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lunes, 30 de diciembre de 2024

LIBRO "UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA": PENSAR Y ACTUAR CONTRA LA MANIPULACIÓN EMOCIONAL por CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO 💡


UNA FILOSOFÍA 
DE LA RESISTENCIA
Pensar y actuar 
contra la manipulación emocional

Una defensa de la filosofía contra la manipulación intelectual y el totalitarismo emocional

Vivimos en una sociedad en la que la tecnología tiene cada vez más protagonismo, donde impera el ruido permanente, la hiperestimulación constante y una violenta rapidez. Un mundo en el que la silenciosa dominación de nuestras emociones gobierna todos los ámbitos de la vida. Ante este escenario, el presente libro propone una filosofía de la resistencia que nos permita cultivar el cuidado de la atención, plantar cara a esa emotiocracia (la dictadura de las emociones propia de la sociedad de consumo), y que nos empuje a desarrollar con compromiso una nueva manera de desear con el fin de ser más conscientes y responsablemente libres frente a los malestares contemporáneos. Pensar y actuar: una revolución intelectual que pasa por dejar de observar la realidad como sujetos pasivos para tomarla en nuestras manos como agentes activos y poder pensarla, sí, pero, sobre todo, transformarla.

UNA DEFENSA DE LA FILOSOFÍA COMO UN PENSAR RADICAL Y DISIDENTE, DE SANA OPOSICIÓN A LA REALIDAD QUE NOS VIENE IMPUESTA.
La auténtica libertad no se define por una relación 
entre el deseo y la satisfacción, 
sino por una relación entre el pensamiento y la acción; 
sería completamente libre el hombre 
cuyas acciones procedieran en su totalidad 
de un juicio previo acerca del fin 
que se propone y de la sucesión 
de los medios capaces de conducir a dicho fin. 
SIMONE WEIL, 
Reflexiones sobre las causas de la libertad 
y de la opresión social, 1934

Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar. 
ANTONIO MACHADO, Proverbios y cantares, 1912 

Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, 
sino al mundo, al mundo creado por Él; 
el mundo de Dios no lo acepto ni puedo 
estar de acuerdo en aceptarlo. [...] 
Que sea y aparezca todo esto así, bien; 
pero no lo acepto, ¡ni quiero aceptarlo!
FIÓDOR DOSTOYEVSI, Los hermanos Karamázov, 1880

La ideología del crecimiento personal, 
tan optimista en la superficie, 
irradia pese a todo una honda desesperanza 
y resignación. Es la fe de los que no tienen fe. 
CHRISTOPHER LASCH,  La cultura del narcisismo, 1979


PRÓLOGO

La docencia: una trinchera 
desde la que enseñar y aprender a resistir

Ante todo, soy profesor. Considero que este oficio, definido por Nuccio Ordine como un arte en el que nos jugamos el porvenir de las futuras generaciones, encierra dos misiones centrales: por un lado, la de enseñar y educar, pero por otro, y sobre todo, la de acompañar a nuestros adolescentes y jóvenes en su proceso hacia la vida adulta. Además de mi naturaleza apasionada, que intento introducir en todas mis clases, cursos y conferencias, considero que la emoción es un ingrediente fundamental de la docencia.

Es muy difícil que se produzca un aprendizaje de hondura si la emoción no está presente. Debemos apasionar a nuestros estudiantes a través de la materia que impartimos para que el saber se haga significativo y cobre relevancia en sus vidas, en su cotidianidad. No se trata de trazar un itinerario utilitarista o al servicio del mercado laboral, sino de facilitar la aparición de las condiciones educativas más adecuadas para que se dé un escenario proclive para la enseñanza, en el cual el componente emocional siempre debe estar presente. Intento que mi labor no termine en el aula y por eso, además, dirijo numerosos proyectos culturales y colaboro con diversas instituciones públicas y privadas, nacionales e internacionales, que apuestan por el valor del conocimiento y, prioritariamente, por un pensamiento comprometido, por el fomento de la autonomía de juicio y el desarrollo de la independencia intelectual y emocional, capacidades centrales para forjar un sentimiento responsable de nuestra libertad.

Detecto a diario en mis estudiantes un entusiasmo desbordado por llevar a cabo su vocación, por cumplir con la tarea que se han encomendado o que sienten suya, pero, igualmente, existe mucha frustración y sufrimiento cuando echan la mirada hacia el futuro y lo observan con poca esperanza y bajo el signo de la desesperación, la angustia o la tristeza. Desde el horizonte del adulto, suele pensarse que los adolescentes solo piensan en su bienestar actual, pero esta perspectiva es insuficiente y equivocada. Cada día, en cada conversación con mi alumnado, compruebo que se muestran muy preocupados por su porvenir y que, además, esa preocupación coarta muchas veces sus ilusiones o, lo que es peor, da como resultado el desarrollo de diversos trastornos emocionales y de la conducta. Debemos acompañar más que nunca a nuestros niños, adolescentes y jóvenes para que no se sientan solos en un mundo en el que, paradójicamente, cada vez estamos más conectados, pero al mismo tiempo cada vez nos sentimos (y se sienten) más solos.

El profesorado cumple aquí una función esencial, prioritaria e insustituible, porque nuestros chicos y chicas pasan mucho tiempo con nosotros. No solo debemos ser ejemplo y reflejo de cómo quieren ser en los años venideros, sino también, y ante todo, baluartes emocionales sobre los que puedan apoyarse en el laberíntico y complejo camino de la vida. Nuestros estudiantes se enfrentan a innumerables y difíciles retos que tenemos que abordar de la mano, junto con ellos, contando con su opinión y con su particular perspectiva y visión del mundo. No podemos ni debemos tratarlos como seres pasivos; nuestra posición en colegios, institutos, universidades y familias debe ser la de facilitadores que, a través de un sano, sincero y necesario diálogo, pongan las bases de un futuro en el que no perdamos los valores que, a lo largo de los siglos, nos han unido en la aspiración de darles contenido: la verdad, el bien, la belleza, la justicia.

Somos seres narrativos, cada uno de nosotros lleva sobre sí el peso de lo que le ha sucedido o de lo que espera que le suceda. Somos un juego dramático (páµa, es decir, un hacer que tiene consecuencias) de pasado y de expectativas y, en medio, un presente en el que debemos resolver nuestra propia tesitura. De nuevo, aquí la clave reside en la educación. No se trata de dogmatizar (como suele defenderse desde promontorios conservadores y reaccionarios), sino de mostrar la diversidad en todos sus ámbitos (sexual, racial, intelectual, corporal, cultural, etc.) y enseñar que la condena de esa diversidad atiende, en muchas ocasiones, a estructuras de poder que ejercen una influencia decisiva en nuestras vidas. En definitiva, y como conclusión, debemos pensar y cuestionar -la legitimidad de esas estructuras que condicionan e incluso acaban por determinar nuestra vida para poder comprobar hasta qué punto ha de llegar nuestra implicación y actuación individuales en la creación de una sociedad más igualitaria, más justa y con menos sufrimiento psicológico. La vida recomienza muchas veces: al aprender a leer, al descubrir el amor, la primera lectura que nos emociona, el adiós a alguien querido. Pero de todos esos reinicias, el principal, sin duda, es caer en la cuenta de que cualquier persona, sin excepción, vive sus luchas diarias. Y no bajar la mirada ante ese hecho, sino tener la valentía de mirar a los ojos del mal, la desidia o la injusticia y ponerles coto.

La juventud debe comprometerse con los retos de su tiempo, pero, y esto es importante, a veces necesitan un aguijón intelectual o afectivo para hacerles comprender que ellos son parte fundamental de la solución de los problemas de nuestra actualidad. Para ello se necesitan una sociedad y un profesorado comprometidos con su labor comunitaria. Un docente que no apasiona a sus estudiantes está dejando de transmitir la lección más relevante que puede comunicarles: sin implicación en lo que nos preocupa, no se darán posibles soluciones. Hay que invitar sin miedo a nuestros jóvenes a que se consideren parte activa e irremplazable de la sociedad, y no solo como un receptáculo pasivo que acoge sumisamente los acontecimientos de cada día. Y para ello debemos darles voz, escuchar sus necesidades, atender a sus demandas y acompañarlos en un camino que nunca fue fácil: el que transita desde la adolescencia a la juventud y la adultez.

Mi rnensaje para los jóvenes, sean o no rnis estudiantes, es muy claro: apasionaos. Por un amor, por una carrera de investigación, por un trabajo que alcanzar,por el bien olabelleza, por serun científico o una humanista de prestigio. Pero apasionaos. La pasión es la única herramienta que, de faltar el resto, puede empujarnos a perseverar desde una sana resistencia que se atreve a pensar la realidad de forma crítica y comprometida.

La vida no se lo pone fácil a nadie. Toda existencia está llena de sinsabores, dolores, sufrimientos, pérdidas, duelos y contrariedades. Pero si conservamos -y aprendemos a conservar -nuestra pasión, mantendremos también nuestra potencia para seguir a pesar de todo y de todos. A pesar de los odios y de la polarización, a pesar de la negligencia y la abulia, a pesar de las políticas injustas y elitistas de muchos gobiernos, a pesar de la desigualdad social, económica y cultural. A pesar de todo, la pasión nos empuja, nos sostiene, nos mantiene a flote. Nos hace persistir en liza. Vivir con pasión. Sin condiciones: justamente para ponerse en la tesitura de poder superar cualquier condicionamiento y, al fin, para conquistar el ejercicio consciente de nuestra propia libertad.

Cuando descubrí por primera vez la filosofía, con qmnce o dieciséis años, me percaté de que mi visión del mundo había permanecido sesgada tras un velo de deliberada ingenuidad. Se ·trataba de un muro de contención erigido con convicciones y prejuicios que yo no había elegido, sino que se me había dado, pero tras el que me había encontrado a gusto hasta entonces. En aquel momento, a principios de los años 2000, comenzó un largo itinerario -que dura hasta hoy- que, tras largos pero muy enriquecedores años de búsqueda y cuestionamiento, tras pasar por numerosas empresas y acometer innumerables trabajos, tras haber recorrido mundo y conocido a mucha gente, me ha convencido de que nos jugamos prácticamente todo en la educación, de que la resistencia intelectual se juega en qué y cómo enseñamos a nuestros niños, adolescentes y jóvenes.

La única posibilidad de plantar cara a la interesada parcialidad, a cualquier ciego dogmatismo y a toda desidia es resistir con una cabeza bien formada y con un corazón firme. Desde el aula. Con y junto a ellos. Que no son el futuro. Que son nuestro presente y, por tanto, nuestra única posibilidad de acabar con la cómoda sedación individual y social en la que hoy nos hemos enfangado.

MADRID, 14 DE OCTUBRE DE 2023
ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE HANNAH ARENDT

El terror del totalitarismo se hace inevitable 
cuando se torna independiente de toda oposición, 
y domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino.
HANNAH ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, XIII, 19 51

NOTA BENE

Este libro no tiene afán de exhaustividad ni persigue abarcar con completitud el muy amplio abanico de problemas que expone, aunque nunca deja de lado el rigor ni la investigación y observación pausadas. Más bien, se plantea como un lúcido intento de aportar argumentos de diálogo a la esfera pública con los que discutir asuntos que repercuten en la ciudadanía en su conjunto. Por tanto, su pretensión es incitadora y, si se quiere, provocadora, en tanto que la filosofía nunca debe dejar de desencadenar, al menos, el posible desacuerdo para, llegado el caso, desembocar en algún acuerdo. Un sano consenso solo nace y crece a partir de un necesario y enriquecedor disenso. De una indispensable pluralidad de vivencias y experiencias singularizadas.

INTRODUCCIÓN

Por qué y ante qué resistir:
filosofía y resistencia

Así que, compañeros de milicia, 
encomendaos a la divina filosofía, guía en la vida, 
luz en la oscuridad, consuelo frente al mal, 
para que no transitéis por la existencia 
como durmientes, sino como quien 
permanece atento y despierto. 
ARTHUR SCHOPENHAUER, 
Declamatio in laudem philosophiae, 1820

Escribió María Zambrano, pensadora veleña del siglo XX, en "Persona y democracia" (1958), que a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente, resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia.

En el fondo de este mensaje zambraniano, que hoy nos interpela más que nunca, se esconde un postulado aristotélico de primer orden: el ciudadano que solo se ocupa de los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa, nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende.

La preocupación de Zambrano y de Aristóteles era en el fondo una y la misma: el papel activo del individuo en el funcionamiento de la ciudad, entendida esta como un horizonte de sentido en el que los sujetos adquieren una inexcusable tarea que no se adscribe en exclusiva a la expresión y satisfacción de las necesidades egoístas y más descarnadas de cada uno de nosotros. Más allá del ámbito privado, existe una condición común de posibilidad y acción para que la vida singular y particular tenga cabida.

Esta necesaria urdimbre ciudadana, el elemento comunitario y social que antecede y permite nuestra vida privada, está descomponiéndose poco a poco y, lo que es más peligroso, lo está haciendo de manera silenciosa e imperceptible. Nuestra cultura, tan tecnologizada y cada vez más automatizada, no está muy lejos de otros tiempos en los que los seres humanos se sentían víctimas sufrientes de un inexorable Destino que escapaba de sus manos y bajo cuyo dominio solo cabía una respuesta: encomendarse a las deidades de turno para solicitarles clemencia, perdón o alguna salvífica intervención. Los ídolos han cambiado, pero la amenaza de dejarse arrastrar o dominar por lo aparentemente irresistible sigue incólume, azuzada al calor de una equivocada y tiránica idea de progreso.

Nuestra llegada al mundo no es un acontecimiento privado o aislado. No se trata solo de que, en términos epigenéticos o contextuales, nazcamos en una peculiar y concreta circunstancia que puede modificar la expresión de nuestros genes o determinar el modo y las opciones en que discurren cada una de nuestras vidas. Que el nacimiento no sea un hecho privado quiere decir, como sugirió Hannah Arendt en "La condición humana" (1958), que cuando venimos al mundo se hacen posibles, a la vez, nuevas contingencias de discurso y de acción. Esa bella e insoslayable contingencia nos convierte en seres vulnerables sujetos a la fragilidad: somos producto de una serie de inevitables casualidades que, sin embargo, se han hecho necesarias en tanto que han sucedido.

Decidir. Este es el verbo que una filosofía de la resistencia pone de relieve. Cada vez que alguien nace ha de hacerse cargo de sus accidentes vitales; irrecusablemente ha de hacer algo con ellos: debe decid ir qué hacer con cuanto le sucede. La pasividad de la que nos habla Zambrano nos aleja de la capacidad para pensar y, por consiguiente, para actuar bajo las coordenadas de la responsabilidad. No nos sirve con refugiarnos en la masa o en la cultura coyuntural de cada momento histórico, salvo que queramos incurrir en la mala fe sartriana («las circunstancias me hicieron así», «no pude superar la ira», «estaba dominado por la pasión», etc.), sino que nos es impuesto, por el hecho de haber nacido, el compromiso de tener que despertar a la realidad, como dejó escrito Heráclito en uno de sus más célebres fragmentos. Atreverse a permanecer en la vigilia de la reflexión comprometida significa tomar parte activa en nuestros avatares biográficos, tanto en los individuales como en los sociales.

El ser humano se proyecta sin descanso hacia el porvenir desde su presente. Pero ese proyecto (del latín proiectus, estar lanzados hacia delante) solo adquiere su auténtica relevancia cuando es asumido como una siempre inconclusa construcción, y no como una materia maciza e inamovible ante la que nos vemos inermes y frente a la que solo nos caben la resignación, la adaptación o el conformismo. Algo sucede en cualquiera de nosotros cuando caemos en la cuenta de que somos agentes de nuestra propia vida; se trata de un momento de perplejidad y extrema lucidez que nos catapulta a una continua víspera, al instante en el que todo, siempre y sin excepción, está por hacer. Quien no se asombra ante sus propias posibilidades permanece dormido, anestesiado, y se deja arrastrar sin las agarraderas del pensamiento comprometido y de la pausa de la que nos dota la reflexión filosófica. La existencia es problemática porque nos abisma a la tesitura, complicada pero en extremo hermosa, de tener que decidir qué hacemos en cada trance de nuestra vida. Nuestra aparición en el mundo no es un don gratuito, es un laborioso quehacer; no es una condena, es una oportunidad que debemos acoger con humana responsabilidad, es decir, bajo la égida del excelso deber de hacer algo con ella.

Sin embargo, este central concepto de «oportunidad», entendido por los existencialistas del siglo xx como la capacidad insorteable de tener que hacernos cargo de nuestra vida, ha sido perversamente corrompido. En las últimas décadas han surgido -y han adquirido una enorme fuerza disciplinaria- toda una fétida hornada de dispositivos emocionales de control que adocenan e incluso llegan a anular nuestra potencia de pensar y actuar. El pensamiento positivo, el coaching emocional, la resiliencia, el crecimiento personal, la autoayuda más ramplona, el neoestoicismo que invita a soportar con indolencia los contratiempos vitales y los mensajes melosos del pensamiento mágico («si quieres, puedes», «las crisis son oportunidades para crecer») colapsan las librerías, copan los espacios mediáticos y saturan y malversan el ánimo de una ciudadanía desorientada a la que hacen creer que todo remedio para nuestras contrariedades y obstáculos pasa por una solución individual: si tú te cuidas, todo estará bien; si sanas tu mirada, el mundo te devolverá todo su esplendor. Esta clase de mensajes y consignas han introducido al individuo contemporáneo en un sentimiento endémico de soledad en el que el autocuidado, el autoconocimiento y la autosatisfacción han abocado a los sujetos a un onanismo emocional que olvida y desprecia la dimensión social y compartida de nuestra vida.

Todo ello, en paralelo, ha sido alimentado por instancias políticas y económicas a través de lo que el filósofo Mark Fisher denominó «privatización del estrés»: si algo va mal, es porque no has alcanzado las expectativas, porque no has aprovechado las oportunidades tan plurales y diversas que te ofrece el mundo desarrollado. En definitiva, todo depende de ti, y si las cosas no marchan bien, has de examinar en qué has errado o fracasado. La culpa, como nuevo nombre para designar el pecado laico contemporáneo, es la piedra de toque de estas técnicas disciplinarias, una silente herramienta de mutuo control y autovigilancia que convierte a los sujetos en censores flagelantes de sí mismos y en celosos oteadores de los demás.

El individualismo, como soterrada ideología, ha colonizado los espacios comunitarios, donde se nos invita a sentirnos únicos culpables de nuestro éxito o de nuestro descalabro. La incapacidad para alcanzar los estándares de eficiencia, rapidez y bonanza económica desvelan, pues, una falla en el individuo, a quien se señala como promotor de sus propias desgracias y frustraciones. Es entonces cuando debemos acudir a aquellas técnicas disciplinarias que nos llaman e instigan a ser resilientes y a aprender a extraer lo mejor de cada embate biográfico. Las semillas para mantener el statu quo se siembran hoy mediante este adoctrinamiento -y manipulación- emocional que se ha normativizado: las desigualdades sociales, las injusticias estructurales y los malestares psicológicos quedan sepultados bajo toda una retórica del cuidado de sí y de un estoicismo mal entendido. Por todo ello, y como corolario, uno de los más flagrantes peligros de este andamiaje erigido con tanto afán por las instancias de poder es que elude la lucha política. Al incitarnos a que pongamos el foco tan solo en el bienestar individual, se olvida e incluso se aplaca, ridiculiza o ningunea la búsqueda de la justicia social. El pensamiento positivo resulta perverso cuando, en lugar de fomentar la reflexión y el compromiso cívico, invita a soportar cualquier situación y a transformarnos en individuos tristes y abatidos al socaire de circunstancias que nos pintan como inevitables.

En definitiva, la privatización y asunción de la culpa se ha convertido en un yugo emocional con el que las estructuras políticas, económicas e ideológicas señalan al individuo como exclusivo responsable de sus desventuras. Por eso podemos hablar, sin temor a ser contundentes, de un régimen emocional disciplinario construido por devoradoras dinámicas engranadas en tomo al concepto de consumo. El grave problema de consumir de forma inconsciente y rápida (series, películas, títulos universitarios, libros e incluso emociones) es que impide la pausada construcción de nuestro deseo. El filósofo danés Soren Kierkegaard señaló en su "Diario de un seductor" (1843) que el goce siempre suele decepcionar, pero la posibilidad no. Con ello, nos invitó a dar valor a la bella y sana distancia que media entre nuestros deseos y su satisfacción. En este sentido, una reeducación de nuestro deseo, cimentada al margen de los dispositivos disciplinarios que nos incitan a consumir -y consumirnos-, se hace prioritaria y esencial.

La pregunta es, pues, si cabe algún tipo de resistencia frente a este ciclo ininterrumpido que aboga sin tapujos por sumirnos en la pasividad a la que se refiere Zambrano. Cuando Sócrates incitaba a sus conciudadanos a la introspección y al intento de discernir quiénes eran ellos mismos no se refería a la realización de un ejercicio privado o subjetivo. El maestro de Platón fue muy consciente de que nuestra vida solo puede efectuarse con plenitud en medio de la polis, en el meollo de la ciudad. El idiota (ἰδιώτης) era, en la sociedad antigua ateniense, quien solo se ocupaba de -y se circunscribía a­ sus peripecias personales y particulares, o, dicho de otra forma, quien se desentendía deliberada y jactanciosamente de las cuestiones públicas, de la polis, es decir, quien desoía y despreciaba los asuntos políticos, lo que a todos nos afecta y repercute. 

Esta progresiva domesticación de la sociedad, a la que llamo idioticracia -en la que cada: ciudadano cree poseer un poder salvífico que puede ejercer desde el dominio privado-, se ha hecho extensiva a grandes capas de la población, a la que se ha declarado en minoría de edad para: pensar y pensarse en este contexto de orquestada manipulación emocional. El problema que se cierne sobre nosotros es, entonces, el de cómo despertar de este sueño dogmático en el que insidiosos y permanentes entretenimientos nos anclan a un continuo presente que no nos permite crear un tiempo propio para la reflexión, un paréntesis en medio del ruido, cuyo estruendo y espectacularidad impiden dar espacio al silencio, al sosiego y a la reflexión. Bajo una capa de ocio, se nos ofrecen a cada instante múltiples ocupaciones que nos mantienen -voluntariamente- idiotizados. En la voraz dinámica del consumismo, quienes primero acaban consumidos (y tristes, y polarizados, pero en apariencia libres) somos nosotros.

En este libro no se llama a la rebelión, pero sí a una revolución intelectual y cívica que recoge el esfuerzo por constituirnos como sujetos autónomos mediante el ejercicio comprometido del pensamiento y una reeducación de nuestro deseo. En el llamamiento y la valentía de forjar un juicio propio y una voluntad emancipada consiste la resistencia que propondré en los capítulos sucesivos.

Como insistía Sócrates en medio del ágora, debemos pensar individualmente quiénes somos para, después, volver a la ciudad y, en común, poder reflexionar sobre cómo es posible llevar una vida buena, y no, como invitan las nuevas corrientes de autoayuda, a «soportar», «adaptarse» o «aguantar» en soledad en medio de condiciones del todo insufribles e inhabitables que, y este es el punto clave, se nos presentan con atractivo dulzor y empaquetadas como una dadivosa ofrenda repleta de oportunidades para disfrutar y aprovechar. La precariedad, la inseguridad, el desasosiego, la zozobra y la incertidumbre se han transfigurado, en virtud de aplicar el pensamiento positivo, en posibilidades y productos de consumo para «crecer» o aprender a ser resilientes. Y lo cierto es que nos mantenemos en pie a fuerza de soportar nuestros malestares mientras se tilda de obstinados, disidentes o pendencieros antisistema a quienes osan cuestionar y pensar qué ideologías establecidas y qué estructuras normativas sustentan tales malestares.

Hemos tolerado con enorme riesgo que para vivir debemos asumir un sufrimiento psíquico y emocional desmedido; nuestra cultura se ha convertido en un trágico baile de máscaras en el que cada personaje ha de aceptar un constrictivo disfraz para actuar siempre tras él. Si la música sigue sonando, los invitados al baile continuarán parapetados tras sus antifaces con tal de no tener que asumir -no sin dolor- que estaban equivocados, que todo era una artimaña al servicio de intereses económicos y políticos que nada tienen que ver con la vida buena a la que Sócrates nos concita. En una sociedad enferma, enfermar es un síntoma de salud. Por esa razón, resulta inaplazable el desarrollo de un cuestionamiento individual y social de todo cuanto tenemos que -y nos invitan a -soportar para, simplemente, sobrevivir. Y es que silos individuos se sienten domeñados y desvalidos frente a una atmósfera depredadora y precarizante (en términos de sustento económico y emocional), en la que la única respuesta es alimentarla sin descanso, la capacidad crítica queda colapsada en nombre de la supervivencia. La tristeza, el miedo y la suspicacia son los motores que inauguran y carburan la matriz totalitaria.

Saber por qué y qué estamos soportando, y a qué precio, es a lo que hoy la filosofía, si lo es de veras, es decir, si no renuncia a su vertiente práctica, ha de dedicar sus esfuerzos. A una vigorosa e incólume resistencia intelectual. En ello consiste la esencial naturaleza del asombro filosófico, en crear una grieta que resquebraje nuestra monolítica visión de la realidad para cerciorarnos de que los esquemas ideológicos sobre los que estamos alzando los cimientos de la vida contemporánea han confeccionado una prisión emocional asumida con placer en la que ni siquiera sabemos que estamos atrapados, al modo de ratas skinnerianas cuya única posibilidad es responder y reaccionar a unos estímulos dados.

LA FILOSOFÍA COMO ACTITUD 
DE RESISTENCIA CONTRA 
LA MANIPULACIÓN EMOCIONAL 

Filosofía y acción están ineludiblemente implicadas. Un pensamiento que no desciende a la realidad, que no se hace carne y que no guarda la intención de hacerse efectivo es un pensamiento estéril e infecundo. La filosofía encierra una vocación agente, es decir, una potencia irreprimible por actuar en el mundo a través de la reflexión comprometida con nuestras circunstancias. Por eso no es suficiente con enseñar historia de la filosofía, sino también enseñar a filosofar — como apuntó Immanuel Kant en una de sus lecciones más célebres—, un verbo que con asiduidad se ha banalizado. 

Filosofar implica tomarse en serio el escenario en el que hablamos y actuamos para asir con fuerza y decisión las riendas de nuestra responsabilidad y para emitir un juicio propio sobre cuanto sucede en el mundo. Implicar a la ciudadanía — a través de la educación y la enseñanza reglada— en este proceso conjunto de pensamiento nos impide sentirnos como seres aislados y constituirnos a través de la sana herida de lo común, que reclama de nosotros un hacer responsable derivado de un pensamiento libre y soberano. 

La filosofía, como un pensar comprometido y emancipador, es asimismo un pensar político, es decir, una reflexión que se ejerce en el ineludible contexto de la polis de la ciudad. Como ya se ha señalado, Aristóteles distinguió el terreno doméstico o privado, donde desarrollamos nuestra vida íntima y personal, y el terreno público, allí donde intercambiamos palabras y acciones y donde se juegan los intereses de la ciudadanía. 

Mucho antes, en la Ilíada, Homero había pensado el campo de batalla como un escenario en el que los seres humanos defienden un parecer, una postura o convicción; para Homero, la valentía del guerrero no se queda en la demostración de violencia con la que emplea sus letales armas bélicas, sino que también muestra públicamente la legitimidad y validez con las que un individuo cualquiera presenta ante los otros sus propias certezas. La actual polarización de la política institucional y el parapeto que proporcionan las redes sociales y la digitalización de nuestra existencia nos priva hoy, poco a poco, de este marco público presencial, donde los cuerpos comparecen, y en el que el argumento y las razones esgrimidas exponen también el tipo de sujeto que somos — y que decidimos ser—. En definitiva, la filosofía nos recuerda que el creciente privatismo de nuestras vidas nos arrebata la oportunidad de encontrarnos con los demás para intercambiar palabras que no solo nos permitan sobrevivir y adaptarnos a los distintos imperativos de nuestro tiempo, sino, sobre todo, vivir mejor. 

Por eso el uso del lenguaje es tan importante. Ninguna de nuestras palabras es inocente. Cuando elegimos pronunciar una palabra y no otra estamos eligiendo el tipo de mundo que queremos crear. 
Nuestra realidad común, pero también la esfera individual e introspectiva, se configura a partir de nuestro discurso, porque el lenguaje instaura y fomenta la realización de una realidad determinada y una forma de estar en ella, de habitarla. Por eso nuestros silencios son igualmente poderosos. Aquello de lo que no se habla, aquello que no nos atrevemos a nombrar, desaparece del escenario de lo posible, de lo que está sujeto a debate y, por tanto, a elección. 

Una filosofía de la resistencia no solo nos empuja a escoger las palabras más pertinentes para transmitir un mensaje, sino que invita a buscar y cuestionar los conceptos con los que representamos y calificamos nuestro mundo circundante. Hoy, por ejemplo, hablamos poco de la tristeza, condenada como un sentimiento «negativo» bajo la tiranía felicifoide; todo debe estar teñido por el incandescente deseo de ser felices y funcionales, y con ello olvidamos referir y estudiar emociones como el tedio, la desidia, la frustración o el sufrimiento, que quedan ocultas por el dominio del gobierno emocional, que nos quiere resilientes y productivos. Por eso, cuando hablamos no solo mostramos, sino que también ocultamos. Ejercer la resistencia filosófica nos ayuda, pues, a sacar a la superficie numerosas categorías que incitan a reflexionar sobre qué aspectos de la realidad estamos dejando de percibir y, en consecuencia, de pensar y cuestionar. 

Por todo ello, la filosofía — y en particular esta filosofía de la resistencia que aquí se presenta— no es un saber frío, desapasionado o aséptico que se conforma con el conocimiento anacrónico, erudito y académico de la historia de las ideas. Ese pensar comprometido, por tanto, ha de traducirse necesariamente en acciones: en nuestra vida cotidiana, en el ejercicio de la docencia, en el trato diario con nuestro círculo de proximidad, en la capacidad para ejercer la crítica, que es la auténtica cultura. Como dejó anotado Antonio Gramsci en su texto «Socialismo y cultura» (1916), «hay que dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico para el cual somos un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos. Esto no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello». Porque, continuaba el pensador italiano, la cultura consiste en la «apropiación de la personalidad propia, en la conquista de una superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y deberes». 

Una filosofía de la resistencia, como revolución intelectual que se presenta como motor de una conciencia crítica y de contundente penetración en nuestros andamiajes culturales hegemónicos, nos ofrece herramientas especulativas para analizar y después cuestionar e intervenir en aquellas estructuras sociales, políticas y económicas que generan cualquier tipo de opresión, malestar o desigualdad. A la vez, nos empuja a asumir nuestra responsabilidad como individuos que forman parte de una comunidad ciudadana. Es decir, y como sostuvo Gramsci, la filosofía permite que no seamos indiferentes y corta las alas de la indolencia, la insensibilidad e incluso de la negligencia y la pereza intelectual. La reflexión filosófica no pretende arremeter contra el poder establecido por un afán pueril o gratuito, sino pensar de manera irrenunciable el funcionamiento y las implicaciones de ese poder para, llegado el caso, oponernos a él con razones y argumentos. Como declaró Simone Weil en diversos escritos, el individuo puede prescindir de la reflexión sobre la injusticia. Ahora bien, si cae en las garras del desinterés y de la apatía, correrá el riesgo de ser cómplice de los mecanismos que permiten la aparición y el desarrollo del aparataje que produce esa injusticia. Lejos de lo que quieren hacernos pensar, la historia humana no es una historia natural, metafísica, incólume o irremediable; nuestra historia es la historia que hacemos y, lo importante aquí, la historia que nos dejamos hacer. 
«Vivir significa tomar partido», señaló en una de sus reflexiones el dramaturgo y poeta alemán Friedrich Hebbel, a quien Gramsci cita. Porque el desinterés y la insensibilidad nos hacen abdicar del ejercicio de la libertad y de la voluntad. Bajo su hábil embrujo, nos abstenemos de decidir con independencia y de estar a la altura de la responsabilidad que se nos da. 

Fruto de esta indiferencia, adquirida mediante diversos artificios que examinaré a lo largo de este libro, nos hemos distanciado unos de otros. Nuestros cuerpos se han alejado. Conectados pero aislados. Tradicionalmente, la historia de la filosofía ha condenado el cuerpo como un lugar en el que el alma o la razón quedaban prisioneras. Nuestra dimensión intelectual ha prevalecido sobre nuestras categorías corporales. Pero solo podemos pensar desde un cuerpo, desde las coordenadas que dictan las emociones, sentimientos y sensaciones que derivan de un cuerpo singular, sufriente, consciente de sí. Nuestro pensar es un pensar ineludiblemente corporeizado. El paulatino alejamiento de los cuerpos del ámbito público, colonizado por las redes sociales y los ritmos y reglas del universo digital, nos obliga así a repensar el papel de nuestro cuerpo en las relaciones humanas. El espacio común ha quedado constituido por multitudes solitarias que se comunican desde el aislamiento autoinfligido de sus domicilios, convertidos en presidiarios voluntarios. Ahora bien, sin la presencia de unos cuerpos con y frente a otros perdemos un imprescindible componente material de la realidad; sin la comparecencia de nuestras mutuas miradas quedamos expropiados de un modo único de comunicación y con ello nos acostumbramos a la ausencia del otro, al desierto de un mundo hiperconectado pero deshabitado. El alejamiento nos entristece y, poco a poco, nos sume en la apatía y la desidia. Esta ausencia siempre nos remite a una presencia perdida, a una presencia extraviada. 

Como veremos, a causa de la silente digitalización de nuestra vida y de la pérdida de nuestra atención, la realidad ha sufrido un proceso de desencantamiento. Nos cuesta mucho mantener despierta nuestra capacidad para sorprendernos por lo que acontece a causa del continuo bombardeo de noticias, ruidos, interrupciones y notificaciones que sufrimos cada día. Por eso, una filosofía de la resistencia puede ayudarnos a erotizar la realidad, a llenarla de un impulso erótico entendido como un interés activo y un compromiso efectivo con cuanto sucede a nuestro alrededor. Esta resistencia filosófica nos sacude en lo más hondo y nos impide transitar el mundo de manera indolente. Reerotizar la realidad implica volver a hacerla atractiva — en tanto que atendemos a ella deliberadamente— como escenario en el que debemos introducirnos a través de nuestras acciones. El erotismo que encierra la filosofía de la resistencia nos impele a dejarnos asombrar por lo cotidiano y acogerlo como elemento ineludible que debe ser pensado y con el que, lejos de permanecer pasivos, tenemos que entregarnos a la acción responsable. 

Vivimos, pensamos y sentimos desde un cuerpo determinado. Un cuerpo que goza y sufre, que se duele en la enfermedad y que se solaza en el placer. En paralelo, esto quiere decir que existimos entre cuerpos y que nuestra relación mutua supone el choque, la caricia, el abrazo o el beso. En definitiva, los cuerpos son el emplazamiento insustituible desde el que nos encontramos. 

Sin embargo, el privatismo y la soledad a los que nos han entregado numerosos dispositivos digitales y diversos artilugios disciplinantes del gobierno emocional hacen que este encuentro entre cuerpos resulte cada vez más prescindible y que, incluso, llegue a contemplarse como una amenaza. Las redes sociales y el afán por hacerse ver y admirar por el Otro nos transforman en peligrosos y desafiantes contendientes que pujan por el relumbrón, la fama o la celebridad. Por el «capital social». Por eso, frente al alejamiento y la domesticación disciplinaria de nuestros cuerpos, promovidos por la digitalización de nuestra vida, debemos recuperar un sano encuentro entre cuerpos, allí donde las miradas, las palabras y las acciones convierten nuestro mundo privado en un escenario irremediablemente compartido. 

Hoy, más que nunca, la pregunta kantiana por antonomasia sobrevuela nuestro cielo intelectual: ¿qué nos cabe hacer? A través de un sincero e incontenible pensamiento comprometido con nuestro presente, y en contra de la aflicción y la indolencia a la que nos somete el paradigma ideológico de la idioticracia, la filosofía de la resistencia que aquí se propone intentará contagiar un denodado entusiasmo por volver a despertar la alegría de la reflexión individual que conduce a un pensar y a un actuar en comunidad. Porque, como dejó escrito María Zambrano, nuestra acción más propia es la de crear camino, y nadie, en absoluto, puede llevarla a cabo por nosotros. Salvo que, por supuesto, queramos delegar en otros lo más propio de lo humano, lo más genuinamente nuestro: pensar y actuar.

Recorrido por el libro "UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA. 

miércoles, 11 de diciembre de 2024

EL GRAN ACTO DE... AMOR. EN NAVIDAD, ENTREGAR ES MEJOR QUE RECIBIR ¡FELIZ NAVIDAD! 💕🎄💕


INVITA  A
OTRA  PERSONA  A
ENTREGAR  SU  TIEMPO
EN  NAVIDAD,  
ENTREGAR  ES  MEJOR  QUE  RECIBIR 

Campaña Navidad Inter Rapidísimo 2024 l El Gran Acto

Esta entrega es más que un simple mensaje; es una ventana a una realidad que a menudo ignoramos. Por eso Este año decidimos hacer un homenaje a quienes pasan estas fechas en silencio, invisibles para muchos, pero profundamente humanos en su necesidad de ser recordados, valorados y amados. Este gran acto hagámoslo por ellos, y entenderán porque entregar, es mejor que recibir. FELIZ NAVIDAD. 🕂🎄🕂

sábado, 16 de noviembre de 2024

QUO VADIS? PENSAR Y ACTUAR EN TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE: Manifiesto del XXVI Congreso Católicos y Vida Pública y "EL RETO DE VIVIR EN ESTE TIEMPO" por FABRICE HADJADJ

 

QUO VADIS?
PENSAR Y ACTUAR 
EN TIEMPOS DE INCERTIDUMBRE

Manifiesto del XXVI 

El dramático y, a su vez, verdadero enunciado de “Quo vadis” con el que titulamos este XXVI Congreso Católicos y Vida Pública nos confirma una ecuación inequívoca: “cuánto mayor es la pérdida de referencias permanentes, más desorden político y social existe”.

Un concepto, “pérdida de referencias permanentes”, con el que se quiere señalar el ocultamiento de todo lo que expresa la transcendencia del ser humano, así como la construcción de un orden social y político basado en la premisa más o menos explícita de “vivir como si Dios no existiera”. Una opción definida por un craso materialismo que no pueda dejar de llevar a la civilización occidental a la decadencia, a la crisis y al desorden.

En paralelo, y de un modo acuciante, nos enfrentamos a un relativismo moral que está en el fondo de una crisis, quizá sin precedentes, que pide de los católicos un redoblado esfuerzo en la defensa de sus fundamentos: la defensa de la vida, la familia, la cultura del esfuerzo, la dignidad y la naturaleza de la persona humana. La defensa hoy de los fundamentos cristianos de nuestra sociedad no es un ejercicio de “fundamentalismo”, sino que, por el contrario, significa ser vanguardia del debate principal del futuro de nuestras sociedades.

Existe un sentimiento de desmoralización que es la consecuencia de una cierta impotencia ante el avance y la imposición sistemática de una nueva sociedad, de un desorden social, que nunca ha sido ni explicado ni votado, sino que, por el contrario, ha sido silenciado.
Ese sentimiento de desmoralización, fruto de la crisis del valor de la verdad, de una moral objetiva y también de ánimo, impulsado por la comodidad, nos arrastra a un individualismo feroz.

De forma paradójica en Occidente, este relativismo convive con el extremismo en el ámbito político. Si el relativismo está en el fondo, en la causa de la pérdida de referencias permanentes, el extremismo tampoco es la solución a los problemas de una sociedad que necesita cohesión y fundamentos. Si la crisis es de fundamentos, la solución de verdad estará en el fortalecimiento de los mismos, no en la búsqueda del extremo, y mucho menos en la insistencia del relativismo. Si la crisis está en la persona, la solución, de verdad, pasa por un cambio de actitud personal.

Es preciso, por tanto, que los católicos tomemos conciencia del papel que nos corresponde, convoquemos a una nueva generación y salgamos de un intento de marginación y desprecio de una moda dominante, que parece empeñada en no entender la causa de la crisis. Tan equivocada es la consideración de que todos los católicos pensemos lo mismo en todas las cuestiones políticas, como concluir que no tenemos cohesión alguna en el ámbito público, razón por la que deberíamos abstenernos de toda toma de posición social y política.

No se trata de buscar, encontrar y apoyar una opción política partidaria, sino de enunciar y articular una estrategia o un conjunto de iniciativas, a modo de plan que contribuya a una toma de conciencia de la gravedad de la situación, conscientes de hasta qué punto los fundamentos humanistas de nuestra civilización están siendo atacados en su raíz.

Reiteramos que el papel de los católicos españoles y europeos en este ámbito resulta esencial y determinante. Si no lo impulsamos nosotros, nadie lo hará.
Por todo ello, creemos que la transformación de un catolicismo social, por lo general silencioso e irrelevante, en una minoría creativa -tal y como nos interpelaban tanto Benedicto XVI como Francisco-, constituye un reto irrenunciable de la Asociación Católica de Propagandistas y de este Congreso. Es necesario insistir en esta tarea, sumando en la medida de lo posible a otros grupos y movimientos católicos que sientan la urgencia del momento histórico en el que nos hallamos.


La suerte de 
haber nacido 
en nuestro tiempo


PRÓLOGO: ACERCA DE ESA SUERTE
Quien se adhiere a un partido político, primero se adhiere a su doctrina, y luego hace propaganda y procura incorporar a muchos para transformar el mundo según esos valores. ¿Es así como actúa la Iglesia católica?
El autor analiza las diferencias entre militancia y conversión misionera, antes de llevar a cabo un agudo y optimista balance de los tiempos que nos toca vivir: la esperanza del que cree está por encima de toda nostalgia y de toda utopía, en una época que se caracteriza por la muerte de las utopías.
Este texto recoge una conferencia pronunciada en respuesta a la invitación del cardenal Stanislas Rylko para inaugurar el 111 Congreso Mundial de los Movimientos Eclesiales y las Nuevas Comunidades. 
El tema aparecía explícito en un título un tanto denso que encadenaba -como es costumbre- varias citas del "papa" Francisco: 

«La conversión misionera: salir de uno mismo para dejarse inter­ pelar por los signos de los tiempos. Un mundo en transformación reclama a toda la Iglesia». 
El evento tuvo lugar en Roma el jueves 20 de noviembre de 2014. Luego hubo dos acontecimientos -los atentados islamistas de enero y la publi­cación de la encíclica Laud ato si' -que, dada la situación del momento, me lleva­ron a ampliar misobservaciones.

Sobra decir que jamás habría tenido la osadía de abordar estas cuestiones sila petición no hubiera procedido de lo más alto. Mi atrevimiento es fruto de la obediencia y mi arranque de la fidelidad (he de confesar aquí mi particular devoción al apóstol Pedro: allí donde me encuentro con una escultura suya, beso su sanda­lia de bronce). No obstante, si en una u otra ocasión alguna de mis reflexiones re­sulta desafortunada o "discordante" -como dice el Magisterio-, la culpa es solo mía y de mi falta de sometimiento a ese Espíritu que nos hace ligeros en la grave­dad, nítidos en el misterio, cómicos en lo trágico...

Por otro lado, nunca habría publicado este texto de no ser a petición de Louis­ Étienne de Labarthe -que se encontraba entre el público el día de la conferencia- y de ese vigoroso relector que es Gabriel Morin (aprovecho para recordar que etimológicamente "relector" equivale a "religioso"): de no ser por ellos habría considerado mi discurso destinado -por decirlo así- a una confidencialidad "mundial". Por una parte, lo escribí en respuesta a una petición concreta dentro de un contexto concreto, lo que no podía sino llevarme a pronunciarlo sin otras pretensiones; por otra, el público estaba compuesto de fundadores o miembros de comunidades extendidas por todo el mundo -desde la India a Canadá, pa­sando por Alemania y Brasil-, de modo que, a mi entender, sise publicaba en un ámbito exclusivamente francés adolecería de graves carencias, ya que no trataría más que de pasada problemas específicamente franceses (y sobre todo el del "lai­cismo"). No obstante, la opinión de los dos editores arriba citados -confío en que movidos más por afán de servicio que por inconsciencia- era otra, y por eso les doy las gracias.

Por último, debo precisar que, aunque el título que aparece en la portada de este libro no es mío, así lo he recibido: como una suerte, como una «fortuna inesperada». Ya que no tengo por costumbre lanzar a la cara del lector palabras sobre cuyo significado no haya reflexionado previamente al menos un poco, aprovecho estas últimas líneas introductorias para hacerlo.

En este caso aubain no procede del término latino albus, "blanco", de donde toma su nombre el "alba", sino más probablemente de alibi natus, es decir, "nacido en otra parte, en el extranjero". El aubain es, de alguna manera, un alien. Su forma femenina, aubaine, hace alusión a una figura del Derecho sucesorio que se apli­caba al extranjero. En virtud del droit d 'aubaine, el soberano se apropiaba de la herencia del extranjero no naturalizado que fallecía en sus Estados. De ahí el sentido figurado y familiar del término aubaine: una "fortuna inesperada", una "herencia intestada" llovida del cielo a raíz de la muerte de algún forastero llegado de lejos.

Esto nos puede hacer pensar en el misterio de la Encarnación: el Verbo hecho carne vive y muere en medio de nosotros y de repente, sin ningún mérito por nuestra parte, resulta que heredamos su vida eterna... para bien y para mal, por­que allí donde hay una herencia pueden darse la discordia y el despilfarro.

Por lo que se refiere al tema que nos ocupa, en mi opinión esa "fortuna o he­rencia inesperada" puede entenderse de dos maneras. Si nos atenemos a la carta a los hebreos, los cristianos «no tienen aquí ciudad permanente» (cf. Hb 13, 14): son siempre «peregrinos y forasteros» y, por lo tanto, extranjeros «en la tierra» (Hb 11, 13; lP 2, 11). 

Todo lo que hacen, todo lo que dejan en este mundo pasa a ser automáticamente objeto de un "derecho de aubana" ejercido por los poderes de este mundo, que se incautan de ello, hacen parodia del paraíso, ridiculizan lo santo y recurren a la compasión para ponerla al servicio de sus intrigas. De este modo, a los cristianos se les compara con «anticristos» salidos «de entre ellos» (cf. l]n 2, 19); de este modo, en nombre del amor, de la libertad o del espíritu, hoy en día se emprenden procesos de devastación sin precedentes, que extraen toda su energía de una fuente distorsionada y encubierta. Y esa distorsión cul­ mina en «la hora en la que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios» (Jn 16, 2). Una Hora que, vista humanamente, ofrece motivos para ha­ cemos perder la esperanza.

No obstante, detrás de ese derecho de aubana ejercido por la malicia de pequeños o grandes, existe otro superior o más profundo que corresponde al Eterno, al verdadero Soberano al que todo acaba retomando. En efecto, hay que conservar la esperanza, porque el misterio de la Cruz -y de la fecundidad de Israel en Egipto («cuanto más los oprimían, más se multiplicaban y propagaban», Ex 1, 12)- consiste en que todo expolio malévolo no es sino una bendición «para los hijos y también herederos:herederos de Dios, coherederos de Cristo, con tal de que padezcamos con él, para ser con él también glorificados» (Rm 8, 17). 
Cuanto mayor es la persecución, mayor puede ser el testimonio. Cuanto mayor es la miseria, con mayor fuerza resuena la hora de la misericordia. 

Hemos de recordar las palabras de Pablo a los corintios respecto al «lenguaje de la Cruz»: «Que nadie se gloríe en los hombres; porque todas las cosas son vuestras: ya sea Pablo o Apolo o Cefas; ya sea el mundo, la vida o la muerte; ya sea lo presente o lo futuro; todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3, 21- 23).

Esta es la suerte de haber nacido en estos tiempos difíciles: porque si la pala­ bra «apocalipsis» hablaba de la revelación en la catástrofe, la palabra aubaine ha­bla de una fortuna inesperada cuando peores son los pronósticos.

Montsvoirons, 15 de agosto de 2015

CONFERENCIA: “El reto de vivir en este tiempo” FABRICE HADJADJ. Escritor y filósofo.


VER+:


lunes, 21 de octubre de 2024

LIBRO "DE UNA A OTRA VENEZUELA" 🚩 y "LA ENSEÑANZA DE LA DEMOCRACIA" por ARTURO USLAR PIETRI


ARTURO USLAR PIETRI

La primera edición de "De una a otra Venezuela" es de 1949; sus artículos fueron escritos en los años inmediatamente anteriores (1947 y 1948) y se hallan agrupados en cuatro secciones: Petróleo, Población, Educación y un Apéndice variado donde, entre otras cosas, aborda las divergencias políticas y la llamada Revolución (yo a esta palabra aquí la pondría entre comillas) de 1948 y de nuevo, el “peligro” del petróleo, con plena vigencia hoy. 

En la edición de 1985 Uslar Pietri agregó un Epílogo con tres artículos: “Venezuela hoy”, “Profecías de lo obvio” y “La era del parásito feliz”, donde intenta contemporizar sus ideas de aquel entonces. Lo curioso es que tales ideas, a la fecha actual (2016, cuando se cumplen 110 diez años del nacimiento del escritor) están actuales, esta vez desgraciadamente, pues Uslar viene advirtiendo desde hace mucho acerca del mal manejo de los recursos económicos de la nación. Nos dice que, de ser Venezuela uno de los países más pobres de América desde su descubrimiento, catorce generaciones vivieron en tal pobreza y una sola en la opulencia, debido esto último al descubrimiento del petróleo. 
Desde entonces los recursos del país, emanados de esa riqueza petrolera, se fueron en un consumo improductivo. Diecisiete veces creció el precio del petróleo, y en una proporción ilimitada todos los gobiernos se lanzaron a dilapidarla. 

En palabras del propio Uslar: “Mientras los precios del petróleo aumentaban en galopante sucesión diecisiete veces, la capacidad de gastar se abría sobre perspectivas aparentemente ilimitadas. Se gastó todo lo que el petróleo proporcionaba con dinero y aún más, pues se acumuló una deuda pública muy alta y totalmente injustificada (…) La misma alza de los precios provocó que los países industriales que dependían vitalmente de esa fuente de energía para su prosperidad, tomaran medidas defensivas. Hicieron inteligentemente todo lo que estuvo a su alcance para reducir el consumo y además para sustituir el petróleo por otras fuentes de energía. El resultado fue una reducción importante del consumo mundial y por consiguiente de las posibilidades de exportación a altos precios (…) 

Habrá que gastar menos, que importar menos, el bolívar ha dejado de ser una moneda fuerte para sufrir un descenso importante de su poder adquisitivo en un sistema difícil de cambio controlado. Todo esto significa un difícil reajuste que requerirá grandes esfuerzos y mucho tino para poderlo llevar a cabo de una manera razonable y aceptable para todos. (…) Se ha producido un tiempo difícil para el que el país no estaba preparado ni material ni psicológicamente. Van a producirse grandes desajustes en el nivel de vida, en la producción, en el abastecimiento y en el empleo (…) la nación tendrá que producir más, que importar menos, que administrar con más sentido del rendimiento y el ahorro. Habrá que contar más con el trabajo propio que con el providencial subsidio del petróleo.”

Tal texto parece, en verdad, haber sido escrito en un diario de esta mañana.

Más adelante, en “Profecías de lo obvio” nos dice: “La fiesta no puede seguir porque vamos a desembocar en una catástrofe. Venezuela vive desde hace tiempo una situación crítica. La fiesta no puede seguir porque, fatalmente, sino la modificamos nosotros voluntariamente en este momento, un buen día se va a acabar la manera de seguir la fiesta y vamos a desembocar en una catástrofe.”

En el tercer artículo, al inicio de “La era del parásito feliz” anota: “Venezuela está en crisis. Las bases y los supuestos sobre los cuales hemos levantado la situación aparente del país han revelado su inadecuación y su incapacidad para continuar sosteniendo un proyecto nacional en gran parte irracional y falso. La terrible sacudida de la devaluación ocurrida en febrero de 1983 puso al descubierto la desproporción creciente e insostenible entre nuestros niveles de gastos y nuestra efectiva capacidad de producir riqueza. En la última decena de años, en la abundancia fantasmagórica de los petrodólares, se formó una mentalidad casi mágica de la riqueza y un estilo de vida y de gobierno que era absolutamente insostenible desde todo punto de vista y que tenía que desembocar en un trágico encontronazo con la realidad, para el cual no estábamos preparados en ninguna forma y del que, todavía, no tenemos una noción válida de la magnitud y de los riesgos que representa, ni mucho menos de los importantes sacrificios y rectificaciones que exige e impone a todos los venezolanos (…) 

Una errada política laboral, paternalista y con fines politiqueros, llenó de burocracia inútil y la corrupción. No se necesitaba capital, ni antecedentes de experiencia, para lograr un contrato jugoso con el Gobierno; todo era asunto de conexiones políticas y comisiones cuantiosas. Una errada política laboral, paternalista y con fines politiqueros, llenó de burocracia inútil las innumerables dependencias que el Gobierno creaba y mantenía, el volumen de trabajadores doblaban o triplicaban, con inmenso daño de la eficiencia y de los costos, las necesidades reales de mano de obra en empresas y servicios del Estado. No sólo era una política de insostenible derroche, sino del fenómeno del ocio y de la irresponsabilidad del trabajador.”

Cualquier parecido con la realidad actual de nuestro país, subrayamos nosotros, no es mera coincidencia.

También conserva una esperanza: “El Estado venezolano no puede seguir siendo el San Nicolás pródigo que otorga dádivas, empleos y subsidios sin medida; los hombres de empresa no pueden hacer sus cálculos de beneficios sobre la protección y la manirrotez ilimitada del Gobierno, sino sobre la realidad de la capacidad de producción y de consumo del país; los trabajadores, por su parte, tienen que entender que su posibilidad de alcanzar mejoras no depende ya de la generosa intención de los políticos, sino de su real capacidad de producir riqueza por medio del trabajo eficiente”.

Esto parece escrito para describir la lamentable situación de hoy. Uslar, en su profunda preocupación de venezolano, se lanzó a ventilar estas ideas públicamente. Gobierno tras gobierno fueron desoídas en lo fundamental. Luego de la natural debacle adeco-copeyana, que motiva a Uslar hacer estas observaciones, agrego, el gobierno de Hugo Chávez trató de poner freno a ello, sin lograrlo, pues esencialmente el esquema del rentismo petrolero se continuó aplicando, pese a las sucesivas alarmas que Chávez hizo para intentar cambiar el estado de las cosas, a través de un sistema menos dependiente del capitalismo internacional, y con mecanismos eficaces de producción de bienes. El líder bolivariano intentó alianzas estratégicas con países del sur usando otras formas de lucha política, las cuales no convinieron a las poderosas empresas trasnacionales que manejan los bienes de consumo de países dependientes que, como Venezuela, venden su petróleo a cambio de productos importados. De paso, los empresarios criollos siguen dependiendo de las divisas del Estado para poner a producir sus empresas, y cuando ven que ya no obtienen el mismo nivel de ganancias, señalan al gobierno como responsable de sus pérdidas. 

Una situación similar a ésta es la que actualmente enfrenta el país en la actualidad y la que padece el pueblo venezolano: una catástrofe económica de la magnitud como la descrita y prevista por Uslar. Hoy parece no existir en Venezuela una voluntad empresarial que impulse los necesarios cambios en esta dirección. Muchos trabajadores de la empresa privada siguen engañados por intereses foráneos, pese a las buenas intenciones que pudieran tener los mandatarios de los últimos tres lustros; nos encontramos atascados dentro de una política facilista de dádivas, burocracia y corrupción heredada de décadas anteriores.

Habrá que oír en algún momento las palabras de Uslar Pietri, y poner en práctica colectiva las ideas de este gran venezolano. Nos las planteó con suma claridad en la encrucijada de una profunda preocupación por un país que, como el nuestro, tiene el recurso humano suficiente para lograr un avance sustancial, en el camino hacia su independencia económica, social y cultural.

DE UNA A OTRA VENEZUELA

Ante los venezolanos de hoy está planteada la cuestión petrolera con un dramatismo, una intensidad y una trascendencia como nunca tuvo ninguna cuestión del pasado. Verdadera y definitiva cuestión de vida o muerte, de Independencia o de esclavitud, de ser o no ser. No se exagera diciendo que la pérdida de la Guerra de Independencia no hubiera sido tan grave, tan preñada de consecuencias irrectificables, como una Venezuela irremediable y definitivamente derrotada en la crisis petrolera.

La Venezuela por donde está pasando el aluvión deformador de esta riqueza incontrolada no tiene sí no dos alternativas extremas. Utilizar sabiamente la riqueza petrolera para financiar su transformación en una nación moderna, próspera y estable en lo político, en lo económico y en lo social; o quedar, cuando el petróleo pase, como el abandonado Potosí de los españoles de la conquista, como la Cubagua que fue de las perlas y donde ya ni las aves marinas paran, como todos los sitios por donde una riqueza azarienta pasa, sin arraigar, dejándolos más pobres y más tristes que antes.

A veces me pregunto qué será de esas ciudades nuevas de lucientes casas y asfaltadas calles que se están alzando ahora en los arenales de Paraguaná, el día en que el petróleo no siga fluyendo por los oleoductos. Sin duda quedarán abandonadas, abiertas las puertas y las ventanas al viento, habitada por alguno que otro pescador, deshaciéndose en polvo y regresando a la uniforme desnudez de la tierra. Serán ruinas rápidas, ruinas sin grandeza, que hablarán de la pequeñez, de la mezquindad, de la ceguedad de los venezolanos de hoy, a los desesperanzados y hambrientos venezolanos de mañana.

Y eso que habrá de pasar un día con los campamentos de Paraguaná o de Pedernales hay mucho riesgo, mucha trágica posibilidad de que pase .con toda esta Venezuela fingidaartificial, superpuesta, que es lo único que hemos sabido construir con el petróleo. Tan transitoria es todavía, y tan amenazada está como el artificial campamento petrolero en el arenal estéril.

Esta noción es la que debe dirigir y determinar todos los actos de nuestra vida nacional. Todo cuanto hagamos o dejemos de hacer, todo cuanto intenten gobernantes o gobernados debe partir de la consideración de esa situación fundamental. Habría que decirlo a todas horas, habría que repetirlo en toda ocasión. Todo lo que tenemos es petróleo, todo lo que disfrutamos no es sino petróleo casi nada de lo que tenemos hasta ahora puede sobrevivir al petróleo, lo poco que pueda sobrevivir al petróleo es la única Venezuela con que podrán contar nuestros hijos.

Eso habría que convertirlo casi en una especie de ejercicio espiritual como los que los místicos usaban para acercarse a Dios, para llenar sus vidas de la emoción de Dios. Así deberíamos nosotros llenar nuestras vidas de la emoción del destino venezolano. Porque de esa convicción repetida en la escuela, en el taller, en el arte, en la plaza pública, en junta de negociantes, en el consejo del gobierno, tendría que salir la incontenible ansia de la acción.

De la acción para construir en la Venezuela real y para la Venezuela real. De construir la Venezuela que pueda sobrevivir al petróleo.
Porque desgraciadamente hay una manera de construir en la Venezuela fingida que casi nada ayuda a la Venezuela real. En la Venezuela fingida están los rascacielos de Caracas. En la Venezuela real están algunas carreteras, los canales de irrigación, las terrazas de conservación de suelos. En la Venezuela fingida están los aviones internacionales de la Aeropostal. En la Venezuela real están los tractores, los arados. los silos.

Podriamos seguir enumerando así hasta el infinito. Y hasta podríamos hacer un balance. Y el balance nos revelaría el tremendo hecho de que mucho más hemos invertido en la Venezuela fingida que en la real.
Todo lo que no puede continuar existiendo sin el petróleo está en la Venezuela fingida. En la que pudiéramos llamar la Venezuela condenada a muerte petrolera. Todo lo que pueda seguir viviendo, y acaso con más vigor. Cuando el petróleo desaparezca, está en la Venezuela real.

Si aplicáramos este criterio a todo cuanto en lo público y en lo privado hemos venido haciendo en los últimos treinta años, hallaríamos que muy pocas cosas no están, siquiera parcialmente, en el estéril y movedizo territorio de la Venezuela fingida.
Preguntémonos por ejemplo si podríamos, sin petróleo, mantener siquiera un semestre nuestro actual sistema educativo. 
¿Tendríamos recursos, acaso para sostener los costosos servicios y los grandes edificios suntuosos que hemos levantado? ¿Tendríamos para sostener una ciudad universitaria? ¿Tendríamos para sostener sin restricciones la gratuidad de la enseñanza desde la escuela primaria hasta la Universidad? 
Si nos hiciéramos con sinceridad estas preguntas tendríamos que convenir que la mayor parte de nuestro actual sistema educacional no podría sobrevivir al petróleo. Sin asomarnos, por el momento, a la más ardua cuestión, de si ese costoso y artificial sistema está encaminado a iluminar el camino para que Venezuela se salve de la crisis petrolera, está orientado hacia la creación de una nación real, y está concebido para producir los hombres que semejante empresa requiere.

Parecida cuestión podríamos planteamos en relación con las cuestiones sanitarias.
¿Todos esos flamantes hospitales, todos esos variados y eficientes servicios asistenciales y curativos, pueden sobrevivir al petróleo? Yo no lo creo.
La tremenda y triste verdad es que la capacidad actual de producir riquezas de la
Venezuela real está infinitamente por debajo del volumen de necesidades que se ha ido creando la Venezuela artificial. Esta es escuetamente la terrible realidad, que todos parecemos empeñados en querer ignorar. Por eso la cuestión primordial, la primera y la básica de todas las cuestiones venezolanas, la que está en la raíz de todas las otras, y la que ha de ser resuelta antes si las otras han de ser resueltas algún día, es la de ir construyendo una nación a salvo de la muerte petrolera. Una nación que haya resuelto victoriosamente su crisis petrolera que es su verdadera crisis nacional.

Hay que construir en la Venezuela real y para la Venezuela permanente y no en la
Venezuela artificial y para la Venezuela transitoria. Hay que poner en la Venezuela real los hospitales, las escuelas, los servicios públicos y hasta los rascacielos, cuando la Venezuela real tenga para rascacielos. De lo contrario estaremos agravando el mal de nuestra dependencia, de nuestro parasitismo, de nuestra artificialidad. Utilizar el petróleo para hacer cada día más grande y sólida la Venezuela real y más pequeña, marginal e insignificante la Venezuela artificial.

¿Quién se ocuparía de curar o educar a un condenado a muerte? ¿No sería una impertinente e inútil ocupación? Lo primero es asegurar la vida. Después vendrá la ocasión de los problemas sanitarios, educacionales, asistenciales. ¿De qué valen los grandes hospitales y las grandes escuelas si nadie está seguro de que el día en que se acabe el petróleo no hayan de quedar tan vacíos, tan muertos, tan ruinosos, como los campamentos petroleros de Paraguaná o de Pedernales?

Lo primero es asegurar la vida de Venezuela. Saber que Venezuela, o la mayor parte de ella, ya no está condenada a morir de muerte petrolera. Hacer todo para ello. Subordinar todo a ello. Ponernos todos en ello.


"La enseñanza de la democracia" 
(fragmento)
Arturo Uslar Pietri

“Enseñar los principios del gobierno democrático es una enseñanza abstracta. Mucho más en una tierra que la ha negado y combatido en lo más de su historia. Lo que la escuela debería es enseñar a vivir la democracia, cultivar las condiciones individuales que hacen posible la existencia efectiva de una sociedad democrática.
(…)
Para esa eficaz enseñanza de la democracia es más importante aprender a buscar la verdad y a respetarla que la teoría de la división de los poderes. Importa más sentir respeto por el ser y por las ideas del prójimo que todas las definiciones abstractas de la libertad política. Es más fundamental aprender a convivir pacífica y constructivamente con los que no piensan como nosotros o son distintos de nosotros que todo el mecanismo de organización del Poder Judicial o del Poder Ejecutivo. Porque más está la democracia en quien llega sinceramente a sentir que su libertad no está por encima de la de nadie, que en quien se sabe al dedillo todas las cláusulas de las más perfectas constituciones.
Todos los maestros y todas las asignaturas son buenas para ese aprendizaje. Para aprender el valor de la libertad y el valor del individuo humano. Para eso sirve la asignatura que se enseña y el salón de clases y el patio del recreo. Sirven las ciencias naturales y sirve la historia”.

“La enseñanza de la democracia”, 
en "De una a otra Venezuela", de Arturo Uslar Pietri 
(Ediciones Mesa Redonda, 1951)

Siempre he mirado con desconfianza esa asignatura que en nuestras escuelas se denomina Instrucción Moral y Cívica. Nunca he creído que ésa sea una asignatura concreta y delimitada como la Aritmética o la Geografía. Ni que un maestro pueda estar encargado de enseñarla. No se aprende moral en lecciones memorizadas. No se aprende como un catálogo de preceptos y de reglas. Y si se aprende así, vale tanto como si no se aprendiera y resulta un simple esfuerzo baldío. Tampoco se aprende a ser buen ciudadano de una democracia aprendiendo los principios abstractos en que se funda un gobierno democrático.

Tampoco se aprende democracia organizando repúblicas de escolares con el minucioso funcionamiento de unos poderes democráticos en miniatura. Eso no pasa de ser un juego. Los niños juegan al gobierno democrático como jugarían a los piratas. Y en el mejor de los casos no aprenden sino el mecanismo exterior del gobierno representativo y de la división de los Poderes, y algunos de los vicios y de los aspectos negativos de la democracia. Como son la oratoria vacua, el verbalismo excesivo, la demagogia y el narcisismo del Poder.

La verdad, y ya nosotros deberíamos saberlo en Venezuela por propia experiencia, es que no se enseña democracia como una asignatura ordinaria, ni tampoco como un juego. Esta es una cuestión fundamental que debe ser meditada muy cuidadosamente por los que tengan a su cargo la dirección y la concepción del objeto de la educación venezolana.


No ha sido eficaz la escuela venezolana en esa enseñanza. La ha acometido con decisión pero la orientación ha sido errónea. Parece que hubiera faltado una concepción clara del objetivo y de los medios. Lo que después de todo no es sino el reflejo en la Escuela de la vida nacional y de sus peculiaridades. La escuela se ha limitado a enseñar las reglas del gobierno democrático, lo que no es sino uno de los aspectos menos importantes de educar para la democracia. Enseñar los principios del gobierno democrático es una enseñanza abstracta. Mucho más en una tierra que la ha negado y combatido en lo más de su historia. Lo que la escuela debería es enseñar a vivir la democracia, cultivar * las condiciones individuales que hacen posible la existencia efectiva de una sociedad democrática.

Y ésa no es ya la enseñanza de una asignatura, ni la de un maestro, sino la de todas las asignaturas y la de todos los maestros. La de todas las horas y la de todas las ocasiones. Para que aprendan y sientan que la democracia no es un sistema de gobierno, un conjunto de reglas abstractas debatibles, sino una manera de vivir. Una manera peculiar de entender el destino y la conducta del individuo y sus deberes para consigo mismo y para con los demás.

Para esa eficaz enseñanza de la democracia es más importante aprender a buscar la verdad y a respetarla que la teoría de la división de los poderes. Importa más sentir respeto por el ser y por las ideas del prójimo que todas las definiciones abstractas de la libertad política. Es más fundamental aprender a convivir pacífica y constructivamente con los que no piensan como nosotros o son distintos de nosotros que todo el mecanismo de la organización del Poder Judicial o del Poder Ejecutivo. Porque más está la democracia en quien llega sinceramente a sentir que su libertad no está por encima de la de nadie, que en quien se sabe al dedillo todas las cláusulas de las más perfectas constituciones.

Todos los maestros y todas las asignaturas son buenas para ese aprendizaje. Para aprender el valor de In libertad y el valor del individuo humano. Para eso sirve la asignatura que se enseña y el salón de clases y el palio del recreo. Sirven las ciencias naturales y sirve la historia.

Sobre todo la historia. En el más profundo y verdadero de sus sentidos la historia de Venezuela es la de una dramática y fallida busca de la democracia. Una historia de la que las brillantes acciones de guerra no son sino una parte. Una historia de anhelos y de fracasos que habría que hilar desde la Colonia y desde la Edad Media castellana. Una historia que junto a los héroes militares pusiera esos héroes civiles en quienes más ha encarnado esa voluntad. Una historia que hablara de Sanz, de Vargas, de Bello, de Gual, de Acosta.

Y ésa no sería una galería de héroes muertos, sino de héroes vivos. Porque su lucha está en pie y se sigue librando y se seguirá librando.

Con todo eso sería un grave error que la escuela siguiera empeñada en enseñar democracia como materia abstracta, como conjunto de reglas y de principios. La
escuela para ello debe volverse hacia el cultivo de la vida democrática entre sus alumnos. Dejar, de lado el mecanismo del gobierno democrático. Enseñarlos a convivir, a cooperar, a respetar lo diferente y lo contrario en los otros, a amar la libertad de los demás.

De allí mismo saldría la lección enraizada y fundamental. Cuando empezaran a vivir así en la escuela comprenderían que porque no ha habido eso en la casa, en la calle  y en la plaza pública no ha podido prosperar la democracia en Venezuela. El tema para ellos no sería entonces un tema vacuo de perfecciones constitucionales sino una intuición del propio destino y de la condición humana.  No se preocuparían tanto por saber cuál es la más democrática forma de gobierno, sino que empezarían a advertir con dramática claridad que somos nosotros mismos, con nuestra insensata conducta, quienes combatimos y aniquilamos la democracia.

La escuela vendría a enseñar en experiencia viva qué es lo que no hemos sabido hacer o ser para vivir en democracia. No sistemas de gobierno sino sistemas de vida.

Esa sería la más importante misión de la escuela venezolana. Dar al fin los hombres que una vida democrática requiere. No leguleyos, no oradores, no postulantes, sino la materia prima del buen ciudadano. Convertir en experiencia de su vida de escolares eso vano y vago que llamamos la experiencia histórica.

En el fondo lo que la escuela daría sería nada menos que un ansia de perfección. De perfección en lo verdadero y en lo interno, que es una actitud de desdén ante lo formal y artificial.

Si la escuela no es capaz de despertar ese sentido y esa convicción no estará trabajando por nuestra democracia. 
O estará trabajando tan poco y tan mal como lo ha hecho en el pasado.

Y lo qué ella no sepa dar es muy posible que haya de faltar para siempre en el espíritu de los jóvenes venezolanos. Porque la escuela ha de estar casi sola en ese empeño. Ha de estar sola contra los prejuicios tradicionales que la casa inculca. Ha de estar sola contra la prédica de ambición y de violencia de la plaza pública. Y ha de estar casi sola contra la deformadora experiencia colectiva.

Pero, después de todo, no es la escuela, ni son libros de ninguna clase, los que pueden realizar este sobrehumano empeño. Han de ser los maestros. Unos maestros predicadores de democracia, practicadores de democracia, inspiradores de democracia. Simples y convincentes cultivadores de vida y de experiencia democrática. Si ellos existen, cualquiera que sea su número y condición, habrá que mirarlos como los padres de la democracia venezolana.

Si ellos no existen habrá que forjarlos. Porque sin ellos nada significarán los congresos, las constituciones, las doctrinas políticas y las grandes palabras.

OTRA HISTORIA


Hay muchos aficionados a la historia en Venezuela. Pululan las gentes que llevan en la memoria con orgullo todo un laborioso catálogo de los más insignificantes combates de la Independencia. Todos los días se publican nuevos comentarios y nuevos relatos de los hombres y de las acciones de ese tiempo. La enseñanza de la historia patria es la más importante asignatura de nuestras escuelas primarias. Pero todo ello corresponde a una historia peculiar, concebida de un modo tan unilateral como anticientífico, que lejos de ayudar a comprender a Venezuela y su proceso formativo, contribuye a confundir y a extraviar.

Yo supongo que muchos escolares venezolanos abrirían grandes ojos de incrédulo asombro si oyeran decir que así como la batalla de Carabobo es uno de los más importantes acontecimientos de nuestro siglo XIX, no es menos trascendental el alzamiento de los comuneros de Castilla y su derrota en Villalar, que es uno de los más decisivos acontecimientos de nuestra historia en el Siglo XVI. No verlo así es ignorar el pasado y negamos toda posibilidad de entender el proceso de nuestro desarrollo. Porque se ganó Carabobo nos independizamos de España. Cosa sin duda importante. Pero porque los comuneros perdieron en Villalar no hemos podido tener verdadero gobierno representativo. Lo que no es menos importante. 

Lo primero que habría que empezar a decir es que nuestra historia no empieza en 1810 con la decisión del Ayuntamiento de Caracas. Empieza mucho antes. Tenemos un Siglo XVIII de inmensa importancia. Tenemos un siglo XVI muy lleno de sino histórico. Pero tampoco empieza allí nuestra historia. Los hombres que llegaron con Colón no venían de la nada. Eran los agentes vivos de una historia, de un pasado que no iba a perderse, sino a continuar en la nueva tierra. Las más de las cosas que iban a pasar en la nueva tierra no eran sino las consecuencias de ese pasado. Las nuevas tierras quedaban anexadas a ese pasado. Se transformaban en buena parte en la prolongación de sucesos que habían ocurrido antes del descubrimiento.
Por eso nuestra historia no empieza tampoco en 1492. Venimos de una Edad Media muy caracterizada que todavía sobrevive en medio de nosotros. Muchas de las cosas que tenemos y que nos parecen más propias se forjaron en decisivos acontecimientos del siglo XI. Tenemos que ver con los árabes. Abderramán I no es menos importante en nuestra historia que Guaycaipuro. Tenemos que ver con los visigodos. Recaredo está más presente en las formas sociales de nuestra consciencia que Francisco de León. Tenemos que ver con los romanos y con los celtas y con los iberos. Tenemos que ver con los judíos de Córdoba y de Toledo.

Si no conocemos el proceso de la Reconquista cristiana de España no entenderemos cabalmente la Conquista de América. No lograremos entender lo que era un Adelantado. Si no conocemos el fenómeno de la expansión de Castilla no comprenderemos la organización política y administrativa del Imperio Americano, que tanto pesa todavía en nuestro presente. Más huellas hay en nuestra vida nacional de Felipe II que de José Tadeo Monagas.

Pero cualquiera que tome un texto de Historia Patria se encontrará que en sus dos terceras partes está ocupado por las fechas y los sucesos militares y políticos que van de 1810 a 1825. Es como si hubiéramos surgido de la nada y no tuviéramos sino una historia de quince, años. Como si Venezuela hubiese brotado de la nada antes de 1810 y casi hubiese vuelto a la nada después de 1825. Algo someramente se habla de los años posteriores del siglo XIX.
Muy poco de los tres siglos coloniales. Nada de los decisivos acontecimientos anteriores. Nos hemos reducido a una pseudo-historia de quince años cuando no debíamos considerar menos de una historia de veinte siglos.

Todo esto viene a plantear la necesidad de reorganizar la enseñanza de la historia en nuestro país. Y no sólo por el imperio de la objetividad científica. Sino porque la
historia es un agente dinámico del presente de los pueblos. Muchas cosas que nos parecen inexplicables o enigmáticas en nuestro acaecer se aclararían si estuviéramos acostumbrados a colocarlas en el marco del verdadero proceso histórico. Nos entenderíamos mejor, y nos sería menos difícil hallar el rumbo.

No podemos conservar la actitud antihistórica de considerar la historia nacional como algo que brota mágicamente con la independencia y que casi se agota con ella. Debemos articular nuestra historia dentro de la historia. Mirarla dentro de su aspecto de universalidad global. Hallarle los vínculos, las ataduras, las fuentes. Integrarla dentro del proceso general a que pertenece.

Después de todo, ésta es una de las fases vitales de eso que llamamos el proceso de nuestra cultura. Porque eso que llamamos cultura no es otra cosa que un sistema de valores. De valores colectivos que no de valores individuales. Valores que constituyen la consciencia, la identidad, y las motivaciones del ser colectivo. Esos valores que son el fermento de la historia de ayer y de la de hoy y que nadie que no sea un solitario, un loco o un artista puede ignorar sin muy graves consecuencias, son las semillas de nuestro futuro. Todos deberíamos entenderlos como seres vivos primordiales que son. Como seres espirituales que habitan la historia y la hacen. Esos valores que constituyen la clave de nuestro ser colectivo se formaron en la historia de la península ibérica, en mucha parte con un tono extraeuropeo, pasaron a América y en ella han empezado a caminar tropezando hacia nuevas formas de mestizaje universal.

Esos valores que determinan nuestra vida y nuestra historia actual no son reconocibles sino al través de la historia de España y de su civilización y de la historia de América y del destino de la civilización hispánica en ella. Entendida y organizada así nuestra historia se extiende y se ilumina. Se vertebra y se sistematiza. Ayuda a entender el presente y a construirlo. Y a concebirlo como empresa de muchos.

Ojalá pudiera ver yo algún día en manos de los escolares venezolanos ese breve libro de historia, libro esencial de Patria, con pocas fechas y la síntesis de muchos procesos.
Un libro que hable de lo hispánico y de lo hispanoamericano dentro de lo universal. Un libro que hable de los iberos, y de los indios, un libro que cuente la historia del cacao y la historia de la lengua, un libro en que esté Miranda, pero en el que esté también Fernán González. Un libro que hable de los que nos hicieron en el pasado y de lo que nos une en el presente con los que de ese pasado vienen también.

Esa sería buena empresa de patria. Obra de unidad y de integración para la que los mejores venezolanos han tenido siempre vocación generosa.

Este regreso a la historia verdadera es como un paso previo necesario para encontrar la vida verdadera. No otra historia para otra vida. Sino historia verdadera como aprendizaje de vida verdadera. Historia que es destino.

LA ESCUELA VENEZOLANA

Hay que esperar mucho y pedir mucho de los maestros. Más que nadie tienen la posibilidad de hacer o deshacer el futuro del país. Y para tan tremendas responsabilidades nunca han tenido mucha cooperación, y ni siquiera la suficiente oportunidad de reflexionar maduramente sobre el rumbo y sobre el encargo.

Ha habido ciertamente desdén para considerar la profesión del maestro, pero ha habido también errores en cuanto a la concepción de su cometido y de su misión. Errores que no sólo pesan sobre todo el sistema educativo y sobre la eficiencia de la enseñanza, sino sobre la marcha toda de la vida del país. Mucho se ha pensado del maestro como de un transmisor de conocimientos. El hombre que aprendió Aritmética y la enseña a los que no la saben. En semejante concepción el énfasis se pone inmediatamente sobre la técnica de la transmisión. Que es precisamente lo que por excelencia ha venido a constituir en los últimos tiempos la esencia de la Pedagogía. El arte de transmitir conocimientos se ha ido transformando en una compleja ciencia abstracta y llena de filosofías. Un ejercicio especulativo que encuentra dentro de sí mismo sus propias complicaciones y enigmas. Lo que después de todo es tanto como un estudio del medio que se transforma fatalmente en un fin.

Yo he visto a muchos buenos maestros vocacionales bracear desesperadamente dentro del torbellino de la sutileza pedagógica y naufragar en ella. Idos de la realidad de la escuela a la nube pedagógica. Ebrios de pedagogía abstracta.

Ese morbo pedagógico es uno de los males que turban y amenazan el problema de nuestra educación. Es después de todo uno de los muchos síntomas de ese mal nacional que pudiéramos llamar el desarraigo. Es decir el olvido y abandono del suelo y del medio y de sus requerimientos específicos, para entregarnos a lo conceptual abstracto.

No quiero decir con esto que haya que hacer una hoguera y quemar en ella los tratados de pedagogía. Sino que hay que librar un poco a nuestros maestros de la pesadilla pedagógica. Que por lo menos es tan importante lo que se enseña y el para qué se enseña, que el cómo se enseña. Hacer que ellos piensen más en Venezuela y en sus necesidades que en las técnicas y teorías pedagógicas, porque así lograremos que un día Venezuela toda piense un poco más en sus cosas concretas que en abstracciones e ideologías, la que no sería pequeña revolución.

Lo que más necesita nuestra educación es una cura de simplicidad. Un regresar a los conceptos básicos y a las realidades. Pensar no en la educación y en las maravillosas teorías que han elaborado los filósofos de la pedagogía, sino en la educación para Venezuela. Preguntamos simplemente ¿a quiénes tenemos que educar? y luego ¿para qué tenemos que educarlos?

La simple consideración objetiva del pueblo venezolano en su realidad dice con suficiente elocuencia lo que necesita. Esa y no otra es la norma pedagógica que debería presidir nuestros sistemas pedagógicos.

Pero ésa es precisamente la que menos hemos seguido. Hemos oído y consultado todos los creadores de la ciencia pedagógica, pero muy poco hemos oído al campesino que a la puerta de su rancho está plantado como un oscuro problema. En el planteamiento de nuestros planes educacionales ese hombre es más importante que el señor Decroly, y lo trágico es ignorarlo a él o mal entenderlo a él, y no a ningún filósofo de la educación.

Lo que necesitamos no es educar de acuerdo con ésta o con aquella teoría, sino educar para Venezuela. Una educación hecha para una realidad histórica, social y económica. Una educación que sea camino y no laberinto. 
Una educación que nos acompañe y no que nos extravíe. 
Una educación para un ser real y no para un fantasma intelectual.

Esa es la cuestión fundamental y la que le da a la educación su verdadera magnitud. La educación no es el injerto de ideas o la formación artificial de mentalidades, sino el proceso por medio del cual un ser real, un hombre verdadero, llega a su más cabal y fructífero desarrollo. Tiene que partir de una realidad y de la existencia de un ser concreto. 

Mal manipulada puede destruir ese ser o condenarlo al fracaso vital. Porque después de todo la educación no es sino una manera de activar y hacer más efectivo el proceso de la asimilación cultural del individuo. Pero ni el individuo es una cosa abstracta ni la cultura es una cosa abstracta. Por el contrario, la cultura no es sino la creciente adecuación del individuo a las condiciones del medio. Una
correspondencia y una identidad armoniosas y fáciles. Es entonces cuando la experiencia se vuelve idea y la necesidad se transforma en técnica y en arte. De lo que el mejor ejemplo son los griegos antiguos.

La cultura verdadera es vida porque es experiencia vital acumulada. Por eso alterar el medio cultural es tan grave como alterar el medio biológico. Sus repercusiones no son menos profundas e imprevisibles.

Si alguien pudiera proponernos alterar el medio biológico en que vivimos lo oiríamos con mucho temor y cuidado. Sin embargo no parece preocupamos tanto la alteración y desnaturalización del medio cultural que es lo que los maestros pueden hacer todos los días.

Si desde este ángulo consideráramos el proceso de la educación nos iríamos con mucho tiento en todo lo que fuera ensayo pedagógico, en todo lo que pudiera significar alteración a la ligera de la relación de nuestro hombre con su medio, con su experiencia tradicional, con su cultura.
Solemos pensar de nuestro hombre del pueblo, de nuestro campesino, como de una tabla rasa, como de un vacío cultural, sobre el que se puede ensayar cualquier cosa, como si con ello no hubiera peligro de romper nada o de perturbar nada.

Y al hacerlo así nos olvidamos de que ese hombre tiene una cultura. No una cultura libresca, sino una cultura tradicional viva. Tiene técnicas inmemoriales de adaptación a su medio, experiencias defensivas heredadas de una centenaria convivencia con las circunstancias que lo rodean, valores morales y espirituales confundidos con la substancia misma de su ser y que se expresan en su música, en sus corridos, en su refranero, en su calendario. Nos olvidamos también de que con todo ese pasado vivo tiene los requerimientos de un presente vivo. Vive sobre una tierra determinada, de una faena especial, en una relación de esfuerzo y de consumo característica.

Hay un riesgo evidente en destruir todo eso para reemplazarlo por nociones librescas. El proceso de aceleración y activación de la cultura, que es la educación, no puede consistir en la destrucción de esos elementos vitales y básicos, sino en su desarrollo, continuación y superación. Lo contrario es desviar y desarraigar al hombre por medio de una educación falsa y mal concebida.

Por eso no pasa de ser un engaño pensar que se ha resuelto nada con enseñar a leer y a escribir al campesino. Si esa lectura y esa escritura no son el comienzo de un coordinado y maduro plan para desarrollar sus verdaderas posibilidades y llevarlo a satisfacer de un modo mejor y más armonioso sus necesidades. Esa enseñanza al voleo y sin conciencia de la realidad cultural a que se aplica las más de las veces no resulta sino en levadura de desarraigo, en ruptura irremediable de la relación del individuo con los requerimientos vitales de su medio.

Hay una contradicción flagrante, una negación de los verdaderos fines de la educación, en no considerar al hombre en la realidad de su medio y en el requerimiento de su  destino. Para mí es evidente que hay una contradicción preñada de las más graves consecuencias nacionales en muchos de los sistemas educativos que hemos preconizado y ensayado en nombre de estas o aquellas filosofías pedagógicas.

No basta poner la escuela en el campo y abrir la puerta. Lo importante comienza en el momento en que el niño campesino pasa el dintel. Es, en su pobreza, en sus pies descalzos, en su traje raído, en su lenguaje típico, el representante calificado de un complejo cultural, económico y social muy caracterizado. Esa escuela que lo recibe puede desarrollar en él lo que ya está activo por la tradición, por el trabajo, por el medio, ayudándolo a superarse, o simplemente, va a desarraigarlo y a hacerlo irremediablemente incompatible con su circunstancia e irreconciliable con su medio. Si en aquellos libros que allí va a leer lo que aprende son las fechas de unas remotas batallas, los nombres de montañas, ríos y regiones que nunca ha visto y que nada dicen a su alma; el mecanismo teórico de un gobierno que nunca ha visto funcionar; las reglas abstractas de una moral que están en contradicción con su refranero, y por último la repetida noción de que Venezuela es uno de los países más ricos, prósperos y gloriosos del mundo, lo que ha hecho es aprender mentiras, nociones inútiles y abstractas, y hallarse desorientado ante las realidades de su propio medio, de su propia experiencia y de su propia tradición.

Allí habría que enseñarle su región, su trabajo, sus virtudes, la noción de la dura realidad venezolana y de su función de niño campesino dentro de ella. Tanto como de la heroica evocación de la Independencia hablarle de instrumentos de labranzas, de nociones de precios, del paludismo, de la bilharzia (esquistosomiasis), de la erosión, del petróleo. Aumentarle la luz natural que traía, y ampliarle el camino tradicional por el que la vida lo estaba enseñando a andar antes de pasar el dintel de la escuela.

La escuela que no enseña a vivir a nada enseña. Y no puede enseñar a vivir quien no parte de la vida real y de sus condiciones sino de teorías y nociones abstractas.

La escuela venezolana no debe ser otra cosa que preparación para la vida venezolana. Enseñar a vivir en Venezuela, enseñar a vivir con Venezuela, enseñar a vivir para Venezuela. 

Que, después de todo, es enseñar a que Venezuela realice su destino, el que de sus hombres, sus suelos, sus yacimientos, su pasado, brota espontáneo para ser tejido y conjugado. Una escuela que acompañe y que no desvíe, que forme y que no mutile, que desarrolle y que no desfigure. Lo que no es otra cosa que salvadora y verdadera pedagogía. El pedagogo era el esclavo griego que acompañaba y servía al niño.

PRÓLOGO

25 AÑOS DESPUÉS

Soy el primer sorprendido en que veinticinco años más tarde de haber sido escritas, alguien quiera reeditar estas páginas. Fueron, como todo lo humano, hijas de una ocasión y de unas circunstancias o de una sazón como dirían los clásicos. Tienen su tiempo y su manera que ya no pueden ser los de hoy.

Sin embargo, al releerlas casi como si fueran obra ajena, me sorprende gratamente que no hayan perdido toda su vigencia y validez. Allí están dichas cosas con respecto al destino de Venezuela que, con no muchas variantes, pudieran repetirse hoy y tal vez en no pocos casos agravadas.

Tienen un tono polémico porque fueron escritas como viva respuesta a una situación que no favorecía el diálogo ni la serena consideración de las cuestiones. Lo polémico tiene que haberse marchitado, es flor o cardo de un día, pero lo esencial no ha perdido su fundamental pertinencia. 
Los temas que le dan unidad a estas reflexiones son pocos pero invariablemente esenciales: petróleo, población, educación y política. Son los hijos maestros del destino de cualquier país en desarrollo.

Ya entonces pensaba que el hecho de la existencia del petróleo en nuestro subsuelo era el más importante de la historia venezolana, el más cargado de consecuencias y posibilidades de todos los cinco siglos cortos de nuestra existencia colectiva. Y lo que allí decía no ha perdido su razón. Que había que enfrentarlo con fría racionalidad, que utilizarlo para el desarrollo sano de una economía verdaderamente nacional, que sembrarlo convirtiéndolo en industrias, servicios y cultivos permanentes y crecientes, que, de otro modo, estaríamos simulando una nación fingida, sin base económica cierta y duradera. Llegó a parecerme un mítico Minotauro que podía devorarnos si no sabíamos convertirlo en buey de labranza. No creo que ya nadie hoy dude de que esas advertencias eran justas y oportunas.

También alertaba contra la idolatría cuantitativa de la población y contra las primeras señales del daño grave contra la conservación de la naturaleza y la ruptura del equilibrio ecológico. Parecían entonces apreciaciones demasiado pesimistas, pero el tiempo ha venido dolorosamente a darme razón.

Y así como clamaba por una población cuantitativa y cualitativamente concebida como parte fundamental del destino económico, así también señalaba que nuestra educación estaba lejos de corresponder a las necesidades del crecimiento del país. La miraba desviada, confundida, intoxicada de errados valores, al servicio de transitorios fines políticos y en peligroso proceso de crisis. 

No estábamos preparándonos para educar una población capaz de enfrentarse con buen éxito al desafío petrolero. Era evidentemente cierto y hoy lo vemos todos de un modo mucho más ostensible. Podríamos repetir, como en un rosario sin término, que porque no tuvimos una educación adecuada no pudimos preparar nuestra población para aprovechar la coyuntura petrolera con todo su riesgo y su promesa, y porque no tuvimos una política suficientemente lúcida y actual, demasiado entregada a viejos ídolos ineficaces, no pudimos tener ni esa educación, ni esa gente, ni esa política petrolera. La ronda, como la serpiente del mito que se muerde la cola, puede comenzarse sin perder sentido por cualquiera de sus punios: petróleo, política, educación o población.

No deja de asomar, diabólicamente, es decir en forma de maligna tentación, el tema de la oportunidad perdida. Todo lo que hubiéramos podido hacer en estos veinticinco años para aprovecharlos avaramente en construir el país que el petróleo nos permitía y no que el petróleo nos iba a hacer por su cuenta con la gozosa complicidad de todos los que prefieren el menor esfuerzo. Entre el espartanismo y el hedonismo debe haber una línea intermedia no tan difícil y exigente de seguir.

No estaban tan descaminadas estas páginas cuando un cuarto de siglo más tarde pueden servir todavía para recordarnos el rumbo del recto camino. Y no deja de complacerme pensar que ya dejaron de ser majaderías malhumoradas de alguien o de una minoría para convertirse, cada día más, en preocupación fundamental de todos los venezolanos que piensan.

Estamos todavía a tiempo. Andamos aún entre la Venezuela que fue y la que es, y tenemos que decidirnos, con serena hombría, entre la que es y la que podría ser.
Somos los peregrinos que vamos de una otra Venezuela, sin saber todavía adonde y cómo podemos llegar. 

Caracas, 1973.

Arturo Uslar Pietri. De Una... by Lala


Arturo Uslar Pietri - De Una A Otra Venezuela - Audiolibros Venezolanos #1