredor de la muerte.


John Coffey es condenado a muerte después de ser acusado de violar y matar a niñas (un crimen que es evidente que no cometió), lo que hace que los oficiales de la prisión lo vean como un monstruo, pero Coffey tiene una habilidad especial que poco a poco va cambiando la vida y la forma de pensar de todos a su alrededor. El gigante puede absorber las enfermedades de las personas con solo tocarlas, y es ese regalo lo que termina de convencer a sus cuidadores de que lo que pasó con él fue una injusticia.

La Milla Verde es conmovedora y mágica, pero, en el fondo, habla de un tema social importante, una realidad que miles de hombres afroamericanos vivieron y siguen viviendo por el simple hecho de que su piel es más oscura. 
El libro de Stephen King, y la adaptación de Frank Darabont (con Tom Hanks y Michael Clarke Duncan) está inspirada en a historia de un niño de 14 años que fue condenado a muerte por un caso de violación que no cometió.
Detrás de John Coffey (que en el libro es un adulto porque ni Stephen King quería mostrar la ejecución de un niño inocente) se encuentra George Stinnney Jr, quien, con 14 años, se convirtió en el ciudadano más joven ejecutado en la silla eléctrica, después de haber sido acusado del asesinato de dos niñas blancas.

El caso sucedió en 1944 cuando Mary Emma Thames y Betty June Binnicker, de 8 y 11 años, fueron encontradas muertas sus cuerpos presentaban señales de violencia y de que se habían usado una pesada viga de madera para golpearlas en la cabeza y matarlas. El caso era brutal y la policía quería encontrar al culpable rápido, lo que los llevó a George.
De acuerdo con Amie Ruffner, la hermana de George Stinney, ella y su hermano se encontraban en el campo cuidando a la vaca de la familia cuando dos niñas se les acercaron para preguntarles donde podrían encontrar flores para recolectar, ellos respondieron que no sabían y las niñas siguieron su camino, sin saber que eso los convertiría en las últimas personas que las vieron con vida, y a George en el principal sospechoso.

Al enterarse de ese encuentro, la policía fue a arrestar a George sin investigar nada, lo encarcelaron sin avisarle a sus padres o sin permitirle tener acceso a un abogado para defender su caso o para explicarle qué estaba pasando. George Stinney Jr fue llevado a un cuarto de interrogación sin un representante legal o tutor presente, ahí fue cuestionado durante horas y, finalmente, la policía dijo que habían obtenido una confesión, incluso lo obligaron a admitir que había intentado violar a las dos niñas.

George fue encerrado en una celda y fue llevado a juicio el 24 de abril de ese año. El jurado estaba formado por 10 hombres blancos, quienes declararon culpable al niño después de escuchar los testimonios de la policía, que no presentó una sola prueba en su contra.
El juicio duró solo 4 horas y, después de 10 minutos de deliberación, George fue encontrado culpable y condenado a muerte en la silla eléctrica, en una ejecución que se realizó solo 3 meses después del juicio. De acuerdo con algunos testigos, George era tan pequeño que tuvieron que colocar libros debajo de él para que tuviera la altura suficiente para que pudieran colocar el gorro con los cables de la silla en su cabeza.

Décadas después de la tragedia, se descubrió que la viga con la que mataron a las niñas era demasiado pesada como para que George la levantara, demás, tampoco había registros de ninguna confesión u otras pruebas que lo acusaran, y con eso se demostró que ese día de 1944 habían matado a un niño inocente y que George había sido víctima del racismo de la policía.

En 2014, la juez Carmen Tevis Mullen declaró que el juicio de George había sido una injusticia y Steve McKenzie, el abogado que solicitó reabrir el caso de Stinney declaró en un documental de CNN que “Stinney era un blanco fácil y la policía lo usó como chivo expiatorio para encontrar una forma rápida de imputar a alguien. Eso ocurrió en Carolina del Sur en 1944, con un niño negro acusado, dos jóvenes víctimas blancas, y un jurado integrado por hombres blancos: Stinney nunca tuvo una oportunidad… Sus verdugos tuvieron que apilar varios libros en el asiento de la silla para que su cabeza llegara a los electrodos. Cuando encendieron el interruptor, el cuerpo de Stinney convulsionó, por lo que la máscara que le quedaba demasiado grande se soltó y así, su rostro quedó expuesto a más o menos 40 testigos, entre ellos el padre de las niñas asesinadas”.


La vida está llena de caprichos. La historia que aquí comienza se edita en forma de pequeño libro debido al comentario circunstancial de un corredor de fincas a quien nunca conocí. Todo comenzó en Long Island, hace un año. Ralph Vicinanza, un viejo amigo y colaborador (dedicado concretamente a vender derechos de novelas y cuentos en el extranjero) acababa de alquilar una casa allí. El corredor de fincas señaló que la casa parecía «escapada de una novela de Charles Dickens». 

Cuando Ralph recibió a su primer invitado, el editor británico Malcom Edwards, aún tenía muy presente aquel comentario. Se lo repitió a Edwards y ambos se enfrascaron en una conversación sobre Dickens. Edwards mencionó que Dickens había publicado muchas de sus novelas por entregas, ya fuera incluidas en revistas o independientemente, como literatura de cordel (aunque desconozco el origen de esta palabra, que hace referencia a libros más breves de lo normal, siempre me ha inspirado especial simpatía). Edwards añadió que algunas de aquellas novelas fueron escritas y revisadas al filo de la publicación. Al parecer, Charles Dickens era un novelista que no temía los plazos de entrega.

Las novelas en episodios de Dickens eran enormemente populares; tal es así que una de ellas produjo una tragedia en Baltimore. Una multitud de aficionados se reunió en el muelle, esperando la llegada del barco inglés que debía traer a bordo la última entrega de Grandes esperanzas. Varios lectores cayeron al agua y murieron ahogados. 

No creo que Malcom o Ralph quisieran que nadie se ahogase, pero sentían curiosidad por saber qué sucedería si se lanzaba una novela por entregas en la actualidad. En ese momento, ninguno de los dos sabía que la experiencia ya se había realizado al menos en dos ocasiones (nada nuevo bajo el sol). Tom Wolfe publicó el primer borrador de La hoguera de las vanidades en la revista Rolling Stone y Michael McDowell (The Amulet, Gilded Needles, The Elementals y el guion cinematográfico Beetlegeuse) publicó una novela titulada Black Water en episodios, en una edición rústica. Aunque esa novela —una historia terrorífica sobre una familia sureña cuyos miembros sufrían la inquietante maldición hereditaria de convenirse en caimanes— no fue la mejor de McDowell, obtuvo un éxito rotundo en la edición de Avon Books. 

Los dos amigos continuaron especulando sobre qué ocurriría si en la actualidad un escritor popular de ficción publicara una novela por entregas en forma de pequeños ejemplares de bolsillo que podrían venderse por una libra o dos en Gran Bretaña o por tres dólares en Estados Unidos (donde el precio de la mayor parte de estos libros es de $6,99 o $7,99). 

Malcom dijo que alguien como Stephen King podía interesarse en el experimento y a partir de ese momento la conversación tomó otros derroteros. 

Ralph olvidó temporalmente la idea, pero la recordó en el otoño de 1995, tras regresar de la Feria del Libro de Francfort, una especie de exposición internacional donde los agentes extranjeros como él deben enfrentarse cada día a una decisión importante. Entonces me presentó la idea de los libros por entregas junto con otras propuestas que rechacé de inmediato. 

Sin embargo, a diferencia de la idea de una entrevista en la edición japonesa de Playboy o un viaje con los gastos pagados a las repúblicas bálticas, la propuesta de escribir una novela por entregas despertó mi interés. No creo ser un Dickens moderno —si tal persona existe, podría ser John Irving, o tal vez Salman Rushdie—, pero siempre me han fascinado las novelas por entregas. Las leí por primera vez en The Saturday Evening Post y me gustaron porque el final de cada episodio concedía al lector casi el mismo nivel de participación que al escritor: uno tenía una semana entera para intentar imaginar los acontecimientos que seguirían. Además, me parecía que el lector leía y vivía estas historias con mayor intensidad, puesto que estaban «racionadas». Era imposible tragárselas enteras, por más que uno lo desease (y cuando el relato era bueno, sin duda lo deseaba). 

Lo mejor de todo era que en casa solíamos leerlas en voz alta por turnos: mi hermano David una noche, yo la siguiente, mi madre la tercera y luego otra vez mi hermano. Era una oportunidad excepcional para disfrutar de una obra escrita como de las películas o las series de la tele (Cuero Crudo, Bonanza, Ruta 66) que veíamos juntos; constituían un acontecimiento familiar. Sólo años más tarde descubrí que las familias habían disfrutado de las novelas de Dickens de forma similar, aunque la incertidumbre sufrida ante la chimenea por el destino de Pip, Oliver y David Copperfield se prolongaba durante años, en lugar de un par de meses (las series más largas del Post rara vez superaban los ocho episodios). 

Pero la idea tenía otro aliciente, un atractivo que, según creo, sólo puede apreciar un escritor de cuentos de misterio o relatos de fantasmas: en una novela publicada por entregas, el escritor gana sobre el lector un ascendiente que de otro modo no puede disfrutar: sencillamente, fieles lectores, no podréis adelantaros en la lectura para descubrir el giro que toman los acontecimientos. 

Todavía recuerdo el día en que, con doce años, entré en la sala y descubrí a mi madre sentada en su mecedora favorita, espiando el final de una novela de Agatha Christie mientras señalaba con el dedo el sitio donde había dejado la lectura, alrededor de la página cincuenta. 

Me quedé consternado y se lo dije (recordad que tenía doce años, una edad en que los niños comienzan a pensar que lo saben todo). Observé que leer el final de una novela de misterio era igual que comerse la nata de una galleta rellena y arrojar las dos mitades de la galleta a la basura. Mi madre rio, con su maravillosa y desvergonzada risa, y admitió que quizá tuviera razón, pero que a veces no podía resistir la tentación. Yo podía entender que alguien cediera a la tentación; incluso a los doce años, lo hacía con cierta frecuencia. Sin embargo, aquí tenemos por fin una cura para esa tentación. Hasta que el último episodio aparezca en las librerías, nadie conocerá el final de El pasillo de la muerte..., quizá ni siquiera yo. 

Aunque sin saberlo, Ralph Vicinanza propuso la idea de una novela por entregas en un momento psicológico perfecto para mí. Había estado dándole vueltas en la cabeza a un relato titulado El pasillo de la muerte, sobre un tema que quería tocar tarde o temprano: la silla eléctrica. La Freidora me ha fascinado desde que una película de James Cagney y los primeros relatos al respecto (que leí en un libro titulado Veinte años en Sing, escrito por un guardia cuyo nombre no recuerdo) encendieron mi imaginación. 
¿Qué se sentiría al recorrer los últimos cuarenta metros hasta la silla eléctrica, sabiendo que uno iba a morir allí? ¿Cómo se sentiría el hombre que tenía que sujetar con correas al condenado… o accionar el interruptor? ¿Qué exigiría de uno un trabajo semejante? O, lo que era aún más inquietante, ¿qué le aportaría? 

Durante los últimos veinte o treinta años he intentado plasmar estas ideas generales, siempre de un modo vago, en diferentes contextos. Escribí una novela de éxito ambientada en una prisión (Rita Hayworth and Shawshank Redemption) y había llegado a la conclusión de que allí se agotaba el tema, hasta que surgió esta idea. Había muchas cosas que me gustaban al respecto, pero ninguna tanto como la voz esencialmente honesta del narrador; moderado, sincero, quizá un poco ingenuo, es, quizá, el narrador que más se corresponde con el auténtico Stephen King. De modo que me puse a trabajar, aunque a trompicones. ¡La mayor parte del segundo capítulo la escribí durante una demora causada por la lluvia en Fenway Park! 

Cuando Ralph me llamó, tenía un cuaderno lleno de notas sobre El pasillo de la muerte y advertí que estaba escribiendo una novela en lugar de dedicarme a terminar la revisión de un libro anterior (Desesperación; pronto lo conoceréis, fieles lectores). Con El pasillo de la muerte había llegado a un punto en que se me presentaban dos opciones: abandonarlo (quizá para siempre) o dejar de lado todo lo demás y continuar. 

Ralph sugirió una tercera alternativa; escribir el relato del mismo modo que sería leído, por entregas. El riesgo de la aventura también me entusiasmó: si abandonaba el trabajo o era incapaz de continuar, un millón de lectores pedirían mi cabeza. Nadie, excepto Julianne Eugley, mi secretaria, sabe esto mejor que yo. Todas las semanas recibimos docenas de cartas de lectores furiosos exigiendo la publicación del nuevo libro de la colección La torre oscura (paciencia, seguidores de Roland; prometo que vuestra espera terminará aproximadamente en un año).
Una de esas cartas contenía una fotografía tomada con una Polaroid de un oso de peluche encadenado, con un mensaje formado con letras de periódicos y revistas: 

«PUBLIQUE DE INMEDIATO EL PRÓXIMO LIBRO DE LA TORRE OSCURA O EL OSO MORIRÁ.»

He colgado la foto en mi despacho, como recordatorio tanto de mi responsabilidad como de lo maravilloso que es que la gente se preocupe —al menos un poco— por las criaturas de mi imaginación. 

En cualquier caso, he decidido publicar El pasillo de la muerte en una serie de pequeñas ediciones en rústica, al estilo del siglo XIX, y espero que los lectores me escriban para decirme: 

a) que les gusta la historia; 
b) que les gusta el sistema de publicación, rara vez usado pero divertido. La idea ha dado un nuevo impulso a la escritura del relato, aunque en este momento (un lluvioso atardecer de octubre de 1995) queda mucho por hacer, incluso en el borrador, y la publicación continúa en el terreno de lo incierto. Eso contribuye a la emoción, pese a que en este momento me siento como si condujese en medio de una espesa neblina pisando a fondo el acelerador. 

Por encima de todo, me gustaría decir que si al leer la historia el lector se divierte la mitad de lo que yo me he divertido escribiéndola, habrá valido la pena para ambos. Disfrutadla… y ¿por qué no leerla en voz alta con un amigo? Al menos así se acortará la espera hasta que aparezca la próxima entrega en el quiosco o la librería más cercana. 

Mientras tanto, cuidaos y sed buenos los unos con los otros.