Es una colección de ensayos que conmemora la efeméride de los cien años del nacimiento de Margaret Thatcher (13 de octubre de 1925).
El documento reúne ensayos y artículos de destacados autores como Federico Jiménez Losantos, Lord Daniel Hannan, Pedro Schwartz, Diego Sánchez de la Cruz o Rainer Zitelmann.
A través de sus textos, se examina la influencia política, económica e intelectual de la llamada Dama de Hierro, cuya gestión transformó profundamente el Reino Unido y dejó una huella duradera en la concepción del liberalismo político y económico contemporáneo.
El volumen analiza el contexto histórico en el que Thatcher llegó al poder: una Gran Bretaña al borde del colapso económico, con inflación del 27 %, unos impuestos asfixiantes y unos sindicatos violentos que ejercían una posición dominante en la política económica de las islas.
Sus reformas —privatizaciones masivas, liberalización de los mercados, control de la inflación y reducción del gasto público— revirtieron esa decadencia, disparando el crecimiento, generando más de 3,3 millones de empleos y reduciendo la deuda pública del 54 % al 40 % del PIB.
El documento también destaca su alianza intelectual con Friedrich Hayek y Milton Friedman, quienes inspiraron su defensa del libre mercado y de la responsabilidad individual. Bajo su liderazgo, el Reino Unido pasó de ser “el enfermo de Europa” a un referente mundial de lo que Thatcher llamaba capitalismo popular.
Los textos incluidos enfatizan la dimensión moral y ética de su política, su determinación frente a la adversidad y reflexionan asimismo sobre su contribución a la derrota del comunismo junto a otros líderes internacionales de su tiempo, como Ronald Reagan o Juan Pablo II.
Finalmente, la obra reflexiona sobre la vigencia de sus ideas en el presente: el valor de la libertad económica, la necesidad de limitar el poder del Estado y la importancia de los principios frente al oportunismo político.
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Los Héroes del capitalismo:
Margaret Thatcher
Más allá de sus múltiples logros políticos, su posición, ya desde muy temprana edad, fue en contra de los impuestos, de Europa como institución, del concepto de sociedad -abogando por los individuos-, de la reducción del gasto (incluso, en la educación, cuando ella era ministra -eliminando la free milk for school children-), su apelación a la responsabilidad individual, así como su encarnizada lucha contra la Unión Soviética, por todo ello, bien merece estar dentro del Olimpo liberal. Hay una anécdota que podría describir mejor quién fue Thatcher y porqué su figura debe ser reivindicada con más contundencia. Cuando era jefa de la oposición, en medio de una reunión del partido conservador, un funcionario tímido pronunció algunas afirmaciones sobre la política económica de Gran Bretaña, postulando un camino intermedio entre la planificación soviética y el liberalismo económico, doña Thatcher le interrumpió, se levantó, buscó en su bolso y sacó el libro de “Los Fundamentos de la libertad” de Hayek, lo mostró delante de su audiencia, lo golpeó contra la mesa y dijo “¡Esto es en lo que creemos!” (Berlinski, 2008, pág. 12).
Como siempre, las grandes figuras tienen grandes detractores, especialmente por parte de la izquierda. Igual que para con Reagan, Thatcher no era considerada una política culta y la última crítica que, a vote pronto, yo recuerde, ha venido especialmente de Owen Jones. Para quien no lo conozca, se trata de un historiador británico que se ha dedicado al ensayo político con mucha virtuosidad, no por lo que dice, sino porque sus libros tienen cuota de mercado y sus ideas, muy espoleadas por Podemos, han conseguido cierta repercusión fuera de su país. En su libro “Chavs” (2011), de dudosa originalidad, se dedica a culpar al Thatcherismo de cuestiones como la desindustrialización de Gran Bretaña, de la demonización de la clase obrera y la supresión de identidad de la misma (cabría la posibilidad de preguntarle al excelso historiador si esta cuestión no está relacionada con su izquierda posmoderna y sus luchas parciales más que con Thatcher). Como siempre, otros intelectuales de la misma cuerda se han dedicado a pagar sus frustraciones con personajes concretos de la historia reciente, ejemplo de ello es David Harvey, Richard Wolff, Martin Barker, etc.
Finalmente, me dejo muchos episodios que darían pie a que me extendiera ad infinitum, como su respuesta a la Junta Militar de Galtieri en 1982, su represalia hacia los sindicatos y las huelgas mineras de 1984-85, su mano dura para con el IRA, su tándem internacional con Reagan, entre muchos otros.
Así pues, me gustaría acabar con las frases que la primera ministra británica pronunció cuando llegó al poder:
“Que donde haya discordia, llevemos la armonía. Donde hay error, que llevemos la verdad. Donde haya duda, que llevemos la fe. Y donde hay desesperación, que llevemos esperanza”.
Y esto es, en resumidas cuentas, lo que más necesitamos hoy en día.
Bibliography
Berlinski, C. (2008). There Is No Alternative: why Margaret Thatcher matters. New York: Basic Books.
Campbell, J. (2009). The Iron Lady: Margaret Thatcher: From Grocer’s Daughter to Iron Lady. New York: Penguin Books.
Thatcher, M. (1993). The downing street years. New York: HarperCollins.
Thatcher, el fusionismo
y el desafío de la libertad en el siglo XXI
Margaret Thatcher nunca fue una conservadora en el sentido pequeño de la palabra. La idea de que, algún día, la lealtad a su memoria llegaría a considerarse una medida de ortodoxia tory la habría sorprendido tanto como a sus detractores. Ella se veía, en cierto modo, como una opositora de su propio gobierno, una radical solitaria que luchaba por sacar adelante sus reformas frente a un establishment pesimista y estatista. No le faltaba razón: sus diputados la toleraron mientras ganaba, pero se volvieron contra ella en cuanto tropezó. Para entonces, por supuesto, sus remedios habían demostrado funcionar de maravilla. El Reino Unido, que en los años 70 era la economía de más lento crecimiento de Europa Occidental, fue en la década de los 80 la segunda que más creció. Solamente España, que partía de una posición más baja, avanzó más rápido. Incluso los laboristas tuvieron que aceptar que una mayor competencia en los mercados, una regulación más ligera y unos impuestos más bajos hacían que la gente viviera mejor. Pero ni los laboristas ni los tories que nunca llegaron a apoyar con convicción aquel programa llegaron a comprender por qué funcionaba el thatcherismo. Su actitud hacia el legado económico de la Dama de Hierro era como la de una tribu primitiva ante un artefacto heredado de una civilización superior: respetuosa, pero desde la incapaz de entender lo que estaba pasando.
La versión de liberalismo manchesteriano de Thatcher nunca colonizó al Partido Conservador. Como mucho, formó una alianza contingente con el conservadurismo tradicional, una coalición desigual, conviene añadir, porque los librecambistas siempre fueron minoría. Thatcher era como un mahout sobre el lomo de un enorme elefante. La bestia se movía por sus propios instintos: patriotismo, fe religiosa, respeto por la jerarquía, aversión a la indecencia, incomodidad ante el cambio social... Un jinete hábil podía persuadirla, susurrarle al oído, darle un pequeño empujón en una dirección u otra – pero solo hasta cierto punto. Thatcher sabía que no debía clavar el aguijón con demasiada fuerza. Por ejemplo, en todos los años que fue primera ministra, el gasto público neto siguió aumentando, aunque, en conjunto, la economía creció más rápido que el Estado, de modo que el peso relativo de las Administraciones en comparación con el PIB se redujo.
¿Cómo consiguió subirse a los hombros de aquella gran bestia? Al fin y al cabo, el conservadurismo y el liberalismo habían sido tradicionalmente los dos polos opuestos de nuestro sistema de partidos, mutuamente repelentes a lo largo de los siglos, ya fuera como Partido Conservador y Partido Liberal, tories y whigs o incluso, en cierto modo, caballeros reales y parlamentarios. Lo que empujó a unos y otros a unirse tras tres siglos de antagonismo fue el auge del socialismo. Enfrentados en casa a un Partido Laborista decidido a expropiar y, en el exterior, al Ejército Rojo, conservadores y liberales enterraron sus diferencias.
En Europa Occidental, donde los sistemas proporcionales lo permitían, solían mantenerse en partidos separados y rivales, aunque a menudo como socios de coalición. Pero en el mundo anglosajón, donde el sistema mayoritario fomentaba el bipartidismo, tuvieron que encontrar la manera de combinarse. En Estados Unidos, las identidades partidistas habían estado ligadas a todo tipo de factores, como las lealtades regionales, pero en los años 50 empezó a tomar forma una derecha más coherente. Este realineamiento lo impulsó William F. Buckley, el brillante, apuesto y carismático editor de National Review. Creía que constitucionalistas, patriotas, libertarios, cristianos y demás debían unirse frente a la amenaza soviética. Esta idea pasó a conocerse como “fusionismo”.
Tuvo sus críticos: el gran intelectual conservador Russell Kirk solía argumentar que tenía aún menos en común con los libertarios que con los socialistas. Sin embargo, la apuesta funcionó, allanando el camino para el ascenso de Ronald Reagan. Algo parecido ocurrió en el Reino Unido. Ralph Harris, fundador del Institute of Economic Affairs (IEA), me contó poco antes de morir que él y sus compañeros librecambistas afrontaron una decisión trascendental tras la desaparición del Partido Liberal en las elecciones de 1950. Algunos de ellos querían retirarse de la política, leer ponencias entre ellos en la Mont Pelerin Society y preservar la pureza doctrinal, como monjes irlandeses copiando minuciosamente manuscritos iluminados en plena Edad Oscura. Harris no estaba interesado en aquello, no le seducían las ideas que no pudieran aplicarse. El jovial fumador de pipa sostenía que los amantes de la libertad debían intentar conquistar al menos uno de los dos partidos con posibilidades de gobernar.
El Partido Conservador de aquella época era patricio, imperialista y complaciente con la creación de los grandes monopolios estatales de la era de Attlee. Así que Harris y sus colegas se pusieron a convencer a algunos de sus jóvenes diputados: Enoch Powell, Geoffrey Howe, Nick Ridley y, de forma decisiva, Keith Joseph, que se convirtió en algo así como el Juan Bautista de Thatcher. La versión británica del fusionismo, que mezclaba liberalismo económico con conservadurismo cultural, resultó tan exitosa en las urnas como la estadounidense.
Los conservadores gobernaron durante 18 años. Hoy, a ambos lados del Atlántico, esa alianza se está deshilachando. Sin la amenaza roja que la mantenía unida, el compuesto se separa y desagrega nuevamente en sus elementos constituyentes y, como antes, los liberales son con mucho los menos numerosos. La velocidad con la que los republicanos estadounidenses han pasado del reaganismo al trumpismo, del laissez-faire al populismo agresivo, del libre comercio a los aranceles, es asombrosa. Ya antes de 2020 los liberales clásicos éramos pocos. El votante medio siempre estaba a nuestra izquierda en materia económica y a nuestra derecha en cuestiones culturales. Sin embargo, la pandemia nos volvió aún más minoritarios, alterando las expectativas de la gente sobre el papel del gobierno. Es comprensible, quizá, que algunos librecambistas se pregunten si no deberían apartarse y dejar de fingir que tienen algo en común con los conservadores de gran gobierno.
¿Por qué implicarse en una crisis provocada por el tipo de políticas que se oponen desde la misma raíz a sus principios? Mi respuesta es que la lógica del fusionismo no ha desaparecido. En los años centrales del siglo XX, conservadores y liberales estaban amenazados por el socialismo revolucionario. Hoy, ambos están en otro punto de mira: el del fanatismo de la política identitaria. Entonces, la amenaza venía de los MiG soviéticos; hoy, de ciberataques chinos. Pero, en ambos casos, está en peligro la civilización occidental que incubó las tradiciones conservadora y liberal. Por tanto, que los liberales clásicos abandonen la coalición conservadora sería, en el fondo, un acto de autoindulgencia. Significaría eliminar los últimos límites al gobierno y asegurar que las crisis de deuda e inflación se agraven innecesariamente. Implicaría, además, una retirada a la irrelevancia electoral. Quizá los votantes aún no estén de humor para la libertad. Quizá los que defendemos un gobierno limitado sigamos en la etapa de Keith Joseph, no en la de Margaret Thatcher. Pero cuando finalmente logremos darle la vuelta a la situación, será como parte de una amplia alianza capaz de ganar y de ejercer el poder. No tenemos derecho a retirarnos ahora.
La mujer que cambió
el rumbo de Reino Unido
Thatcher supo enderezar el disgusto general por la decadencia de su país con reformas que revitalizaron la economía y la sociedad británicas. En el exterior, en alianza con el presidente Reagan, contribuyó a la derrota y disolución de la Unión Soviética y señaló al mundo entero el camino del capitalismo democrático. Los enemigos del libre mercado han querido aprovechar cualquier crisis económica para enterrar el legado de Lady Thatcher. Muy al contrario, ella acertó al coincidir con el diagnóstico de su amigo Ronald Reagan: “el Estado no es la solución, es el problema”.
Ella, con el paso de los años, fue perdiendo la memoria, pero mayor desgracia sería que el mundo occidental olvidara su obra. En su primer mandato, de 1979 a 1983, la primera ministra trató a los terroristas del IRA con la firmeza necesaria. Así, dejó que diez de sus terroristas llevaran su huelga de hambre hasta el final, antes que ceder a su exigencia de recuperar el estatus de preso político. En cambio, los españoles cedimos al chantaje planteado por Iñaki De Juana Chaos. El resultado final de la política irlandesa de los gobiernos británicos ha sido que el Ulster sigue dentro del Reino Unido.
La misma firmeza demostró al embarcarse en la Guerra de las Malvinas, para recuperar un territorio ilegalmente invadido por la fuerza de las armas: los argentinos nunca le han agradecido suficientemente que así les librara del dictador Galtieri. El mismo principio, pero en una escala mucho menor, es el que tuvo que aplicar el gobierno de José María Aznar durante la crisis de la isla Perejil, donde la pronta solución articulada por Moncloa replicó la determinación thatcheriana y sirvió de aviso ante cualquier otra pretensión respecto a Ceuta, Melilla o las Islas Canarias. Durante su primer mandato, Margaret Thatcher se lanzó a recortar el poder de los sindicatos, que con sus huelgas políticas habían tumbado los gobiernos de sus predecesores Heath y Callaghan. También entonces implantó y mantuvo una política monetaria estricta, para reducir las altas tasas de inflación. En paralelo, permitió que se desarrollara el sector de los servicios, en especial el financiero de la City de Londres. Deberíamos aprender de ella.
No es posible vivir con una moneda sólida si la economía real no es flexible. El euro nos impone aceptar los cambios que exige la vuelta a la productividad, pese a la resistencia de esos a los que Hayek definía como “los socialistas de todos los partidos”. Un gran triunfo electoral abrió su segundo periodo de gobierno, extendido de 1983 a 1987. Estuvo marcada esa nueva etapa por la violentísima huelga contra el cierre de minas antieconómicas, una pugna que duró todo un año. Venció de nuevo la primera ministra, que en los ejercicios anteriores había sido previsora, acumulando reservas de carbón para evitar los cortes de electricidad con que los mineros habían doblegado al Estado en dos ocasiones anteriores. Estos fueron también los años en que se acometió la venta masiva de empresas públicas al sector privado, así como del gran parque de viviendas protegidas a sus inquilinos, lanzando una ola de medidas de privatización que luego fue imitada en todo el mundo.
Su colaboración y amistad con Ronald Reagan dieron su mejor fruto en la resistencia ante las ansias expansionistas de la Unión Soviética. Thatcher entendió los deseos reformistas de Gorbachov y así contribuyó a la disolución del régimen comunista, con la subsiguiente liberación de la Europa sojuzgada. Muy criticada fue la moderación de su política frente al apartheid, que sin embargo desembocó finalmente en la liberación de Nelson Mandela. También se ha visto mal en el continente su parco entusiasmo por el lado burocrático de la Unión Europea, cuestión que nunca desapareció de la vida política británica y culminó, de hecho, en el Brexit. El tercer periodo de gobierno, de 1987 a 1990, nació bajo una estrella menos favorable. Su ministro Nigel Lawson quiso combatir la moderación del crecimiento económico con una política fiscal más expansiva, pero los resultados no fueron los deseados.
Luego llegó una serie de propuestas tributarias cuya impopularidad llevó a que un grupo de sus colaboradores más íntimos, organizado por Lord Garrel-Jones, que tanto le debía, acabase clavando a la primera ministra un metafórico cuchillo por la espalda. El 22 de noviembre de 1990, la futura baronesa presentó su dimisión a la reina Isabel II. El día de su muerte, en 2013, fue despedida con honores por millones de británicos. La historia de la primera ministra británica nos confirma que el problema de las sociedades democráticas es el Estado. Lo difícil no es cambiar el rumbo de la economía, sino el de la política.
Quizá tardamos uno o dos años en salir de las situaciones de recesión, pero ¿cuándo salimos de los hoyos donde nos vemos sumidos por la mala política? ¿Para cuándo la reforma del mercado de trabajo, la mejora de la educación, una ley electoral renovada…? Hija de un tendero metodista y su esposa, ama de casa, Thatcher fue la primera mujer en presidir el partido tory, hasta entonces dirigido por hombres que, por elitismo, desconfiaban de las decisiones individuales y, asimismo, veían con malos ojos a aquella joven política de orígenes burgueses y no aristocráticos. Una vez se convirtió en la primera mujer en presidir el gobierno del Reino Unido, gobernó con suficiente valor para romper el consenso de todos los partidos, tan favorable al Estado de Bienestar y al control administrativo de la economía. Su paso por Downing Street dejó un recuerdo imborrable en quienes la tratamos. Sus ojos calaban en los de su interlocutor.
Expresaba su pensamiento directa y sencillamente, nunca dudando en contradecir aquello que creía equivocado. Sus discursos llegaban a todos los públicos, favorables o no, por el buen sentido de sus propuestas, expresadas en frases cortas que traslucían firmeza de carácter. Los once años de gobierno de Margaret Thatcher se caracterizaron, sobre todo, por una lucha ideológica sin cuartel entre quienes apoyaban la liberación de los mercados y quienes consideraban peligrosa la política económica de laissez-faire que defendía ella.
Es la misma lucha que tenemos que entablar quienes aspiramos a ver una España productiva y moderna. Intentarán convencernos de que toda la culpa de nuestros males es del sector privado. Obviarán el peso de la regulación y de los impuestos. Dirán que no importa que las finanzas públicas estén al borde de la quiebra ni que la deuda del Estado crezca sin límite. Pero, pasada la tempestad que nos azota, será evidente que tendremos que replantearnos el papel que el sector público tiene que desempeñar en una sociedad que funciona, igual que lo hizo Thatcher tras constatar el fracaso del modelo socialdemócrata en su país.
HOMENAJE POR EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE MARGARET THATCHER (T-100)
por EL INSTITUTO JUAN DE MARIANA by Yanka



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