EL Rincón de Yanka: LIBRO "EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN": UNA HISTORIA DEL MUNDO DESDE 1914 💥 por JOSEP FONTANA

inicio














sábado, 22 de noviembre de 2025

LIBRO "EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN": UNA HISTORIA DEL MUNDO DESDE 1914 💥 por JOSEP FONTANA


EL SIGLO DE LA
REVOLUCIÓN

UNA HISTORIA
DEL MUNDO DESDE 1914

JOSEP FONTANA

El siglo de la revolución nos propone revisar la historia de los cien años que han transcurrido desde la revolución rusa de 1917 para descubrir hasta qué punto el miedo obsesivo a la revolución condicionó mucho de lo que sucedió en el mundo en este tiempo, con respuestas tan diversas como la del fascismo o la del «reformismo del miedo» que, asociado a la gran mentira de la «guerra fría», hizo posible en las décadas que siguieron a la Segunda guerra mundial el desarrollo del estado del bienestar y una larga etapa de paz social. Todo cambió hace unos cuarenta años, cuando la decadencia de la Unión Soviética y la crisis de los partidos comunistas acabaron con los viejos miedos, y comenzó la reconquista del poder por las clases dominantes que ha acabado llevándonos a la situación actual de estancamiento económico y desigualdad social. El siglo de la revolución es un libro que, a través de la historia de los últimos cien años, nos da las claves para entender el mundo en que vivimos.

INTRODUCCIÓN

Las luchas colectivas de las sociedades humanas han sido motivadas ante todo por la esperanza de acceder a dos objetivos estrechamente asociados: la libertad y la igualdad. Esto es, a la capacidad de vivir sin trabas que obstaculicen nuestro pleno desarrollo, y al derecho a participar equitativamente de los bienes naturales y de los frutos de nuestro trabajo. 

«Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad —escribían Karl Marx y Friedrich Engels en 1848— es una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta». 

La historia de la humanidad está, en efecto, llena de momentos de lucha por la libertad y la igualdad, de revueltas contra los opresores y de intentos de construir sociedades más justas, aplastados por los defensores del orden establecido, que han sostenido siempre, y siguen haciéndolo hoy, que la sujeción y la desigualdad son necesarias para asegurar la prosperidad colectiva, o incluso que forman parte del proyecto divino. 

Uno de esos intentos de transformación social, que se inició en Rusia en 1917, ha marcado la trayectoria de los cien años transcurridos desde entonces. La amenaza de subversión del orden establecido que implicaba el modelo revolucionario bolchevique determinó la evolución política de los demás, empeñados en combatirlo y, sobre todo, en impedir que su ejemplo se extendiera por el mundo. Fascismo y nazismo, por ejemplo, nacieron como respuestas a la amenaza comunista, proponiendo como alternativa modelos de revolución nacionalista que no pasaron de formulaciones retóricas.

Respuestas más positivas a esta misma amenaza fueron los avances conseguidos en muchos países por el movimiento obrero en alianza con la socialdemocracia. La culminación de esta dinámica se produjo después de la Segunda guerra mundial, cuando, tras la derrota del fascismo, los avances sociales del estado de bienestar cumplieron la función de servir como antídoto contra la penetración de las ideas del comunismo en las sociedades del mundo desarrollado. Fue así como se alcanzó aquella situación excepcional de los años que van de 1945 a 1975, cuando en los países desarrollados se registraron las mayores cotas de igualdad hasta entonces conocidas y se reforzó la ilusión de un mundo de progreso continuado en que los grandes objetivos sociales de los revolucionarios podrían alcanzarse pacíficamente por la vía de la negociación. 

A partir de los años setenta del siglo pasado, sin embargo, al tiempo que se hundía el poder soviético y que el comunismo dejaba de ser una amenaza interna para las sociedades «occidentales», esa trayectoria cambió para dar paso a la reconquista del poder por las clases dominantes y a una fase de retroceso social que culminó después de la crisis final del «sistema socialista» en 1989, saludada por los intelectuales al servicio del sistema con augurios de que el triunfo de la democracia liberal y de la economía de mercado iban a significar el inicio de una nueva era de progreso e igualdad. 

No ha sido así, de modo que hoy, a los veinticinco años de la disolución definitiva de la URSS, resulta evidente que no ha habido los avances anunciados, sino que, por el contrario, nos encontramos en una situación de estancamiento económico y ante el panorama de una desigualdad creciente que se traduce en un empobrecimiento general. 

Frente a las explicaciones de quienes sostienen que el estancamiento y las desigualdades actuales son el resultado inevitable de la evolución autónoma de las fuerzas económicas, obviando cualquier referencia a sus causas políticas, que impusieron un rígido marco neoliberal, acorde con sus intereses. me parece conveniente revisar la historia de este «siglo de la revolución» para tratar de entender las causas que nos han llevado a la situación actual. 

La tarea no es fácil, por cuanto los objetivos económicos, las formulaciones políticas y las legitimaciones ideológicas aparecen estrechamente asociados en la realidad. Tratar de mostrarlos por separado implicaría desnaturalizarlos, y traicionaría la complejidad de las motivaciones de sus protagonistas. Como la historia de estas luchas está integrada en el conjunto de la evolución política, económica y cultural, no hay más remedio que seguir su pista en un relato más o menos asociado. Es una tarea difícil, y muy expuesta a errores factuales, en los que no dudo que habré caído en más de una ocasión, pese al esfuerzo que he hecho por verificar los datos y contrastar las interpretaciones. Pero el interés del objetivo compensa este riesgo. 

He escogido como inicio 1914, cuando la Primera guerra mundial, conocida generalmente como la Gran guerra, dinamitó el viejo orden, y lo acabo en la proximidad de 2017, cuando se celebrará el primer centenario de una revolución que, con sus conquistas, sus errores y su fracaso final, sigue siendo un fantasma que atemoriza aún las noches de los poderosos. 

Mi intención ha sido recuperar la política, entendida como la acción colectiva de la «polis», como un factor histórico explicativo, para tratar de entender el mundo en que vivimos, a lo que se agrega la convicción de que tan sólo a partir de la política se puede aspirar a recuperar una dinámica que vuelva a hacer posibles los avances en la conquista de la libertad y la igualdad.


APÉNDICE 

UNA REFLEXIÓN SOBRE PROGRESO, CAMBIO Y DESIGUALDAD 

Mi generación se educó en la convicción de que la historia de la humanidad era el relato de un proceso ininterrumpido de progreso, de un crecimiento económico que iba asociado al avance de la sociedad hacia un mundo más libre y más igualitario. Pensábamos que los hombres habían pasado de una primera existencia como cazadores-recolectores a otra en que la invención de la agricultura les permitió acceder a un estadio superior. Era lo que Gordon Childe denominaba la «revolución neolítica», cuando aparecieron la aglomeración de la población en las ciudades, la diferenciación de las actividades (agricultores, artesanos, comerciantes, funcionarios, sacerdotes...), una concentración efectiva de poder económico y político, el uso de los símbolos convencionales de la escritura para registrar y transmitir la información, y de patrones también convencionales de pesos y medidas, de tiempo y de espacio que condujeron al nacimiento de la ciencia matemática. 

Después vino un largo período de fluctuaciones hasta que en el siglo XVIII la revolución industrial permitió aumentar considerablemente la capacidad productiva y multiplicó los bienes al alcance de los seres humanos. Un ascenso que pensábamos que iba a proseguir indefinidamente. 

En 1930, en plena crisis económica mundial, Keynes expresó su fe en el futuro en un escrito sobre Las posibilidades económicas de nuestros nietos, en que decía: «Pienso con ilusión en los días no muy lejanos del mayor cambio que nunca se haya producido en el entorno material de los seres humanos en su conjunto ... El nivel de vida en las naciones progresivas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy», en un mundo en que bastaría con trabajar tres horas al día, en semanas de quince horas, para asegurarse la subsistencia. A lo que añadía una dimensión de progreso ético: «cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los códigos morales». Poco a poco, al propio tiempo que el presente desmentía nuestras grandes esperanzas, descubríamos que la visión de la historia en que las habíamos fundamentado era falsa. 

Aprendimos, por ejemplo, que el ascenso de la manufactura y del comercio que se inició en Europa en el siglo XVI y que acabó conduciendo a la revolución industrial se había desarrollado bajo el signo de la disminución de los salarios reales de los trabajadores y de la exigencia de una intensificación del trabajo familiar destinado al mercado, en el marco de lo que De Vries definió como la «revolución industriosa», que condujo a la aparente paradoja de que los salarios reales disminuyeran en Europa entre 1500 y 1800, mientras que los inventarios domésticos mostraban un aumento del equipamiento de las familias. 

Los estudios de historia antropométrica, que relacionan la evolución de la estatura con la de los niveles de vida, confirmaron que hubo entre 1500 y 1800 evoluciones negativas, tanto en Inglaterra como en Holanda o en Estados Unidos. Como ha dicho Jan Luiten van Zanden, hubo «una relación inversa entre desarrollo y nivel de vida», que obliga a pensar que amplios sectores de la población de Europa no sacaron mucho provecho del progreso económico que se estaba produciendo. Esta evolución negativa de los niveles de vida se prolongó durante el desarrollo de la industrialización, al menos hasta mediados de siglo XIX, en la mayor parte de la Europa desarrollada. 

La vieja visión de un progreso ininterrumpido en el que el crecimiento habría beneficiado a todos, se transformaba así en la de un proceso que se habría fundamentado en la violencia y en la desigualdad. En 1954 Simon Kuznets trató de explicar esta evolución a partir de una pregunta: 
«¿La desigualdad en la distribución de los ingresos aumenta o disminuye en el curso del crecimiento económico de un país?».

Lo cual planteaba un problema tan fundamental como el de medir los costes sociales del crecimiento económico. Su respuesta, expresada en términos de lo que se llama la «curva de Kuznets», sostenía que la desigualdad había aumentado en una primera fase del crecimiento industrial, pero que empezó a disminuir en un determinado momento, entre el último cuarto del siglo XIX y la Primera guerra mundial, a partir del cual se inició un reparto más equitativo de los ingresos. 

En 1995 Van Zanden aplicó este mismo análisis a la historia económica de Europa desde fines del siglo XV, y la reinterpretó sosteniendo que hubo a lo largo de la Edad Moderna una asociación entre crecimiento y desigualdad, que se interrumpió en el último tercio del siglo XIX, entre 1870 y 1900, momento en que se inició una fase en la que «el crecimiento económico fue habitualmente acompañado de una disminución de la desigualdad. En consecuencia —añadía— se puede argumentar que hubo una supercurva de Kuznets que duró siglos, que se caracterizó por una desigualdad en aumento, hasta que en algún momento del último tercio del siglo XIX se produjo un cambio de tendencia y se inició la disminución de la desigualdad que caracterizaría el siglo XX». 

Posteriormente Lindert, Williamson y Branko Milanović extendieron esta exploración hacia el pasado, llevándola hasta la época del Imperio romano, aunque muchas de las especulaciones sobre la evolución de la desigualdad en el mundo preindustrial se basan en cálculos globales de muy dudosa fiabilidad. El progreso —entendido como la suma del crecimiento económico y de una mejora colectiva de los niveles de vida, como consecuencia de un reparto equitativo de sus beneficios— que habíamos desalojado de su papel de motor de la historia, reaparecía al menos en el siglo XX y nos devolvía la esperanza en el futuro. 

El problema es que este cambio, que se habría iniciado a fines del siglo XIX y que tuvo su etapa más vigorosa en los treinta años que siguieron al fin de la Segunda guerra mundial, terminó repentinamente hacia 1975, y no se ha recuperado en los últimos cuarenta años. Un cambio, éste de los años setenta, que Paul Krugman sostiene — refiriéndose a Estados Unidos, que fue donde se inició, antes de extenderse a todo el mundo desarrollado— que se debió a que «las normas e instituciones de la sociedad norteamericana han cambiado, por lo que o han favorecido o al menos han hecho posible un incremento radical de la desigualdad». 

Tomando como pretexto la necesidad de superar los efectos de la crisis del petróleo, se emprendió entonces la lucha contra los sindicatos, completada por una serie de acuerdos de libertad de comercio que permitieron a las empresas deslocalizar la producción a otros países e importar después sus productos, con el fin de debilitar la capacidad de los obreros locales de luchar por mejoras de las condiciones de trabajo y de los salarios. William I. 

Robinson lo interpreta también a partir de la respuesta de los intereses empresariales a la crisis de los años setenta. Una clase capitalista transnacional que emergía en aquellos momentos optó por reconstruir su poder rompiendo con los obstáculos que el estado-nación y las demandas de las clases populares de sus países oponían a la acumulación. 

Crearon entonces lo que se conoce como «el consenso de Washington»: 
un acuerdo para una reestructuración económica mundial como base de un nuevo orden corporativo transnacional, y pasaron a la ofensiva en su guerra contra las clases populares y trabajadoras. 

La crisis de 2007-2008 empeoró aún esta evolución en todos los sentidos. Pero el problema más grave al que nos enfrentamos hoy es el de explicar por qué, una vez pasada la crisis, prosigue cada vez con más fuerza esta dinámica de aumento de la desigualdad que conlleva el empobrecimiento de la mayoría. Una serie de economistas han pretendido reemplazar el relato histórico de este proceso por modelos explicativos que se basan exclusivamente en la evolución de la economía.[1] 

Tal es el caso de Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI, donde niega que haya habido en el siglo XX una dinámica que haya favorecido el aumento de la igualdad. La desigualdad es un rasgo permanente de la historia humana. «En todas las sociedades y en todas las épocas la mitad de la población más pobre en patrimonio no posee casi nada (generalmente en torno a un 5 % del patrimonio total), la décima parte superior de la jerarquía de los patrimonios posee una clara mayoría del total (generalmente más de un 60 % del patrimonio total, y en ocasiones hasta un 90 %), y la población comprendida entre estos dos grupos ... tiene una parte entre el 5 % y el 35 %». 

Este planteamiento, que reduce la ilusión de progreso de los años felices entre 1945 y 1975, cuando parecía que las cosas estaban cambiando, a una simple consecuencia del «caos del período entre las dos guerras» y de «las fuertes tensiones sociales que lo caracterizaron», liquida la historia del progreso y devuelve una cierta estabilidad, o más bien un cierto estancamiento, al curso de la historia. 

Uno de los rasgos que sorprenden más en el libro de Piketty es la ausencia de referencias a la política en su interpretación de lo ocurrido en el siglo XX, hasta el punto de que la palabra «sindicatos» aparece una sola vez, en la página 491 de su libro. 
¿Se puede interpretar la evolución a largo plazo de los salarios y de las condiciones de trabajo prescindiendo de la actuación de los sindicatos?[2] 

James K. Galbraith le replicó que la evidencia sugería, por el contrario, que lo que había sucedido era que «el aumento de la desigualdad es la consecuencia de momentos particulares en la historia del capitalismo financiero, cuando fuertes presiones a nivel continental o global se impusieron a las defensas institucionales que la sociedad procura erigir para proveer protecciones estabilizadoras contra los males de la desigualdad extrema». 

Partiendo de sus estudios sobre la evolución de la desigualdad, Branko Milanović ha utilizado el concepto de «ondas o ciclos de Kuznets» para interpretar la evolución global de la desigualdad a lo largo de la historia, que acaba así reducida a una secuencia de ciclos, reflejados en una sugerente serie de curvas sobre la evolución de la desigualdad en el Imperio romano entre el año 14 y el 700 de la era cristiana o en España entre 1326 y 1842 (basada en la relación entre la renta de la tierra y los salarios), que pueden servir de base para sus teorizaciones, pero que tienen el inconveniente de carecer por completo de valor histórico.[3] 

Así llegamos al presente, interpretado por Milanović como una «segunda onda de Kuznets» en que el crecimiento actual de la desigualdad se explica como resultado de la segunda revolución tecnológica (basada fundamentalmente en la tecnología de la información) y de la globalización, en una interpretación adornada con todos los tópicos del neoliberalismo (la imposibilidad de aumentar los impuestos por la movilidad del capital, etc.). 

Tras lo cual llegamos a las previsiones de futuro, que son de una extrema vaguedad y se limitan a poco más que a afirmar que en los próximos veinte años la desigualdad puede reducirse a lo sumo en una «decimoquinta parte» y que las ganancias de este proceso no se distribuirán uniformemente. La misma gráfica española, de 1350 a 1850, la usa Milanović en un artículo publicado en Nature en septiembre de 2016, que concluye previniendo contra las fuerzas malignas de las políticas populistas-nacionalistas con las que, tanto en el «Occidente rico» como en Rusia, Turquía y China, se intenta aplacar a los descontentos. 

La moral del artículo, y de la obra entera de Milanović, se expresa en el título mismo del artículo, «La desigualdad de los ingresos es cíclica», que se amplía en un subtítulo: «Las alzas y caídas periódicas en la disparidad entre pobres y ricos a lo largo de siglos indican que la desigualdad no crecerá por siempre». Lo cual es, evidentemente, una incitación a la paciencia y a la inacción, mientras millones de niños siguen muriendo en el mundo a causa de una alimentación insuficiente. 

Casi al mismo tiempo en que aparecía el libro de Milanović, Lindert y Williamson, que habían colaborado con él en los estudios sobre la desigualdad en la historia, publicaban un estudio sobre el crecimiento y la desigualdad en Estados Unidos desde 1700 hasta la actualidad, más sólido que el de Milanović en cuanto se refiere a su base estadística, y con una conclusión razonable que sostiene que «los movimientos de la desigualdad no derivan de ninguna ley fundamental del desarrollo capitalista» y que si hay algún punto de apoyo para mover la desigualdad, éste debe ser político. 

Una nueva interpretación, más limitada aún a la economía que las anteriores, la aportó Robert J. Gordon con su libro, The rise and fall of American growth. The U.S. standard of living since the civil war. Gordon había avanzado ya en 2012 interpretaciones en que anunciaba el fin del crecimiento y denunciaba el efecto negativo de los «vientos en contra» (headwinds), que eran entonces seis y han quedado con el tiempo reducidos a cuatro. 

Las conclusiones que los críticos deducían de estos trabajos eran que Gordon sostenía que la era del progreso continuo se había acabado y que no había que esperar nuevas revoluciones industriales. En el libro de 2016 el análisis de Gordon se limita a considerar la evolución de los niveles de vida —un tema al que hay que reconocer que hace interesantes aportaciones— en Estados Unidos de 1870 a 2014. 

El factor esencial del progreso habría sido la tecnología, en el transcurso de tres revoluciones industriales, la tercera de las cuales, la digital, desarrollada entre 1996 y 2004, habría sido de escasos efectos, lo que explicaría que la década de 2004 a 2014 fuese la de más lento crecimiento de la productividad de la historia norteamericana. Todo lo cual le conduce a predecir un futuro de estancamiento en que en los próximos veinticinco años el crecimiento del nivel de vida no va a pasar del 0,3 %.

A todo eso se agrega la consideración de estos «vientos en contra» que obstaculizan el progreso, que son una débil demografía, el aumento de la desigualdad, las deficiencias de la educación y la carga creciente de la deuda del estado. Aunque tampoco se debe tomar esto demasiado en serio, puesto que su última conclusión es que «las fuentes del lento crecimiento de la productividad, el aumento de la desigualdad y la disminución de las horas de trabajo por persona residen en causas fundamentales que serían difíciles de compensar». 

La conclusión es que aplicar todas las medidas que se proponen para contrarrestar los efectos de los «vientos en contra» no serviría para mejorar el ingreso por persona más allá de unas pocas décimas por encima del 0,3 % previsto. Pudiera pensarse que un análisis tan limitado en su alcance reduciría su influencia al campo de los debates en torno a las medidas del crecimiento económico y del nivel de vida. Lejos de ello, una amplia reseña publicada en la New York Review of Books por William D. Nordhaus, profesor de economía de la Universidad de Yale, lleva el título de «Why growth will fall» («Por qué caerá el crecimiento»). 

Se trata, en suma, de una aportación más a la doctrina que sostiene que la combinación de estancamiento y desigualdad en que estamos inmersos la han causado factores económicos inevitables y que no hay forma de oponerse eficazmente a ellos. Como había escrito Martin Wolf en el Financial Times, en una reseña a un trabajo anterior de Gordon: «Acostumbraos a eso. No cambiará».[4]

_______________________________

[1] Aunque puede resultar peor cuando la historia se maneja con la superficialidad con que lo hace Angus Deaton, Premio Nobel de Economía de 2015, en The great escape. Health, wealth, and the origins of inequality, Princeton, Princeton University Press, 2013.
[2] El mismo Piketty reaccionó ante las críticas, aceptando considerar un factor que no aparecía en su libro. En una entrevista de la primavera de 2015 decía: «Pienso que el poder de la negociación es muy importante para determinar las participaciones relativas del capital y del trabajo en el ingreso nacional». Pero las grandes líneas de su interpretación se mantienen sin cambios.
[3] Tal es el caso de la gráfica de la página 60, que pretende mostrar la evolución de la desigualdad en España entre 1326 y 1842, a partir de la relación entre la renta de la tierra y el salario. En la península ibérica del siglo XIV, con reinos cristianos de características económicas muy diversas y una presencia todavía importante del islam en el sur, no hay forma de establecer cifras unitarias de renta de la tierra y de salarios que tengan un valor representativo global. Y algo parecido valdría, en líneas generales, para todo el período hasta 1842. Este caso, como el de Angus Deaton en otra escala, ilustran el problema de la ciencia económica actual, habituada, como señala Peter Radford, a examinar con métodos matemáticos problemas de un ámbito lo suficientemente reducido como para poder operar con las restricciones a que se ve obligada, pero que descarrila cuando ha de enfrentarse a problemas de mayor amplitud, incapaz de tomar en cuenta la complejidad del mundo real.
[4] Krugman fue más cauto en su reseña, dudando del pesimismo de Gordon con un «Quizá el futuro no es lo que acostumbraba a ser».


Fontana, Josep. El siglo de la Revolución. Una historia del mundo desde 1914 (1).pdf by Liz Cuapio