EL Rincón de Yanka: "EL ÚLTIMO AMANECER POSIBLE EN VENEZUELA" 😭 por XAVIER PADILLA

inicio














martes, 25 de noviembre de 2025

"EL ÚLTIMO AMANECER POSIBLE EN VENEZUELA" 😭 por XAVIER PADILLA

EL ÚLTIMO AMANECER POSIBLE

Veinticinco años en un país sin alternancia. La infancia sucede a la luz de una vela. La casa huele a querosén, la nevera se apaga como un animal cansado, los juguetes se alumbran con linternas de pilas que se gastan rápido. El techo suena a gota cuando arrecia la lluvia y no hay planta eléctrica que encienda la casa. La electricidad se convierte en promesa incumplida. El barrio aprende a escuchar el timbre del transformador cuando estalla y el silencio posterior se acepta con resignación. La gente celebra con murmullos el regreso de la luz, aunque sepa que será breve.
El agua sube por las tuberías a horas inhumanas. La familia despierta a las tres de la mañana, los tobos se alinean como soldados, los niños se turnan para sostener botellas bajo el chorro débil. En algunos edificios se organizan silbatos para avisar a los vecinos. Quien se queda dormido amanece sin agua en toda la semana. El sonido del goteo establece la cadencia de la casa. La madre riega una sábila con un vasito medidor y repite que cura. El desvelo se acepta con disciplina y un dejo de resignación.

La vida ocurre en colas. Pan al alba, gasolina que serpentea por kilómetros, gas por cilindros con listas escritas a mano, cajas de alimentos que llegan con retraso. La gente aprende a leer la paciencia en los hombros ajenos. En la estación, un guardia reparte números con solemnidad de sorteo.
La fila se vuelve paisaje. Algunos venden café, otros juegan dominó sobre cajones vacíos, alguien reza, alguien repite que hoy sí.

El «Carnet de la Patria» reposa en la cartera como un salvoconducto obligatorio. Se muestra sin orgullo. La luz del lector da permiso o niega. Un muchacho recibe la bolsa con dos latas y harina, con la mirada clavada en el piso. La bolsa llega con retraso, vigilada por funcionarios que toman fotos de la fila. En la cocina, la mesa se convierte en mesa de inventario. El arroz se cuenta como si fuese oro. La comida huele a trámite.

Las paredes hablan con pintura. Rostros repetidos de Chávez, afiches de Maduro con consignas trazadas a brochazos, vallas que prometen victorias sin fecha. El poste de luz sostiene cables y slogans. Cada pared parece boleta electoral nunca firmada. La propaganda funciona como clima. El espacio público permanece secuestrado por un solo lenguaje.

En el barrio, el rugido de motos negras administra el miedo. Colectivos que giran en doble fila, cascos cerrados, miradas que no necesitan palabras. El sonido vacía una calle en segundos. Una mujer recoge la ropa del tendal sin levantar la vista. Un viejo baja la santamaría con gesto preciso. Las ventanas aprenden a parecer deshabitadas. El silencio se vuelve norma.

La represión tiene rituales nocturnos. Una camioneta sin placas se detiene frente a un edificio, cuatro encapuchados tocan una puerta, dos hombres salen esposados. La escalera queda con olor a caucho caliente. Los vecinos cuentan los peldaños en susurros. La familia inicia una ronda por comisarías y cuarteles. En un mostrador de fórmica reciben respuestas vagas, papeles sin firma. La palabra paradero se vuelve hueco. A veces hay regreso con un cuerpo flaco y mirada metida hacia adentro. A veces hay ausencia que se instala como mueble.

En la ciudad corren historias de casas discretas. Fachadas comunes, cortinas corridas, vecinos que saludan con prudencia. Quien entra allí pasa días sin reloj. Quien sale cuenta la bolsa plástica apretada sobre la cara, la asfixia en oleadas, el perro ladrando a centímetros de la piel, la silla metálica, los insultos repetidos hasta volverse clima, la desnudez como humillación, la amenaza contra la familia como herramienta de quebranto. La memoria guarda esos relatos con respeto áspero.

Las cárceles oficiales reciben con golpes de bienvenida.
Celdas húmedas, olores viejos, pasillos sin ventilación. Hombres amarrados a sillas durante días. Mujeres obligadas a favores sexuales para comer. Adolescentes con morados en las costillas. Paredes con marcas de uñas y sangre. Las noches se interrumpen con gritos. La madrugada trae interrogatorios con la cabeza pesada y un vaso de agua que arde en la garganta. Algunos no sobreviven. Otros salen con cuerpos destruidos que no aguantan mucho.

Las audiencias suceden sin público. Un cuarto cerrado, un funcionario que lee cargos de terrorismo o de odio, un abogado impuesto que asiente con el mentón, un papel que se firma sin posibilidad de corrección. Algunos ven una cámara encendida en un teléfono a medianoche y entienden que la justicia cambió de hora y de forma. Una madre pregunta por qué y recibe una fotocopia con sellos. La fotocopia no contiene respuestas.

Los muertos bajo custodia aparecen en notas breves. «Complicación», «paro», «desvanecimiento». La familia pide el cuerpo y recibe condiciones: nada de prensa, nada de velorio público, nada de discursos. El dolor se administra con reglamento. En la sala de una casa un ataúd se rodea de ocho sillas. Un sacerdote pronuncia «descanso» con un hilo de voz. La palabra justicia se ahoga antes de salir.
Las protestas traen su propia contabilidad. Siete cuerpos tendidos en San Jacinto, testigos que señalan disparos desde instalaciones militares. Más al norte, dos muchachos caen en El Valle frente a una cámara mientras un arma corta asoma detrás de un escudo. Los nombres circulan en chats, acompañados de fotos de carnet. La memoria popular los pronuncia en voz baja, como si aún doliera decirlos en volumen completo.

Entre los caídos hay adolescentes. Quince, diecisiete años. La casa de uno guarda la franela con olor a muchacho.
La madre de otro plancha una camisa que nunca se puso. Las abuelas imprimen rostros en camisetas blancas. Las velas convierten las aceras en capillas. En la esquina se reparten botellas de agua con vinagre para los ojos. La juventud aprende que crecer significa atreverse a salir y soportar que la noche no traiga a todos de vuelta.

En los pasillos de los tribunales, los familiares intentan designar abogados de confianza. Un funcionario recomienda aceptar defensa pública. La carpeta pesa como un ladrillo húmedo. Nadie lee todo. Se firman hojas por cansancio. Un defensor promete llamar y no llama. El tiempo de la justicia se escurre hacia la tarde. La tarde huele a café recalentado.

El hostigamiento alcanza a terceros. La puerta de una madre se toca a medianoche. Un hermano queda retenido mientras el buscado cruza una trocha. La trocha se pisa con barro hasta la rodilla. La culata golpea a cualquiera. Algunos regresan con fiebres, otros siguen con la esperanza puesta en un pariente que envía remesas. En la frontera, un funcionario pide un dinero que no aparece en ninguna ley. La palabra vacuna se usa para todo.

La vida cotidiana ocurre sin adjetivos heroicos. En un hospital, una sala de neonatología recibe luz de celulares cuando falla la planta. Una enfermera calienta suero con las manos. Una madre agradece sin solemnidad. En otro piso, un paciente de diálisis mide la oportunidad con los dedos. La máquina arranca tarde y se apaga antes del tiempo. En oncología faltan fármacos. Un señor con gorra camina hacia el ascensor con pasos muy cortos. La enfermedad avanza al ritmo de la burocracia.

En una escuela, la maestra llega con un bolso que pesa menos que un almuerzo. El salario desapareció detrás de tres reconversiones. Los niños llevan cuadernos usados en ambos lados. Un pizarrón con grietas recibe la palabra «historia» y el polvo del borrador la borra con facilidad. La maestra insiste en que la historia importa. La clase lo cree a medias. Afuera un perro duerme bajo una camioneta vieja.

El mercado mezcla dólares, bolívares y silencio. El datáfono está caído. El pago móvil no entra. El billete local se percibe como papel de colores. Un bodegón con luces frías exhibe marcas importadas que no existen en el barrio. Entrar allí genera vértigo. Salir produce vergüenza. Afuera un vendedor ofrece empanadas con pinza oxidada y sonrisa de siempre. El desayuno barato sostiene biografías enteras.

En el banco, una fila de jubilados ocupa la acera. Algunos llevan silla. Otros un frasco de pastillas. La caja paga en efectivo mínimo. Un abuelo guarda los billetes en la media y camina con pasos cortos. Una moto lo sigue. Un muchacho con gorra le susurra que la esquina es peligrosa. El señor apresura el paso. El miedo se pega a la piel como sudor.

Dentro de las casas se comenta la suerte de un extranjero detenido. Nadie conoce detalles. Se escuchan versiones de canjes, semanas de incomunicación. La palabra mercenario se usa como etiqueta. Algunos entienden que la vida puede convertirse en ficha de intercambio.

Quien vuelve de prisión trae el cuerpo distinto. La piel cuelga en otra dirección, los hombros parecen cargar secretos. Cuenta poco, calla mucho, duerme a ratos. Tres conocidos no resistieron el deterioro. La muerte tardía también es efecto de una detención. El duelo se reparte en cuotas. Hay pudor en preguntar y pudor en responder.

En la azotea, una antena casera busca captar una emisora que todavía transmite. La voz llega como si cruzara un río. El periodista habla con frases cortas, mide cada palabra, sabe que al otro lado hay oídos que muerden. Una radio regional dejó de existir la semana pasada. Su número en el dial ahora guarda silencio. Las emisoras se apagan como luciérnagas.

El pasaporte se convierte en objeto mítico. La oficina abre a horas caprichosas. Un guardia gira la muñeca y mira el sol. La cola reparte rumores. La página pide citas que nunca se otorgan. Algunos logran la prórroga gracias a un intermediario que cobra en dólares. La palabra derecho suena lejana.
Un muchacho ríe cuando oye «libre tránsito». La risa dura poco.

En la autopista, una alcabala pide papeles y algo más.
Los bolsillos responden. El viaje se resume en pagos pequeños. A veces el camión con verduras no llega al mercado. La cosecha pierde peso y precio. Un productor mira sus manos y dice que sembrará menos. La tierra acusa la ausencia como un animal al que dejaron de alimentar.

En el sur, la fiebre corre con la velocidad del mercurio que cae al río. Campamentos de minería ilegal rugen con generadores. Disparos se escuchan al atardecer. 
Los mineros viven entre malaria, explotación y miedo. Quienes intentan salir vuelven con piel amarilla y ojos hundidos. La selva guarda secretos que no se nombran.

Las universidades se despueblan. Profesores emigran, pupitres vacíos, pizarras agrietadas. Los estudiantes sobreviven con cuadernos usados en ambos lados. El campus se convierte en ruina lenta. Las bibliotecas cierran salas enteras. La propaganda oficial ocupa el lugar de carteles culturales. 
La juventud estudia entre ruinas.

La diáspora multiplica la orfandad. Hijos en Chile, padres en España, hermanos en Perú, abuelos en Venezuela.
Las videollamadas se cortan justo en la palabra «te extraño».
Los aeropuertos son salas de despedida con abrazos apretados. La migración se convierte en rito de paso.

El país se resume en catálogo de agravios. Cortes de luz, agua racionada, gasolina escasa, gas intermitente, medicinas ausentes, alimentos insuficientes, justicia cooptada, cárceles como centros de tortura, desapariciones sin respuesta, ejecuciones en protestas, velorios vigilados, hostigamiento a familiares, persecución de periodistas, clausura de radios, allanamiento de ONG, universidades desmanteladas, fronteras dominadas por mafias, selvas devastadas por minería ilegal, barrios controlados por colectivos, migración forzada, impunidad absoluta. Todo vivido, todo sabido, todo padecido.

La esperanza se reduce a una palabra pronunciada en voz baja. Flota. No designa sólo barcos. Designa la posibilidad de que el país recupere su nombre. Cada chisporroteo de radio parece un aviso. Cada rumor en la calle se convierte en posibilidad. El aire mismo vibra con la tensión de lo que puede llegar.

En la azotea de las casas, algunos miran el cielo en busca de un ruido distinto. La respiración se detiene unos segundos, como si el aire mismo aguardara un anuncio. Cada madrugada se vive como ensayo de lo que aún no llega.

El día que se parezca a un desenlace no llegará con trompetas. Llegará con la naturalidad de un cambio de viento. 
La radio encontrará una emisora extranjera que describa movimientos en idioma sobrio. La señal caerá y volverá. La antena casera captará más de lo habitual. El rumor correrá por los edificios como un animal pequeño. Una señora subirá dos sillas a la azotea. Un niño preguntará si hoy hay fiesta. La madre responderá con sonrisa corta.

La calle aprenderá otra vez a juntar gente sin miedo. Un vecino desenrollará una bandera que olía a armario. El color parecerá más vivo que antes. Otro bajará una caja de velas, por si acaso. Un señor afinará una guitarra olvidada. Habrá mezcla de vigilia y de domingo.

Nadie pronunciará la palabra indebida. Se protegerá con silencio aquello que importa. La emoción caminará por pasillos con calcetines. Los teléfonos vibrarán con mensajes cortos. «Atentos». «Escuchen». «Miren hacia el norte». La gente mirará hacia el norte. El norte aún no responderá.

Un brillo aparecerá cerca del horizonte. Podrá ser reflejo o deseo. El deseo se alimentará con disciplina. La radio dejará de chisporrotear por un instante. Una voz entrará limpia, dirá algo que sonará a orden nueva. El barrio, por un segundo, quedará en blanco. El blanco producirá un latido. El latido producirá una lágrima que no se luce ni se niega. La lágrima caerá y secará. La contención mandará.

Si lo que se espera sucede, el país volverá a pronunciar su nombre sin miedo. Las paredes perderán poder. Las colas quedarán como anécdota de resistencia. El carnet de plástico quedará como testigo de un método en desuso. Las casas con cortinas corridas se abrirán a la luz. Las audiencias volverán a tener público. Las vetas de sangre en un muro serán prueba y no costumbre. Las sirenas volverán a significar ambulancia y no amenaza. Las motos volverán a significar transporte y no control.

Si lo esperado se dispersa, décadas de silencio tomarán asiento. Los niños memorizarán consignas como poemas.
Los jóvenes aprenderán a no esperar. Los viejos acomodarán la historia para que duela menos. 
Las libretas con nombres se guardarán en cajas. Las cajas se apilarán en armarios. El armario olerá a naftalina y renuncia.

En esa encrucijada se vive. Con hechos, con inventario, con memoria exacta. Con la respiración entrenada para el anuncio. Con la vista fija en el horizonte porque el horizonte, por fin, podría responder. Con la convicción de que lo que llega, si llega, es el último amanecer posible en Venezuela.

Xavier Padilla