GLOBALISMO
INGENIERÍA SOCIAL
Y CONTROL TOTAL EN EL SIGLO XXI
Desvela los mecanismos ocultos de la dominación mundial con Globalismo: Ingeniería social y control total en el siglo XXI. El exitoso autor Agustín Laje desentraña magistralmente la malvada realidad de nuestro mundo moderno e ilumina las tinieblas de las fuerzas de poder que tratan de controlar a la humanidad.El globalismo no es globalización, sino una demoledora ideología que supone el más ambicioso proyecto de ingeniería social y control total en curso. Institucionalizada en organizaciones que, por definición, no tienen ni patria, ni territorio ni pueblo, esta ideología pretende parir un régimen político antidemocrático de alcance global. Así la soberanía de las naciones se redistribuye entre organizaciones supranacionales como el Foro Económico Mundial o la ONU con su Agenda 2030, liberadas de las limitaciones de los intereses particulares de los pueblos, para coordinar las transformaciones necesarias para nuestra «supervivencia». El globalismo también propone nuevas formas de legitimidad basadas en la tecnocracia y la supuesta filantropía de organizaciones como la Fundación Gates, la Open Society de Soros, y la Fundación Rockefeller.
INTRODUCCIÓN
De manera muy reciente, una nueva palabra ha irrumpido en nuestro vocabulario político: globalismo. A diferencia de la voz globalización, que apuntaba sobre todo a un fenómeno de tipo económico, la índole del globalismo es incontrastablemente política. Con esta palabra se quiere indicar la novedad de un régimen político que convierte la totalidad del globo en su teatro de operaciones, y que se consolida mediante la sustracción de la soberanía nacional en favor de entidades supraestatales.
El globalismo se institucionaliza en organizaciones que, por definición, no tienen ni patria, ni territorio ni pueblo. Esas organizaciones a veces son completamente públicas, otras veces completamente privadas, pero en la mayoría de los casos son hibridaciones público-privadas. Esas organizaciones a veces se llaman «Organizaciones Internacionales Públicas», a veces se llaman «ONG» y a veces toman el nombre de «Foros globales». Con independencia de la forma jurídica y la naturaleza específica con que se hayan constituido, todas ellas comparten una misma convicción: la de que, en el actual momento de la globalización, el mundo debería ser gobernado por instituciones de carácter global.
A esta inédita forma del poder político la han denominado «gobernanza global». Al tomar el término «gobernanza» del lenguaje de la administración de empresas, revelaron la privatización de lo político que está teniendo lugar en el seno del poder. Con arreglo al vocablo «global», revelaron, a su vez, el alcance literalmente total de las pretensiones del régimen en construcción. Al llamarse a sí mismos «ciudadanos globales», los actores globalistas reivindicaron para sí un estatus exclusivo y totalmente desconocido en el pasado, una nueva manera de relacionarse con el poder y de ejercerlo, que nada tiene que ver con el viejo ciudadano nacional, cuya identidad estaba anclada a un territorio y a una patria. Por medio de una invocación permanente a «la Humanidad» como objeto de la «gobernanza global» de los «ciudadanos globales», expusieron, por fin, la índole antidemocrática del flamante régimen: el demos, el pueblo, siempre particular, cede ante un abstracto y universal sujeto en el que todos, por fin, somos «incluidos».
El globalismo es el más ambicioso proyecto de poder político jamás visto. Desborda toda frontera, real o imaginaria; traspasa tanto la geografía como la cultura, hasta convertirlas en algo irrelevante; subordina al Estado nación, la organización más característica de toda nuestra modernidad política; subvierte todos nuestros dispositivos de limitación del poder, tales como la división de poderes, la representación democrática y la publicidad de los actos gubernamentales; postula nuevas formas de legitimación del poder basadas en la tecnocracia y en la «filantropía», es decir, en el gobierno de los «expertos» y los multimillonarios que «aman» a «la Humanidad»; por todo esto, deja a las naciones fuera del juego político, estableciendo de arriba abajo agendas uniformizantes e imponiendo ideologías disolventes.
El globalismo es el punto de llegada de una visión ingenieril de la política, según la cual la labor del poder político consiste en aplicar la razón abstracta sobre la sociedad para imprimir en ella una forma que existe en la cabeza de quienes poseen el poder. El ingeniero social toma al hombre real como su materia prima, lo concibe como un ente abstracto y lo moldea a la fuerza, lo formatea, se apodera de su corazón y conquista su mente, lo atraviesa por completo y lo tuerce en la dirección que corresponde a la Idea.
El ingeniero social es un creador, tanto de hombres como de sociedades: rediseña costumbres y hábitos; redefine valores y principios; censura unas creencias e impone otras que él ha seleccionado cuidadosamente para los demás; irrumpe en el dominio del lenguaje, postulando todo un nuevo vocabulario y desterrando el anterior; disuelve las relaciones y los vínculos establecidos entre las personas, para reemplazarlos a continuación por otras formas de relación social. Si el pasado le estorba, lo hace añicos, y si el presente le condena, somete la realidad al peso de la ficción mediante un relato impuesto a fuerza de propaganda. Lo espontáneo le agobia y lo imprevisible le aterra; cada nuevo saber y cada nueva técnica que aumentan y facilitan su capacidad de control exacerban su arrogancia. Su sueño es someter todo a su planificación, y su promesa es crear hombres y sociedades mejores. Desorbitado por su insaciable sed de poder, a veces llega hasta la dimensión de los instintos, procurando ser, incluso, el amo del inconsciente humano, donde se guardan los más preciados secretos de la dominación sobre los hombres.
El ingeniero social es una creación de nuestra modernidad política; es el producto de un saber-poder muy concreto. Fue parido a finales del siglo XVIII por el acontecimiento político más importante de la Modernidad: la Revolución francesa. A lo largo del siglo XIX, fue dando forma a sus doctrinas más características (socialismo, marxismo, eugenismo, racismo, sociologismos), y contempló el impresionante desarrollo del Estado nación por doquier. En el siglo XX, el ingeniero social fue el gran protagonista de la desmesura totalitaria. Habiendo descubierto, según él, la «clave» de la historia, ya fuera en la clase social o en la raza —lo mismo da—, reclamó la totalidad del poder para bajar el paraíso a la tierra. Todo lo que logró, por cierto, fue traer el infierno al reino de los vivos. Pero en nuestro siglo XXI, el ingeniero social vuelve a la carga, aunque armado con un lenguaje novedoso, con nuevas y variopintas ideologías, con tecnologías que parecen de ciencia ficción, apoyándose en nuevas formas de legitimidad, en nuevas instituciones y, sobre todo, articulando la pretensión más desquiciada que le hemos conocido hasta la fecha: gobernar sobre el globo entero, gobernar los asuntos de «la Humanidad».
Este libro es una investigación sobre este tipo particular de ingeniero social que impulsa un tipo particular de régimen político que, en los últimos años, se ha empezado a llamar «globalismo». Quiero entender quién es, de dónde surge, qué piensa, qué quiere, qué propone, de qué medios dispone, cómo se articula; quiero comprender cuáles son las instituciones en las que actúa, cuál es su naturaleza, sobre qué reglas funcionan, qué tipo de poder ejercen; quiero saber qué tipo de legitimidad reivindican, en qué basan sus títulos de poder, qué significa el nuevo lenguaje político que utilizan («gobernanza global», «ciudadanía global», «riesgos globales», «desafíos globales», «foros globales», «agendas globales», «consensos globales», «cultura global», «diversidad», «inclusión», etcétera).
Debo reconocer que esta investigación me ha llevado más lejos de lo que imaginaba. El libro que el lector tiene entre las manos duplica el tamaño previsto, lo que pone de manifiesto que el tema ha sido más complicado de lo que creía inicialmente. Al articular mis esfuerzos teóricos con mis investigaciones empíricas, que es lo que hago en todos mis libros, me daba cuenta de que ambas dimensiones se iban ensanchando recíprocamente en un círculo expansivo que no paraba de crecer. Reparando en los hechos más característicos del nuevo régimen de poder, trabajaba a continuación sobre el plano de la teoría política globalista; pero este trabajo suscitaba reflexiones que me devolvían al plano de los hechos, iluminando otras áreas antes vedadas, que me reenviaban nuevamente, a su vez, al plano de la teoría, y así sucesivamente. El resultado fue esta investigación, que revela mucho de nuestro pasado y presente político, de las perspectivas de futuro y de la resistencia venidera.
En términos metodológicos, esta investigación ha distinguido sus momentos teóricos de sus momentos empíricos. En el plano teórico, reparé especialmente en la índole de los conceptos políticos, inspirado en la importancia que a este objeto de estudio le conceden distintas escuelas de la investigación politológica; en particular, la historia de los conceptos (Begriffsgeschicht) de Reinhart Koselleck. Así, busqué en conceptos como Estado, soberanía, despotismo, totalitarismo, etcétera, momentos de definición y redefinición, elementos de permanencia y de transformación, que desde siglos anteriores, desde otros «estratos del tiempo» llegan a nosotros. En el plano empírico, a su vez, me concentré en revisar documentación pública y oficial de organismos internacionales, ONG, fundaciones, empresas multinacionales, foros globales, etcétera. De manera secundaria, me apoyé en las publicaciones de los medios hegemónicos de prensa. En un tema en el que hay demasiada charlatanería, que tan fácilmente suscita acusaciones de ser «teorías de la conspiración», me he cuidado de citar absolutamente todo a pie de página, para que el lector pueda revisarlo si lo desea.
En lo que respecta a su arquitectura, he dividido este libro en siete capítulos. Si comento muy brevemente en esta introducción de qué trata cada uno, se facilitará la lectura y se contribuirá a tener, de entrada, una visión de unidad.
El primer capítulo asiste al surgimiento del ingeniero social. Para ello, tengo que llevar al lector a la filosofía política de la segunda mitad del siglo XVIII y, particularmente, al acontecimiento llamado Revolución francesa, el gran parteaguas político del mundo moderno. El nacimiento del ingeniero social se produjo en lo que denomino la «dialéctica» del despotismo: la «liberación» respecto del viejo despotismo tuvo por contrapartida nuevas formas despóticas que darían vida a nuestro arrogante personaje, presto a ejecutar el primer genocidio moderno.
En el segundo capítulo doy un salto que lleva directo al siglo XX, y desemboco en el totalitarismo. El ingeniero social despliega entonces toda su voluntad de poder y funda regímenes que van mucho más allá del mero despotismo y del mero autoritarismo: ya no quiere la obediencia, sino la más ferviente adhesión; muy lejos de la despolitización, procura la movilización permanente y el encuadramiento político de las masas; en las antípodas de las exigencias conservadoras, demanda el avance de una revolución que traerá un nuevo hombre y un nuevo mundo; en las antípodas de las exigencias de la libertad, no quiere dejar nada fuera de su ámbito de dominio, y termina borrando la separación de lo público y lo privado. En este contexto, el ingeniero social sueña con ejercer el control total sobre el hombre, y diseña técnicas e instituciones a esos efectos.
Una vez hemos conocido al ingeniero social, tanto en su irrupción como en su desarrollo más desmesurado, en el tercer capítulo llegamos a nuestro tema principal: el globalismo. Pero dado que su rasgo más definitorio consiste en la absorción de la soberanía por parte de entidades no estatales de naturaleza internacional o global, resulta imprescindible conocer, en primer lugar, qué significa la voz soberanía. Por esto, los primeros subcapítulos son un estudio sobre este concepto, abrevando en filósofos políticos de los más importantes para esta materia, como Bodino, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, etcétera. Una vez entendido qué es la soberanía y cómo ha evolucionado desde el siglo XVI en adelante, podemos caracterizar al globalismo como un régimen político que traslada el poder soberano a entidades sin territorio, sin patria y sin pueblo. Además, podemos abordar una caracterización ideológica del globalismo, y de otras dos ideologías anexas y serviles a su causa: el progresismo y el wokismo.
En el capítulo cuarto, tocará hablar sobre los principales actores del poder globalista. Así, repararemos en instituciones y organismos de distinta naturaleza que, no obstante, comparten la antedicha convicción: la de que el estado actual del mundo reclama la conformación de un nuevo régimen de «gobernanza global» en el que nuevas entidades sean capaces de absorber la soberanía de las naciones. Estados proxy, organizaciones internacionales públicas, organizaciones no gubernamentales (ONG), firmas y corporaciones características del poder económico y financiero, medios de comunicación y hasta universidades: veremos de qué manera cada uno de estos actores cumple una serie de funciones bien específicas y qué tipo de poder demanda. Aquí, el lector se topará con nombres que seguramente conoce, tanto de personas (George Soros, Bill Gates, los Rockefeller, etcétera) como de organizaciones (Naciones Unidas, Banco Mundial, OEA, CIDH, BlackRock, Vanguard, Open Society Foundations, Ford Foundation, etcétera).
En el capítulo quinto, veremos que esa convicción compartida ha llevado a estos actores a articularse, a coordinarse y a planificar sus agendas, a establecer un lenguaje común, diagnósticos comunes y ejecuciones concertadas. Esto ha tenido lugar, con especial notoriedad, en el Foro Económico Mundial, también conocido como «Foro de Davos», la institución de «gobernanza global» de carácter privado más importante. Por eso, nos dedicaremos a investigar esta institución, de dónde nació, quiénes la componen, cómo piensan y cómo funcionan sus integrantes; veremos qué les entusiasma y qué les asusta; conoceremos qué proponen y cómo pretenden implementarlo.
En el capítulo sexto, nos concentraremos en la institución de «gobernanza global» de carácter público (o semipúblico, para ser preciso) más importante de todas: Naciones Unidas. En concreto, estudiaremos su «Agenda de los Objetivos de Desarrollo Sostenible», también conocida como «Agenda 2030». Compuesta por 17 objetivos y 169 metas, esta agenda se ha impuesto en un abrir y cerrar de ojos a todas las naciones del globo con la expectativa de que sea cumplida, a más tardar, para el año 2030. Veremos cómo se gestaron sus objetivos, cuáles son sus antecedentes, cuántas personas diseñaron lo que se presentó como la agenda de «la Humanidad», cómo se implementa, cómo se controla que las naciones avancen en el camino que ella ha trazado y cómo será próximamente reemplazada por una nueva agenda que ya se está planeando.
En el último capítulo de este libro, hablaremos de la resistencia de los patriotas. El globalismo puede ser derrotado, pero para lograrlo hay que actuar inteligentemente. Habiendo conocido las principales fortalezas del régimen de poder globalista, pienso de qué manera se las puede convertir en grandes debilidades. Además, interpelo a las familias y las iglesias, y reparo en la urgencia de una articulación global de los partidos políticos patriotas del mundo, a los que caracterizo también como «Nueva Derecha». Esto plantea una paradoja aparente: el globalismo obliga a los patriotas a globalizarse. Pero, dado que globalismo y globalización no son exactamente lo mismo, la paradoja es solo aparente. Una red global de patriotas para enfrentarse al régimen globalista significa tender lazos de solidaridad política internacional para devolver la soberanía a las naciones; es decir, significa subirse al carro de la globalización para usar todas sus potencias contra el régimen que llamamos globalismo.
Vale aclarar que, por el momento, este régimen es embrionario. Es decir, todavía se está gestando y aún no ha sido parido. La ideología globalista está mucho más desarrollada que sus correspondientes instituciones, que todavía compiten con el modelo de la soberanía estatal. Así, el nuestro es un momento de transición sobre el que podemos actuar; pero el reloj avanza a toda velocidad y, como siempre ha ocurrido, la historia dependerá de lo que los hombres hagan. Los patriotas tienen enormes desafíos por delante, y una responsabilidad histórica sin precedentes. Una combinación inteligente de la lógica de la batalla cultural con la lógica de la batalla electoral configura una estrategia a seguir que ya no es mera elucubración, sino que en los últimos años ha empezado a dar sus frutos.
Por último, quiero decir que soy plenamente consciente de que tengo dos clases de lectores: unos, acostumbrados a lecturas politológicas, históricas, sociológicas y filosóficas; otros, que se están iniciando en este tipo de libros porque han comprendido, quizás más recientemente, que, para resistir el asedio político en curso, la formación en estas materias resulta indispensable.
Al primer tipo de lector, le recomiendo la lectura completa y lineal de este libro.
Al segundo, si se siente abrumado con los dos primeros capítulos, puede saltar directamente al tercero, y partir desde ahí. La misma recomendación vale para el lector que dispone de menos tiempo, y que puede encontrar dificultoso abordar un texto de este volumen.
Al igual que ocurre con todos mis libros, espero que este también funcione como una herramienta para la lucha política que emprendemos junto a mis amigos: los libertarios, los conservadores y los soberanistas, que libran sin temor sus batallas culturales y electorales articulados en una «Nueva Derecha»; las familias conscientes del asedio del que son blanco y las iglesias que ya no están dispuestas a seguir manteniendo la boca cerrada; los jóvenes que despiertan del somnoliento adoctrinamiento recibido y claman por conocimientos alternativos para sumarse a la resistencia, y los no tan jóvenes que rompen con la farsa de que la educación se reduce a una etapa anterior de la vida; los hombres y mujeres comunes, que renuncian a la pasividad inducida y que se disponen a enfrentarse a poderes establecidos que suponían inconmovibles.
Este libro es para todos ellos: para que continúen resistiendo; para que lo hagan cada vez mejor; para que jamás bajen los brazos; y para que, además, seamos capaces de hacerlo juntos.
GLOBALISMO Y PATRIOTISMO
EN TIEMPOS DE PANDEMIA
En esta obra, Agustín Laje explica magistralmente el origen y la formación del contrato social de nuestros Estados nacionales sobre una base democrática, mostrando cómo el globalismo busca culpabilizar estas estructuras para llevarnos a un callejón sin salida, donde todo se cede a una gobernanza global no representativa, la máxima expresión de la oligarquía de unos pocos privilegiados a los que nadie votó, y que ante nadie rinden cuentas pero que pretenden dirigir el destino del planeta.
El autor llama a todos los actores sociales, políticos, religiosos e intelectuales a unirse contra el globalismo. La paradoja de que los patriotas olviden sus fronteras para esta batalla cultural adquiere un nuevo significado. Conocer la verdad y denunciar la mentira es un arma valiosa que este libro ofrece.
En la política de Aristóteles, el desarrollo que lleva a la formación de una comunidad política se da con arreglo a la constitución previa de otras formas más elementales de comunidad humana: la familia como relación conyugal; la casa como relación señor-siervo; la aldea como relación de parentesco entre varias familias; y finalmente, la comunidad política, la polis, como reunión de diferentes aldeas.
Alrededor de veinticuatro siglos más tarde, Marshall McLuhan caracterizaba el mundo actual como una “aldea global”. La imagen que lograba evocar resultaba ciertamente impactante: la inmensidad del planeta se había reducido a esa miniatura comunal que ya se concebía diminuta en el siglo de Aristóteles. Pero el mundo, en rigor, no se ha achicado, sino que, más bien, lo hemos hecho nosotros. No son las distancias, objetivamente medidas, lo que se estrecha en la “aldea global”, sino la capacidad de cubrirlas en tiempos estrechados. Nuestras tecnologías de transporte se masifican, y prometen la vuelta al mundo, no en 80 días, como en la novela de Julio Verne, sino en apenas un puñado de horas. Las tecnologías digitales de comunicación hacen realidad la inmediatez, esa medida de tiempo inefable que, en un abrir y cerrar de ojos, ya ha bastado para recorrer de cabo a rabo el planeta entero y más. Si según Heidegger “el espacio contiene tiempo comprimido”, hoy podemos decir que la inmediatez termina aniquilando al espacio como tal.
El mundo, en verdad, no ha cambiado sus dimensiones. Lo que se ha transformado es nuestra subjetividad sobre ellas, es decir, cómo vivimos y experimentamos el tamaño de lo que antes constituía una inmensidad tan inasible como extraña. McLuhan logra representar esta idea en aquello de la “aldea global”, pero se equivoca en algo fundamental: en las aldeas, como enseñaba Aristóteles, los lazos comunitarios, al fundarse en el parentesco, resultan extremadamente sólidos: las personas comparten una misma lengua y costumbres, una historia común, enraizada en idéntico origen. En una palabra, comparten el modo de concebir la vida.
El mundo vuelto miniatura de McLuhan no tiene la forma de la aldea porque entre sus habitantes no hay, en rigor, más que relaciones líquidas, intercambios económicos y, cuando mucho, turísticos, que es lo mismo. No hay nada parecido a una visión en común de la vida (el 11-S está a la vuelta de la esquina), por más que todas esas lenguas, colores, religiones, y etnias posen para la foto en las exclusivas reuniones de la ONU, a las que los pueblos, desde luego, no asisten.
El globalismo es la ideología de un proyecto geopolítico. La ideología igualitaria que nos conduce a comprender el mundo con la forma política de la aldea, pese a que en él reina la diferencia. Pretende hacer del globo un territorio político único sobre el cual se demanda, por lo mismo, un gobierno capaz de dominar su destino. La pandemia configura un escenario que puede reforzar la ideología globalista.
Quizás, nos podemos mostrar incluso más categóricos: la pandemia es el sueño globalista. Después de todo, ¿qué significa “pandemia”, sino “pan”, o sea “todo”, y “demos”, o sea “pueblo”? La pandemia supone la “reunión de todo un pueblo”.
La peste pandémica es la que recorre a todos los pueblos por igual, que, por ese motivo, se hacen iguales entre sí: se vuelven uno. Las realidades individuales, familiares, locales, nacionales, se identifican en una misma masa global, y quedan subsumidas en ella: colectivismo de todos los colectivismos.
La pandemia podría interpretarse, en definitiva, como esa situación límite en la que la aldea reclama por fin un monarca, habilitado para garantizar un único orden. El principio de la monarquía después de todo, según Aristóteles, caracteriza a la aldea. Si nuestro comercio ya se ha globalizado, si nuestra cultura (supuestamente) también lo ha hecho, ¿no habrá llegado el momento de globalizar también nuestra política? ¿No necesitaremos una autoridad globalmente centralizada capaz de establecer un único orden en ese territorio que se ha vuelto un uno en sus relaciones económicas y culturales?
La pandemia, dirá el globalista, se trata de la prueba más cabal de que necesitamos autoridades globales cuya soberanía supere, en todos los sentidos, a la de esas viejas formas políticas propias de tiempos pasados que llamamos “Estado-nación”.
La forma política de la “aldea global” está anticipada en modelos como la ONU, la OMS, el Banco Mundial, y otros contubernios internacionales de este tipo. Su principio político se identifica con el del despotismo ilustrado, solo que territorialmente ilimitado. En efecto, las organizaciones internacionales no son otra cosa que cajas negras de poder, a las que los pueblos no acceden, que no controlan, pero sí financian (sin saberlo); cajas negras cuyos mecanismos de representación equivalen a una parodia cuya legitimidad, por ello y en última instancia, descansa, no tanto en la representación, sino en el conocimiento de los presuntos “expertos” que allí trabajan y gobiernan: gobierno de los expertos, despotismo ilustrado territorialmente ilimitado. ¿Y acaso no hemos resuelto ya entregar nuestra libertad a los expertos de pandemias?
En el año 2000, se publicaba uno de esos libros que marcan durante años a la izquierda, su comprensión política del mundo y su estrategia. Se trata de Imperio, de Antonio Negri y Michael Hardt. El “imperio” no es el “imperialismo” que denunciaban marxistas clásicos de la talla de Lenin o Rosa Luxemburgo, sino la forma de un nuevo orden mundial, que se está construyendo ahora mismo, y que excede por entero el poder de los Estados. Allí donde el “imperialismo” se pensaba en términos de un centro de poder y una periferia bajo dominación, el imperio carece de todo centro, y se caracteriza, en todo caso, por derribar fronteras y límites: su lógica no responde a la exclusión, sino a la absorción; su lógica es el no-límite.
Allí donde el imperialismo uniformizaba, definiendo al sí mismo en función del Otro, el imperio alienta la hibridación: su lógica no es binaria, sino multicultural. Allí donde el imperialismo extendía el dominio de determinados Estados-nación a través de la guerra y la conquista, el imperio se desarrolla conforme a un esquema de poder en red que no se halla fijo en ningún lado y a la vez está en todo lugar: su lógica se asimila con la de un espacio que se encuentra siempre abierto y que engendra, por añadidura, una nueva noción de soberanía, tan difusa como totalizante. Allí donde la expansión del imperialismo carecía de una legalidad internacional que sustentara jurídicamente sus pretensiones más sórdidas, la del imperio está respaldada por un derecho internacional puesto a su entero servicio y acompañada por elefantiásicas organizaciones internacionales, que convierten la soberanía estatal moderna en un asunto del pasado.
La crítica de Hardt y Negri hizo historia, pero ya forma parte de la historia pasada. Hoy, gran parte de la izquierda no ve en el “imperio”, o aquí diríamos el “globalismo”, un peligro, sino más bien una oportunidad. Ya no hay que apelar a ninguna “multitud” para derribar el “imperio”, sino al contrario: hay que fortalecerlo. Hoy, la izquierda se ha transformado en lo que leemos, por ejemplo, en Sopa de Wuhan, ese compilado de escritos en tiempos de pandemia de los filósofos izquierdistas más representativos actualmente, encantados con la idea de estructuras de poder global hegemonizadas por “expertos”.
Slavoj Zizek dice allí, por ejemplo que “quizás otro virus ideológico, y mucho más beneficioso, se propagará y con suerte nos infectará: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá del Estado-nación, una sociedad que se actualiza a sí misma en las formas de solidaridad y cooperación global”. Su modelo se corresponde con el de la ONU, OMS y similares, y reclama que “dichas organizaciones deberían tener más poder ejecutivo”, en el sentido de que “puedan controlar y regular la economía, así como limitar la soberanía de los Estados nacionales”.
Alain Badiou, por sumar otro ejemplo, también concibe allí la necesidad de estructuras políticas por encima del Estado, controladas por comunistas, claro: “Hay que aprovechar el interludio epidémico, e incluso, el confinamiento, para trabajar en nuevas figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo, después de aquella brillante de su invención, y de aquella, interesante pero finalmente vencida de su experimentación estatal”. La tercera etapa es, seamos directos, supraestatal.
La izquierda, aliada con otro tipo de intereses, ha encontrado que centralizar el poder en ese “imperio” difuso resulta hoy posible, y que tal vez se trate de la forma, además, de tomarlo. Tantas décadas de fracasos electorales estrepitosos; de indiferencia obrera; de revoluciones de cartón que no hacen ni cosquillas al poder, protagonizadas por mujeres con axilas peludas por un lado, y por “mujeres con pene” por el otro. Tantos años de ilusiones maltrechas y manotazos de ahogado.
No es extraño, pues, que la posibilidad de un despotismo ilustrado territorialmente ilimitado excite los ánimos políticos de la izquierda: ¿quién más tendría derecho a gobernar el mundo en una situación semejante, sino ellos mismos, herederos de las luces, benditos “sabelotodo”, dueños de todo conocer? ¿Y no han ocupado ya efectivamente en gran medida el poder de esas cajas negras que llamamos organizaciones internacionales, en su calidad de “expertos”? De lo que se trata ahora es de extender al máximo posible el poder de estas estructuras.
Pero si el globalismo entraña la negación radical del derecho soberano de las naciones, el patriotismo se pone de pie dispuesto a ofrecer combate. Trump representa esta esquina del ring, y el desfinanciamiento de la OMS ha marcado el inicio de una contraofensiva nacional.
La nación se trata de una fuerza cultural vinculante que entraña la capacidad de contener a todos los nacionales de un territorio bajo una común identidad de mínima. La conformación del Estado moderno está directamente ligada a la noción de nación, en la medida en que demandó la unidad de una identidad colectiva de la que emanaran nuevas lealtades, distintas de las del orden feudal. Esa identidad colectiva que supone la nación está constituida, en principio, por aspectos culturales de mínima: un lenguaje y símbolos en común (bandera, himno, escarapela), una historia común, y en algunos casos, también una religión. En estos elementos, los nacionales se reconocen. “Nación” y “pueblo” son los fundamentos de la legitimidad democrática occidental.
“El principio de toda Soberanía reside esencialmente en la Nación”, decía el artículo 3 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. “La Constitución es la ley suprema del país, la ley fundamental de la nación”, reza el Prefacio de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Con “Nosotros, el Pueblo”, con P mayúscula, empieza la Constitución de este país (¿dirán “¡populismo!”, acaso, aquellos que no saben pronunciar en política palabra distinta de esa?). Gusten o no estos documentos, no puede negarse que sean casi fundacionales de nuestros sistemas políticos occidentales modernos.
La nación se concibió como la identidad cultural de un pueblo y, al mismo tiempo, como el sujeto y el objeto del poder del Estado. Allí donde esta identidad se conjugó con la vitalidad localista, el federalismo y un espíritu comunitario y asociativo vigoroso, la libertad resultó posible. Tocqueville dio sobrada cuenta de ello al analizar la democracia norteamericana. El patriotismo hoy puede definirse como la reivindicación de esa identidad que reclama soberanía, independencia, libertad.
La llamada “gobernanza global” es una forma política sin pueblo y sin nación, porque no existe tal cosa como el “pueblo global”. No hay identidad común, por mínima que fuera, capaz de configurar un sujeto semejante. Pero al mismo tiempo, la “gobernanza global” se trata de una política que se hace de todo el territorio existente: su soberanía no tiene límites geográficos. Lo que el globalismo pretende, por tanto, consiste en que nadie, ni siquiera aquellos que lo combaten, quede sin absorber bajo la amorfa masa del colectivismo más atroz jamás visto.
Porque todo colectivismo, en efecto, levanta fronteras que delimitan sus propias capacidades políticas: feminismo, clasismo, racismo y, en su sentido negativo, nacionalismo. Toda identidad colectiva siempre se ha configurado a partir de la necesidad de un otro antitético. Pero el globalismo es un todos total, sin referencia externa. Por definición, carece de fronteras y, por lo mismo, a todos engloba. Su mejor siervo es el hombre atomizado: su sujeto favorito, el “ciudadano del mundo” (ese que cree que sus fotos en Machu Picchu acreditan su ciudadanía global), felizmente entregado a que le gobiernen quienes no conoce ni puede controlar.
La contradicción política fundamental, que no incumbe ya a un partido o a un candidato, sino a la forma misma del gobierno, está planteada desde hace rato. La pandemia ahora la ha acelerado. Patriotismo o globalismo. Habrá que escoger un bando.
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