EL Rincón de Yanka: LIBRO "LABOR VENEZOLANISTA": VENEZUELA, LA CRISIS Y LOS CAMBIOS y "TEXTOS ESCOGIDOS" por ALBERTO ADRIANI, DEFENSOR DEL ALMA VENEZOLANA

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miércoles, 18 de diciembre de 2024

LIBRO "LABOR VENEZOLANISTA": VENEZUELA, LA CRISIS Y LOS CAMBIOS y "TEXTOS ESCOGIDOS" por ALBERTO ADRIANI, DEFENSOR DEL ALMA VENEZOLANA

VENEZUELA, LA CRISIS Y LOS CAMBIOS
"La tierra que dio a Bolívar, Bello, Miranda, Sucre, y tantos hombres superiores, está llamada a grandes destinos y no equivocará esta vez su camino. 
El pueblo Venezolano demostrará que tiene mejor sentido que estos vendedores de humo y falsos profetas, que habrán perdido el tiempo, que nunca pudieron ni supieron utilizar con provecho".

Alberto Adriani (1898—1936), no publicó ningún libro. Pero desde su adolescencia comenzó a llenar con sus reflexiones cuadernos escolares primero y después gruesas libretas. Estos apunten permanecen inéditos y, excepción hecha de alguno que otro trabajo concluido, son apenas ideas esbozadas con miras, seguramente, a un futuro desarrollo. Estas anotaciones son vivo reflejo de la esclarecida inteligencia y recia voluntad de este venezolano, hijo de italianos, nacido en un apartado rincón de las montañas merideñas". 
Al igual que Sócrates, este venezolano ejemplar no tuvo necesidad de publicar en libros sus ideas, pero las transmitía de una manera tal, que nunca necesitó de ese tipo de publicaciones para difundirlas. Fueron otros quienes se encargaron de hacerlo". ARMANDO ROJAS

En su conferencia "Progresos democráticos de la América Latina", editada en la revista del Centro de Estudiantes de Derecho, el 14 de junio de 1919, el joven pensador sostiene: 
El mundo ya no espera nada trascendental (...) del futuro de las civilizaciones milenarias de occidente (...) sólo queda (...) la redención que preparan las nuevas combinaciones de civilización que se elaboran en este Nuevo Mundo latino, en esta América providente que acogió en buena hora los más altos principios de democracia, y (...) el definitivo predominio de los principios de la Revolución Francesa. Buscamos en el futuro fórmulas universales de vida (...) seguros de que esa combinación triunfante saldrá de América. Sólo el hombre americano, amasado con la sangre de todas las estirpes, fecundado con la obra de todas las razas y de todas las civilizaciones, puede elaborar la síntesis de esa pan-civilización futura (...) la humanidad verá el asombro de un nuevo mundo espiritual (...) Sin fanatismos tenaces, se puede afirmar que América practicará la democracia virtual, la democracia efectiva y completa.

Alberto Adriani puso todo sus esfuerzo y entusiasmo en impulsar los cambios que necesitaba el país, entendió −a diferencia de algunos de sus contemporáneos−, la urgente necesidad de modernizar la administración, la distribución de la riqueza y la necesidad de aumentar la producción nacional. El propio Arturo Uslar Pietri − compilador junto con Diego Nucete Sardi del conjunto de textos que forman este libro− señala que fue visto con desdén por los burócratas del momento cuando lo nombraron ministro de Hacienda. Pocos notaron la insistencia de este hombre que desde muy joven pareció entender el papel fundamental que jugaría a la muerte de Juan Vicente Gómez. Sus ensayos están escritos con la finalidad de advertir, señalar y prevenir los cambios necesarios que debían realizarse, al tiempo que advierte acerca del costo que se pagaría en caso de no hacerlo. Reunidos en seis capítulos, los ensayos de Adriani reflexionan sobre los procesos de inmigración en Venezuela, la economía cafetalera, la política monetaria y la economía en general. La edición que aquí se presenta, la secta, conserva los prólogos de las anteriores y recoge parte de las cartas y otros documentos con que el libro se ha fue nutriendo a través de los años.
Alberto Adriani. Economista, diplomático, escritor y político nacido en Zea, Mérida, en 1898. Se formó en Venezuela, Estados Unidos y Europa. Fue secretario de la delegación de Venezuela en la Sociedad de las Naciones. Fue ministro de Agricultura y Cría; fundó la revista El Agricultor Venezolano; cofundador del movimiento ORVE; ministro de Hacienda Pública Nacional; colaborador de la revista Cultura Venezolana y del Boletín de la Cámara de Comercio de Caracas. Murió en Caracas en 1936. Labor venezolanista, libro póstumo publicado por primera vez en 1937, recoge sus artículos y ensayos.
Introducción
De la Primera Edición
Arturo Uslar Pietri

Este no es un libro organizado, escrito para libro por un literato. Es mucho más. Es un libro orgánico escrito, casi con su propia vida, por un hombre. Esta es la hoja de temperatura de esa pasión venezolanista que se apoderó del alma de Alberto Adriani desde que asomó su inteligencia al panorama de la tierra, y que tan viva y pertinaz fue que todavía, después de su muerte, vibra y batalla. 

No era la suya la pasión palabrera o el amartelamiento insípido de aquellos para quienes la Patria es solo un motivo de oratoria. Nunca pudo embriagarse de esa gloriola fácil quien tenía los ojos abiertos ante el desastre y buscaba interpretar las oscuras señales del destino colectivo. Su pasión era la de conocer por la identificación y de salvar por el conocimiento. 

Cuando, todavía adolescente, Alberto Adriani comienza a disciplinar su inteligencia, ya tiene el tino profundo de los hombres responsables. El no irá, como otros compañeros, a refugiarse en el cultivo de una literatura pálida, tampoco era de los que se drogan con sueños e ilusiones para olvidar la realidad. Comprendió, con la primera ojeada, que los males de Venezuela arrancaban de más hondo y de más lejos que del personal transitorio que ejercía el Gobierno, que nada se lograría con un cambio de hombres. No se podría hacer una Venezuela distinta, sino con un venezolano distinto. 

La fórmula para obtener esa trasmutación fue el acicate de toda su existencia. A lo largo de estas páginas, escritas en todas las épocas de su vida, resuena el angustioso jadeo de esa búsqueda. Era el hombre que voluntariamente, y en silencio, se había cargado con el destino de un pueblo y se negaba el derecho a descansar. 

De su Mérida nativa, donde lo asfixia el ambiente arcaico, pasa a Caracas en busca de la Universidad. Lo que encuentra es la fábrica de doctores y leguleyos. El buscaba maestros que lo enseñaran a conocer y a comprender a Venezuela y a su tiempo, y encontraba códigos, pandectas, excepciones dilatorias, nociones de derecho quiritario. Cuando se estudiaba la definición romana o francesa de la propiedad, no había quien le dijese cómo poseía el hombre de las llanuras, ni qué estructura social nacía del sistema de los conucos. Oía estupendas lecciones sobre las personas físicas y jurídicas, pero nadie le hablaba de los tremendos problemas de raza, educación y sanidad que condicionan el destino de Venezuela. Por la noche, en su alcoba de estudiante, escribía en su libreto íntimo un programa de Gobierno: “Protección para el que trabaja, queremos levantar de sus ruinas la industria y el comercio; queremos dar un impulso gigantesco a la instrucción; favoreceremos la inmigración que ha de traer a nuestras playas gente robusta de cuerpo y espíritu que levante nuestra raza que decae o se estaciona; tendremos ferrocarriles, construiremos carreteras, impulsaremos nuestras comunicaciones marítimas, para que por mar y tierra transite sin tropiezos la riqueza nacional. Adonde no llegue la iniciativa individual, allí estará la del Gobierno”. Afuera ardía la noche tibia incitando al devaneo, a la pereza y a la facilidad, ignorando aquella vigilia única y tenaz. 

Después va a Europa. Pasa en Ginebra unos años de extraordinario aprendizaje. Entonces sí ha encontrado maestros que le hablen de las cosas que él siente vivir. Concurre a las facultades de ciencias económicas y sociales y comienza a comprender el proceso de la historia de una manera distinta a la concepción heroica de nuestra historia oficial. Mientras aprende a penetrar las claves decisivas de la economía, curiosea en las vecinas dependencias de la Sociedad de las Naciones y mira a los prohombres de la hora intentar la construcción de un nuevo destino para el mundo. 

El momento es extraordinario y excitante. En todos los pueblos se inician nuevas formas de vida. Walter Rathenau, personifica en Alemania un tipo humano que lo fascina. Asoma en su Italia paterna la totalitaria tentativa del fascismo. Observa, estudia, toma rápidas notas, y entre ratos mira hacia su Venezuela indiferente que parece exhausta, sentada a la orilla del camino por donde pasan los otros pueblos hacia la conquista del poderío y de la felicidad. 

Su tierra atrasada y perezosa lo hostiga y le duele como una angustia física. Ya no tiene sosiego. Envía artículos sobre la actualidad mundial llenos de un detonante entusiasmo por la energía constructiva. Pasan y caen. Anota en su cuaderno: “Será necesario aprender la actividad verdaderamente eficaz, hacer pragmáticas todas nuestras potencias. Será necesario, sobre todo, hacerse una naturaleza realizadora, que haga las cosas, aun cuando las haga mal como aconsejaba Sarmiento”. 

De Ginebra pasa a Londres, de Londres a Washington. En todas partes se le ve en las universidades, en los Congresos, en los archivos, estudiando estadísticas, memorias, libros, cultivos, transportes, monedas, migraciones, buscando la explicación de la grandeza de los pueblos. 

Se prepara y se amerita para desempeñar mejor la gran misión que, en lo secreto de su corazón, le ha confiado Venezuela. Parece querer contar con todas las armas para cuando llegue la hora terrible de encararse con la realidad y vencerla. Sus cuadernos de notas de lectura dan testimonio de su curiosidad inagotable. Copia al azar los títulos de algunos libros que comenta o cita en una temporada: The earth population possibilities and the consequences of the presente rate of increase of the earth’s inhabitants. Memoria del Ministro de Fomento de Chile. Land Policy, por C.L. Alsberg.

La política agraria en Italia, por A. Serpieri. L’Amérique du Sud, por Pierre Denis. Documents furnished by the Bureau of Reclamation Dept. of Interior Washington. Problemas de la Población en el Japón, Historia de la Civilización Ibérica, por Oliveira Martins. Aportación de los colonizadores españoles a la prosperidad de América. Los trabajos geográficos de la Casa de Contratación, por M. de la Puente y Olea. Selección de Leyes de Indias. The coming of the white man, por Herbert Ingram Priestley. The colonization of North America, por H.E. Bolton. The economic development of the British Overseas Empire, por L.C. A. Knowles. The new colonial policy, por H. Key. Spain in America, por E. G. Bourne. The American Indian, por Clark Wissler. Tropical Holland, por H.A. Van Coonen. The United States and the Philippines, por D. R. Williams. Spain Overseas, por Bernard Moses. The partition and colonization of Africa, por Sir Charles Lucas. The Dual Mandate in British Tropical Africa, por Sir F. D. Lugard. The history of colonization, por Henry C. Morris. La traite négrière aux Indes de Castille, por Georges Scelle. L’Argentina, por G. Bevione, etc. 

Estaba, como en el símbolo de los poetas elementales, tocando con desesperado llamamiento a todas las puertas, pidiendo auxilio para su aventura. Todas las formas del conocimiento podían servir para encontrar la clave. Como en el poema de Whitman, él consideraba todas las partes dignas del canto. 

Cuando al fin regresa a Venezuela ya está presto para saltar sobre la presa. Ya tiene sólido el músculo, rápido el pensamiento y dura la voluntad. Conoce todas las formas en que puede presentarse el enemigo y la manera de vencerlo en cada una. Desde su aldea natal mira acercarse la hora decisiva en que va a entrar al escenario de la actuación pública. Tiene conciencia de la víspera que vive. 
“Llevo una vida campesina, dice en una carta, pero no tan salvaje como pudiera suponerse, y disfruto de una tranquilidad que no podría ser mayor en otra parte. Es bueno aquietarse los nervios”.

Son los años en que la crisis mundial se desborda sobre Venezuela amenazando arruinarla. Desde el extranjero él ha visto aparecer los primeros síntomas, y con una trágica insistencia los ha estado anunciando en artículos, que casi nadie lee o que nuestros entendidos miran con cierta despreciativa superioridad. Es el bachillercito ese que desde Ginebra o desde Washington pretende darle consejos a los potentados cafeteros. Que se atreve a hablar de cosas tan absurdas y descabelladas como la racionalización de la producción, la diversificación de los cultivos, el establecimiento de granjas experimentales, la creación de una sociedad de defensa del fruto. En el inmenso buque de la estulticia de nuestros latifundistas, él corre desesperado anunciando la catástrofe que se avecina. Los precios del café van a derrumbarse, la ruina se acerca espantosamente. Él quiere despertar a los que duermen, alertar a los que no comprenden, pero es en vano, nadie puede ni quiere comprenderlo. Su solitaria angustia recuerda una imagen de tragedia clásica. Tiene momentos dolorosos en que su voz llega al grito. “Venezuela, cuya prosperidad depende tanto del café, debe seguir atentamente las iniciativas que se toman en otros países para establecer la industria cafetera sobre bases científicas”. 
“Una industria cafetera brasileña que mantuviera su prosperidad sobre la base de la técnica científica y de precios mínimos de producción, significaría la ruina de la industria cafetera venezolana”. 
“Nuestros hacendados no parecen darse cuenta de los peligros que se preparan”. 
“La necesidad de reorganizar nuestra industria cafetera debería mover a los conductores de nuestro país al análisis de nuestra agricultura toda entera, más todavía, de nuestra entera economía nacional”. 
“Que nuestros productores de café sigan el buen ejemplo que acaban de darles los de Colombia, Guatemala, Costa Rica y otros países. Pueden estar seguros de que en el porvenir la prosperidad no será un presente, sino el resultado de su propio esfuerzo. La política del avestruz, de las manos cruzadas, no podrá sino ser ruinosa. En todo caso merecería que lo fuera”. 
Cita cifras, alega explicaciones, presenta fórmulas impresionantes, todo en vano. Cuanta amargura se siente en la simple frase que escribe después: 
“La crisis ha llegado y ha sido ruinosa para todos”. 

Desde su retiro de Zea mira al organismo nacional pereciendo, indefenso ante las repercusiones de la crisis. Hay veces en que no puede contenerse, y saltando por sobre la más elemental prudencia dice las tremendas verdades que ya no caben en su espíritu. La publicación de su ensayo “El dilema de nuestra moneda” fue uno de esos gestos audaces. 

Al fin suena la hora. El Presidente Gómez ha muerto. El hambre y la sed venezolanas hallan vía libre para expresarse. Alberto Adriani corre a Caracas en aquellos días tumultuosos, llenos por igual de incertidumbre y de esperanza. 

A poco, fue nombrado ministro de Agricultura y comenzó la terrible experiencia para la que había estado preparándose por más de veinte años. 

Nunca podré olvidar la atmósfera de energía y de confianza que se respiraba en su presencia. Tenía la voz metálica y apresurada y cierta brusquedad en el tono que contrastaba con su afable naturaleza. Cuando comenzó a trabajar en la administración pública lo hizo como un hambriento. Quería multiplicar las horas y los días para rendir la labor que le había sido negada por tantos años. Corrientemente pasaba diez y ocho horas en su mesa de trabajo. 

Pertenecía a esa extraordinaria raza de hombres tónicos que en su presencia contagian una fiebre creadora. A su alrededor solo se veían gentes entregadas entusiastamente a su labor. 

Pronto pasó al Ministerio de Hacienda. Tal vez desde los días de Santos Michelena, no se había sentado un hombre más capaz en el sillón de aquel Despacho. Quienes venían a hablar con el Ministro se sentían un poco incomodados de encontrar aquel joven, algo tímido, pero al terminar la breve entrevista no les quedaba la menor duda de haber estado en presencia de un representante nato de la autoridad.

Los vientres perezosos engordados en los privilegios, los que se habían hecho una industria de las condiciones del atraso venezolano, veían con desconfianza y rabia aquel joven Ministro que había estudiado tanto y de quien no se conocían debilidades. No osaban ni el soborno, ni el halago. Pero sabían que en el Palacio del Ministerio, estaba encendida hasta altas horas de la noche aquella lámpara, como una luz en el puente de mando, y que de allí saldría una Venezuela donde no encontrarían sitio. 

Comenzó la sorda y solapada reacción. Se alegaba que era demasiado joven o demasiado inexperto. Se llegó a acusarle de comunismo, por gentes que no podían comprender hasta qué punto su arraigada concepción espiritualista tenía que excluir el materialismo histórico. Los que no eran sus enemigos por el temor de sus intereses, lo eran por el daño profundo que le hacían la incomprensión y la estulticia. Él no podía admitir que opinasen quienes no sabían; ni que se agitase sin un fin constructivo inmediato; ni que flaquease el principio de autoridad; y menos aún, que en un momento decisivo se perdiese el tiempo en disputas bizantinas sobre temas ideológicos de política abstracta. 

El conocía la historia de Venezuela y sabía cuántas veces los ideólogos, los imbéciles y los agitadores habían contribuido a perderla mucho más que los puros y simples bárbaros. Veía con temor crecer la amenaza de un retorno de la “vieja plaga” leguleya, palabrera v vacía. Perder el tiempo le resultaba sinónimo de traicionar. 

Por aquellos días convulsivos de manifestaciones y algaradas circuló la peligrosa noticia de que el nuevo Ministro de Hacienda pensaba reducir los sueldos y presentar un presupuesto comprimido draconianamente. En horas creció en torno a su nombre una ola de amarga impopularidad. 

En esa ocasión fui a verlo. Acababa de publicar un comunicado de prensa desmintiendo el rumor. Lo encontré inclinado en su escritorio cubierto de papeles. Afuera la batahola de los pedigüeños y los solicitantes se apretujaban contra la puerta. 

Me recibió con su cordialidad seca y cálida. Hablamos de la infame propaganda que se le hacía. Se encogió de hombros con indiferencia y me dijo mirándome de frente, con extraordinaria firmeza: 
“No estoy aquí por intereses personales, ni por conveniencias egoístas, sino porque creo que puedo ser útil, y mientras crea que puedo ser útil. Cuando están en juego intereses nacionales no me arredran las responsabilidades. No me contendrían murmuraciones, enemistades, ni calumnias. Estoy dispuesto a cumplir íntegramente lo que creo que es mi deber”. 
Tenía una idea romana de la autoridad. De su raza italiana le venía, con el gusto hondo por la política, el culto del Estado fuerte. No concebía que pudiera haber ningún derecho contra el de la colectividad representada en el Estado, pero tampoco concebía el Estado como un instrumento de dominación al servicio de un hombre o de una clase, sino al servicio de la mayoría nacional. 

En veces ante la avalancha de sandeces que le llegaba, reía con risa nerviosa y decía por todo comentario: “amigo mío, ante la imbecilidad hasta los dioses mismos son impotentes”. 

Su pasión venezolanista no conocía regiones ni épocas Lo mismo se trasladaba al problema y a la época de los hombres de la primera patria, como se preocupaba por la situación futura del país; e igualmente proyectaba vastos planes de industrialización en la cordillera como hablaba con fe inquebrantable sobre el provenir maravilloso de las altas mesetas de Guayana. Era de la raza de los fundadores de imperios, de esos hombres que viven para transformar y multiplicar la vida circunstante. 

La formidable perspectiva de todo el trabajo que habría que realizar para llegar a transformar la estructura económica y social de Venezuela en lugar de arredrarlo lo exaltaba. En veces hojeando un expediente se tornaba con llano regocijo hacia los que lo rodeaban y decía: “Mis amigos, aquí tenemos trabajo para cinco, para siete, para diez buenos años”. 

Ni los caciques surgidos de una raza contemporánea del Padre Orinoco, ni los hombres que a puro heroísmo ganaron la Independencia, ni los descendientes de los más antiguos colonos, han sido venezolanos, de modo más funcional y sustantivo, que este hijo de italianos. 

El destino acababa de poner en sus manos la palanca con la que podría alterar el ritmo fatal de nuestra historia. La hacienda pública, cuya estructura arcaica contraría y comprime la economía venezolana, iba a recibir la formidable renovación que haría de ella el instrumento de una vasta y decisiva transformación nacional. 

Nuestros ministros de Finanzas habían llegado a la gestión pública obsesionados por un simple criterio fiscal de aumentar los ingresos, constituir reservas y presentar cuentas excedentes. Poca o escasa noción tuvieron de las mil maneras como el sistema tributario canaliza y dirige la actividad económica de los pueblos. 

Para Alberto Adriani, por el contrario, lo esencial era la economía del país y solo concebía la estructura fiscal como un modo de dirigirla y servirla. Pensaba en un sistema de impuestos directos que libertase de las cargas a las clases menesterosas, imaginaba un sistema nacional de crédito, pensaba en una moneda al servicio de las grandes necesidades del país, y no en el país al servicio de los caprichos de la moneda. 

Iba a crear un nuevo concepto de la política presupuestaria y hacer que el erario actuase como la sangre que nutre y fortifica metódicamente las partes vitales del organismo nacional. 

Había comenzado febrilmente por levantar el inventario estadístico de la situación venezolana. Primero era necesario conocer a fondo la realidad antes de emprender la enérgica acción salvadora.

Después vendrían los grandes planes de inmigración y colonización. Millares de hombres blancos y agresivos que vendrían a establecer su salud, su energía, su capacidad de producir riqueza, su ideología y su moral en una patria libre y feliz. 

Llevaba cuatro meses apenas de plenaria actividad al servicio de Venezuela, de comenzar a revelar su formidable capacidad creadora, de tener en las manos el instrumento adecuado para comenzar la obra que por tanto tiempo había meditado. 

Salió del Ministerio en la tarde de un sábado cualquiera. Había estado trabajando y proyectando como todos los días. Al lunes siguiente fue encontrado muerto en su lecho. 

La brutal violencia de su desaparición añadió amargura a la infinita amargura de los que sabíamos todo lo que quedaba negado para Venezuela por aquella boca muda y aquellos ojos cerrados. 

Fue un oficio de duelo y renunciación para las grandes y altas esperanzas que habíamos tendido como velas sobre el presente venezolano. 

Los hombres rudos que luchaban en aquella hora contra las condiciones adversas de una tradición antieconómica, los labriegos de las montañas, los pastores a caballo en las soledades de la llanura, los navegantes de los ríos, los hombres modestos de la clase media, ignoraban la gran promesa que quedaba fallida con aquella muerte. 

Del hotel trasladaron el cadáver a la sala de autopsias del Hospital Vargas, en cuya capilla quedó expuesto todo ese día. 

Para llegar a la capilla hay que atravesar todas las vastas galerías del Hospital, repletas de dolor venezolano, de terribles ejemplos de pobreza y miseria de una raza que languidece. 

Allí vi hombres y mujeres, más pálidos entre las blancas ropas del Hospital, subir las gradas del catafalco y contemplar a través del cristal aquella fría sonrisa que conservaba en la muerte. En sus rostros de gente pueblerina se reflejaba la compasión natural de quien mira malogrado un hombre joven que había alcanzado una envidiable eminencia. Aquella piedad inconsciente venía a ser como el homenaje que rendía la Venezuela maltrecha, enferma y abandonada el hijo insigne que se extinguió luchando por salvarla. 

Aquella fue la verdadera ceremonia nacional de sus funerales, mucho más que la solemne parada en el Capitolio con mil cirios, flores, el Ejecutivo, las altas jerarquías, las erguidas bayonetas de los honores militares y la bandera tendida sobre el ataúd 

No era posible que quienes conocimos a Alberto Adriani y estuvimos junto a él en las más hermosas horas de su esperanzada angustia, nos resignásemos a dejarlo quieto y silencioso bajo su lápida blanca, y a permitir que el murmullo de los filisteos fuese echando paletadas de olvido sobre tan formidable fuerza de vocación venezolanista. 

Venezuela está en una hora decisiva de su vida, casi en esa hora crucial en que los pueblos como los hombres han de responder a la pregunta de la esfinge, a la pregunta del destino con la respuesta de vida o muerte. Es hora de mirar señales y de oír voces dispensadoras de fe. En la plenitud de ese momento la fatalidad selló la voz de Alberto Adriani. 

Quienes no nos resignamos a perderlo, lo hemos ido a buscar en estos escritos dispersos y distintos donde ha quedado un eco de su terrible lucha en busca de la verdad y del camino. El libro que ha resultado carece de coordinación y de método libresco, pero es una obra orgánica, terriblemente viva y suscitadora, capaz de llegar hasta el fondo de las almas venezolanas para hacerlas dignas del tiempo que las aguarda. 

No se ha apagado en estas páginas la viva fiebre en que ardía la mano que las escribió, ni duerme al fin la perpetua vigilia de aquel pensamiento, ni ha encontrado reposo aquella pugna sin tregua por hallarle un sentido venezolano a la vida venezolana. La semilla de esa angustia y de ese combate está latente en este libro, suscitando nuevos soldados para esa admirable aventura que consiste en trocar la propia vida por la faena trágica del destino de un pueblo. 

Este puñado de páginas, que de las manos yertas de Alberto Adriani hemos arrancado sus amigos, sus hermanos, esta obra verdaderamente agónica, en el sentido unamuniano y batallador, la lanzamos como un mensaje a los hombres en quienes, a cada minuto, está naciendo y muriendo Venezuela.

Arturo Uslar Pietri 
Caracas, 1937

alberto adriani textos esco... by Olmos Jenni

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