EL Rincón de Yanka: LIBRO "DE UNA A OTRA VENEZUELA" 🚩 y "LA ENSEÑANZA DE LA DEMOCRACIA" por ARTURO USLAR PIETRI

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lunes, 21 de octubre de 2024

LIBRO "DE UNA A OTRA VENEZUELA" 🚩 y "LA ENSEÑANZA DE LA DEMOCRACIA" por ARTURO USLAR PIETRI


ARTURO USLAR PIETRI

La primera edición de "De una a otra Venezuela" es de 1949; sus artículos fueron escritos en los años inmediatamente anteriores (1947 y 1948) y se hallan agrupados en cuatro secciones: Petróleo, Población, Educación y un Apéndice variado donde, entre otras cosas, aborda las divergencias políticas y la llamada Revolución (yo a esta palabra aquí la pondría entre comillas) de 1948 y de nuevo, el “peligro” del petróleo, con plena vigencia hoy. 

En la edición de 1985 Uslar Pietri agregó un Epílogo con tres artículos: “Venezuela hoy”, “Profecías de lo obvio” y “La era del parásito feliz”, donde intenta contemporizar sus ideas de aquel entonces. Lo curioso es que tales ideas, a la fecha actual (2016, cuando se cumplen 110 diez años del nacimiento del escritor) están actuales, esta vez desgraciadamente, pues Uslar viene advirtiendo desde hace mucho acerca del mal manejo de los recursos económicos de la nación. Nos dice que, de ser Venezuela uno de los países más pobres de América desde su descubrimiento, catorce generaciones vivieron en tal pobreza y una sola en la opulencia, debido esto último al descubrimiento del petróleo. 
Desde entonces los recursos del país, emanados de esa riqueza petrolera, se fueron en un consumo improductivo. Diecisiete veces creció el precio del petróleo, y en una proporción ilimitada todos los gobiernos se lanzaron a dilapidarla. 

En palabras del propio Uslar: “Mientras los precios del petróleo aumentaban en galopante sucesión diecisiete veces, la capacidad de gastar se abría sobre perspectivas aparentemente ilimitadas. Se gastó todo lo que el petróleo proporcionaba con dinero y aún más, pues se acumuló una deuda pública muy alta y totalmente injustificada (…) La misma alza de los precios provocó que los países industriales que dependían vitalmente de esa fuente de energía para su prosperidad, tomaran medidas defensivas. Hicieron inteligentemente todo lo que estuvo a su alcance para reducir el consumo y además para sustituir el petróleo por otras fuentes de energía. El resultado fue una reducción importante del consumo mundial y por consiguiente de las posibilidades de exportación a altos precios (…) 

Habrá que gastar menos, que importar menos, el bolívar ha dejado de ser una moneda fuerte para sufrir un descenso importante de su poder adquisitivo en un sistema difícil de cambio controlado. Todo esto significa un difícil reajuste que requerirá grandes esfuerzos y mucho tino para poderlo llevar a cabo de una manera razonable y aceptable para todos. (…) Se ha producido un tiempo difícil para el que el país no estaba preparado ni material ni psicológicamente. Van a producirse grandes desajustes en el nivel de vida, en la producción, en el abastecimiento y en el empleo (…) la nación tendrá que producir más, que importar menos, que administrar con más sentido del rendimiento y el ahorro. Habrá que contar más con el trabajo propio que con el providencial subsidio del petróleo.”

Tal texto parece, en verdad, haber sido escrito en un diario de esta mañana.

Más adelante, en “Profecías de lo obvio” nos dice: “La fiesta no puede seguir porque vamos a desembocar en una catástrofe. Venezuela vive desde hace tiempo una situación crítica. La fiesta no puede seguir porque, fatalmente, sino la modificamos nosotros voluntariamente en este momento, un buen día se va a acabar la manera de seguir la fiesta y vamos a desembocar en una catástrofe.”

En el tercer artículo, al inicio de “La era del parásito feliz” anota: “Venezuela está en crisis. Las bases y los supuestos sobre los cuales hemos levantado la situación aparente del país han revelado su inadecuación y su incapacidad para continuar sosteniendo un proyecto nacional en gran parte irracional y falso. La terrible sacudida de la devaluación ocurrida en febrero de 1983 puso al descubierto la desproporción creciente e insostenible entre nuestros niveles de gastos y nuestra efectiva capacidad de producir riqueza. En la última decena de años, en la abundancia fantasmagórica de los petrodólares, se formó una mentalidad casi mágica de la riqueza y un estilo de vida y de gobierno que era absolutamente insostenible desde todo punto de vista y que tenía que desembocar en un trágico encontronazo con la realidad, para el cual no estábamos preparados en ninguna forma y del que, todavía, no tenemos una noción válida de la magnitud y de los riesgos que representa, ni mucho menos de los importantes sacrificios y rectificaciones que exige e impone a todos los venezolanos (…) 

Una errada política laboral, paternalista y con fines politiqueros, llenó de burocracia inútil y la corrupción. No se necesitaba capital, ni antecedentes de experiencia, para lograr un contrato jugoso con el Gobierno; todo era asunto de conexiones políticas y comisiones cuantiosas. Una errada política laboral, paternalista y con fines politiqueros, llenó de burocracia inútil las innumerables dependencias que el Gobierno creaba y mantenía, el volumen de trabajadores doblaban o triplicaban, con inmenso daño de la eficiencia y de los costos, las necesidades reales de mano de obra en empresas y servicios del Estado. No sólo era una política de insostenible derroche, sino del fenómeno del ocio y de la irresponsabilidad del trabajador.”

Cualquier parecido con la realidad actual de nuestro país, subrayamos nosotros, no es mera coincidencia.

También conserva una esperanza: “El Estado venezolano no puede seguir siendo el San Nicolás pródigo que otorga dádivas, empleos y subsidios sin medida; los hombres de empresa no pueden hacer sus cálculos de beneficios sobre la protección y la manirrotez ilimitada del Gobierno, sino sobre la realidad de la capacidad de producción y de consumo del país; los trabajadores, por su parte, tienen que entender que su posibilidad de alcanzar mejoras no depende ya de la generosa intención de los políticos, sino de su real capacidad de producir riqueza por medio del trabajo eficiente”.

Esto parece escrito para describir la lamentable situación de hoy. Uslar, en su profunda preocupación de venezolano, se lanzó a ventilar estas ideas públicamente. Gobierno tras gobierno fueron desoídas en lo fundamental. Luego de la natural debacle adeco-copeyana, que motiva a Uslar hacer estas observaciones, agrego, el gobierno de Hugo Chávez trató de poner freno a ello, sin lograrlo, pues esencialmente el esquema del rentismo petrolero se continuó aplicando, pese a las sucesivas alarmas que Chávez hizo para intentar cambiar el estado de las cosas, a través de un sistema menos dependiente del capitalismo internacional, y con mecanismos eficaces de producción de bienes. El líder bolivariano intentó alianzas estratégicas con países del sur usando otras formas de lucha política, las cuales no convinieron a las poderosas empresas trasnacionales que manejan los bienes de consumo de países dependientes que, como Venezuela, venden su petróleo a cambio de productos importados. De paso, los empresarios criollos siguen dependiendo de las divisas del Estado para poner a producir sus empresas, y cuando ven que ya no obtienen el mismo nivel de ganancias, señalan al gobierno como responsable de sus pérdidas. 

Una situación similar a ésta es la que actualmente enfrenta el país en la actualidad y la que padece el pueblo venezolano: una catástrofe económica de la magnitud como la descrita y prevista por Uslar. Hoy parece no existir en Venezuela una voluntad empresarial que impulse los necesarios cambios en esta dirección. Muchos trabajadores de la empresa privada siguen engañados por intereses foráneos, pese a las buenas intenciones que pudieran tener los mandatarios de los últimos tres lustros; nos encontramos atascados dentro de una política facilista de dádivas, burocracia y corrupción heredada de décadas anteriores.

Habrá que oír en algún momento las palabras de Uslar Pietri, y poner en práctica colectiva las ideas de este gran venezolano. Nos las planteó con suma claridad en la encrucijada de una profunda preocupación por un país que, como el nuestro, tiene el recurso humano suficiente para lograr un avance sustancial, en el camino hacia su independencia económica, social y cultural.

DE UNA A OTRA VENEZUELA

Ante los venezolanos de hoy está planteada la cuestión petrolera con un dramatismo, una intensidad y una trascendencia como nunca tuvo ninguna cuestión del pasado. Verdadera y definitiva cuestión de vida o muerte, de Independencia o de esclavitud, de ser o no ser. No se exagera diciendo que la pérdida de la Guerra de Independencia no hubiera sido tan grave, tan preñada de consecuencias irrectificables, como una Venezuela irremediable y definitivamente derrotada en la crisis petrolera.

La Venezuela por donde está pasando el aluvión deformador de esta riqueza incontrolada no tiene sí no dos alternativas extremas. Utilizar sabiamente la riqueza petrolera para financiar su transformación en una nación moderna, próspera y estable en lo político, en lo económico y en lo social; o quedar, cuando el petróleo pase, como el abandonado Potosí de los españoles de la conquista, como la Cubagua que fue de las perlas y donde ya ni las aves marinas paran, como todos los sitios por donde una riqueza azarienta pasa, sin arraigar, dejándolos más pobres y más tristes que antes.

A veces me pregunto qué será de esas ciudades nuevas de lucientes casas y asfaltadas calles que se están alzando ahora en los arenales de Paraguaná, el día en que el petróleo no siga fluyendo por los oleoductos. Sin duda quedarán abandonadas, abiertas las puertas y las ventanas al viento, habitada por alguno que otro pescador, deshaciéndose en polvo y regresando a la uniforme desnudez de la tierra. Serán ruinas rápidas, ruinas sin grandeza, que hablarán de la pequeñez, de la mezquindad, de la ceguedad de los venezolanos de hoy, a los desesperanzados y hambrientos venezolanos de mañana.

Y eso que habrá de pasar un día con los campamentos de Paraguaná o de Pedernales hay mucho riesgo, mucha trágica posibilidad de que pase .con toda esta Venezuela fingidaartificial, superpuesta, que es lo único que hemos sabido construir con el petróleo. Tan transitoria es todavía, y tan amenazada está como el artificial campamento petrolero en el arenal estéril.

Esta noción es la que debe dirigir y determinar todos los actos de nuestra vida nacional. Todo cuanto hagamos o dejemos de hacer, todo cuanto intenten gobernantes o gobernados debe partir de la consideración de esa situación fundamental. Habría que decirlo a todas horas, habría que repetirlo en toda ocasión. Todo lo que tenemos es petróleo, todo lo que disfrutamos no es sino petróleo casi nada de lo que tenemos hasta ahora puede sobrevivir al petróleo, lo poco que pueda sobrevivir al petróleo es la única Venezuela con que podrán contar nuestros hijos.

Eso habría que convertirlo casi en una especie de ejercicio espiritual como los que los místicos usaban para acercarse a Dios, para llenar sus vidas de la emoción de Dios. Así deberíamos nosotros llenar nuestras vidas de la emoción del destino venezolano. Porque de esa convicción repetida en la escuela, en el taller, en el arte, en la plaza pública, en junta de negociantes, en el consejo del gobierno, tendría que salir la incontenible ansia de la acción.

De la acción para construir en la Venezuela real y para la Venezuela real. De construir la Venezuela que pueda sobrevivir al petróleo.
Porque desgraciadamente hay una manera de construir en la Venezuela fingida que casi nada ayuda a la Venezuela real. En la Venezuela fingida están los rascacielos de Caracas. En la Venezuela real están algunas carreteras, los canales de irrigación, las terrazas de conservación de suelos. En la Venezuela fingida están los aviones internacionales de la Aeropostal. En la Venezuela real están los tractores, los arados. los silos.

Podriamos seguir enumerando así hasta el infinito. Y hasta podríamos hacer un balance. Y el balance nos revelaría el tremendo hecho de que mucho más hemos invertido en la Venezuela fingida que en la real.
Todo lo que no puede continuar existiendo sin el petróleo está en la Venezuela fingida. En la que pudiéramos llamar la Venezuela condenada a muerte petrolera. Todo lo que pueda seguir viviendo, y acaso con más vigor. Cuando el petróleo desaparezca, está en la Venezuela real.

Si aplicáramos este criterio a todo cuanto en lo público y en lo privado hemos venido haciendo en los últimos treinta años, hallaríamos que muy pocas cosas no están, siquiera parcialmente, en el estéril y movedizo territorio de la Venezuela fingida.
Preguntémonos por ejemplo si podríamos, sin petróleo, mantener siquiera un semestre nuestro actual sistema educativo. 
¿Tendríamos recursos, acaso para sostener los costosos servicios y los grandes edificios suntuosos que hemos levantado? ¿Tendríamos para sostener una ciudad universitaria? ¿Tendríamos para sostener sin restricciones la gratuidad de la enseñanza desde la escuela primaria hasta la Universidad? 
Si nos hiciéramos con sinceridad estas preguntas tendríamos que convenir que la mayor parte de nuestro actual sistema educacional no podría sobrevivir al petróleo. Sin asomarnos, por el momento, a la más ardua cuestión, de si ese costoso y artificial sistema está encaminado a iluminar el camino para que Venezuela se salve de la crisis petrolera, está orientado hacia la creación de una nación real, y está concebido para producir los hombres que semejante empresa requiere.

Parecida cuestión podríamos planteamos en relación con las cuestiones sanitarias.
¿Todos esos flamantes hospitales, todos esos variados y eficientes servicios asistenciales y curativos, pueden sobrevivir al petróleo? Yo no lo creo.
La tremenda y triste verdad es que la capacidad actual de producir riquezas de la
Venezuela real está infinitamente por debajo del volumen de necesidades que se ha ido creando la Venezuela artificial. Esta es escuetamente la terrible realidad, que todos parecemos empeñados en querer ignorar. Por eso la cuestión primordial, la primera y la básica de todas las cuestiones venezolanas, la que está en la raíz de todas las otras, y la que ha de ser resuelta antes si las otras han de ser resueltas algún día, es la de ir construyendo una nación a salvo de la muerte petrolera. Una nación que haya resuelto victoriosamente su crisis petrolera que es su verdadera crisis nacional.

Hay que construir en la Venezuela real y para la Venezuela permanente y no en la
Venezuela artificial y para la Venezuela transitoria. Hay que poner en la Venezuela real los hospitales, las escuelas, los servicios públicos y hasta los rascacielos, cuando la Venezuela real tenga para rascacielos. De lo contrario estaremos agravando el mal de nuestra dependencia, de nuestro parasitismo, de nuestra artificialidad. Utilizar el petróleo para hacer cada día más grande y sólida la Venezuela real y más pequeña, marginal e insignificante la Venezuela artificial.

¿Quién se ocuparía de curar o educar a un condenado a muerte? ¿No sería una impertinente e inútil ocupación? Lo primero es asegurar la vida. Después vendrá la ocasión de los problemas sanitarios, educacionales, asistenciales. ¿De qué valen los grandes hospitales y las grandes escuelas si nadie está seguro de que el día en que se acabe el petróleo no hayan de quedar tan vacíos, tan muertos, tan ruinosos, como los campamentos petroleros de Paraguaná o de Pedernales?

Lo primero es asegurar la vida de Venezuela. Saber que Venezuela, o la mayor parte de ella, ya no está condenada a morir de muerte petrolera. Hacer todo para ello. Subordinar todo a ello. Ponernos todos en ello.


"La enseñanza de la democracia" 
(fragmento)
Arturo Uslar Pietri

“Enseñar los principios del gobierno democrático es una enseñanza abstracta. Mucho más en una tierra que la ha negado y combatido en lo más de su historia. Lo que la escuela debería es enseñar a vivir la democracia, cultivar las condiciones individuales que hacen posible la existencia efectiva de una sociedad democrática.
(…)
Para esa eficaz enseñanza de la democracia es más importante aprender a buscar la verdad y a respetarla que la teoría de la división de los poderes. Importa más sentir respeto por el ser y por las ideas del prójimo que todas las definiciones abstractas de la libertad política. Es más fundamental aprender a convivir pacífica y constructivamente con los que no piensan como nosotros o son distintos de nosotros que todo el mecanismo de organización del Poder Judicial o del Poder Ejecutivo. Porque más está la democracia en quien llega sinceramente a sentir que su libertad no está por encima de la de nadie, que en quien se sabe al dedillo todas las cláusulas de las más perfectas constituciones.
Todos los maestros y todas las asignaturas son buenas para ese aprendizaje. Para aprender el valor de la libertad y el valor del individuo humano. Para eso sirve la asignatura que se enseña y el salón de clases y el patio del recreo. Sirven las ciencias naturales y sirve la historia”.

“La enseñanza de la democracia”, 
en "De una a otra Venezuela", de Arturo Uslar Pietri 
(Ediciones Mesa Redonda, 1951)

Siempre he mirado con desconfianza esa asignatura que en nuestras escuelas se denomina Instrucción Moral y Cívica. Nunca he creído que ésa sea una asignatura concreta y delimitada como la Aritmética o la Geografía. Ni que un maestro pueda estar encargado de enseñarla. No se aprende moral en lecciones memorizadas. No se aprende como un catálogo de preceptos y de reglas. Y si se aprende así, vale tanto como si no se aprendiera y resulta un simple esfuerzo baldío. Tampoco se aprende a ser buen ciudadano de una democracia aprendiendo los principios abstractos en que se funda un gobierno democrático.

Tampoco se aprende democracia organizando repúblicas de escolares con el minucioso funcionamiento de unos poderes democráticos en miniatura. Eso no pasa de ser un juego. Los niños juegan al gobierno democrático como jugarían a los piratas. Y en el mejor de los casos no aprenden sino el mecanismo exterior del gobierno representativo y de la división de los Poderes, y algunos de los vicios y de los aspectos negativos de la democracia. Como son la oratoria vacua, el verbalismo excesivo, la demagogia y el narcisismo del Poder.

La verdad, y ya nosotros deberíamos saberlo en Venezuela por propia experiencia, es que no se enseña democracia como una asignatura ordinaria, ni tampoco como un juego. Esta es una cuestión fundamental que debe ser meditada muy cuidadosamente por los que tengan a su cargo la dirección y la concepción del objeto de la educación venezolana.


No ha sido eficaz la escuela venezolana en esa enseñanza. La ha acometido con decisión pero la orientación ha sido errónea. Parece que hubiera faltado una concepción clara del objetivo y de los medios. Lo que después de todo no es sino el reflejo en la Escuela de la vida nacional y de sus peculiaridades. La escuela se ha limitado a enseñar las reglas del gobierno democrático, lo que no es sino uno de los aspectos menos importantes de educar para la democracia. Enseñar los principios del gobierno democrático es una enseñanza abstracta. Mucho más en una tierra que la ha negado y combatido en lo más de su historia. Lo que la escuela debería es enseñar a vivir la democracia, cultivar * las condiciones individuales que hacen posible la existencia efectiva de una sociedad democrática.

Y ésa no es ya la enseñanza de una asignatura, ni la de un maestro, sino la de todas las asignaturas y la de todos los maestros. La de todas las horas y la de todas las ocasiones. Para que aprendan y sientan que la democracia no es un sistema de gobierno, un conjunto de reglas abstractas debatibles, sino una manera de vivir. Una manera peculiar de entender el destino y la conducta del individuo y sus deberes para consigo mismo y para con los demás.

Para esa eficaz enseñanza de la democracia es más importante aprender a buscar la verdad y a respetarla que la teoría de la división de los poderes. Importa más sentir respeto por el ser y por las ideas del prójimo que todas las definiciones abstractas de la libertad política. Es más fundamental aprender a convivir pacífica y constructivamente con los que no piensan como nosotros o son distintos de nosotros que todo el mecanismo de la organización del Poder Judicial o del Poder Ejecutivo. Porque más está la democracia en quien llega sinceramente a sentir que su libertad no está por encima de la de nadie, que en quien se sabe al dedillo todas las cláusulas de las más perfectas constituciones.

Todos los maestros y todas las asignaturas son buenas para ese aprendizaje. Para aprender el valor de In libertad y el valor del individuo humano. Para eso sirve la asignatura que se enseña y el salón de clases y el palio del recreo. Sirven las ciencias naturales y sirve la historia.

Sobre todo la historia. En el más profundo y verdadero de sus sentidos la historia de Venezuela es la de una dramática y fallida busca de la democracia. Una historia de la que las brillantes acciones de guerra no son sino una parte. Una historia de anhelos y de fracasos que habría que hilar desde la Colonia y desde la Edad Media castellana. Una historia que junto a los héroes militares pusiera esos héroes civiles en quienes más ha encarnado esa voluntad. Una historia que hablara de Sanz, de Vargas, de Bello, de Gual, de Acosta.

Y ésa no sería una galería de héroes muertos, sino de héroes vivos. Porque su lucha está en pie y se sigue librando y se seguirá librando.

Con todo eso sería un grave error que la escuela siguiera empeñada en enseñar democracia como materia abstracta, como conjunto de reglas y de principios. La
escuela para ello debe volverse hacia el cultivo de la vida democrática entre sus alumnos. Dejar, de lado el mecanismo del gobierno democrático. Enseñarlos a convivir, a cooperar, a respetar lo diferente y lo contrario en los otros, a amar la libertad de los demás.

De allí mismo saldría la lección enraizada y fundamental. Cuando empezaran a vivir así en la escuela comprenderían que porque no ha habido eso en la casa, en la calle  y en la plaza pública no ha podido prosperar la democracia en Venezuela. El tema para ellos no sería entonces un tema vacuo de perfecciones constitucionales sino una intuición del propio destino y de la condición humana.  No se preocuparían tanto por saber cuál es la más democrática forma de gobierno, sino que empezarían a advertir con dramática claridad que somos nosotros mismos, con nuestra insensata conducta, quienes combatimos y aniquilamos la democracia.

La escuela vendría a enseñar en experiencia viva qué es lo que no hemos sabido hacer o ser para vivir en democracia. No sistemas de gobierno sino sistemas de vida.

Esa sería la más importante misión de la escuela venezolana. Dar al fin los hombres que una vida democrática requiere. No leguleyos, no oradores, no postulantes, sino la materia prima del buen ciudadano. Convertir en experiencia de su vida de escolares eso vano y vago que llamamos la experiencia histórica.

En el fondo lo que la escuela daría sería nada menos que un ansia de perfección. De perfección en lo verdadero y en lo interno, que es una actitud de desdén ante lo formal y artificial.

Si la escuela no es capaz de despertar ese sentido y esa convicción no estará trabajando por nuestra democracia. 
O estará trabajando tan poco y tan mal como lo ha hecho en el pasado.

Y lo qué ella no sepa dar es muy posible que haya de faltar para siempre en el espíritu de los jóvenes venezolanos. Porque la escuela ha de estar casi sola en ese empeño. Ha de estar sola contra los prejuicios tradicionales que la casa inculca. Ha de estar sola contra la prédica de ambición y de violencia de la plaza pública. Y ha de estar casi sola contra la deformadora experiencia colectiva.

Pero, después de todo, no es la escuela, ni son libros de ninguna clase, los que pueden realizar este sobrehumano empeño. Han de ser los maestros. Unos maestros predicadores de democracia, practicadores de democracia, inspiradores de democracia. Simples y convincentes cultivadores de vida y de experiencia democrática. Si ellos existen, cualquiera que sea su número y condición, habrá que mirarlos como los padres de la democracia venezolana.

Si ellos no existen habrá que forjarlos. Porque sin ellos nada significarán los congresos, las constituciones, las doctrinas políticas y las grandes palabras.

OTRA HISTORIA


Hay muchos aficionados a la historia en Venezuela. Pululan las gentes que llevan en la memoria con orgullo todo un laborioso catálogo de los más insignificantes combates de la Independencia. Todos los días se publican nuevos comentarios y nuevos relatos de los hombres y de las acciones de ese tiempo. La enseñanza de la historia patria es la más importante asignatura de nuestras escuelas primarias. Pero todo ello corresponde a una historia peculiar, concebida de un modo tan unilateral como anticientífico, que lejos de ayudar a comprender a Venezuela y su proceso formativo, contribuye a confundir y a extraviar.

Yo supongo que muchos escolares venezolanos abrirían grandes ojos de incrédulo asombro si oyeran decir que así como la batalla de Carabobo es uno de los más importantes acontecimientos de nuestro siglo XIX, no es menos trascendental el alzamiento de los comuneros de Castilla y su derrota en Villalar, que es uno de los más decisivos acontecimientos de nuestra historia en el Siglo XVI. No verlo así es ignorar el pasado y negamos toda posibilidad de entender el proceso de nuestro desarrollo. Porque se ganó Carabobo nos independizamos de España. Cosa sin duda importante. Pero porque los comuneros perdieron en Villalar no hemos podido tener verdadero gobierno representativo. Lo que no es menos importante. 

Lo primero que habría que empezar a decir es que nuestra historia no empieza en 1810 con la decisión del Ayuntamiento de Caracas. Empieza mucho antes. Tenemos un Siglo XVIII de inmensa importancia. Tenemos un siglo XVI muy lleno de sino histórico. Pero tampoco empieza allí nuestra historia. Los hombres que llegaron con Colón no venían de la nada. Eran los agentes vivos de una historia, de un pasado que no iba a perderse, sino a continuar en la nueva tierra. Las más de las cosas que iban a pasar en la nueva tierra no eran sino las consecuencias de ese pasado. Las nuevas tierras quedaban anexadas a ese pasado. Se transformaban en buena parte en la prolongación de sucesos que habían ocurrido antes del descubrimiento.
Por eso nuestra historia no empieza tampoco en 1492. Venimos de una Edad Media muy caracterizada que todavía sobrevive en medio de nosotros. Muchas de las cosas que tenemos y que nos parecen más propias se forjaron en decisivos acontecimientos del siglo XI. Tenemos que ver con los árabes. Abderramán I no es menos importante en nuestra historia que Guaycaipuro. Tenemos que ver con los visigodos. Recaredo está más presente en las formas sociales de nuestra consciencia que Francisco de León. Tenemos que ver con los romanos y con los celtas y con los iberos. Tenemos que ver con los judíos de Córdoba y de Toledo.

Si no conocemos el proceso de la Reconquista cristiana de España no entenderemos cabalmente la Conquista de América. No lograremos entender lo que era un Adelantado. Si no conocemos el fenómeno de la expansión de Castilla no comprenderemos la organización política y administrativa del Imperio Americano, que tanto pesa todavía en nuestro presente. Más huellas hay en nuestra vida nacional de Felipe II que de José Tadeo Monagas.

Pero cualquiera que tome un texto de Historia Patria se encontrará que en sus dos terceras partes está ocupado por las fechas y los sucesos militares y políticos que van de 1810 a 1825. Es como si hubiéramos surgido de la nada y no tuviéramos sino una historia de quince, años. Como si Venezuela hubiese brotado de la nada antes de 1810 y casi hubiese vuelto a la nada después de 1825. Algo someramente se habla de los años posteriores del siglo XIX.
Muy poco de los tres siglos coloniales. Nada de los decisivos acontecimientos anteriores. Nos hemos reducido a una pseudo-historia de quince años cuando no debíamos considerar menos de una historia de veinte siglos.

Todo esto viene a plantear la necesidad de reorganizar la enseñanza de la historia en nuestro país. Y no sólo por el imperio de la objetividad científica. Sino porque la
historia es un agente dinámico del presente de los pueblos. Muchas cosas que nos parecen inexplicables o enigmáticas en nuestro acaecer se aclararían si estuviéramos acostumbrados a colocarlas en el marco del verdadero proceso histórico. Nos entenderíamos mejor, y nos sería menos difícil hallar el rumbo.

No podemos conservar la actitud antihistórica de considerar la historia nacional como algo que brota mágicamente con la independencia y que casi se agota con ella. Debemos articular nuestra historia dentro de la historia. Mirarla dentro de su aspecto de universalidad global. Hallarle los vínculos, las ataduras, las fuentes. Integrarla dentro del proceso general a que pertenece.

Después de todo, ésta es una de las fases vitales de eso que llamamos el proceso de nuestra cultura. Porque eso que llamamos cultura no es otra cosa que un sistema de valores. De valores colectivos que no de valores individuales. Valores que constituyen la consciencia, la identidad, y las motivaciones del ser colectivo. Esos valores que son el fermento de la historia de ayer y de la de hoy y que nadie que no sea un solitario, un loco o un artista puede ignorar sin muy graves consecuencias, son las semillas de nuestro futuro. Todos deberíamos entenderlos como seres vivos primordiales que son. Como seres espirituales que habitan la historia y la hacen. Esos valores que constituyen la clave de nuestro ser colectivo se formaron en la historia de la península ibérica, en mucha parte con un tono extraeuropeo, pasaron a América y en ella han empezado a caminar tropezando hacia nuevas formas de mestizaje universal.

Esos valores que determinan nuestra vida y nuestra historia actual no son reconocibles sino al través de la historia de España y de su civilización y de la historia de América y del destino de la civilización hispánica en ella. Entendida y organizada así nuestra historia se extiende y se ilumina. Se vertebra y se sistematiza. Ayuda a entender el presente y a construirlo. Y a concebirlo como empresa de muchos.

Ojalá pudiera ver yo algún día en manos de los escolares venezolanos ese breve libro de historia, libro esencial de Patria, con pocas fechas y la síntesis de muchos procesos.
Un libro que hable de lo hispánico y de lo hispanoamericano dentro de lo universal. Un libro que hable de los iberos, y de los indios, un libro que cuente la historia del cacao y la historia de la lengua, un libro en que esté Miranda, pero en el que esté también Fernán González. Un libro que hable de los que nos hicieron en el pasado y de lo que nos une en el presente con los que de ese pasado vienen también.

Esa sería buena empresa de patria. Obra de unidad y de integración para la que los mejores venezolanos han tenido siempre vocación generosa.

Este regreso a la historia verdadera es como un paso previo necesario para encontrar la vida verdadera. No otra historia para otra vida. Sino historia verdadera como aprendizaje de vida verdadera. Historia que es destino.

LA ESCUELA VENEZOLANA

Hay que esperar mucho y pedir mucho de los maestros. Más que nadie tienen la posibilidad de hacer o deshacer el futuro del país. Y para tan tremendas responsabilidades nunca han tenido mucha cooperación, y ni siquiera la suficiente oportunidad de reflexionar maduramente sobre el rumbo y sobre el encargo.

Ha habido ciertamente desdén para considerar la profesión del maestro, pero ha habido también errores en cuanto a la concepción de su cometido y de su misión. Errores que no sólo pesan sobre todo el sistema educativo y sobre la eficiencia de la enseñanza, sino sobre la marcha toda de la vida del país. Mucho se ha pensado del maestro como de un transmisor de conocimientos. El hombre que aprendió Aritmética y la enseña a los que no la saben. En semejante concepción el énfasis se pone inmediatamente sobre la técnica de la transmisión. Que es precisamente lo que por excelencia ha venido a constituir en los últimos tiempos la esencia de la Pedagogía. El arte de transmitir conocimientos se ha ido transformando en una compleja ciencia abstracta y llena de filosofías. Un ejercicio especulativo que encuentra dentro de sí mismo sus propias complicaciones y enigmas. Lo que después de todo es tanto como un estudio del medio que se transforma fatalmente en un fin.

Yo he visto a muchos buenos maestros vocacionales bracear desesperadamente dentro del torbellino de la sutileza pedagógica y naufragar en ella. Idos de la realidad de la escuela a la nube pedagógica. Ebrios de pedagogía abstracta.

Ese morbo pedagógico es uno de los males que turban y amenazan el problema de nuestra educación. Es después de todo uno de los muchos síntomas de ese mal nacional que pudiéramos llamar el desarraigo. Es decir el olvido y abandono del suelo y del medio y de sus requerimientos específicos, para entregarnos a lo conceptual abstracto.

No quiero decir con esto que haya que hacer una hoguera y quemar en ella los tratados de pedagogía. Sino que hay que librar un poco a nuestros maestros de la pesadilla pedagógica. Que por lo menos es tan importante lo que se enseña y el para qué se enseña, que el cómo se enseña. Hacer que ellos piensen más en Venezuela y en sus necesidades que en las técnicas y teorías pedagógicas, porque así lograremos que un día Venezuela toda piense un poco más en sus cosas concretas que en abstracciones e ideologías, la que no sería pequeña revolución.

Lo que más necesita nuestra educación es una cura de simplicidad. Un regresar a los conceptos básicos y a las realidades. Pensar no en la educación y en las maravillosas teorías que han elaborado los filósofos de la pedagogía, sino en la educación para Venezuela. Preguntamos simplemente ¿a quiénes tenemos que educar? y luego ¿para qué tenemos que educarlos?

La simple consideración objetiva del pueblo venezolano en su realidad dice con suficiente elocuencia lo que necesita. Esa y no otra es la norma pedagógica que debería presidir nuestros sistemas pedagógicos.

Pero ésa es precisamente la que menos hemos seguido. Hemos oído y consultado todos los creadores de la ciencia pedagógica, pero muy poco hemos oído al campesino que a la puerta de su rancho está plantado como un oscuro problema. En el planteamiento de nuestros planes educacionales ese hombre es más importante que el señor Decroly, y lo trágico es ignorarlo a él o mal entenderlo a él, y no a ningún filósofo de la educación.

Lo que necesitamos no es educar de acuerdo con ésta o con aquella teoría, sino educar para Venezuela. Una educación hecha para una realidad histórica, social y económica. Una educación que sea camino y no laberinto. 
Una educación que nos acompañe y no que nos extravíe. 
Una educación para un ser real y no para un fantasma intelectual.

Esa es la cuestión fundamental y la que le da a la educación su verdadera magnitud. La educación no es el injerto de ideas o la formación artificial de mentalidades, sino el proceso por medio del cual un ser real, un hombre verdadero, llega a su más cabal y fructífero desarrollo. Tiene que partir de una realidad y de la existencia de un ser concreto. 

Mal manipulada puede destruir ese ser o condenarlo al fracaso vital. Porque después de todo la educación no es sino una manera de activar y hacer más efectivo el proceso de la asimilación cultural del individuo. Pero ni el individuo es una cosa abstracta ni la cultura es una cosa abstracta. Por el contrario, la cultura no es sino la creciente adecuación del individuo a las condiciones del medio. Una
correspondencia y una identidad armoniosas y fáciles. Es entonces cuando la experiencia se vuelve idea y la necesidad se transforma en técnica y en arte. De lo que el mejor ejemplo son los griegos antiguos.

La cultura verdadera es vida porque es experiencia vital acumulada. Por eso alterar el medio cultural es tan grave como alterar el medio biológico. Sus repercusiones no son menos profundas e imprevisibles.

Si alguien pudiera proponernos alterar el medio biológico en que vivimos lo oiríamos con mucho temor y cuidado. Sin embargo no parece preocupamos tanto la alteración y desnaturalización del medio cultural que es lo que los maestros pueden hacer todos los días.

Si desde este ángulo consideráramos el proceso de la educación nos iríamos con mucho tiento en todo lo que fuera ensayo pedagógico, en todo lo que pudiera significar alteración a la ligera de la relación de nuestro hombre con su medio, con su experiencia tradicional, con su cultura.
Solemos pensar de nuestro hombre del pueblo, de nuestro campesino, como de una tabla rasa, como de un vacío cultural, sobre el que se puede ensayar cualquier cosa, como si con ello no hubiera peligro de romper nada o de perturbar nada.

Y al hacerlo así nos olvidamos de que ese hombre tiene una cultura. No una cultura libresca, sino una cultura tradicional viva. Tiene técnicas inmemoriales de adaptación a su medio, experiencias defensivas heredadas de una centenaria convivencia con las circunstancias que lo rodean, valores morales y espirituales confundidos con la substancia misma de su ser y que se expresan en su música, en sus corridos, en su refranero, en su calendario. Nos olvidamos también de que con todo ese pasado vivo tiene los requerimientos de un presente vivo. Vive sobre una tierra determinada, de una faena especial, en una relación de esfuerzo y de consumo característica.

Hay un riesgo evidente en destruir todo eso para reemplazarlo por nociones librescas. El proceso de aceleración y activación de la cultura, que es la educación, no puede consistir en la destrucción de esos elementos vitales y básicos, sino en su desarrollo, continuación y superación. Lo contrario es desviar y desarraigar al hombre por medio de una educación falsa y mal concebida.

Por eso no pasa de ser un engaño pensar que se ha resuelto nada con enseñar a leer y a escribir al campesino. Si esa lectura y esa escritura no son el comienzo de un coordinado y maduro plan para desarrollar sus verdaderas posibilidades y llevarlo a satisfacer de un modo mejor y más armonioso sus necesidades. Esa enseñanza al voleo y sin conciencia de la realidad cultural a que se aplica las más de las veces no resulta sino en levadura de desarraigo, en ruptura irremediable de la relación del individuo con los requerimientos vitales de su medio.

Hay una contradicción flagrante, una negación de los verdaderos fines de la educación, en no considerar al hombre en la realidad de su medio y en el requerimiento de su  destino. Para mí es evidente que hay una contradicción preñada de las más graves consecuencias nacionales en muchos de los sistemas educativos que hemos preconizado y ensayado en nombre de estas o aquellas filosofías pedagógicas.

No basta poner la escuela en el campo y abrir la puerta. Lo importante comienza en el momento en que el niño campesino pasa el dintel. Es, en su pobreza, en sus pies descalzos, en su traje raído, en su lenguaje típico, el representante calificado de un complejo cultural, económico y social muy caracterizado. Esa escuela que lo recibe puede desarrollar en él lo que ya está activo por la tradición, por el trabajo, por el medio, ayudándolo a superarse, o simplemente, va a desarraigarlo y a hacerlo irremediablemente incompatible con su circunstancia e irreconciliable con su medio. Si en aquellos libros que allí va a leer lo que aprende son las fechas de unas remotas batallas, los nombres de montañas, ríos y regiones que nunca ha visto y que nada dicen a su alma; el mecanismo teórico de un gobierno que nunca ha visto funcionar; las reglas abstractas de una moral que están en contradicción con su refranero, y por último la repetida noción de que Venezuela es uno de los países más ricos, prósperos y gloriosos del mundo, lo que ha hecho es aprender mentiras, nociones inútiles y abstractas, y hallarse desorientado ante las realidades de su propio medio, de su propia experiencia y de su propia tradición.

Allí habría que enseñarle su región, su trabajo, sus virtudes, la noción de la dura realidad venezolana y de su función de niño campesino dentro de ella. Tanto como de la heroica evocación de la Independencia hablarle de instrumentos de labranzas, de nociones de precios, del paludismo, de la bilharzia (esquistosomiasis), de la erosión, del petróleo. Aumentarle la luz natural que traía, y ampliarle el camino tradicional por el que la vida lo estaba enseñando a andar antes de pasar el dintel de la escuela.

La escuela que no enseña a vivir a nada enseña. Y no puede enseñar a vivir quien no parte de la vida real y de sus condiciones sino de teorías y nociones abstractas.

La escuela venezolana no debe ser otra cosa que preparación para la vida venezolana. Enseñar a vivir en Venezuela, enseñar a vivir con Venezuela, enseñar a vivir para Venezuela. 

Que, después de todo, es enseñar a que Venezuela realice su destino, el que de sus hombres, sus suelos, sus yacimientos, su pasado, brota espontáneo para ser tejido y conjugado. Una escuela que acompañe y que no desvíe, que forme y que no mutile, que desarrolle y que no desfigure. Lo que no es otra cosa que salvadora y verdadera pedagogía. El pedagogo era el esclavo griego que acompañaba y servía al niño.

PRÓLOGO

25 AÑOS DESPUÉS

Soy el primer sorprendido en que veinticinco años más tarde de haber sido escritas, alguien quiera reeditar estas páginas. Fueron, como todo lo humano, hijas de una ocasión y de unas circunstancias o de una sazón como dirían los clásicos. Tienen su tiempo y su manera que ya no pueden ser los de hoy.

Sin embargo, al releerlas casi como si fueran obra ajena, me sorprende gratamente que no hayan perdido toda su vigencia y validez. Allí están dichas cosas con respecto al destino de Venezuela que, con no muchas variantes, pudieran repetirse hoy y tal vez en no pocos casos agravadas.

Tienen un tono polémico porque fueron escritas como viva respuesta a una situación que no favorecía el diálogo ni la serena consideración de las cuestiones. Lo polémico tiene que haberse marchitado, es flor o cardo de un día, pero lo esencial no ha perdido su fundamental pertinencia. 
Los temas que le dan unidad a estas reflexiones son pocos pero invariablemente esenciales: petróleo, población, educación y política. Son los hijos maestros del destino de cualquier país en desarrollo.

Ya entonces pensaba que el hecho de la existencia del petróleo en nuestro subsuelo era el más importante de la historia venezolana, el más cargado de consecuencias y posibilidades de todos los cinco siglos cortos de nuestra existencia colectiva. Y lo que allí decía no ha perdido su razón. Que había que enfrentarlo con fría racionalidad, que utilizarlo para el desarrollo sano de una economía verdaderamente nacional, que sembrarlo convirtiéndolo en industrias, servicios y cultivos permanentes y crecientes, que, de otro modo, estaríamos simulando una nación fingida, sin base económica cierta y duradera. Llegó a parecerme un mítico Minotauro que podía devorarnos si no sabíamos convertirlo en buey de labranza. No creo que ya nadie hoy dude de que esas advertencias eran justas y oportunas.

También alertaba contra la idolatría cuantitativa de la población y contra las primeras señales del daño grave contra la conservación de la naturaleza y la ruptura del equilibrio ecológico. Parecían entonces apreciaciones demasiado pesimistas, pero el tiempo ha venido dolorosamente a darme razón.

Y así como clamaba por una población cuantitativa y cualitativamente concebida como parte fundamental del destino económico, así también señalaba que nuestra educación estaba lejos de corresponder a las necesidades del crecimiento del país. La miraba desviada, confundida, intoxicada de errados valores, al servicio de transitorios fines políticos y en peligroso proceso de crisis. 

No estábamos preparándonos para educar una población capaz de enfrentarse con buen éxito al desafío petrolero. Era evidentemente cierto y hoy lo vemos todos de un modo mucho más ostensible. Podríamos repetir, como en un rosario sin término, que porque no tuvimos una educación adecuada no pudimos preparar nuestra población para aprovechar la coyuntura petrolera con todo su riesgo y su promesa, y porque no tuvimos una política suficientemente lúcida y actual, demasiado entregada a viejos ídolos ineficaces, no pudimos tener ni esa educación, ni esa gente, ni esa política petrolera. La ronda, como la serpiente del mito que se muerde la cola, puede comenzarse sin perder sentido por cualquiera de sus punios: petróleo, política, educación o población.

No deja de asomar, diabólicamente, es decir en forma de maligna tentación, el tema de la oportunidad perdida. Todo lo que hubiéramos podido hacer en estos veinticinco años para aprovecharlos avaramente en construir el país que el petróleo nos permitía y no que el petróleo nos iba a hacer por su cuenta con la gozosa complicidad de todos los que prefieren el menor esfuerzo. Entre el espartanismo y el hedonismo debe haber una línea intermedia no tan difícil y exigente de seguir.

No estaban tan descaminadas estas páginas cuando un cuarto de siglo más tarde pueden servir todavía para recordarnos el rumbo del recto camino. Y no deja de complacerme pensar que ya dejaron de ser majaderías malhumoradas de alguien o de una minoría para convertirse, cada día más, en preocupación fundamental de todos los venezolanos que piensan.

Estamos todavía a tiempo. Andamos aún entre la Venezuela que fue y la que es, y tenemos que decidirnos, con serena hombría, entre la que es y la que podría ser.
Somos los peregrinos que vamos de una otra Venezuela, sin saber todavía adonde y cómo podemos llegar. 

Caracas, 1973.

Arturo Uslar Pietri. De Una... by Lala


Arturo Uslar Pietri - De Una A Otra Venezuela - Audiolibros Venezolanos #1