EL Rincón de Yanka: LIBRO "UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA": PENSAR Y ACTUAR CONTRA LA MANIPULACIÓN EMOCIONAL por CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO 💡

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lunes, 30 de diciembre de 2024

LIBRO "UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA": PENSAR Y ACTUAR CONTRA LA MANIPULACIÓN EMOCIONAL por CARLOS JAVIER GONZÁLEZ SERRANO 💡


UNA FILOSOFÍA 
DE LA RESISTENCIA
Pensar y actuar 
contra la manipulación emocional

Una defensa de la filosofía contra la manipulación intelectual y el totalitarismo emocional

Vivimos en una sociedad en la que la tecnología tiene cada vez más protagonismo, donde impera el ruido permanente, la hiperestimulación constante y una violenta rapidez. Un mundo en el que la silenciosa dominación de nuestras emociones gobierna todos los ámbitos de la vida. Ante este escenario, el presente libro propone una filosofía de la resistencia que nos permita cultivar el cuidado de la atención, plantar cara a esa emotiocracia (la dictadura de las emociones propia de la sociedad de consumo), y que nos empuje a desarrollar con compromiso una nueva manera de desear con el fin de ser más conscientes y responsablemente libres frente a los malestares contemporáneos. Pensar y actuar: una revolución intelectual que pasa por dejar de observar la realidad como sujetos pasivos para tomarla en nuestras manos como agentes activos y poder pensarla, sí, pero, sobre todo, transformarla.

UNA DEFENSA DE LA FILOSOFÍA COMO UN PENSAR RADICAL Y DISIDENTE, DE SANA OPOSICIÓN A LA REALIDAD QUE NOS VIENE IMPUESTA.
La auténtica libertad no se define por una relación 
entre el deseo y la satisfacción, 
sino por una relación entre el pensamiento y la acción; 
sería completamente libre el hombre 
cuyas acciones procedieran en su totalidad 
de un juicio previo acerca del fin 
que se propone y de la sucesión 
de los medios capaces de conducir a dicho fin. 
SIMONE WEIL, 
Reflexiones sobre las causas de la libertad 
y de la opresión social, 1934

Tras el vivir y el soñar, está lo que más importa: despertar. 
ANTONIO MACHADO, Proverbios y cantares, 1912 

Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, 
sino al mundo, al mundo creado por Él; 
el mundo de Dios no lo acepto ni puedo 
estar de acuerdo en aceptarlo. [...] 
Que sea y aparezca todo esto así, bien; 
pero no lo acepto, ¡ni quiero aceptarlo!
FIÓDOR DOSTOYEVSI, Los hermanos Karamázov, 1880

La ideología del crecimiento personal, 
tan optimista en la superficie, 
irradia pese a todo una honda desesperanza 
y resignación. Es la fe de los que no tienen fe. 
CHRISTOPHER LASCH,  La cultura del narcisismo, 1979


PRÓLOGO

La docencia: una trinchera 
desde la que enseñar y aprender a resistir

Ante todo, soy profesor. Considero que este oficio, definido por Nuccio Ordine como un arte en el que nos jugamos el porvenir de las futuras generaciones, encierra dos misiones centrales: por un lado, la de enseñar y educar, pero por otro, y sobre todo, la de acompañar a nuestros adolescentes y jóvenes en su proceso hacia la vida adulta. Además de mi naturaleza apasionada, que intento introducir en todas mis clases, cursos y conferencias, considero que la emoción es un ingrediente fundamental de la docencia.

Es muy difícil que se produzca un aprendizaje de hondura si la emoción no está presente. Debemos apasionar a nuestros estudiantes a través de la materia que impartimos para que el saber se haga significativo y cobre relevancia en sus vidas, en su cotidianidad. No se trata de trazar un itinerario utilitarista o al servicio del mercado laboral, sino de facilitar la aparición de las condiciones educativas más adecuadas para que se dé un escenario proclive para la enseñanza, en el cual el componente emocional siempre debe estar presente. Intento que mi labor no termine en el aula y por eso, además, dirijo numerosos proyectos culturales y colaboro con diversas instituciones públicas y privadas, nacionales e internacionales, que apuestan por el valor del conocimiento y, prioritariamente, por un pensamiento comprometido, por el fomento de la autonomía de juicio y el desarrollo de la independencia intelectual y emocional, capacidades centrales para forjar un sentimiento responsable de nuestra libertad.

Detecto a diario en mis estudiantes un entusiasmo desbordado por llevar a cabo su vocación, por cumplir con la tarea que se han encomendado o que sienten suya, pero, igualmente, existe mucha frustración y sufrimiento cuando echan la mirada hacia el futuro y lo observan con poca esperanza y bajo el signo de la desesperación, la angustia o la tristeza. Desde el horizonte del adulto, suele pensarse que los adolescentes solo piensan en su bienestar actual, pero esta perspectiva es insuficiente y equivocada. Cada día, en cada conversación con mi alumnado, compruebo que se muestran muy preocupados por su porvenir y que, además, esa preocupación coarta muchas veces sus ilusiones o, lo que es peor, da como resultado el desarrollo de diversos trastornos emocionales y de la conducta. Debemos acompañar más que nunca a nuestros niños, adolescentes y jóvenes para que no se sientan solos en un mundo en el que, paradójicamente, cada vez estamos más conectados, pero al mismo tiempo cada vez nos sentimos (y se sienten) más solos.

El profesorado cumple aquí una función esencial, prioritaria e insustituible, porque nuestros chicos y chicas pasan mucho tiempo con nosotros. No solo debemos ser ejemplo y reflejo de cómo quieren ser en los años venideros, sino también, y ante todo, baluartes emocionales sobre los que puedan apoyarse en el laberíntico y complejo camino de la vida. Nuestros estudiantes se enfrentan a innumerables y difíciles retos que tenemos que abordar de la mano, junto con ellos, contando con su opinión y con su particular perspectiva y visión del mundo. No podemos ni debemos tratarlos como seres pasivos; nuestra posición en colegios, institutos, universidades y familias debe ser la de facilitadores que, a través de un sano, sincero y necesario diálogo, pongan las bases de un futuro en el que no perdamos los valores que, a lo largo de los siglos, nos han unido en la aspiración de darles contenido: la verdad, el bien, la belleza, la justicia.

Somos seres narrativos, cada uno de nosotros lleva sobre sí el peso de lo que le ha sucedido o de lo que espera que le suceda. Somos un juego dramático (páµa, es decir, un hacer que tiene consecuencias) de pasado y de expectativas y, en medio, un presente en el que debemos resolver nuestra propia tesitura. De nuevo, aquí la clave reside en la educación. No se trata de dogmatizar (como suele defenderse desde promontorios conservadores y reaccionarios), sino de mostrar la diversidad en todos sus ámbitos (sexual, racial, intelectual, corporal, cultural, etc.) y enseñar que la condena de esa diversidad atiende, en muchas ocasiones, a estructuras de poder que ejercen una influencia decisiva en nuestras vidas. En definitiva, y como conclusión, debemos pensar y cuestionar -la legitimidad de esas estructuras que condicionan e incluso acaban por determinar nuestra vida para poder comprobar hasta qué punto ha de llegar nuestra implicación y actuación individuales en la creación de una sociedad más igualitaria, más justa y con menos sufrimiento psicológico. La vida recomienza muchas veces: al aprender a leer, al descubrir el amor, la primera lectura que nos emociona, el adiós a alguien querido. Pero de todos esos reinicias, el principal, sin duda, es caer en la cuenta de que cualquier persona, sin excepción, vive sus luchas diarias. Y no bajar la mirada ante ese hecho, sino tener la valentía de mirar a los ojos del mal, la desidia o la injusticia y ponerles coto.

La juventud debe comprometerse con los retos de su tiempo, pero, y esto es importante, a veces necesitan un aguijón intelectual o afectivo para hacerles comprender que ellos son parte fundamental de la solución de los problemas de nuestra actualidad. Para ello se necesitan una sociedad y un profesorado comprometidos con su labor comunitaria. Un docente que no apasiona a sus estudiantes está dejando de transmitir la lección más relevante que puede comunicarles: sin implicación en lo que nos preocupa, no se darán posibles soluciones. Hay que invitar sin miedo a nuestros jóvenes a que se consideren parte activa e irremplazable de la sociedad, y no solo como un receptáculo pasivo que acoge sumisamente los acontecimientos de cada día. Y para ello debemos darles voz, escuchar sus necesidades, atender a sus demandas y acompañarlos en un camino que nunca fue fácil: el que transita desde la adolescencia a la juventud y la adultez.

Mi rnensaje para los jóvenes, sean o no rnis estudiantes, es muy claro: apasionaos. Por un amor, por una carrera de investigación, por un trabajo que alcanzar,por el bien olabelleza, por serun científico o una humanista de prestigio. Pero apasionaos. La pasión es la única herramienta que, de faltar el resto, puede empujarnos a perseverar desde una sana resistencia que se atreve a pensar la realidad de forma crítica y comprometida.

La vida no se lo pone fácil a nadie. Toda existencia está llena de sinsabores, dolores, sufrimientos, pérdidas, duelos y contrariedades. Pero si conservamos -y aprendemos a conservar -nuestra pasión, mantendremos también nuestra potencia para seguir a pesar de todo y de todos. A pesar de los odios y de la polarización, a pesar de la negligencia y la abulia, a pesar de las políticas injustas y elitistas de muchos gobiernos, a pesar de la desigualdad social, económica y cultural. A pesar de todo, la pasión nos empuja, nos sostiene, nos mantiene a flote. Nos hace persistir en liza. Vivir con pasión. Sin condiciones: justamente para ponerse en la tesitura de poder superar cualquier condicionamiento y, al fin, para conquistar el ejercicio consciente de nuestra propia libertad.

Cuando descubrí por primera vez la filosofía, con qmnce o dieciséis años, me percaté de que mi visión del mundo había permanecido sesgada tras un velo de deliberada ingenuidad. Se ·trataba de un muro de contención erigido con convicciones y prejuicios que yo no había elegido, sino que se me había dado, pero tras el que me había encontrado a gusto hasta entonces. En aquel momento, a principios de los años 2000, comenzó un largo itinerario -que dura hasta hoy- que, tras largos pero muy enriquecedores años de búsqueda y cuestionamiento, tras pasar por numerosas empresas y acometer innumerables trabajos, tras haber recorrido mundo y conocido a mucha gente, me ha convencido de que nos jugamos prácticamente todo en la educación, de que la resistencia intelectual se juega en qué y cómo enseñamos a nuestros niños, adolescentes y jóvenes.

La única posibilidad de plantar cara a la interesada parcialidad, a cualquier ciego dogmatismo y a toda desidia es resistir con una cabeza bien formada y con un corazón firme. Desde el aula. Con y junto a ellos. Que no son el futuro. Que son nuestro presente y, por tanto, nuestra única posibilidad de acabar con la cómoda sedación individual y social en la que hoy nos hemos enfangado.

MADRID, 14 DE OCTUBRE DE 2023
ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE HANNAH ARENDT

El terror del totalitarismo se hace inevitable 
cuando se torna independiente de toda oposición, 
y domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino.
HANNAH ARENDT, Los orígenes del totalitarismo, XIII, 19 51

NOTA BENE

Este libro no tiene afán de exhaustividad ni persigue abarcar con completitud el muy amplio abanico de problemas que expone, aunque nunca deja de lado el rigor ni la investigación y observación pausadas. Más bien, se plantea como un lúcido intento de aportar argumentos de diálogo a la esfera pública con los que discutir asuntos que repercuten en la ciudadanía en su conjunto. Por tanto, su pretensión es incitadora y, si se quiere, provocadora, en tanto que la filosofía nunca debe dejar de desencadenar, al menos, el posible desacuerdo para, llegado el caso, desembocar en algún acuerdo. Un sano consenso solo nace y crece a partir de un necesario y enriquecedor disenso. De una indispensable pluralidad de vivencias y experiencias singularizadas.

INTRODUCCIÓN

Por qué y ante qué resistir:
filosofía y resistencia

Así que, compañeros de milicia, 
encomendaos a la divina filosofía, guía en la vida, 
luz en la oscuridad, consuelo frente al mal, 
para que no transitéis por la existencia 
como durmientes, sino como quien 
permanece atento y despierto. 
ARTHUR SCHOPENHAUER, 
Declamatio in laudem philosophiae, 1820

Escribió María Zambrano, pensadora veleña del siglo XX, en "Persona y democracia" (1958), que a los seres humanos nos son posibles dos modos opuestos de vivir: pasivamente, resbalando por la existencia como si todo lo acontecido a nuestro alrededor fuera un terreno ajeno que no nos repercute, o activamente, es decir, tomando parte responsable y consciente por cuanto sucede en el escenario de nuestra existencia.

En el fondo de este mensaje zambraniano, que hoy nos interpela más que nunca, se esconde un postulado aristotélico de primer orden: el ciudadano que solo se ocupa de los asuntos domésticos, de lo que acaece en su casa, y se desentiende de los proyectos e inquietudes comunes de la ciudad, incurre en un error de percepción, pues la casa, nuestra propia casa, se inscribe en un escenario que la trasciende.

La preocupación de Zambrano y de Aristóteles era en el fondo una y la misma: el papel activo del individuo en el funcionamiento de la ciudad, entendida esta como un horizonte de sentido en el que los sujetos adquieren una inexcusable tarea que no se adscribe en exclusiva a la expresión y satisfacción de las necesidades egoístas y más descarnadas de cada uno de nosotros. Más allá del ámbito privado, existe una condición común de posibilidad y acción para que la vida singular y particular tenga cabida.

Esta necesaria urdimbre ciudadana, el elemento comunitario y social que antecede y permite nuestra vida privada, está descomponiéndose poco a poco y, lo que es más peligroso, lo está haciendo de manera silenciosa e imperceptible. Nuestra cultura, tan tecnologizada y cada vez más automatizada, no está muy lejos de otros tiempos en los que los seres humanos se sentían víctimas sufrientes de un inexorable Destino que escapaba de sus manos y bajo cuyo dominio solo cabía una respuesta: encomendarse a las deidades de turno para solicitarles clemencia, perdón o alguna salvífica intervención. Los ídolos han cambiado, pero la amenaza de dejarse arrastrar o dominar por lo aparentemente irresistible sigue incólume, azuzada al calor de una equivocada y tiránica idea de progreso.

Nuestra llegada al mundo no es un acontecimiento privado o aislado. No se trata solo de que, en términos epigenéticos o contextuales, nazcamos en una peculiar y concreta circunstancia que puede modificar la expresión de nuestros genes o determinar el modo y las opciones en que discurren cada una de nuestras vidas. Que el nacimiento no sea un hecho privado quiere decir, como sugirió Hannah Arendt en "La condición humana" (1958), que cuando venimos al mundo se hacen posibles, a la vez, nuevas contingencias de discurso y de acción. Esa bella e insoslayable contingencia nos convierte en seres vulnerables sujetos a la fragilidad: somos producto de una serie de inevitables casualidades que, sin embargo, se han hecho necesarias en tanto que han sucedido.

Decidir. Este es el verbo que una filosofía de la resistencia pone de relieve. Cada vez que alguien nace ha de hacerse cargo de sus accidentes vitales; irrecusablemente ha de hacer algo con ellos: debe decid ir qué hacer con cuanto le sucede. La pasividad de la que nos habla Zambrano nos aleja de la capacidad para pensar y, por consiguiente, para actuar bajo las coordenadas de la responsabilidad. No nos sirve con refugiarnos en la masa o en la cultura coyuntural de cada momento histórico, salvo que queramos incurrir en la mala fe sartriana («las circunstancias me hicieron así», «no pude superar la ira», «estaba dominado por la pasión», etc.), sino que nos es impuesto, por el hecho de haber nacido, el compromiso de tener que despertar a la realidad, como dejó escrito Heráclito en uno de sus más célebres fragmentos. Atreverse a permanecer en la vigilia de la reflexión comprometida significa tomar parte activa en nuestros avatares biográficos, tanto en los individuales como en los sociales.

El ser humano se proyecta sin descanso hacia el porvenir desde su presente. Pero ese proyecto (del latín proiectus, estar lanzados hacia delante) solo adquiere su auténtica relevancia cuando es asumido como una siempre inconclusa construcción, y no como una materia maciza e inamovible ante la que nos vemos inermes y frente a la que solo nos caben la resignación, la adaptación o el conformismo. Algo sucede en cualquiera de nosotros cuando caemos en la cuenta de que somos agentes de nuestra propia vida; se trata de un momento de perplejidad y extrema lucidez que nos catapulta a una continua víspera, al instante en el que todo, siempre y sin excepción, está por hacer. Quien no se asombra ante sus propias posibilidades permanece dormido, anestesiado, y se deja arrastrar sin las agarraderas del pensamiento comprometido y de la pausa de la que nos dota la reflexión filosófica. La existencia es problemática porque nos abisma a la tesitura, complicada pero en extremo hermosa, de tener que decidir qué hacemos en cada trance de nuestra vida. Nuestra aparición en el mundo no es un don gratuito, es un laborioso quehacer; no es una condena, es una oportunidad que debemos acoger con humana responsabilidad, es decir, bajo la égida del excelso deber de hacer algo con ella.

Sin embargo, este central concepto de «oportunidad», entendido por los existencialistas del siglo xx como la capacidad insorteable de tener que hacernos cargo de nuestra vida, ha sido perversamente corrompido. En las últimas décadas han surgido -y han adquirido una enorme fuerza disciplinaria- toda una fétida hornada de dispositivos emocionales de control que adocenan e incluso llegan a anular nuestra potencia de pensar y actuar. El pensamiento positivo, el coaching emocional, la resiliencia, el crecimiento personal, la autoayuda más ramplona, el neoestoicismo que invita a soportar con indolencia los contratiempos vitales y los mensajes melosos del pensamiento mágico («si quieres, puedes», «las crisis son oportunidades para crecer») colapsan las librerías, copan los espacios mediáticos y saturan y malversan el ánimo de una ciudadanía desorientada a la que hacen creer que todo remedio para nuestras contrariedades y obstáculos pasa por una solución individual: si tú te cuidas, todo estará bien; si sanas tu mirada, el mundo te devolverá todo su esplendor. Esta clase de mensajes y consignas han introducido al individuo contemporáneo en un sentimiento endémico de soledad en el que el autocuidado, el autoconocimiento y la autosatisfacción han abocado a los sujetos a un onanismo emocional que olvida y desprecia la dimensión social y compartida de nuestra vida.

Todo ello, en paralelo, ha sido alimentado por instancias políticas y económicas a través de lo que el filósofo Mark Fisher denominó «privatización del estrés»: si algo va mal, es porque no has alcanzado las expectativas, porque no has aprovechado las oportunidades tan plurales y diversas que te ofrece el mundo desarrollado. En definitiva, todo depende de ti, y si las cosas no marchan bien, has de examinar en qué has errado o fracasado. La culpa, como nuevo nombre para designar el pecado laico contemporáneo, es la piedra de toque de estas técnicas disciplinarias, una silente herramienta de mutuo control y autovigilancia que convierte a los sujetos en censores flagelantes de sí mismos y en celosos oteadores de los demás.

El individualismo, como soterrada ideología, ha colonizado los espacios comunitarios, donde se nos invita a sentirnos únicos culpables de nuestro éxito o de nuestro descalabro. La incapacidad para alcanzar los estándares de eficiencia, rapidez y bonanza económica desvelan, pues, una falla en el individuo, a quien se señala como promotor de sus propias desgracias y frustraciones. Es entonces cuando debemos acudir a aquellas técnicas disciplinarias que nos llaman e instigan a ser resilientes y a aprender a extraer lo mejor de cada embate biográfico. Las semillas para mantener el statu quo se siembran hoy mediante este adoctrinamiento -y manipulación- emocional que se ha normativizado: las desigualdades sociales, las injusticias estructurales y los malestares psicológicos quedan sepultados bajo toda una retórica del cuidado de sí y de un estoicismo mal entendido. Por todo ello, y como corolario, uno de los más flagrantes peligros de este andamiaje erigido con tanto afán por las instancias de poder es que elude la lucha política. Al incitarnos a que pongamos el foco tan solo en el bienestar individual, se olvida e incluso se aplaca, ridiculiza o ningunea la búsqueda de la justicia social. El pensamiento positivo resulta perverso cuando, en lugar de fomentar la reflexión y el compromiso cívico, invita a soportar cualquier situación y a transformarnos en individuos tristes y abatidos al socaire de circunstancias que nos pintan como inevitables.

En definitiva, la privatización y asunción de la culpa se ha convertido en un yugo emocional con el que las estructuras políticas, económicas e ideológicas señalan al individuo como exclusivo responsable de sus desventuras. Por eso podemos hablar, sin temor a ser contundentes, de un régimen emocional disciplinario construido por devoradoras dinámicas engranadas en tomo al concepto de consumo. El grave problema de consumir de forma inconsciente y rápida (series, películas, títulos universitarios, libros e incluso emociones) es que impide la pausada construcción de nuestro deseo. El filósofo danés Soren Kierkegaard señaló en su "Diario de un seductor" (1843) que el goce siempre suele decepcionar, pero la posibilidad no. Con ello, nos invitó a dar valor a la bella y sana distancia que media entre nuestros deseos y su satisfacción. En este sentido, una reeducación de nuestro deseo, cimentada al margen de los dispositivos disciplinarios que nos incitan a consumir -y consumirnos-, se hace prioritaria y esencial.

La pregunta es, pues, si cabe algún tipo de resistencia frente a este ciclo ininterrumpido que aboga sin tapujos por sumirnos en la pasividad a la que se refiere Zambrano. Cuando Sócrates incitaba a sus conciudadanos a la introspección y al intento de discernir quiénes eran ellos mismos no se refería a la realización de un ejercicio privado o subjetivo. El maestro de Platón fue muy consciente de que nuestra vida solo puede efectuarse con plenitud en medio de la polis, en el meollo de la ciudad. El idiota (ἰδιώτης) era, en la sociedad antigua ateniense, quien solo se ocupaba de -y se circunscribía a­ sus peripecias personales y particulares, o, dicho de otra forma, quien se desentendía deliberada y jactanciosamente de las cuestiones públicas, de la polis, es decir, quien desoía y despreciaba los asuntos políticos, lo que a todos nos afecta y repercute. 

Esta progresiva domesticación de la sociedad, a la que llamo idioticracia -en la que cada: ciudadano cree poseer un poder salvífico que puede ejercer desde el dominio privado-, se ha hecho extensiva a grandes capas de la población, a la que se ha declarado en minoría de edad para: pensar y pensarse en este contexto de orquestada manipulación emocional. El problema que se cierne sobre nosotros es, entonces, el de cómo despertar de este sueño dogmático en el que insidiosos y permanentes entretenimientos nos anclan a un continuo presente que no nos permite crear un tiempo propio para la reflexión, un paréntesis en medio del ruido, cuyo estruendo y espectacularidad impiden dar espacio al silencio, al sosiego y a la reflexión. Bajo una capa de ocio, se nos ofrecen a cada instante múltiples ocupaciones que nos mantienen -voluntariamente- idiotizados. En la voraz dinámica del consumismo, quienes primero acaban consumidos (y tristes, y polarizados, pero en apariencia libres) somos nosotros.

En este libro no se llama a la rebelión, pero sí a una revolución intelectual y cívica que recoge el esfuerzo por constituirnos como sujetos autónomos mediante el ejercicio comprometido del pensamiento y una reeducación de nuestro deseo. En el llamamiento y la valentía de forjar un juicio propio y una voluntad emancipada consiste la resistencia que propondré en los capítulos sucesivos.

Como insistía Sócrates en medio del ágora, debemos pensar individualmente quiénes somos para, después, volver a la ciudad y, en común, poder reflexionar sobre cómo es posible llevar una vida buena, y no, como invitan las nuevas corrientes de autoayuda, a «soportar», «adaptarse» o «aguantar» en soledad en medio de condiciones del todo insufribles e inhabitables que, y este es el punto clave, se nos presentan con atractivo dulzor y empaquetadas como una dadivosa ofrenda repleta de oportunidades para disfrutar y aprovechar. La precariedad, la inseguridad, el desasosiego, la zozobra y la incertidumbre se han transfigurado, en virtud de aplicar el pensamiento positivo, en posibilidades y productos de consumo para «crecer» o aprender a ser resilientes. Y lo cierto es que nos mantenemos en pie a fuerza de soportar nuestros malestares mientras se tilda de obstinados, disidentes o pendencieros antisistema a quienes osan cuestionar y pensar qué ideologías establecidas y qué estructuras normativas sustentan tales malestares.

Hemos tolerado con enorme riesgo que para vivir debemos asumir un sufrimiento psíquico y emocional desmedido; nuestra cultura se ha convertido en un trágico baile de máscaras en el que cada personaje ha de aceptar un constrictivo disfraz para actuar siempre tras él. Si la música sigue sonando, los invitados al baile continuarán parapetados tras sus antifaces con tal de no tener que asumir -no sin dolor- que estaban equivocados, que todo era una artimaña al servicio de intereses económicos y políticos que nada tienen que ver con la vida buena a la que Sócrates nos concita. En una sociedad enferma, enfermar es un síntoma de salud. Por esa razón, resulta inaplazable el desarrollo de un cuestionamiento individual y social de todo cuanto tenemos que -y nos invitan a -soportar para, simplemente, sobrevivir. Y es que silos individuos se sienten domeñados y desvalidos frente a una atmósfera depredadora y precarizante (en términos de sustento económico y emocional), en la que la única respuesta es alimentarla sin descanso, la capacidad crítica queda colapsada en nombre de la supervivencia. La tristeza, el miedo y la suspicacia son los motores que inauguran y carburan la matriz totalitaria.

Saber por qué y qué estamos soportando, y a qué precio, es a lo que hoy la filosofía, si lo es de veras, es decir, si no renuncia a su vertiente práctica, ha de dedicar sus esfuerzos. A una vigorosa e incólume resistencia intelectual. En ello consiste la esencial naturaleza del asombro filosófico, en crear una grieta que resquebraje nuestra monolítica visión de la realidad para cerciorarnos de que los esquemas ideológicos sobre los que estamos alzando los cimientos de la vida contemporánea han confeccionado una prisión emocional asumida con placer en la que ni siquiera sabemos que estamos atrapados, al modo de ratas skinnerianas cuya única posibilidad es responder y reaccionar a unos estímulos dados.

LA FILOSOFÍA COMO ACTITUD 
DE RESISTENCIA CONTRA 
LA MANIPULACIÓN EMOCIONAL 

Filosofía y acción están ineludiblemente implicadas. Un pensamiento que no desciende a la realidad, que no se hace carne y que no guarda la intención de hacerse efectivo es un pensamiento estéril e infecundo. La filosofía encierra una vocación agente, es decir, una potencia irreprimible por actuar en el mundo a través de la reflexión comprometida con nuestras circunstancias. Por eso no es suficiente con enseñar historia de la filosofía, sino también enseñar a filosofar — como apuntó Immanuel Kant en una de sus lecciones más célebres—, un verbo que con asiduidad se ha banalizado. 

Filosofar implica tomarse en serio el escenario en el que hablamos y actuamos para asir con fuerza y decisión las riendas de nuestra responsabilidad y para emitir un juicio propio sobre cuanto sucede en el mundo. Implicar a la ciudadanía — a través de la educación y la enseñanza reglada— en este proceso conjunto de pensamiento nos impide sentirnos como seres aislados y constituirnos a través de la sana herida de lo común, que reclama de nosotros un hacer responsable derivado de un pensamiento libre y soberano. 

La filosofía, como un pensar comprometido y emancipador, es asimismo un pensar político, es decir, una reflexión que se ejerce en el ineludible contexto de la polis de la ciudad. Como ya se ha señalado, Aristóteles distinguió el terreno doméstico o privado, donde desarrollamos nuestra vida íntima y personal, y el terreno público, allí donde intercambiamos palabras y acciones y donde se juegan los intereses de la ciudadanía. 

Mucho antes, en la Ilíada, Homero había pensado el campo de batalla como un escenario en el que los seres humanos defienden un parecer, una postura o convicción; para Homero, la valentía del guerrero no se queda en la demostración de violencia con la que emplea sus letales armas bélicas, sino que también muestra públicamente la legitimidad y validez con las que un individuo cualquiera presenta ante los otros sus propias certezas. La actual polarización de la política institucional y el parapeto que proporcionan las redes sociales y la digitalización de nuestra existencia nos priva hoy, poco a poco, de este marco público presencial, donde los cuerpos comparecen, y en el que el argumento y las razones esgrimidas exponen también el tipo de sujeto que somos — y que decidimos ser—. En definitiva, la filosofía nos recuerda que el creciente privatismo de nuestras vidas nos arrebata la oportunidad de encontrarnos con los demás para intercambiar palabras que no solo nos permitan sobrevivir y adaptarnos a los distintos imperativos de nuestro tiempo, sino, sobre todo, vivir mejor. 

Por eso el uso del lenguaje es tan importante. Ninguna de nuestras palabras es inocente. Cuando elegimos pronunciar una palabra y no otra estamos eligiendo el tipo de mundo que queremos crear. 
Nuestra realidad común, pero también la esfera individual e introspectiva, se configura a partir de nuestro discurso, porque el lenguaje instaura y fomenta la realización de una realidad determinada y una forma de estar en ella, de habitarla. Por eso nuestros silencios son igualmente poderosos. Aquello de lo que no se habla, aquello que no nos atrevemos a nombrar, desaparece del escenario de lo posible, de lo que está sujeto a debate y, por tanto, a elección. 

Una filosofía de la resistencia no solo nos empuja a escoger las palabras más pertinentes para transmitir un mensaje, sino que invita a buscar y cuestionar los conceptos con los que representamos y calificamos nuestro mundo circundante. Hoy, por ejemplo, hablamos poco de la tristeza, condenada como un sentimiento «negativo» bajo la tiranía felicifoide; todo debe estar teñido por el incandescente deseo de ser felices y funcionales, y con ello olvidamos referir y estudiar emociones como el tedio, la desidia, la frustración o el sufrimiento, que quedan ocultas por el dominio del gobierno emocional, que nos quiere resilientes y productivos. Por eso, cuando hablamos no solo mostramos, sino que también ocultamos. Ejercer la resistencia filosófica nos ayuda, pues, a sacar a la superficie numerosas categorías que incitan a reflexionar sobre qué aspectos de la realidad estamos dejando de percibir y, en consecuencia, de pensar y cuestionar. 

Por todo ello, la filosofía — y en particular esta filosofía de la resistencia que aquí se presenta— no es un saber frío, desapasionado o aséptico que se conforma con el conocimiento anacrónico, erudito y académico de la historia de las ideas. Ese pensar comprometido, por tanto, ha de traducirse necesariamente en acciones: en nuestra vida cotidiana, en el ejercicio de la docencia, en el trato diario con nuestro círculo de proximidad, en la capacidad para ejercer la crítica, que es la auténtica cultura. Como dejó anotado Antonio Gramsci en su texto «Socialismo y cultura» (1916), «hay que dejar de concebir la cultura como saber enciclopédico para el cual somos un recipiente que hay que rellenar y apuntalar con datos empíricos. Esto no es cultura, sino pedantería; no es inteligencia, sino intelecto, y es justo reaccionar contra ello». Porque, continuaba el pensador italiano, la cultura consiste en la «apropiación de la personalidad propia, en la conquista de una superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y deberes». 

Una filosofía de la resistencia, como revolución intelectual que se presenta como motor de una conciencia crítica y de contundente penetración en nuestros andamiajes culturales hegemónicos, nos ofrece herramientas especulativas para analizar y después cuestionar e intervenir en aquellas estructuras sociales, políticas y económicas que generan cualquier tipo de opresión, malestar o desigualdad. A la vez, nos empuja a asumir nuestra responsabilidad como individuos que forman parte de una comunidad ciudadana. Es decir, y como sostuvo Gramsci, la filosofía permite que no seamos indiferentes y corta las alas de la indolencia, la insensibilidad e incluso de la negligencia y la pereza intelectual. La reflexión filosófica no pretende arremeter contra el poder establecido por un afán pueril o gratuito, sino pensar de manera irrenunciable el funcionamiento y las implicaciones de ese poder para, llegado el caso, oponernos a él con razones y argumentos. Como declaró Simone Weil en diversos escritos, el individuo puede prescindir de la reflexión sobre la injusticia. Ahora bien, si cae en las garras del desinterés y de la apatía, correrá el riesgo de ser cómplice de los mecanismos que permiten la aparición y el desarrollo del aparataje que produce esa injusticia. Lejos de lo que quieren hacernos pensar, la historia humana no es una historia natural, metafísica, incólume o irremediable; nuestra historia es la historia que hacemos y, lo importante aquí, la historia que nos dejamos hacer. 
«Vivir significa tomar partido», señaló en una de sus reflexiones el dramaturgo y poeta alemán Friedrich Hebbel, a quien Gramsci cita. Porque el desinterés y la insensibilidad nos hacen abdicar del ejercicio de la libertad y de la voluntad. Bajo su hábil embrujo, nos abstenemos de decidir con independencia y de estar a la altura de la responsabilidad que se nos da. 

Fruto de esta indiferencia, adquirida mediante diversos artificios que examinaré a lo largo de este libro, nos hemos distanciado unos de otros. Nuestros cuerpos se han alejado. Conectados pero aislados. Tradicionalmente, la historia de la filosofía ha condenado el cuerpo como un lugar en el que el alma o la razón quedaban prisioneras. Nuestra dimensión intelectual ha prevalecido sobre nuestras categorías corporales. Pero solo podemos pensar desde un cuerpo, desde las coordenadas que dictan las emociones, sentimientos y sensaciones que derivan de un cuerpo singular, sufriente, consciente de sí. Nuestro pensar es un pensar ineludiblemente corporeizado. El paulatino alejamiento de los cuerpos del ámbito público, colonizado por las redes sociales y los ritmos y reglas del universo digital, nos obliga así a repensar el papel de nuestro cuerpo en las relaciones humanas. El espacio común ha quedado constituido por multitudes solitarias que se comunican desde el aislamiento autoinfligido de sus domicilios, convertidos en presidiarios voluntarios. Ahora bien, sin la presencia de unos cuerpos con y frente a otros perdemos un imprescindible componente material de la realidad; sin la comparecencia de nuestras mutuas miradas quedamos expropiados de un modo único de comunicación y con ello nos acostumbramos a la ausencia del otro, al desierto de un mundo hiperconectado pero deshabitado. El alejamiento nos entristece y, poco a poco, nos sume en la apatía y la desidia. Esta ausencia siempre nos remite a una presencia perdida, a una presencia extraviada. 

Como veremos, a causa de la silente digitalización de nuestra vida y de la pérdida de nuestra atención, la realidad ha sufrido un proceso de desencantamiento. Nos cuesta mucho mantener despierta nuestra capacidad para sorprendernos por lo que acontece a causa del continuo bombardeo de noticias, ruidos, interrupciones y notificaciones que sufrimos cada día. Por eso, una filosofía de la resistencia puede ayudarnos a erotizar la realidad, a llenarla de un impulso erótico entendido como un interés activo y un compromiso efectivo con cuanto sucede a nuestro alrededor. Esta resistencia filosófica nos sacude en lo más hondo y nos impide transitar el mundo de manera indolente. Reerotizar la realidad implica volver a hacerla atractiva — en tanto que atendemos a ella deliberadamente— como escenario en el que debemos introducirnos a través de nuestras acciones. El erotismo que encierra la filosofía de la resistencia nos impele a dejarnos asombrar por lo cotidiano y acogerlo como elemento ineludible que debe ser pensado y con el que, lejos de permanecer pasivos, tenemos que entregarnos a la acción responsable. 

Vivimos, pensamos y sentimos desde un cuerpo determinado. Un cuerpo que goza y sufre, que se duele en la enfermedad y que se solaza en el placer. En paralelo, esto quiere decir que existimos entre cuerpos y que nuestra relación mutua supone el choque, la caricia, el abrazo o el beso. En definitiva, los cuerpos son el emplazamiento insustituible desde el que nos encontramos. 

Sin embargo, el privatismo y la soledad a los que nos han entregado numerosos dispositivos digitales y diversos artilugios disciplinantes del gobierno emocional hacen que este encuentro entre cuerpos resulte cada vez más prescindible y que, incluso, llegue a contemplarse como una amenaza. Las redes sociales y el afán por hacerse ver y admirar por el Otro nos transforman en peligrosos y desafiantes contendientes que pujan por el relumbrón, la fama o la celebridad. Por el «capital social». Por eso, frente al alejamiento y la domesticación disciplinaria de nuestros cuerpos, promovidos por la digitalización de nuestra vida, debemos recuperar un sano encuentro entre cuerpos, allí donde las miradas, las palabras y las acciones convierten nuestro mundo privado en un escenario irremediablemente compartido. 

Hoy, más que nunca, la pregunta kantiana por antonomasia sobrevuela nuestro cielo intelectual: ¿qué nos cabe hacer? A través de un sincero e incontenible pensamiento comprometido con nuestro presente, y en contra de la aflicción y la indolencia a la que nos somete el paradigma ideológico de la idioticracia, la filosofía de la resistencia que aquí se propone intentará contagiar un denodado entusiasmo por volver a despertar la alegría de la reflexión individual que conduce a un pensar y a un actuar en comunidad. Porque, como dejó escrito María Zambrano, nuestra acción más propia es la de crear camino, y nadie, en absoluto, puede llevarla a cabo por nosotros. Salvo que, por supuesto, queramos delegar en otros lo más propio de lo humano, lo más genuinamente nuestro: pensar y actuar.

Recorrido por el libro "UNA FILOSOFÍA DE LA RESISTENCIA.