HOMO POPULUS
EL PUEBLO COMO
SUJETO POLÍTICO
Homo populus: El pueblo como sujeto político. El pueblo contiene la esencia de la sociedad moderna. Sobre este concepto reposa el sentido constitutivo de la comunidad política. Todos se refieren al pueblo como sustancia y propósito del bien común. Sin embargo, ¿en qué momento el pueblo levanta su voz y se hace presente como fuerza vinculante en las decisiones de lo público? Existe una lógica de administración en representación de este concepto. Este trabajo realiza un recorrido por la tradición occidental y revisa, mediante análisis y alegorías, la tensión que existe entre gobierno y pueblo, o lo que se puede traducir como el antagonismo entre hegemonía y subalternidad. También señala caminos y momentos en los que la agenda popular se hizo presente para revelar que existen fórmulas para el ejercicio directo de la democracia popular.
Luis Berrizbeitia
"Homo Populus" es un libro de Luis Berrizbeitia que ofrece una crítica al concepto de "pueblo" como sujeto político, explorando la tensión entre gobierno y pueblo, hegemonía y subalternidad. La obra analiza la historia de Occidente para entender cómo el pueblo se manifiesta como fuerza vinculante en las decisiones públicas y propone caminos para el ejercicio directo de la democracia popular.
Puntos clave de la crítica en "Homo Populus"
El pueblo como sujeto político:
El libro parte de la idea de que el pueblo es la esencia de la sociedad moderna y el propósito del bien común, pero critica la forma en que este concepto ha sido administrado por otros, generando una tensión constante.
Tensión entre gobierno y pueblo:
Se analiza el antagonismo entre quienes administran el poder (gobierno) y el pueblo, y cómo esta relación determina la hegemonía y la subalternidad.
Análisis a través de la cultura:
Berrizbeitia utiliza obras literarias, cinematográficas e incluso publicitarias para sustentar su análisis crítico de eventos políticos occidentales, lo que le otorga un método "muy original", según comentan.
Búsqueda de protagonismo popular:
El libro busca visibilizar la necesidad del pueblo de reclamar identidad, protagonismo y poder, invitando a repensar el papel del pueblo como protagonista de la historia.
Propuestas para la democracia directa:
A pesar de la crítica, la obra también señala caminos y momentos en los que la agenda popular se ha hecho presente, revelando la existencia de fórmulas para el ejercicio directo de la democracia popular.
PRESENTACIÓN
Pueblo. ¡Vaya concepto tan útil, tan utilizado, tan falsamente venerado!; podríamos agregar, con crudeza: ¡vaya concepto tan manoseado! ¿Por quiénes? Por las clases dominantes de turno, desde las monarquías absolutas, hasta las democracias liberales, (SOBRE TODO POR LOS GOBIERNOS PARTIDOCRÁTICOS, SOCIALISTAS Y COMUNISTAS CASTROCHAVISTAS) todas han echado mano a la categoría pueblo para mantener intactos sus privilegios, manipulando a las mayorías. Todas las modalidades de gobierno de los pocos, le temen al pueblo, les aterroriza; como aquel fantasma de 1848, que recorre el mundo, amenazando con abrir las compuertas de la incorporación de los muchos al ejercicio del poder.
La participación de las mayorías en los asuntos públicos, en la redistribución justa de la riqueza de las naciones y en la toma de decisiones estratégicas es lo último que los grupúsculos gobernantes y los actores de su ecosistema de exclusión inducida admitirían. Todas lo vociferan como el deber ser teórico de las sociedades políticas modernas; pero, en la práctica, se convierte, lo convierten, en el «imposible ser».
Luis Berrizbeitia nos entrega esta obra poco convencional, a partir de un estilo de escritura tan particular que nos permite ahondar en los más complejos e inevitables litigios políticos por el poder, desde perspectivas comprensibles, frescas, amenas y hasta entretenidas. La filosofía política no es de fácil comprensión para quienes no se han adentrado en ella por interés propio. Sin embargo, el autor va haciendo recorridos inesperados por grandes obras literarias, cinematográficas, y hasta piezas publicitarias, que sustentan su análisis crítico sobre los hechos y procesos políticos más destacados en el mundo occidental y sus hegemonías, desde la Grecia antigua hasta los experimentos de distribución del poder alternativos para las mayorías de principios del siglo XX.
Leer Homo populus es como entrar en una máquina del tiempo, que nos hace viajar al pasado lejano —a partir de recursos artísticos del pasado cercano, casi del presente— apuntando hacia el futuro. ¿Es el pueblo una suma de individualidades? ¿Puede el individuo desentenderse del colectivo? ¿Es, en realidad, el pueblo el depositario de las soberanías nacionales en la modernidad?: ¿lo fue alguna vez?; ¿lo será? ¿Es el pueblo hoy lo que fue Dios a las monarquías absolutas?
Entender al pueblo como sujeto político, como fuerza originaria y determinante del devenir de la historia, ¿se compadece con el utilitarismo con que las clases dominantes han utilizado retóricamente esta categoría, tan pura y humana, para mantener sus prebendas y espacios incontrovertibles de dominación perpetua? Berrizbeitia va asomando respuestas a interrogantes como los anteriores, manteniendo siempre un respeto profundo, una admiración sustantiva, al pueblo como fuerza protagónica que insurge para desafiar al poder hegemónico, cuando las condiciones y circunstancias lo hacen inevitable. Pero ¿en qué momento este pueblo disruptivo se asume a sí mismo como pueblo y, a su vez, aquellos grupúsculos gobernantes lo identifican como tal? ¿Cuándo ceden ante el sujeto histórico subyacente que viene por sus fueros, aquellos que ellos le han negado sistemáticamente, para partir la historia, una y otra vez?
Las reflexiones y los paisajes históricos que nos va dibujando el autor fluyen inevitablemente hacia la necesidad de crear los canales para que el pueblo sea sujeto protagónico y transmute de la subalternidad, a la que siempre termina siendo condenado, para ejercer el poder real, el que libera, el que iguala, el que puede; el que construye y purifica al ser humano como homo populus, hombre y mujer pueblo, cuyo único privilegio será concebirse únicamente desde y como pueblo. Quizás la brújula que nos permite navegar esta obra, con rumbo inalterado, parte del análisis que hace Berrizbeitia sobre la conexión que establece Walter Benjamin entre todos los instantes transformativos que el pueblo ha empujado y protagonizado a lo largo de la historia: El instante de peligro benjaminiano abarca todos los momentos de disrupción del relato dominante en la historia.
Es la ladera nevada que lleva consigo, más allá de la impronta de la tradición como continuidad de los intereses de clase hegemónicos, todos los momentos en que estos han sido vulnerados por la subalternidad. Dentro de la historia de las ideas dominantes, subsiste la resistencia sistemática y la voluntad de un contingente político subalterno que busca irrumpir con su cualidad beligerante dentro del debate social. Llevarnos a entender que no se trata de acontecimientos inconexos, que la resistencia hegemónica a estos no es azarosa, que toda esa serie de momentos relampagueantes se concatenan y retroalimentan entre sí, sin reparar en distancias espaciales y temporales, es tal vez uno de los más poderosos aportes de esta obra.
¿Por qué la fiereza de las clases dominantes para contener la justeza de los cambios forjados desde las bases y los sufrires populares? Apelando a las tesis de Jacques Rancière, que nos presenta el autor, se puede establecer qué clases dominantes se empeñan en garantizar que la mayoría esté predestinada a mantenerse como «la parte, que no tiene parte» y cómo, una y otra vez, esa parte reclamará su parte; y, una y otra vez, se desatarán los consecuentes procesos de litigio y confrontación. La lucha de clases que todo lo determina, dirían Marx y Engels: la dialéctica que todo lo explica.
Luis Berrizbeitia nos lleva por los caminos tortuosos de la acumulación originaria del capital, en los que la sociedad moderna ya no solo dejó a las mayorías sin parte alguna, sino que se dedicó a dejarlas sin vida alguna. La explotación en su modalidad más inhumana, la esclavitud, el dolor y la sangre que moldearon esa modernidad colonial impresentable. La institución religiosa como validadora de masacres y coronas ficticias, aunque de su seno también surgieran las críticas más punzantes a los excesos inhumanos y antidivinos de sus ejecutores. Entenderemos también cómo se imponen la repetición de patrones y valores hegemónicos en los nuevos actores que irrumpen y terminan abonando el mismo suelo de la dominación perenne, en nombre de las mayorías.
Luis nos lleva también a través de la concepción y los conflictos de clase durante el Romanticismo, aquella Revolución francesa frustrada por sus herederos restauradores. Las mediaciones y moderaciones de un Jean Valjean, leal con los principios de su clase, pero atado a los avatares dislocados de la burguesía. Los intentos de restauración monárquica, interrumpidos por los intentos de instauración de repúblicas liberales, que marginaron, por igual, a las mayorías, al pueblo, hasta que estalló el más noble proyecto popular en tiempos de la modernidad, en el seno mismo de Occidente: la Comuna de París.
Dos meses en los que las partes excluidas se hicieron de la parte que siempre les correspondió: la gran parte se apoderó de su parte, con el visto bueno de sus miembros. Precisamente, por ello, aquel experimento, aquel injerto de igualdad, democracia y justicia, fue aplastado y liquidado a sangre y fuego —sin piedad—, por monárquicos, republicanos y extranjeros, coaligados para evitar que semejante suceso se repitiera en sus dominios. Porque, así como todos los momentos insurgentes y transformativos se conectan y alimentan entre sí, también lo hacen las fuerzas que se resisten a que ocurran o, si ocurren, a que triunfen. Todas las clases dominantes en la historia occidental han dialogado entre ellas, han aprendido entre ellas, se han perfeccionado entre ellas —incluso si entre ellas mediaran guerras y agresiones—.
Los que sí tienen parte en todas las sociedades estudiadas por el autor, tienen, a su vez, la conciencia de clase suficiente para frenar a quienes buscan obtener, en justicia, su parte, encuéntrense donde se encuentren. Las aproximaciones de Hegel a aquellas transformaciones inconscientes e indoloras chocan con las explicaciones de Carlos Marx y Federico Engels. La confrontación entre los incluidos y los excluidos va delineando inexorablemente los caminos de la historia. Solo anulando la opresión podrán los pueblos optar por la libertad y la igualdad, preservando y expandiendo, incluso, su parte, en colectivo.
Fue Simón Bolívar, antes de hacerse gigante en los campos de batalla, quien nos llamaba a resolver el problema del hombre en libertad, la misteriosa incógnita que habría de despejarse en el Nuevo Mundo. Un nuevo mundo que terminó no dependiendo de la geografía, sino de la capacidad de los pueblos para insurgir y darse nuevas formas de gobierno. La facultad de los pueblos de entenderse como pueblos y ejercer el poder, su poder, desde la única legitimidad posible, la del propio PUEBLO. La Comuna de París, los soviets en la URSS y tantos otros experimentos pasados y presentes que procuran redistribuir el poder con equidad y cerrarle el paso a la dominación de las minorías para siempre, son parte también de esta aleccionadora lectura que nos regala Luis Berrizbeitia.
¿Dejará el pueblo de ser la categoría y el concepto que se usa como pretexto? ¿Dejará de ser muletilla en los discursos preconcebidos de los gobernantes? ¿Logrará el pueblo, como nos dice Paulo Freire, liberar incluso a sus opresores en el proceso de liberación? ¿Es posible extinguir el litigio subyacente que ha estructurado y determinado el mundo entre las clases dominantes que se alternan el poder, entre sus propios miembros (generando conflictos controlables), y las clases subalternas, a las que se les niega el acceso al poder que les corresponde y que solamente se alternan en sus roles de oprimidos y explotados (pero que, al reclamar su espacio, mueven los cimientos de los sistemas de dominación imperantes)?
El caraqueño CHAVISTA Luis Berrizbeitia asoma este como el primero de tres tomos, cuyo texto habrá de ser sucedido por el análisis de las disputas por el poder y la igualdad en nuestra América, desde nuestra perspectiva originaria y original, enfrentando la visión colonial, para culminar en las experiencias y alternativas del gobierno comunal en la Venezuela del siglo XXI, en la que el momento transformativo se ha asumido desde las bases populares y desde el propio Estado, con el fin de aportar en la fórmula definitiva hacia la liberación (¿?) (REPRESIÓN Y AL LIBERTICIDIO). La democracia real está aún por comprobarse y se hará. Apelando, como lo hace el autor, a la cultura cinematográfica, esta zaga, necesaria, continuará.
PRÓLOGO
La categoría pueblo, el propio nombre, la propia palabra «pueblo» tiene en la historia de las ideas políticas que llega hasta nosotros un lugar de particular relevancia. No hay política, en ningún sentido, en que la palabra adquiera un valor propio o contundente sin una referencia al pueblo: a su identidad; a sus intereses; a su bienestar; al modo en que todo el tiempo se modifica y se trastoca; a las formas en las que, en medio de sus conflictos y de sus diferencias, va construyendo colectivamente una voz común; a las maneras en que se las arregla para volverse un fundamento de la legitimidad de los poderes que se ejercen en su nombre y también a los modos en los que, con mucha frecuencia, esos poderes se las arreglan para mantener a raya la efectiva intervención de este en los asuntos públicos.
Los antiguos griegos lo llamaban demos, y derivaba de esa auspiciosa palabra otra que seguimos usando en nuestros días, tan distintos y distantes: la palabra democracia, que a los filósofos de aquella antigua Grecia —cuyos textos llegan hasta nosotros— no les gustaba nada, porque nombraba un tipo de gobierno que, so pretexto de ser el de la totalidad de los ciudadanos, corría el riesgo de ser, en la práctica, el gobierno de los pobres, los cuales, por todas partes, eran la mayoría y contaban, por lo tanto, con mayor cantidad de votos en las asambleas; además, porque el principio mismo de la soberanía popular exigía que no existiera ningún poder (ni el de la Constitución ni el de las leyes ni el de las costumbres) superior a él o que pudiera limitarlo, lo que volvía a la democracia —como han mostrado los notables trabajos de Julián Gallego— un sinónimo (o cuanto menos una segura antesala) de la anarquía.
Es claro que, a diferencia de los antiguos griegos, a nosotros la palabra democracia sí nos gusta: se ha vuelto una palabra «buena», e incluso casi obligatoria en nuestro lenguaje político contemporáneo, pero eso solo ha sido posible sobre la base de la introducción, en ese mismo lenguaje, de la noción típicamente moderna de representación. Los ciudadanos no deliberan ni gobiernan —escribieron y argumentaron Hamilton, Madison y Jay— sino por medio de sus representantes.
Esa noción tan sencilla y —si apenas se piensa un poco en ella— tan anti-democrática permitió que el pueblo siguiera funcionando en nuestros sistemas políticos actuales como fundamento último de la legitimidad de los poderes instituidos, al mismo tiempo que todo un conjunto de dispositivos asociados a esa idea de la representación lo mantienen alejado de cualquier forma efectiva de participación en ellos. Por supuesto, esta idea de democracia no puede satisfacernos y no nos satisface. Es por eso que, a lo largo del tiempo, le hemos ido añadiendo —a lo que estamos dispuestos a nombrar con esa palabra, por encima de este «piso mínimo» de reconocimiento de la soberanía popular y de funcionamiento de las instituciones representativas— una serie de otras exigencias, o la exigencia de la garantía de otras posibilidades (de otras libertades, de otros derechos) para ese pueblo en el que, a lo largo de todos estos siglos de historia de las ideas y de las instituciones políticas, no hemos dejado de pensar.
Pero también es cierto —como es inevitable reconocer a esta altura de nuestro argumento— que no sabemos bien cómo definirla, toda vez que una de las virtudes de la palabra, pero también de sus problemas, es lo esquivo o lo incierto de su significado. No está claro, en efecto, lo que «pueblo» significa, porque lo que esa palabra entraña varía mucho según el modo en el que la usemos.
Es en este punto que se inscribe y que adquiere todo su interés la ambiciosa investigación cuyos resultados nos entrega acá Luis Berrizbeitia, quien sabe suficientemente claro que no es fácil postular para la palabra pueblo un referente exterior que hubiera estado a lo largo del tiempo a la espera de esa etiqueta para poder reconocerse en ella una «sustancia» —como suele decirse hoy, en general, para condenar al que tuviera la ocurrencia de pensar que algo como eso pueda tener algún lugar en una discusión ilustrada, «posmetafísica», libre de mitos, supersticiones y fundamentalismos sobre la política— que esa prestigiosa palabra hubiera llegado apenas para designar. Todos hemos leído —y Berrizbeitia también— el argumento del buen Edmund Morgan sobre el modo en que esa palabra —y los discursos en los que, a partir del siglo XVII, vino a articularse en las naciones europeas— construye —incluso, inventa— mucho más que lo que designa a ese sujeto colectivo de cuya historia aquí se trata.
Un concepto que, en determinado momento de la vida política de esas naciones europeas, habría venido a reemplazar al mismo Dios —tal como la interesante hipótesis de Morgan—como fuente de legitimidad de unos representantes que debían empezar a pensarse a sí mismos y a ser pensados como interpretando la voluntad de alguna cosa más tangible y menos problemática que la f igura cuya representación venían usufructuando desde hacía ya unos cuantos siglos. Se ven bien, entonces, dos cosas fundamentales.
Una: que la representación no es una función derivada, sino, por el contrario, el principio mismo de la configuración de aquello que solo a través de ella aparece como el fundamento de la legitimidad de un cierto orden y del poder de quienes lo rigen.
Y la otra: que, en las narrativas políticas dominantes en la modernidad filosófico-política, sí «permanece» —para usar el verbo que en su momento empleó Claude Lefort al hablar sobre la Historia de la Revolución francesa de Michelet— un fondo «teológico-político» por debajo de su declarado laicismo de superficie. Hace muy bien Berrizbeitia en no olvidarlo.
Por cierto, no deja de oírse un eco de ese «invencionismo» en los escritos sobre la cuestión del populismo de Ernesto Laclau, quien incorporaba a este esquema que acabamos de recordar la idea, de matriz estructuralista y específicamente althusseriana, de una «interpelación» de los sujetos —que solo se convierten en tales sujetos cuando se reconocen en esa interpelación— por el discurso o por los discursos que los nombran y que, nombrándolos y obteniendo de ellos ese reconocimiento, los constituyen colectivamente como pueblo. Por supuesto, como esos discursos son muchos, diferentes y, a veces incluso, contrapuestos, la idea de pueblo no hace más que vacilar y desplazarse, no pudiendo nunca descansar sobre una base sociológica verdadera y cierta, porque, como nos muestra aquí Berrizbeitia, cuando hablamos de pueblo no estamos hablando (solamente) de sociología, sino (también) de otra cosa: de política, que en los últimos y, sobre todo, en el último libro de Laclau se con-funde casi con la retórica.
Por supuesto, no se trata de extremar este argumento hasta el punto de hacerle perder a ese sujeto, en nombre del reconocimiento de la fuerza de los discursos y de las interpelaciones, toda historicidad. Si ese sujeto es sujeto es porque está, claro, sujetado a un discurso o a una serie de discursos que de más de un modo lo «inventan» y lo constituyen, pero también porque es sub-jectum: porque es el fondo que subyace a las diversas expresiones, lingüísticas, culturales y políticas, en las que lo reconocemos y en las que él mismo también se reconoce (pueblo en sí y para sí, dice Berrizbeitia) y que le permiten a él mismo, entonces, reconocerse también en aquellos discursos que lo nombran, «desde fuera» —digamos— de sí mismo, como pueblo.
Me tienta escribir aquí la palabra sedimentación, que nos permite nombrar eso que va quedando de la acumulación de una cantidad de prácticas y también de interpelaciones que, a lo largo del tiempo, han ido estructurando al sujeto colectivo al que llamamos pueblo. Entre esas diversas interpelaciones ocupan un lugar fundamental en nuestras teorías sobre el pueblo, y también, desde luego, en el recorrido que propone aquí Berrizbeitia, las que despliega ese personaje fundamental en la discusión contemporánea sobre el populismo o sobre los populismos (de izquierda y de derecha, democráticos y autoritarios, republicanos y antirrepublicanos: sobre todo esto hay también mucho conversado y para conversar), que es el líder. Se abre aquí un gran tema, sobre el que Berrizbeitia nos deja unas cuantas pinceladas del más alto interés.
El líder es o puede o suele ser un factor clave en la configuración de un pueblo, y es mucho todavía, sobre todo en nuestra región —tan rica en experiencias de repúblicas democráticas populares con liderazgos fuertes—, lo que tenemos que pensar acerca de esto. De los tipos de líderes del pueblo y de los tipos de relación entre esos líderes y ese pueblo.
Se abre aquí un rico campo de investigaciones. Ellas deberían incluir la distinción entre los líderes que sostienen su liderazgo sobre el subrayado de una excepcionalidad que los distingue y los separa de un pueblo que generalmente (pero esto no tiene por qué ser una buena noticia desde una perspectiva republicana y democrática) los adora, y aquellos que lo hacen sobre la base de su capacidad para configurar ámbitos amplios de participación popular (deliberativa y activa, como le gusta decir a Carole Pateman) en los asuntos públicos: para dialogar con un pueblo de iguales (y de iguales, en primer lugar, a él mismo o a ella misma), en lugar de mantenerlo a una distancia necesariamente muy odiosa; entre los que entienden la democracia como un gobierno para el pueblo y los que la piensan como un gobierno de ese pueblo que, en determinado momento, puede contar con ellos para librar algunas de sus batallas. Pero no es este el lugar para avanzar en esta discusión ni en ninguna de las otras que quedan apenas apuntadas.
Estas palabras preliminares deben terminar, acá, destacando la importancia del libro que el lector o la lectora tiene entre sus manos y la necesidad de profundizar en los debates que Luis Berrizbeitia, con erudición y sensibilidad, deja aquí planteados: el de la relación entre «pueblo» y «clase», o «clases»; el de la necesaria articulación entre las teorías que mejor han pensado al uno y a las otras.
El autor de este trabajo deberá convocar en su auxilio, en ulteriores pasos del gran camino investigativo que ha iniciado, lo mucho y muy bueno que sobre esos asuntos se ha producido a lo largo del tiempo en nuestra región, a cuyo pensamiento político este libro provee hoy un aporte especialmente relevante.
Eduardo Rinesi, 2025
VER+:
Homo Populus Luis Berrizbeitia WEB by Jeffrey Pino


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